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Recuerdos de la campaña de África

Gaspar Núñez de Arce

     A mi amigo don Manuel Rodríguez, en prueba de afectuoso cariño.

                              

EL AUTOR.



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- I -

     Algo más de medio siglo hace que España se levantó del sepulcro en que yacía, y durante este espacio de tiempo han aparecido, han bullido, han pasado, han vuelto a aparecer con distintos trajes y en ocasiones diferentes, multitud de hombres, de sistemas, de partidos y de instituciones, como los delirios de la fiebre, como los actores y decoraciones de un teatro corno un mundo de fantásticos sueños. Agarrados a las crines de la política, de ese caballo desbocado que lleva al país precipitada y vertiginosamente a través de abismos insondables, desde la revolución a la reacción, hombres, instituciones, sistemas y partidos han adelantado y vivido sin descansar años en horas, como Pecopin en el corcel del diablo. ¡Qué carreras y que trasformaciones! En un mismo día hemos visto cruzar ante nuestros ojos a un mismo hombre ostentando alternativamente el gorro frigio, el chacó de miliciano y el sombrero apuntado de palaciego; hemos visto víctimas convertidas en verdugos, y verdugos convertidos en víctimas; hemos asistido a la monstruosa y rápida representación de un drama shakesperiano y de un entremés burlesco, ambos revueltos y entremezclados. ¿Qué imaginación no está cansada de tantos enredos, peripecias, chistes, lágrimas, héroes, mártires y tránsfugas como han llenado de confusión y ruido la escena? ¿Quién no se siente aturdido con tantos personajes y sucesos, con tantas elevaciones y caídas como ofrece el abigarrado al par que turbulento cuadro de nuestra historia contemporánea? Ha habido acontecimientos a medida de todos los gustos y de todos los deseos; guerras nacionales, invasiones, guerras civiles, regencias, combates en mar y tierra, constituciones, absolutismo, calabozos, destierros, patíbulos, tormentos, tumultos populares, insurrecciones militares, intrigas de cuartel, intrigas de palacio, asambleas avanzadas y retrógradas, pronunciamientos, asesinatos jurídicos, escarapelas, músicas, canciones, palizas, procesiones y arcos de triunfo: nada, nada ha faltado a este medio siglo, que ha sido al mismo tiempo una sátira y una epopeya.

     Digo mal: faltábale para ser completamente grande, un sacudimiento nacional que no dejase en nuestra historia remordimiento alguno; una página elocuente que no estuviese escrita con la hiel de nuestras discordias y la sangre de la patria, herida siempre por sus propios hijos. Necesitábase que la energía de nuestra raza, gastada en estériles contiendas, rompiese las mezquinas ligaduras con que pretendían sujetarla los partidos, y se desplegara fuera; allí donde la llaman sus tradiciones, sus deseos, sus esperanzas, tal vez sus errores mismos. Para entrar dignamente en Europa, en el sentido diplomático de esta frase, éranos de todo punto indispensable pasar por África; levantar el pensamiento por encima de nuestras agitaciones intestinas, para lanzarle con el supremo esfuerzo de nuestros soldados, valerosos, sí, pero desconocidos del mundo, sobre esas salvajes costas que se divisan desde nuestras playas, en las tardes serenas del estío, ¡nadie sabe si como una amenaza o como una aspiración!

     Y este vigoroso sacudimiento estremeció las fibras de España cuando acaso se esperaba menos. No entraré en aclaraciones sobre si la guerra se anticipó, o sobre su conveniencia en el orden material, porque no es este el objeto que pone la pluma en mis manos. Confieso ingenuamente que la cuestión de África no se ha discutido, se ha sentido; al primer anuncio de guerra se removieron en sus tumbas las cenizas de nuestros antepasados, y el espíritu de raza que pasa de generación en generación como un río por su cauce, sin agotar nunca sus ondas, encendió la sangre en nuestras venas, y aceleró los latidos de todos los corazones. Yo seguí con júbilo el impulso general, no sólo porque resonaba en mi alma como en la del pueblo la arrebatadora voz de nuestras cristianas tradiciones, sino porque conocía, según antes he dicho, que era preciso reconquistar con un golpe atrevido la consideración de Europa, acostumbrada a mirar en nosotros la España de las guerras civiles, de los pronunciamientos, de las crisis ministeriales, del desgobierno; una España, en fin, pobre, extenuada, falta de aliento, envilecida, incapaz de blandir la antigua espada de sus héroes, y de turbar con un rasgo de audacia el largo sueño de su gloria.

     ¡Con cuánto gozo comprendí que no me había equivocado en mis cálculos y esperanzas, cuando pude ver todo el alcance del sentimiento público en la famosa sesión del 20 de Octubre, magnífico y majestuoso prólogo de una campaña señalada por una serie de no interrumpidas victorias! ¡Qué momentos aquellos! Una multitud tan impaciente como entusiasta, poblaba las tribunas del Congreso y se agitaba movida por una misma idea en las avenidas del templo de la representación nacional, donde debían resolverse nuestras dudas y nuestros destinos. Cuando el ministerio ocupó su escaño, un silencio profundo, un recogimiento solemne reinaron en el salón; hubieran podido contarse los latidos todos los corazones que asistían a aquella memorable escena, y que se confundían en un mismo deseo: ¡La guerra! Así es que apenas pronunció esta palabra el presidente del Consejo de ministros, después de haber expuesto la inutilidad de las tentativas que para afirmar la paz se habían hecho, una salva de aplausos y vivas, prolongada, casi borrascosa inundó el espacio; como que aplaudían con nuestras manos y victoreaban con nuestro acento los ilustres varones de Covadonga, de las Navas, de Granada y de Lepanto, las preocupaciones de raza, el sentimiento de la dignidad ultrajada y las inflexibles exigencias de la historia. No podía menos de encontrar eco la mágica palabra que nos convocaba a la guerra contra el poder mahometano, allí donde las sagradas imágenes de Pelayo, de Guzmán el Bueno, del Cid y de Isabel la Católica, fielmente representadas por el encanto del arte, parecían animarnos a la próxima contienda con el prestigio de sus nombres y el recuerdo de sus triunfos. No referiré lo que entonces pasó en las Cortes: mis lectores se acordarán mejor que yo de los elocuentes discursos que se pronunciaron entre los frenéticos gritos de la concurrencia, así como del sacrificio que casi todos los partidos hicieron de sus odios en las aras de la patria, -y no digo, todos, porque un, suceso reciente, o más bien, un crimen inesperado ha venido a demostrar que en aquellos momentos de unión nacional, no faltaba alguno bastante, ingrato para aguzar entre las sombras del misterio, el puñal de la traición y de la venganza. -La guerra que había sido una aspiración generosa, se convirtió en un hecho real y positivo don la declaración de las Cortes; el soldado, aprestó sus armas para el combate cercano; el rico, ofreció su hacienda; la mujer, hilas para los heridos y lágrimas para los muertos; el pobre su vida; el patriotismo, sus recursos y el entusiasmo, su sangre.

     Perdónenme mis lectores si antes de narrar a grandes rasgos los celebrados hechos de esta campaña, tan admirablemente inaugurada, he molestado su atención con la anterior reseña; pero he creído oportuno consagrar algunas líneas a la actitud del pueblo, desinteresada y noble, para poder apreciar debidamente los inmensos sacrificios del ejército, digno depositario de las glorias y esperanzas de la nación.

     Daré, pues, principio a mi tarea.

     Animado por el belicoso espíritu que dominaba en toda España partí para África a principios de noviembre. Atravesó lleno de febril impaciencia las áridas y secas llanuras de la Mancha, ocupadas todavía con la inmortal memoria de D. Quijote, que tal vez reprende con delicada ironía el carácter de nuestra raza, tan locamente aventurero y caballeroso, y a la mañana del siguiente día di vista al mar en las bulliciosas playas de Alicante.

     ¡Cómo expresar el sentimiento que se apoderó de mí en aquella ocasión, en presencia del Mediterráneo, vivificado con el recuerdo de tantos héroes y de tantos genios! Sus azuladas aguas besan las arenas de la Grecia y de la Siria; de la patria de los dioses paganos y de la cuna del Divino Salvador del mundo; la región de la poesía y la región de la verdad; la fuente del placer santificado y el lugar donde por vez primera el dolor y el martirio se elevaron al cielo. Italia y España también reciben los halagos de sus ondas en cada una de las cuales parece, como que resuena un himno de la antigüedad. ¿Quién no cree aún ver surgir del seno de ese mar las sombras de sus dioses marinos coronados de algas? ¿Quién no ve entre la bruma las imágenes vaporosas de sus ninfas? ¿Quién no escucha entre el rumor de las aguas el incitante canto de las sirenas? El genio ya extinguido de la Grecia, dio en otro tiempo vida y animó con la poderosa inspiración de sus poetas todos los escollos, todos los peñascos, todas las costas, todas las olas del Mediterráneo. Más grande la creación que el criador, ha resistido, así las tempestades de la guerra como el empuje de los años, y todavía cruza Neptuno en su carro de conchas las misteriosas soledades del mar.

     Pero si la Grecia pobló de dioses esas ondas, España las ha poblado de héroes. La cristiandad amenazada de muerte por el poderío turco, debió la libertad al valeroso brazo de D. Juan de Austria en las aguas de Lepanto. No hay ola que no arrastre sangre nuestra vertida en defensa de Dios y de la Europa ingrata, ni costa que no conserve algún recuerdo de nuestra gloria y nuestra desventura.

     ¿Y quién es capaz de adivinar los destinos que la Providencia nos reserva en ese mar que se extiende como un lago entre las más fértiles y hermosas comarcas del mando? ¿Quién sabe si esas olas que van y vienen de África, como enseñándonos el camino, llevarán algún día por completo, cuando seamos más fuertes y vigorosos, la luz y la civilización en nombre de España a aquella pavorosa región de las tinieblas y la barbarie?

     El mismo día de mi llegada a Alicante me embarqué para Cádiz, donde me llamaban la impaciencia y el deseo. Todo el tiempo que duró mi navegación, lo pasé agradablemente entretenido contemplando con el cariño de hijo y el sentimiento de artista, las pintorescas y montañosas costas de España, doradas a veces por los brillantes rayos del sol, y a veces también medio veladas en los contornos de la sombra. Desde el mar vi a lo lejos las caprichosas cumbres de Sierra-Nevada, coronadas de niebla; los blancos pueblecillos de la costa andaluza, tendidos en la playa como conchas arrojadas por la marea; Málaga, la ciudad del comercio, y Cádiz la ciudad de la inspiración.

     Al verla, brotando de las aguas, trasparente como la espuma, gallarda como una de esas aves marinas que se mecen sobre las ondas, comprendí y admiré el sentimiento que ha inspirado a todos los poetas y la avara codicia con que la miran todos los pueblos, desde la antigüedad más remota. ¡Es tan bella y tan rica!

     Cádiz entonces como Algeciras, Málaga y el Puerto de Santa María, estaba convertida en un campamento. Por todas partes circulaban soldados animados del mayor entusiasmo, deseando verter su sangre, en defensa de la honra nacional, y por todas parte, eran acogidos con júbilo, con amor, con frenética alegría. Apresurábanse los vecinos a alojar en sus casas a los futuros vencedores de África, a obsequiarlos, a inspirarlos confianza en la empresa que iban a acometer para crédito de España y fama suya. Las mujeres, los ancianos, los niños, todos, en fin, les alentaban con cariñosa solicitud, y por donde quiera que pasaban, no oían más que un solo grito: ¡Guerra al moro! ¡Venganza contra los desleales sectarios de Mahoma! El patrón que les acogía en el hogar doméstico, la mujer que los amaba, el niño que jugaba en sus rodillas, el anciano que les bendecía llorando, sus padres, sus madres, sus hermanos, sus amigos, todos cifraban en ellos su confianza, todos les empujaban hacia el heroísmo. ¡Oh! hubieran sido indignos del nombre de españoles, si no hubiesen sabido corresponder, como han correspondido, al unánime sentimiento de la patria.

     El 19 de Noviembre, poco después de mi llegada a Cádiz, donde residían el cuartel general y el segundo cuerpo de ejército, mandado entonces por el general Zabala, los batallones que componían la vanguardia espedicionaria, acantonados en Algeciras, pasaron á África para mantener por espacio de algunos días una lucha desigual y titánica con los hombres, con el clima, con las tempestades, con la epidemia, con la naturaleza entera.

