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(R)econociendo el monstruo interior: grotesco y creación en Delmira Agustini

Carla Giaudrone





La historia de la recepción crítica de Delmira Agustini revela los diferentes intentos por encasillar, domesticar y corregir su escritura1. Algunos encontraron su poesía desmedida y ripiosa; otros se esmeraron en construir la imagen de la niña que escribe, reforzando la visión de la mujer como una menor; mientras que otros optaron por la desfeminización de la autora. En el prólogo a Los cantos de la mañana (1910), Manuel Pérez y Curi puntualiza lo extraño y lo complejo en su escritura, al mismo tiempo que hace referencia a su frescura y jovialidad. Por un lado, el crítico habla de la delicadeza innata de Agustini, para luego masculinizarla, llamándola «el poeta». Tanto en el prólogo de Medina Bentancort al Libro blanco (1907) como en el «Pórtico» de Rubén Darío a Los cálices vacíos (1913), se observa una deliberada infantilización en la construcción de la escritora, convirtiéndola en una «candorosa niña» (Medina Bentancort 90) a punto de sucumbir a la tentación. Aquí, la maniobra de desautorización es doble: por un lado se presenta la poesía de Agustini como una de aprendizaje, por el otro, se le fabrica una sexualidad; ella es la «virgencita de carne» (90) que exhibe un erotismo subliminal.

Los estudios críticos de los últimos años han reivindicado el papel de la obra de Agustini en la emergencia de una nueva tradición poética femenina. Su escritura introduce un «yo» poético/autorial que se constituye como sujeto hablante y formulador de una subjetividad propia. Entre los más notables procedimientos usados por la autora, figura la resemantización de los iconos femeninos del modernismo, que produce una desestabilización de los estereotipos de inmovilidad y displicencia y sus contrarios de agresión y perversidad que la tradición literaria masculina atribuye a la mujer. La voz poética se reapropia de imágenes convencionales de la crueldad femenina autocreándose como la femme fatale con voz propia («En mis sueños de amor ¡yo soy serpiente!», 294), construyendo, a partir de figuras que encarnan las fantasías masculinas, una voz femenina que expresa su deseo. Haciendo uso de estrategias que buscan recobrar el lugar de su explotación por el discurso (como las que describe Luce Irigaray en Ce sexe qui n'en est pas un), Agustini asume su papel de mujer fatal pero no como la creación del deseo y el miedo masculino, sino como la del deseo femenino que se autoriza a sí misma.

En «Fiera de amor» el sujeto lírico se ajusta a la imagen de la mujer hiedra, parásito del hombre, para parodiarla y rehacerla («Perenne mi deseo, en el tronco de piedra / Ha quedado prendido como sangrienta hiedra», 248). Al igual que en «El vampiro» («Y exprimí más, traidora, dulcemente / Tu corazón herido mortalmente», 186), se percibe en este poema un regocijo en la condición parasitaria. El «yo» poético se representa a sí mismo hambriento, devorador, plenamente identificado con su deseo al tiempo que celebra ese devorar al otro («No hay manjar que más tiente, no hay más grato sabor» 248) en un impulso vital extraordinario que deriva del mismo acto de ingerirlo («Y crecí de entusiasmo» 248). Se trata de un proceso de objetivación donde se inanima al «tú», se lo paraliza como la hiedra que ahoga al árbol y que reaparece en poemas como «Tu dormías», donde el «yo» juega con la cabeza/joya de su amado. La mujer/hiedra, por su parte, sofoca al hombre para luego morderlo y descubrir una materialidad precaria: «No es ni carne ni mármol: una pasta de estrellas / Sin sangre, sin calor y sin palpitación...» (248). Este objeto fabricado de un material perecedero no se encuentra a la altura de la desmedida pasión del yo. «Fiera de amor» ofrece un final anticlimático muy similar al que se observa en «Visión», donde el sujeto se queda esperando inútilmente «el aletazo del abrazo magnífico». Toda la expectativa desorbitada del «yo» culmina con la frustración de algo que prometía tanto y que, sin embargo, termina por escabullirse en las sombras o deshacerse como una pasta.

