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Recepción del Sr. D. Pedro Madrazo en la Real Academia de la Historia


Juan Valera





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El domingo 13 se verificó este acto solemne con gran concurso de personas distinguidas por su saber, y de aficionados a las ciencias y a la literatura. Nosotros, que nos contamos entre estos últimos, asistimos también a la recepción y a la lectura que hizo el Sr. Madrazo de su elocuente discurso. Conocíamos y estimábamos al Sr. Madrazo, como poeta; de su grande erudición habíamos oído hacer mil encomios, y de la novedad de sus ideas y de la originalidad de su estilo como prosista, había llegado a nosotros, si no las muestras, la fama.

Así es que esperábamos mucho del discurso de recepción, en el cual se esmeran todos, y en el cual suponíamos que el Sr. Madrazo había también de esmerarse. Nuestras esperanzas, en efecto, no salieron   -19-   vanas. El discurso, que pronto se divulgará publicado en la Gaceta, es excelente, así por la elegancia y brillantez de la palabra, como por la vigorosa energía del entendimiento, que en tan breve espacio ha sabido resumir y compendiar tantos hechos y tantas ideas, y ordenarlos de suerte que formen un todo armónico, que concurran a un solo fin, y que sean como trono, sobre el cual se levante y descuelle la idea capital y más trascendente del autor.

El discurso parece una historia de nuestra civilización, trazada a grandes rasgos; una filosofía de nuestra historia expuesta de un modo poético, con más galas de estilo y pompa de lenguaje, que método dialéctico. El orden del discurso, por lo mismo que el discurso abraza tanto, no puede ser precisamente el orden de la prosa didáctica; pero el autor, aunque se desbordan sus ideas con exuberancia, acierta a coordinarlas, más que como académico, como un egregio poeta que da claridad y tersura a los cantares, aún en medio de sus más líricos arrebatos. Fue parte también en que nos pareciese tan pronunciado el lirismo del Sr. Madrazo, su entusiasta manera de leer el discurso, casi con ritmo y entonación de poesía, y con voz sonora y simpática, que le prestaban singularísimo encanto.

De todos modos, el discurso del Sr. Madrazo es una obra notable, y no se ha de extrañar que, siendo tan pocas las que por desgracia se publican en el día, nosotros nos ocupemos y demos de esta una breve noticia, exponiendo nuestro juicio y diverso parecer sobre   -20-   un punto muy importante, en que sentimos no estar de acuerdo con el nuevo académico.

Este se propone investigar el norte señalado por la Providencia a la sociedad española y las leyes peculiares de su desarrollo, y cuenta como los más esenciales y distintivos elementos de nuestro carácter, el celo religioso, la fe monárquica y un profundo sentimiento de independencia y libertad. Unidos estos tres elementos en concertada proporción, han engendrado toda la grandeza de nuestra historia patria; pero, cuando uno de ellos prevalece y se magnifica a expensas de los otros, es causa de decadencia y aun de ruina: el celo religioso se convierte en superstición y fanatismo; en servilismo la fe monárquica; en espíritu de rebelión y de anarquía, en odio infundado a los extraños, y en rudo afán de aislamiento, el noble sentimiento de libertad y de independencia.

Es imposible seguir al Sr. Madrazo en la rápida, nutrida y concisa enumeración de los grandes hechos de nuestros mayores, donde descubre la inspiración y el impulso poderoso de los tres sentimientos enunciados. El amor a la libertad y a la independencia resplandece en nuestra lucha secular con los romanos y cartagineses, y con los moros, y queda escrito con fuego y sangre en los épicos suicidios de Numancia, Astapa y Sagunto, en la lucha de siete siglos contra el islamismo, en la gloriosa y tenaz peregrinación de Covadonga a Granada, y, aún recientemente, en la heroica resistencia que España opuso al coloso del siglo. El celo religioso brilla también en todos los actos de esta ilustre   -21-   nación, desde sus primeros cristianos, que deseosos del martirio y despreciadores de la muerte, jamás se ocultaron en criptas ni catacumbas, hasta los valientes soldados y sufridos misioneros, que con la persuasión y la espada difundieron por toda la redondez de la tierra la luz del Evangelio y la civilización de Europa, iluminando con ellas, no sólo las más apartadas y bárbaras regiones del remoto Oriente, sino un inmenso y nuevo mundo, antes desconocido. De la fe monárquica de los españoles dan por último testimonio toda su historia, su literatura y su poesía, en la cual llega ya la lealtad y la devoción a los reyes, hasta el extremo censurable de no retroceder ante el crimen. El rey manda matar, y el perfecto caballero mata, como si fuera un bravo, o como si el rey pudiera trocar lo malo en bueno, y borrar del decálogo alguno de los mandamientos divinos.