     Las circunstancias, no mi voluntad, que era decidida, me impidieron presenciar este sangriento y magnífico episodio de la campaña, que recuerde los de nuestra maravillosa conquista de América, cuando un puñado de hombres sin más recursos que su corazón y su espada, sujetaban imperios populosos y añadían nuevos florones a la corona de Castilla. Más para suplir en parte esta falta, mis lectores no tomarán a mal que tras algunos párrafos de una carta que recibí, entonces, escrita por un desgraciado amigo mío, militar distinguido y valiente, y que era no sólo testigo, sino actor en las memorables escenas del Serrallo.

     «Aquí vivimos, decía, si esto es vida, como los condenados en infierno. El enemigo no nos deja descansar un solo momento, ni el cólera tampoco. La lluvia y el viento nos siguen a todas partes, como si los genios tutelares de África hubiesen concitado contra nosotros, no sólo a los hombres, sino los elementos. Dormimos sobre el fango, siempre sobresaltados, sin saber si vendrá a hacer eterno nuestro inquieto sueño una enemiga bala o un ataque del cólera; de esa fatalidad invisible y siniestra que nos diezma y aniquila. Ayer escribía el 24 de Noviembre- hemos tenido cerca de trescientos enfermos; si no llegáis pronto a nuestro auxilio, en vez de hallar una división, hallaréis un cementerio; no nos entregaremos al moro, pero sí a la muerte.»

     «Avanzamos en nuestras operaciones; pero a costa de mucha sangre, El enemigo que conoce el terreno nos caza, esta es la expresión exacta, escondido entre la malezas impenetrables de estos espesísimos bosques. Nuestros pobres soldados no parecen bisoños; combaten como leones. Su misma impetuosidad les perjudica, mucho, porque se meten en el peligro sin reflexión; en la guarida del tigre que les acecha astuto y vengativo. ¡Esto es horrible! En el momento en que escribo estas líneas, entran en los hospitales de Ceuta 28 soldados de mi compañía. Hace unos cuantos días que hemos pisado esta maldita tierra y ya estamos casi en cuadro. ¡Venid pronto!

     Si escribes a mi casa nada hables de cuanto pasamos, porque mi madre se afligiría mucho. ¡Pobrecilla!

     Los primeros días de nuestra llegada, no estuvimos muy bien de comida; pero ya va remediándose esta falta.

     Nos hallamos en las alturas del Serrallo, y aunque con pérdida, adelantarnos siempre en todas las acciones. El general Echagüe es muy valiente y sufre con la resignación propia de un soldado, las fatigas y peligros de esta espantosa campaña.

     No duerme ni sosiega; verdad es que tampoco nosotros dormimos ni sosegamos. Unas veces de avanzada, otras en acción, otras en vela, otras calados por la lluvia, otras molestados por el viento, ya asistiendo a los amigos a quienes la epidemia amaga, ya alarmados por algún acontecimiento extraño, el caso es que nadie descansa y que todos nos multiplicamos aquí. Las noches son para nosotros más pesadas que los días.

     Pero, en fin, todo debe sufrirse por la patria que tanto nos quiere, y sólo ruego a Dios que me proporcione ocasión en que poder distinguirme en su servicio.»

     ¡Ay! ¿Cómo había de creer él, tan joven, tan arrojado, tan lleno de ilusiones y esperanzas, tan sediento de gloria, que tres días más tarde, el soplo de la epidemia había de apagar con una muerte oscura su generosa vida? ¿Y quién me hubiera dicho entonces, que al poner el pie en la africana tierra no había de encontrar siquiera una huella de aquella existencia agostada en flor, de aquel corazón que tanto me había querido, de aquel héroe desventurado muerto en el principio de su carrera?

     Dios quita la vida; pero no el recuerdo de aquellos a quienes amamos, y el de mi pobre amigo jamás se apartará de mi memoria.



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- II -

     La noticia de la acción del 25 de noviembre, en que tan comprometido se vio el general Echagüe, acometido por fuerzas infinitamente superiores a las suyas, contribuyó a acelerar la partida para África del segundo cuerpo de ejército, al cual, como he dicho, me había agregado. El embarque se verificó en las playas del Trocadero, tan tristemente célebres en nuestros anales contemporáneos, como que fue allí donde se escribió la primera página de la restauración absolutista de 1823, o más bien, la última de aquel agitado período constitucional que inauguró Riego y cerró Angulema, con tanta mengua para España oprimida como para la Europa agresora.

     Las playas del Trocadero ofrecían un espectáculo animadísimo y variado. Multitud de vapores poblaban el mar, y numerosas lanchas y bateas, aquellas llenas de hombres y estas de acémilas y caballos, surcaban las aguas, aproximándose a los vapores que desplegaban al viento su larga y flotante cabellera de humo. Dos muelles de madera improvisados, uno para el embarque de las tropas, ancho y espacioso, y otro con una machina en la punta para el trasbordo de las caballerías, facilitaban la operación, que sin esto hubiera sido pesada. Nada más pintoresco que ver a los caballos suspendidos en el aire, con las crines erizadas de espanto, agitándose temerosamente hasta caer desde el extremo del muelle, de donde se sentían arrebatados, a la chalana que les esperaba en el agua para trasladarlos al buque en que debían hacer su fatigosa navegación. No se encontró nunca el famoso Rocinante en tan grave aprieto como estos pobres animales, que cuando menos lo esperaban, y contra su voluntad decidida, pues casi todos resistían hasta el último momento la fuerza que les dominaba, se veían arrancados del suelo y obligados como el Pegaso fabuloso a pasar por la región de las águilas antes de entrar en los dominios de Neptuno. Uno de ellos se opuso cuanto pudo a la maniobra; maltrató con un par de coces a los marineros que le colgaban de la machina, produjo un alboroto en el muelle y salió escapado, con la nariz abierta y la boca llena de espuma, temblando de miedo y atropellándolo todo, como el caballo de Mazzepa perseguido por los lobos en la oscuridad de la noche y en la espesura de las selvas.

     No lejos de allí, y cerca de la estación del ferro-carril, se embarcaban los soldados para la guerra, ansiosos de verter su sangre por su patria y por su honra. ¿Qué sentirían en aquel momento? No lo sé. Sus rostros expresaban una satisfacción sincera; y sin embargo, muchos de aquellos infelices pisaban por última vez la tierra en que habían nacido y en donde hubieran deseado quizás encontrar la sepultura, cuando la edad hubiese cargado de canas y desengaños su cabeza; y todos ellos tenían madres, o amadas, o amigos que los llorasen; corazones que iban a herir con la ausencia, con los presentimientos y con los peligros de la guerra a que se exponían; todos ellos, sí, por qué ¿quién; por oscuro y desdichado que sea, no tiene un alma que le acompañe en las sombras, y le siga en las adversidades de la vida?

     No es posible describir el bullicio y la íntima alegría con que los soldados en quienes la patria había fundado sus esperanzas lisonjeras de gloria, se disponían para la navegación; ni es fácil recordar los chistes y donaires con que se despedían de los nativos lares para encontrar muchos de ellos una oscura tumba en las africanas arenas, donde no pocos de sus antepasados duermen tambien el sueño de los siglos: ¡donde las más vigorosas generaciones de España han vertido y verterán todavía su sangre! Los honrados vecinos de los pueblos inmediatos que habían acudido a presenciar la partida del ejército, saludaban con entusiasmo a los decididos campeones de nuestra honra; las lágrimas humedecían todos los rostros; las hermosas agitaban sus pañuelos; los niños sentían no poder blandir la espada para correr al combate; las madres... ¡las madres pensaban en aquellas que acaso no volverían a ver más a los hijos de sus entrañas!

     Al anochecer la difícil operación del embarque había terminado; pero hasta más de las diez los vapores no levaron anclas. Reinaba una oscuridad profunda, interrumpida a intervalos por el amarillento resplandor de la luna, velada entre nubes y celajes; divisábase a veces la próxima costa como una mancha negra que se perdía en el espacio, y se veían esparcidas por el mar multitud de luces de colores que subían y bajaban, aparecían y desaparecían alternativamente, produciendo un efecto poético y maravilloso. Eran las luces de los buques que hacían las señales necesarias para salvar todos los riesgos de la navegación.

     ¡Qué admirable cuadro se presentó a nuestros ojos al romper el alba! El mar estaba tranquilo y sosegado como un león dormido, y halagaba nuestros oídos con el blando rumor de sus olas, levemente rizadas por el viento. Una faja rojiza se pintaba en el horizonte hacia la tierra africana, que no se divisaba aún, y no parecía sino que como continuación del mar de azuladas ondas por donde navegábamos, se extendía allá a lo lejos otro mar de ondas de fuego y grana. Las empinadas costas españolas pobladas de atalayas, monumentos vivos de aquellos calamitosos tiempos en que los mismos enemigos a quienes íbamos a buscar ahora en sus propias madrigueras, convertidos en bárbaros piratas, saqueaban nuestros pueblos, robaban nuestras mujeres y sembraban por las playas andaluzas y valencianas la desolación y el espanto, no se apartaban un momento de nuestra vista, medio ocultas en la vaga neblina que los vapores del mar y las auras de la mañana crean y esparcen. ¡Cuántos corazones detrás de las ásperas crestas de la patria palpitarían recordándonos a aquella misma hora!

     A eso de las siete de la mañana pasamos por el Estrecho, y vimos el cabo de Trafalgar, donde la denodada marina española supo, sucumbiendo, conquistar para su patria una gloria imperecedera y brillante; porque los grandes pueblos lo son hasta en sus catástrofes y caídas.

     Cuando el príncipe de Condé, después de la batalla de Recroi -el Trafalgar de nuestros tercios- en medio de un campo cubierto de cadáveres mutilados, encontró el cuerpo del conde de Fuentes traspasado de heridas y airado aun después de muerto, es fama que descubriéndose respetuosamente exclamó conmovido: -«A no haberme dado Dios la victoria, hubiera querido morir como este héroe.»

     Hoy todavía, el inglés que nos venció en las aguas de Trafalgar, enseña con veneración y orgullo los restos de nuestras naves apresadas, y cuando la voz del amigo ingrato, para disculpar su torpeza, nos calumnia vergonzosamente, vuelve por nuestro decoro y repite saludando la memoria de Gravina, de Churruca y de Galiano: -A no haber vencido, hubiera deseado perecer como la valerosa armada de España (1).

     ¡Oh patria mía! ¡Qué glorioso es caer ante la posteridad como los gladiadores ante el César, guardando hasta en la agonía la grandeza de la propia fama!

     Mas allá divisamos el Peñón de Gibraltar, caprichosamente iluminado por el sol, adelantándose hacia el mar, como si quisiera romper la débil lengua de tierra que le une a la península, avergonzado de que flote en sus muros una bandera extraña para confusión de la nación que la iza y del pueblo que lo consiente. Y enfrente de la roca inglesa vimos dibujarse en el espacio los agrestes picos de Sierra-Bullones, oscuros, siniestros y amenazadores, donde ya había corrido la sangre de nuestros hermanos, y donde muy pronto debía correr la de muchos de aquellos que los miraban a mi lado, ocultar sus elevadas cimas entre nubes eternas.

     Tres horas después dábamos vista al carmpamento cristiano, establecido en las alturas del Serrallo; a Ceuta, que en los trances apurados hubiera podido servirnos de refugio, resguardada como está en robustas fortificaciones, y en último término al Hacho, a la antigua Ávila, alzándose solitaria del seno del mar, y desde donde el prevenido vigía cristiano observaba el movimiento del campo moro, contaba sus huestes y burlaba sus pensamientos de guerra, penetrando con ojo avizor para sorprenderlos en las enmarañadas angosturas de los valles y en las sombrías quebraduras de las rocas.