En lo que al uso del grotesco respecta, es raro ver en la autora celebraciones del poder de la mujer mediante la creación de imágenes de cuerpos femeninos enormes, exuberantes o exagerados. Más bien, su poética intenta responder a estrategias de autodefinición por medio de la autoduplicación, la fragmentación y el uso de un grotesco menos evidente, poco definido o diferenciado pero, por eso mismo, más amenazador que aquellas formas femeninas o feminizadas, expansivas y sobrecogedoras que revelan los textos de Julio Herrera y Reissig y Roberto de las Carreras.

Tan difícil como precisar la totalidad del «tú» en la obra de Agustini, resulta definir marcas genéricas concretas. Si en términos generales la simbología a la que recurre la autora identifica al «yo» poético con lo femenino -la rosa o el capullo que se abren, la cerradura que espera la llave en «El intruso», el surco ardiente de «Otra estirpe», el desierto esperando el agua en «Visión»-, tanto el elemento masculino como el femenino ofrecen representaciones confusas oinestables. En los primeros versos de «Supremo idilio», por ejemplo, la voz lírica presenta la trillada escena romántica de la dama/prisionera en su castillo que conversa desde el balcón con su caballero/salvador. En una versión original, Agustini trastorna el convencionalismo del cuadro mediante la imposición de dos cuerpos ambiguos:


En el balcón romántico de un castillo adormido
Que los ojos suspensos de la noche adiamantan,
Una figura blanca hasta la luz… Erguido
Bajo el balcón romántico del castillo adormido,
Un cuerpo tenebroso… Alternándose cantan.


(187)                


En estos versos, en los cuales la diferencia sexual aparece diluida, la figura masculina es contenida en un «cuerpo tenebroso» erguido que se contrapone a la elusiva «figura blanca hasta la luz» identificada con lo femenino. Si bien este poema ofrece «un fuerte claro-oscuro» (189) entre la luz blanca (femenina) y el cuerpo tenebroso (masculino), en otras ocasiones la autora retoma ese mismo contraste para representar la relación contraria. En «El intruso», por ejemplo, es el elemento masculino y no el femenino el que fulgura radiante: «Tu forma fue una mancha de luz y de blancura» (168).

La imagen de la mancha, por su parte, es un elemento más consistente en la escritura de Agustini cuando de representar lo masculino se trata. En el poema «Con tu retrato», el sujeto lírico restablece la imagen del «tú» como un borrón, «una gran mancha lívida y sombría» (241). Asimismo, en «Visión», el «tú» surge de las sombras como algo que mancha, que ensucia, que engrasa: algo, más que alguien, una entidad que fluctúa entre lo estable y lo inestable, lo vivo y lo muerto, lo móvil y lo inerme.


En mi alcoba agrandada de soledad y miedo,
Taciturno a mi lado apareciste
Como un hongo gigante, muerto y vivo
Brotado en los rincones de las noches
Húmedos de silencio,
Y engrasados de sombra y soledad.


(236)                


Ni la forma ni la sustancia concreta del sujeto masculino son definidas con precisión: el amado puede ser representado en un mismo poema con la solidez de una «torre de mármol», o la precaria fragilidad de una copa de cristal o una «estatua de lirios» («Visión»); otras veces se eleva como una gloriosa escultura de piedra para luego quedar transformado en una «pasta de estrellas», un compuesto blando y ordinario, no obstante su origen celestial («Fiera de amor»). En términos generales, el «tú» se manifiesta como un organismo amorfo que se expande y contamina como el hongo de «Visión» que brota de los rincones y crece, o como las larvas tenebrosas del poema «Mi plinto».

En la escritura de Agustini predominan los interiores insalubres, claustrofóbicos, a veces sucios, que difieren radicalmente de los ambientes lujosos y cosmopolitas de los textos modernistas más convencionales. En sus poemas más representativos abundan las alcobas nocturnas, los claustros, las celdas oscuras, los castillos ruinosos, desolados y las torres húmedas. Despojado de aquellos objetos lujosos, por medio de los cuales la escritura modernista recrea el espíritu del habitante de ese interior, el espacio en Agustini adquiere características orgánicas que rememoran los intrincados decorados con motivos vegetales de la estética del art nouveau.


