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Recepción de «La Regenta» in vita de Leopoldo Alas

José María Martínez Cachero


Universidad de Oviedo


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En los comienzos del otoño de 1884 debió de entregar L. Alas el original del primer tomo de La Regenta, cuya impresión estuvo lista en los últimos días de ese año y la salida a la luz pública (librerías, prensa) fue en enero del siguiente; un volumen con bastantes erratas lo que a «Clarín», cuidadoso como era con la presentación material de sus libros, molestaba mucho: «130 erratas lleva el tomo por haber dejado sin corregir con arreglo a mis pruebas. Supóngame Vd.1 por consiguiente el régimen y la concordancia, y duro en lo otro». El tomo segundo estaba casi concluido -a falta sólo del final, si pensado, «no materialmente escrito»- en febrero de 1885; la aparición fue en el mes de junio y su autor -que meses atrás parecía poco seguro de sus condiciones de novelista, pesaroso de haberse metido en ese juego2- quedó satisfecho del trabajo realizado, como se lo hacía saber a su amigo José Quevedo: «Si vieras qué emoción tan extraña fue para mí la de terminar [...] (a los treinta y tres años) una obra de arte»3.

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Abriendo ahora la serie de testimonios que poseemos respecto a la recepción inmediata de La Regenta, importa ofrecer aquí algunas opiniones vertidas por su autor tales como las relativas (se trata siempre de señalamientos muy breves) a la naturaleza moral de la novela -«[...] yo creo que mi novela es moral, porque es sátira de malas costumbres»-, a la poderosidad de alguno de los personajes -don Fermín de Pas, con un talento en grado superior, «casi de genio»-4; a la valoración de uno y otro tomo -«[...] ya estoy encontrándole [al primero de ellos] multitud de defectos [...] pero no sería franco si no concediera [...] que algunos episodios me parecen sinceros, claros, naturales. [...] El segundo ha de tener, creo yo, más interés. En él está todo lo que yo había pensado del argumento antes de empezar la novela»5.


1. Recepción

Conviene establecer distintos apartados clasificatorios lo cual, si por una parte hace algo rígido lo que de modo natural e imprevisible se fue produciendo, pone por otra un cierto orden en esa espontaneidad. Tendríamos así los cuatro apartados siguientes: A), recepción en Oviedo -prensa, alumnos y compañeros de Leopoldo Alas, incidente con el obispo de la diócesis6-; B), recepción epistolar -colegas en la literatura cuentan en carta a Leopoldo Alas su impresión de lectores de La Regenta-; C), recepción en la prensa -algunas muestras de un conjunto sin duda más abundante y conocido, hoy por hoy, incompletamente-; D), recepción negativa -que corre a cargo de diferentes personas, en diferentes tiempos y medios; su censura se refiere a diferentes aspectos de la novela-.

Recepción epistolar. (Esperamos, con motivo del centenario, la publicación por Dionisio Gamallo Fierros, su poseedor, de las cartas a Leopoldo Alas en que sus corresponsales, lectores de La Regenta, le comunican sus impresiones sobre ella; entre esos corresponsales figuran los nombres de Campoamor, Palacio Valdés, Urbano González Serrano, Narciso Oller, Francisco Giner de los Ríos). Mientras tanto, disponemos de algunos testimonios epistolares ya publicados, que voy a utilizar.

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Comenzaré el recuento con uno, además de incompleto, indirecto: el de Pereda, quien le comentó a «Clarín» su novela en términos que desconocemos porque la carta en cuestión -que existió- permanece -si se conserva inédita; poco después, en carta a Galdós, hacía el autor de Peñas arriba la referencia siguiente: «Allá tiene ya [Alas] el mío [el dictamen de Pereda], en el que no me mordí la lengua para decirle lo que me parecían ciertas y determinadas cosas que ahí [en La Regenta] acontecen. Ya supondrá Vd. a cuáles aludo», [¿tal vez aquellos pasajes que dieron pie para que se hablase del anti-clericalismo de esa novela?]. Pero lo que más interesa del testimonio perediano7 son estas líneas de cierre: «¡cuánta gracia y cuánto ingenio hay derrochados en aquellas páginas! Podrá aquello no ser un modelo de novelas, y para mí desde luego no lo es; pero ninguno que lo considere con ánimo sereno dejará de comprender que en Clarín hay un novelista de empuje, que con un poco de juicio y de imparcialidad puede hacer grandes cosas». Reconoce Pereda la existencia en «Clarín» de «un novelista de empuje», lo cual no es flojo reconocimiento; la atenuación que suponen otras palabras del párrafo resulta explicable como reserva formulada por un colega en el género cuya estética y técnica narrativas eran, generalmente, harto distintas.

Sabemos que la carta de Menéndez Pelayo comunicándole su impresión de lector del tomo primero de La Regenta produjo gran satisfacción a Leopoldo Alas: «[...] el bien que me hizo su carta», con «elogios de tal índole que bastan y sobran para volver la cabeza a quien la tenga mucho más firme que yo» puesto que «si Vd. supiera [...] todo lo que vale para mí Menéndez y Pelayo, comprendería que los aplausos de usted me sonasen a pura gloria»8. La tan estimada carta de su condiscípulo y amigo, que a la sazón era ya investigador y crítico famoso, está fechada en Madrid el 23 de febrero de 18959 y resulta ciertamente elogiosa para el talento narrativo de Alas, si bien contiene algunos reparos o advertencias. Don Marcelino celebra el estilo -«me ha parecido enteramente maduro, y mucho más amplio y flexible que el que había usado Vd. en sus obras críticas. La prosa de Vd. ha ganado mucho en precisión, y al mismo tiempo en jugo y en virtud descriptiva, haciéndose más densa y más llena de cosas»- y califica de «muy sabroso» el diálogo; por lo que atañe a los personajes, estima muy felices los que pueden   —74→   pasar como secundarios (no ejemplifica), incluso más que las figuras principales -Ana, Fermín- que «encuentro demasiado complicadas y, por decirlo así, compuestas»; se hace cargo de «la tristeza que comunica al libro la presencia de tanto cura», máxime cuando considera que, siendo La Regenta una «novela de costumbres a la moderna», no hay razón para conceder tanto espacio a unos modos de comportamiento que, al presente, «son resto de un estado social distinto». Se refiere, por último, Menéndez Pelayo a lo que pudiéramos denominar naturaleza ovetense de personas y costumbres de la Vetusta regentina y, luego de suponer que «ciertos tonos crudos [empleados por el novelista] harán de fijo que las gentes de Oviedo le saquen a Vd. los ojos», manifiesta su creencia de que el novelista «ha idealizado un tanto la corrupción de aquellas gentes que, según yo me las imagino, deben [de] ser más soporíferas y vulgares que perversas». Estas cuatro indicaciones de Menéndez Pelayo, nada improcedentes y bien atinadas, prueban (a mi ver) una lectura atenta y comprensiva, hecha por quien es capaz de salirse un momento, frente a obras actuales que lo merecieran, de su absorbente dedicación a libros y autores de épocas lejanas.