     Dispuesto todo convenientemente desembarcarnos en Ceuta sin ningún contratiempo. A pesar de que nadie ignoraba la aparición del cólera en nuestras divisiones, la verdad es que nos sobrecogió a todos el aspecto lúgubre y horroroso que ofrecía la ciudad en el momento de nuestra llegada. No se daba un paso sin encontrar una camilla, sin ver un rostro lívido y desencajado, donde había impreso funesto sello la muerte. Ceuta estaba consternada; sus hospitales no bastaban ya a contener el número de enfermos que la epidemia arrancaba diariamente a la gloria y a la vida, y fue preciso habilitar para este servicio hasta los cristianos templos, donde en vez de dulces plegarias, se elevaron desde entonces al Señor de cielo y tierra tristes ayes y dolorosos gemidos. El mismo día de mi entrada cargaron delante de mí un carro de muertos para conducirlos al cementerio del Hacho, y aún resuena en mi corazón, helándole, el eco pavoroso que producía la caída y el golpe sobre la madera de aquellos troncos inanimados y fríos ¡poco antes llenos de vida y entusiasmo! La gente circulaba por las calles silenciosa y preocupada, apartando la vista con terror y lástima de la interminable fila de apestados que desde por la mañana hasta por la noche llenaba la ciudad, esparciéndose por todas partes; y en verdad que era para infundir espanto y sentimiento la vista de aquellos desdichados mártires de la patria, que mal cubiertos con una manta, sobre un lienzo manchado de sangre y conducidos en hombros de sus compañeros, en cuyos rostros se pintaban el recelo y la incertidumbre, cruzaban las calles de Ceuta, mostrando a la asustada multitud sus descompuestas fisonomías, sus vidriosos ojos, los convulsivos movimientos, en fin, de su agonía rápida y dolorosa.     Después de haber ver recorrido y examinado la ciudad, cuya situaciones extremadamente pintoresca rodeada por el, mar, que parece pronta a saltar la frágil valla de tierra donde está fundado el barrio de la Almina, enderecé mis pasos hacia el campamento. Era ya anochecido cuando emprendí mi marcha, y gracias a la oscuridad que reinaba, tardé más de una hora en recorrer y atravesar el laberinto de magníficas fortificaciones que defienden la ciudad por parte de tierra, reforzadas, si no me es infiel la memoria, en el reinado de Felipe V, a poco de haber levantado el emperador de Marruecos Muley-Ismael el obstinado sitio que puso a la plaza en los últimos tiempos de Carlos II.

     Apenas salvé el postrer puente levadizo, las luces y hogueras diseminadas en diversos puntos, me dieron a conocer el sitio que ocupaban los campamentos del ejército cristiano. Cualquiera que, sin antecedente alguno, hubiese observado de lejos la agradable perspectiva que presentaban las tiendas fantásticamente iluminadas por el rojizo resplandor de las hogueras, así como los soldados confusamente agrupados en torno de la llama y envueltos en nubes de humo que entreabría y disipaba el viento; y hubiese oído el vago y prolongado rumor que se exhala de las muchedumbres, como el murmullo del mar y de los bosques, habría creído aproximarse más bien a una romería que a un pavoroso teatro de escenas militares, más a un lugar de deleite que un campo expuesto a todos los azares de la peste y de la guerra.

     Casi a tientas, y resbalando a cada paso en la tierra húmeda, y barrosa, pude llegar a la vanguardia del primer campamento, que era el de Prim, cuyo cuerpo de ejército había desembarcado en Ceuta uno o dos días antes que el mandado por el conde de Paredes. No me costó poco trabajo el dar con la tienda de unos oficiales conocidos míos, a los cuales pedí un guía para que me acompañase y dirigiese al campamento del general Echagüe, situado en las alturas del Serrallo, y a cuya vigilancia estaba todavía encomendada la guarda de los reductos recientemente construidos. Animábanme el deseo de abrazar al amigo de quien he tenido ocasión de hablar a mis lectores en mi anterior capítulo y no sé que secreto presentimiento que germinaba informulado aún en el fondo de mi corazón como presagio de una desventura desconocida e inesperada. Seguí, pues, precedido de un cazador de Vergara, el áspero y mal abierto sendero que conducía al Serrallo, tropezando y cayendo a cada momento, y llegué por fin cansado y rendido al término de mi viaje; ¡pero cuán inútilmente por mi desdicha!

     En derredor de una hoguera había unos cuantos oficiales silenciosos y meditabundos. Acerqueme a ellos y les pregunté por la tienda de mi amigo. No le busque V. -me contestó aquel a quien me había dirigido- porque será en vano.

     -¿Pues donde está?

     -En el cementerio, repuso tristemente otro de los circunstantes.

     ¡Ay! Yo no podré decir lo que pasó por mi entonces; el dolor y la sorpresa ahogaron mi voz, y sólo al cabo de un rato de íntimo recogimiento, tuve fuerzas para preguntar a los oficiales que me habían dado la fúnebre noticia y que pertenecían al regimiento de mi desventurado amigo, los pormenores e incidentes de la desgracia que invisiblemente nos había herido.

     Poco tuvieron que contarme; la víspera de nuestra llegada a Ceuta había caído enfermo; cuando al día siguiente preguntaba por él a sus compañeros, estos no sabían siquiera el sitio donde descansaban sus restos mortales...

     ¡Qué pronto se olvida en la guerra!

     Cuando me preparaba a volverme, tropecé con un bravo capitán de caballería, agregado al Estado Mayor de Echagüe, a quien había conocido y apreciado en Madrid.

     -¿Usted por aquí? me dijo abrazándome con efusión.

     -Aquí he venido a ver como luchan Vds. contra el cólera y contra los bárbaros.

     -Venga Vd. a mi tienda y charlaremos un poco, añadió atrayéndome amistosamente.

     Seguile, en efecto, y penetré bajo el débil abrigo de lona que le resguardaba de los abundantes rocíos, de los impetuosos vientos y de los desencadenados temporales de aquella tierra salvaje y maldita.

     Vivían con mi amigo tres oficiales más. Uno de ellos estaba indolentemente tendido en su cama de campaña, estrecha como un féretro, viendo como se desvanecían las espirales de humo de su cigarro, y los otros dos jugaban al ajedrez sentados en incómodas banquetas y sosteniendo el tablero en las rodillas.

     La tienda, débilmente iluminada por un cabo de vela de esperma, acomodado en una botella vacía, tenía un carácter original y caprichoso. De los palos que la sostenían, colgaban sables, revolvers, gumías cogidas en los días anteriores a los moros, un bastón de ayudante y varias carteras de viaje. Los habitantes de esta casa de lienzo habían tenido la precaución de arrancar todas las yerbas en el espacio que su vivienda ocupaba, el cual aparecía limpio y liso como la palma de la mano. Arrimadas a las paredes de la tienda estaban las camas, y en los huecos que mediaban de una a otra se veían amontonados, en agradable confusión, los arreos de los caballos, las maletas, las cajas de vino y de provisiones, platos, vasos y tarteras. Era un extraño conjunto de cosas heterogéneas; una especie de sepulcro egipcio donde nada faltaba para que sus habitadores pudiesen hacer sin ningún contratiempo el viaje a la eternidad.

     Sentámonos mi amigo y yo sobre una cama, con mucho cuidado a fin de no desvencijarla, y le insté para que me diese cuenta del estado del campamento, de la vida que hacía, y de los obstáculos con que tropezaban en la lucha.

     Por él supe los inmensos trabajos que había pasado la división Echangüe, durante los días en que desempeño tan gloriosamente la misión de defender sólo nuestra honra en las agrestes soledades de Sierra-Bullones; las dificultades que había tenido que vencer; la sangre que había derramado para conquistar palmo a palmo, contra una muchedumbre de moros montaraces y fanáticos, el terreno en que nos encontrábamos, cercado por todas partes de espesísimos bosques, casi impenetrables a la luz del día, y dominado por sierras escabrosas, llenas de precipicios y barrancos, ignorados de nuestros valientes. Me refirió la acción del 25, en que el general Echagüe se vio a punto de caer en manos de las feroces cabilas con quienes lidiaba, y celebró el arrojo de nuestras tropas que todo lo arriesgaban sin vacilar, impulsadas por su acendrado patriotismo. Trazome un cuadro conmovedor de los estragos que hacía la epidemia, cada vez más inclemente y devoradora; única preocupación del soldado, que al preguntarle por cualquiera camarada enfermo respondía siempre: «Tiene eso que corre», como si tuviera miedo de excitar, nombrándole, las silenciosas iras del cruel azote que diezmaba nuestras filas más que el plomo mahometano.

     Me habló de la llegada del conde de Lucena, y del efecto mágico que produjo en el ánimo del soldado, algún tanto abatido; de las deshechas tempestades y de los huracanes violentos que descargaban sin interrupción su furia sobre el campo cristiano, y ofreció enseñarme a la mañana siguiente las posiciones conquistadas por el ejército: la Mezquita, el Serrallo, los reductos, la sombría cortadura del boquete de Anghera, y por último el sitio en que se habían dado todas las acciones.

     Cuando al amanecer del nuevo día corrí lleno de impaciente curiosidad en busca de mi amigo encontré su puesto vacío: había sido conducido al hospital de coléricos poco antes de la madrugada.

     Tal fue el primer día de mi estancia en África.



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- III -

          Preocupado con la desgracia que parecía perseguir a todos mis amigos en las costas africanas, monté a caballo y recorrí el campamento cristiano hasta sus últimos límites, para distraer mi imaginación fatigada y dar nuevo rumbo a mis ideas. Todavía se estaba trabajando en los reductos, a fin de aumentar su fortaleza, y empezaban a levantarse los parapetos del conocido con el nombre del rey Francisco de Asís, donde tan valerosamente se luchó después en la memorable acción del día 9 de diciembre. Enmarañados bosques de alcornoques, por donde apenas podían pasar las cabalgaduras llevadas del diestro, embarazaban el camino de los reductos, casi perceptible, y hubiérame sido difícil dar con ellos, porque las sinuosidades del terreno y la frondosidad de la arboleda los ocultaban, sino me hubiesen guiado las voces de los soldados y el golpeo de las herramientas de construcción, que traía hasta mis oídos el viento. Con religioso silencio contemplaba yo las lomas y cañadas cubiertas de áspera vegetación, donde tanta sangre había ya embebido la tierra y tantos cadáveres, devorado; la tierra que, como el mar, guarda sus víctimas y tesoros en el seno de sus entrañas, y que semejante a la ambición humana, no se sacia nunca, ni se saciará jamás. De pronto se plantó mi caballo, relinchó, y un ligero extremecimiento agitó su cuerpo; miré en torno mío y vi en primer término los despojos ensangrentados y rígidos de otro caballo, muerto sin duda en uno de los anteriores combates, y algunos pasos, más allá los mal enterrados restos de un hombre que asomaba, por entre la tierra húmeda y desligada, el lívido y desfigurado rostro, el herido pecho y una mano amarillenta, contraída, ¡sólo Dios sabe si por la agonía o la desesperación!

     Tal vez aquel polvo humano, pronto a confundirse con el del noble bruto que a su lado yacía, habría sentido germinar en el trascurso de su vida grandes pensamientos y poderosas ambiciones. Acaso habría soñado con coronas de triunfo en su paso por el mundo y con faustuosos mausoleos para cuando desapareciera de la sociedad; con el amor de una mujer, con los goces de una familia, con la fortuna o con la gloria. ¿Todo para qué para encontrar la muerte en una oculta vereda y servir de pasto a la voracidad de hambrientos buitres. ¡Cómo juega el destino con los hombres!

     Nuevamente impresionado con el espectáculo que se había ofrecido a mi vista, aceleré el paso y me aparté de aquel sitio de horror y lástima, no sin que desgarrasen mis vestidos los matorrales y abrojos que obstruían el sendero. De vez en cuando llegaba hasta mí el sordo rumor del hacha de los soldados, que escondidos entre la espesura del montese entretenían en cortar leña para avivar por la noche las hogueras del campamento; y también turbaba el silencio de aquellas soledades, la voz lejana de algún desdichado -que quizás cantaba por última vez- acordándose de los paternos lares, donde no faltaría de seguro quien llorase su ausencia.

     Entregado a mis varios pensamientos, llegué no sin fatiga a uno de los reductos, donde con la contemplación del vasto panorama que se extendía delante de mí, pude dar paz al ánimo y descanso al cuerpo. Desde allí veíase el tenebroso Boquete de Anghera, estrecha y pavorosa cortadura abierta a través de imponentes selvas y escarpadas rocas, a la conclusión de un angosto valle, o mejor dicho, de una extendida cañada, en cuyo centro se alzaban dos o tres rústicos caseríos abandonados, que algunos días después había de consumir el incendio. Y más allá del tajado Boquete, alzando su cresta árida hasta las nubes, divisábase la cordillera de Sierra-Bullones, agreste y salvaje como los bárbaros que en sus escabrosidades y quebraduras se guarecían, acometiendo y huyendo constantemente, siempre derrotados y siempre rehechos.