Mi cuarto:…
Por un bello milagro de la luz y del fuego
Mi cuarto es una gruta de oro y gemas raras:
Tiene un musgo tan suave, tan dulce que me creo
Dentro de un corazón...


(«Nocturno» 227)                


Las referencias a la gruta como metáfora corporal identifican este espacio subterráneo con el cavernoso cuerpo femenino, un tropo que conecta a la mujer con el grotesco. El término grottesco, por su parte, evoca la gruta o la cueva, lo que se encuentra bajo la superficie, lo terrenal y lo que permanece en la oscuridad2.

En su estudio sobre el grotesco femenino, Mary Russo advierte sobre los peligros de apresurar una identificación de lo femenino con lo arcaico. La misoginia suele relacionar estos espacios escondidos del interior con lo visceral, rechazando los flujos corporales (los vómitos, la sangre menstrual, las lágrimas, los excrementos y las heridas) para situarlos del lado de lo femenino. En «Tertulia lunática» (1909), por ejemplo, Julio Herrera y Reissig lleva a extremos casi inadmisibles las representaciones abyectas de lo femenino:


Te llevo en el corazón,
nimbada de mi sofisma,
como un siniestro aneurisma
que rompe mi corazón...
Oh Monstrua! Mi ulceración
en tu lirismo retoña,
y tu idílica zampoña,
no es más que parasitaria
bordona patibularia
de mi celeste carroña!
.................................
Mefistófeta divina,
miasma de fulguración,
aromática infección
de una fístula divina…
¡Fedra, Molocha, Caína,
cómo tu filtro me supo!
¡A tí -¡Santo Dios!- te cupo
ser astro de mi desdoro;
yo te abomino y te adoro
y de rodillas te escupo!


(Poesías 35-37)                


En estos fragmentos, que establecen una relación explícita entre lo femenino y lo corporal abyecto (aneurisma, ulceración, carroña, miasma, infección, fístula), se observa una particular selección de iconos de perversión. Además de las imágenes más distintivas de la mujer malvada que se mencionaban en el capítulo anterior, el sujeto -como si no le fuera suficiente la genealogía monstruosa que le provee la tradición cultural- feminiza representaciones del mal propias de la tradición masculina: el monstruo, Caín, Moloc, Mefistófeles. Por un lado es pertinente reconocer en esta hiperbolización cierta intención paródica del autor, tal como define el término Linda Huctcheon en su estudio sobre la parodia, esto es, como una repetición crítica y ampliada de la diferencia irónica. Pero también es importante señalar cómo en este y otros textos del modernismo, el discurso masculino fluctúa entre la reivindicación del derecho de la mujer al placer sexual (enfatizando el aspecto vital, móvil y desbordado del deseo) y su degradación, representada por medio de imágenes que llevan la naturaleza sexual de lo femenino al extremo grotesco.

En la escritura de Agustini, la expresión del deseo se encuentra enmarcada por un ambiente cerrado y opresivo en el cual abundan las visiones viscerales, las llagas supurantes y las heridas internas. El paraje lúgubre que habita la diosa/hada/maga de «El poeta y la diosa» (uno de los pocos poemas de Agustini donde el «yo» poético se identifica como un sujeto masculino: «Ebrio de ensueños, [...] digo trémulo: Escancia!», 131), se convierte en el espacio abyecto que la diosa domina:



Entré temblando a la gruta
Misteriosa cuya puerta
Cubre una mampara hirsuta
De cardos y de cicuta [...]

Un roce de terciopelo
Siento en el rostro, en la mano
-Arañas tendiendo un velo-
¡A cada paso en el suelo
Siento que aplasto un gusano!


(130)                


Pese al temor y al asco que le causa, el sujeto se sumerge con fascinación en ese espacio repulsivo para poder adquirir las más preciadas esencias. Remarcando su condición de persona extraña al territorio, el «yo» masculino penetra en la gruta del hada/diosa, encantado y aterrado a la vez, para saciarse con los «raros vinos» que solamente ella es capaz de ofrecer.

