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ArribaAbajoApéndice

El mismo amigo de que antes hemos hablado nos leía hace poco algunas páginas de un libro del señor Vicuña Mackenna en que se trata de don Diego Portales. De esas pocas páginas sacamos en limpio que, si el señor Lastarria lo pinta como un ministro sin piedad que se burla de la desgracia que causa, el señor Vicuña exhibe una especie de truhán, a quien no sabemos si le hace tamborear en las arpas de las chinganas.

El haber perdido el pelo a la edad de cuarenta años le ha valido, por parte del señor don Benjamín, ser comparado, por sus costumbres, con uno de los tipos más acabados de la corrupción antigua, con César. Mejor librado habría salido teniendo un ojo menos, pues entonces le habría buscado su igual en alguno de los cuatro tuertos célebres del paganismo, que hacen gran papel en la historia sin haber dejado más recuerdo odioso que el de su astucia.


ArribaAbajoLos chismes y la historia

Rectificaciones a la Memoria Chile bajo el Imperio de la Constitución de 1828


Después de escrito este artículo hemos caído en cuenta de que, versando todo él sobre la revolución de 1829, «la más grande después de la de la Independencia», debíamos decir algo, aunque someramente, sobre el estado del país al tener lugar aquel acontecimiento que tanto ha influido en la suerte de nuestra patria.

Pero no estando seguros de hacer con acierto estas apreciaciones y temiendo alargar este escrito, acudiremos a unas pocas palabras que decíamos en el número 5 de La estrella de Chile, a propósito de aquellos tiempos:

«En cuanto a nosotros, recordamos aquella época, sin reticencia, como la más feliz de nuestra vida. Vivíamos en perpetua excitación por la frecuencia de sucesos variados e interesantes, aunque no felices para Chile.

Nuestra primera diligencia entonces era, al salir de nuestra casa, dirigirnos a la Plaza de Armas, a saber noticias, y pocas veces perdíamos nuestro viaje; pues, cuando no había novedad en Santiago, las provincias se encargaban de suplir esta falta. ¡Qué época aquélla!»



Algunos apreciables amigos nos han puesto en un tácito compromiso con los lectores de nuestros Recuerdos de treinta años. Ellos han llevado su amabilidad hasta anunciar por la prensa que nos ocupábamos en compaginar algunos artículos que debían formar la «segunda parte» de aquella publicación.

Nos hallamos, pues, en el caso de no ser descorteses y hemos emprendido éste trabajo, que para otros sería un juguete.

El material de qué para esto disponíamos era poco abundante, y a fin de formar un pequeño volumen, nos hemos visto en la necesidad de recurrir a las vejeces que conservamos en nuestra memoria, o a los escritos de personas que nos recuerdan hechos antiguos, que hemos presenciado y sabido en el momento en que tenían lugar.

Pero como estos hechos los sabemos en muchos casos de distinto modo del que son referidos en esos escritos, nos hemos tomado la libertad de rectificar (no encontramos otra palabra para expresarnos) algunos de ellos.

Entre las publicaciones a que nos referimos, se encuentra una Memoria escrita por el señor don Federico Errázuriz, actual Presidente de la República, que emprendió esta obra por encargo del señor rector de la Universidad, dejando a la elección del escritor el tema de ese trabajo.

El autor tituló Su memoria: Chile bajo el Imperio de la Constitución de 1828.

Este libro nos fue obsequiado, a solicitud nuestra, por un deudo inmediato del señor Errázuriz.

Nos llamó la atención desde luego su marcada parcialidad, no sólo en las apreciaciones, sino también en el modo de referir los sucesos. Las repetidas manifestaciones de odio al partido pelucón y de tierno cariño al partido pipiolo, atendidas las circunstancias del autor, nos perecieron, por lo menos, inverosímiles por su excesiva exageración.