     Sobre los cerros más cercanos, dibujábanse algunas tiendas morunas esparcidas aquí y allá, y que resaltaban entre la verde alfombra como copos de nieve heridos por el sol. Algunas veces, cuando el viento nos era favorable, llegaba hasta nuestras avanzadas, que vigilaban ocultas fuera de los reductos, el grito iracundo y prolongado de nuestros invisibles, aunque próximos enemigos, mil veces repetido por los ecos de las montañas. Los soldados que guarnecían el fuerte, observaban con tranquila indiferencia, de pechos sobre el parapeto, basta el movimiento de los árboles agitados por la brisa, sin que nada se escapara a su recelosa penetración.

     Oyéronse de pronto dos detonaciones a larga distancia en el campo contrario, y un cazador, que estaba a mi lado exclamó al oírlas: -¡Vaya! Apuesto a que tenemos hoy broma. ¡Me alegraré!

     -¿Por qué lo dices? -Le pregunté con verdadera curiosidad.

     -Porque esos tiritos -contestó- indican que los moros se reúnen para atacar nuestras posiciones.

     -Vosotros los venceréis. ¿No es cierto?

     -¡Si señor! -repuso haciendo una mueca desdeñosa. -¡Bah! Pues no sería poco. Aun cuando a decir verdad, esos condenados ni temen ni deben. ¡Si viera usted como acometen los indinos! Cuando menos se piensa ¡zas! cátelos V. en los fosos dando aullidos, que no parecen sino lobos hambrientos o chicos descalabrados. Pero nosotros a bayonetazo limpio y ¡tente perro! les seguimos hasta sus huroneras que es un primor. ¡Así lo fuera tanto a la vuelta!

     -¿Pues que sucede?

     -¡Toma! ¿Qué ha de suceder? A la vuelta, como esos condenados, a quienes les ha nacido la espindarga en la mano, no desperdician tiro, se parapetan detrás de los árboles y peñas, y apunta por aquí y dispara por allá, a este quiero, a este no quiero, nos hacen cada desgarrón en las compañías, que tiembla el misterio. Mire V. en la gresca última, murieron siete a mi lado en un santiamén. Aquello no fue visto ni oído.

     -¿Tanto fuego hicieron?

     -¡Uy! Si llovían las balas a chaparrones, y como nosotros no hemos traído paraguas....

     -¿Parece que te preocupa la idea de un nuevo combate?

     -¡Eh! no señor. ¿Qué importa?

     Esta sencilla frase trajo a mi memoria recuerdos de otros tiempos, cuando Dios cansado del penoso letargo de España, le turbó con una catástrofe. Entonces renació nuestra patria del seno de su abatimiento secular, luchó, cantó, legisló y venció; tuvo Tirteos, Cides y Guzmanes, y humilló la soberbia del primer conquistador del mundo, a las órdenes del mismo general que medio siglo después debía reanimar el corazón del soldado en los arenales de África: del general ¡No importa!

     ¿Quién no le conoce? Cuando en la guerra de la independencia, el soldado de la patria caía sobre la madre tierra acribillado de heridas, miraba al espirar a sus hermanos, y exclamaba: ¡No importa! Y cuando el padre encontraba el cadáver de su hijo abandonado en el campo de batalla, arrancaba de manos de la víctima el arma vengadora y corría a la pelea deshecho en lágrimas, pero gritando: ¡No importa! Y cuando la suerte volvía la espalda a nuestras bisoñas tropas, los vencidos acudían a organizar la resistencia a la cumbre de las montañas, o entre los árboles de la llanura, murmurando con inquieta ira: ¡No importa! Y cuando el ejército del usurpador penetraba en nuestras ciudades, entregándolas al saqueo y al incendio, las mujeres, los niños, los ancianos, -los hombres no, porque todos se hallaban al pie de su bandera- morían gritando, seguros del triunfo de su sagrada causa: !No importa! ¡No importa!

     Este general se hallaba á la vez en todas partes: en Bailén, en Zaragoza, en Gerona, en Valencia, en Rioseco, en las victorias, en las derrotas, en las aldeas, en los conventos, en el sol, en el aire, en la naturaleza toda. ¡Ay! ¿Quién habla de sospechar que le encontraríamos aun en las soledades de África, bajo la humilde tienda de nuestros soldados, en los campos de batalla, en los hospitales, lejos de la patria, allí donde no podían oírse los gemidos de las víctimas ni verse los grandes arranques del heroísmo?

     Repetidos disparos de fusilería hacia la parte del reducto de Isabel II, vinieron a interrumpir mi amistoso diálogo con el cazador.-¡Ya está armada! dijo éste alegremente encaramándose sobre el parapeto con ánimo de escudriñar los alrededores del fuerte; y notando después que el fuego se acrecentaba, añadió: -Hoy nos vamos a divertir de veras-.

     La gente del reducto se puso en seguida en movimiento. Unos salieron de sus tiendas, donde dormían o escribían; otros tomaron las armas, y todos se prepararon a la defensa. Yo me aparté de allí, donde nada tenía que hacer entonces, deseoso de presenciar la accion, y enderecé mis pasos, siguiendo los de un oficial de Estado Mayor, que había venido a comunicar órdenes, hacia el sitio donde se oía el fuego, cada vez más vigososo y nutrido.

     Confieso que cuando llegué cerca del lugar del combate, me costó trabajo distinguir las diseminadas fuerzas marroquíes, que avanzaban nuestros batallones, en grupos de dos a tres hombres; de árbol en árbol y de maleza en maleza. El color terroso de sus sucios jaiques contribuía en gran parte a que yo no alcanzara a verlos bien, y a que se confundiese mi vista inútilmente buscándolos entre las grietas de los peñascos donde se escondían o detrás de los apiñados troncos que les servían de muro. Por fin, merced a mi paciencia y a un anteojo, pude reconocer la tenacidad del enemigo, que renacía de cada derrota más osado e impetuoso, y comprender su manera de guerrear, desordenada, pero incansable. Su línea de batalla ocupabauna larga extensión, para tantear sin duda el lado débil del ejército cristiano, y distraer de paso su atención por muchas partes a la vez. La gritería que levantaban los moros era espantosa; veíaseles bullir, acercarse, aparecer y desaparecer por entre los accidentes del áspero terreno en que se luchaba; aproximarse a los reductos con iracunda saña y salir luego escapados como jabalíes perseguidos, amparándose en las vecinas crestas contra el cañón de los fuertes y el hierro de los soldados.

     No es mi ánimo, ni cabe en los estrechos límites de la tarea que acometo, la descripción de todas las acciones que he presenciado, sino sólo de aquellas de verdadera importancia por sus consecuencias o sus incidentes. Pero no puedo prescindir en esta ocasión de recordar el efecto que produjo en mí la primer carga a la bayoneta de que fui testigo, si es que merece este nombre, quien presenció tan conmovedora escena sin dominio alguno sobre su corazón; lleno de entusiasmo y con lágrimas en los ojos.

     Cuando la acción parecía pronta a terminar, vi caer sobre una de nuestras guerrillas avanzadas, desde una enmarañada colina próxima, buen golpe de moros dando feroces alaridos y disparando sus armas con certera mano sobre nuestra gente. La guerrilla era poco numerosa y su posición comprometida; necesitábase acudir a su auxilio, y una compañía de Simancas recibió la generosa y heroica misión de salvar a sus hermanos. Al bélico sonido de la corneta, yo la vi salir rápida y ordenadamente, desconociendo el peligro, salvando barrancos y desafiando el mortífero fuego enemigo; vila precipitarse como una fiera herida sobre los marroquíes; trabar con ellos una lucha encarnizada; acorralarlos, dispensarlos, perseguirlos: todo en menos tiempo del que se requiere para dar cuenta del suceso. La guerrilla amenazada quedó libre, y la compañía de Simancas, algo mermada, pero con la satisfacción de haber respondido noblemente a la voz del deber, volvió, no sin ser hostigada a traición por los moros, a sus antiguas y bien mantenidas posiciones.

     Vencidos siempre; pero siempre obstinados, los hijos de Mahoma estuvieron hostilizándonos hasta bastante tarde, y es posible que la acción se hubiera prolongado aún más, si el vendaval y la lluvia no hubiesen interrumpido el combate. ¡Qué noche la del 30 de noviembre! El cielo estaba cubierto de un velo impenetrable y el viento mugía como una legión de espíritus malignos, en el hueco de las rocas, en el tronco de los árboles, en el mar que resonaba allá a lo lejos con acento inestinguible. Una lluvia abundantísima, incesante y apresurada, inundaba el campamento, cuyas tiendas en su mayor número había arrancado la invisible mano de la tempestad, amenazadora y rugiente. Hubiérase dicho que África quería vengar con todos los rigores de su clima, la nueva derrota de sus hijos, y que lanzaba contra nuestras huestes para amedrentarlas el horrendo furor de sus mil tormentas.

     ¡Inútil empeño! Envueltos en sus mantas, calados de agua hasta los huesos, sin abrigo ni tienda que les cobijara, nuestros soldados sufrieron con resignación cristiana la furia del agua y del viento en aquella funesta y pavorosa noche; y la siguiente aurora cuando la tempestad calmó, hallolos tranquilos como si nada hubiera pasado, enjugando sus mantas al rededor de las hogueras, que hasta entonces no habían podido encenderse; cantando y bailando al son de las alegres dianas, conforme el fuego iba reanimando sus desmayadas fuerzas; limpiando, en fin, sus armas para luchar, si preciso fuera, contra las feroces cabilas de Anghera Ben-Yusuf y Cabo-Negro como habían combatido horas antes con los elementos desencadenados.

     Las consecuencias de la tormenta fueron, sin embargo, terribles y desastrosas. La epidemia se desarrolló con mayor fuerza, y por espacio de algunos días se cebó cruelmente en nuestro ejército como un tigre en su presa.

     En cambio, los moros nos dejaron en paz.



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- IV -

     Aprovechando la tregua que el reciente escarmiento de los moros nos proporcionaba, consagré mi tiempo al reconocimiento y estudio del campo conquistado, y de la nobilísima ciudad de Ceuta, cuya historia se pierde en la oscuridad de la fábula, como una estrella en la inmensidad del espacio. Penetré primero, en la Mezquita, tosco y reducido templo erigido por la piedad musulmana a la memoria de un santón, que duerme allí en brazos de su fe el eterno sueño de la muerte; pero cuyo espíritu vaga y reina en aquellas agrestes comarcas como una tradición, como un recuerdo. Su nombre se ha olvidado; los mismos que le imploran no saben quien fue; sólo saben que rigió su alma la justicia; que consoló muchos dolores y enjugó el llanto de los que padecían; ¿acaso necesitan saber más? Los años que gastaron la vida del santón, han reducido a polvo sus huesos; todo cuanto pertenecía a la tierra, la tierra lo ha recobrado, vida, nombre, honores, ilusiones y desengaños; sólo ha quedado de él la memoria de sus virtudes, y esto le basta para ser inmortal.

     Es la Mezquita un templo moro mucho más reducido que nuestras ermitas de aldea, bajo de techo, de cúpula enana, blanqueado todo él por fuera y por dentro, con una cal limpia y brillante. A uno de los lados de la puerta está el babuchero en donde cuando yo llegué, vi un candil de barro, pintado de verde y sin asa, y en medio de la Mezquita, descansa en el suelo el cuerpo del santón. Sobre su sepultura se levanta, o por mejor decir se levantaba, porque ya, según mis noticias, se ha destruido todo, una especie de jaula de madera, tosca, pero caprichosamente labrada; yo no sé si como un relicario o como un sepulcro. Abríanse en la tierra o argamasa extendida sobre la huesa varias hendiduras, que servían en otro tiempo para humedecer todos los viernes con agua de fuente el consumido polvo del bien aventurado mahometano, y de los palos de la jaula-sepulcro pendía multitud innumerable de hilachas que habían arrancado de sus turbantes o chilabas para colgarlas allí a guisa de ofrenda, los moros fanáticos y supersticiosos. Las paredes interiores y exteriores de la Mezquita estaban llenas de inscripciones en alabanza de Dios y del profeta, trazadas groseramente con lápiz o carbón, y entre las cuales sólo encontré una que por su estilo casi bíblico mereciese ser copiada. Decía así: Señor, en los peligros de la espada tú eres mi espada.