A un tiempo repulsivo y tentador, el espacio ambiguo y arcaico de la escritura de Agustini se presenta como el lugar donde reside lo abyecto, en el sentido que le otorga al término Julia Kristeva en Los poderes de la perversión:

Hay en la abyección una de esas violentas y oscuras rebeliones del ser contra aquello que lo amenaza y que le parece venir de un afuera o de un adentro exorbitante, arrojado al lado de lo posible y de lo tolerable, de lo pensable. Allí está, muy cerca, pero inasimilable. Eso solicita, inquieta, fascina el deseo que sin embargo no se deja seducir. Asustado, se aparta. Repugnado, rechaza, un absoluto lo protege del oprobio, está orgulloso de ello y lo mantiene. Y no obstante, al mismo tiempo, este arrebato, este espasmo, este salto es atraído hacia otra parte tan tentadora como condenada. Incansablemente, como un búmerang indomable, un polo de atracción y repulsión coloca a aquel que está habitado por él literalmente fuera de sí.


(7)                


El momento de la abyección privilegia la transgresión, al mismo tiempo que rescata una identidad creadora para el sujeto femenino. Los poemas más representativos de Agustini remiten a una presencia maligna con características grotescas, arraigada en el interior del sujeto, creciendo y desgarrando sus entrañas: «¿No habéis sentido nunca el extraño dolor / De un pensamiento inmenso que se arraiga en la vida / Devorando alma y carne, y no alcanza a dar flor?» («Lo inefable» 193). La identificación con lo monstruoso que sugiere la repetida imagen de la gestación aberrante en los poemas de Agustini estaría apuntando a una pérdida del control masculino en el terreno de la creación3.

El espacio interior en Agustini, infectado por telarañas y musgo, corrupto por la humedad y los hongos, frecuentemente se encuentra poblado por una fauna macabra de arañas, gusanos, larvas, culebras, vampiros, búhos y otros animales tenebrosos. El sujeto de «¡Oh tú!» pasa sus melancólicas horas en la «húmeda torre inclinada» acompañada por la figura «siniestra de un gran búho» que


Eternamente incuba un gran huevo infecundo,
Incrustadas las raras pupilas más allá;
O caza las arañas del tedio, o traga amargos
Hongos de soledad.


(El énfasis pertenece a la autora 229)                


La noción de la gestación anómala se repite en «Lo inefable», donde el «yo» carga «eternamente, / Desgarradora y árida, la trágica simiente / Clavada en las entrañas como un diente feroz!...» (194). En Agustini, la simiente árida y el gran huevo infecundo remiten a una forma de maternidad monstruosa, a un dar a luz algo devastador que repite la escena del parto que Kristeva considera el momento abyecto por excelencia: «un horror de ver en las puertas imposibles de lo invisible que es el cuerpo de la madre» (el énfasis pertenece a la autora 205). La gestación es presentada como un proceso execrable, violento y desgarrador que produce sufrimiento -«¿Soy flor o estirpe de una especie oscura / Que come llagas y que bebe el llanto?» («El vampiro» 186). Sin embargo, es a partir de ese dolor sublime que resurge algo soberbio y vital, el tronco de un linaje, la «raza nueva» de «Visión», el «surco ardiente» de «Otra estirpe»: «Donde puede nutrirse la simiente, / De otra Estirpe, sublimemente loca!» (243).

El motivo de la genealogía de lo monstruoso con la cual se ha identificado a la escritora, cobró un significado especial en los años que siguieron a su asesinato en manos del que fuera su novio por años y esposo por un par de meses, Enrique Job Reyes. En una carta atribuida a Reyes, supuestamente escrita poco después de su separación, el autor se refiere a las «revelaciones monstruosas de impureza y deshonor» (citado en Cáceres 16) que le hiciera la madre de su esposa en el día de la boda4. El carácter sexual de esas revelaciones -muy posiblemente se trate de consejos sobre métodos anticonceptivos-, se desprende de las referencias que Reyes hace de su suegra como aquélla «que me mostró el fondo perverso de su alma en toda su desnudez, a pretexto de que no te hiciera madre» (19). Reyes alude a «lo monstruoso, lo repugnante del consejo de tu madre» (16) como un terrible secreto que él ya no está dispuesto a guardar. La carta concluye con un dramático reto dirigido a la madre de Agustini: «dile que si ella pretende manchar mi nombre con una calumnia, yo haré saber al mundo entero el monstruo que se encierra dentro del cuerpo de María Murtfeldt de Agustini» (20-21). En la tenaz voluntad de la Murtfeldt de crear una poeta y no una de las «matronas espesas» despreciadas por Herrera y Reissig en El pudor y la cachondez, subyace, en opinión de Reyes, la monstruosidad del carácter de su suegra.