Es menester convenir en que están admirablemente demostradas y descritas, en el discurso del Sr. Madrazo, todas estas calidades de nuestro gran ser como pueblo. En lo que no convenimos con el Sr. Madrazo, en lo que somos mucho menos severos moralistas, en lo que no podemos hacer coro a sus patrióticas alabanzas, es en la evidente ineptitud que tiene el pueblo español, en sentir del Sr. Madrazo, para lo que él llama las artes del deleite. Para nosotros, prescindiendo ahora de si realmente hay esa ineptitud en el pueblo español, o no la hay, es la ineptitud misma una falta lastimosa que debiera remediarse, y no una excelencia en la que tengamos que cifrar nuestro orgullo. No   -22-   creemos, con el nuevo académico, que en todas las naciones, así en el mundo antiguo como en el moderno, la excesiva perfección de la forma consagrada al deleite coincide siempre con la depresión del sentido moral. No creemos que la bondad esté reñida con la hermosura, ni el valor con la cortesanía, ni la elegancia con la virtud, ni los más delicados refinamientos artísticos con el santo amor de la patria. No creemos que la aparición de elegantes poetas, de diestros escultores, de pintores, arquitectos y músicos hábiles, sea signo ominoso de la corrupción y caída de los imperios. No somos tan misántropos, como el Sr. Madrazo. No vemos, como él, ese antagonismo entre la civilización y la cultura. No queremos persuadirnos de que convenga ser zafios para ser honrados. Parece imposible que el Sr. Madrazo, que es tan culto, tan atildado, tan correcto en cuanto hace, en cuanto escribe y hasta en su misma persona, sea quien sostiene tan singular opinión.

«Despréndese del estudio de la clásica antigüedad, dice el Sr. Madrazo, un hecho altamente significativo y que debe servirnos de escarmiento siempre que una alucinación peligrosa nos haga deplorar que no hayan producido las dinastías españolas Augustos y Médicis, ni el arte español Praxíteles y Parrasios, Poggios y Aretinos. En los tiempos en que más levantada aparece la humana dignidad, revisten las creaciones de la inteligencia, si es lícito expresarlo así, una especie de sequedad sobrenatural y sublime, y no se muestra émula risueña y seductora de la naturaleza hasta que   -23-   los corazones y los entendimientos se prostituyen».

Hay en el párrafo que acabamos de trascribir, una serie de herejías artísticas, a las cuales, por lo mismo que las predica con toda la magia de la elocuencia, un hombre de talento, aunque inclinado a la paradoja, es muy del caso poner algún correctivo.

En primer lugar, es justo que consideremos que aunque la eflorescencia de las artes haya alguna vez coincidido con la inmediata corrupción y caída de un imperio y con la pérdida o maleamiento de una civilización, no por eso se ha de tener aquel fenómeno histórico por causa ni por signo siquiera de estos últimos. Un imperio, una nacionalidad, una civilización suelen no producir sus grandes poetas y sus perfectos artistas, hasta que llegan a su completo crecimiento y desarrollo; y si mueren después de haberlos producido, no es culpa de los artistas ni de los poetas, sino del destino, o dígase mejor, de las leyes providenciales de la historia, que no habían señalado más larga vida a aquel pueblo, nación o raza. Árboles hay que dan el fruto y mueren luego, sin que el fructificar se tenga en ellos por causa ni por signo de corrupción y de muerte, sino de plenitud y perfecto término de su adelanto. El ser viviente que da la seda, la da al morir, encerrándose en ella como en una mortaja, de donde no sale sino para dejar la semilla y morir de nuevo.

Por dicha, en la historia de la humanidad no acontece por lo común lo que en la historia de los seres orgánicos que hemos citado: antes bien, el refinamiento   -24-   en las artes y en los modales, la época de la mayor elegancia y de la más elevada cultura, suele preceder, con siglos de intervalo, a la época de postración, corrupción y caída.

