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Escena X

 

La misma decoración.

 
 

Los mismos personajes. FEDERICO en el gabinete, reclinado en la silla larga. AUGUSTA dentro de la alcoba. No se la ve al principio de la escena. Es de noche. La lámpara está encendida.

 

FEDERICO.-   (mirando su reloj.)  Yo creí que era más tarde: las siete menos diez.

  —147→  

AUGUSTA.-   (desde la alcoba.)  ¿Qué? ¿Deseas que corra el tiempo? ¿Tienes prisa de que me vaya?

FEDERICO.-  Al contrario; cuento los minutos, y si pudiera, pondría por delante los que ya están a la espalda.

AUGUSTA.-  Esta noche podré estar hasta las ocho menos cuarto pero ya sabes que no has de entretenerme cuando llegue la hora de marcharme. Llegando a casa a las ocho, ocho y quince, no hay temor. Resultará que he pagado la tarde en casa de la tía Serafina. Para saber lo que debo decir, he mandado a Felipa a que se entere de lo que ha ocurrido esta tarde allá.

FEDERICO.-  ¿Y si tu marido ha ido a ver a la enferma?

AUGUSTA.-  Casi nunca va.

FEDERICO.-  No te fíes, no te fíes.

AUGUSTA.-   (apareciendo en la puerta de la alcoba.)  Veo que eres tú más receloso que yo.

FEDERICO.-  Pues digo, si pudiera realizarse lo que antes me proponías, todas las precauciones serían   —148→   inútiles, y el disimulo absolutamente imposible.

AUGUSTA.-  No es imposible... Monín, déjate guiar por esta loca.  (Acercándose a él.)  Lo dicho, dicho. Acábese el romanticismo, y empiece la época positiva, positivista o como quieras llamarla. Es menester, amigo de mi alma, que nos pongamos en prosa. Yo pienso mucho en ello, y se me ocurren mil planes.

FEDERICO.-  Cuéntamelos. Me gusta oírte divagar con tanto donaire sobre lo imaginario y lo imposible, y admiro en ti la voluntad más independiente que existe en el mundo.

AUGUSTA.-   (sentándose junto a FEDERICO en una banqueta, y reclinando su cabeza sobre el pecho de él.)  Te contaré una cosa interesante. Esta mañana me dijo el Santo: «Tengo un proyecto para modificar la vida de ese pobre Federico y librarle de la plaga de sus acreedores».

FEDERICO.-   (agitado.)  Por Dios, no me hables de eso. No sabes el daño que me causas.

AUGUSTA.-   (vivamente.)  Considera que, si algo hacemos por ti, no es él quien lo hace sino yo.

  —149→  

FEDERICO.-  No puedo considerar tal cosa. Querida mía, si me amas, impide por cuantos medios estén a tu alcance los favores de ese hombre, a quien yo por mil motivos debería reverenciar...  (con mucha inquietud)  de un hombre a quien tú y yo ofendemos gravemente.  (AUGUSTA da un suspiro y cierra los ojos.) 

AUGUSTA.-   (después de una pausa.)  ¿Sabes que me dormiría yo aquí, tan ricamente? Siento el latido de tu corazón, ¡pum pum!, y el chiqui-chiqui de tu reloj. Con ambos arrullos y el sueño que tengo, me quedaría como piedra en un pozo. ¡Ay, qué gusto, si el tiempo maldito no me aguijonara 5 el pensamiento, para mantenerme en vela!

FEDERICO.-   (para sí, meditabundo.)  Alma ambiciosa de lo desconocido, de lo ilegislado, no puedo seguirte en tu vuelo. En ti no hay idea moral, al menos la idea mía, elemental y rutinaria, la que a mí me argumenta sin descanso. Hay entre tú y yo algo inconciliable, irreductible, y la tremenda muralla se alza cuando menos lo pienso. La belleza, la gracia de esta mujer me trastornan. Por ese lazo nos unimos. De la conciencia de ambos parte lo que eternamente nos separa. ¿Cómo decírselo sin ofenderla?

  —150→  

AUGUSTA.-   (suspira otra vez y levanta la cabeza.)  Habíamos convenido en no hablar nunca de mi falta, o lo que sea. Legalmente no tengo disculpa. ¿Pero no habíamos hecho nosotros, en la embriaguez primera, un código, de estos que hacen todos los amantes, unas Tablas muy monas, en que derogábamos toda la legislación que anda por esos mundos?

FEDERICO.-   (para sí.)  Su valor es tan grande como su pasión. Defiende sus faltas como si fueran méritos. ¡Con qué brío se lanza por ese camino de vértigo y de sofismas! Mis ideas son claras; pero sin duda alcanzan poco. Me gustaría deslumbrarme como ella, y poder seguirla hasta los abismos del disparate, que sin duda están llenos de flores.

AUGUSTA.-  Pero no necesitas decirme nada para que yo respete al hombre cuyo nombre llevo, para que le profese un cariño fraternal. Él se merece más: yo le doy lo que puedo. La equidad es letra muerta en cosas de amor.

FEDERICO.-   (con sequedad.)  Está bien. Pero no me hables a mí de favores de ese hombre, porque no puedo admitirlos.

AUGUSTA.-  ¿Ni míos tampoco los admites?

  —151→  

FEDERICO.-  Tampoco.

AUGUSTA.-  De modo que la pared vuelve a alzarse, y tú la haces más fuerte y más gruesa, recordando que somos pecadores. ¡Qué moral está el tiempo, querido mío!

FEDERICO.-  Te diré... Si he sacado a relucir la cuestión moral, no ha sido por petulancia ni por gazmoñería. Me propuse no ocuparme de ella; pero desde el momento en que me hablas de generosidades de tu marido hacia mí, y de sus proyectos de favorecerme, la cuestión moral se me impone, y plantea un dilema que tanto tú como yo debemos mirar con la mayor seriedad.

AUGUSTA.-   (inquieta y mal humorada.)  Ya, ya veo venir el sermoncito. El otro día apuntaste algo... sí, y ya me esperaba yo hoy un chubasco de moral. ¿Es verdadera virtud, o simplemente falta de valor?... Bueno, déjame a mí el pecado entero, y coge para ti los escrúpulos. No me importa; tengo fuerzas para cargar toda la culpa, con tal de verte contento, tranquilo, y hecho un varón santo. Tú no me quieres, y por no quererme, me das la leccioncita de buena conducta. Yo estoy enamorada, y por eso no podré quizás entenderla. Te contaré   —152→   todo lo que pasa en mi interior, y luego, vengan sermones.  (Se dan las manos.)  Yo siento a veces en mi conciencia 6 tumultos de reprobación, pero en seguida salen, por aquí y por allá, mil ideas que me absuelven. Conforme a la ley, yo no debiera quererte. La religión manda que combata y ahogue este loco amor. Y las fuerzas para combatirlo y ahogarlo, ¿dónde están? Yo no las tengo, ni me parece que las tendré nunca. Es como si al que carece de vigor muscular le mandan que levante un peso de tantos quintales. Reconozco como nadie el mérito de mi marido, y en cuanto a su bondad, sólo yo, que a su lado vivo, sé bien toda la extensión de ella. Me 7 inspira un cariño acendrado y puro, una gran admiración; pero Dios ha establecido la diferencia entre el amor que debemos a la divinidad, a la perfección moral, y el amor terreno, el que tenemos a nuestro igual, al semejante a nosotros por el pecado y la impureza. Yo reverencio a Tomás, le rezaría, ¿sabes?... pero te amo a ti. Me casé sin saber lo que es amor, y no lo supe hasta que tú no me lo enseñaste. Todavía no me he convencido de que esto sea una cosa muy mala, rematadamente mala. Qué quieres; soy muy torpe, y quizás de condición perversa. Lo que sí te digo es que cuando me sermonees, no necesitas hacer el panegírico de la persona que conozco mejor que tú y mejor que nadie. Bien sé que no hay otro   —153→   que se le asemeje, aunque... te diré una cosa que hasta ahora no he querido decirte.

FEDERICO.-   (para sí.)  ¿Qué será ello?

AUGUSTA.-  Pues de algún tiempo a esta parte, noto en la bondad de mi marido cierta exaltación de mal agüero, algo así como... vamos, que la virtud ha llegado a ser en él una manía, un tic.

FEDERICO.-   (irónicamente.)  ¡Qué salida! Eso lo dices por rebajarle a tus propios ojos, por disminuir la inmensa diferencia de talla que entre él y nosotros hay.

AUGUSTA.-  No; no me juzgues así. Lo digo porque es verdad. Como quiera que sea, la exageración no destruye lo extraordinario, lo excepcional de su bondad.  (Dando un gran suspiro.)  Él es un santo, y yo te quiero a ti. Ahí tienes las dos verdades capitales. No creas que trato de buscar entre ellas una componenda hipócrita. Dejo los hechos como están. Tú eres cobarde y huyes. Yo soy valiente, y me quedo delante de estas dos verdades, mirándolas cara a cara.

FEDERICO.-   (para sí.)  Me abruma con su admirable tesón.

  —154→  

AUGUSTA.-   (después de una pausa.)  No tienes nada que contestarme, o necesitas pensar mucho tus argumentos. ¡Ay qué sesudo se me ha vuelto mi borriquito, y qué gran moralizador!

FEDERICO.-  Vamos a cuentas, vida mía. ¿No has dicho que estamos en la gran crisis, que salimos del periodo soñador para entrar en el práctico? ¿No quieres tú regularizarme?

AUGUSTA.-  ¡Ah, pillo, y te vengas ahora, proponiéndome a mí la regularidad! ¡Ingrato! Quita allá.  (Le rechaza cariñosamente.) 

FEDERICO.-  No, alma mía. Te expongo esta idea, como una mirada al porvenir. Supón tú que, por unas u otras causas, esto no pudiera continuar sin escándalo. No habría más remedio entonces que sacrificar nuestras relaciones.

AUGUSTA.-  Por mí nunca las sacrificaría.

FEDERICO.-  No lo digas tan pronto. Eso no se puede afirmar tan de ligero. Yo te quiero demasiado para llevarte al escándalo y a la deshonra. A ti te corresponde, como mujer, la pasión irreflexiva;   —155→   a mí la serenidad. Si hablo de esto, si suscito la grave cuestión moral, tú has tenido la culpa, hablándome de favores que piensa hacerme tu marido, de protecciones que sólo se dispensan a un hijo, a un hermano. Eso pone la cuestión en el terreno de lo insoluble. Si no le impides que esos propósitos se manifiesten, te dejo... no puedo tolerar situación tan degradante, tan vergonzosa. ¿No lo comprendes? ¿Es posible que no lo comprendas?

AUGUSTA.-   (con exaltación.)  No; debo de ser tonta. Siento rabia de que te empeñes en hacérmelo comprender. Para mí la situación es otra. Tú me perteneces, yo te amo más que a mi vida, y quiero que participes de los bienes materiales que yo poseo. Soy rica. ¿Cómo he de soportar que vivas en la miseria y que te veas sujeto a mil humillaciones? Yo quiero compartir contigo mi bienestar, a la faz del mundo, si es preciso. No me avergüenzo de ello.

FEDERICO.-  ¿Y pretendes que no me avergüence yo?

AUGUSTA.-  ¡Debilidad, tontería! ¡Si otros lo hacen...!

FEDERICO.-   (exaltándose también.)  Pues si insistes en eso, he de hablarte con claridad, como no lo he hecho nunca. Hace tiempo   —156→   que yo siento una pena, un sobresalto... más claro, ¡un remordimiento por el ultraje que infiero al hombre más generoso, más digno que existe en el mundo...! Quisiera que fueses siempre mía; pero las cosas de la vida ¿van por ventura al compás de nuestros deseos?... ¿Ya no hay ley, ya no hay principio alguno que deba ser respetado? Todo tiene su límite, y yo sería un miserable si no te dijese ahora que intentes, que lo intentes siquiera, consagrar a tu marido todos los afectos de tu corazón. Ya sé que el amor es extravagante. Ya. sé que cabe en lo humano, mejor dicho, que es muy humano no amar a un hombre de grandes cualidades, y prendarse de un cualquiera. Pues bien: protestando de que me gustas hoy lo mismo que ayer, tengo el valor de incitarte a que me sacrifiques, a que entres en la ley, a que vuelvas los ojos a aquel hombre tan superior a mí... superior a mí hasta físicamente, para colmo de lo absurdo.

AUGUSTA.-   (con rabia.)  ¡Qué manera tan suavecita de decirme que no me quieres ya! Ningún hombre enamorado sugiere a su querida la idea de volver al deber. Dímelo, háblame claro, porque esa moralidad tuya de última hora es ridícula y hasta poco delicada.

FEDERICO.-  No, porque yo, al proponerte con honrada   —157→   convicción lo que te propongo, estoy dispuesto, si no lo aceptas, a ir contigo hasta donde quieras, menos a la ignominia de recibir beneficios materiales de tu marido.

AUGUSTA.-  Está bien.  (Llorando.) 

FEDERICO.-   (con súbito arranque.)  Me rebelo a ti con absoluta ingenuidad. Te diré que me creo bastante indigno, y no quiero serlo más.

AUGUSTA.-  ¡Indigno tú! Recurres al argumento de sensación para apartarme de ti. No, no, tú no eres indigno.

FEDERICO.-   (amargamente.)  No sabes lo que dices; no me conoces. Por algo te oculto las miserias de mi vida. Si conocieras ciertos oprobios que hay en mí, quizás no tendría yo que hacerte ningún argumento para que me dejaras y volvieras a la ley.

AUGUSTA.-   (arrojándose a él.)  ¡No, dejarte, nunca! Porque si fueras el último de los bandidos, te querría lo mismo que te quiero.

FEDERICO.-   (con cierto desvarío.)  Yo no te merezco. Regenérate huyendo de   —158→   mí, y entregando los tesoros de tu alma al hombre más digno de poseerlos.

AUGUSTA.-   (con exaltación sublime.)  No me da la gana. Cuéntame tus cosas. Unámonos resueltamente en todas las esferas de la vida. Todo lo mío es tuyo.

FEDERICO.-  Eso jamás.

AUGUSTA.-  Arreglaremos nuestras entrevistas con un misterio tal, con un arte tan soberano, que sólo Dios pueda saberlas.

FEDERICO.-  No puede ser. Orozco las descubrirá; ya verás como las descubre. Y cuando pienso en esto, la terrible muralla se levanta entre nosotros más fuerte, más alta que nunca.

AUGUSTA.-   (estrechándole en sus brazos.)  Pues yo la destruyo, yo la hago pedazos, la rompo con mil y mil besos. Y si tú eres un presidiario, yo seré una presidiaria; si tú eres un pillo, yo seré una bribona; seré lo que tú quieras que sea, menos...

FEDERICO.-   (para sí, confuso.)  Nada puedo contra este corazón monstruoso. Las ideas morales se estrellan en él, como migas de pan arrojadas contra el blindaje de un acorazado...

  —159→  

AUGUSTA.-  ¿Qué piensas?

FEDERICO.-   (con pasión.)  Pienso que no hay nada mejor que condenarse contigo.  (Para sí.)  ¡Y qué hermosa la muy...! Toda la legalidad del mundo no vale lo que sus ojos.

AUGUSTA.-  ¿No me quieres ya?

FEDERICO.-  ¿Y tú a mí?

AUGUSTA.-  ¡Borricote!




  —160→     —161→  

ArribaAbajoJornada III


Escena I

 

Sala en casa de FEDERICO.

 
 

CLAUDIA, BÁRBARA, la primera con un chiquillo en brazos, la segunda con manto, como si entrara de la calle.

 

BÁRBARA.-  Cuéntame, mujer. Es particular que todos los lances gordos han de ocurrir siempre en los días que yo estoy fuera.

CLAUDIA.-  Pst... chitito... Habla bajo... Federo no duerme, aunque está en la cama. Además, ha venido el papá.

BÁRBARA.-  ¡El señor!

CLAUDIA.-  Anoche entró por esa puerta. La semana pasada, cuando empezamos a ver en el cielo la estrella con rabo, me dijo Pepe: «Alguna desgracia vendrá sobre el universo mundo». Y ya ves cómo no se equivocó. Pepe tiene mucho talento, y también anunció lo de Clotilde. «Esa niña -me decía- os va a dar un disgusto».

  —162→  

BÁRBARA.-  Francamente, no la creí capaz de una resolución tan fuerte. Cuéntame... ¡Pobre niña! Ni pensé que la apretaran tanto las ganas de marido. ¿Es cierto que no está ya en la casa?

CLAUDIA.-  Chist...  (Vigilando las puertas.)  Pues voló. ¡Valiente chasco nos ha dado! Yo tampoco la creí con alma para arrancarse así. Federo, rabioso, te echa a ti la culpa.

BÁRBARA.-  ¡A mí! En el nombre del Padre...

CLAUDIA.-  Dice que tú le has dado alas, y que cuando el chiquillo ese empezó a hacerle garatusas, con la pluma en la oreja, desde el entresuelo de enfrente, tú y yo debimos cerrar los balcones y no permitir a la niña que se asomase. Claro, quería que fuéramos verdugas de la infeliz señorita.

BÁRBARA.-  Verdugos se dice... Es un egoísta, un tirano, y no se hace cargo de que Clotilde, por vivir aquí sin trato con sus iguales, no había de librarse de la regla de amor. Llegada la edad en que el corazón hace cosquillas, las mujeres necesitamos querer y que nos quieran, y si no se   —163→   presentan duques, apencamos con lo que sale, aunque sea un suda-tinta. No sé para qué quiere el señorito el talento que tiene, si no le sirve para hacerse cargo de una cosa tan sencilla.

CLAUDIA.-  Eso no tiene vuelta de hoja. Pero no lo entiende. Ayer nos ha puesto a ti y a mí que no había por donde cogernos... Que si tú le traías las cartas a Clotilde; que si... ¡Josús!

BÁRBARA.-  Pues no me pesa... ea. ¿A quién, como no fuera de bronce, no se le partiría el alma viendo las miradas de pólvora que se echaban los pobrecitos de balcón a balcón? Era una contracaridad dejarles consumirse sin el consuelo de un papelito. Francamente, yo no he nacido para ver padecer a nadie. Traje la primer carta... y la segunda y la tercera. Por cierto que tiene una letra preciosa, y que pone la pluma con muchísima sal.

CLAUDIA.-  Pues de mí dice que merezco la horca y el presidio y hasta el infierno, porque le abrí la puerta al otro para que entrase a ver de cerca a su novia... Que se ponga en mi caso. Los chicos, con el carteo y las miradas, estaban tan babosos, que no se les podía aguantar. Ella ni dormir, ni comer, ni hacer cosa ninguna al derecho.   —164→   Intenté quitarle de la cabeza su locura, y me puse ronca de tanto predicarle. Pues como si hablara con esta mesa. «Clotilde, mira que tu hermano no consiente esto... mira que...». Mientras más le chillaba, peor. Cosa perdida. ¿Qué íbamos ganando con cerrarle la puerta al jovencito ese?

BÁRBARA.-  Nada; que no pudiendo entrar por la puerta entrase por la ventana. Un hombre ciego de amor es temible. Hasta pudo suceder que pegase fuego a la casa para poder entrar disfrazado de bombero. Se han dado casos.

CLAUDIA.-  Esa misma cuenta echeme yo. Pero a Federo no le entran razones, y lo que es yo bien tranquila tengo la conciencia, porque si abrí...  (Suena el timbre de la puerta.)  Llaman. Debe de ser alguna fiera. Aguarda un momento.  (Sale.) 

BÁRBARA.-   (sola.)  ¡Ay!, qué egoístas son estos hombres. Todo lo bueno ha de ser para ellos, y para nosotras, las del bello sexo, trabajos, hambres de amor y el no gozar de nada. Ellos se divierten con cuanta mujer encuentran, y a nosotras, si un hombre nos mira o le miramos, ya nos cae encima la deshonra, y empieza el run run de si lo eres o no lo eres... ¿Pues qué quería ese tonto?   —165→   ¿Que mientras él se daba la gran vida su hermana se pudriera en casa como una monja? No, la chiquilla, aunque parece tan para poco, tiene el moño muy tieso, y ha demostrado que sabe dejar bien puesto nuestro pabellón. ¡Ay bello sexo! ¡Qué falta te hacen muchas así, resueltas y con garbo para darle el quiebro a la tiranía!

CLAUDIA.-   (entrando.)  Lo que dije: era un inglés... el de las alfombras. Le he dado el jabón que usamos aquí... ¡Qué tronitis en esta casa! Pues te decía que si abrí la puerta a ese mocoso ha sido con la mejor intención del mundo, y si se vieron algunos ratitos fue delante de mí. Otra cosa no hubiera yo consentido. ¿Qué pudo pasar?, que cuando yo me distraía o daba una vuelta a la cocina, se pegaban de besos; pero como yo estaba con mucho ojo, y... Ya sabes cómo las gasto. Les reprendía, les ponía cara muy dura, diciéndoles que no me comprometieran, y el chico tan agradecido... «Doña Claudia -me decía- cuando nos casemos, usted será nuestra segunda madre».

BÁRBARA.-  ¡Pobres criaturas! No les entenderá quien no sepa lo que es un primer amor. ¿Qué sabe Federico de esto, si él no ha tenido primer amor, y todos los que gasta son segundos? Yo   —166→   me acuerdo de cuando me emperré por Valeriano el cochero, que me dio palabra de casarse conmigo... ¡Qué amarguras y qué dulzuras!... Pero esto no viene al caso. Cuéntame lo de la fuga. Yo me imagino que se engolosinaron con la besuquina, y con verse las caras de cerca... es cosa que marea... y que resolvieron morir o casarse.