La noción de una tradición de horror transmitida por línea materna tampoco escapó al ámbito de la crítica literaria. En la sección titulada «Una hipótesis biográfica» de Sexo y poesía, Emir Rodríguez Monegal se refiere a la relación entre la poeta y su madre, especialmente cuando alude al celo con que María Murtfeldt protegía la carrera literaria de su hija, como una «monstruosa sujeción» (40) la cual contribuyó, según entiende el crítico, a colocar a la creadora «al borde de la psicosis» (50). No obstante los comentarios negativos de muchos críticos y biógrafos en torno a las relaciones de la escritora con su familia, los relatos de amigos y familiares así como los documentos personales que sobrevivieron, indican el apoyo incondicional que recibió Delmira Agustini por parte de sus padres, especialmente su madre, quienes reconocieron desde muy temprano el talento creativo de su hija.

La idea de una genealogía anómala transmitida de madre a hija que los citados textos de Enrique Job Reyes y Rodríguez Monegal hacen explícita, deriva de una línea de pensamiento que, como apunta la crítica Marie-Hélène Huet, atribuye la progenie monstruosa a un trastorno de la imaginación materna:

En vez de reproducir la imagen del padre, como la naturaleza ordena, el niño monstruoso reflejaba los deseos violentos que habían conmovido a la madre en el momento de la concepción o durante el embarazo. El retoño exhibía las marcas de los caprichos y antojos maternos en vez de los rasgos reconocibles de su creador legítimo. El monstruo, por lo tanto, borraba la paternidad y proclamaba el peligroso poder de la imaginación femenina.


(1)                


La creencia tradicional que considera a la imaginación monstruosa un atributo femenino que anula los rastros paternos, se origina en la Antigüedad y se mantiene durante el período romántico con las teorías estéticas generativas de la obra de arte, las cuales proponen recuperar la vis imaginativa para la figura masculina. Es precisamente durante el romanticismo (período donde se reafirma el poder seductor de lo monstruoso como aberración) que la nueva noción de monstruosidad desvía su énfasis de lo maternal a lo paternal al mismo tiempo que mantiene el elemento clave de la progenie singular5. A lo largo del extenso período que analiza Huet en su estudio -donde se detiene en las figuras de Madame Tussaud (1761-1850) y su Cámara de los horrores y Mary Shelley (1797-1851), la autora de Frankenstein-, la crítica observa cómo muchas creadoras de carácter excepcional y talento inusual incentivaron la idea de una genealogía de la fama y el horror.

En Agustini, las referencias a una nueva raza o estirpe, así como la imagen de la simiente, el tallo o la cadena, sugiere un sentimiento ambiguo de pertenencia, continuidad o vínculo impreciso a una tradición anómala. El poema «La ruptura» (Los cálices vacíos), por ejemplo, se refiere a la conexión entre el sujeto y una monstruosidad que es a la vez rechazada y exaltada:



Érase una cadena fuerte como un destino,
Sacra como una vida, sensible como un alma;
La corté con un lirio y sigo mi camino
Con frialdad magnífica de la Muerte… Con alma

Curiosidad mi espíritu se asoma a su laguna
Interior, y el cristal de las aguas dormidas,
Refleja un dios o un monstruo, enmascarado en una
esfinge tenebrosa de otras vidas.