Muy corto en palabras pero, no obstante, significativo es el testimonio que puede encontrarse sobre el particular que nos incumbe en el nutrido epistolario cruzado entre Menéndez Pelayo y Valera, quienes con frecuencia (a lo largo de los años 80 y 90) se refieren a Leopoldo Alas -sus libros de crítica, los «Folletos literarios», las polémicas y ataques-; en cuanto a La Regenta, sólo una carta de Valera (Washington, 28-IX-1885) en la que pide a su amigo: «Envíeme usted, en cambio, [...] un ejemplar de la novela de Leopoldo Alas, de la que veo que hacen los periódicos los encomios más extraordinarios, y que no dudo sea buena», petición que atiende Menéndez Pelayo quien, de paso, añade (carta fechada en Madrid el 4-XI-1885): «Yo enviaré un ejemplar de La Regenta, donde, como usted verá, se anuncia un grandísimo talento de novelista en medio de ciertas inexactitudes y rasgos de mal gusto», palabras que ratifican su opinión de meses atrás, a la que se incorpora ese «rasgos de mal gusto»10 que no acierto a identificar en una novela cuyo primer tomo había sido considerado por don Marcelino como «poco naturalista», si bien los aludidos rasgos pudieran encontrarse en el segundo tomo (¿el desenlace de la novela?, me pregunto).

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Viene ahora el testimonio de Galdós, cuya admiración por el talento narrativo de Alas y por los méritos de La Regenta consta fehacientemente en el prólogo que escribió para la segunda edición de esta novela; pero he de referirme ahora a un testimonio más inmediato y no menos sentido que dicho prólogo; más fresco y espontáneo, sólo para conocimiento del interesado y no para un público numeroso. Se trata de unas cuantas cartas en las que don Benito contaba a Leopoldo Alas sus impresiones de lector, cartas que para el destinatario suponían «un día feliz» porque le llegaban al alma sus palabras11.

Hacia los últimos días de febrero de 1885 está concluyendo Galdós la lectura del tomo primero de La Regenta, que le pasma y entusiasma en igual medida; esto le lleva a vivir pendiente de situaciones y personajes -«Desde que empecé a leer su novela, hasta ahora, los personajes y sucesos de ella se persiguen de tal manera que van conmigo a donde quiera que voy, me acometen desde que abro los ojos, y no me dejan hasta que los cierro» (carta de 24-II-1885)-. Cumpliendo su promesa de hablar veraz y largamente de la novela a su autor, las cartas galdosianas posteriores ofrecen un examen de aspectos de La Regenta más y menos convincentes a su juicio. Empieza por lo negativo o defectuoso e indica que «dos defectos grandes noto en la obra: la preocupación de la lujuria y las dimensiones» -«hay en la obra demasiada lascivia» y no la oportuna «veladura» con que debe presentarse «el papel principalísimo que la fornicación hace en el mundo», advertencia que acaso nos sorprenda un tanto pues quien la formula es un narrador realista, próximo a veces al naturalismo y, desde luego, poco partidario de evitar o encubrir. En cuanto al otro defecto («la obra es excesivamente extensa»), hay que tener en cuenta que lo ocurrido fue un crecimiento natural en manos del autor de la materia tratada y no una ampliación artificial de ella12, realidad en la cual recae finalmente Galdós cuando reconoce: «está Vd. pletórico, no encuentra los límites de su fecundidad, tanto más grande cuanto más tardía, y no ha querido reservar nada para otra vez».

En la misma carta entra Galdós en un repaso-examen de los personajes   —76→   «su doña Visita y Obdulia son tipos lindísimos», «me entusiasman», «don Saturnino Bermúdez es de lo que no hay»; «no he visto nunca en novelas españolas un elegante tan bien hecho como el don Álvaro Mesía»; «el don Víctor es el personaje que menos me gusta, porque resulta excesivamente simple, y es cabrón desde el principio»-. Por lo que se refiere a grupos humanos y a episodios de la acción destaca Galdós la pintura de la «clerigalla catedralesca», juzga de «una belleza incomparable» las páginas en que Ana «va a pasear sus pensamientos» luego de la confesión general con el Magistral (capítulo IX) y estima «escena deliciosa, episódica pero interesantísima la de la comida en casa de la Marquesa» (capítulo XIII). Como remate del brevísimo análisis, esta impresión de conjunto (incompleta porque atañe sólo al primer tomo) que repara en la maestría del joven novelista: «Francamente, amigo, he visto pocas veces, quizás no lo haya visto nunca, manejar treinta o más personajes con la desenvoltura que lo hace Vd., atendiendo a todos y formando con las inflexiones de cada uno un conjunto admirable», maestría corroborada (ahora ya para la novela completa), en cuanto al empleo del humor, con esta otra aseveración galdosiana (carta del 30-VII-1885): «lo que verdaderamente es maravilloso y único en su obra de usted es la vena satírica, aquella gracia digna de Quevedo, con que persigue los lugares comunes de la conversación, de la literatura y del periodismo. En esto es usted iniciador...»13.

Creo no cabe justificar elogios a La Regenta como los expuestos aduciendo que quienes se manifestaban de este modo eran escritores agradecidos al crítico «Clarín», temerosos de su veredicto y que, por ello, hinchaban hasta la exageración su presumible complacencia de lectores; véase que, distintamente, alaban pero también advierten al novelista, y superan con mucho las alabanzas ya tópicas para ofrecer en sus cartas cumplida muestra de una lectura atenta y entusiasta.