Sea de esto lo que fuere, lo que ahora hemos hecho no ha sido más que dar mayor extensión a los apuntes que entonces hicimos al margen del libro de que ahora se trata, no por defender al partido pelucón, al que no pertenecíamos ni podíamos pertenecer, sino en obsequio de la justicia y de la verdad.

Por espacio de treinta años formamos de último soldado en las filas liberales, no tanto a título de liberales, sino a título de opositores, porque, por instinto y aun antes de haber leído a Chateaubriand, practicábamos su máxima:

«La razón del más fuerte me ha hecho ponerme siempre de parte del más débil, porque no puedo soportar el orgullo de la victoria».



I.- El señor Errázuriz hace referencia, en la página 19 de Su memoria, a una escena que tuvo lugar en el salón principal del Consulado, dos o tres días después de haber entrado triunfantes en Santiago, julio de 1828, los cuatrocientos hombres que, al mando del coronel Urriola, habían derrotado al Vicepresidente Pinto en el llano de Maipo.

Con pasmosa credulidad, el historiador se hace eco de falsedades orales o escritas, que la más mínima atención habría sido suficiente para desechar.

En la página 20 dice:

«No es posible pasar en silencio un rasgo magnífico de este episodio revolucionario. En esos momentos de angustia para todos los corazones, los miembros de la asamblea provincial de Santiago juzgaron oportuno constituirse mediadores entre el Gobierno y los revolucionarios. Reunidos, al efecto, en presencia del pueblo, en la sala de la asamblea, con comisionados de los amotinados, uno de éstos principió su discurso diciendo que no podía haber tratados entre vencedores y vencidos. Instantáneamente fue interrumpido por el ciudadano don Pedro Palazuelos Astaburuaga, que con esfuerzo poderoso exclamó:

-¡El pueblo jamás es vencido!

¡Grito sublime de la inspiración! ¡Arranque espontáneo y generoso del alma, que, haciendo eco en todos los corazones y, tocando sus fibras más delicadas y sensibles, fue repetido inmediatamente con profundo entusiasmo por millares de voces! Ese grito elocuente y solemne interrumpió y puso fin a la reunión, saliendo el pueblo de la sala a las aclamaciones ardorosamente repetidas:

-¡El pueblo no está vencido! ¡Un pueblo jamás es vencido!».



Todo este ditirambo está fundado en un hecho o, más bien, en una palabra inventada por los amigos de aquel Gobierno al día siguiente del suceso. Ya que la falta de atención no ha hecho sospechar al escritor el embuste, nosotros, que estábamos presentes, referiremos el hecho tal como fue.

II.- Los tres comisionados por los revolucionarios para entenderse con la asamblea provincial fueron don José Miguel Infante, don Nicolás Pradel y don Manuel Magallanes.

El primero que tomó la palabra fue el señor Infante. Principió por hacer cargos graves al Congreso, que funcionaba en Valparaíso. Este discurso fue, teniendo presente el estado de los ánimos, excesivamente largo e inconducente.

Enseguida habló el señor Pradel, quien, con el fuego y energía que aún no ha perdido, dijo:

-Se nos ha llamado para una transacción, a la cual yo no le encuentro una base razonable. ¿Qué transacción puede haber entre un vencedor y un vencido?

Estas palabras fueron interrumpidas por el señor Palazuelos con estas otras:

-El Gobierno no está vencido.

-Sí lo está -contestó Pradel.

-No lo está -replicó Palazuelos.

Cada cual de esta inmensa concurrencia, dividida en dos partidos, repitió, de estas palabras, la que más cuadraba a su opinión.

Quien no está cegado por el espíritu de partido conoce que el vencido a que se refería el señor Pradel no era ni podía ser otro que el Gobierno, que acababa dé ser derrotado, y no el pueblo, que no tenía para qué venir a cuenta.

Pero, aun cuando el pueblo hubiera sido vencido, cosa siempre difícil de comprobar, y que a veces sucede, por más que diga el historiador, no es el señor Pradel un necio para repetírselo, con insistencia, en sus mismas barbas.