(235)                


La cadena enuncia una continuidad que el sujeto lírico interrumpe para seguir un camino propio en un gesto de ruptura que, si bien es firme, no se presenta violento ni triunfal. En parte por las cualidades tan variadas que se le confieren a esta cadena -su fuerza, su sacralidad y su sensibilidad-, se hace difícil concretar su naturaleza específica. ¿Se trata de la cadena que ata al sujeto a la tradición literaria masculina y que aquél corta para encontrar un estilo propio? ¿O la cadena constituye, más que sujeción, una sucesión, un linaje que conecta al sujeto femenino a una genealogía aberrante? Una vez producido el rompimiento, la curiosidad lleva al sujeto a buscar un reflejo en las aguas tranquilas de su interior. Allí descubre, sin demasiada sorpresa, «un dios o un monstruo», es decir, una entidad execrable con la capacidad creadora de un dios. Esta distorsionada escena narcisista no provoca temor al sujeto, a diferencia de la ambigua reacción que en «Tú dormías» (Cantos de la mañana, 1910) produce en el «yo» lírico la visión siniestra. En dicho poema el sujeto se encuentra contemplando la inerte cabeza de su amado:



Cuando en tu frente nacarada a luna,
como un monstruo en la paz de una laguna,
surgió un enorme ensueño taciturno…

¡Ah! tu cabeza me asustó… Fluía
de ella una ignota vida… Parecía
no sé qué mundo anónimo y nocturno…


(204)                


En «La ruptura», el adjetivo «tenebroso» no califica a la figura del monstruo, sino a la máscara con la que éste oculta su rostro: la esfinge, el abominable icono de perversidad femenina que conjuga la imagen de la madre amamantadora y la bestia voraz. El sujeto identifica la naturaleza híbrida del monstruo-dios con su propia esencia, recuperando para sí esa figura estigmatizada. Pero, al tiempo que rechaza su categorización, no se reconoce en la otra cara del monstruo, la máscara «tenebrosa de otras vidas» que la tradición cultural le ha impuesto.

Por su naturaleza híbrida, el monstruo irrumpe como un tercer término que complica el orden binario, produciendo una crisis de las categorías, que la crítica Majorie Garber expresa como un fracaso de la distinción a través de la definición, un límite que se hace permeable y que permite el entrecruzamiento de categorías aparentemente distintas: negro/blanco, judío/cristiano, noble/burgués, amo/esclavo (16)6. Asimismo, la figura del monstruo en Agustini encuentra cierta similitud en la analogía que establece Garber entre el travestido y el gen codificado o marcado (tagged gene), el cual se manifiesta en la cadena genética indicando la presencia de una condición oculta: no es el gen en sí mismo sino su presencia lo que delata el punto conflictivo, indicando la posibilidad de una crisis en algún (otro) lugar (17). Esa presencia oculta, enterrada, a veces sale a la superficie y se muestra como lo unheimlich, que Schelling, el filósofo alemán del romanticismo, definió como aquello que debía de haber quedado oculto y secreto, pero que se ha manifestado. La noción de lo unheimlich o lo «extraño inquietante», retomada por Freud en un artículo de 1919, define un fenómeno psicológico relacionado con la angustia y el espanto que produce el ver resurgir algo familiar reprimido que se creía olvidado7.

En la poética de Agustini, el gesto de ruptura no evita que sus monstruos, conocidos y extraños a la vez, emerjan para mostrar la cara siniestra y estremecedora de lo familiar. Como el cisne sangrante de su «Nocturno», sus criaturas anómalas inquietan la calma de los lagos, ensucian las aguas con la mancha de la diferencia sexual: «Y soy el cisne errante de los sangrientos rastros, / Voy manchando los lagos y remontando el vuelo» (254). El monstruo, encarnación de la diferencia, se impone, como apunta Jeffrey J. Cohen en el ya mencionado estudio, como un Otro que sólo es posible conocer a través de un proceso, un movimiento y nunca por medio del análisis en la mesa de disección. En su materialidad y movilidad, el «yo» del «Nocturno» se reconoce en uno de esos cuerpos que en De la seducción Jean Baudrillard ubica dentro de una «cultura del sentido»: un cuerpo distintivo que «se vuelve monstruosamente visible, se vuelve el signo de un monstruo llamado deseo» (37).