Recepción en la prensa: Puede presumirse que la aparición de ambos tomos de La Regenta tuvo, en su momento, amplio eco en la prensa española, en forma de gacetillas, reseñas y comentarios más extensos, consecuencia todo ello sino del aprecio concedido a la obra, sí del renombre (a esas alturas cronológicas) de su autor, el conocido, temido y odiado crítico. Señal de que así fue la tenemos fehaciente en sendas cartas del novelista a su colega y amigo Jacinto Octavio Picón, escritas en octubre de 1885 y enero de 1886,   —77→   referidas por tanto a la acogida de la novela en su totalidad: «El Imparcial no ha dicho palabra de mi novela, y no me extraña. El Liberal tampoco, y eso me extraña ¿Qué les he hecho yo a los de El Liberal? El Globo hablará de seguro El Día ya habló, la Revista de España también y otros varios periódicos y revistas. No puedo estar más satisfecho de lo que dicen del libro, así en letra de molde como en cartas particulares. El defecto en que todos están conformes, o los más, es la pesadez, lo largo de la obra y tienen razón»; «El Globo y El Día ya han hablado de mí hasta dar náuseas, y no quiero abusar de ellos ni de su público. La Revista de España ya dedicó un artículo muy largo y de hiperbólicos elogios a mi novela14, pero el director me dijo que no sería acaso la última vez»15. Es de suponer que en esta misma línea de elogio, hasta lo hiperbólico, de mesuradas y no desatinadas advertencias y, también de extrañas actitudes expresas o tácitas se producirían los restantes casos de recepción periodística de La Regenta16.

En el apartado de simples gacetillas incluiré como muestra unas linea anónimas insertas en la sección Chismes y cuentos del semanario Madrid Cómico, número 101 (25-I-1885) y relativas al tomo primero: «Cuanto pudiéramos decir de esta obra en el escaso espacio de que podemos disponer además de resultar pálido para lo que ella merece, parecería interesado. El estudio de costumbres, las descripciones, la pintura de tipos, todo está hecho con la sal ática y la sátira finísima y acre que caracterizan a su autor./ Es, pues, inútil que recomendemos este libro a nuestros lectores»-; y en el número 125 (12-VII-1885) se leía: «Siento no poder hacer un examen detallado de esta obra, de cuyo mérito indiscutible responde la firma de su autor, pero no puedo menos de felicitar a éste con toda mi alma./ Baste decir que me he leído el segundo tomo de un tirón, y tiene cerca de 600 páginas!». No tenía el popular semanario sección exclusiva para la crítica literaria que sólo asomaba (pero no siempre) en los «paliques» de «Clarín», colaborador habitual en sus páginas, por lo que Sinesio Delgado, director de la publicación, quizá considerase más conveniente limitarse a tan escasas lineas. Algo por el estilo es el suelto anónimo que vio la luz en el diario madrileño El Correo (número del 26-I-1885, sección Al menudeo), donde se leen afirmaciones como la siguiente: «El asunto del libro, su desarrollo, las costumbres que en   —78→   sus páginas se reflejan, la tendencia que acusa y su estilo, han de proporcionar a La Regenta un éxito real y legítimo, pero que no sorprenderá seguramente a los que conocen a fondo las facultades de Clarín», cuyo talento, condiciones de observador y de buen prosista son mencionados a continuación.

En el apartado de comentarios y reseñas figuran como autores de los cuatro ejemplos que voy a utilizar tres críticos literarios inmediatos que por entonces (es decir, 1885) seguían muy de cerca la marcha de nuestras letras -desde publicaciones periódicas de Madrid, dos de ellos: Jacinto Octavio Picón y Antonio Lara y Pedrajas y el otro, Luis Morote, desde La Opinión, diario de Palma de Mallorca-; por último, el jurista (después, catedrático universitario) Jerónimo Vida, tan ligado a Giner de los Ríos y a la Institución Libre de Enseñanza. Testimonios críticos los suyos de alguna extensión y pormenor, ni gacetillescos ni urgidos por la prisa, favorables, elogiosos pero no carentes de alguna advertencia o reparo.

Picón, crítico de novelas y también novelista en ejercicio, comenta el tomo primero de La Regenta y si bien queda (como lector interesado) a la espera del posterior desarrollo y desenlace afirma que, cualquiera sea este, lo hasta ahora ofrecido por Leopoldo Alas «es muestra de un talento extraordinario» que se comprueba, vgr., en el interés de buena ley (no «mera curiosidad») que la lectura produce en el lector, deseoso de seguir «con el juicio, paso a paso, la vida, el desarrollo y las modificaciones de los caracteres», cuyo análisis, tanto de los protagonistas como de los personajes secundarios, «llega a profundizar en los afectos hasta un grado asombroso»; mayores, medianos y menores en la relevancia de la función que cumplen, todos ellos «forman un conjunto que constituye el cuadro de esa vida de provincia en que hasta los odios son mezquinos, y en que sólo es grande la imbecilidad humana». Picón da fin a su entusiasmada reseña con esta congratulación, a manera de espaldarazo al colega recién incorporado: «Los que trabajamos, cada uno en la medida de sus fuerzas, y yo con menos que los demás, por el renacimiento de la novela española, debemos agradecer a Leopoldo Alas que una al nuestro su esfuerzo inteligente y vigoroso[...] »17.

Veinte páginas en La Revista de España dedicaría al examen de La Regenta Antonio Lara y Pedrajas que firmaba sus críticas literarias con el seudónimo de «Orlando». En dos afirmaciones suyas, ciertamente concluyentes,   —79→   resulta ser adelantado de opiniones muy insistidas hoy día por los estudiosos de Alas, a saber: que quien hasta entonces era conocido como crítico y satírico, está llamado a conseguir otra clase de renombre «si sigue por el camino que acaba de inaugurar con La Regenta», novela que (y estamos en la segunda de ambas afirmaciones) «por su fondo y por su forma es la mejor de nuestra literatura contemporánea». Novela en la que existen -«no independientes sino enlazados», «no preconcebidos, nacidos espontánea y naturalmente del movimiento y choque de las fuerzas varias que se agitan en el seno de toda sociedad»- un estudio sicológico de personajes, un estudio social de una ciudad provinciana y un estudio de costumbres, nada edificantes de ordinario; la mayor parte de lo escrito por Lara y Pedrajas está dedicado al repaso de tales estudios.