Hace dos o tres años leíamos un escrito en que se mencionaba esta majadería. Con este motivo nos dirigimos al señor Pradel, residente como hasta hoy en Valparaíso, diciéndole que ya era tiempo de poner atajo a la repetida circulación de esta mentira. Este señor nos contestó:

-Estoy tan acostumbrado a la falsificación de nuestra historia, dictada con frecuencia por la cocinera de casa, que ya nada de lo que se escribe me sorprende.

A esto, y no más que a esto, queda reducido el grito sublime y elocuente repetido por millares de voces.

III.- Continúa la Memoria:

«Ciudadanos notables por sus antecedentes y recomendables por sus cualidades eran aquellos de que el Vicepresidente se había rodeado, llamándolos al servicio de los diversos Ministerios de Estado. Don Carlos Rodríguez, abogado de crédito, Senador y Ministro de la Suprema Corte de Justicia, manejaba la cartera del despacho en los ramos del Interior y Relaciones Exteriores».



Un hecho, el primero que se nos ocurre, probará al lector cómo era tratado el señor Rodríguez por los mismos hombres a quienes prestaba sus servicios.

A mediados o a fines de 1827 aparecieron, después de mediodía, en el patio del Consulado, varios grupos de amigos del Gobierno, que en el espacio de dos horas aumentaban o disminuían alternativamente, hablando con reserva y en voz baja, a consecuencia de la entrada o salida de ciertos agentes que comunicaban a los grupos órdenes o noticias.

Al cabo de esas dos horas, esta reunión misteriosa concluyó por disolverse, dejando a los curiosos sin saber qué pensar de lo ocurrido.

En la noche de ese día circuló en el público que aquello había sido un proyecto de poblada, organizada por el Gobierno para pedir la caída del Ministro del Interior, don Carlos Rodríguez, y la del juez de letras don José Gabriel Palma.

Es de advertir que el señor Rodríguez, cuando estalló la revolución de Urriola, no se separó un momento del lado del Presidente Pinto, desplegando gran valor y energía cuando los partidarios del éxito flaqueaban.

La poblada fracasó por falta de cooperadores, pero sirvió para dar a conocer qué clase de Gobierno tenía Chile. Muchos amigos le volvieron la espalda, los vacilantes se hicieron enemigos.

Este hecho, muy notorio entonces, lo leíamos algunos meses después, año 29, con minuciosos detalles, en uno de los primeros números de El sufragante, periódico serio, redactado por don Manuel Gandarillas.

IV.- El señor Errázuriz, que carga de maldiciones al partido pelucón (este adjetivo se repite hasta el fastidio) cuando, a su parecer, infringe la constitución, sólo tiene disculpas cariñosas y aun elogios mal disimulados cuando menciona la enorme infracción cometida por el Presidente Pinto que, arrebatando facultades al Congreso dio una amnistía de su propia autoridad, contra el texto expreso del artículo 46, inciso 13, de la Constitución de 1828.

Con este criterio, o más bien, con estos dos criterios, ¿puede esperarse imparcialidad y justicia en el historiador?

He aquí, pues, que la adorada Constitución del 28 tuvo como estreno una flagrante infracción. Por desgracia no fue la única.

V.- El capítulo IV de la Memoria empieza con una digresión sobre los partidos de esa época, 1829, dando cuerpo a una sombra que llama partido monarquista y que tenía por jefe a don José Antonio Rodríguez Aldea, por haber sido secretario de Gaínza en 1813, sin recordar que este mismo godo había dado las pruebas más notorias de patriotismo, aun antes de ser Ministro del Director O'Higgins.

Si entonces había quien opinara por la monarquía, en el día no falta quien piense lo mismo, sin que a nadie se le ocurra decir que en Chile hay un partido monarquista.