CLAUDIA.-  Así debió de ser. Los pícaros la tramaron por cartas, pues delante de mí nunca hablaban más que soserías, como si tuvieran vergüenza el uno del otro. Pues señor, anteanoche sentí a Clotilde levantada. Como suele velar para coserse la ropa, no me extrañó. La bribona, según después comprendí, estaba recogiendo y empaquetando en dos o tres líos sus vestidos y la poca ropa blanca que tiene. Por la mañana temprano, la sentí andando con pisadas de gato por los pasillos, y me alarmé. Díjele a Pepe que aquellos andares me olían a escapatoria, y Pepe, que es muy largo, rezongó: «¡Cuando digo yo que...!». Levanteme; pero por pronto que acudí, ya el pájaro había salido de la jaula. Echábame yo la enagua, cuando la sentí descorriendo el cerrojo con mucho cuidado, como lo descorren los rateros. Salí al pasillo... y ya iba ella echando chispas por las escaleras abajo. Se llevó la ropa en tres paquetes grandes.

  —167→  

BÁRBARA.-  ¿Y cómo sabes que fue en tres?

CLAUDIA.-  Porque me lo dijo la portera que vio salir a Santanita, primero con un paquete, luego con dos, y después con Clotilde: total, cuatro paquetes... Yo me quedé como puedes suponer. Pero me tranquilicé pensando: «Lo que había de ser, que sea de una vez». Sobre la mesa del comedor dejó la chiquilla una carta para su hermano; pero este no se enteró de la fuga hasta la hora de almorzar. ¡Qué mal rato pasé, hija! Nada, que me eché a llorar, y de la medrana que sentí, se me fijó un dolor de clavo en la sien, ¡ay!, que no se me ha quitado todavía. No te quiero decir cómo se puso el hombre al leer la carta. Tuvo que salirme y dejarle solo: la cama retemblaba de la fuerza de los aspavientos que hacía. Y después de despotricarse contra mí, la emprendió contigo, y a esta quiero a esta no quiero, nos zarandeó bien. Pues nada, que inmediatamente nos habíamos de plantar en la calle, porque éramos unas... alcahuetas etcétera...

BÁRBARA.-   (riendo.)  ¡Qué bobo! Sí; cualquier día nos echa a nosotras, debiéndonos, como nos debe, tres mil y pico de reales.

  —168→  

CLAUDIA.-  Y aunque no nos los debiera... ¿Pero tú crees que puede vivir sin nuestras reverendísimas personas? Le somos tan necesarias como el aire.

BÁRBARA.-  No encontraría otras que le soportaran. Es un niño mimoso, y seríamos tontas si hiciéramos caso de sus rabietas. Yo, mientras no le pase esta calentura, me guardaré de ponérmele delante, porque francamente, si me dice pitos, le contesto flautas. No tengo la paciencia que tú para aguantar sus desvergüenzas, y me desboco. Ayer no quise venir en todo el día, porque temo a mi dignidad, que no se anda en chiquitas; y hoy me marcharé antes de que su señoría se levante.

CLAUDIA.-  Hoy debe de estar más aplacado, porque el señorito Infante pasó ayer con él toda la tarde y le sermoneó de firme, diciéndole unas verdades como puños. Yo le escuchaba, poniendo la oreja en el agujero de la llave, y te aseguro que le leyó bien la cartilla.  (Enumerando por los dedos.)  Que él era el causante de todo por tener a su hermana abandonada y fuera de su alimento...

BÁRBARA.-  De su elemento diría.

  —169→  

CLAUDIA.-  Eso es, de su elemento... Que la chica no es de palo, y que a alguien había de querer, porque la edad, el sexo, la ilusión, etcétera... Pero el otro, más orgulloso que D. Rodrigo en la horca, no se daba a partido, y dijo que jamás haría a Santanita el honor de mirarle. ¡Anda!

BÁRBARA.-  ¡Palabrería! Esas bravuras se convierten en humo. Al fin tendrá que apencar con el hortera y llamarle su hermano; y llegará día, acuérdate de lo que te digo, en que se vuelvan las tornas, y este señorito tan orgulloso irá a pedirle a su cuñado un pedazo de pan. Los muy soberbios acaban siempre a los pies de los humildes.

CLAUDIA.-   (con incredulidad.)  Me parece a mí que eso no lo veremos. Primero se muere él de hambre en un rincón, que rebajarse. No es como su papá, no...

BÁRBARA.-  ¿Y cuándo dices que llegó el señor?

CLAUDIA.-  Anoche. Parece que el demonio lo hace. Figúrate que oigo llamar a la puerta; salgo creyendo que era el carbonero, y me encuentro con D. Joaquín. Pegué un grito como si me viera delante un toro de Miura. No sé por qué   —170→   me da miedo ese hombre, que es amable y la trata a una como a señora... Me acuerdo de lo que padeció por él nuestra pobrecita ama, y sus zalamerías me ponen carne de gallina.

BÁRBARA.-  ¡Ay, qué hombre! Créete que no viene a nada bueno. ¿Y qué hablaron hijo y padre? ¿Cómo le recibió Federo? Cuéntame... Pero me sentaré, que ahora estamos solas y podemos charlar todo lo que queramos. Mi Vicente me espera para almorzar; pero déjalo que aguarde, que bastantes plantones me ha dado él a mí en esta vida.

CLAUDIA.-  Pues cuando le vio entrar, quedose más blanco que el papel. Se abrazaron. Luego cerró Federo la puerta, y yo, más lista que él, arrimé la oreja y oí... D. Joaquín preguntó por la niña, extrañando no verla, y el otro, mascando mucha hiel, le contó la ocurrencia. ¿Crees tú que el padre se remontó, echando los pies por alto? No, hija; lo tomó con calma, con mucha calma. Yo me hacía cruces, oyéndole decir que si los chicos se quieren, no hay razón ninguna para oponerse al casorio, y que él es partidario de que no haya clases, porque eso de las clases es un maricronismo.

BÁRBARA.-  Ana... cronismo me parece que se dice; pero   —171→   no estoy segura... Pues ese hombre será un tarambana; pero lo que es talento, ¡vaya si lo tiene!

CLAUDIA.-  Es que se hace cargo de la razón de las cosas, y no lleva en la cabeza tanto viento como el hijo. ¡Buena está la familia para gastar humos! El padre hecho un judío errante por esas tierras; Federo sin una mota, viéndolas venir, y comido de deudas.  (Suena la campanilla.)  ¡Ay!, llaman otra vez. Espérame un momento.  (Sale.) 

BÁRBARA.-   (sola, abanicándose.)  Bien merecido le está a ese botarate lo que le pasa; pero muy bien requetemerecido. ¡Empeñarse en que ha de haber clases, cuando la realidad ha dispuesto que no las haiga! ¡Cabeza más dura! Y que no las hay, no las hay, aunque lo pida el Sursum corda. Lo que dice mi Vicente: «Con la libertad todos somos todo, y nadie es nada». Ese tonto de Federo bien sé yo lo que pretende: vivir él como un duque y que Clotilde sea su esclava. Bien sabe él ponerse su frac todas las noches para ir a comer a las casas grandes... Y la niña hecha un pingo, sin tratar con personas finas. Eso es, como dijo el otro, abrir un abismo... Anda, fachendoso, para que vuelvas otra vez a jugar con abismos. O hay igualdad o no hay igualdad. Santanita vale tanto como tú o más que tú, porque sabe la partida   —172→   doble, y tú no entiendes más libro que el de las cuarenta hojas.

CLAUDIA.-   (entrando.)  Otra fiera. Esto no es vivir. Ya no sé qué decirles. Pero al fin este lleva cuerda para veinticuatro horas... Pues, como te decía, el padre está blando, pero muy blando. Dijo que pensaba ver a Clotilde mañana mismo (por hoy), y Federo, sacando la voz de los talones, le contestó: «Véala usted si quiere. Para mí es como si se hubiera muerto».

BÁRBARA.-  ¡Habrá pillo!... ¿Y tú has visto a Clotilde?

CLAUDIA.-   (en voz muy baja.)  Sí que la he visto. Cállate la boca. Cuidado cómo te das por entendida. Anoche di un salto a casa de la viuda de Calvo, donde está depositada, ¿sabes?, aquella señora tan vieja y tan acartonadita que parece de caoba. Según dicen, es muy sabia, pero muy sabia, y más antigua que Jerusalén. Vive ahí en la calle de Atocha. Rabiaba yo por ver a la niña y decirle que ha llegado su papá, que viene tierno, y que le dará el consentimiento. No pude hablar con ella más que dos palabras, porque la de Calvo estaba presente, y me ponía una jeta que daba escalofríos. Pero, en fin, allá le soplé lo que más importaba. El papá debe de estar allá. Salió muy   —173→   temprano... serían las ocho... y dijo que vendría a almorzar. Anoche estuvo Federo hasta las tantas escribiendo cartas. Cosas de mujeres, y líos mil que trae siempre entre manos. Hombre de más enreditis no creo que exista, y lo mismo se aplica a las altas que a las bajas.

BÁRBARA.-  ¿Qué es eso de altas y bajas? Todas somos iguales. El arrastrar terciopelos o ajustarse una mala saya de tartán no significa diferencia más que en lo de fuera. Como no salgan diferencias en el honor, créete que en los trapos no la hay... ¿Y dices que escribió muchas cartitas? ¡Valiente trapacero! ¡A quién engañará ahora!

CLAUDIA.-  Vete a saber.

BÁRBARA.-  Si se acostó tarde, no se levantará en todo el día, y podrá estar aquí. Francamente, temo encararme con él.

CLAUDIA.-  Pues mira, hija, me parece que...  (Acércase a la puerta del foro y aplica el oído.)  ¿Sabes que me parece que anda ya por ahí?

BÁRBARA.-   (levantándose azorada.)  ¡Ay, hija, no me lo digas!

CLAUDIA.-  Bien puedes echar a correr. Levantado está.


  —174→  

Escena II

 

Las mismas, FEDERICO, que entra por el foro.

 

BÁRBARA.-   (tratando de escapar por la derecha.)  Por aquí me escabullo.

FEDERICO.-  ¡Eh!... ¿Quién es esa que huye de mí? Bárbara.

CLAUDIA.-  Quédate, mujer, que no te comerá.

BÁRBARA.-   (medrosa y turbada.)  Mi marido me espera.

FEDERICO.-  Tu conciencia no te permite ponerte delante de mí.

BÁRBARA.-  ¿Mi conciencia? Yo no tengo culpa de nada.  (Temblando.)  Bastante le dije a la niña que no hiciera locuras.

FEDERICO.-  ¡Valiente hipócrita estás tú! Entre las dos me habéis jugado una partida serrana. Debiera poneros en la calle, después de daros una mano de azotes.

CLAUDIA.-  ¡Pues no dice que nosotras...! ¡Josús!, ¡no me incomode... después que...!

  —175→  

FEDERICO.-  Silencio. Ya sé que me aborrecéis. ¡Bien merecido lo tengo por lo bien que me he portado con vosotras!

BÁRBARA.-  ¡Aborrecerle! Eso sí que no, aunque usted no nos puede ver.

FEDERICO.-  ¿Cómo está Vicente?

BÁRBARA.-  Mejor; pero no puede seguir en la ambulancia. Es preciso que le asciendan, llevándole a la central. Usted puede hacerlo.

FEDERICO.-  ¡Yo!

BÁRBARA.-  Sí, usted. Pero no se interesa nada por quien bien le sirve. Que vivamos o que nos muramos, lo mismo le da.

FEDERICO.-   (con desvío.)  ¡Así reventarais!... Efectos de contagio. Hablando con ellas, me siento también grosero.

BÁRBARA.-   (para sí.)  Está de buenas. Aquí que no peco.  (Alto.)  Asciéndame usted a mi marido.

  —176→  

FEDERICO.-  ¡Que te le ascienda yo!

BÁRBARA.-  Si usted quiere, bien podrá hacerlo; pero lo dicho, no nos hace caso, y es todo ingratituz. Con que me le empuja, ¿sí o no? Basta con que le pida una recomendación al Sr. de Orozco, que es tan amigo del director de Correos.

FEDERICO.-   (con desabrimiento.)  ¿Y qué tengo yo que ver con el Sr. de Orozco?

BÁRBARA.-  Toma; que son ustedes uña y carne.

FEDERICO.-  Vete al diablo, y déjame en paz.  (A CLAUDIA.)  ¿Quién ha venido hoy?

CLAUDIA.-  Los del jubileo de todos los días. Inglesitis.

FEDERICO.-  ¿Ninguno se ha roto la crisma al subir o al bajar?

CLAUDIA.-  Ninguno. Yo sí que ya no tengo crisma de tanto calcular las respuestas que debo darles.

FEDERICO.-  ¿Y papá ha salido?

  —177→  

CLAUDIA.-  Sí, señor; pero viene a almorzar.

FEDERICO.-  Pues vete a la cocina, que es tarde. Ea, dame acá ese chiquillo.  (Toma de los brazos de CLAUDIA el niño, y le mima y zarandea.)  Ven acá, Fefé, ángel de Dios. ¡Qué gusto tener un amigo inocente y puro, que no se permite otra malicia que tirarnos de las barbas!  (El chiquillo suelta la risa.)  Bien, bien, eres feliz conmigo. Esto consuela.

CLAUDIA.-   (al chiquillo.)  Sol del mundo, soberano pontífice, regente del reino... no le beses, que es muy malo. Pégale, pégale.

FEDERICO.-   (besando al niño.)  Me quiere más que a ti. Lo que él dice ahora con esos gruñiditos es que desea estar solo conmigo, y que os larguéis pronto.

CLAUDIA.-  Gloria patri, ¿verdad que no?

BÁRBARA.-   (para sí.)  Acariciando al niño, nos engatusa este perro, y hace de nosotras lo que quiere.

CLAUDIA.-   (para sí.)  Es un buenazo. ¡Lástima que no tenga dinero! Es lo único que le falta.

  —178→  

FEDERICO.-  ¿Qué rezongáis allí? A la cocina, tarascas, dejarme en paz con mi amigo Fefé.

BÁRBARA.-   (para sí.)  Ahí te quedas. No hay quien le sufra. Y sin embargo, ni él puede vivir sin nuestros mordiscos, ni nosotras sin sus rasguños.  (Vanse las dos.) 



Escena III

 

FEDERICO, con el chiquillo en brazos, después JOAQUÍN VIERA.

 

FEDERICO.-  ¡Qué noche he pasado! Esta vileza de mi hermanita ha concluido de anonadarme.  (Se pasea.)  ¿Tendrá razón Infante sosteniendo que toda la culpa es mía? Pues aunque cien veces lo sea, no transijo con ese cursi maldito. ¿No es verdad, Fefé, que debo mantenerme inflexible? Tú estás en lo cierto. Yo soy como soy, y no puedo ser de otra manera...  (Confuso.)  Y en verdad que no puedo entender por qué causa me es insoportable este vilipendio, mientras que acepto otros y los llevo conmigo, acustumbrándome a su peso, como al peso de la ropa que me cubre. Lo que llamamos dignidad ¿será función social antes que sentimiento humano? ¿Será ley de ella escandalizarnos de la ignominia que se hace   —179→   pública, y apechugar con la que permanece secreta...?

VIERA.-   (entrando por la izquierda.)  Bien por los hombres madrugadores. ¡Levantado a las doce del día! Yo pensé que almorzaría solo, y almorzaremos juntos. All right.  (Se sienta en un sofá.)  ¡Pero, chico, qué cambiado está nuestro viejo Madrid! Hasta pisos de madera me le han puesto. El lugareño con botas de charol. He salido a dar una vuelta, y el plum-plum de las caballerías sobre el entarugado, el sordo ruido de los coches y el olor de la creosota me daban la impresión de Londres o París.

FEDERICO.-  Sí; ha cambiado algo Por fuera en los últimos tiempos. Pero por dentro está como tú lo dejaste.

VIERA.-  Siempre es el perdido de buena sombra y de muchas trazas, que se contenta con las apariencias del vivir, viviendo en realidad muy mal... ¿Sabes lo que pareces tú ahora? Un San Cristóbal, de esos que hay en las catedrales. Y el nene es precioso. ¿A quién sale, siendo su padre más feo que su madre, que es cuanto hay que decir...? No,  (observando al chiquillo.)  no puede ser obra de Pepe.  (Alzando la voz, mira hacia la puerta de la derecha.)  ¡Ah, Claudia,   —180→   Claudia, veo que siguen los descuidos...!  (A FEDERICO que se pasea meditabundo.)  Dame pronto de almorzar, que tengo muchísimo que hacer. Y te advierto que mi primera diligencia es ir a ver a Clotilde. No, no te enfurruñes. No puedo seguirte por el camino de la intolerancia caballeresca. Cada uno obra según su carácter y el medio en que respira. ¡Vivimos en atmósfera tan distinta!, yo en un país democrático y rico, donde los apellidos y las posiciones aparentes no suponen nada; tú en un país sin dinero, donde la exterioridad lo suple todo, y donde las posiciones oficiales hacen las veces de riqueza. Nunca aspiré a que mi hija se casara con un noble, con un millonario. Modestísimo en mis pretensiones, y conociendo el país, me ilusionaba con verla esposa de un capitancito de artillería o ingenieros, o con un abogadillo de chispa, que andando el tiempo se hiciera diputado, y quizás ministro. A ti, que hacías veces de padre, te correspondía el arreglarlo de este modo. ¿Pero qué pasó? Que dejaste a la niña entregada a sí misma, y la pobre tuvo que elegir entre lo que veía. Si en vez del capitancito de artillería nos ha resultado un chico de mostrador... es sensible; pero ya no tiene remedio. Claro que no me gusta; pero yo no forcejeo con la realidad. ¿Qué?, ¿hemos de abandonar a la pobre niña? ¿Estamos en el caso de hilar muy fino, muy fino? ¿Quién sabe si el joven ese saldrá   —181→   listo y trabajador, y poseerá el arte de estos tiempos, que consiste en traer legalmente a las arcas propias el dinero que anda por las ajenas? ¡Quién sabe si Clotilde habrá labrado, sin saberlo, su porvenir, y el tuyo y el mío, y estará en estos instantes preparándonos una vejez decorosa y tranquila! Ea, no seamos intransigentes ni pesimistas. Aceptemos la realidad, y dentro de ella, saquemos el mejor partido posible de los hechos que no dependen de nuestra iniciativa.

FEDERICO.-  No me decido a conceder que tengas razón, ni afirmaré que no la tienes. Sea lo que quiera, yo no transijo. Es cuestión de temperamento. Ciertas ideas me dominan a mí, antes que yo pueda ni aun siquiera formar el propósito de dominarlas.

VIERA.-  Ya hablaremos de eso más despacio.

FEDERICO.-   (para sí.)  Ha perdido toda idea del decoro de su nombre.  (Se sienta, y pone al niño sobre sus rodillas. Entra BÁRBARA y da una carta a VIERA.) 

VIERA.-   (examinando el sobre.)   Es de Tomás. Conozco su letra jesuítica.  (La abre.)  Me cita para las tres. Eso sí: no es de los que huyen el bulto.

  —182→  

FEDERICO.-   (mal humorado.)  Bárbara, llévate este chiquillo, que molesta.

BÁRBARA.-   (aparte.)  Tan pronto se entusiasma con las criaturas como se cansa de ellas. ¡Ay!, de todo se cansa.  (Tratando de coger al chiquillo, que grita, patalea y se resiste a pasar a sus manos.) 

FEDERICO.-  Fefé, no seas malo. Vete con tía Bárbara.

VIERA.-  Prefiere estar con nosotros. El angelito gusta de la sociedad. Ea, dámele acá.  (Le toma en brazos.)   Conmigo. ¡Qué bien! Mira qué contento. Tú eres de casta de señores. Bárbara, puedes marcharte y que nos den pronto de almorzar. Dispongo de poco tiempo, y hay mucho que hacer esta tarde.  (Sale BÁRBARA.) 

FEDERICO.-  ¿Qué ocupaciones son esas, di? Por Dios, yo te suplicaría... yo te agradecería mucho que dejases en paz a Orozco. Es un hombre excelente.

VIERA.-   (zarandeando al niño y haciéndole cabalgar sobre sus rodillas.)   No niego su excelencia; pero que me la pruebe pagando lo que debe... Anda, caballo... agárrate, valiente.

  —183→  

FEDERICO.-  ¿Pero qué crédito es ese? Sin ofenderte, yo dudo mucho que sea un crédito real y efectivo.

VIERA.-   (con socarronería.)  Buena idea tienes de mí. Aquí no entendéis de negocios, y rendís homenajes demasiado serviles a la delicadeza, madre del no comer y amparadora de la insolvencia. Los negocios son negocios, y se tratan con la crudeza que enseñan los números, lo cual nada quita a las efusiones de la amistad.

FEDERICO.-   (inquieto.)  Cuéntame, ¿qué diantre de negocio es ese?

VIERA.-  Una deuda.

FEDERICO.-  Orozco no tiene deudas. Como no hayas descubierto alguna póliza olvidada y prescrita de la Humanitaria...

VIERA.-  Eres más inocente que este niño que galopa en mis rodillas, y se cree que monta a caballo. ¿Me juzgas tú a mí capaz de presentarme a Orozco sin refuerzo de documentos legales? ¿Por quién me tomas?

FEDERICO.-   (con embarazo.)  Es que... me causa pena recordarlo; pero   —184→   debo decirte que, en otras ocasiones, Tomás te ha dado dinero por conmiseración, y por evitarse disgustos. Los hombres de orden temen a los pleiteantes enredosos y sin ningún derecho, más que a los que de buena fe reclaman su propiedad.

VIERA.-  En primer lugar, nadie da dinero por conmiseración, ni aun en este país tan estúpidamente platónico. En segundo lugar, yo vengo aquí a sostener un derecho claro y terminante, no a poner una trampa de derechos ilusorios para que caigan en ella los incautos. Y te diré de paso, que tienes de Orozco una idea equivocada. ¿Crees tú que en él no hay más que bondad y mansedumbre, y que lleva su abnegación hasta el extremo de dejarse explotar? ¡Qué tonto eres! Bajo aquella dulzura de carácter, se esconden todas las marrullerías de un ingenio vividor. Posee el arte de hacerse pasar por generoso cuando se ve en el caso de transigir con el derecho ajeno.

FEDERICO.-  Me parece que le conoces más por referencias del vulgo que por propia observación. Tomás no es así.