     Después de haber visto la Mezquita, dirigí mis pasos hacia el Serrallo, derruido edificio que se distingue no muy lejos, sobre una altura pelada de árboles y escasa de yerba. Registré, pues, estas curiosas ruinas, hollando por todas partes montones de escombros, subiendo y bajando escaleras desquiciadas y oscuras, que conducían a estrados sin techo, sin puertas ni ventanas, por donde el viento pasaba a su antojo. Todavía se conservan en algunas paredes ennegrecidas por el tiempo, labores que recuerdan las de la Alhambra, y un ancho patio, con elegantes arcos de herradura, en cuyo centro se alza un pozo, de forma primitiva, como vemos aún en algunas láminas del Antiguo Testamento.

     El Serrallo fue edificado, según una tradición de Ceuta, en 1795, para residencia de Muley-Ismael, emperador de Marruecos y enemigo declarado de los cristianos, durante el formidable cerco que por aquellos años puso a la ciudad española, tal vez, para hacer olvidar entré los suyos sus usurpaciones y crueldades. Desde la cuadrada torre de este aniquilado palacio, aspillerado con sacos de tierra para defensa de nuestros soldados, y donde flotaba la castellana enseña, divisábase a larga distancia, sobre un cerro escabroso y casi inaccesible, un rústico edificio medio oculto entre matorrales conocido con el nombre de Casa del renegado, y que es el vivo recuerdo de un poema de melancolía y resignación.

     Tal vez huyendo de la justicia, un español, natural de Algeciras, abandonó su hogar y su familia, pasose al moro, y cambió su fe cristiana por los torpes errores de Mahoma. Pero sólo en la africana tierra deslizábanse sus días tristemente lejos del lugar en que había nacido y separado de las dulces prendas de su corázon. No lucía para su espíritu atribulado, aurora alguna tranquila, ni ilusión, ni alegría, ni consuelo que le hiciesen olvidar los ya perdidos goces de la tierra nativa, donde de fijo llorarían también en solitario recogimiento, acaso faltos de pan, la triste esposa y los pequeñuelos hijos. Tan profundo fue su dolor que, rompiendo toda comunicación y comercio con los moros, se refugió en lo alto de una roca desde donde en los días serenos se divisaban a través de las brumas marítimas los muros de Algeciras; allí fabricó su choza, y allí pasó su vida, solo, entregado a sus pensamientos, viendo con Moisés, a lo lejos la tierra donde no le era permitido entrar, calculando desde su retiro el sitio que debía ocupar la casa de sus hijos, aspirando quizás los besos de su familia en las fugaces áuras de su patria. De este modo vivió por espacio de muchos años, hasta que la vejez y el sentimiento cortaron el hilo de sus penosos días; y como las grandes desdichas hallan consideración y respeto hasta entre las hordas salvajes, la casa del Renegado ha venido a ser un objeto de veneración entre los moros, que la conservan religiosamente, cuidando de reparar los estragos que hacen en ella las inclemencias y rigores del tiempo.

     Cuando ya nada tuve que ver en el campo, sino la animación de nuestros soldados en medio del cruel azote que les afligía, me dediqué a recorrer la ciudad, muy pobre por cierto de monumentos artísticos sino de recuerdos históricos. Visité su catedral, edificio poco notable, construido en el siglo XVI, si no me informaron mal, con más empeño de darle solidez que belleza: la iglesia de Nuestra Señora de África, a donde acuden en todas sus tribulaciones y amarguras, con fervorosa devoción, los cristianos hijos de Ceuta; el espacioso cuartel del Fijo, convertido entonces en hospital; el teatro donde a la sazón trabajaba una exigua compañía, compuesta sólo de galán, dama, gracioso y bailarina, cuyos ruidosos triunfos no son para contados, y últimamente las alturas del Hacho desde donde miraba a mis pies el mar amedrentador aunque tranquilo; hacia Europa el Peñón de Gibraltar, que parecía brotar violentamente del fondo del Mediterráneo, y por la parte de Tetuán el oscuro Cabo-Negro, en cuyas sombrías cortaduras nos aguardaba la victoria.

     Durante los días que empleé en estas excursiones por la ciudad y sus alrededores, los moros como he dicho, se mantuvieron quietos sin hostilizarnos, contra su costumbre. El general Prim con algunos batallones de la división de reserva, había practicado un reconocimiento camino de Tetuán, llegando hasta los Castillejos, antiguas ruinas situadas a más de legua y media de Ceuta, en un vastísimo y deleitoso valle, regado por un sosegado arroyuelo que desemboca por aquella parte en el mar, y cuyo nombre no guardo en la memoria. Esta vega, donde en pasados tiempos nos ha sido muchas veces ingrata la fortuna, sobre todo, en 1670 en que perecieron lastimosamente sorprendidos en ella el valeroso capitán Pedro Vieyra Arráez y una gran parte de las tropas que le seguían, talando los vecinos bosques, estaba destinada a ser, como lo fue más tarde, el teatro de un gran peligro, de una inolvidable hazaña y de un completo triunfo. Pero no adelantemos los sucesos.

     Amaneció el día 9 de diciembre. La noche había sido fría, oscura y en extremo húmeda, como generalmente lo son en todos los climas meridionales. A pesar de la exquisita vigilancia de los soldados que guarnecían los reductos de Isabel II y Francisco de Asís, los moros aprovechándose de las pavorosas tinieblas de la noche, se habían corrido sigilosamente por entre los árboles hasta muy cerca de nuestras posiciones, sin ser vistos, ni oídos, ni esperados. Empezaba a clarear el día cuando los centinelas avanzados de los fuertes creyeron percibir entre el silencio, ligero y sospechoso rumor de gente, que iba aproximándose cada vez más. Apenas habían tenido tiempo de dar la voz de alerta, cuando de improviso brotó de entre los montes próximos, muchedumbre incalculable de africanos, dando feroces aullidos, avanzando hacia los reductos y extendiéndose impetuosamente de izquierda a derecha, con ánimo de cortar toda comunicación entre los fuertes y el Serrallo.

     Mientras esto sucedía, dirigíanse hacia los reductos para relevar la fuerza empeñada, en su defensa, los batallones de Castilla y Arapiles. En la mitad del camino, en una selva espesa, por donde apenas podían marchar en formación, saliéronles al encuentro los moros en tumulto, trabándose allí un combate desigual; pero glorioso para nuestras armas. En menos de seis minutos el campo quedó cubierto de cadáveres; sólo que los nuestros no tenían entonces reemplazo posible, y las pérdidas enemigas sí, pues cada vez era mayor y más compacto el número de los que acometían y avanzaban. ¡Qué momento aquel tan tremendo y doloroso! Nuestros soldados tuvieron que luchar cuerpo a cuerpo con tres o más enemigos a la vez, y tan mezclados anduvieron moros y cristianos, carabinas y espigardas, bayonetas y gumías, que la artillería del reducto de Isabel II se vio obligada a suspender sus fuegos para no herir con el mismo golpe a españoles y marroquíes.

     Harto hacían, por otra parte, los fuertes en sostenerse contra las rabiosas embestidas y asaltos de los moros, que estrechaban a los defensores como una serpiente de hierro. Tres veces llegaron hasta los fosos, y tres veces fueron rechazados; hubo ocasión en que, no pudiendo unos y otros hacer uso de sus armas, combatieron a pedradas con incansable tesón y energía. El peligro arreciaba; pero en el corazón de nuestros valientes y decididos hermanos, no podía tener cabida el miedo.

     Las violentas ráfagas del levante que reinaba desde a la víspera, llevaban las voces y el ruido de la batalla en dirección contraria a nuestros campamentos; de modo que difícilmente se hubiesen apercibido de la lucha, si el reducto de Isabel II no hubiera enarbolado bandera roja.

     Apercibiose de todo el bizarro conde de Paredes, general de las fuerzas comprometidas, y montando inmediatamente a caballo, tendió, seguido de dos ayudantes, a los puntos donde más empeñada estaba la acción. Una lluvia de balas le acompañó todo el camino; sus dos oficiales de órdenes cayeron heridos entre los reductos, y el general Zabala se adelantó sólo por medio de sus enemigos, hasta llegar a donde tan denodadamente combatían los diezmados batallones de Castilla y Arapiles. Entonces nuestros soldados tomaron la iniciativa, y al grito de ¡Viva la Reina! dieron una arrojada carga a la bayoneta que no pudieron resistir los moros, los cuales huyeron confusa y desordenadamente, ocultando su vergüenza y su vencimiento en lo más recóndito de aquellas agrestes selvas, donde por acaso, se habrá oído en siglos el golpe de hacha de los leñadores.

     Nuestros adversarios se rehicieron, sin embargo, más pronto de lo que podía creerse, y vióseles de nuevo arremeter con redoblado brío a fin de apoderarse otra vez de las posiciones recientemente perdidas. No es posible formarse idea del cuadro aterrador que ofrecían aquellos bárbaros, mal cubiertos con andrajosos y sucios jaiques, saltando súbitamente del fondo de los barrancos, de entre las peñas, de los montes inmediatos, como hienas enfurecidas sedientas de sangre. Fue preciso para contener su ímpetu, parecido al del río que se desborda, que cargaran por la derecha los cazadores de Figueras, y por la izquierda los de Alba de Tormes con unas compañías del regimiento de Córdoba. Amedrentados los moros, apelaron como único medio de salvación a la fuga, abandonando por completo el campo de batalla, en medio de una espantosa gritería que arrancaban de sus gargantas la desesperación y el miedo. ¡Qué espectáculo tan terrible! Revueltos y confundidos infantes y caballos, veíaselos rodar por ásperos despeñaderos empujados por el temor que los llevaba a una muerte segura; tropezar con los árboles que embarazaban su marcha y subir con una agilidad maravillosa hasta las más altas y escarpadas rocas de la salvaje Sierra-Bullones. De vez en cuando, entre el clamoreo de las dispersas huestes, oíase un grito agudo, un ¡ay! prolongado que hacia estremecer de angustia; era el postrer lamento de algún moribundo que se arrastraba agonizando y huyendo todavía a través de espesos jarales.

     Desde este momento, la acción pudo darse por terminada. Sólo otra vez, aunque ya más débilmente, el enemigo intento recuperar las alturas que había perdido por la derecha, guarnecidas entonces por el batallón de Chiclana, frente a la Casa del Renegado. Al principio obtuvo algunas ventajas merced a su número; pero bien pronto, reforzadas nuestras tropas, fue como de costumbre, escarmentado y perseguido hasta sus últimas guaridas.

     Yo había presenciado la parte más principal del memorable combate de este día, agregado al Estado Mayor del conde de Reus, cuyo cuerpo de ejército había tomado posiciones en los bosques cercanos a aquellos en que tan gloriosamente se lidiaba, como medida de precaución, y sólo para un caso de necesidad. Mientras duró la lucha, vi pasar por delante de mí multitud de heridos, entre otros, un soldado del regimiento de Córdoba, a quien una bala había atravesado el hombro izquierdo. Venía incorporado en la camilla, y viéndole tan animado, le preguntaron al pasar por cerca de donde yo estaba:

     -¿Dónde te han herido?

     -Camino del Boquete.

     -¿Sufres mucho?

     -Algo; pero es por no haber podido disparar más que un solo tiro.

     Respuesta heroica que revela cuál era el espíritu que en esta ruda y penosa campaña animaba al soldado español, tan generoso, tan valiente y entusiasta.

     Los heridos que no iban de peligro, al llegar por frente de algún batallón, dispuesto para el combate, gritaban con la mayor energía: ¡Viva la Reina! -¡Viva España!

     Estaban orgullosos de haber vertido su sangre en servicio de la patria que tan magníficamente sabía comprender y apreciar su resignación y su heroísmo.

     Cuando llegué al sitio en que la acción había sido más reñida, entre los reductos de Isabel II y Francisco de Asís, se apoderó de mi corazón un vivísimo sentimiento de horror y lástima. El campo estaba lleno de cadáveres en cuyos rostros apenas había tenido tiempo de imprimir su lívida huella la muerte. Algunos soldados colocábanlos piadosamente en montón a ambos lados del camino, con objeto de dejar expedito el paso; valiéndose, para llevar a cabo esta triste operación, de camillas improvisadas con ramas de árboles y mantas.