Si el haber servido al rey es un motivo para ser calificado como monarquista, raro, rarísimo sería el hombre notable de ese tiempo a quien no pudiera llamársele godo. Pero el historiador ignora lo que todo el mundo sabe...

VI.- El folleto enumera, seis partidos más o menos numerosos, pero todos ellos enemigos del Gobierno liberal. ¿Qué tal Gobierno sería ése?

«Esos partidos necesitaban un jefe que manejase tantos elementos dispersos, haciéndolos servir de concierto al fin que se proponían. En un principio se lisonjearon con atraerse al general Freire, explotando los celos y sentimientos personales que abrigaba contra el general Pinto».



No es ésta la única imputación ofensiva que el folleto hace al general Freire. A las pocas páginas más adelante dice, al dar cuenta de una junta de guerra a que asistió este general: «Freire creyó o fingió creer», etc. De manera que, para el historiador, ¡Freire era hipócrita y envidioso! Esto no se rectifica, y los elogios alegóricos que vienen enseguida no lavan esas injurias:

«La alabanza se pone aquí para que pase la injuria, y el movimiento del incensario, para justificar el bofetón».



VII.- Al dar cuenta de la reunión que tuvo lugar en el Consulado el 7 de noviembre de 1829, con pormenores inexactos, se hace una imputación deshonrosa al señor Prado Montaner, Intendente de Santiago en esa época.

VIII.- La reunión del Consulado nombró una comisión que pusiera en conocimiento del señor don Francisco Ramón Vicuña, que se decía Vicepresidente interino, que el vecindario de Santiago desconocía todas las autoridades, incluso la del mismo señor Vicuña, por su origen ilegal, y que acababa de nombrar una junta de gobierno, etc.

El señor Vicuña se negó a reconocer la junta, y los comisionados volvieron al Consulado a dar cuenta de lo sucedido. En vista de esta negativa, el concurso se dirigió a la sala de Gobierno, cuya entrada no pudo impedir la guardia:

«En el momento son invadidos el patio del palacio y las salas del Gobierno, y al bullicio de una gritería destemplada, mediante la cual cada uno pretendía hacerse oír y valer, el desorden aumenta y toma por momentos mayores proporciones.

El señor Vicuña se negó a dar su dimisión, que era lo que se le exigía, y se retiró del salón.

En este momento se oyen grandes gritos y fuertes voces que aclamaban al general Freire en las puertas de la plaza y de los patios del palacio. Efectivamente, se presentaba este personaje vestido de todas sus insignias, pues lo habían ido a buscar y lo traían, los pelucones para valerse de su prestigio. Con su presencia se calma el tumulto, se restablece el orden e impera el silencio, donde poco antes reinaban la confusión y la algazara. En el exceso de su entusiasmo, toman en brazos al general Freire, que fue conducido así hasta la sala de Gobierno por dos hombres aparentes por su corpulencia y robustez, el clérigo Meneses y don Agustín Larraín. Llegados a la sala y agobiados de fatiga, depositan éstos su carga en la silla presidencial, con tal precipitación, que quebraron a ésta los brazos».



IX.- Trabajo nos ha costado llegar al fin de esta inverosímil y falsísima narración. En ella, como en muchas otras partes de la Memoria, está de manifiesto hasta dónde puede llegar una idea preconcebida y mal intencionada.

Esta misma idea no ha permitido dudar de nada al historiador. Dado el caso de que los dos Hércules hubieran podido salvar con su carga, y al través de largas escaleras, la gran distancia que separaba el patio de la silla presidencial, el general Freire, ¿habría permitido que se ajara su persona hasta ese extremo? La respetable reunión que acababa de elevarlo al más alto puerto de la República, y que tenía por él una especie de culto, ¿habría permitido, ni a pretexto de entusiasmo, tal ultraje? Pero está visto: infieles consultores han abusado de la credulidad del historiador, muy dispuesto a dejarse engañar.