VIERA.-  Lo he conocido niño, lo vi crecer y hacerse hombre. Sa padre y yo éramos como hermanos.   —185→   ¡Ah! Pepe Orozco, grande hombre para los negocios, sin entrañas, duro, y económico en su vida interior hasta la sordidez, también algo zorro y de doble fondo como su hijo. Créeme a mí, que he visto mucho mundo, y he asistido al paso de una generación a otra... gran enseñanza. Tomás se ha encontrado la fortuna hecha, y le ha sido fácil sentar plaza de virtuoso, de varón justo y magnánimo.  (Con sarcasmo.)  El otro trabajó como un negro, sacrificó a las ganancias su reputación, para que ahora este se haga pasar por santo. Los padres se condenan para que los hijos puedan labrarse un huequecito en el cielo. La suerte que no hay cielo ni infierno, pues si existieran esos... locales, sólo servirían para hacer eterna la injusticia.

FEDERICO.-   (tristemente.)  Estás desvariando, y no te puedo seguir.

VIERA.-  Te has pasado al enemigo. Mírame cara a cara.  (Observándole con suspicacia.)  Noto en ti no sé qué... Me sorprende mucho ese interés por una persona con quien no tienes más que relaciones superficiales, de esas que se establecen entre un estómago agradecido y el anfitrión que convida martes y jueves.

FEDERICO.-  Le debo mil atenciones. Bien sabes que somos amigos de la infancia.

  —186→  

VIERA.-  ¿Te ha señalado dietas por hacerle la rueda a su mujer? ¿Cobras a tanto la frase, a tanto la anécdota y el chascarrillo?

FEDERICO.-   (conteniendo su ira.)  No me hables de ese modo... No puedo tolerarlo.

VIERA.-   (riendo.)  ¡Cándido! Déjame a mí, déjame, que si le saco a tu anfitrión este platito de lentejas, realizaré un acto de justicia, por dos razones: primera, porque es de ley que me dé lo que reclamo; segunda, porque sus bienes fueron mal adquiridos, y deben volver a la masa, al despojado imponente, a quien representamos en este instante nosotros, los desfavorecidos de la fortuna.

FEDERICO.-  Me hacen padecer horriblemente tus sofisterías. Haz lo que quieras, y no me comuniques ni tus planes ni el resultado que obtengas. Nada pretendo saber. Tratándose de esto, no quiero que haya entre nosotros ni la confianza natural entre hijo y padre.

VIERA.-  Gracias. Tu tontería me anonada, porque yo pensaba pagarte tus deudas, si salía bien de este negocio... quiero decir, siempre que tus deudas se limitaran a una cifra razonable.

  —187→  

FEDERICO.-  Cuídate de las tuyas.  (Para sí.)  Dios mío, ¡qué hombre! No hace ni dice cosa alguna que no sea para humillarme y herirme en lo más delicado. ¡Es fuerte cosa que no podamos aborrecer a un padre sin atropellar las leyes de la Naturaleza!

VIERA.-  No te pareces a mí más que en la figura. Eres un sonámbulo, un cata-humos, y te pasas la vida mirando a las estrellas, viendo la fortuna pasar, rozándote las puntas de los dedos, sin que se te ocurra oprimir la mano y atraparla. Podrías sacar partido inmenso de tus relaciones, de tu buen parecer, de tu arte social, que no debe servirnos sólo para divertir a los ricos, como los bufones antiguos divertían a los reyes, sino para compartir con ellos el imperio del mundo. La opulencia está en el deber de compartirse con el ingenio, y cuando no lo hace de grado, hay que llamarse a la parte, como el galleguito del cuento, diciéndole: «¿cuánto voy ganando?».

FEDERICO.-   (para sí.)  No le contesto, porque perderé la serenidad.

CLAUDIA.-   (entrando.)  Señores... almuerzitis.  (Cogiendo al chico de los brazos de JOAQUÍN.)  Ven con tu madre, rey de   —188→   los cielos y la tierra, ángel de amor, hijo pródigo, patriarca de las Indias.

VIERA.-  Lo que es este no pasa, Claudia. Es muy bonito para ser de tu marido.

CLAUDIA.-   (soltando la risa.)  ¡Qué cosas tiene el señor! Por estas cruces le juro que es de Pepe.

VIERA.-  Vamos, que estás tú buena pieza... A la mesa. Tengo sobre mi cuerpo toda el hambre española.  (Vase.) 

FEDERICO.-   (abrumado.)  ¡Que este hombre sea mi padre! ¡Ay!, me dio su rostro, me puso el sello de su casta, para que ni un momento pueda dejar de avergonzarme de ser su hijo.



Escena IV

 

Comedor en casa de OROZCO.

 
 

AUGUSTA, OROZCO, INFANTE, MALIBRÁN y VILLALONGA, sentados a la mesa, almorzando.

 

OROZCO.-  ¿Pues qué quería ese terco de Federico? ¿Que viviendo Clotilde como vivía, fuese a pedir su mano un Hohenzollern o un Hapsburgo? Anoche le vi tan excitado, que no quise contradecirle   —189→   por no aumentar su pena. Tuve con él la consideración de apoyar débilmente sus quejas; pero ahora que no está presente, declaro que no tiene razón.

AUGUSTA.-  Creo lo mismo. Mil veces le hablé de su hermana, augurándole lo que ha pasado. Mal que nos pese, somos arrollados por... la ola democrática. ¿Qué tal la figura? Lo que hay es que nos gusta más verla reventar en la cabeza del vecino que en la propia.

MALIBRÁN.-  Como figura del género balneario, no está mal. Eso lo aprendió usted este verano en Arcachón... Pues volviendo a Federico, opino que es un desequilibrado de marca mayor, aristócrata por las ideas y los gustos, sin los medios materiales de que toda idea necesita disponer para manifestarse dignamente. Absolutista por temperamento, reniega de verse gobernado por el parecer de la multitud, y su orgullo tropieza a cada instante con las garrulerías de la igualdad. Es una contradicción viva, una antítesis...

AUGUSTA.-  ¡Jesús de mi vida, qué sabios venimos hoy!

MALIBRÁN.-  Quiero decir que por efecto de esa radical contradicción entre la época y el hombre, todos   —190→   los actos de este resultarán incongruentes, no dará un paso que no sea un tropezón, y será al fin envuelto por la ola de que antes nos hablaba usted, ya que no se decide a sortearla, como hacemos los demás.

INFANTE.-  Pues yo, sin meterme en filosofías, voy a dar noticias concretas. Esta mañana se presentó en mi casa el trovador de Clotilde.

AUGUSTA.-   (con viveza.)  ¿Y cómo es?

OROZCO.-  Según me han dicho, atrevidillo, y no peca de corto.

INFANTE.-  Simpático; pero muy simpático, y parece despejadísimo. En cuatro palabras me ha contado su historia. Es huérfano, tiene veintitrés años, y desde los dieciséis se bandea solo. Es sobrino de un tal Santana, tendero en la calle de Lope de Vega, y de otro en la Plaza Mayor, que le llaman Jáuregui, y de otro cuyo nombre y señas no recuerdo. En fin, que cuenta media docena de tíos, detallistas de comestibles. Sabe al dedillo la partida doble, y escribe cartas comerciales en francés; tiene título de perito mercantil, y se ganó un premio de Economía política.

  —191→  

AUGUSTA.-   (con animación.)  ¡Ángel de Dios!... Señores, es preciso que le protejamos entre todos.

INFANTE.-  El tío Santana le ocupaba en llevar la contabilidad y la correspondencia; y en medio de esta prosaica tarea nacieron los castos amores con la hermana de Federico. Pero ¡vean ustedes qué desgracia!, casi en los mismos días en que los tórtolos se lanzaban de cabeza en lo ideal, el tío Santana, por la paralización de los negocios y la necesidad de economías, despidió al chico, que a la sazón vive al amparo de su tío Jáuregui, sin sueldo. ¡Ah!, otro detalle. Nunca ha servido en el mostrador, que repugna a sus hábitos y a su educación; pero está decidido a todo, hasta a fregar copas en una taberna, con tal de ganarse el pan para mantener a la elegida de su corazón.

AUGUSTA.-  Decididamente, le, hemos de proteger.

MALIBRÁN.-  ¿Le encuentra usted chiste a la historia?

AUGUSTA.-  La encuentro hasta poética. Por lo que veo, el verdadero amor, el principio activo que gobierna el mundo, no existe ya más que en la   —192→   clase de dependientes de comercio. No podemos abandonar a ese joven. ¿Verdad, Tomás?  (OROZCO sonríe sin decir nada.) 

INFANTE.-  Contome también cómo nacieron y se formalizaron sus amores. Durante un mes, no hacían más que mirarse, mirarse, hechos un par de bobos. Por fin, movido de un instinto irresistible, escribía con letras gordas en un pliego abierto, al modo de cartel, frases de ternura, y desde su balcón se las mostraba a la niña, que al principio huía ruborizada, soltaba la risa después, y últimamente ponía una cara muy triste cuando él no estaba.

AUGUSTA.-  ¿Y cómo, no estando en el balcón, sabía él que la chiquilla ponía la cara triste?

INFANTE.-  Esa misma pregunta le hice yo, y me contestó ¡miren si es pillo!, que entornaba las maderas de modo que pareciese no estar allí, y por un agujerito observaba en la cara de la niña el efecto de su fingida ausencia.

VILLALONGA.-  ¿Sabe o no sabe el pájaro ese?

AUGUSTA.-  Hay que casarles, aunque no sea sino para   —193→   premiar esa manera primitiva y pura de hacerse el amor. Eso es de lo que no se ve ya.

INFANTE.-  Luego vinieron las cartitas, de que fueron conductores, por dicha de ambos, las criadas de Federico, hasta que una noche logró Santana colarse en la casa.

MALIBRÁN.-   (vivamente.)  Sí; hay que casarles: en eso estamos conformes, Augusta, aunque no por las razones que usted alega, sino por otras de un orden muy diferente.

AUGUSTA.-  Cállese usted, mal pensado. ¿Qué hay en estos amores que no sea la misma inocencia? ¡Bah, que entraba de noche en la casa! ¿Y qué?

VILLALONGA.-  Nada, nada, que entraba a tomarle las medidas del cuerpo, para encargar el traje de boda.

AUGUSTA.-   (conteniendo la risa.)  Cállese usted también, groserote: no dice más que disparates.

INFANTE.-  Y por fin, después de referirme su historia, me suplicó que le consiguiera un destinito de oficial quinto, para poder casarse.

  —194→  

OROZCO.-  ¿Y qué hace usted que no lo pide al momento?

AUGUSTA.-  Yo que tú, volvía loco a todo el Ministerio hasta obtener la plaza.

INFANTE.-  En estas alturas, es más difícil sacar una plaza de oficial quinto que una Dirección general. Pero algo haré, porque el chico ese me ha entrado por el ojo derecho. «Pida usted informes a mis tíos acerca de mi honradez -decía- y como no se los den buenos, me dejo cortar la cabeza». No quiere el destino más que como ayuda en los primeros tiempos, hasta que pueda tomar rumbos mejores. Y vean ustedes si el nene es activo y sabe apreciar el valor del tiempo. Por las mañanas emplea dos horitas en llevar las cuentas de una tienda de huevos de la Cava de San Miguel. De tarde, la misma faena en un establecimiento de ropas en liquidación, y por las noches se pasa tres o cuatro horas escribiendo al dictado en casa de un notario. Con esto reúne el pobrecillo sus treinta duretes al mes, que le saben a gloria, por el trabajo que le cuesta ganarlos; mas para casarse le hace falta otro tanto, o por lo menos la mitad. Ha echado bien la cuenta, y es de los que no gastan un real sin saber de dónde ha de   —195→   salir. ¿Qué tal? ¿Es este, sí o no, un hombre predestinado a capitalista?

VILLALONGA.-   (dando una palmada en la mesa.)  Acuérdense todos los presentes de lo que digo. Si vivimos, a ese monigote le hemos de ver con más dinero que nosotros.

OROZCO.-  Pues tiene, tiene, sí señor, la fibra económica.

AUGUSTA.-  ¡Cuando digo que es preciso darle la mano!

INFANTE.-  Aunque no quieran ustedes, tendrán que protegerle, porque es de los que se meten por el ojo de una aguja, y sabiendo que aquí hay buenos corazones, no tardará en llamar a esta puerta. Por si no cuaja lo de oficial quinto, quiere entrar de tenedor de libros en una casa de Banca. De ello me habló también, rogándome... ya ven ustedes como no pierde ripio... que intercediera con el Sr. de Orozco para que este le recomendara a Trujillo y Ruiz Ochoa, en cuyo escritorio hay, según parece, una vacante de tenedor.

OROZCO.-  Sí que la hay; pero no seré yo quien le recomiende...

  —196→  

AUGUSTA.-   (con gracejo.)  Tomás de mi vida, no te me hagas el feroz tirano.

OROZCO.-  ¡Pero hija de mi alma, si ya he recomendado a tres... a tres!

INFANTE.-  Yo, no sólo prometí hablar con interés al amigo Orozco, sino que invité a Santana a que viniera a verle...

OROZCO.-  Ángel de Dios, ¿le parece a usted que no tengo ya bastantes jaquecas?

INFANTE.-  Es que yo quiero que conozca usted a este rey de las hormigas.

OROZCO.-  ¿Para qué, si no puedo hacer nada por él? Dígale usted que no se moleste.

INFANTE.-  Ya será tarde; porque, o mucho me engaño, o ese es de los que obran rápidamente, y detestan el mañana. Hoy le tendrá usted aquí.

OROZCO.-   (benévolamente.)  Mi casa es un hospicio, y no puedo verme libre de postulantes, que me marean pidiéndome lo que darles no puedo: este una credencial,   —197→   el otro una fianza, aquél dinero para salir de un apuro, el de más allá ropas usadas; y no falta quien me pida billetes de teatro, o una recomendación para obtener la cruz de Beneficencia. La suerte mía es que cantando se vienen y cantando se van.

MALIBRÁN.-  Amigo mío, aunque usted se empeñe en desacreditarse, no lo conseguirá.

AUGUSTA.-   (a su marido.)  Hijo, en este caso, has de desmentir tu fiereza, tu crueldad y tu tacañería, recibiendo bien al pobre Santana, y procurándole el destino en casa de Trujillo. Lo necesita para casarse. De ti depende la ventura de esa familia en ciernes. ¡Casarse así, con todas las ilusiones del amor, y con esas ansias de trabajar, previendo los hijitos que habrá de mantener! Estos son los seres verdaderamente providenciales, los que aumentan la raza humana, los que hacen poderosas y ricas a las naciones. Verán ustedes cómo Clotilde se carga de familia en pocos años, y cómo ese marido modelo gana para mantener el pico a toda la prole.

INFANTE.-  ¡Vaya que tiene un gancho ese joven! Me decía: «Si no consigo la plaza de tenedor de libros o la de oficial quinto, me pasaré las mañanas   —198→   vendiendo tomates o pimientos en cualquier plazuela. Trescientas sesenta y cinco mañanas dan mucho de sí».

VILLALONGA.-   (con vehemencia.)  ¿Ese... ese?... Le hemos de ver firmando letras de cambio por miles de miles.

AUGUSTA.-   (con entusiasmo.)  Amparémosle entre todos. Juremos ampararle. Es el hombre del porvenir, y todos los presentes están en el deber de prestar apoyo al que les da esta lección de arte de la vida.

VILLALONGA.-  Acepto la lección, y admiro a ese tipo, por lo mismo que es el reverso de mi medalla, mi revés moral.

OROZCO.-  Ese es de los que no necesitan ayuda de nadie. Su propio instinto y su acometividad social le abrirán camino.

MALIBRÁN.-  Protejámosle, lo que quiere decir que le proteja Orozco en nombre de todos. Usted lo favorece, y él nos lo agradecerá a los demás.

 

Sirven el café.

 

UN CRIADO.-  Un joven está ahí, que pregunta por el señor.

  —199→  

TODOS.-  Él, él es.

INFANTE.-  ¿Delgadito, mal color, ojos negros, el pelo al rape, gabán muy viejo?

CRIADO.-  El mismo.

OROZCO.-   (un poco molesto.)  ¡Que todos los moscones de Madrid han de caer sobre mí!

AUGUSTA.-   (al CRIADO.)  Dile que pase al despacho. El señor le recibirá...  (A su marido.)  Ea, fastídiate, corazón de granito.

OROZCO.-   (fingiendo buen humor.)  Como recibirle, sí... ¡Pobre tonto! No es cosa de ponerle en la calle. Pero se irá como ha venido.  (Por INFANTE.)  Este, este métome-en-todo es quien me ha echado el mochuelo.

INFANTE.-  Yo no. Recuerdo muy bien que le dije: «Vaya usted mañana»; pero ese es de los que no padecen la enfermedad española del mañana; profesa la teoría de que mañana quiere decir hoy.

VILLALONGA.-  ¡Hoy! Dichoso el que sabe agarrarse al hoy   —200→   antes que pase, porque ese llegará primero que los demás.

MALIBRÁN.-  Y encontrando los mejores sitios desocupados, se apoderará de ellos.

AUGUSTA.-  No le dejes ir sin esperanzas. Hazlo por mí, por todos los presentes, que tomamos al gran Santanita, al futuro millonario, bajo nuestra alta protección.

OROZCO.-   (sonriendo.)  Esperanzas sí; todas las que quiera, pero realidades no podrá sacar de mí. Me sacudiré la mosca... No sé qué se figuran... Francamente, es cosa de traer a casa una pareja de Orden Público. Yo aseguro a ustedes que este impertinente no volverá más por aquí.  (Toma el café de un sorbo y sale.) 



Escena V

 

Los mismos, menos OROZCO.

 

AUGUSTA.-  ¿Pero ustedes se han creído que le va a echar a cajas destempladas?

MALIBRÁN.-  ¡Cómo he de creer yo tal cosa! Felicitemos a nuestro protegido, porque le está cayendo el maná.

  —201→  

AUGUSTA.-  Si Tomás dice que no hace nada por él, no le lleven ustedes la contraria. Finjan, más bien, creer que le ha echado por la escalera abajo. I promesi sposi están de enhorabuena. No les faltará pan para sus hijitos, y seguramente tendrán uno cada año, porque estos matrimonios ilusionados, que se afanan por el nido antes de tenerlo, son horriblemente fecundos.

MALIBRÁN.-  Lo que a mí se me ocurre, señora mía, es que con estas filantropías van ustedes a perder a uno de los amigos más leales y consecuentes. Federico, cegado por la soberbia, dirá: «El amigo de mis enemigos es mi enemigo».

AUGUSTA.-  Una cosa es decirlo y otra... ¡Ay!, ante la soberanía de los hechos, no hay orgullo que no se rinda tarde o temprano... Esta es mi opinión. Y por mi parte he de hacer los imposibles por que Federico se reconcilie con su hermana. No es mal sermón el que le espera esta noche, si parece por aquí.

VILLALONGA.-  No le reducirá usted con sermones. Está fuera de sí. Anoche creí que me pegaba, porque se me antojó disculpar a Clotilde.

  —202→  

MALIBRÁN.-  Corazón fiero, orgullo indomable, ideas anticuadas y consistentes, de esas que desafían con su firmeza el empuje de la opinión vulgar; ideas macizas, que serían muy buenas en una época de acción y de unidad; pero que se vuelven ineficaces y hasta ridículas en una época de inestabilidad, de polémicas y de dudas.

AUGUSTA.-  ¡Cuando digo que estamos hoy muy sabios!...

MALIBRÁN.-  No lo puedo remediar. Mi pedantería es hija de los desengaños, que me han obligado a estudiar la vida. Compadézcame usted en vez de zaherirme por lo que sé. Y sé más,  (con fineza de dicción y de intención)  mucho más de lo que usted cree.

AUGUSTA.-  No, si yo no he puesto límites ni fronteras a su sabiduría. Es que, francamente, me pareció que había examinado usted con buena crítica las ideas de Federico.

MALIBRÁN.-  De quien nada ofensivo dije. Conste. No hay motivo, pues, para que usted se altere.

AUGUSTA.-   (ligeramente desconcertada.)  ¡Yo!... ¡Alterarme yo!

  —203→  

MALIBRÁN.-  Un poquitín, aun antes de que yo completara mi juicio. Me faltaba añadir que de su mismo orgullo, de su susceptibilidad extrema y de la pugna entre sus ideas y sus medios sociales, nacen los hábitos de envilecimiento que a pesar suyo le dominan, y que son su desgracia irremediable y su problema insoluble.

AUGUSTA.-   (devorando su ira.)  Todas esas cosas, ¿por qué no se las cuenta usted a él?

INFANTE.-   (con sequedad.)  Habla usted de hábitos de envilecimiento, y me parece que no se ha fijado usted en la significación de la palabra. De otro modo, haría mal en sostenerla. Yo afirmo que Federico es un caballero.

MALIBRÁN.-   (rectificando.)  No lo he dudado nunca... Esos hábitos, que todo el mundo conoce, deben de ser calificados quizás de un modo más suave, tratándose de un amigo. Emplearemos otra palabra.

AUGUSTA.-  Mejor sería no haberla pronunciado.

MALIBRÁN.-  No fue mi intención ofenderle.

INFANTE.-   (para sí.)  Decididamente, el italiano este es de una   —204→   blandura fenomenal. No entra, no entra, por más que se le pongan picas hasta el hueso.

AUGUSTA.-  Vamos, usted quiso decir que Federico no es caballero.

INFANTE.-   (para sí.)  ¡Qué bien me le capea esta!... pero no entra... Cada vez más huido.