En Grecia tiene lugar esta edad elegante, artística y literaria, desde la guerra médica en la que Esquilo peleó, hasta la conquista del Asia por Alejandro; y verdaderamente que no puede citarse este periodo como periodo de decadencia de aquella gran civilización, sino como el de su mayor desarrollo y difusión por el mundo. La cultura griega, las bellas artes consagradas al deleite, la poesía épica, lírica y dramática, todo decae después conforme van decayendo la civilización, el valor y el poder político de Grecia. No crecen la cultura y el buen gusto y la elegancia verdadera, conforme la corrupción va creciendo: antes bien, todo desmaya al mismo paso.

En Roma las artes y las letras son más bien un remedo que un fruto natural y propio; pero aún así, las artes y las letras florecen en Roma, si no en los mejores aunque más rudos tiempos de la república, en una edad lejana aún de la corrupción y caída. Los primeros poetas trágicos y cómicos son contemporáneos de los Escipiones; en Virgilio y en Horacio sobrevive aún el nobilísimo espíritu de la recién vencida república. Si después Roma decae como poder político, las letras y las artes no por eso prosperan más, ni se hacen más perfectas en la forma, sino que preceden y anuncian con su corrupción y con su barbarie, que hasta en la lengua se nota, el desquiciamiento y ruina del coloso romano.

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En los pueblos modernos de Europa, de una civilización más segura por entrar en ella el cristianismo como elemento y como base, sucede a menudo todo lo contrario de lo que el Sr. Madrazo supone. El desarrollo de las ciencias y las artes, la aparición de una gran literatura y la elegancia de las costumbres suelen preceder y ser como signo y anuncio de la futura grandeza política. Desde Luis XIV hasta el día, ora con esta, ora con estotra forma de gobierno, Francia prepondera en el mundo civilizado. Al portentoso poderío del imperio británico precedió también una gran literatura, refinada y elegante.

Por otra parte, esa sequedad sobrenatural y sublime del arte, de que habla el Sr. Madrazo, no se muestra siempre en las épocas en que está más alta la dignidad humana. No era muy alta la dignidad humana, ni eran muy buenas las atroces y viciosísimas costumbres que reprendían los profetas judíos, modelos de esa sequedad sobrenatural y sublime. ¡Qué mayor corrupción e inmoralidad, qué estado más anárquico y espantoso, qué costumbres más perversas que las de Italia, cuando escribió Dante su divino poema, donde también resplandece esa sequedad sobrehumana! Pues qué, la corrupción, aunque se dore y revista en ocasiones de las más brillantes galas, ¿no suele ir unida con más frecuencia a la grosería y a la barbarie?

Hasta la propia molicie y el lujo y lo exquisito, peregrino y alambicado de los deleites, que no parece sino que debieran ser forzosos compañeros de una excesiva cultura, acompañan y afean más las costumbres   -26-   de los pueblos semibárbaros, que las costumbres de los pueblos cultos y artísticos, donde el deleite sensual se olvida y menosprecia por el deleite del alma, y cuando no se olvida, al menos se limpia, se encubre o se hermosea. Crea el Sr. Madrazo que la moza de Otahiti se vestía su grosera túnica de algodón, y se adornaba de cuentas de vidrio y de chinitas y de conchas del mar, con más vicioso propósito que se viste de sedas y encajes, y se corona de diamantes y esmeraldas, primorosamente engastados, la lionne más peligrosa y coqueta de nuestros días. No dude que la timorodea de la otahitiana y el tango de la negra son más lascivos y muelles que las polkas y hasta que el cancán de la parisiense. No imagine que la depravación de Roma, en tiempo de los Césares, era efecto de la cultura, de la filosofía, de las artes y de la literatura, sino que era a pesar de todas estas cosas. Repetimos que el lujo, la molicie, el refinamiento y los caprichos más extraños del hastío voluptuoso se dan y se han dado más comúnmente entre los bárbaros y aún entre los salvajes, que entre los pueblos cultos. A ningún rey de la Europa culta, por tirano que haya sido, se le pudo jamás ocurrir lo que al buen rey Asuero se le ocurría y aún tenía por costumbre y estatuto de su reino, donde no había poetas, ni Praxíteles, ni Parrasios, que sepamos. Y era lo que se le ocurría, que las más lindas muchachas de todos sus dominios se le habían de presentar sucesivamente, previa una preparación de doce meses, durante los cuales se habían ellas de estar encerradas, lavándose, sahumándose, embalsamándose,   -27-   perfumándose, acicalándose y hermoseándose, de suerte que la imaginación más discreta y más lasciva de ahora no acierta a comprender ni a ponderar.