Añadiremos aún otro dato, a saber: que de las doce o quince personas que aún viven y que tomaron una parte importante en esos acontecimientos, firmando el acta del 9 de noviembre, nos permitiremos nombrar algunas que residen en Santiago, y que ni vieron ni oyeron, estamos seguros, hablar de la silla rota; son los muy respetables señores don Rafael Valentín Valdivieso, seglar entonces; don Manuel Montt y don Manuel Camilo Vial. Nos parece inútil nombrar otros.

X.- En el mismo capitulo antes citado, párrafo VII, dice la Memoria:

«El motín popular del día 7 había sido, pues, de estériles resultados para sus autores».



Uno de estos estériles resultados lo ha consignado el mismo historiador, dos páginas más adelante, diciendo, entre otras cosas:

«El día 12 se trasladó el Gobierno a Valparaíso. Los motivos de esta determinación se encuentran consignados en un manifiesto publicado el día 13 en aquella ciudad por el mismo Presidente provisorio», etc.



Entre los considerandos que el autor copia, se encuentra el último, que dice:

«No debiendo el Presidente exponer la República a las fatales contingencias de la acefalía en que quedaría sumergida si el jefe supremo fuese privado de su libertad o de su vida, decreta: (...)».



El escritor llama estéril resultado el que, cinco días después del motín, hacía abandonar la capital al Presidente de la República, por temor de ser privado de su libertad o de su vida. Si esto es estéril, no sabemos lo que será fecundo.

La Memoria refiere aún otro hecho falso en la página 128, a saber:

«Consecuentes a este plan, se reunieron, EN LA NOCHE del día 9, en el primer patio del Instituto Nacional, por haber encontrado cerradas las puertas del Consulado».



Fácilmente se calcula el respeto que podía inspirar un Gobierno que echaba llave al Consulado, edificio fiscal, para impedir que se reunieran los que desconocían su autoridad; y no pudo impedir que a cincuenta pasos de distancia y en otro edificio, fiscal también, el antiguo Instituto, se firmara un acta el lunes, en que se reiteraban las protestas del sábado.

Poco diremos de aquello: se reunieron en la noche. Este es uno de los muchos cuentos de que ha sido víctima el historiador.

Para Gobierno como ése, lo mismo era reunirse de día que de noche, siendo aquél preferible como menos incómodo.

Ya hemos nombrado tres amotinados que firmaron el acta, de día; añadiremos algunos otros, que aún existen, y son los señores don Santiago y don Juan José Gandarillas, don Francisco Marín, don Vicente Larraín Espinosa, don Nicolás Pradel, don Miguel Dávila, etc., etc. Entre estas etcéteras se encuentra nuestra pobre firma. Hay una cosa digna de observarse, y es que esa inmensa lista, todas de personas conocidas, la encabeza un pariente inmediato del autor de la Memoria, y es el señor don Javier Errázuriz, siendo de notar que este apellido y el de Tagle son los que más se repiten en aquel documento. Falta, sin embargo, en él la firma del señor don Ramón Errázuriz, vivo también, pero eso no fue un obstáculo para que pocos meses después fuera ministro del Gobierno «reaccionario, representante del atraso, enemigo de la libertad y del derecho», como dice la Memoria, es decir, del Gobierno pelucón.

Por lo demás, los pocos días que duró este señor Ministro no fueron estériles en persecuciones a los liberales. Véase la CARTA MONSTRUO del señor coronel don Pedro Godoy, uno de los favorecidos...

XI.- La Constitución del 28 no da al Presidente ni a nadie facultades extraordinarias, pero no importa: aquel Gobierno, sin infringirla, se las proporcionaba con frecuencia. Otro caso. En esos días se dictó el decreto siguiente:

«Artículo 1.- Se suspende la libertad de imprenta hasta nueva providencia del Gobierno.

Artículo 2.- En consecuencia no se imprimirá papel alguno sin la revisión del Ministro del Interior, bajo la pena de perdimiento de la imprenta, si lo contrario se hiciere».