MALIBRÁN.-  Perdone usted, amiga mía. Jamás califico yo acerbamente a una persona con quien me une amistad.  (Para sí.)  ¿Quieres una estocada? Pues allá va.  (Alto.)  Lo que yo quise decir es que caballerosidad y necesidad rara vez se llevan bien. ¡Ay de aquel en quien estos dos estímulos se reúnen! En público son muy difíciles de conciliar, y sólo en la esfera privada pueden algunos armonizarlos. En el misterio, en los escondites que labran el miedo y la prudencia, se hacen cosas que, a la clara luz del día, son condenadas con cierto énfasis. Hay dos esferas o mundos en la sociedad: el visible y el invisible, y rara es la persona que no desempeña un papel distinto en cada uno de ellos. Todos tenemos nuestros dos mundos, todos labramos nuestra esfera oculta, donde desmentimos el carácter y las virtudes que nos informan en la vida oficial y descubierta.

  —205→  

AUGUSTA.-   (vivamente.)  Perdone usted, Malibrán; todos no: la tendrá usted; pero eso de todos es un poco fuerte.  (Para sí, con ira disimulada.)  ¿No habría quien le parara los pies a este majadero?...

MALIBRÁN.-   (para sí.)  Vuelve por otra.  (Se levanta.) 

AUGUSTA.-  Pero qué, ¿nos deja usted ya?

MALIBRÁN.-  Ya debiera estar en el Ministerio.

AUGUSTA.-  No me acordaba...  (Irónicamente.)  Es tan grata su compañía, y nos adormece de tal modo el encanto de su conversación, que olvidamos lo necesaria que es su presencia en el Ministerio para que marchen bien los asuntos exteriores.

MALIBRÁN.-   (para sí.)  Búrlate todo lo que quieras. Ya me la pagarás.

AUGUSTA.-   (estrechándole la mano.)  Váyase usted prontito. No le retengo, no quiero tener la responsabilidad de una catástrofe europea.

MALIBRÁN.-  Tema usted las domésticas, no las internacionales.   —206→   Y cuando se dispare el primer cañonazo, avise usted a los buenos amigos. ¿Llamar, eh?

VILLALONGA.-  Dos toques y repique.  (Dándole la mano.)  Adiós, diplomático. Memorias al Marqués de Salisbury.

MALIBRÁN.-  De tu parte. Adiós, Infante.  (Vase.) 



Escena VI

 

Los mismos, OROZCO.

 

OROZCO.-   (entrando, con semblante risueño.)  Vamos, le despaché... Se va el pobrecillo muy descorazonado. Pero yo ¿qué le he de hacer? Pues sólo faltaba que...

AUGUSTA.-   (con gracejo.)  Eso es: fuertecillo. ¡Qué genio vas echando, hijo de mi alma!

OROZCO.-  Lo siento; pero no he podido darle ni esperanzas siquiera.

AUGUSTA.-  Sí, te lo conozco en la cara.

VILLALONGA.-  Su cara revela satisfacción.

INFANTE.-  La satisfacción de las malas acciones.

  —207→  

OROZCO.-  Ni buenas ni malas.

AUGUSTA.-   (en voz baja a INFANTE.)  ¿Pero tú le crees?

INFANTE.-  ¿Qué le hemos de creer? Para mí Santanita se ha puesto las botas.

VILLALONGA.-  Permítame usted, amigo Orozco, que no dé crédito a su modestia. Lo mismo nos dijo usted el otro día, cuando vino a importunarle aquel vejete arruinado de la Plaza Mayor, y después supimos que a la calladita le puso usted una tienda nueva, un comercio de gorras.

OROZCO.-   (excitado.)  ¿Quién ha dicho eso? ¡Es calumnia!

VILLALONGA.-  ¡Calumnia!

OROZCO.-   (dominándose y riendo.)  El que tal diga falta a la verdad. ¿Con que de gorras, eh? Tiene gracia.

AUGUSTA.-   (hace señas a VILLALONGA para que se calle.)  ¡Eh!, chitón, indiscreto.

INFANTE.-  Son voces que hace correr la maledicencia.

  —208→  

AUGUSTA.-  No se hable más de eso. En resumidas cuentas, puesto que tú no quieres proteger al rey de las hormigas, le echaremos nosotros un cable.

OROZCO.-  ¡Bueno estoy yo para protecciones! ¿Quién me defenderá a mí de la fiera que me amenaza hoy, y que no tardará en presentarse?

INFANTE.-  Ya sé quién es. Joaquín Viera, el papá de Federico, que llegó anoche.

VILLALONGA.-  ¡Demonio! Cuidado con ese, que es el primer sable de América... y de Europa.

INFANTE.-  ¿Quiere usted que le recibamos Villalonga y yo, y le paremos la estocada?

AUGUSTA.-   (con viveza.)  Eso sería lo mejor. Si, sí, Tomás, que le reciban estos y le pongan las peras a cuarto.

OROZCO.-  No puede ser. A ese maestro de maestros, no le sabe parar nadie más que yo. Dejádmele a mí.

AUGUSTA.-  Hijo de mi vida, tiemblo por ti; temo a tu bondad, a tu miedo al escándalo.

  —209→  

OROZCO.-  ¡Quia! Que escandalice todo lo que quiera. No sé qué lío se traerá. Ya lo veremos.

AUGUSTA.-  Estoy en ascuas. No tendré tranquilidad hasta que no le vea salir de casa. ¿A qué hora viene?

OROZCO.-  A las tres.  (Hablan aparte OROZCO y VILLALONGA.) 

AUGUSTA.-  Faltan diez minutos. Siento escalofríos.

INFANTE.-  ¿Te pones mala?

AUGUSTA.-  Creo que sí, y si la visita se prolonga, quizás... Me bullen en la cabeza presentimientos de no sé qué desdicha.

INFANTE.-  Si no sales a paseo, te acompañaré en casa.

AUGUSTA.-  No, no salgo. Pero no me acompañes; te aburrirías. Tengo muy mal humor esta tarde.

INFANTE.-  Yo lo tengo pésimo. Si dos negaciones afirman,   —210→   de dos displicencias puede salir un rato de agradable entretenimiento.

AUGUSTA.-  No; de dos displicencias que se funden, sale de seguro la hora negra, la hora de la contradicción y del tirarse los trastos a la cabeza. Hoy es un día en que me peleo yo con el lucero del alba, a poco que me exciten. Querido Manolo, si aprecias mi amistad, echa a correr y no aportes por acá hasta la noche.

INFANTE.-  Se me figura que Malibrán te ha puesto de mal humor.

AUGUSTA.-   (fingiendo tranquilidad.)  A mí, no. Estoy acostumbrada a sus tonterías, y la oigo como si leyera los chascarrillos de la sección amena de un periódico.

INFANTE.-  Mucho cuidado con él.

AUGUSTA.-  Ya lo tengo... ¡ah!, vaya si lo tengo. Con que, Infantito de mi vida, ¿me quieres hacer un favor? Te lo agradeceré mucho.

INFANTE.-  Pide por esa boca.

  —211→  

AUGUSTA.-   (con zalamería.)  Que te marches, y perdona la grosería. Quiero estar sola con mi marido.

INFANTE.-  El egoísmo matrimonial es tal vez el más respetable. Me sacrifico, hija, me sacrifico a tu deseo, y te ofrezco mi ausencia como el más fino de los homenajes.  (Le estrecha la mano.) 

AUGUSTA.-  Oye, Infantito mío: para que tu fineza sea colmada, y yo tenga algo que añadir a la gratitud que te debo, llévate a Villalonga.

INFANTE.-  Si no quiere irse por su pie, me le llevaré a cuestas.

AUGUSTA.-  Gracias. Vales un imperio.

INFANTE.-    (a VILLALONGA.)  Eso es, entreténgase usted charlando, y la comisión de reforma del catastro sin poderse reunir por falta de vocales.

VILLALONGA.-  Tiene usted razón. Vamos allá.  (A AUGUSTA.)  Patrona, ¿será usted tan buena que me deje marchar?

AUGUSTA.-  No debiera hacerlo. Por mi gusto le pondría   —212→   a usted habitación en esta casa, y no le permitiría salir sino para dar un corto paseíto higiénico... Pero como se trata del catastro, que es una cosa muy buena, no quiero que me llamen rémora, no debo ser obstáculo a los progresos de la administración, y le doy a usted permiso para que se largue con viento fresco, cuanto más pronto mejor.  (VILLALONGA e INFANTE se despiden de AUGUSTA. Un criado entra y habla en voz baja con OROZCO.) 

AUGUSTA.-  Ya está ahí. Tenemos el cometa en casa. Tomás, por Dios, mucho pulso. Contente. Pon frenos y más frenos a tu bondad. Trátale como merece.  (Para sí.)  ¡Dios mío, qué intranquila estoy, y qué extraños, qué indefinibles temores me acechan en las revueltas de mi conciencia!



Escena VII

 

Despacho en casa de OROZCO.

 
 

OROZCO, JOAQUÍN VIERA.

 

VIERA.-   (abrazándole con efusión.)  ¡Tomás de mi alma...!

OROZCO.-  Joaquín.

VIERA.-  ¿De salud bien? ¿Y tu mujer?¡Siempre tan guapa, tan buena...! Lástima que no tengáis   —213→   hijos. La felicidad parece que no es completa en el matrimonio, cuando no hay familia menuda que lo alegre, lo adorne y lo santifique. Pero aún puede ser que... Sois muy jóvenes... ¡Qué placer me causa verte! Te conocí niño, después mozo, hombre por fin; y las afecciones primeras se renuevan en el alma cuando envejecemos. Tu padre y yo, más que amigos, fuimos hermanos, y a ti te he mirado siempre como hijo. Abrázame otra vez. Sé que no me tienes gran afecto; mas no por eso te retiro el mío, y me sirve de consuelo el corresponder a tu tibieza con el ardor de mi cariño. Yo soy así.

OROZCO.-  Gracias. ¿Y qué es de la vida de usted...?

VIERA.-  Hijo mío, mi vida es la continua privación de los bienes que apetece mi alma. Nada más conforme a mi carácter que la estabilidad. Pues heme aquí privado de los goces del hogar, errante por naciones extranjeras, sin oír la voz de un ser amado, sin ver el rostro de una persona de mi sangre y de mi raza. ¡Qué sino el mío, Tomás! Tres grandes atractivos tiene la existencia para un hombre de mi temple y mis inclinaciones: la familia en primer término; después la tierra, o sea la propiedad; después los libros, o sea el estudio y la contemplación de la Naturaleza.  (Con ternura y acento firme.)  Mi   —214→   ideal de vida sería este: mis hijos conmigo; debajo de mis pies, un triste pedazo de suelo que cultivar, sin ambición, ni envidioso ni envidiado; y como solaz, media docena de libros buenos. Créelo, estos son los únicos bienes apetecibles y además las únicas amistades fecundas y verdaderas: la familia, manantial de goces infinitos, la tierra que te devuelve generosa los cuidados que pones en ella, y el libro sano y ameno, que te deleita, te calma y te instruye. Pues nada de esto me concede Dios a mí. Sin duda me priva de lo que más amo, para concedérmelo en otro mundo mejor.

OROZCO.-  Si los hechos correspondieran a las intenciones o a las palabras, no dudo que tendría usted todo eso que desea.

VIERA.-  ¡Los hechos, los hechos! ¿Sabes tú lo que has dicho? ¡Los hechos! Eres feliz; heredaste una gran fortuna; te viste encarrilado desde la niñez en la vida regular, y andas aún con la velocidad que te imprimieron. Todo lo encuentras llano, fácil... Los hechos son para ti una serie de movimientos maquinales, instintivos. Para los que se impulsan a sí propios, los hechos son el movimiento externo, los encontronazos, las sinuosidades del camino, pues de los obstáculos mismos hay que valerse para dar un   —215→   paso. Mis hechos, Tomás querido, no son míos, y es injusticia juzgar estas cosas aisladamente. Aprécialas en conjunto, abarca de una mirada el mecanismo social, y fíjate en la posición que tenemos en él los desheredados de la fortuna. Es preciso que todos vivamos, Tomás: no se ha hecho el mundo sólo para que lo disfruten los capitalistas. Has visto en mí acciones que te desagradan. ¿Pero tú, talento superior, alma elevada, aplicas a todos los casos la moral cominera y menuda? No, hijo mío, a ti te corresponde medir con la gran regla. Lo harías sin trabajo, si te hubieras formado en la adversidad; pero tu talento debe suplir la experiencia, que te falta. No me juzgues, por Dios, con el criterio del vulgo necio. Tú no eres vulgo, Tomás, ni la serás nunca, aunque vivas en la atmósfera creada por él.

OROZCO.-   (con benevolencia.)  ¡Lástima que ese gran ingenio no se emplee mejor! Suele ofrecernos la humanidad este contraste, y es que la gente ordenada se cae de sosa, y los traviesos y desarreglados tienen toda la sal de Dios. Sin duda, la vida aventurera, de arbitrios sutiles y de combinaciones muy calculadas, fomenta en los hombres el donaire. No sé si Dios tendrá dispuesto que la bohemia y los caracteres picarescos desaparezcan al fin con la aplicación completa de la disciplina moral.   —216→   Si así fuera, ¡qué lástima!, porque lo picaresco parece un elemento indispensable en el organismo humano.

VIERA.-  Sí, sí; es preciso que haya de todo, querido, y cree que el mundo no ha de variar gran cosa en sus aspectos generales, por mucho que lo pulimente el saber de los hombres, y eso que los periódicos llaman conquistas de la civilización. La diversidad de medios de vivir ha de corresponder siempre a la variedad y muchedumbre de caracteres y de móviles.  (Con agudeza.)  Si la moral de los catecismos llegara a imperar en absoluto, y se acabaran la bohemia y la raza picaresca, como tú has dicho, el mundo sería insoportable de insulsez. En tal caso, la humanidad, harta de sí misma, se suicidaría, no por individuos, sino por naciones; emplearíanse cantidades enormes de dinamita para volar continentes enteros; nos aborreceríamos por pueblos y por castas; nos cargaríamos tanto, que nuestras guerras serían mil veces más feroces que las de los tiempos primitivos.

OROZCO.-   (riendo.)  Original, graciosísimo. Pero no perdamos tiempo, Joaquín, y sepamos el objeto de su visita y de su viaje que, según parece, son uno mismo.

  —217→  

VIERA.-   (con emoción, estrechándole las manos.)  Mucho me duele que todas mis aproximaciones a ti tengan siempre un objeto... poco grato, al menos en apariencia. No puedes figurarte la pena que esto me causa.

OROZCO.-   (con serenidad.)  No se apure usted, y vea cuán tranquilo estoy. Si he de ser franco, sus arranques de sensibilidad no me conmueven. Los miro como un medio de insinuación, lo mismo que sus alardes de ingenio.

VIERA.-   (bajando los ojos.)  ¡Oh!, no, te lo juro. Cree que siento en este instante una pena...

OROZCO.-  ¿Por qué?

VIERA.-  Por lo desagradable del asunto que aquí me trae... Pero no creas; también yo, con auxilio de mi razón, sé rehacerme y quitar a la pena o todo fundamento lógico, poniendo el acto este en su verdadero terreno. Vamos a ver, si yo te asegurase que el asunto que aquí me trae, me parece, cuando pienso mucho en él, que envuelve un vivo interés hacia ti, ¿qué dirías?

OROZCO.-   (riendo.)  Pues diría que me parece una cosa muy   —218→   rara, y que sería preciso que me lo probara usted para creerlo.

VIERA.-  Te lo probaré si tú me ayudas con tu buen juicio y tu manera amplia de ver las cosas. El criterio vulgar diría que yo vengo a molestarte. Si tú no fueras quien eres, lo creerías así. Siendo Tomás Orozco, no lo puedes creer.

OROZCO.-  Para que yo forme juicio, lo principal es que sepa claramente de qué se trata.

VIERA.-  Paciencia, amigo mío, paciencia. Eres un hombre superior. Si yo no lo supiera por mi observación directa, lo sabría por la fama de que gozas.  (Enfáticamente.)  Inteligencia clara, puntos de vista elevados, conocimiento de la realidad, ideas tolerantes; además, gran corazón, abierto siempre a la indulgencia y a la piedad, honradez a toda prueba, sentimiento vivo del decoro y de la posición; aptitud grande para ver lo íntimo de las cosas...

OROZCO.-   (interrumpiéndole.)  Basta, basta de incienso.

VIERA.-  Concluyo... ya sé que el incienso te asfixia.   —219→   Lo empleo como argumento para decirte que siendo tú quien eres, la conciencia más pura que hay bajo el sol, no has de tolerar nada contrario a la ley, ni has de convertir en provecho tuyo la propiedad ajena; en suma, que has de tener a gala y orgullo el devolver a sus verdaderos poseedores lo que ilegítimamente, por olvido o negligencia, no por malicia, está en tu poder.

OROZCO.-   (agriamente.)  ¿Y qué es eso que no me pertenece, y que yo retengo en mi poder? Sepámoslo.

VIERA.-   (con la mano sobre el pecho.)  ¿Dudas de mi palabra?

OROZCO.-  ¿Pues no he de dudar?

VIERA.-  Pues mi palabra sola te ha de convencer, sin necesidad de apelar a la prueba legal. Quiero darme el gusto de que te persuadas por lo que yo te diga, porque tus dudas acerca de mi lealtad me lastiman profundamente. Escúchame. ¿Te acuerdas de las obligaciones de Proctor y Barry?

OROZCO.-   (reconcentrando sus ideas.)  Sí que me acuerdo. Todas fueron canceladas, parte hace diez años, parte hace cinco. Sobre esto no tengo duda.

  —220→  

VIERA.-  Todas menos una, Tomás; aguza la memoria. No se diga que estoy más enterado de tus asuntos que tú mismo.

OROZCO.-  Menos una, es cierto, que había sido reservada por el viejo Proctor para su hija mayor, la cual tenía, además, una póliza de seguro en la Humanitaria. Y la obligación esa, que no se presentó en tiempo oportuno, se liquidó después, al liquidar la póliza... Espere usted, a ver si recuerdo bien.  (Confuso.)  ¡Ah!, la liquidamos cuando murió la hija de Proctor, allá en...

VIERA.-  En Bombay. Pero no fue como tú dices, Tomás de mi vida; haz memoria... no fue así. Liquidasteis la póliza; pero la obligación, que era de las de ocho mil libras, quedó pendiente, por no encontrarse el documento original. Se hizo una información, que no resultó clara, y el asunto quedó en tal estado. Los Proctor murieron todos en una serie de catástrofes y desgracias de familia. ¿No lo recuerdas? Wigham, afectado de locura, se tiró al mar en la travesía de Boulogne a Folkstone; Guillermo, falleció de la disentería en Nueva Zelanda; Isaac, pereció en un naufragio...

OROZCO.-  Sí, todo lo recuerdo, y la hermana murió a   —221→   consecuencia de haberse tragado un huesecillo de ave.

VIERA.-  Sólo queda Benjamín, que ha recogido a los hijos de Adelaida Proctor.

OROZCO.-  ¿Y ese Benjamín es el que descubrió la obligación trasconejada?

VIERA.-  Cierto.

OROZCO.-  Comprendido. A ver... Venga.  (Con impaciencia.)  Quiero ver qué trazas tiene ese documento.

VIERA.-   (flemático.)  Aguárdate un poco. Deseo prevenir todas tus suspicacias. Como no podrás dudar de la autenticidad del documento, me vas a decir que ha prescripto; pero yo te probaré que no.

OROZCO.-  Seguramente ha prescripto. No habiéndose presentado en el arreglo de 1874...

VIERA.-  Veo que tu memoria es flaca, querido Tomás, y que además, por querer contradecirme, incurres en graves errores, de los cuales tu clara inteligencia saldrá sin esfuerzo, a poco que yo   —222→   te ilumine. Recuerda el caso aquel, bastante parecido a este, en que creíamos todos que la obligación del Banco de Navarra había prescripto, y el Tribunal Supremo declaró que el plazo de prescripción de estas obligaciones no podía depender de los plazos de arreglo que fijaran los liquidadores de la Humanitaria. Es esto cierto, ¿sí o no?

OROZCO.-   (meditabundo.)  Cierto es; pero enséñeme usted...

VIERA.-   (sacando un papel.)  Ahí está. Examínalo con la prolijidad que quieras.  (Mientras OROZCO examina con profunda atención el documento presentado por VIERA, este se levanta, y con las manos en los bolsillos se pasea por la habitación, hablando para sí.)  A ver por qué registro sales ahora, jesuitón, cuákero de mil demonios. Estás cogido. La red es hermosa, y admirablemente tejida con hilos legales; y por más que la busques no encontrarás malla rota para escabullirte.  (En alta voz.)  ¿Qué piensas de eso? ¿Cabe en ti la sospecha o el recelo de que la obligación pueda ser falsa?

OROZCO.-  No; es legítima.

VIERA.-  Luego, yo no soy un falsario, querido Tomás. Devuélveme tu estimación, porque... dilo   —223→   con franqueza... cuando te anuncié mi visita, pensaste que yo te armaba alguna trampa como esas que se estudian en los presidios, y que se llaman entierros.

OROZCO.-  No pensé eso, aunque sí una cosa semejante.

VIERA.-   (suspirando.)  Estoy en desgracia contigo. Con todo, acabarás por reconocer que este acto entraña un profundo interés hacia ti.  (OROZCO hace un gesto de asombro.)  No, no hay que asustarse de lo que digo, ni tratarme como a un loco que trastorna el sentido de los conceptos. Con la mayor entereza y sinceridad del mundo, digo y repito que este paso que doy, más debe ser por ti agradecido que vituperado. Tomás, te estoy haciendo un notable servicio en la ocasión presente.  (Con gravedad suma.)  Este viaje mío, y la presentación del documento que acredita una deuda sagrada, son prueba clarísima de amistad y de la parte que tienes en mis afectos, porque obrando así, te ahorro mil disgustos, y te facilito la solución de lo que podía ocasionarte un grave conflicto.

OROZCO.-   (irónicamente.)  Gracias, gracias... Me enternece tamaña bondad. No le creí a usted tan magnánimo, amigo Viera.

VIERA.-   (con afectada resignación.)  Júzgame como se te antoje.

  —224→  

OROZCO.-  ¿Cuánto tiempo ha empleado usted en Londres, preparando este negocio? Y para lanzarse a perseguir la obligación perdida, ¿vino usted de New-York a Inglaterra hace tres meses? ¿Por cuánto la ha vendido Benjamín Proctor?