Más de una vez destaca el crítico la superior calidad del personaje Fermín de Pas, si valioso en sí mismo, valioso también en comparación con sus compañeros de protagonismo, sin excluir del cotejo a Ana Ozores; cura y hombre, excede en muchos órdenes de cosas a cuanto le rodea: «robusta personalidad», cuyas «fuerzas internas, de gran empuje, sostienen una lucha épica con el medio exterior». A su lado diríase que hasta palidece el personaje de la Regenta, en quien puso Alas «ricos talentos y prolijo esmero para modelarla», lo cual queda bien de manifiesto en «el cúmulo de datos» manejado para que las abundantes «acciones y reacciones, desmayos y alardes de fortaleza, vacilaciones y resoluciones decisivas» que en su ánimo acontecen, sean explicados satisfactoriamente; pero Lara y Pedrajas no admite en el personaje de Ana lo que llama su «sonambulismo», esto es: ese inexplicable candor que la ciega en varias ocasiones, impidiéndole prevenir la realidad o despertar a ella tras algunos choques violentos. También doña Paula, la madre del Magistral, atrae la atención de Lara quien la considera algo así como «el coloso de Rodas, las pirámides de Egipto o el Himalaya» en cuanto a fortaleza de carácter y a la voracidad de su ambición.

Por lo que atañe al estudio social -estamentos y clases, ambientes, religión, cultura, política-, asegura el crítico de La Revista de España que «nunca se ha presentado un cuadro tan acabado de la vida de una localidad», y no cede el elogio en cuanto al estudio de las costumbres. Descripciones, el lenguaje -«propio, claro, conciso, ceñido al pensamiento»-, la enseñanza advertible en la novela -a saber: «cómo las leyes naturales, negadas o torcidas, producen un estado de cosas anormal que origina la desdicha de las personas»- son otros tantos aspectos de la obra que nuestro crítico destaca y celebra. «Defectos de cuenta» (así los califica Lara y Pedrajas) hay algunos en La Regenta: el apuntado sonambulismo de Ana y, también, alguna inverosimilitud -la confianza excesiva que Quintanar pone en Mesía; Camoirán convertido casi en «un maniquí»-, o «la exactitud con que se cumplen ciertos   —80→   presentimientos» -esas premoniciones de las que «no había necesidad»: viendo el Tenorio, Ana piensa en que don Álvaro dispare algún día su pistola (como don Juan en el drama de Zorrilla) sobre Quintanar-. Lara y Pedrajas, que escribe sobre La Regenta en setiembre de 1885 cuando hace algún tiempo que ha visto la luz el segundo tomo de la novela, ofrece una muy atinada lectura de ella, repleta su crítica de «hiperbólicos elogios» en opinión del novelista18.

El periodista Luis Morote escribe sin haberse desprendido de la sorpresa y admiración producidas por la lectura de La Regenta para cuyo comentario cabal «había de ser [uno] tan excelente crítico como lo es Clarín», Coincidiendo con otros comentadores, a Morote le llama la atención el paso dado por Alas de la crítica literaria a la literatura narrativa, donde se muestra fiel a su condición, gusto y estilo personales ya que si antes «devoraba a su sabor malos copleros» aquí (en la novela) «pinta a Vetusta [como] asiento natural de lo mediocre, rancio e inmóvil»; coincidencia, asimismo, cuando Morote afirma que el autor de semejante «estudio psicológico del cerebro de una mujer [y también] estudio social de una ciudad», acaso «no encuentre quien le iguale entre los novelistas españoles contemporáneos».

Vayamos primero con lo que estima digno de aplauso en La Regenta: la asombrosa «cantidad de observación y análisis» empleada por el novelista, que muestra conocer muy de cerca y muy por dentro realidades humanas y estamentales que no eran las suyas propias -«conoce al cabildo como si se hubiera criado en un seminario y como si se vistiera por la cabeza»-; «el talento superior para descubrir la estupidez humana en todas sus especies zoológico-sociales», aspecto en el que Morote insiste una y otra vez sin que el nombre de Flaubert (la bêtisse humaine) asome a los puntos de su pluma. La imagen de la capital provinciana que se ofrece en la novela de Alas es tan completa y fidedigna que (piensa el crítico) «si un viento revolucionario echara abajo la heroica Vetusta, quedaría La Regenta como un documento histórico capaz de reconstruir las casas y de resucitar las personas que fueron». ¿Y qué decir sino alabanzas de personajes tan logrados y atrayentes como De Pas, «una figura tan fuerte y tan hermosa»?

Es con lo que puede ser tenido como una derrota del Magistral donde comienza Morote el apartado de los reparos pues ¿por qué se entrega Ana Ozores a Mesía y no a Fermín, «un hombre más robusto, más apasionado,   —81→   con un talento mayor que el de don Álvaro, con cualidades morales superiores»? Apurando más, a nuestro crítico le parece que «pudo haber novela sin la falta, sin la caída de la Regenta» que habiendo recuperado durante la estancia en el Vivero (capítulo XXVII) razón y salud, semejante vuelta a la normalidad síquica y física «debió ser un obstáculo insuperable al adulterio». Semejante señalamiento de reparos, que es mera aprensión personal, no daña el entusiasmo de Morote ante la novela de Alas, «uno de los libros de más sustancia y miga de la literatura novísima»19.

Las páginas que Jerónimo Vida dedicó en el «Boletín de la Institución Libre de Enseñanza» al análisis de La Regenta son ejemplo de crítica serena e imparcial pues no cae en rendimientos elogiosos casi incondicionales ni se complace tampoco en señalar defectos ciertos o fingidos y encarnizarse en su examen. Vida considera tanto «los relevantes méritos y admirables perfecciones» como «los deméritos, imperfecciones y lunares» existentes en la novela que, después de La desheredada, de Galdós, es la de «más miga, más seria, más fundamental, más científica [...] de cuantas han visto la luz en lengua castellana en estos tiempos».

El carácter de la protagonista femenina, Ana Ozores, es «pura y sencillamente» el propio de una histérica y en su creación y presentación -aquellos espasmos, crisis, exaltaciones, arrobos místicos, expansiones «que pudiéramos llamar naturalistas»- ha combinado el novelista datos obtenidos por la observación (sospecha Vida) de «no pocos documentos humanos para su trabajo» y pormenores fruto de su perspicacia y capacidad de «adivinación». Aunque aparezca como reina de la acción externa e interna, pues sirve de «centro hacia el cual convergen todos los episodios y [es] el personaje al cual se subordinan todos»; aunque dé título a la novela, es el Magistral (y no Ana) su personaje cimero en cuanto «es un ser vivo, que siente y obra como los hombres de carne y hueso, con sus contradicciones, con sus vehemencias y desfallecimientos, con sus arrebatos y obcecaciones, con sus vicios y sus virtudes». ¡Qué poco tiene que hacer a su lado, frente a él, aunque acabe ganando en la disputa que tienen entablada, Álvaro Mesía, personaje «que flaquea», «libertino de similor», que « huele a inventado de los pies a la cabeza».