     Cerca del reducto, había cuando subí dos soldados muertos. El coronel Molins que pertenecía al Estado Mayor del conde de Reus y que cabalgaba a mi lado, observó a pocos pasos de uno de los cadáveres un papel doblado, y la curiosidad le obligó a recogerlo. Era una carta cuya primera línea decía: ¡Querido hijo! Tal vez el infeliz que yacía sin vida, habría recibido el día antes, aquel papel escrito por la trémula mano de una madre impaciente y desconsolada; acaso le hablaría en él de sus esperanzas y de sus amores... ¡Ay! pero no de la muerte!

     El coronel rompió la carta sin querer enterarse de su contenido; mas sin duda debió cruzar por su imaginación algún pensamiento doloroso y siniestro, porque exclamó visiblemente alterado: -¿Quién sabe si los que tenemos hijos moriremos también sin abrazarlos por la vez postrera?-

     Cuarenta y ocho horas después, en un barranco próximo a los Castillejos, cargando denodadamente con el general Prim y su escolta, los temores del coronel Molins se realizaron para su desdicha. Una traidora bala, hiriéndole en la frente, puso fin a los días de este militar bizarro y pundonoroso, quien, como había dicho, tuvo el dolor de morir sin abrazar a sus hijos por última vez.

     Es preciso creer en los presentimientos del corazón.

     La pérdida que el día 9 de diciembre tuvieron los moros fue considerable. Entre los cadáveres que no pudieron retirar del campo y que fueron a la caída de la tarde pasto de las llamas, había algunos de viejos casi abrumados por el peso de la edad. Si los hubiesen profetizado algunos meses antes que habían de morir en un campo de batalla ¿lo hubieran creído? No, seguramente. ¿Quién había puesto en sus caducas manos las homicidas armas? ¿Quién los había arrancado de sus olvidadas chozas de Anghera o Ben-Yusuf, y empujado a la pelea? El poderoso sentimiento que inspiran Dios y la patria, capaz, no sólo de encender la sangre de los ancianos, sino hasta de animar dentro de sus mismas tumbas las cenizas de la humanidad que ha muerto.



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- V -

     Desde la decisiva acción del 9 del diciembre, cuya gloria pertenece al bizarro general Zabala, justamente agraciado por los méritos que contrajo este día con el título de marqués de Sierra-Bullones y la grandeza de España, comenzó una nueva serie de combates más o menos comprometidos y empeñados; pero, monótonos y parecidos, que se prestarían poco o nada a la variedad y esparcimiento de la narración. Los moros se persuadieron de la inutilidad de sus esfuerzos para apoderarse de los reductos, cuyos trabajos de fortificación se concluyeron o completaron después de la recia acometida del 9 de diciembre, abriendo caminos entre unos y otros, limpiando los espacios intermedios de árboles y malezas por donde antes no podía darse un paso sin exponerse, como Absalón, a quedar colgado de una rama, artillando, en fin, no con pocas dificultades por la escabrosidad imponente del terreno, los fuertes que carecían de este imprescindible medio de defensa. Pero el espíritu inquieto, bélico y supersticioso de las cabilas, si bien escaseó sus embestidas contra las fortalezas improvisadas en las alturas que hasta nuestra entrada les habían pertenecido, no por eso se debilitó en el ocio ni se amilanó por la desgracia; antes cobró mayores brios y ofreció a nuestros soldados nuevas ocasiones de gloria y de fortuna. El campo de lucha fue desde entonces otro, pues con escasas excepciones, casi todos los encuentros que hubo hasta que el ejército se puso en movimiento hacia Tetuán, se verificaron en el llano de los Castillejos o en las sierras más inmediatas a él. Los moros no podían ver con paciencia, y se comprende bien, los trabajos que practicaba la división de reserva del conde de Reus, encargada de abrir camino hacia la ciudad santa, velada a nuestros ojos por la avanzada punta del Cabo-Negro, desde cuya atalaya los amedrentados vecinos de Tetuán podían descubrir en los días claros las blancas tiendas de nuestros campamentos.

     La guerra tenía un carácter feroz e implacable, que en vano procuraban contrarrestar nuestros generales por cuantos medios creían oportunos. Los moros, tal vez falsamente informados por sus intolerantes alfaquíes, de nuestras intenciones y propósitos, creyendo indudablemente que si caían en nuestras manos no podían esperar piedad alguna, preferían morir lidiando a rendirse; así es, que con una tenacidad horrible se les veía blandir la gumía sin cejar nunca y revolverse contra nuestros soldados hasta en los postreros estremecimientos de la agonía.

     Se comprenderá, pues, fácilmente el sentimiento de sorpresa y admiración que se apoderaría de todos nosotros cuando en la acción del 20 de diciembre, reñida y empeñada como todas, supimos que se había logrado hacer un prisionero: ¡uno sólo! Al cabo había habido un marroquí que se confiara a la nunca desmentida generosidad española; que entregara su vida, no a la punta de una bayoneta con rencorosa desesperación, sino a la clemencia de nuestros valientes soldados. ¿No era esto casi un triunfo?

     Yo, que los había visto combatir hasta exhalar el postrer aliento y agitar moribundos la cortante gumía antes de entregarse a los que les ofrecían la existencia y a quienes insultaban con el dictado de perros cristianos; yo que los había visto arrastrar a sus heridos, haciéndolos chocar en su rápida fuga con los troncos y penas del camino, porque no cayesen en nuestras manos, no pude menos de impresionarme vivamente, lo confieso, cuando supe que uno de estos bárbaros había quebrantado la sangrienta costumbre de los hijos de Mahoma. Lleno de curiosidad, como comprenderán mis lectores, salí en su busca. Estaba en el reducto de Isabel II, sufriendo con una resignación estoica la cura de tres heridas levísimas que tenía en el rostro, en la muñeca derecha y en el pecho. Su continente era altivo y grave; hasta parecía que en su ademán se reflejaba el fatal ¡Dios lo quiere! que tanto valor y heroísmo ha inspirado siempre a todas las razas muslímicas. El prisionero tendría como unos cincuenta años; era alto, anguloso; de cejas espesas, mirada penetrante, nariz roma, boca hundida, barba canosa y puntiaguda; su fisonomía más que vulgar, era áspera y selvática. Llevaba un inmundo jaique rayado, con la capucha caída, sobre los ojos, como si quisiera ocultar la vergüenza de su vencimiento, una camiseta de algodón y unos calzoncillos o zaragüelles blancos, que dejaban descubierta la delgada, pero musculosa pierna. Calzaba unas babuchas, amarillentas y terrosas.

     Al principio se manifestaba receloso; mas pronto la confianza empezó a renacer en su corazón. Cuando vio el caritativo esmero con que curaban sus heridas, su rostro se animó y dijo con tranquila calma a uno de los médicos que le asistían:

     -Dios te lo pague, buen Tebib.

     Y volviéndose hacia uno de los intérpretes, añadió sin muestra alguna de adulación ni miedo:

     -¡Proteja Dios a los españoles como ellos protegen a sus enemigos!

     Después pidió agua; humedeció sus labios, resecos por la emoción y la fatiga, y se puso en pie para seguir a los encargados de su custodia.

     Los soldados se arremolinan para verle pasar, silenciosos y graves, conociendo instintivamente el respeto que se merecen las grandes desventuras, y el moro como si comprendiera también lo que la actitud de los cristianos significaba, señalaba con la mano derecha al cielo, y parecía decir: ¡Dios lo ha impuesto!

     El prisionero, cogido por cuatro cazadores de Mérida, a quienes premió y recompensó con largueza el general en jefe, se llamaba Besem-el-aham-Ebn el Susi-Amurí, pertenecía a la tribu de Beni-Amar, y el pueblo de su residencia era Arcila, pobre ciudad de la costa que contendrá escasamente mil habitantes y que es sin embargo, célebre en la historia de la península, entre otros muchos sucesos notables, por haber desembarcado en ella el infortunado rey D. Sebastián.

     ¡Qué sentimiento tan poderoso es el de la familia aun entre los pueblos bárbaros o incultos! Aquel hombre que había soportado la cura de sus heridas y las humillaciones de su cautiverio con impávida resolución, se enterneció como un niño al acordarse de su hogar y de sus hijos. ¡Ay! yo comprendo muy bien la mezcla íntima de placer y melancolía que debió apoderarse de su alma al recordar, en medio de unos enemigos que él había creído implacables y que le cuidaban, no obstante, como a un hermano, el amor de sus hijos, que tal vez le llorarían muerto.

     Pasados pocos días le presentó en nuestro campo, un moro negro, raquítico, andrajoso y hambriento, dando grandes alaridos y voces. Preso por nuestras avanzadas, no tardó en demostrar con sus gestos, contorsiones y palabras incoherentes que estaba loco. Lo primero que hizo fue pedir pan, que comió con ansia; luego declaró que él era Dios y que si los cristianos no desistían de su empresa, mandaría sobre ellos los rayos de su divina cólera. Tal vez los sobresaltos de la guerra y las desdichas que trae consigo, influyendo en un cuerpo debilitado y empobrecido, habrían hecho perder el juicio al infeliz.

     A todo este las acciones seguían repitiéndose casi sin interrupción. En las muchas que dio y ganó el general Prim sobre camino de los Castillejos, los moros empezaron a comprender que eran poca cosa para detener el empuje de nuestras huestes. En uno de estos combates perdieron la primera bandera, y por cierto que no quedó para contarlo el santón o alfaquí a quien los veteranos de la cabila habían encomendado su guarda y defensa. Ondeándola orgullosamente, caracoleaba montado en su caballo tordillo, a medio tiro de nuestras primeras guerrillas, sin que parecieran intimidarle en lo más mínimo las muchas balas que caían en torno suyo; iba y venía impasiblemente, con ese desprecio a la muerte, que tan valerosos y tan conquistadores ha hecho en todos los tiempos a los pueblos musulmanes, y que es vino de los fundamentos de su doctrina religiosa. Admiración causaba, en medio de todo, la presencia de ánimo y la decisión de aquel hombre que avanzaba solo, desafiando el mortífero plomo, hasta las posiciones mismas de sus enemigos; pero la muerte nunca se admira, ni respeta nada, y en lo mejor de su aventurada carrera sorprendió al santón aniquilándole. Viósele de pronto vacilar y caer; el generoso corcel como si comprendiera el peligro de su amo, se paró a su lado: el alfaquí hizo un esfuerzo y se incorporó; pero no pudo hacer más y volvió a caer desplomado al suelo como il corpo morto cade. En este punto otra bala hirió mortalmente al caballo que se agitó en su dolor, levantando una nube de polvo bastante densa para ocultar por un momento aquella escena sangrienta. Cuando la nube se disipó, caballo y caballero, estremeciéndose aun con las postreras convulsiones, agonizaban a pocos pasos uno de otro, a la vista de ambos ejércitos; pero al alcance sólo del auxilio de Dios, que todo lo puede y remedia.

     El primer día de Pascua, aconsejados sin duda los moros por los muchos renegados que de todas las naciones de Europa cuentan en sus aduares y aldeas; imaginando quizá que podrían encontrar a nuestros soldados desprevenidos o postrados por los excesos de la noche de Navidad, y no escarmentados todavía, a pesar de los muchos descalabros que habían sufrido, intentaron sorprender nuestro campo; pero como siempre, a pesar del misterio con que se acercaron y del valor que naturalmente debía infundir en su ánimo supersticioso, la profecía, de un santón que les había anunciado para aquel día la ruina del ejército cristiano y la toma de Ceuta, nuestros enemigos fueron derrotados y perseguidos hasta el extremo de obligar a muchos a buscar su salvación, huyendo de nuestras bayonetas, en el agitado seno del mar.

     ¿Y qué podré decir de la Noche-Buena? Verdad es que hubo durante sus primeras horas, luminarias y hogueras en nuestro campamento; que se cantó, que se bailó, que poblaron el espacio las armonías de las músicas militares; pero esta alegría sólo sirvió para hacer más doloroso el recuerdo de la apartada patria, donde a aquellas mismas horas habría también más de un lugar vacío en el seno de muchas familias, más de una lágrima en los ojos de muchas madres...

     Un día luchando y otro descansando, entre los horrores de la epidemia, nunca harta de heroicas vidas, y los furores de la tormenta que parecía reinar como absoluta señora en las cumbres escarpadas de aquellos riscos casi inaccesibles, pasó nuestro ejército todo el mes de diciembre, impaciente y a por avanzar y huir de los infestados sitios en que acampaba. Dos días antes de emprender su marcha, el 30, castigó con otra nueva victoria la audacia marroquí, y nuestra escuadra, compuesta del navío y del vapor Isabel II, de las fragatas Blanca y Princesa de Asturias, esta última recién salida del astillero de la Carraca, de la corbeta Villa de Bilbao y de los vapores Vasco Núñez de Balboa, Vulcano, Santa Isabel, León y Colón, hizo conocer a los vecinos de Tetuán, bombardeando el fuerte Martin sobre la embocadura del Guad-el-Jelú, la suerte que les esperaba en los azares de la guerra.