VIERA.-   (secamente.)  No la he comprado. Tengo poderes del poseedor para gestionar el pago... ¿quieres verlos?... y para proponerte un arreglo que te facilite la cancelación.

OROZCO.-  La deuda es legal: yo no lo niego; pero surge la duda de que esta obligación esté comprendida en el arreglo que se hizo en 1874. La cuestión no resulta tan clara como usted supone. Es, por lo menos, discutible el derecho de Benjamín Proctor a realizar este crédito.

VIERA.-  Él lo juzga clarísimo, y quería, desde luego, ponerte en un aprieto, planteando la cuestión jurídica. Yo, que te conozco y sé tu horror a la curia y al papel sellado, quise prestarte un servicio, y propuse a Benjamín intentar directamente un arreglo amistoso. Discutimos el caso, hícele ver las dificultades y dispendios de un pleito en España, le ponderé tu carácter conciliador,   —225→   inclinado siempre a la justicia, y por fin convino en contentarse con la mitad, cuarenta mil libras, al contado... Te juro, amigo de mi alma, que he puesto de mi parte, en este asunto, una desinteresada adhesión a tu persona y una defensa leal de tus intereses, pues la comisión que me da Proctor, en caso de éxito, apenas me basta para los gastos de viaje. Ahora resuelve tú.  (Se sienta.) 

OROZCO.-   (levantándose, entrega la obligación a VIERA.)  Tome usted su papel.

VIERA.-  ¿Qué decides?

OROZCO.-   (con frialdad y aplomo.)  Decido... no pagar.

VIERA.-  ¿No reconoces la legalidad de la deuda?

OROZCO.-  La reconozco; pero la declaro prescripta.

VIERA.-   (desconcertado.)  Reflexiona, Tomás; no te arrebates... Piensa en la sentencia aquella del Supremo. Benjamín pleiteará, y te verás metido en un lío espantoso, y perderás con costas.

OROZCO.-   (paseándose y mirando al suelo.)  Lo veremos. La cuestión es muy problemática,   —226→   pues podremos sostener que la sentencia del Supremo sólo comprendía las obligaciones de la serie D.

VIERA.-   (clavándole la mirada.)  Eso no puede sostenerse, Tomás; eso es absurdo. Reconoce la lealtad de la intención con que me presento a ti, y confórmate con el arreglo que te propongo.

OROZCO.-  No quiero.  (Plantándose ante él, y resistiendo con fría tranquilidad la penetrante mirada de VIERA.)  Y voy a explicarle a usted la razón de esta resistencia que, según veo, le sorprende tanto. Es que me he cansado del papel de hombre recto y juicioso, que la opinión pública se ha empeñado en hacerme representar. He visto que la rectitud, practicada tan en absoluto, me trae más males que bienes. Y resulta una cosa, amigo Viera: antes que los atenienses se aburran de oír llamar justo a Arístides, el mismo Arístides se ha cansado de serlo, y quiere igualarse a los demás. Yo había dado en la manía de no ir con el vulgo, y ahora caigo en la cuenta de que se va mejor por el camino que traza la muchedumbre. ¿Qué tal? Esta salida ha desconcertado al amigo Viera, al ingenioso arbitrista, al aventurero sagaz.  (Con cruel humorismo.)  ¡Ah!, usted no contaba con esta, ¿verdad?, dígalo con franqueza; usted fiaba en la decantada   —227→   severidad de mis principios, en esa fama que me han dado algunos tontos, la cual ha venido a cargarme tanto, pero tanto, que me propongo no perdonar ocasión de desmentirla.

VIEIRA.-   (para sí, confuso y atortolado.)  ¿Pero este hombre se está burlando de mí, o qué es esto?  (Alto.)  Juraría que tu cerebro no está en perfecto estado de equilibrio.

OROZCO.-   (volviendo a pasear sin agitación, a ratos deteniéndose ante el otro.)  Con el pensamiento me será muy fácil transportarme al ánimo del astuto Viera, y reproducir la serie de juicios que han determinado este acto. Vamos a ver: usted entendió que el amigo Orozco era un ardiente puritano, capaz de dejarse desollar vivo antes que retener un maravedí que no le perteneciese, y se dijo: «Este es el hombre que me conviene a mí. Compro la obligación por una bicoca, y de fijo no vacilarán en dármela, porque la cuestión es compleja y obscura, y los ingleses pasan por todo antes que pleitear en España; me presento con mis papeles en regla; el hombre se asusta; la conciencia se sobrepone en él al interés; su inflexible noción del derecho hace mi negocio; cobro a toca-teja, y hasta otra». ¿Es este, sí o no, el verídico proceso de la intención y las ideas de usted?

  —228→  

VIERA.-   (redoblando su astucia.)  Te veo ciegamente entregado a tu imaginación, querido Tomás, y cuanto has dicho es una fantasía loca. En mí no hubo ni hay más intento que el de servirte y ahorrarte penas y dinero.

OROZCO.-  Pues ahora resulta que el virtuoso y rígido, el hombre de conciencia intachable no existe más que en la infundada creencia de los tontos que han querido suponerle así; resulta que Orozco es como todos los que le rodean, ni perverso, ni tampoco santo; que desea mantenerse en el justo medio entre la tontería del bien absoluto y el egoísmo brutal de otros que no quiere dejarse explotar, sosteniendo el derecho estricto y la moral pura en cuestiones de intereses; que defiende su peculio, hasta donde pueda, con el criterio de la mayoría de los hombres de negocios; de todo lo cual resulta también que al trapisonda que me escucha le ha salido el tiro por la culata, y que por esta vez su maniobra ha sido un verdadero fracaso.

VIERA.-   (tragando saliva.)  Tú harás lo que gustes, y podrás sostener, en lo referente a pago de deudas, ese criterio tan distinto de tus ideas de toda la vida, y que no es, por más que digas, el criterio de la mayoría de los hombres de negocios. Yo he cumplido   —229→   contigo. Fracasadas mis gestiones conciliadoras, te entenderás con Benjamín Proctor, que inmediatamente entablará la acción contra ti.

OROZCO.-   (resueltamente.)  Ese señor hará lo que le acomode, y yo también, y si quiere pleitear, que pleitee, pues el asunto no es claro ni mucho menos.



Escena VIII

 

Los mismos, AUGUSTA, que entreabre cautelosamente la puerta del foro y permanece indecisa escuchando, sin atreverse a entrar.

 

AUGUSTA.-   (para sí.)  Mi marido alza la voz. No puedo vencer mi curiosidad. ¿Entraré? No me atrevo. Parece que el cometa lleva la peor parte, y que no se sale con la suya. Su cara revela contrariedad, la rabia del reptil que se siente pisado.

VIERA.-   (con sofocada ira.)  ¡Ay! Mi situación es sumamente penosa, pues si tú no fueras quien eres, un amigo de toda la vida, casi un hijo para mí, yo te diría lo que pienso acerca de esa singular manera de entender el derecho, y de apreciar la oportunidad para el pago de deudas sagradas.

OROZCO.-  Es lo que me faltaba, que usted me diese lecciones de conducta.

  —230→  

VIERA.-  Me vería obligado a dártelas si no cayeras pronto en la cuenta del daño que te haces a ti mismo. Yo espero que serás razonable, Tomás, y que no consentirás que yo vaya ahora a Benjamín Proctor y le diga: «aquel hombre a quien creíamos la conciencia más pura del mundo es un negociante vulgar, que se aprovecha de las obscuridades de la ley, y se apoya en los embrollos de la curia para no pagar. En él hay más astucia que virtud, y tiene todas las marrullerías de un tendero insolvente o de un zurupeto intrigante». Y a pesar mío, habré de ayudar a tu acreedor a apretarte las clavijas, porque no puedo negarme a poner al servicio de la justicia mi conocimiento de la curia española y de cómo se llevan aquí los negocios de cierta clase.

OROZCO.-  Muy bien. Póngase usted al servicio de Benjamín, y ármeme todas las trampas curialescas que quiera. Todavía, si se me antoja, seré yo capaz de cancelar la obligación por una cantidad doble de lo que dio usted por ella...

VIERA.-  ¿Ya vienes con miserias? Tomás, me ofendes con proposición tan humillante. Me equivoqué al suponerte prendas extraordinarias; no quisiera equivocarme también, teniéndote por generoso y viendo la mezquindad con que le   —231→   regateas a este infeliz un pedazo de pan. Nada, no hay arreglo posible. Pleitearemos; tú lo has querido. Si sobre quedar por los suelos y echar al arroyo tu fama, tienes que pagar el total de la obligación, y de añadidura las costas, no me culpes a mí, que me propuse hacerte un favor, y evitar el desdoro de tu nombre.

OROZCO.-  Gracias... En pago de esa abnegación, ¿sabe usted a lo que me hallo dispuesto? Pues muy sencillo. Si usted insiste en aburrirme y en amenazarme, yo, el hombre comedido, el puritano, la conciencia recta y pura, no tendré empacho de tomarme la justicia por mi cuenta,  (parándose ante él y accionando sin afectación y con flemática tranquilidad.)  ni de romperle a usted el bautismo, así, muy sencillamente, a lo santo, sin escándalo y como quien no hace nada.

AUGUSTA.-   (para sí, con alegría.)  Bien, muy bien.

VIERA.-   (levantándose, demudado.)  Tomás. No puedo tolerar eso... No lo admito sino como broma... una broma de mal género.

AUGUSTA.-   (que avanza decidida, presentándose.)  Y si hace falta otro guapo, aquí está.

VIERA.-   (inclinándose con afectada etiqueta.)  Augusta, señora mía... ¡Qué a tiempo llega   —232→   usted, como enviada por el Cielo, para librarme de esta fiera que tiene usted por esposo...

AUGUSTA.-  Aquí la fiera no es él...

VIERA.-   (con servilismo, y como queriendo echarlo a broma.)  Hija mía, si hasta se ha permitido amenazarme de palabra y de obra. ¡Qué bromas gasta este modelo de ciudadanos y espejo de maridos! No sabe usted bien cómo se ha puesto. ¡Caramba! Todo por una mala interpretación de mis rectas intenciones... Por Dios... Sea usted juez de esta contienda, Augusta, usted, que es un ángel.

AUGUSTA.-  ¿Juez yo? No he pensado entrar nunca en la magistratura.

VIERA.-  ¡Ay! Horrible tortura es para mí verme mal juzgado por personas a quienes tanto quiero; por personas que son en mi ánimo lo primero del mundo, la crema, el cogollito de la humanidad.  (Aturdido y descompuesto.)  Augusta, ¿quiere usted que la entere del asunto que me trae aquí? Apuesto mi cabeza a que lo ha de juzgar con más serenidad que su digno esposo, el cual ha sido hoy muy cruel con el compañero y socio de su padre... ¿Le parece a usted que merezco yo, el primer amigo de la casa, ser tratado como un...? No, Tomás, no es propio de ti ensañarte   —233→   con el débil. Tu misma superioridad te obligaba a la benevolencia.

OROZCO.-  Evitemos discusiones.  (Con desagrado.)  Todo lo que cabe decir sobre esto, dicho está ya por una parte y otra. Se me ha hecho una proposición, y yo no he querido admitirla.

VIERA.-  Augusta, intervenga usted con su buen juicio, con su templanza, con su apacible y dulce trato, más propio de ángeles que de mujeres. Si en ninguno de los dos encuentro la consideración que creo merecer, si ambos me rechazan con la misma dureza, sólo me resta decirles que aunque los dos se empeñen en ello, no conseguirán tener en mí un enemigo. Amigo soy y amigo seré siempre, y pruebas he de darles de mi cariño, superior a todas las injusticias y desdenes. Yo tendré mis defectos; no quiero hacer mi apología; pero nadie conoció en mí la ingratitud. Yo no puedo olvidar que debo mil atenciones a esta pareja feliz; no puedo olvidar tampoco que mi hijo, que mi querido hijo, es mirado en esta casa como un miembro de la familia...

AUGUSTA.-   (para sí, con sobresalto.)  ¿A dónde irá a parar este tunante?

VIERA.-  Los favores que el hijo merece desagravian   —234→   al padre... y me consuelo del mal trato, viendo que en él se deposita la confianza que a mí se me niega.

AUGUSTA.-  No habiendo semejanza en la conducta, no puede haberla en... lo demás.

OROZCO.-  Tiene razón.

VIERA.-  Augusta siempre la tiene. Es la pura discreción, y yo acepto los juicios que se digne formar de mí. Tomás, no debe ser implacable con los débiles el hombre que ha recibido de la Providencia tantos beneficios. Yo quisiera saber si hay algún bien de los concedidos a la humanidad que tú no disfrutes. Y el mayor de todos, el que remata y compendia todas tus felicidades es esta perla, este galardón del Cielo, esta mujer incomparable que más parece sobrenatural que humana.

AUGUSTA.-  Basta de flores... No me gustan fuera de tiempo.

VIERA.-  Lo supongo. Si no fuera usted modesta, no sería lo que es.  (Con refinada habilidad.)  Tomás, la presencia de este ángel suaviza las asperezas entre tú y yo. No me lo niegues. Te has humanizado desde que ella entró.

  —235→  

OROZCO.-  ¡Válganos Dios! Si no es eso... Mi mujer, siempre que usted me hace alguna visita, teme que yo le reciba con demasiada benevolencia.

VIERA.-  ¿Es cierto eso, Augusta?

AUGUSTA.-  Ciertísimo.

VIERA.-  No me doy por vencido. ¡De este modo, ingrata, paga usted los elogios que lo hice, y los piropos que le eché!... ¡Ay, qué mala se va usted volviendo! Tomás, Tomás, ten cuidado con ella.

AUGUSTA.-   (para sí.)  No puedo resistir el cinismo de este hombre.

VIERA.-  Paciencia. He caído en esta casa con mala suerte. Recibís como a enemigo al que viene con bandera de paz...  (Para sí.)  Si no recojo velas estoy perdido.  (Alto.)  Tomás, ¿quieres que aplacemos para otro 8día la cuestión que ha dado motivo a estas diferencias, y no pensemos más que en renovar nuestra antigua amistad, en gozar de ella, como de un bien inapreciable? Yo tengo debilidad por ti, Tomás, yo te quiero como a mi hijo...

  —236→  

OROZCO.-  La comparación no resulta, porque es dudoso que usted quiera bien a sus hijos.

VIERA.-   (aparte.)  Este cuákero maldito me tapa todas las brechas...  (Alto.)  ¡Si me niegas hasta los sentimientos primordiales del hombre, entonces...!  (Con pena.)  Amigo mío, quizás sin mala intención, me estás agraviando, sí, con verdadera saña. Tú no sabes lo que es amor de hijos, porque no los tienes. En tu hogar falta la alegría, que es fuente de la piedad y de la indulgencia. Augusta, ¿por qué no ha dado usted familia menuda a este hombre? Amiga mía, yo quería encontrar a usted un defecto, y al fin he dado con él. Si en este hogar hubiera hijos, el pobre amigo menesteroso no sería recibido tan mal.

AUGUSTA.-  Si doy o no doy hijos a mi marido, eso no es cuenta de usted.

VIERA.-  ¡Quién sabe si se los dará todavía! Yo espero que sí. Hago votos porque así sea.

AUGUSTA.-   (para sí.)  Su sarcasmo me envenena la sangre.  (Alto.)  Me parece que esta conversación es bastante impertinente.

  —237→  

VIERA.-   (para sí, con rabia.)  ¡Grandísima tal, hállome atado de pies y manos ante ti, por desconocer los enredos que de fijo tienes!

OROZCO.-  Demos por terminado este asunto, y que esta conferencia sea la primera y la última. Yo escribiré a usted, y le haré una proposición. Si la acepta, bien, y si no, tiene el camino libre para proceder como quiera.

VIERA.-  All right... He tenido la desgracia de encontrar aquí los corazones abroquelados contra mi cariño. El uno con su desconfianza y la otra con su huraña virtud, no han sabido comprender el celo y la abnegación con que les sirvo.  (Afectado dignidad.)  Está bien; por eso no dejaré yo de ser quien soy. Mi conducta no variará. Soy incapaz de venganza, y aunque sintiera estímulos de maldad, no los dirigiría nunca contra personas para mí tan caras, contra personas que considero buenas, deplorando su obcecación. Tomás, no te molestará más este amigo, a quien no quieres comprender. Aguardo en mi casa, hasta mañana, la proposición que te dignes hacerme. Quédate con Dios...  (Da la mano a OROZCO. Este se la estrecha con frialdad.)  ¡Qué triste me voy... y qué daño me has hecho!  (Con emoción muy bien fingida.)  Dios te lo perdone. Y usted,   —238→   Augusta, sea feliz, ignore siempre cuánto me duelen sus palabras incisivas y desdeñosas, y siga siendo compañera de este buen hombre, siga siendo ornamento de la sociedad y orgullo de su familia y de sus amigos. Dios quiera que pueda apreciar algún día que este infeliz no merece ser recibido tan mal. Adiós.  (Retírase afectando profunda aflicción. Para sí, en la puerta.)  ¡Negocio destripado...! ¡Maldita sea mi suerte, y mala peste os devore, cuákero indecente y virtud relamida! Si buen punto es él, buena punta es ella... Volveré.  (Sale.) 



Escena IX

 

AUGUSTA, OROZCO.

 

OROZCO.-  ¿Has visto qué farsante, qué monstruo de astucia?

AUGUSTA.-   (recostándose en un sillón.)  Deja, deja que me reponga del terror que me causa. No lo puedo remediar.

OROZCO.-  ¿Terror por qué? A mí me causa risa. Es un histrión perfecto; pero yo le calo la intención, la máscara que usa se transparenta a mis ojos, y veo la cara del truhán verdadero bajo las muecas del falso amigo.

AUGUSTA.-  ¡Qué hombre! Cuéntame. ¿Qué te proponía?   —239→   Yo rabiaba de curiosidad, y abrí un poco la puerta. Pero no pude enterarme bien... Creí entender algo de una obligación olvidada.

OROZCO.-  De las que llamamos Proctor y Barry.

AUGUSTA.-  ¿Pero es legítima? Porque ese pillo sería capaz de falsificar la escritura como falsifica los sentimientos.

OROZCO.-   (pensativo.)  Es legítima. No creas que me pesa su descubrimiento. Puesto que la obligación existía, vale más que se presente de una vez. Tengo la seguridad de que no hay ninguna otra. Respecto a si ha prescripto o no, puede haber dudas, y de fijo un abogado travieso, con el sin fin de leyes y disposiciones que rigen sobre la materia, encontraría fundamentos legales en qué apoyar la no cancelación.

AUGUSTA.-  Yo temí que tu bondad te llevara a transigir; recelé que tus escrúpulos de conciencia pudieran más que el sentido práctico de la justicia. Pero he visto con gusto que por esta vez has puesto a un lado tus filosofías, y que te resistes a pagar una deuda prescripta.

OROZCO.-   (después de una pausa.)  Hija mía, estás en un error. No has penetrado mi pensamiento.

  —240→  

AUGUSTA.-   (alarmada.)  Pues ¿entonces...?

OROZCO.-  Aunque, contando con el dédalo de nuestras leyes, pudiera sostenerse la prescripción, yo no la admito, no puedo admitirla, y el crédito ese como deuda sagrada, debe pagarse.

AUGUSTA.-  Dios mío, ten piedad de mi pobre marido, que ha perdido la razón.

OROZCO.-  No digas disparates, ni juzgues tan de ligero lo que no has comprendido bien todavía. Voy a explicarte mi pensamiento, y el plan que he concebido...

AUGUSTA.-  Tomás de mi alma, ¿serás capaz de dejarte coger en las malvadas redes de ese miserable? ¿Serás capaz de dejarte conmover por su refinada astucia y por su adulación infame?

OROZCO.-  No te acalores antes de enterarte bien...

AUGUSTA.-  Es que te veo al borde del abismo de tu bondad, de esa bondad que es una desdicha, créelo, un pecado, una sugestión Satánica...

OROZCO.-  Ten calma, mujer.

  —241→  

AUGUSTA.-   (levantándose.)  No puedo tenerla. Tu filantropía ha venido a ser una verdadera demencia. ¡Tomás, Tomás!

OROZCO.-  Si no te callas y me oyes, no nos entenderemos.

AUGUSTA.-   (disparada.)  Imposible que nos entendamos, si no te curas de esa manía de la bondad y de la indulgencia... Consulta el caso con papá, con Manolo Infante, con todos nuestros amigos, y verás como todos me dan la razón, verás como te aconsejan no reconocer la validez de ese papelote que te ha presentado el monstruo. Esas deudas fiambres, obscuras y antediluvianas no se reconocen nunca, Tomás. Sólo los inocentes, los dejados de la mano de Dios, incurren en la tontería de hacer de ellas un caso de conciencia.  (Con sarcástico acento.)  En una palabra, que quieren darte un timo, y tú, como esos que creen en la paparrucha del dinero enterrado, aceptas el negocio.

OROZCO.-  Estás graciosa, vida mía, y te oigo con muchísimo placer. Pero todo te lo dices tú, y así no ha discusión posible.

AUGUSTA.-  Pues habla... explícate.

  —242→  

OROZCO.-  Ante todo, no apoyes tu idea con el argumento de que debo hacer tal cosa porque la hacen los demás. Hija de mi alma, sería insoportable este plantón de la vida terrestre, si no se permitiera uno, de vez en cuando, la humorada de hacer algo diferente de las acciones comunes y vulgares. El papel de comparsa no me ha gustado nunca. Tampoco debes ponerme delante de los ojos, como un emblema de sabiduría, la opinión de tu padre, de Manolo Infante, y de otros amigos. Sin ser vanidoso, me precio de entender estas cosas mejor que ellos.

AUGUSTA.-  Pues si esas opiniones no valen, valga la mía, y la mía es que no pagues a ese pillo.

OROZCO.-   (sereno y sonriente.)  Pero si yo no te he dicho que pagaré a ese pillo, ni a ningún pillo.