En Le Bouc Émissaire, trabajo donde se conecta la descripción monstruosa con el fenómeno del chivo expiatorio, René Girard se refiere a cómo los monstruos son creados por medio de un proceso de fragmentación y recombinación de elementos diferentes que constituyen una criatura, la cual luego reclama una identidad independiente. De forma similar, la escritura de Agustini separa y recombina los fundamentos del modernismo para crear un cuerpo textual complejo y original que un sector mayoritario de la crítica masculina no dudó en calificar de ripioso, desmesurado e, incluso, aberrante.






Obras citadas

  • Agustini, Delmira. Poesías completas. Magdalena García Pinto (ed.). Madrid: Cátedra, 1993.
  • Baudrillard, Jean. De la seducción. Traducción de Elena Benarroch. Madrid: Cátedra, 1989.
  • Cáceres, Alejandro. «Doña María Murtfeldt Triaca de Agustini: hipótesis de un secreto». Delmira Agustini: Nuevas penetraciones críticas. Coord. Uruguay Cortazzo. Montevideo: Vintén, 1996, 13-47.
  • Cohen, Jeffrey Jerome. «Monster Culture (Seven Thesis)». Monster Theory. Reading Culture. Edición Jeffrey Jerome Cohen. Londres- Minneapolis: University of Minnesota Press, 1996, 3-25.
  • Cortazzo, Uruguay. «Una hermenéutica machista: Delmira Agustini en la crítica de Zum Felde». Delmira Agustini: Nuevas penetraciones críticas. Coord. Uruguay Cortazzo. Montevideo: Vintén, 1996, 48-74.
  • Deleuze, Gilles y Guattari, Felix, Mil mesetas. Capitalismo y esquizofrenia. Valencia: Pre-textos, 1980.
  • De Man, Paul. «Genesis and Genealogy (Nietzsche)». Alegories of Reading. New Haven: Yale University Press, 1977, 79-102.
  • Errázuriz, Pilar. «El rostro siniestro de lo familiar: memoria y olvido». Cyber Humanitatis (19) 2001. Universidad de Chile. Web. Noviembre 2004.
  • Escaja, Tina. Delmira Agustini y el modernismo: Nuevas propuestas de género. Buenos Aires: Beatriz Viterbo, 2000.
  • Garber, Marjorie. Vested Interest: Cross-Dressing and Cultural Anxiety. Nueva York: Routledge, 1992.
  • Girard, René. Le bouc é missaire. Paris: Éditions Grasset, 1982.
  • Herrera y Reissig, Julio. Poesía completa y prosa selecta. Edición, notas y cronología Alicia Migdal. Prólogo Idea Vilariño. Caracas: Ayacucho, 1978.
  • ——, El pudor y la cachondez. Edición prólogo y notas Carla Giaudrone y Nilo Berriel. Montevideo: Arca, 1992.
  • Huet, Marie-Hélène. Monstrous Imagination. Londres-Cambridge: Harvard University Press, 1993.
  • Hutcheon, Linda. A Theory of Parody: The Teachings of Twentieth-Century Art Forms. Nueva York: Methuen, 1985.
  • Irigaray, Luce. Ce sexe qui n'en est pas un. Paris: Éditions de Minuit, 1977.
  • Kristeva, Julia. Poderes de la perversión. Madrid: Siglo XXI, 1980.
  • López, Yvette. «Delmira, sus lectores iniciales y los tropos de autoridad». La torre 34 (1995): 261-271.
  • Medina Bentancort, Manuel. «Prólogo» a Delmira Agustini, Poesías completas. Magdalena García Pinto (ed). Madrid: Cátedra, 1993, 89-90.
  • Rodríguez Monegal, Emir. Sexo y poesía en el novecientos. Los extraños destinos de Roberto y Delmira. Montevideo: Alfa, 1967.
  • Russo, Mary. The Female Grotesque. Risk, Excess and Modernity.
  • Nueva York-Londres: Routledge, 1995.
  • Varas, Patricia. Las máscaras de Delmira Agustini. Montevideo: Vintén Editor, 2002.


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