Imposible hacer en un comentario crítico de extensión normal el repaso de los restantes personajes, casi toda una ciudad, por lo cual pudiera pensarse que a la novela de Leopoldo Alas convendría más el titulo de Vetusta que el   —82→   que tiene; no piensa así nuestro crítico para quien esa «exuberancia de personajes» se explica por «la necesidad [en que se ha visto el novelista] de trazar un medio moral que a ella [a la caída de Ana] condujera indefectiblemente y a ella arrastra con fuerza insuperable» pero sucede entonces que la monotonía se impone en este conjunto y, con ella, la incompletez de bastantes personajes secundarios -digamos Obdulia y Visitación, Joaquinito Orgaz y Paco Vegallana-, vistos «sólo por un lado, quedándole[s] ocultos los demás» ya que todos ellos «piensan lo mismo y nunca salen de lo mismo», esto es: la caída de Ana Ozores, supuesta virtud inexpugnable de Vetusta. He aquí una circunstancia que, por estimarla inverosímil, no admite el crítico Jerónimo Vida.

En lo que atañe a ciertos aspectos de técnica narrativa tampoco se muestra convencido de que el autor de La Regenta acierte siempre y plena mente porque, aunque no sea defecto sino «achaque de escuela (y aquí sale a plaza el nombre de Flaubert en Madame Bovary pero invocado de manera bien distinta a como lo utilizaría Bonafoux), ciertas son y no demasiado convenientes «la minuciosidad y prolijidad en las descripciones, sobre todo en las subjetivas o de estados anímicos», que hacen la lectura hasta «fatigosa»; se advierte igualmente, «pobreza en el diálogo» y «escasez en el movimiento escénico» porque los personajes obran poco y el autor habla mucho, cuando debiera ocurrir lo contrario y, de este modo, quizá desapareciera el «efecto tedioso y pesado que la novela produce»; hay, finalmente, lo que Vida denomina «reversión continua» en el relato de la acción que frecuentemente no se ajusta a una marcha cronológica normal pues gusta el novelista de escoger «aquel momento o suceso que estima más conveniente, refiriendo después los que le antecedieron[...]», procedimiento cuyo uso resulta legítimo y válido siempre y cuando no produzca confusión en el lector.

Reaparece en el comentario crítico que nos ocupa aquella advertencia galdosiana relativa a la «demasiada lascivia» de la novela, advertencia que ahora se formula diciendo que existen «pormenores crudos y hasta obscenos [sin ejemplificar], que a nada conducen ni para nada sirven, y que podrían suprimirse sin inconveniente alguno». ¿Acaso el moralismo institucionista -al que Alas tampoco fue ajeno20- mueve la pluma de Jerónimo Vida21, persona   —83→   vinculada a la Institución y a su fundador?, ¿no extraña la coincidencia, salvadas motivación y expresión, con el padre Blanco García para quien La Regenta «en el fondo rebosa de porquerías»?

Tras el repaso efectuado queda como hecho incontrovertible, pese a los reparos y advertencias, que los críticos de La Regenta que en el mismo comparecen, están de acuerdo en reconocer y proclamar la calidad, excepcional en muchos aspectos, del talento narrativo de Leopoldo Alas y de acuerdo, asimismo, en la alegría que les produce la incorporación del hasta ahora famoso crítico literario a las filas de los cultivadores españoles de la novela realista

(Cuando Leopoldo Alas replica a las acusaciones de Bonafoux -los tan traídos plagios-, aprovecha la oportunidad para extender su defensa y la de su novela invocando el éxito que esta ha obtenido y obtiene -estamos en 1888- en el extranjero, donde aparecieron algunos elogiosos comentarios y donde se piensa en traducir La Regenta; concretemos de mano del interesado: «los periódicos franceses Nouvelle Révue, Révue Britannique, Révue du monde latine, Le Temps22, etc., etc., se han dignado hablar, algunos muy por largo, y con elogios absurdos, por lo inmerecidos», lista a la que añado el artículo El naturalismo en la novela española, firmado por el crítico G. A. Cesáreo e inserto en la revista italiana La nuova antologia, donde se reconocen a Leopoldo Alas condiciones sobradas «para llegar a ser el novelador humorístico de la España contemporánea».

Hay más en este apartado de recepción extranjera de La Regenta en vida de su autor y es lo que se refiere a traducciones: «dos escritores, en una competencia para sí muy halagüeña, me han pedido permiso para traducir en francés La Regenta [...]»23, noticia a la que sumo esta otra referencia al paso en los Chismes y cuentos de un número de Madrid Cómico (n.º 123: 28-VI 1885): «el primer tomo [de La Regenta] se está traduciendo al inglés, editado con todo lujo por una casa de Boston». Lo cierto es que tales peticiones y proyectos quedaron en nada y que las traducciones que existen de la novela de Alas -tres en total: al italiano, al alemán, al inglés- son ya de nuestro siglo, aparecidas en años muy recientes).

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Recepción negativa: Hubo también, dentro del conjunto que estudiamos, casos de recepción negativa para La Regenta, los cuales superan con mucho (cuando menos en violencia expresiva) los reparos formulados por críticos como Luis Morote o Jerónimo Vida; los cuatro casos que paso a ofrecer son los de personas directamente ofendidas por «Clarín» -así el agustino Francisco Blanco García-, o de otras que, molestas por algún aspecto de su actitud como crítico literario o por el conjunto de su obra, le salieron al paso con ánimo polemizante y el deseo de poner las cosas en claro y al descubierto a «Clarín» (el endiosado, el atrabiliario, el ignorante incluso) -tal sucede con Bonafoux y Luis Siboni-.

El breve (no llega a treinta lineas) texto censorio del padre Blanco García, que tanto ha escandalizado a muchos lectores y fervorosos de Alas, fue escrito después de la aparición de Su único hijo (1891) y figura en su difundida obra La literatura española en el siglo XIX24; sólo cinco lineas y media del mismo tienen como objeto de denostación a La Regenta, considerada como «disforme relato de dos mortales tomos que alguien calificó de arca de Noé, con personajes de todas las especies, y que si en el fondo rebosa de porquerías, vulgaridades y cinismo, delata en la forma una premiosidad violenta y cansada, digna de cualquier principiante cerril», palabras en las que se aúnan la incomprensión y el insulto, explicables (que no justificables) por la hostilidad existente desde tiempo atrás entre «Clarín» y el eclesiástico25.