A este decreto, que haría honor a Rosas y a Melgarejo, al notificárselo a don Ramón Renjifo, dueño de imprenta, contestó con una protesta, invocando los artículos siguientes de la Constitución:

«Artículo 10.- La nación asegura a todo hombre como derechos imprescriptibles e inviolables, la libertad, la seguridad, la propiedad, el derecho de petición y la facultad de publicar sus opiniones.

Artículo 18.- Todo hombre puede publicar por la imprenta sus pensamientos y opiniones. Los abusos cometidos por este medio serán juzgados en virtud de una ley particular y calificados por un tribunal de jurados».



Los amigos del Gobierno, como es natural, se sometieron, y encabezaban o concluían sus papeles con estas palabras: Con la revisión necesaria. Esto era una gran mentira, pues, siendo los escritores partidarios del Gobierno, era excusado ese trámite.

La imprenta del señor Renjifo, aunque con menos frecuencia, contestaba a estas provocaciones sin la revisión, lo que le valió un asalto, en la noche, de una partida de policía. Como este asalto se supo con anticipación, al llegar la fuerza se encontró con una numerosa y respetable reunión dispuesta a impedir este atropello, y, efectivamente, lo impidió. Pero ya sabemos que esto y la persecución anterior al redactor de El verdadero liberal, etc., no son más que pretendidas infracciones...

Ocho meses después, las célebres ordenanzas sobre imprenta, que, comparadas con el decreto que hemos citado, eran liberalísimas, dieron en tierra con Carlos X. Era natural: en Chile mataba la prensa el Gobierno liberal; en Francia la restringía un pelucón: ¡abajo los pelucones!

XII.- Aunque saltuariamente, hemos llegado con nuestras rectificaciones a la página 130 de la Memoria. No concluiremos este primer artículo, quizá sin segundo, sin poner ante la vista de nuestros lectores un bello rasgo de justicia y de republicanismo trazado por el Presidente actual, hace trece años, es decir, cuando formaba en las filas de la oposición...

Al dar cuenta del resultado de las elecciones en que el general Pinto fue elegido Presidente de la República, como también de los numerosos votos que obtuvieron otros candidatos, añade:

«El resultado de esta votación nos hace ver que en aquellos tiempos no era costumbre que hubiese en las elecciones la admirable uniformidad que se nota en nuestros días. Es que entonces la autoridad respetaba la espontaneidad en la expresión de los deseos del ciudadano, y había dignidad en el individuo. El solo hecho de esta elección, unido a la minoría que los pelucones tenían en el Congreso de 1829, que sería como una tercera parte de sus miembros, nos da la mejor prueba de la libertad y legalidad que reinaron en las elecciones durante el Gobierno pipiolo».



Este rasgo de patriotismo del escritor no se comenta.

Lo único que nos atreveríamos a pedir al señor Errázuriz sería que en las próximas elecciones tuviera presente al Gobierno pipiolo, del que se olvidó en las pasadas, hechas con admirable uniformidad...

Santiago, mayo de 1874.




ArribaAbajoLos Talaveras y San Bruno

Doce de febrero de 1817.

Se recibe en Santiago la noticia de la victoria de Chacabuco. Saqueo en orden del palacio de Marcó y del Cuartel de Dragones.- Escolta de los Presidentes españoles en Chile y de los chilenos. Corridas dadas a las escoltas de Pinto y Bulnes.- Saqueo en el comercio y en el estanco. Miedo a los Talaveras. Recepción a los ejércitos. Obsequios a Osorio antes de Maipo.- Música y retreta de los Talaveras: buen porte de éstos. Alojamiento de los Talaveras: sus privilegios y su consideración social. Odio a San Bruno: motivos.- Tranquilidad en el país durante los Gobiernos de Osorio y Marcó.- Un soldado talavera después de Chacabuco.- Predilección nacional por los españoles.