AUGUSTA.-  Has dicho que la deuda es sagrada...

OROZCO.-  Y lo repito. Y añado que esa obligación pendiente pesa sobre mi conciencia, y que no estaré tranquilo hasta que de ella no me descargue.

AUGUSTA.-  ¡La conciencia! Grandes y bellas cosas ha   —243→   hecho la humanidad en su nombre; pero también, también hay que poner tonterías muy gordas en el haber de los espíritus menguados, de esos que adoran la letra de la ley... Explícate. ¿Quieres decir que alivias tu conciencia pagando...?

OROZCO.-  Pagando, sí; pero no he dicho que a Viera.

AUGUSTA.-  Eso sí que no lo entiendo. ¿Es o no Viera poseedor legítimo de la obligación?

OROZCO.-  Lo es. Antes que él entrase a verme, ya sabía yo a qué venía, porque hoy recibí carta de Horacio Miller, en la cual me dice que Viera compró esta obligación por un quince por ciento de su valor nominal. Lo supo por confidencia del propio Benjamín.

AUGUSTA.-  ¡Ah!... ¿Y piensas, para evitar disgustos, recogerla de manos de Viera por el mismo quince por ciento y un poquito más, como comisión? Falta que él quiera; pero en estos términos, sólo en estos términos admito la idea de pagar. ¿Es esto lo que piensas tú?... Dímelo pronto.

OROZCO.-  No es eso. Pienso pagar íntegramente el valor nominal.

  —244→  

AUGUSTA.-  ¡Íntegramente!  (Consternada.)  ¡Ay!, hijo de mi vida, yo voy a buscar un médico. Tú estás malo de la cabeza... Por Dios, no hagas tal disparate.  (Con ternura.)  Ya ves; nunca hemos reñido. Todos tus actos han sido aprobados y aplaudidos por mí. Verdad que siempre fueron buenos; pero aunque no lo hubiesen sido, el cariño que te tengo me los habría hecho ver como la misma perfección. Este acto de ahora resulta de tal modo contrario a lo que yo entiendo por bondad, que me veo en el caso de reprobártelo con todas mis fuerzas. Y muy a pesar mío, sintiendo mucho disgustarte, me enfadaré contigo, disputaré, chillaré, no te dejaré vivir; y ya no habrá en nuestra vida común la paz de que hemos gozado durante ocho años; y todo será discordia, rozamientos, tú por un lado, yo por otro, siempre de puntas...

OROZCO.-  ¡Quién sabe! Puede que no.

AUGUSTA.-  Me haré insoportable. Tendrás en mí un censor agrio, displicente, quisquilloso... En fin, Tomás, que me tendrás que preferir a tu conciencia con tal de no ver tu casa convertida en una jaula de leones.

OROZCO.-   (sonriendo.)  Sentiré mucho que te me insubordines; pero   —245→   si lo haces, lo llevaré con paciencia. He meditado bien la solución de este asunto, y puedes tener la seguridad de que será un hecho.

AUGUSTA.-  ¿Contra mi voluntad?

OROZCO.-   (cariñosamente.)  De acuerdo con ella, porque he de convencerte, y en vez de tener en ti una censora impertinente, tendré un apoyo decidido. Ven acá. Siéntate aquí.  (Se sientan ambos.)  ¿Hay mayor gloria, hay dicha mayor que poder realizar un acto, en el cual resplandezca ese ideal de justicia que rara vez se nos ofrece en el mundo en condiciones fácilmente practicables? Hablo con una persona que sabe elevarse sobre las ideas y las pasiones del vulgo, y me parece que seré comprendido. Si no, peor para ti.

AUGUSTA.-  Hasta ahora, no entiendo ni pizca.

OROZCO.-  Esta aparición del cometa Viera es un hecho feliz, dispuesto para la rectificación de uno de esos errores o anomalías de la existencia humana, que nos hacen dudar de la Providencia. Vemos cosas en el mundo, que parecen organizadas por el mal y para el mal; injusticias que por su enormidad repugnan a la razón y al sentimiento; los perversos imponiéndose a los honrados,   —246→   y obligándoles a dejar de serlo; los de condición benigna incapacitados de obrar bien, por las influencias que les rodean. No desconocerás el poder y la importancia de los bienes materiales, en el orden de la vida. Las materialidades mal repartidas, como por desgracia lo están, trastornan y aniquilan el bien espiritual; y así, cuando se consigue rectificar, siquiera sea mínimamente, esta calamitosa distribución del bienestar positivo, se presta a la humanidad un servicio inmenso.

AUGUSTA.-   (para sí.)  No estoy segura de comprender a dónde va a parar con esto. ¿Tiene algún sentido lo que dice, o es una sinrazón, una efervescencia del talento descompuesto?  (Alto.)  Querido, lo que dices significa, si no soy tonta, que en el mundo hay muchos que carecen de lo que a otros les sobra. Eso ya lo sabíamos, y es cosa resuelta que no está en manos humanas el remediar ciertas desigualdades.

OROZCO.-  A veces falla esa regla pesimista, y es lástima no intentar el remedio cuando de ello hay ocasión. Examinemos el caso este concretamente y con la pura lógica. Después vendrá su aplicación a la práctica. Fíjate bien: la suma que representa la obligación de Benjamín Proctor es una cantidad negativa en nuestra riqueza, un   —247→   menos tanto. Esa cantidad debió ser abonada íntegra por mí, y no lo ha sido. Luego la retengo indebidamente en mi poder, no me pertenece... Esto es claro como el agua.

AUGUSTA.-  En absoluto sí.

OROZCO.-  Ya llegaremos a lo relativo. Sígueme ahora y calla. Conste que, en principio, esa suma no me pertenece. La razón es razón, y la lógica, lógica, y los números, números.

AUGUSTA.-  Pero...

OROZCO.-  Cállate. Que Benjamín Proctor haya vendido su deuda a Joaquín Viera, eso no es cuenta mía. El valor legal del crédito no crece ni mengua por los contratos a que da lugar, ni por las condiciones morales del poseedor. Que este sea un modelo de honradez o un pícaro redomado, no da ni quita la más mínima cifra al valor numérico de la deuda. Nada podrás objetar a esto. Por consiguiente, la cantidad representada por la obligación no es mía en este instante, sino de Joaquín Viera.

AUGUSTA.-   (rebelde a la lógica.)  Pero, hijo mío, en la vida, en esta vida humana tan compleja, ¿se puede razonar de ese   —248→   modo? ¿Se han tratado así los negocios alguna vez? Los escritorios de las casas de banca y de comercio, ¿están poblados de ángeles, o son hombres los que en ellos trabajan?

OROZCO.-  Yo sé lo que son, tonta. Déjame concluir. Quedamos en que soy deudor de Joaquín Viera, que este es mi inglés neto, y que no hay lógica divina ni humana que me libre del deber de darle lo suyo. Cierto que yo podría, sin escandalizar al mundo, defenderme del pago amparándome en la ley, mejor dicho, haciéndome el perdidizo en la selva intrincada de nuestras leyes. Estas, y más aún la curia, con sus tramitaciones y diligencias inacabables y el embrollo que de ellas resulta, me favorecerían, bien para no pagar, bien para hacer un arreglo que redujese el desembolso a una mínima cantidad. Esto se hace siempre. Alegando mil razones jurídicas y veinte mil argumentos de sofistería forense, conseguiríamos no pagar o pagar muy poco. De seguro que Joaquín llevaría la peor parte en una contienda ante los tribunales, y no sabría salir, como yo, del bosque espesísimo de nuestro enjuiciamiento civil. Pero yo, en conciencia, no puedo ni debo aminorar mis obligaciones pleiteando. Prefiero pagar íntegramente a pagar un poco al acreedor y un mucho a la curia. Dejo a un lado el amo   —249→   propio, reconozco el crédito, y lo que no es mío no debe estar en mi poder.

AUGUSTA.-  Volvemos a lo mismo, a que caes en las redes del monstruo ese, y le regalas...  (con irritación)  porque esto es regalar, Tomás, esto es proteger a los caballeros de industria.

OROZCO.-  No, vida mía, porque yo no pagaré al caballero de industria sino poco más, muy poco más de lo que él ha dado a Benjamín Proctor.

AUGUSTA.-  Entonces no pagas íntegramente.

OROZCO.-  Sí, pagaré íntegramente; pero no a Joaquín.

AUGUSTA.-   (confusa.)  No te entiendo. ¿Pues no dices que es el único poseedor legítimo?

OROZCO.-  Sí, hija mía. Pero aquí entra lo relativo; aquí cesa de funcionar la letra de la ley moral, y entra en funciones el espíritu, ¿No hemos convenido en que Joaquín es un monstruo? Entre las muchas responsabilidades que tiene ante Dios y los hombres, la más notoria es la perversa educación que a sus hijos dio, el abandono en que los ha tenido, faltos de medios de subsistencia. Esta penuria ha motivado   —250→   lentamente en Federico ciertos hábitos de mal género, el desorden y angustias humillantes de su vida; en Clotilde, su indecorosa manera de buscar marido. El enmendar la obra de Joaquín Viera ¿no es por ventura un acto de alta justicia, de esa justicia que antes llamó relativa, y que viene a resultar absoluta, de lo más absoluto que podemos concebir?  (AUGUSTA no dice nada. Su estupefacción la hace enmudecer.)  ¿Comprendes ahora mi pensamiento, tonta? Yo propondré al monstruo pagarle el veinticinco por ciento de su crédito, y tengo la seguridad de que acepta. Gana un diez por ciento, si es que llegó a dar el quince, que yo lo dudo. La aspereza con que le recibí le habrá quitado toda esperanza de mejor arreglo, y no se lanza él a los azares de un pleito obscuro y de éxito dudoso. Como hombre muy necesitado, que vive siempre al día, es de los que prefieren pájaro en mano a ciento volando. Le conozco bien, y estoy segurísimo de que aceptará. Pues bien, con el resto, hasta el total del importe de la obligación, constituiré un fondo que asegure a Federico y a Clotilde una renta decorosa, poniéndolo a su nombre en títulos intransferibles. Federico podrá vivir de este modo en modesta holgura, y si es hombre capaz de apreciar los beneficios de la vida ordenada, no dudo que su nueva situación bastará a corregirle de ciertos resabios. He pensado también que la distribución   —251→   no debe, en justicia, hacerse por partes iguales, porque Federico tiene deudas y Clotilde no. Además, el que será marido de esta dispone de otros medios de vivir, que a su cuñado le faltan, por lo cual juzgo equitativo asignar a Federico dos partes y una a Clotilde. Detalle es este discutible, y que podrá modificarse con los reparos que pongas a mi plan, del cual has dicho tantas perrerías antes de conocerlo.

AUGUSTA.-   (en un rapto de entusiasmo.)  Tomás, hay que rendirse a tu bondad y a tu entendimiento, que ya me parecen sobrenaturales... ¡Qué hombre! ¡Qué gloria para mí tenerte...!  (Le abraza con efusión.)  Debo adorarte de rodillas... ¡Qué grande eres!

OROZCO.-  ¿Apruebas mi plan?

AUGUSTA.-  ¿Cómo no?  (Llora.)  ¿Ves? Se me saltan las lágrimas de alegría... de admiración...  (Para sí, conteniéndose.)  ¡Dios mío... me estoy vendiendo... qué indiscreta soy!  (Alto.)  Pero no... Si tu increíble generosidad me entusiasma, como rasgo de exaltada simpatía humana, con la fría razón, como esposa tuya, debo decir que me parece un acto de... de hermosa locura... un disparate que raya en lo sublime.  (Confundida.)  En fin; todo lo que quieras. Nunca me opondré a tu voluntad   —252→   en cosas de esta naturaleza. Cuanto imagines será acertado y merecerá mi aprobación.

OROZCO.-  Ahora sólo falta que el tontín de Federico, con su carácter susceptible y vidrioso, nos suscite dificultades. Todo podría ser. Hay que salirle al encuentro. Háblale tú. Preséntale la cuestión con tacto y diplomacia.

AUGUSTA.-  ¿Yo...?  (Cortada.) 

OROZCO.-  Y te encargo expresamente que procures alejar de su ánimo toda idea de gratitud.

AUGUSTA.-  ¡Por María Santísima, Tomás! ¿Cómo pretendes que no agradezca...? ¿Quieres que sea tan monstruo como su padre?

OROZCO.-  No es eso. Que agradezca en su fuero interno todo cuanto le plazca; pero que no lo manifieste a nadie, y menos a mí. Me gustaría que no viese en esto una generosidad mía, sino un caso legal. Persuádase de que el donativo le viene de su padre, no por voluntad de este, sino por una combinación que los favorecidos no deben examinar ni discutir... En fin, que no puedo descender a estos pormenores. Fácilmente, concibo una idea, y la convierto en hecho   —253→   con poderosa voluntad; pero en la aplicación flaqueo... lo reconozco.  (Con inquietud.)  Encárgate tú de estas menudencias de la realidad. Hazle ver que esto no es donación, que es más bien una triquiñuela encaminada a fines de justicia...  (Nota que AUGUSTA, profundamente pensativa, no presta atención a sus palabras.)  ¿Te enteras de lo que digo? ¿En qué estás pensando?

AUGUSTA.-   (turbada.)  Nada... pensaba... Si... te escucho... Justo, una triquiñuela... Perfectamente. Estamos conformes.

OROZCO.-  Mis pretensiones van más lejos aún. Yo aspiro a que Federico y Clotilde se reconcilien, a que vivan juntos los dos, es decir los tres, y que Santanita y Federico se miren como lo que deben ser, como hermanos.

AUGUSTA.-  Paréceme mucho pretender, Tomás.

OROZCO.-  Te advierto que Santana es una gran capacidad para la administración. Yo que Federico, me entregaría a él en cuerpo y alma para el gobierno de mi casa y de mis intereses. Conviene indicarle esto para que se vaya acostumbrando a la idea de las paces con sus hermanos.

  —254→  

AUGUSTA.-   (dando un gran suspiro.)  ¡Ay, nobles ideas; pero qué inmateriales, querido! Son como formas vaporosas que parecen figuras. Intentamos cogerlas, y se nos desvanecen entre los dedos.

OROZCO.-  Sutil estás.

AUGUSTA.-  ¿Quién no lo estará oyéndote? Inspiración contagiosa. Tu pensamiento brilla demasiado para que en mí no se refleje algo de su luz. Mi desgracia es que no puedo seguirte a esas esferas del bien supremo. Veo la realidad mejor y más de cerca que tú, porque soy peor que tú, claro está, y porque vivo más próxima al suelo. Tu proyecto de reconciliar a Federico con Santanita, y de que vivan juntos y confundan sus intereses, me parece un delirio.

OROZCO.-  Soluciones que en principio nos parecen irrealizables, en la práctica y por suave gradación llegan a ser posibles y aun fáciles. Sé que Federico, al pronto, se sublevará; pero hay que empezar por manifestarle este proyecto y sugerirle la reconciliación. Abordemos la delicada empresa...  (Con una idea repentina.)  Convendría enterarle por escrito...

AUGUSTA.-   (vivamente.)  ¡Ah!, sí, yo le escribiré... Es mejor; así se   —255→   expresan las ideas con claridad y se dice lo que conviene. Déjalo de mi cuenta.  (Turbada y desanimándose.)  Pero no... no sé... ¡Ah! Tomás, yo dudo mucho que ese hombre...

OROZCO.-  La rutina se rebela contra el bien, harto lo sé, como el niño que se resiste a tomar las medicinas. Pero es nuestro deber mandarle que las tome. Se me figura que dando a todos los medios de vivir bien y de ser felices, es imposible que ellos se obstinen en amarrarse a la desgracia. El bienestar lleva en sí mismo una fuerza persuasiva incontrastable. Yo tengo fe, y nadie me quita este placer íntimo, este regocijo de conciencia, por haber intentado corregir, con medios prácticos, una grave anomalía social. Créelo, hija mía, el único goce efectivo es este. Lo demás es miseria, pequeñez, satisfacción de antojos pueriles...  (Se sienta junto a la chimenea, y contemplando el fuego, cae en profunda meditación.) 

AUGUSTA.-   (para sí, observándole con fijeza y temor.)  Inquietud vivísima llena mi alma. No sé qué siento; no sé qué temo. ¿Esto que veo es grandeza de alma en su grado mayor, o ebullición intelectual producida por un desquiciamiento del cerebro? ¿Serás tú la perfección humana, y no podré yo comprenderte por ser, como soy, tan imperfecta?  (Con exaltación.)  Impulsos   —256→   siento de adorarte, como adoramos a los seres sobrenaturales; y de rodillas ante ti, como si estuvieras en un altar, te diría que nada hay entre tú y yo que nos una, nada que humanamente nos ligue, nada más que el lazo del culto que te debo y que te tributaré. Soy poco para ti en el orden espiritual, porque soy simplemente una mujer. Eres mucho para mí porque has dejado de ser un hombre.

 

Pone la mano sobre la cabeza de OROZCO, el cual, profundamente abstraído, parece no darse cuenta de la proximidad de su esposa.

 



  —257→  

ArribaAbajoJornada IV


Escena I

 

Vestíbulo del teatro Real.

 

MALIBRÁN.-   (paseándose de largo a largo, abstraído. Saluda a algunas de las personas que entran, dirigiéndose a la puerta central de butacas o a la escalera de palcos.)  ¡Cuánto tarda! Si no vendrá...  (Mira su reloj.)  No son más que las nueve y media. Rabio por darle a entender con un par de reticencias buenas, pero buenas, de las que yo echo... cuando me pisan... que le he descubierto la madriguera. ¡Caramba! ¡No me ha costado pocos plantones, ni han sido breves los ratos de espionaje! Y yo me pregunto: ¿qué sentimiento me impulsa a obrar así? ¿Será el despecho? ¿Y qué quiere decir despecho? No; muéveme la suprema ley de amor propio, reguladora de todo el vivir humano... Esa tonta me desairó; no supo apreciarme en lo que valgo, y debo hacerle comprender que no se juega impunemente con una persona como esta que aquí se pasea. Lo mejor es que, sin habérmelo propuesto, realizo un acto de justicia, y heme aquí persiguiendo el crimen, desenmascarándolo, y poniéndoselo delante   —258→   a quien debe y puede castigarlo. Porque yo no pararé hasta no abrir los ojos a ese Orozco bendito, que para todo tiene vista de lince y sólo para las desviaciones de su mujer padece de cataratas. ¡Yo se las batiré, como hay Dios!...  (Frunciendo el ceño.)  ¿Pero qué vocecilla impertinente se permite susurrar dentro de mí que esta es una empresa de perfidia y traición? ¡Bah! Resabios de la moral infantil, de todo ese estúpido fárrago de instrucción primaria, que le meten a uno en el cuerpo antes de poder distinguir racionalmente el mal del bien. No; seamos justos con nosotros mismos: en lo que traigo entre manos, veamos un propósito de reparación y de alta moralidad... ¡Cuidado si es torpe la conducta de esa mujer! Si al menos faltase conmigo a sus deberes, conmigo, que descuello sobre el vulgo por la superioridad y la extensión de mis talentos, por mi figura...  (Parándose brevemente ante un espejo, al dar la vuelta.)  Sobre esto no cabe duda. Yo sostengo que una de las cosas más relativas que hay en el mundo es la moral del amor y del matrimonio. Las faltas de más grave apariencia dejan de serlo, o se atenúan, cuando ponen de manifiesto el buen gusto de la culpable. ¡Pero caerse del lado de ese vulgar y trapacero, de ese zángano de ese ignorantón de Federico...! ¡Qué ignominia! El grado de responsabilidad de la mujer que se desvía, depende de la buena o mala mano   —259→   que tenga para elegir. ¡Gallarda interpretación de la ley, que sólo podemos hacer los que gastamos filosofías muy finas y muy hondas! Me atrevería yo a desarrollar esta tesis y a convencer a la humanidad del alto sentido que encierra...  (Parándose otra vez ante el espejo.)  Para eso se necesita talento, y tú le tienes...  (Sigue paseando.)  ¡Qué guapo soy! Y sobre ser tan guapo, llevo estampada en esta cara la sutileza y finura de mi crítica moral y social. Y a modales, ¿quién me gana? ¡Caracoles, qué modales y qué distinción! Yo mismo, con estas rutinas cursis de la modestia, no me doy cuenta de mis atractivos personales sino por los efectos que causo en el mujerío. ¡Ay! Esta tontuela de Augusta me pagará su necedad... La he cogido, ¡pero qué bien!, en su propia trampa. ¡Y cuidado si tomaron precauciones los muy zorros! ¡Escondrijitos a mí! No, conmigo no os valdría el ocultaros en el centro de la tierra... ¡Vaya que tiene suerte ese botarate de Federico! A lo que él va, ya lo sé yo: a buscar quien le pague las trampas. Ya estoy viendo las partidas que la señora le carga en cuenta a su marido por el capítulo de alfileres... No están malos alfileres, bribona, los que tú gastas... ¡Qué obcecación de mujer!... ¡Simpleza mayor que no quererme a mí! Lo que yo digo: es estúpida, de lo más estúpido, de lo más negado que Dios ha echado al mundo. Sólo tiene aquel barnicillo 9 de cultura, graciosa y chispeante...   —260→   ¿Pero qué puede esperarse de una mujer que dice que le gusta el barroquismo, de una mujer que aborrece el arte ojival, que detesta a los místicos y a los dramaturgos, y pone en solfa a Rafael y a Racine...?



Escena II

 

El mismo; CISNEROS, VILLALONGA.

 

CISNEROS.-   (por MALIBRÁN.)  Aquí le tiene usted. Con esa carita de santi boniti barati, es el más desorejado galopín que anda por estas tierras.

VILLALONGA.-  Y el corruptor de las personas graves y sesudas como yo. Este fue el que me arrastró a la juerga de anoche, de que le hablaba a usted hace un momento.