No fue menos sonada la arremetida (1887 y 1888) de Luis Bonafoux y Quintero, «Aramis», cuya historia externa he contado en otra ocasión26. De los cuatro plagios cometidos (al decir de Bonafoux) por Alas en sus obras narrativas, solamente uno pertenece a La Regenta, y el acusador lo enuncia así:

«La Regenta asistiendo con Quintanar (el marido) y D. Álvaro (el amante) a la representación de Don Juan Tenorio, es un calco de un capítulo de Madame Bovary. Se conoce que a D. Leopoldo le gustó la escena de Emma, asistiendo con Bovary (el marido) y León (el amante) a la representación de Lucía; y como él, D. Leopoldo, no quiere ser menos que Flaubert, calcó la escena y... ¡a vivir! Compare el lector las dos situaciones y vea lo que pasa en el alma de la Regenta y lo que pasa en el alma de madame Bovary».

  —85→   Pese a la respuesta del acusado de plagio, que remite (como en otras varias ocasiones de su literatura narrativa) a un sucedido real que le contaron y del que se sirvió en ese pasaje del capítulo XVI de su novela, la supuesta relación de dependencia entre La Regenta y Madame Bovary ha sido (cuando menos) una sospecha que circuló y todavía hoy es mencionada por los estudiosos de Leopoldo Alas, aunque para negarla o matizarla.

Más que el tan controvertido plagio, lo que ahora nos interesa en la arremetida de Bonafoux es su valoración harto peyorativa de La Regenta que, como novela, es «lo más pesado que se ha hecho en todo lo que va de Era Cristiana. Aquello es un mundo, un baúl-mundo, atestado de personajes que dicen y hacen lo que se le antoja al autor, no lo que tienen que decir y hacer como consecuencia del carácter que le propinó a cada uno de aquellos tipos; los cuales son tantos, que la novela parece otra arca de Noé con su animal de cada especie; como que entran allí todos los vecinos de un pueblo, todos, menos D. Leopoldo, que se echa fuera por modestia»; añádase que, como consecuencia de ese mando arbitrario del autor en su obra, los personajes resultan insatisfactorios y nada auténticos, sin exclusión del Magistral (tan celebrado por otros críticos) que para Bonafoux es «un carácter completamente falso y completamente lila en prosa naturalista». Aún hay más, por ejemplo: como «Alas ha metido literariamente las narices en todos los agujeros de Vetusta», el resultado no es otro que una acumulación de material que justificaría para la novela un título como Los chismes de Vetusta, propuesto por Bonafoux, el cual remata su duro varapalo refiriéndose al estilo: «un estilo atroz y plagado de galicismos y otros defectos de lenguaje» (que no ejemplifica).

Bajo el seudónimo de «Baltasar Gracián» se encubría el cervantista Ramón León Máinez que, sin que mediase ofensa personal de Leopoldo Alas y sólo «con nobilísimos propósitos» (para que «la verdad se abra paso» y «para desagraviar a la literatura de los insultos chabacanos del tonto de Asturias o de Zamora»), se avino gustosamente a participar en lo que algunos llamaron a la sazón «cruzada emprendida contra Clarín»; lo hizo en forma de artículos extensos o «repasos» con el título general de Las sandeces de Clarín más otro particular o específico, de acuerdo con el aspecto abordado. Fueron seis en total (publicados los cuatro primeros en 1891 y, al año siguiente, los restantes) y salían como suplemento de El Eco Montañés, periódico gaditano. No me ocupo ahora de otras circunstancias27 de este lance (en el que   —86→   «Clarín» no intervino pese a tener noticia del mismo); apunto al paso la dureza en el tono empleado y la injusticia en el contenido mostradas por «Gracián»-Máinez -que califica a su víctima de «ignorante, fatuo, entontecido» (repaso segundo) y le considera (idem.) «reo de lesa-crítica, reo de leso-idioma, reo de leso-sentido común»-. Y voy ya al tercero de los artículos (Sus cuentos y sus cuentecillos. Sus novelas y sus noveluchos), al apartado que dedica a La Regenta.

Que Alas se haya metido a novelista tiene como única explicación plausible la «osadía» que en todo momento ha distinguido a quien ahora parece dispuesto a «competir con Galdós, Pereda, Alarcón y Valera» y a convertirse, asimismo, en «novelista de la escuela de Zola, novelista realista, naturalista, hasta pornografista, si es preciso» aunque (y Máinez insiste en una hipotética relación Zola-Alas) el autor de La Regenta se muestra «sin su talento observador, sin sus disposiciones creadoras, sin sus propósitos trascendentales, de copiar el realismo de la vida social contemporánea [...]».

Lo único que el repasista considera positivo en la novela (y es elogio mínimo el suyo, que sólo queda apuntado) son «algunas situaciones [sin ejemplificar] bien bosquejadas» y «los caracteres principales no mal presentados»; el resto, defectos, demasiado graves algunos de ellos. Hay sobras (o excesos): «interminables descripciones», «reflexiones e incidentes empalagosos», diálogos alargados caprichosamente; «exceso de hojarasca » ya que «lo secundario se sobrepone [...] a lo principal» y, en suma, «de los dos tomos de la novela, sobra uno». Hay, igualmente, faltas (o carencias) y una de las mayores consiste en que «la acción se desarrolla lánguidamente» y así la novela llega a ser (o a parecerlo) «pesada, insoportable [...] cada vez más monótona»; hay, por último, la falsedad de algunos caracteres y la inverosimilitud de ciertas situaciones, aspecto muy insistido por el repasista y, desde luego, con perspicacia harto escasa.

Como tal estimo que, respecto a Ana y a don Víctor (curiosamente el Magistral, su poderoso carácter, gran creación de Alas, no comparece en la diatriba de Máinez), se trate de enmendar la plana al novelista planteándose problemas como el siguiente: ¿por qué la protagonista, arrastrada al adulterio de modo casi inevitable, no reacciona una vez cometida la falta y vuelve a su virtud moral de siempre?; con palabras de Máinez: «[...] su misma caída debió producir en el ánimo tímido e impresionable de la Regenta efectos profundos de reacción, de estremecimiento, de aversión al pecado. La insistencia en el adulterio era imposible». Pero como tal insistencia se produjo después y continuadamente, Máinez se extraña (se asombra casi) de que los adúlteros, Ana y Álvaro, que «podían estar sosegadamente durante el día entregados a sus ternezas apasionadas», recurran a que él «escalara todas las noches el   —87→   balcón del jardín, como calavera novel». Casos claros, ambos, de falseamiento de un carácter, el primero; de escena o situación inverosímil, el segundo.