Persuádase el Sr. Madrazo de que para esta clase de sutilezas voluptuosas y de invenciones lascivas no se ha menester gran cultura ni gran primor artístico: antes se ven estas cosas y se conciertan mejor con las costumbres bárbaras y groseras. ¡Cuántos ejemplos no podríamos citarle en prueba de lo dicho (si lo consintiera el corto espacio que podemos ocupar en este periódico) de aquellos buenos tiempos de la sequedad sobrenatural y sublime, en que se pintaban y se esculpían imágenes de nuestro Redentor que parecían deformes cadáveres, llenos de sangre y de llagas, y en que el arte no competía aún con la bella naturaleza, sino que superaba y se adelantaba, no ya a lo natural, sino a todo lo ideal que podemos concebir hoy en punto a feo! Baste recordar al Sr. Madrazo que no eran muy artísticos los siglos X y XI de la era cristiana, ni que eran muy cultos; mas, aunque feroces, no dejaron de ser horriblemente corrompidos.

No entramos aquí, porque sería menester escribir un discurso de no menores dimensiones que el discurso del Sr. Madrazo, en la averiguación de si los españoles padecen o no de la evidente ineptitud que éste les atribuye.

No queremos decir si somos tan foscos y graves como el Sr. Madrazo supone, o si somos más risueños y alegres. Sólo decimos que, en todo caso, la evidente ineptitud es una falta, y no un mérito.

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Una gitana arrebujada en una manta vieja excita peores y más bestiales instintos en un hombre ordinario, que las tres Venus de Milo, de Médicis y del Capitolio, en una persona culta. Cualquiera mujer elegante y joven de ahora podrá tener una mala tentación al ver pasar por la calle a un buen mozo vestido, y hasta con gabán y bufanda: mas para que tenga esa mala tentación delante del Apolo de Belvedere, y para que no sienta en toda su pureza la limpia y serena admiración de la ideal hermosura humana, será menester que esté poseída de todos los demonios, o que la domine el más brutal y grosero temperamento.

El Sr. Madrazo condena en nombre de la religión cristiana el naturalismo, la representación de la hermosura. El Sr. padrazo ha tomado en sentido muy lato que la carne es uno de los tres enemigos del alma. Su pudor se asemeja un tanto al de aquella beata que estaba afligidísima porque tenía que aparecer desnuda el día del juicio final.

¿Cómo hemos de negar nosotros la concupiscencia de la carne contra el espíritu? Pero tampoco nos podrá negar el Sr. Madrazo la del espíritu contra la carne, que es la suya. ¿De dónde ha sacado ese ultraespiritualismo y ese amor a la fealdad física, o por lo menos ese aborrecimiento a la hermosura del cuerpo, que su pone en nuestra religión? Pues qué, ¿nuestro Señor resucitó acaso con un cuerpo feo, o resucitó con un cuerpo hermoso? ¿Y no subió con él al cielo, y no le hizo participante de su divinidad y de su gloria? ¿Nuestros cuerpos, no han de resucitar también adornados, si lo   -29-   merecemos, de peregrina hermosura? ¿El vicio es acaso la belleza, y la fealdad es acaso la virtud? ¿Ha de volver el arte, para que sea cristiano y no pagano, a la sublime sequedad de los pintores bizantinos?

El discurso del Sr. Madrazo tiene esta tendencia. No exageramos lo que dice; solamente lo interpretamos para hacerlo resaltar y con el objeto de impugnarlo, haciendo ver sus consecuencias extremas.

Cierto espíritu mojigato se ha difundido por toda España de algún tiempo acá, y ha turbado los más claros ingenios. No se extrañe, pues, que tratemos de combatirle hasta donde alcancen nuestras débiles fuerzas. Sólo nos queda aún un deber que cumplir; el de pedir perdón al público, y al mismo elegante, culto y erudito autor criticado, de la ligereza y desorden con que hemos hecho esta crítica; pero ni la premura del tiempo, porque en los periódicos diarios deben aparecer inmediatamente estos juicios, ni la forzosa precisión de no extenderse demasiado, han consentido otra cosa.

(El Contemporáneo.)








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