MALIBRÁN.-  No, D. Carlos, él fue mi Mefistófeles. Yo estoy en mi oficina tan tranquilo, y se aparece allí este genio del mal, y me saca por los cabellos para llevarme a lugares nefandos. No hay defensa contra él, y esas canas que gasta le sirven para engañar más fácilmente a los jóvenes inexpertos como yo.

CISNEROS.-  Buen par de tomos están los dos, el uno con sus honradas canas y el otro con sus cuernecitos   —261→   o sortijillas sobre la frente...  (Observando el pelo de MALIBRÁN.)  Y a mí no me la da usted, Cornelio; usted se tiñe el pelo y la barba.

MALIBRÁN.-   (bromeando.)  Ya lo creo. Con la tinta del tintero. Vaya, no sea usted envidioso, Carlitos, y resígnese a su vejez caduca, Villalonga y yo somos pollos tiernos todavía, aunque usted no quiera.

CISNEROS.-  Sí, ya sé que anoche os habéis puesto como pellejos en casa de La Peri.

MALIBRÁN.-  ¿Quién se lo ha contado a usted?

CISNEROS.-  Este felpudo. Por supuesto, no me digáis a mí que os divertís los muchachos o viejos verdes de esta generación. Ya no hay alegría, ya no existe el dulce humor, ni el delirio de bacanal de otros tiempos. Desde que ha cundido esto que llaman ilustración, los muchachos, ya sean jóvenes absolutos, ya jóvenes relativos como vosotros, no saben divertirse. Se ha perdido la norma del escándalo gracioso y de los desatinos con donaire...

VILLALONGA.-  ¡Vamos, que si hubiera usted venido con nosotros anoche...!

  —262→  

CISNEROS.-  ¿Yo? Me divertí en mi tiempo más de lo que quise, y con una intensidad de alegría de que no podéis tener idea. Porque ya no hay buen humor; es más, yo sostengo que ya no hay mujeres.

VILLALONGA.-   (con malicia.)  Pues mire usted, este nos refirió anoche cosas, que prueban que las hay.

CISNEROS.-  Hola, hola...

MALIBRÁN.-  No fue nada, D. Carlos; bromas de este bigardón.

VILLALONGA.-  Bien sabe usted que es un gran investigador de Bellas Artes, punto fuerte en pintura antigua. Pues ahora se ha dedicado a descubrir cuadros vivos.

CISNEROS.-  ¡Ah, pillo!

VILLALONGA.-  Y tiene un ojo de perito, que vale cualquier cosa. Aquí donde usted le ve, con su diplomacia y su... equilibrio europeo, tiene la intención de un Veragua; y como le dé por los descubrimientos, crea usted que hemos de ver cosas muy buenas.

CISNEROS.-   (con buena sombra.)  Hablad con claridad, hijos míos, que el lenguaje   —263→   enigmático ya sabéis que no se ha hecho para mí. Me gusta expresar las ideas directamente, y detesto los rodeos y parábolas. ¿De qué nefando contubernio se trata? Decídmelo; ya sabéis que lo admitiré, porque en su propia naturaleza lleva el hecho la verosimilitud. Y si me apuráis, no sólo lo admito, sino que lo disculpo, porque de menos nos hizo Dios. Somos frágil barro.

VILLALONGA.-  ¡Y tan frágil...! Que le cuente a usted Cornelio...

MALIBRÁN.-   (con socarronería.)  Nada, D. Carlos, es que descubrí un cuadro de los muchos que hay ocultos y perdidos. Y no es de autor anónimo, ¡caracoles!... asunto erótico... Las figuras no las conoce usted...

CISNEROS.-  Como si las conociera. ¿Y qué? Sois los mayores mentecatos que me he echado a la cara. ¿Creéis que yo me asusto de vuestros descubrimientos? ¿Qué podría resultar?, ¿que fueran personas conocidas, amigas mías o de mi familia?

MALIBRÁN.-   (vivamente.)  No, no lo son.

CISNEROS.-  Pues entonces...  (Restregándose las manos.)  Contar, contar. Vengan ratas.

  —264→  

VILLALONGA.-  Muy sencillo, este dio en buscarle las vueltas a la mujer de un amigo nuestro, que tiene fama de virtud arisca, la mujer, se entiende.

CISNEROS.-  ¿Mujer de un amigo nuestro...?

MALIBRÁN.-  ¡Si aunque se vuelva loco no lo ha de acertar usted...!

 

Entran de la calle OROZCO y AUGUSTA.

 


Escena III

 

Los mismos; OROZCO, AUGUSTA.

 

CISNEROS.-  ¡Qué horas de venir!

AUGUSTA.-  ¿En qué acto están?

MALIBRÁN.-  Han empezado el segundo.

OROZCO.-  Hemos comido tarde... Día para mí de ocupaciones fastidiosas... No me dejan vivir. Son como las moscas, que si uno se las sacude, se irritan y vuelven con más coraje.

CISNEROS.-  No se puede ser modelo de nada en estos tiempos. Como den en llamarle a uno modelo   —265→   de cualquier cosa, aunque sea de ciudadanos, ya se puede encomendar a Dios. ¡Ah!, y a propósito. Yo decía: «le tengo que contar una cosa a Tomás» y no acertaba con lo que era. Ya me acuerdo. ¿Sabes que estuvo Joaquín Viera a despedirse de mí?

OROZCO.-  ¿Sí? Pues por casa no ha parecido.

 

AUGUSTA toma el brazo de MALIBRÁN para subir al palco. A su lado, VILLALONGA. Detrás, a bastante distancia, suben CISNEROS y OROZCO.

 

CISNEROS.-  Está furioso contra ti. Dice que le recibiste como a un perro.

OROZCO.-  Como se merecía.  (Con satisfacción.)  Y hablará perrerías de nosotros.

CISNEROS.-  Lo que no puedes figurarte. Que eres un ingrato, un egoísta sin entrañas, y no sabes comprender la abnegación con que mira por tus intereses.

OROZCO.-  No creo que exista tunante más gracioso.

CISNEROS.-  Dice que por no chocar, y por darte una prueba más de benevolencia, acepta la proposición denigrante que le hiciste.

  —266→  

OROZCO.-  Denigrante... eso es. Así la llama en la esquela que me escribió cerrando el trato. ¿Pues qué quería? He sido con él generoso hasta la esplendidez.

CISNEROS.-  Habías de oírle. ¡Qué lengua! Ya sabes que yo no me espanto de nada. Pues tuve que suplicarle mudara de conversación. En fin, que se marcha mañana.

OROZCO.-  Ya lleva cuerda para algún tiempo. No tiene motivos de queja, pues por una obligación prescripta le he dado casi el doble de lo que pagó por ella... ¿Y habló con usted algo de su hija Clotilde? Porque tengo curiosidad de saber...

CISNEROS.-  ¡Ah!, sí... Pues contentísimo. Es hombre de una llaneza patriarcal. Ni asomos de los escrúpulos de su hijo. Por él, si la niña quiere casarse con el verdugo, que se case. En medio de su extravagancia, tiene rasgos de ingenio donosísimos. Asegura que en la determinación de Clotilde influye el instinto de renovación de la raza española, repugnando los entronques aristocráticos y similares, y prefiriendo el cruce con las razas inferiores, que son las más sanas.

  —267→  

OROZCO.-  Tiene chiste.

CISNEROS.-  Vamos, que me reí un rato con él; y al fin volvió a vomitar denuestos contra ti, llamándote jesuitón, cuákero, chupador de la sangre del pobre, rico avariento, y qué sé yo qué.

OROZCO.-  Bien, bien, bien.

 

AUGUSTA y MALIBRÁN entran en el palco. VILLALONGA, OROZCO y CISNEROS se detienen en el pasillo, donde aparece el CONDE DE MONTE CÁRMENES.

 


Escena IV

 

OROZCO, CISNEROS, VILLALONGA, MONTE CÁRMENES.

 

MONTE CÁRMENES.-  Aquí estoy esperando a que se acabe el dúo. No puedo resistir al tenor, con ese braceo como si estuviera cogiendo moscas, y esa voz que parece la de un gato cuando le pisan la cola.

VILLALONGA.-  ¿Y cómo no dice usted bien, perfectamente bien?

MONTE CÁRMENES.-  Yo no juzgo al tenor, y si lo he juzgado, me desdigo. No me gustan juicios temerarios. Sólo que no me divierto oyéndole, y mientras él se   —268→   gana el pan pegando gritos, yo salgo a fumar un cigarro.

OROZCO.-  ¿Y Pepita?

MONTE CÁRMENES.-  Más animada. En nuestro palco está. Pase usted a verla y se lo agradeceré, que allí tenemos a nuestro pobre Cícero dándole matraca. Entre él y ese tenor de la clase de grillos, me hacen la vida infeliz las noches de ópera.

CISNEROS.-  Dígame, Conde, ¿fue usted también de los que anoche se subieron a la parra en casa de La Peri?

MONTE CÁRMENES.-  ¡Yo! D. Carlos, no me confunda con usted mismo. Yo no voy a esos sitios execrables y pecaminosos.

OROZCO.-  Si anduvo usted en malos pasos, ¿por qué negarlo ahora? Nosotros no se lo hemos de decir a Pepita.

CISNEROS.-  ¡Oh!, yo sí, yo se lo diría, si este pillín no me asegurara bajo su palabra que no estuvo.

VILLALONGA.-  No, el Conde no va sino cuando no hay nadie... como usted.

  —269→  

MONTE CÁRMENES.-   (mascando el cigarro.)  ¿Yo?... ¡Buenos estamos D. Carlos y yo para fiestas! Nos hemos cortado la coleta.

CISNEROS.-  Es mucho decir. Que uno sea honesto y cumpla la ley de Dios, no significa que se corte nada.

OROZCO.-  ¿Entramos o no?

MONTE CÁRMENES.-  Me parece que ha concluido el dúo.  (Tira el cigarro.)  Voy al palco de mi primo.  (Se aleja, y retrocede llamando a OROZCO.)  ¡Ah! Tomás, se me olvidaba. Usted ¿cuándo piensa ir a las Charcas?

OROZCO.-  El sábado por la noche. Vienen dos días de fiesta, domingo y lunes, la Candelaria. ¿Se anima usted?

MONTE CÁRMENES.-  Es posible.  (Se dirige hacia el extremo del pasillo curvo. OROZCO, CISNEROS y VILLALONGA entran en el palco de MONTE CÁRMENES.) 



Escena V

 

Interior del palco de OROZCO.

 
 

AUGUSTA en el antepecho, MALIBRÁN detrás. En el antepalco, la SEÑORA DE TRUJILLO leyendo La Correspondencia.

 

AUGUSTA.-  Ya, ya sé... me lo ha dicho Aguado, que es,   —270→   como usted sabe, el denunciador de todas las inmoralidades. Es usted un libertino, un escandalizador, está usted dando malos ejemplos.

MALIBRÁN.-  Efectos de la murria y la desesperación. Deseo aturdirme. Quiérame usted, y seré un modelo de templanza y virtud.

AUGUSTA.-  ¿Que le quiera yo?  (Con displicencia.)  No sea usted mamarracho.

MALIBRÁN.-  Pues acabaré por perderme... De seguro me pierdo.

AUGUSTA.-  ¿No está todavía bastante perdido?

MALIBRÁN.-  Por usted... Pensaba contarle mis aventuras, para que se vaya persuadiendo de que corro al abismo, y se compadezca y me salve.

AUGUSTA.-  ¡Que le salve yo!...

MALIBRÁN.-  Pero no quiero escandalizar a mi virtuosa amiga, refiriéndole mis maldades...  (Para sí.)  ¡Caray, que no acierto a deslizar entre las flores la flecha envenenada! Veremos si por este otro lado... ¡Ah!, sí.  (Alto.)  Nosotros los perdidos sabemos respetar la susceptibilidad de las almas   —271→   puras, a cuyo oído no debe llegar jamás una frase maliciosa.  (Para sí.)  Allá va la punta, salga como saliere.  (Alto.)  Es usted una criatura angelical, encanto, y desesperación de los hombres imperfectos y frágiles que tenemos la desgracia de adorarla.

AUGUSTA.-  ¡Ave María Purísima, hasta cursi se está volviendo este hombre!

MALIBRÁN.-  Pertenece usted a la escuela de su marido, que, fingiéndose insensible a las desdichas humanas, realiza en secreto las obras de caridad más admirables.

AUGUSTA.-   (con cierto temor.)  ¿Qué...?

MALIBRÁN.-   (aguzando su ingenio.)  Nada, amiga mía; que no le valen a usted sus disimulos ni sus artimañas de modestia para asegurarse la indiferencia pública. La admiración, como la envidia, engendra la curiosidad, y la curiosidad acecha la virtud para descubrirla y sacarla de las tinieblas. Hay espionajes que los mismos ángeles no desdeñarían, porque tienden a indagar los pasos más silenciosos de la virtud, para denunciarlos al agradecimiento de la humanidad; y este espionaje santo la sigue a usted hasta descubrir las guaridas   —272→   apartadas y excéntricas, a donde va secretamente en busca de miserias que aliviar y lástimas que socorrer, cumpliendo la obra misericordiosa de consolar al triste.

AUGUSTA.-   (para sí, turbada, mirando con los gemelos a la escena.)  Maldito seas tú y toda tu casta.

MALIBRÁN.-   (para sí.)  Sacúdete la banderilla, tontaina...  (Alto.)  ¿Qué dice usted?

AUGUSTA.-  No he dicho nada. Pensaba que está el diplomático esta noche más tonto que de costumbre, o como dicen en la ópera, che dall'usato, piu noioso voi siete; pero no me determiné a decírselo.

MALIBRÁN.-  Sí, estoy yo muy tonto...  (Para sí.)  Vamos, que si me apuras te suelto el nombre de la calle, el numerito y hasta el piso...  (Alto.)  Admirable cosa es la modestia, y adorno lindísimo de la verdadera virtud. Pero no le vale, no le vale... no puede usted evitar nuestros homenajes.

AUGUSTA.-   (que mira a los palcos para disimular su ira, y crispa los dedos, oprimiendo los gemelos. Para sí.)  Ya te daría yo a ti homenajes, y te estrellaría en la cara los gemelos.

  —273→  

MALIBRÁN.-  Es natural que mi ilustre amiga se enoje conmigo porque le descubro las perfecciones.

AUGUSTA.-  ¿Enojarme yo? ¿Piensa usted que escucho sus bobadas?  (Sonriendo sin espontaneidad, y queriendo dar a su despecho un acento de broma.)  ¡Antipático!

 

Se adelanta la SEÑORA DE TRUJILLO.

 

MALIBRÁN.-  Se habrá enterado usted de que el papel Cuadradista está muy en baja.

TERESA.-  Y tan en baja... que ya no lo quiere nadie ni regalado. ¿Ha leído usted la declaración del cura de San Lorenzo, según el cual, Cuadrado confesaba una semana sí y otra no?

AUGUSTA.-   (con hastío.)  ¡Ay, Teresa!, ya el crimen apesta.

TERESA.-  Pues para mí no perderá su interés hasta que no vaya al palo esa tarasca... Pero dejémoslo ahora. ¿Sabes que el tenor este parece el sereno de mi calle? Tenemos un empresario que también debería ir al palo. ¡Qué adefesios nos trae! ¡Quién oyó esta ópera por la Lagrange, Fraschini y aquel Varessi...!  (A MALIBRÁN.)  ¿Alcanzó usted a Varessi?

  —274→  

MALIBRÁN.-  Le oí en Italia. ¡Qué pedazo de barítono!

TERESA.-   (llamando la atención de AUGUSTA.)  Dime, ¿qué promontorio es aquel que se trae en la cabeza la de Barragán?

AUGUSTA.-   (sin dejar de mirar con los gemelos.)  Estoy estudiándolo y no puedo entenderlo. Es un tocado Directorio, de una exageración... ¡Qué mamarracho!

MALIBRÁN.-  No quieren comprender que estos prendidos Directorio y Primer Imperio, hoy tan en boga, exigen un corte de busto muy airoso, y las que no tienen arte para saber adaptarse las modas, se ponen hechas unos esperpentos.

AUGUSTA.-  Cierto. Y algunas, con tanto plumacho, vienen hechas unos milicianos nacionales.  (Dando los gemelos a LA DE TRUJILLO.)  Teresa, por Dios, mire usted el escote que se ha traído la de Tellería. ¡Qué escandalosa!

TERESA.-   (mirando.)  ¡En el nombre del Padre...! No le falta más que la manzana en la mano.  (Suenan grandes aplausos.)  ¡Pero qué tontos!... ¿cómo aplauden estas borricadas?

MALIBRÁN.-  La claque está insoportable.

  —275→  

TERESA.-  Pero si son los de butacas los que alborotan.

AUGUSTA.-  Es que la alabarda de abajo es la peor.

 

Entra MONTE CÁRMENES, que saluda a las dos señoras. Trábase conversación entre TERESA TRUJILLO y los caballeros.

 

AUGUSTA.-   (para sí, dirigiendo los gemelos a una parte y otra.)  Miro y remiro, y no le veo arriba ni abajo. ¡Qué inquieta estoy! En el palco de los gorriones no está... ni tampoco en el de San Bernardino... ni en butacas. ¡Si no vendrá, después de habérmelo prometido tan formalmente! Quiero ponerle en guardia contra el espionaje de este arrastrado Malibrán, que parece nos sigue los pasos, y que si no nos ha visto aún... digo, yo creo que no nos ha visto... nos verá el mejor día.  (Alto, tomando parte en la conversación general.)  ¡Enteramente un fiasco; y cuidado si anunciaban a este tenor como estrella del arte!  (Para sí.)  ¿Será aquel?  (Mirando.)  No, no es. No creo que deje de venir. ¡Ay!, no vivo hasta no saber lo que piensa de la proposición de Tomás. ¿Cómo tomará la idea de reconciliarse con Clotilde? Hice bien en decírselo por escrito, meditando muy bien la forma, y pensando bien los conceptos. La carta era un modelo de sagacidad diplomática. ¿Aceptará? Dios quiera que   —276→   no se alborote... ¡Ah!, allí está... en el palco de San Bernardino. Me ha visto.  (Mirando a otro lado.)  Ahora no vendrá. Veremos si en el tercer entreacto... Nunca como esta noche he deseado verle y hablarle. ¿Saldrá por el registro de la dignidad? Mucho me lo temo... ¡Ay, gracias a Dios que empieza el acto!  (Entra AGUADO y la saluda. Se entabla animada conversación sobre puntos diferentes. Al llegar al entreacto tercero, sólo están en el palco AGUADO y el MARQUÉS DE CÍCERO, que hablan con TERESA TRUJILLO. AUGUSTA pasa al antepalco.) 



Escena VI

 

AUGUSTA, en el antepalco, FEDERICO.

 

AUGUSTA.-  Nunca, como esta noche, he deseado verte...

FEDERICO.-  Ni nunca nos hemos visto en sitio menos a propósito para hablar de cosas graves.  (Atisbando por un lado de la cortina.)  ¿Quién está ahí?

AUGUSTA.-  Cícero, que duerme, y Aguado que habla con Teresa de la moralidad. Siéntate...

FEDERICO.-  ¿Nos darán tiempo para decir cuatro palabras?

AUGUSTA.-  Sí, sí... y también ocho.  (Impaciente.)  Di,   —277→   ¿qué te pareció mi carta? ¿Qué efecto te ha hecho?

FEDERICO.-  Ya puedes suponerlo.

AUGUSTA.-   (con ansiedad.)  ¿Qué dices respecto al punto principal? ¿Aceptas? ¿Qué? ¿No te parece bien?... Por Dios, no me lo digas; no me des el disgustazo de...  (FEDERICO, en pie, fijos los ojos en el suelo, deniega suavemente con la cabeza.)  ¡Qué ideas tan estrambóticas! ¿Pero qué mal hay en esto? Dímelo.

FEDERICO.-  Pero ven aca, ¿cómo ha podido ocurrírsete el absurdo de que yo lo acepte... mediando...?

AUGUSTA.-  ¡Qué aflicción me causas...! ¡Qué ingrato eres!

FEDERICO.-  Por Dios, no llames a esto ingratitud...  (Preocupadísimo.)  Yo te explicaré... ¿Has reflexionado tú en la gravedad de lo que me pides? Respecto al otro punto que tratas en tu carta, o sea mi reconciliación con Clotilde, te contesto que accedo a hacerle una visita.

AUGUSTA.-  ¿De veras?  (Con alegría.)  ¿Me lo prometes?

FEDERICO.-  Prometido. Mañana mismo iré a casa de la   —278→   señora de Calvo. Haremos paces con Clotilde; pero con él, con ese pelagatos no transigiré nunca.

AUGUSTA.-  Todo es empezar...

FEDERICO.-  Con ella sí. Ya ves cómo te complazco cuando me pides cosas razonables.

AUGUSTA.-  Bueno... Eh, cuidadito; que vayas...  (Para sí.)  Lo que importa es restablecer en él los vínculos de familia, única manera de domesticarle. Lo demás vendrá por sus pasos contados.  (Alto.)  Quedamos en que visitarás a tu hermanita. ¿Qué sabes tú lo que harás después? El tiempo y la derivación natural de los hechos te marcarán la conducta. Y no hablemos más ahora de asuntos tan difíciles de tratar no estando solos.  (Observa, levantando un poco la cortina, a los que están en el palco.)  Otra cosa tengo que decirte, aprovechando este corto ratito. Malibrán nos sigue los pasos. Parece mentira que haya seres tan viles, que se dediquen al espionaje por el infame placer de ver que no son buenos los que lo parecen.

FEDERICO.-  ¿Te ha dicho algo?

AUGUSTA.-  Indicaciones breves; pero bastante intencionadas   —279→   y maliciosas. Cree, hijo mío, que nos ha descubierto.

FEDERICO.-  Lo dudo mucho... Tendrá sospechas.

AUGUSTA.-  ¡Ay!, no; me parece que son más que sospechas.

FEDERICO.-  En ese caso...  (Alarmados ambos, miran con recelo al palco, y atienden a las voces que se sienten en el pasillo.) 