Otro tanto (falsedad unida ahora a inverosimilitud) sucede en el capítulo XXIX y penúltimo, cuando (en la madrugada del día 27 de diciembre) don Víctor descubre fortuitamente el adulterio de su esposa y, anodadado, reacciona del modo que el lector de la novela conoce. Reacción que es falta de reacción inmediata del ofendido y que a Máinez le parece «incomprensible en un aragonés» y, más particularmente, si este es (como lo era Quintanar) lector apasionado de los dramas de honor calderonianos. No cabía esperar tal cosa de los antecedentes de personaje a cuyo carácter -a la coherencia del mismo- atenta ahora el novelista que le ha convertido, sin más, en una «figura distinta», llevada al ridículo más total que se consuma en el desenlace del duelo con el disparo que da en la vejiga (de don Víctor) que estaba llena, y así el que podía haber sido «héroe de tragedia se convierte ahora en un sainete».

Máinez, que (como el Magistral en el último capítulo de la novela) hubiera exigido a don Víctor rápida y expeditiva venganza del agravio, no valora ni el talento ni la habilidad del novelista que se acoge a una posibilidad muy diferente y por eso considera (el repasista) «reflexiones tontas y necios soliloquios» (subrayo) cuanto pasa por el ánimo del ex-regente en el largo y penoso tiempo de espera en el jardín de su casa, opinión que no le acredita (a mi ver) de lector y crítico perspicaz como, tampoco, el que por tales su puestos fallos una y otra vez repita, dirigido a Leopoldo Alas, el calificativo de «adocenado». En el remate de su impugnación habla Máinez de «fracaso» de novela y novelista, del casi seguro «doloroso desencanto» de Alas y de «la indiferencia» que siguió a la aparición de La Regenta, extremos todos ellos inventados por el repasista pero no a poyados en la realidad de los hechos.

Luis Siboni era un farmacéutico murciano, oriundo de Italia, aficionado a las ciencias naturales y a la literatura, publicista en uno y otro campo, amigo de salir por los fueros de la verdad (su verdad) y de enfrentarse, si a mano venía, con quien fuera, llamárase este Juan Valera, el autor de la novela Genio y figura, cuya condición de relato licencioso («sólo para hombres») denunció Siboni28; Antonio de Valbuena o «Clarín» contra quienes saca en 1898   —88→   el libro Pan de compadres. (De este libro, de su capítulo Novelista frustrado, páginas 71-94, dedicadas a La Regenta, paso a ocuparme).

Parte Siboni para esas páginas-arremetida contra nuestro novelista de dos críticos (a los que no cita nominalmente pero que son Bonafoux y el padre Blanco García) que tiempo atrás hicieron (como quedó visto) cosa por el estilo; de entrada, se permite una manipulación de lo escrito por el fraile agustino quien llamó a Su único hijo (la segunda y última novela extensa de Alas), «pelota de escarabajo», expresión que Siboni traslada porque sí a La Regenta, añadiendo que «Clarín» «mojó, desde luego, [su pluma] en mezcla de sublimado corrosivo y sangre putrefacta». Podemos distribuir en dos apartados la diatriba de Siboni, a saber: relativo el uno a personajes y situaciones de la novela y atañante el otro, a su estilo y expresión; anticipo que los dos apartados resultan igualmente malintencionados y violentos.

Como a algunos otros comentadores de La Regenta (recordemos a Galdós) tampoco le satisface a Siboni el personaje de Quintanar que «en vez de un caballero de carne y hueso, es majadero de remate, puesto que se pasa la vida glosando las terribles venganzas de los maridos ultrajados en el teatro de Calderón, y cuando su honra anda por los balcones, todo se le vuelve arbitrar medios para que la adúltera no se le muera del susto»; menos le satisface todavía (en lo que a situaciones se refiere) el celestinaje ejercido por doña Paula cerca de las criadas de su casa, algo que como «recurso novelesco es positivamente innoble» y, además, «ficción monstruosa que encanalla el humano [sic] más sublime que poseemos, la maternidad augusta».

Siboni somete a examen la que califica de «desgarbada prosa» de Alas en La Regenta y considera hasta 26 ejemplos que son otros tantos brevísimos textos (una línea a veces, poco más en otras ocasiones) arrancados de su contexto formal y conceptual, y presentados como muestra de expresión incorrecta, confusa, ridícula, vulgar y no procedente; todo ello, en virtud de un modus operandi diseccionador y gramaticalista, a menudo injusto y poco digno de confianza, muy al uso de la época y practicado también por el crítico «Clarín»29.

Como conclusión de este examen en dos frentes piensa Siboni que La Regenta bien merece algo que todavía no había ocurrido: «ser incluido en el índice de libros prohibidos [en razón de los] atentados [que en la novela] se perpetran contra el sentido común».

  —89→  

Con los cuatro críticos repasados -Blanco García, Bonafoux, Máinez, Siboni- queda constancia de una recepción negativa de La Regenta cuyos argumentos, cualquiera sea su grado de verdad, aparecen distorsionados por la pasión hostil hacia novelista y novela.




2. Ediciones y otros pormenores

La primera edición de La Regenta fue publicada en dos tomos (1884, 528 páginas y 1885, 592 páginas) por Daniel Cortezo y Compañía, Barcelona, dentro de su Biblioteca «Arte y Letras»; son tomos encuadernados en tela grabada, con ilustraciones de Juan Llimona30 y grabados de Gómez Polo. No se conserva el manuscrito original o no se tienen noticias de su paradero y la corrección de pruebas (al menos del primer tomo) resultó insatisfactoria -acaso por la revesada caligrafía «clariniana»- ya que su compañero se cierra con dos páginas en las que se advierte al lector sobre las erratas existentes en «algunos ejemplares del primer tomo», advertencia y lista que plantea una cuestión textual en la que no entro ahora. Cada uno de esos tomos contiene el mismo número de capítulos -quince- y sabemos (merced al testimonio de Posada) que el asunto de la novela fue creciendo sin forzamiento alguno en manos de su autor por lo que este solicitó del editor nuevo contrato para dos tomos y recibió la cantidad de once mil reales31.