     Para este fin, llegaron a Ceuta el 29 nuestras naves desde la bahía de Algeciras. Nada más bello que verlas entrar en el puerto, primeros albores de nuestro poder marítimo renaciente, meciéndose en las olas y enseñando sus temibles bocas de fuego como una amenaza contra los enemigos de la patria. El navío, sobre todo, parecía un castillo flotante, y atraía con orgullo las miradas de cuantos sentían latir dentro del pecho un corazón español. ¿Quién no recordaba aquella antigua y famosa marina que fue la primera en dar la vuelta al mundo y la última en ceder, cuando en las aguas de Trafalgar, luchó, o mejor dicho, sucumbió gloriosamente en defensa de un aliado, entonces, por cierto, bien poco agradecido?

     Al siguiente día de su arribo a Ceuta, salió la escuadra con rumbo al Cabo-Negro. El cielo estaba despejado como en una mañana de primavera, y el sol plateaba con sus vívidos rayos las dormidas aguas del mar. La Armada avanzaba lenta y majestuosamente, cortando las olas, y medio envuelta en las sombras que dibujaba en el líquido elemento la prolongada manga de humo de los vapores. Así en la ciudad como en el campamento, todos observábamos con inquieta y mal disimulada curiosidad la marcha de nuestras naves, hasta que las perdimos de vista cuando doblaron la punta de Cabo-Negro; detrás de la cual se extiende una espaciosa ensenada, defendida, no sólo por el fuerte Martin, sino por varias baterías rasantes. No muy lejos de la fortaleza que como saben mis lectores, guarda la entrada del río de Tetuán, empieza una cosa áspera y abrupta que termina en la antigua Regencia de Argel y que es el espanto de todos los hombres que surcan el mar, no sólo por las sombrías cortaduras de sus amenazadoras rocas, sino por la inhospitalaria barbarie de sus moradores en todos tiempos crueles y desalmados piratas. Conócese con el nombre de Costa de hierro, y en ella es donde, verdaderos nidos de águila, se levantan los peñones que España conserva en África, como un recuerdo de su pasada grandeza, o como una esperanza de sus futuros destinos.

     A poco de haberse escondido la escuadra detrás del Cabo, una espesa e interminable humareda llenó el hueco que ofrecía en perspectiva la ondulada costa, y aunque debilitados por la distancia llegaron a nuestros oídos los pavorosos estampidos de cañón cada vez más frecuentes y aterradores. No es posible formarse idea del animado espectáculo que ofrecía entonces el Mediterráneo, sobre todo para nosotros, para los españoles que sabíamos lo que aquella niebla decía, lo que el eco nos anunciaba y que llegábamos con el alma donde no podíamos llegar con la vista. Sólo divisábamos el humo que se escapaba por los lados y por cima del Cabo, y sin embargo, lo veíamos todo con los ojos del corazón; y era tan profundo el sentimiento que nos embargaba, que no podíamos apartar la mirada de aquellas nubes de humo en donde encontrábamos nosotros todo el interés de una epopeya.

     En el momento mismo en que nuestra Armada desmantelaba el fuerte Martin, el ejército alcanzaba otro nuevo triunfo contra las huestes mahometanas; el cañón de España retumbaba a la vez en el mar y en los bosques.

     Era el anuncio de la heroica batalla de los Castillejos que dos días después había de excitar el entusiasmo de la patria y la admiración de Europa.



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- VI -

     Como estaba de antemano dispuesto, al amanecer del día 1.º de enero el ejército expedicionario, a excepción del cuerpo de vanguardia que quedó guarneciendo los fuertes con el general Echagüe a la cabeza, emprendió la marcha en dirección a Tetuán por el camino abierto hacia los Castillejos. Salió primero la división mandada por el conde de Reus, siguió el segundo cuerpo a las órdenes del conde de Paredes con el cuartel general, y cerró la retaguardia el tercer cuerpo, a cuyo frente iba el general Ros de Olano, conde de la Almina.

     Antes de llegar el general Prim al sitio que se le había designado para hacer alto y acampar, encontró las alturas inmediatas a los Castillejos pobladas de moros que se lanzaron furiosamente contra nuestras tropas en recia sacudida. La escasa división de reserva no sólo resistió sola este primer ataque, sino que animada de belicoso entusiasmo tomó una por una a los marroquíes todas las posiciones que todas las posiciones ocupaban, luchando con un arrojo, con un encarnizamiento imposibles de describir. Desde las ocho a las dos estuvieron las fuerzas dirigidas por el general Prim combatiendo denodadamente contra una muchedumbre de moros que cada vez iba en aumento, como si surgieran de la tierra por entre las cañadas y por las cumbres de los cerros. A eso de las dos y cuarto, la posición del conde de Reus era tan crítica, casi envuelto por el número de sus enemigos, que pidió refuerzos con toda premura, viniendo en su auxilio el regimiento de Córdoba, del segundo cuerpo, cuyos soldados, dispuestos para la marcha, llegaron rendidos con el peso de la mochila, en la cual, además de las prendas de su equipo, llevaban raciones para siete días.

     El general Prim dispuso que dejasen este estorbo en un mogote seco y pelado situado a retaguardia del campo de batalla y que sobresalía entre todos los que le rodeaban, llenos de áspera y robusta vegetación, por su esterilidad inexplicable. Diríase que estaba creado de antemano por la naturaleza para teatro de un gran acontecimiento.

     Ya desembarazados de la mochila, siguiendo valerosamente a su general, nuestros soldados se lanzaron decididamente contra las huestes marroquíes, cada vez más osadas y emprendedoras; pero a pesar del empeño de nuestra gente, los moros, fuertes por su número, no cejaron un paso, antes bien se precipitaron como una nube sobre los batallones españoles, fatigados de la larga duración de un combate desigual y mermados considerablemente por las pérdidas que habían sufrido.

     La resistencia fue tan enérgica y vigorosa, que nuestras tropas se vieron obligadas a retirarse de casi todas las posiciones que habían ocupado. La morisma caía sobre nosotros con la violencia y el estrépito de una avalancha que rueda de lo alto de las cumbres al fondo de los valles, y era tal su frenesí que ni a pedradas pudieron contener nuestras guerrillas su ímpetu siempre creciente. El general Prim a duras penas podía sostenerse en la primera posición que había conquistado y desde la cual, si la hubiera perdido, las turbas mahometanas habrían destruido sin remedio su cuerpo de ejército, ya bastante quebrantado; como que la posición disputada era un cerro que dominaba todos los inmediatos hasta la playa. La situación no podía ser más grave; pero hubo un incidente que la hizo más conmovedora.

     Un regimiento, el de Córdoba, tenía empeñada su honra en esta empresa; su honra que era la del ejército, la de la nación entera. Los moros en su irresistible acometida llegaron hasta el mogote o cerrillo en que el regimiento indicado había dejado las mochilas. Dos veces nuestras tropas animadas por la desesperación, le reconquistaron y las dos volvieron a perderle, acorraladas por el número cada vez mayor de sus contrarios. En tan solemne momento, el conde de Reus arenga a los soldados; pero éstos vacilan. Sólo un rasgo de heroísmo podía evitar a nuestras armas la ignominia de una derrota, y el general no duda un solo momento. Arranca la bandera de Córdoba de manos del oficial que la conducía, y, volviéndose a los soldados, exclama con voz enronquecida por la fatiga y el coraje: -«En esas mochilas está vuestro honor, venid a recobrarlo; sino yo voy a morir entre nuestros enemigos y a dejar en su poder para mayor vergüenza vuestra, la bandera que tantas veces os ha guiado a la victoria.» -Y esto diciendo, pica espuela a su caballo y se mete denodadamente, tremolando la bandera, por medio de las filas marroquíes y detrás de él al grito de ¡viva la Reina! las tropas entusiasmadas, ciegas, dispuestas a morir con su general o a vencer. El espectáculo que entonces ofrecía el campo, no se explica, se siente y se admira; los más valientes, los que primero habían acudido al llamamiento del conde de Reus, cayeron acribillados de heridas; la bandera estaba agujereada por mil partes; el caballo del general herido. Aquello era la boca del infierno; las balas silbaban a millares en un reducido espacio, y rodaban en todas direcciones moros y cristianos revueltos y confundidos. La lucha se trabó cuerpo a cuerpo, hasta que después de una resistencia vigorosa, heroica, los marroquíes tuvieron que abandonar el campo, y el regimiento de Córdoba rescató con sus mochilas su bandera, que es ya un monumento histórico, un título de gloria para los que la salvaron.

     No contribuyó poco a este resultado la aparición repentina del bizarro general Zabala con algunos batallones de su mando. Con el valor imperturbable de que tantas pruebas ha dado en las difíciles y peligrosas ocasiones de su brillante vida militar, avanzó a caballo hasta los puntos más comprometidos, donde permaneció con la mayor indiferencia en medio de una lluvia de balas, sin querer resguardarse del fuego enemigo. Él era, acompañado de sus ayudantes que no se apartaban de su lado ni un solo momento, la única figura que se destacaba en aquel campo de exterminio y muerte, donde los soldados para no presentar blanco estaban sentados y escondidos tras de los árboles. De milagrosa puede calificarse la circunstancia de que no le hirieran, mucho más, cuando a su lado cayeron el coronel Guerra, gobernador de su Cuartel General, el teniente coronel García Tassara y el capitán de caballería D. Ramón Zabala, sobrino del conde de Paredes. El Cuartel General del segundo cuerpo que en la notable jornada del día 9 de diciembre había tenido cuatro bajas, quedó reducido con la pérdida del día 1.º de enero, a su más mínima expresión; y bien puede decirse que los oficiales pertenecientes a él que salieron ilesos, se salvaron del naufragio en una tabla, pues las balas menudeaban como no es posible formarse idea, y el combate fue tan empeñado en algunos puntos, que apenas habría veinticinco pasos entre las tropas españolas, y las marroquíes, nunca tan resueltas y atrevidas.

     Mientras que los generales Prim y Zabala reconquistaban tan animosamente las posiciones antes perdidas, los húsares de la Princesa daban una carga brillantísima, y arrastrados por su valor, penetraban violentamente, sufriendo un horroroso fuego, hasta el mismo campamento enemigo. Allí los moros, resguardados detrás de sus tiendas, causaron en las filas de nuestra caballería pérdidas de consideración; entre otras, la de dos jefes que la mandaban, ambos heridos, y la de un joven oficial muerto el mismo día que cumplía años y entraba por primera vez en acción. Entonces fue cuando el cabo Mur arrancó con la vida a un alfaquí la bandera amarilla que en los días anteriores había hondeado al frente de nuestros contrarios.

     Nuestras pérdidas, en la gloriosa batalla de los Castillejos, pasaron de mil hombres muertos y heridos. El general en jefe, cuando todavía el fuego era vivísimo, se adelantó hasta las primeras guerrillas de la reserva, convertida este día en vanguardia, con la espada en la mano, infundiendo nuevo aliento a los soldados. Avanzó tanto, que el general Prim se creyó en la obligación de detenerle en su camino diciéndole amistosamente, pero con tono resuelto: -Mi general: aquí mando yo y no le permito a V. pasar adelante. El duque de Tetuán comprendió la razón que asistía al conde de Reus para estorbarle el paso, y aunque de mala gana, se retiró no lejos del peligro; pero sí a donde no pudiera tan fácilmente alcanzarle una bala y comprometer con una catástrofe la suerte del ejército.

     En esta jornada hicimos bastantes prisioneros, siendo el más importante y el más extraño de todos, uno a quien llamaban sus compañeros alcaide de Larache. Era de fisonomía inteligente y viva; su cabeza medusina, cubierta de asquerosos y enredados cabellos, producía un efecto difícil de expresar, una singularísima mezcla de admiración y espanto. Contaría escasamente treinta años; era moreno, de facciones regulares, de ojos ardientes y mirada altanera; alto, enjuto y vigoroso. Había, sin embargo, en aquel rostro, casi hermoso, un sello de ferocidad que repelía; una sombra moral, por decirlo así, que destruía en mucha parte la simpatía que su desgracia inspiraba. Mostrábase poco resignado con su suerte, y pasaba los días rezando o riñendo con una exaltación fanática, a los demás marroquíes prisioneros, heridos también.