AUGUSTA.-  Calla... No podemos hablar aquí. ¡Qué angustia, teniendo tanto que decir! Espérame allá...

FEDERICO.-  ¿Cuándo?

AUGUSTA.-  El sábado... pasado mañana. Te pondré dos letras el mismo día, temprano. Si es el sábado, estaré hasta más tarde y cenaremos juntos.

FEDERICO.-  ¿No puedes decidirlo desde ahora?

AUGUSTA.-   (bajando más la voz.)  No... Depende de que él vaya a las Charcas. Te escribiré... Ahora, chitón. Entra a saludar a Teresa.  (Pasa FEDERICO al palco. Agitado sale, a punto que entran OROZCO y VILLALONGA.) 


  —280→  

Escena VII

 

Gabinete en casa de LA PERI. Es de día.

 
 

FEDERICO, LEONOR.

 

FEDERICO.-  Buenos días, Leonorilla.

LEONOR.-  Bonyú, mon ti cherí... ¿Qué te creías tú, que yo no sé francés? El marqués me lo está enseñando. Ya sé porción de frases, y con ellas y con decir a todo pagardón, pagardón, podré entenderme con el franchute que sepa más.

FEDERICO.-   (sin prestarle atención.)  Bien.

LEONOR.-  Pero qué ¿tienes mal humor?

FEDERICO.-  De mil diablos.

LEONOR.-  Ya... La condenada sota, ¿verdad? ¡Cuando te digo yo que no te fíes de esa...! Es más mala que el cólera.

FEDERICO.-  Pues no, no se ha portado mal.  (Saca un puñado de billetes.)  Mira.

LEONOR.-   (cruzando las manos y dando un grito de alegría.)  ¡Billetes! ¡Ay qué calorcito me corre por   —281→   todo el cuerpo! Déjame que los toque. Me muero por ellos.

FEDERICO.-  Son para ti. Hace dos noches que me sopla un poco la musa. Es una racha que pasará pronto. Por eso, antes que venga la mala, quiero cumplir contigo. Toma esos ocho mil realetes, y ve reuniendo para sacar tus alhajas.

LEONOR.-   (echando la zarpa a los billetes.)  Ay, hijo de mi alma, ¡qué bueno eres! Dame acá. Me hace una falta atroz. ¿Y tú cómo estás de trampas y trópicos?

FEDERICO.-  Absolutamente desahuciado. No tengo salvación. Los compromisos son tales, y se van enredando de tal manera, que pronto daré el barquinazo gordo.

LEONOR.-  Ganarás, mico.

FEDERICO.-  Gane o pierda, no puedo salir a flote. Me ahogo sin remedio. No veo ni aun probabilidades de evitar la insolvencia y la deshonra.

LEONOR.-   (con alma.)  No te apures. Confía en Dios. Puede que te caiga alguna herencia.

FEDERICO.-  ¡Herencias a mí!

  —282→  

LEONOR.-  ¿Sabes que se me ha ocurrido un gran negocio, que podríamos emprender los dos? ¿No aciertas lo que es? Pues te lo diré: consiste en poner tres o cuatro casas de citas de muchísimo lujo, pero de un lujo... asiático, todas ellas combinadas con una timba tremenda, y de muchísimo lujo también, como esas que hay en Badén y en Montecarlo... Te explicaré la combinación... Es cosa de ganar millones.

FEDERICO.-   (displicente.)  No, no me expliques nada. No sé cómo se te ocurren tales disparates.

LEONOR.-  Pues, hijo, yo tengo que inventar algún negocio. Debo más que el Gobierno, y ese condenado pollo va a dar con mis pobrecitos huesos en un hospicio. Cuentas de sastre, cuentas de café, cuentas de la Taurina, y cuentas de la santísima carandona de su madre. Todo lo tengo que pagar yo, y ya me voy cansando, como hay Dios.

FEDERICO.-   (tirándole suavemente de una oreja.)  Eso le pasa a esta pájara por no hacer caso de mí. Bien te dije que ese pollo era una calamidad. ¿Por qué no te fiaste de mí en eso, como en todo?

LEONOR.-  Chico, porque cuando tocan a enamorarse   —283→   pierde una el sentido. Eso del amor es capítulo aparte, y los consejos y la amistad son para otras cosas. Ya sabes que me dio muy fuerte, que me cegué por él, y me puse como los mismos hornos. Pero ya me voy enfriando, y conozco que es un grandísimo lipendi... Otro más carantoñero y de más figuras no lo hay. Ahora está conmigo hecho un merengue. Como que necesita cuartos. Pues dice que soy yo otra como la Traviatta, y que él me va a redimir y a volverme honrada... ¡qué risa! Parece que ahora va a venir su padre, para quitarle de mí y llevársele, y él pretende que, cuando su papá venga a verme, haga yo el papel de tísica arrepentida, tosiendo con sentimiento, y pintándome ojeras... vamos, como la Traviatta, para que el buen señor se ablande y nos eche su santa bendición... ¡qué risa! Con estas farsas, ello es que me está dejando por puertas.  (FEDERICO vuelve a mostrarse triste y caviloso, sin prestar atención a su amiga.)  ¿Pero qué ocurre hoy? ¿Qué te pasa?

FEDERICO.-  Ya debes figurarte que no estaré para ponerme a tocar las castañuelas. Tú sabes bien lo que me sucede. Tengo una hermana que es mi desesperación, mi vergüenza; tengo un padre que me abochorna siempre que viene a Madrid.

LEONOR.-  Anoche contaron aquí que vino a cobrarle   —284→   a Orozco unas cuentas que debía. ¿Sabes?, cosas allá muy gordas, de ingleses... pero de Inglaterra; y que el otro fue más listo que él y le engañó, recogiéndole el papel por un pedazo de pan. Ese Orozco se pierde de vista, y gasta unas como caretas de hombría de bien, con las cuales emboba a la gente.

FEDERICO.-   (caviloso.)  No creas nada de eso. Es un desatino.

LEONOR.-  ¿Pero a ti qué te importa que sea Orozco el engañado o que lo sea tu padre? Allá ellos. Y en cuanto a lo de tu hermanita, yo la dejaría casarse con el Nuncio si le gustaba, digo, con el monago de la Nunciatura...  (Tirándole suavemente de la oreja.)  También tú, con tanto pesquis como tienes, necesitas que te enseñe a vivir una tonta como yo. ¡Haces y piensas cada simpleza...! El casarse, hijo mío, debe ser una cosa muy liberal; quiero decir que la mujer debe escoger a quien le entre por el ojo derecho, y nada más. Ya no estamos en los días de la Inquisición... no sé si me explico. Anoche dijeron aquí que tú eres un hombre del tiempo en que había Inquisición, y cadenas, y despotismo, y otras cosas muy malas...

FEDERICO.-   (sonriendo con tristeza.)  Tiene gracia.

  —285→  

LEONOR.-  Pero a mí no me la pegas tú. La causa de que estés ahora tan cabistivo y pensibajo, no es ni lo de tu padre ni lo de tu hermana. Es otra cosa. Si yo te calo muy bien, si yo te entiendo. Tú guardas un secreto, que no quieres confiarme, y haces mal, porque yo, que soy una pública, tengo corazón, y no me faltan entendederas para decirte esto y lo otro que te pudiera consolar. Sé lo que son penas, y en lo tocante a penas de amor, no hay quien me baraje a mí. Podía poner cátedra de esto en la Universidad, y saldría yo, con mi birrete color de rosa y mi toga de batista, a explicar a los chicos el tratado de las fatigas de amor con todos sus pelos y señales.

FEDERICO.-  ¡Qué mona! Figúrate si eres salada, que me haces reír hoy a mí.

LEONOR.-   (poniéndose en la cabeza, ladeado, el hongo de FEDERICO.)  Con que, o hay confianza o no hay confianza entre este par de peines. ¿No te cuento yo a ti hasta mis pensamientos más íntimos? ¿Por qué no has de hacer tú lo mismo con esta pájara? A ver, desembucha. Tú tienes amores, y amores muy por lo alto. Mira que si no te explicas, saco las cartas y te descubro todo el enredo.

  —286→  

FEDERICO.-  Cierto que entre nosotros debiera existir una confianza sin límites. Mi decoro no padece nada en mis tratos contigo, que no son nada buenos. ¡Excepción inexplicable! Yo tan meticuloso, fuera de aquí, en cuestiones de dignidad, en tu casa soy tu propia imagen. No lo entiendo, pero es así. Sin embargo, te soy franco, hay cosas mías, secretos si quieres, que dejo siempre de la puerta afuera, cuando entro a visitarte.

LEONOR.-   (impaciente.)  ¿Cantas o no cantas? Un hombre como tú no pone esos morros sino por una pasión fuerte. Yo sé lo que es apasionarse, irse del seguro. Lo pruebo todos los semestres.

FEDERICO.-  Seguramente, si yo fuera contigo menos reservado en eso que deseas saber, no me comprenderías. Es difícil que esto lo entienda nadie, Leonorilla. Las cosas que me andan a mí por dentro, en mi conciencia y en todo mi espíritu, son de tal calidad que sólo Dios y yo las entendemos.

LEONOR.-  Y yo también porque soy diosa. ¡Vaya!, así me lo llamó bien clarito ese poeta, ese Bardal, en los versos que me hizo la otra noche. Con que, claréate.

  —287→  

FEDERICO.-  Bueno, pues concediéndote yo que hay algo de lo que sospechas, a ver si entiendes la explicación que voy a darte, sin nombrar personas. Esos amores no me satisfacen, y más bien son para mí un motivo de pena. ¿Por qué?, dirás tú. Porque se relacionan con ciertos estados de mi espíritu, y de tal relación viene a resultar que son amores incompletos y superficiales. ¿Me explico bien? La facultad imaginativa lleva la mejor parte, y el corazón se queda vacío, porque no hay confianza, ni la puede haber entre esa mujer y yo. La confianza consiste en entregar toda nuestra existencia al conocimiento de la persona querida, y a esa persona no puedo yo revelarle ciertas fealdades y humillaciones de mi vida angustiosa. Me quiere con locura, para mayor desgracia mía, y yo no puedo corresponderle. Hay momentos en que hasta se me figura que la aborrezco, porque nuestra alma tiende a odiar a las personas ante quienes no podemos descubrirnos sin que el amor propio se lastime. Ya ves que te confío mis secretos más delicados; te lo confío todo menos el nombre.

LEONOR.-   (para sí, con malicia.)  ¡Como si yo no lo supiera, mico!  (Alto, amenazándole con la mano.)  Te voy a matar.

FEDERICO.-  Ese amor no me satisface, porque mi corazón   —288→   no se ha entregado a él, porque para completarlo me sería preciso añadirle la confianza, este compañerismo que contigo tengo, tan dulce, tan práctico. No, no te envanezcas: el sentimiento inexplicable que nos une a ti y a mí tampoco es completo. Le falta algo, la imaginación, que está allá.

LEONOR.-   (satisfecha.)  El corazón por mi cuenta, ¿verdad?

FEDERICO.-  Gran parte de él, créelo. No puedo completarme aquí ni completarme allá. La mitad de mi ser en cada lado. ¿Lo entiendes?  (LEONOR, meditabunda, hace signos afirmativos con la cabeza.)  Si estas dos mitades se pudieran juntar y fundir, ¡qué bueno sería! ¡Si yo pudiera llevarme allá la confianza con sus envilecimientos y todo...! ¡Si yo pudiera traerme aquí el recreo de la imaginación y de los sentidos...!

LEONOR.-   (reflexionando.)  De todo esto, lo que saco en consecuencia es que somos los nacidos una cosa muy rara. Hombres y mujeres somos guitarras, que no sabemos cómo se templan ni cómo no... De lo que resulta que esto de las pasiones es un fandango pastelero.  (Coge las cartas y empieza a barajarlas.)  Ahora voy a adivinarte los pensamientos.  (Sonriendo.)  Estoy inspirada. Ojo a la diosa. Se me ha puesto entre ceja y ceja que el santísimo   —289→   naipe me va a decir el nombre de tu adorado tormento.

FEDERICO.-  ¿A que no?

LEONOR.-  Y me dirá también si saldrás con suerte del corto camino en que te has metido.

FEDERICO.-   (con cierto interés.)  Veremos. Tan trastornado estoy, que hasta me voy volviendo supersticioso.

LEONOR.-    (poniendo los naipes sobre el sofá, en grupos, y haciendo sobre ellos, con mucha gracia, signos estrambóticos.)  ¡Ah!, mira; en las tres vueltas sale siempre encima la mujer de buen color. ¡Ay, Dios mío, lo que veo aquí! ¿Sabes lo que quiere decir el seis de copas?, pues significa Santo Domingo... y en seguida el siete del mismo palo. ¡Jesús, Madrecita mía de las Angustias!... Y en seguida el ocho, que declara camino cansado, como si dijéramos, una cuesta.  (Con solemnidad.)  La mujer por quien penas, camaraíta, vive en la cuesta de Santo Domingo, número 7, y es casada.

FEDERICO.-   (tirando las cartas con displicencia.)  Ea, deja esas tonterías...  (Levántase inquietísimo.)  ¿Quién te lo ha dicho?

LEONOR.-   (con naturalidad.)  ¡Pero hijo mío, si lo saben hasta los perros!

  —290→  

FEDERICO.-  No, no. Si lo sabe alguien, será de poco tiempo acá. Verdad que estas noticias cunden con rapidez eléctrica.

LEONOR.-   (muy cariñosa.)  No te enfurruñes; no hay motivo para ponerse así. Esas cosas se saben siempre, miquito. Siéntate a mi lado, y te contaré algo que debes saber. Anoche hablaron aquí largamente de la de Orozco y de ti.

FEDERICO.-  ¿Quién?

LEONOR.-  Amigos tuyos.  (Mirándose las uñas.)  Ya sabes que en eso de hablar, no hay amigo para amigo. Se sueltan mil borricadas, sin intención de ofender. ¿Te lo cuento? ¿Me prometes no enfadarte? Es de clavo pasado que, tratándose de señora rica y de amante pobre, lo primero que se diga es que ella le paga a él las trampas.

FEDERICO.-  No, no dirían tal atrocidad.  (Paseándose agitado.)  ¿Qué amigo mío es capaz de suponer...? Como no sea Malibrán...

LEONOR.-  El mismo...

FEDERICO.-  ¿Y tú te callaste...?

  —291→  

LEONOR.-  Buena soy yo para callarme, tratándose de tu honor, que es lo mismito que el mío...

FEDERICO.-   (deteniéndose ante ella.)  Tu honor lo mismo que el mío... es decir, el mío como el tuyo...

LEONOR.-  He dicho una sandez. No hagas caso... Ahora caigo...  (suspirando.)  en que yo no tengo honor. Quise decir... Pero tú ya me entiendes.

FEDERICO.-  Sí, comprendido.

LEONOR.-  Pues te defendí diciendo que tú no eras capaz de tomar dinero de ninguna mujer...  (Bajando la voz.)  Que nosotros tengamos acá nuestros cambalaches, es cosa que nadie sabe, que a nadie le importa, y que entre nosotros se queda. Claro, de ti para mí, lo ganamos como podemos, y nos ayudamos. No es deshonra, digan lo que quieran... ¡Pero arrimarte tú a una casada rica para que te mantenga...!, eso no lo puede decir quien te conozca.

FEDERICO.-  Sin embargo, los que mejor me conocen lo dirán. ¡Le parece a uno fácil exceptuarse de la lógica vulgar de la vida, y es tan difícil, pero tan difícil...!  (Con abatimiento, sentándose.)  Leonorilla, estoy dejado de la mano de Dios.

  —292→  

LEONOR.-  No hagas caso de esas tonterías...

FEDERICO.-  Que no pararon seguramente en lo que me has contado. Malibrán debió de decir algo más.

LEONOR.-  Sí; pero te advierto que se le fue un poco la mano en la bebida, y no hay que tomar al pie de la letra lo que habló. ¿Te lo cuento? Sí, más vale que lo sepas, para que estés prevenido. Pues dijo que se había propuesto averiguar dónde os veis tú y esa señora; que estuvo muchos días trabajándolo como un polizonte, y que por fin... os ha descubierto el nido.

FEDERICO.-  Bonita ocupación la de ese tonto... ¿Y dónde, dónde...?, a ver... ¿dónde dijo que...?

LEONOR.-  Se lo calló muy bien callado, por más que le mareamos para que nos lo dijera.

FEDERICO.-  Es que no lo sabe...

LEONOR.-  ¡Ay!, no te hagas ilusiones. Lo sabe. Se le conoce en la manera de decirlo.

FEDERICO.-  Pues que lo sepa. Mejor. Estas cosas se saben siempre.

  —293→  

LEONOR.-  Mira, niño, ándate con tiento, porque es fácil que te veas envuelto en una cuestión muy mala. Yo estoy inquieta, y temo que haya lance.

FEDERICO.-  ¿Con ese zángano perverso de Malibrán? Puede.

LEONOR.-  Me parece que la bronca del siglo va a ser con Orozco. Dijo Malibrán que el buen señor tiene los ojos cerrados, y que él se los va a abrir.

FEDERICO.-  Pues que se los abra... Mejor...

LEONOR.-  No; no digas tal. El que no quiere ver, que no vea.

FEDERICO.-   (exaltado.)  ¿Pues qué piensas tú? Si siento vivos deseos de abrírselos yo mismo...

LEONOR.-  ¿Qué dices?... Chico, tú no tienes la cabeza buena. ¿Tú? ¿De manera que tú mismo acusarás a la que te quiere tanto?

FEDERICO.-  Tienes razón... Tú conservas el sentido claro de las cosas, y yo lo he perdido completamente. Siento y pienso y digo los mayores   —294→   despropósitos... Leonorilla, estoy desquiciado por dentro. Me desplomo; verás cómo me hundo.

LEONOR.-   (humorísticamente.)  Pues avisa, mico, para que no me cojas debajo...

FEDERICO.-   (con ternura.)  Tú eres la única persona que veo con gusto a mi lado en esta ruina de mi espíritu. Cuantas personas trato más o menos íntimamente se me revisten de antipatía en esta desgana que me aniquila; todas, incluso ella, y lo digo porque es verdad, sintiéndolo mucho, pues no se lo merece la infeliz. Entre tantas caras que me ponen mal ceño, sólo la tuya resplandece. ¿Verdad que es raro? Pero siempre ha de haber algo que no se entiende, y lo que no entendemos, adviértelo, es lo que más consuela. Las cosas muy resabidas y muy estudiadas hastían el alma. Las que se nos presentan en términos vagos, confundiendo nuestra razón, son las que nos confortan y nos alientan.

LEONOR.-   (fingiendo comprender.)  Es verdad, verdad. Yo me intereso por ti, y por ayudarte y sacarte de un apuro, soy capaz de comprometerme. Pídeme lo que quieras. Mándame que haga trampas en el juego, y las haré.

FEDERICO.-  No, eso no. ¡Quita allá!

  —295→  

LEONOR.-  Pues las he hecho, para que lo sepas. Tu tranquilidad vale más que un poco de moral de timba, tratándose de estos bobalicones que vienen aquí a divertirse conmigo. En un día de gran ahogo, y antes que verte padecer por cochinos mil reales, le doy yo el pego al lucero del alba.

FEDERICO.-   (enojado.)  Cállate. Me lastimas profundamente.

LEONOR.-  Déjate proteger, mico. ¿No me das tú parte de lo que ganas?

FEDERICO.-  Sí; pero yo no hago trampas.

LEONOR.-  Cada uno es cada uno. Yo no soy tú; yo soy pública, aunque para ti sea muy particular.

FEDERICO.-   (echándose a reír.)  Chica, como quiera que seas, me envanezco de tu amistad. Es lo único que me queda en este mundo.  (La abraza.)  ¡Lástima que no puedas salvarme! Yo no tengo remedio ya.  (Con profunda tristeza, levantándose.)  Soy hombre al agua.

LEONOR.-  Pero ven acá. ¿Tan mal andas? ¿Temes no poder seguir viviendo como vives? ¿No podríamos arreglar que tuvieras un tanto fijo...?

  —296→  

FEDERICO.-   (sombrío.)  No hay posibilidad de que cambie mi manera de vivir.

LEONOR.-   (con agudeza.)  Se me ocurre una idea. ¿Te la digo? Pero no has de enfadarte. Pues... allá voy... Me parece una atrocidad que pases tantas amarguras teniendo esa amiga tan ricachona.

FEDERICO.-   (espantado.)  ¡Leonor! ¡También tú...!

LEONOR.-  No, monín; si yo no digo que tú le pidas... Digo que de ella debiera salir el ofrecerte una cantidad gorda, para que de una vez...

FEDERICO.-   (irritado.)  Quita, quita. Déjame en paz.

LEONOR.-  Anda... tonto... Fuera escrúpulos y bobadas...  (Remedándole.)  ¡El honor... la diznidaz!... ¿Qué importa que...? Vamos, que buenos miles podría darte; y algo me había de tocar a mí.

FEDERICO.-   (excitadísimo.)  Me voy, me voy por no oírte.

LEONOR.-   (alarmada.)  Chico, no te me pongas así. Tú tienes alguna mala idea y no quieres decírmela.

  —297→  

FEDERICO.-   (tomando su sombrero.)  Me voy. Déjame.

LEONOR.-  No me gusta verte salir de estampía.

FEDERICO.-  Se me había olvidado que he prometido visitar hoy a mi hermana, visita que no significa reconciliación ni mucho menos.  (Con enojo.)  ¿Pues no pretenden también que yo dé el nombre de hermano a ese?... ¡Estúpida exigencia!

LEONOR.-  Vamos, perdona a tu hermanilla. Te estás atormentando... ¡Qué manías tienes tan tontas!... ¡Pobre niña! Haz las paces... y a vivir.

FEDERICO.-  ¡Tú también!... Vuelvo.  (Retírase muy agitado.) 

LEONOR.-   (alarmada, viéndole salir y sin atreverse a seguirle.)  ¡Pobre mico, no me gusta su cariz!... Su cabeza está llena de nubarrones. Diera yo algo por poder despejársela.