El primer tomo (con 1884 como año de impresión en la portada) salió en enero del año siguiente; junio de 1885 es la fecha de aparición del segundo. Posada habla sin mayor concreción de «varios miles de ejemplares», que se agotaron «en poco tiempo». Quizá sea cierto pero, pese a ello y a las reseñas críticas que La Regenta motivó, su autor siguió contando en nuestra república literaria como crítico inmediato o de actualidad, respetado, temido y hasta odiado (según los casos) por sus colegas.

En alguna de las cartas de Alas que conocemos consta un deseo de reeditar La Regenta, agotada desde hacía tiempo y posiblemente desconocida de algún sector de lectores -«se puede vender cara, por lo grande que es, y no la conocen los aficionados jóvenes» (carta al editor Fernández Lasanta, enero de 189332)-; habida cuenta del entusiasmo de Galdós como lector de   —90→   la novela, manifiesto sin ambages en varias cartas a Leopoldo Alas, pensó este que la autoridad de su amigo en la narrativa española de entonces sería (en forma de prólogo) excelente valedor para la proyectada segunda edición cuya salida se retrasó tiempo y más tiempo por culpa de don Benito que, habiendo aceptado la petición de su amigo, no acababa de enviar las cuartillas del prólogo. Por eso tal edición -que saca en Madrid Fernando Fe, editor con Manuel Fernández Lasanta, yerno suyo, de algunos libros de «Clarín»- lleva en la portada de los dos tomos que la forman la fecha de 1900 (acaso el año en que comenzó a imprimirse) pero en la cubierta de ambos consta 1901 (el año en que se concluyó la impresión, no mucho antes de la muerte del novelista).

Es una edición la de Fe que mantiene el reparto del contenido en dos volúmenes (a quince capítulos cada uno) pero aparece sin las ilustraciones de la primera. Aporta, sí, el elogioso y sugerente prólogo galdosiano (unas quince páginas) y, también, un texto corregido, algo modificado respecto de la edición príncipe, texto que, por ser el último que ofreció Alas, suele tomarse como base en algunas de las ediciones críticas recientes.

Entre ambas ediciones (Barcelona y Madrid) hubo otra, ciertamente curiosa aunque no relevante. El diario madrileño La Correspondencia de España daba en su número del 16 de enero de 1894 la noticia siguiente: «La Publicidad, de Barcelona, empieza a publicar en folletín la preciosa novela de nuestro colaborador Clarín: La Regenta». (Digamos que en ese periódico barcelonés colaboró Alas asiduamente entre 1880 y 1901 con, por ejemplo, una nueva especie de artículo llamada «revista mínima»). Los ejemplares que conozco de esta edición, todos ellos encuadernados por sus primeros poseedores, constan de dos tomos (con el ya conocido reparto de capítulos) formato de 15,4 x 10,5 cms., sin más ilustración que una fotografía del autor y sin ninguna indicación cronológica. (Ante ellos cabe preguntarse si no se tratará de una tirada hecha por el propio diario aprovechando el material empleado para la inserción en folletín y, después, vendida o regalada a los suscriptores.) Con su mención se cierra la lista de ediciones de La Regenta hechas en vida de su autor, tres en total.

El antedicho prólogo galdosiano, que lleva fecha de enero de 1901 pero que no fue acabado hasta abril, es una nueva muestra de la admiración de don Benito por la obra narrativa de su colega y amigo -pocas novelas recuerda haber leído Galdós poseedoras del «interés profundo, la verdad de los caracteres y la viveza del lenguaje» que posee La Regenta-; vuelven así sus plácemes por la creación de ciertos personajes -don Fermín de Pas, a la cabeza pero también Saturnino Bermúdez y Obdulia Fandiño y, desde luego,   —91→   Ana Ozores, en la cual «se personifican los desvaríos a que conduce el aburrimiento de la vida en una sociedad que no ha sabido vigorizar el espíritu de la mujer por medio de una educación fuerte, y la deja entregada a la ensoñación pietista, tan diferente de la verdadera piedad, y a los riesgos del frívolo trato elegante»-. Acaso lo más novedoso de esta incursión crítica galdosiana sea su estimación de La Regenta como «muestra feliz [entre nosotros] del Naturalismo restaurado», esto es: devuelto a su origen cervantino y picaresco y enriquecido con el espíritu y los recursos técnicos modernos.

Casi un año antes de la publicación de este prólogo, tan útil sin duda para el establecimiento de Alas como novelista en la república de las letras, un miembro de la generación entonces más joven, Miguel de Unamuno, le decía en una carta desde Salamanca33: «Tachósele a Vd., con soberana injusticia, de plagiario de Flaubert por aquella obra [La Regenta] en que yo veo la flor de sus experiencias y reflexiones de joven, lo más fresco de Vd., y tanto arrancado de la realidad, intuida y sentida. Y fue Vd. en ella original, realmente original, y no es menester que se cite a Flaubert», proclamación esta que al interesado, no obstante tratarse de cuestión ya olvidada en su virulencia de tiempo atrás, debió de complacerle lo suyo.




3. Final

Esta es la fidedigna (aunque no completa) historia de la recepción de La Regenta «in vita» de su autor, hecha a base de testimonios privados (en cartas que ahora conocemos) y públicos, elogiosos hasta la hipérbole o favorables y positivos, aunque contengan algún reparo; pero también los hay negativos, incomprensivos y malintencionados. He aquí cómo ni los aplausos ni los varapalos consiguieron vencer entonces la rutina e inercia que mantenía a Leopoldo Alas «Clarín» en un alto pedestal de la crítica literaria inmediata y, al tiempo, sin espacio vacante que permitiera otro tanto para el narrador quien, por ejemplo, no figura, ni mencionado ni estudiado, en el libro del hispanista francés Vézinet, Les maîtres du roman espagnol contemporain -de 190734- y, todo lo más, comparece -1922, conferencia del crítico Eduardo   —92→   Gómez de Baquero, «Andrenio»35- como uno de los «novelistas menores» del realismo decimonónico, junto a Picón, Alarcón y Coloma. Con ambas referencias, de fecha posterior a junio de 1901, fallecimiento de Leopoldo Alas en Oviedo, he traspasado los límites cronológicos propuestos; lo que siguió ahora es ya otra historia...







 
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