     El que lo estaba más levemente era un moro de rey, capitán, según decía, de cien caballos. No desaprovechaba ocasión en que manifestarse agradecido, y alargaba la mano con sumisión y respeto a cuantos le visitaban, entablando con ellos por medio de una mímica expresiva y continuada, diálogos animados y curiosos.

     Un soldado de la fuerza que los custodiaba, compadecido de él le colgó al cuello un escapulario de la virgen del Carmen para que, por la santa intercesión de María, le libertase Dios de todo riesgo y abriera a la luz de la fe los ojos y la inteligencia del infiel; rasgo de caridad sencillo, pero nacido del corazón, que me hizo recordar aquel verso de un notabilísimo drama español:

-¡Lástima que este moro no se salve!-

     Terminada la acción, cuyas consecuencias fueron incalculables, nuestras tropas acamparon en los mismos sitios con que tanto encarnizamiento nos habían disputado los marroquíes: la división Prim, más allá de la Casa de Morabito, rústico albergue de un santón retirado del mundo, situado sobre un cerro no muy distante de aquel en que fue más reñida la batalla; el Cuartel General en el Cerro de la Condesa, cuyo nombre ignoro qué origen tendrá, y cubriendo la retaguardia, el tercer cuerpo de ejército.

     A la mañana siguiente se supo con dolor en nuestro campo, que el general Zabala, cuyo heroico comportamiento en la batalla del día anterior había sido tan justamente encomiado, había amanecido con una pierna completamente baldada. La enfermedad, menos piadosa que las balas, salió a detenerle en el camino de su gloria. El conde de Perales, con una desesperación tan grande que hacía más vivo el sentimiento de cuantos le conocían, no sin haber hecho antes pruebas repetidas para ver si podía sostenerse en pie, tuvo que volver a Ceuta, víctima de los más acerbados dolores, así morales como físicos, y en aquella ciudad estuvo algunos días, consumido por la impaciencia y contando con ira las horas que pasaba lejos de sus soldados de quienes era tan respetado y querido.

     Verdad es que para un hombre de su temple, este estado era en efecto terrible. El ejército se encontraba en un momento apurado y peligroso. Cuando las comunicaciones por tierra se habían interrumpido y sólo podía esperar socorro y víveres por el mar, una furiosa tempestad vino a desvanecer sus esperanzas. Los buques que estaban en la ensenada de Cabo-Negro tuvieron que largarse a toda fuerza de vapor y vela, marchándose unos a Puente-Mayorga y otros a la bahía de Ceuta. Cuatro días estuvo el ejército incomunicado, sin que la borrasca calmase. En este tiempo los víveres empezaron a escasear; la raciones que los soldados habían llevado para el camino estaban agotadas, y mesa de general hubo donde el último día de la tormenta, se comieron sólo, en vez de pan, algunas migajas de galleta. A la vista casi del ejército, pareció la goleta Rosalía que, por orden superior, se había quedado aguantada en la costa africana, salvándose con mucha dificultad la tripulación. En Algeciras se fue también a pique el vapor de guerra Santa Isabel, arrojado contra una peña de la playa por un golpe de mar, y en Ceuta mismo estuvo a punto de desaparecer con toda su gente la lancha cañonera núm. 8 que tan buenos servicios había prestado contra los marroquíes.

     Yo me hallaba a la sazón en Ceuta, a donde había regresado enfermo del campamento. Allí pude ver todo el horror de la tempestad desencadenada. Las olas enfurecidas y espumosas rebasaban el muelle arrastrando todo cuanto encontraban en su impetuoso camino. Las pipas de vino flotaban a merced del irritado mar que inutilizó a la vista de la población consternada más de treinta mil raciones de pan y harina. ¡Ya nuestros hermanos sentían los primeros amagos del hambre! La mayor parte de las bateas de desembarco, refugiadas en el puerto, se sumergieron chocando unas con otras. Oíase a larga distancia el rugido del viento como un gemido de dolor y rabia, y el estrepitoso rumor de las olas ensordecía el espacio. Divisábanse a lo lejos verdaderos montes de espuma que se acercaban tronando hasta la costa para saltar por algunos lados las fuertes murallas que resguardan a Ceuta por el mar. ¡Qué no pasarían en aquellos tremendos días los pobres convalecientes, recogidos en los barcos-hospitales y expuestos al agitado movimiento de las olas que levantaban y hundían las más poderosas naves como débiles aristas el aire!

     ¿Es extraño que el general Zabala sobrellevase en esta ocasión con impaciencia la dolorosa circunstancia que le separaba de sus queridos compañeros de armas? La suerte del ejército era entonces la preocupación constante de todos: recelábamos que se le acabasen las provisiones de reserva y encontrase solo, sin amparo, desprovisto de recursos, lleno de enfermos e incomunicado en país enemigo. Y nuestro temor aumentaba de hora en hora, sobre todo el último día de la tormenta, porque ésta, lejos de calmarse, parecía acrecentarse por momentos. La lluvia menuda y fría que había estado cayendo toda la mañana, se convirtió a media noche en un aguacero espantoso, acompañado de truenos, relámpagos y rayos.

     Las calles de Ceuta parecían ríos desbordados; las casas, sin que haya exageración en cuanto digo, se calaban como si fueran de lona, y hubo en muchas necesidad de abrir cauce a las aguas que habían inundado completamente los zaguanes y patios. A todo esto, el viento seguía agitando tumultuosamente las olas, y más de una vez se confundió con el fragor del trueno, el estampido del cañón que demandaba auxilio.

     Entretanto, el Conde de Lucena viendo que el templo arreciaba, había dispuesto que al siguiente día el general Prim con su división marchase a Ceuta por víveres. La necesidad era apremiante, y no tenía espera. En efecto, disponiéndose estaban para la expedición los batallones en quienes todo el ejército cifraba sus esperanzas, cuando el grito de: ¡un vapor! resonó en el campamento. Los soldados, rápidos como el pensamiento, corrieron hacia la playa, palmoteando y llenos de alegría como si nada hubieran sufrido, para observar desde allí con los ojos que animaba el deseo, los movimientos de un punto negro, que se divisaba a larga distancia, y que venía aproximadamente velozmente. No gritaron los compañeros de Colón al columbrar, en medio de las tinieblas de la noche, la luz misteriosa en la costa americana -¡Tierra! ¡Tierra!- con más entusiasmo que nuestros soldados, después de su penosa incomunicación con la madre patria: -¡un vapor! ¡un vapor!- extendiendo sus brazos hacia el mar. La confianza renació en todos los ánimos, y a pesar de que aquel día no pudo desembarcar nadie del Duero, que era el primer vapor que había llegado, se desistió de la proyectada expedición a Ceuta.

     Aquella misma tarde llegaron a la escuadra y los demás vapores mercantes, amparados durante la tormenta en Ceuta o Puente-Mayorga.

     Al día siguiente todos se habían olvidado del temporal; la calma había renacido otra vez en el mar y en los corazones.

     Cuando yo, restablecido a medias de mi dolencia, volví a incorporarme al ejército, este acampaba sobre el río Azmir o Guad-el-Kebir, como, recordando sin duda, el que riega los campos de Córdoba y Sevilla, le apellidan los marroquíes. Aunque accidentado, el terreno en que nuestros soldados habían levantado sus tiendas, no ofrecía, sin embargo, las dificultades que la áspera Sierra-Bullones; sus colinas eran más despejadas y no tan pendientes como las que habíamos dejado atrás; no embarazaban ya nuestra marcha espesos alcornoques, ni copiosas encinas, y si bien pocas, veíanse algunas lomas completamente peladas, o donde sólo crecía el enano palmito de largas y esparcidas hojas.

     A retaguardia, sobre nuestra derecha, alzábase un cerro, escaso de vegetación, pero temible por las enormes piedras que le coronan y que blanquean, destacándose, heridas por los rayos del sol, entre la yerba, como jaiques morunos en el campo, después de una batalla. El río Azmir, Azemir, o Guad-el-Kebir, porque cada uno le daba su nombre, corría, o más bien, se estancaba a nuestros pies. Sobre un lecho de arena, como el del humilde Manzanares, entre las vertientes de dos colinillas, manda el Azmir lentamente sus escasas aguas al mar, que a pocos pasos se extiende hasta confundirse con el horizonte. Río humilde y sin recuerdos hasta ahora, a nuestra expedición deberá el vivir en la historia, cuando apenas podía aspirar a vivir en la geografía. Allí, en sus tristes y solitarias márgenes, nuestros soldados lucharon dos veces contra sus enemigos, y por espacio de cuatro días contra la más espantosa borrasca que pueda surgir de aquellos mares tempestuosos. Atormentárosles las privaciones, y diezmoles la epidemia; pero ellos, con la esperanza puesta en Dios y el pensamiento en la patria, sobrellevaron con paciencia, huracanes, lluvias, cólera y hambre.

     El mismo día de mi vuelta al campamento hubo otro nuevo combate. Desde por la mañana se habían visto aparecer por las quebraduras del terreno, grupos de moros, que se adelantaban silenciosamente hacia nuestras guerrillas avanzadas. Su número fue creciendo progresivamente, hasta que a eso de las doce y media o una, se trabó, por fin, la lucha. Nuestros soldados tenían orden de no hacer fuego sino cuando tuvieran muy cerca a sus astutos enemigos, y cumplieron con tanta exactitud cuanto se les había mandado, que algunas guerrillas sólo dispararon en ocasión en que podían haber hecho uso de las bayonetas. La artillería jugó en esta acción admirablemente: yo vi caer una granada sobre el cuarto trasero de un caballo tordillo, que caracoleaba en vanguardia de las filas mahometanas, y vi también rodar por la arena caballo y caballero, en medio de los nutridos aplausos de cuantos habían presenciado los efectos de la puntería. Pero, con nuevo asombro, vimos después de levantarse al jinete, acercarse a la mal herida cabalgadura, quitarla la silla encarnada, echarse los arreos sobre la cabeza, y marchar tranquila y reposadamente hacia donde, huyendo del estrago de los cañones, se habían retirado los suyos.

     En la escaramuza de este día hicimos tres prisioneros. El primero que cayó en nuestro poder, fue un mancebo, a quien apenas apuntaba el bozo, de ojos vivos e inquietos, herido en un hombro y con una oreja casi colgando: llevaba la cabeza pelada a trechos, como si hubiera acabado de convalecer de una dolencia inmunda, y su traje era una repugnante cubierta de andrajos. Llegó por su pie hasta el Cuartel General, donde se entabló entre el conde de Lucena y el prisionero el siguiente diálogo:

     - ¿De donde eres?

     - De cerca de Orán.

     - ¿Son muchas las cabilas que asisten al combate?

     - Pocas.

     - ¿Quién manda la acción?

     - Muley-Abbas.

     - Vaya, pues lo hace bastante mal. Vete a curar.

     A todo esto, el pobre muchacho no había cesado un momento de dar mordiscos a una galleta, que le habían regalado, y se conocía que el hambre era en él superior al miedo.

     El segundo prisionero vino en una camilla. Tenía completamente hecho pedazos el muslo derecho. Era un joven de rostro moreno, pero hermoso; alto, bien formado, robusto. Sufrió con resignación los dolores de la penosa cura que le hicieron, sin exhalar una queja; sólo revelaban su padecimiento la contracción nerviosa de los músculos de su rostro y el rechinamiento de sus dientes.

     Después pidió pan, manifestando que no había comido en dos días, y devoró con ansia el pedazo que le dieron, a pesar de los grandes dolores, que debían atormentarle.

     El tercer prisionero llegó al hospital de sangre, casi moribundo. Una bayoneta le había atravesado el estómago de parte a parte. Era viejo; pero no repugnante. Apenas le curaron, se envolvió en la manta, como César en su toga después de herido, y se sumergió tal vez en los últimos pensamientos; en esas últimas meditaciones que flotan entre la muerte y la vida, como el misterioso crepúsculo de la existencia que acaba, y de la eternidad que empieza.

     La acción se prolongó hasta la noche; pero con poca resolución y energía por parte de los moros. Nuestros soldados prendieron fuego a dos casuchas, que se levantaban en un cerro, próximas al campamento enemigo, y que con sus rojizas llamas iluminaron nuestra victoria.

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