I.- A mediodía del 12 de febrero de 1817 se declaró derrotado el ejército español, mandado por el coronel de Talaveras don Rafael Maroto, que no alcanzó a reunir en el campo de batalla 1.500 hombres, porque las estratagemas de San Martín, dirigidas desde Mendoza, habían tenido engañado a Marcó acerca del punto por donde sería invadido Chile por el ejército de los Andes. La infantería, en su mayor parte, fue muerta o prisionera, por el gran despoblado en que tuvo lugar la batalla, y por ser perseguida en su derrota por cinco escuadrones de caballería, intactos y perfectamente montados.

Los primeros rumores del triunfo de los patriotas se empezaron a difundir en Santiago entre cuatro o cinco de la tarde, pero los realistas tuvieron cuidado de desfigurarlos, hasta atribuirse la victoria. Sólo a las ocho de la noche para nadie era dudoso que el triunfo era de San Martín.

A esas horas se mandó iluminar la ciudad, y todo el mundo, con deseos opuestos, ocupaba las puertas de calle, pero sin que nadie se atreviera a comunicarse con sus amigos o vecinos en voz perceptible. El miedo todo lo dominaba, a pesar de que los terribles talaveras no dejaban, por su ausencia oír sus amables interjecciones, que habían formado escuela en muchos chilenos, y que desde entonces se nos han hecho familiares.

A las once, puede asegurarse que había desaparecido de Santiago toda autoridad alta y baja, pues no sólo habían abandonado la ciudad los militares y empleados civiles, sino también gran número de españoles y chilenos partidarios de aquel Gobierno y más realistas que el rey.

A medianoche la ciudad era un desierto. A esta hora nos dirigimos con gran cautela a la Plaza de Armas, donde advertimos un grupo movedizo en la puerta del palacio de Marcó, que ha sido retocado hace poco por el Intendente Vicuña Mackenna.

Al acercarnos a este edificio notamos gran cantidad de pueblo que entraba y salía. Penetramos allí y tuvimos la agradable sorpresa de ver que aquellos ciudadanos, que entraban con las manos vacías, o, cuando más, con un cabo de vela encendido, se retiraban con algo que había pertenecido al Presidente prófugo.

Mentiríamos si dijéramos que oímos disputa o siquiera discusión sobre la propiedad de algún mueble o utensilio, en que tanto abundaban los numerosos salones, cuartos y aun patios de palacio; cada uno se apropiaba lo que encontraba a mano o más le convenía, y se retiraba muy tranquilo. Aquello parecía una escena de sordomudos perfectamente ensayada, y nos dio una idea de lo que después leímos en Chateaubriand: lo que es el orden en el desorden; y no hay que olvidar que allí había gran número de mitos, y sobre todo de mujeres, que nuestros lectores calcularán que no eran las menos activas.

Al retirarnos pasamos por el Cuartel de Dragones, que era el mismo que en la calle del Puente es ahora cuartel de bomba. Allí se repetía una igual repartición del magnífico vestuario de la tropa de caballería que antes lo había ocupado.

II.- No crean nuestros lectores que en aquel tiempo ese cuartel era, como lo fue más tarde, cuartel de la escolta; no, señor: los Presidentes godos Carrasco, Osorio y Marcó no usaban escolta. El pobre Chile no hacía este enorme gasto que, unos por lujo, otros por miedo, y algunos por miedo y lujo, han hecho inseparable de su importante persona; aquéllos se paseaban por las calles de Santiago, de día y de noche, sin más acompañamiento que una o dos personas, generalmente inofensivas.

Don Bernardo O'Higgins con su escolta plagió a San Martín, que la trajo a Chile. San Martín había plagiado a Napoleón, que se la organizó en las primeras campañas de Italia a consecuencia de haber estado en peligro de caer en manos de una partida austríaca.

La tal escolta se convirtió más tarde en un verdadero Ejército, que llegó a tener 25.000 hombres de las tres armas, y se llamó la Guardia que según algunos historiadores, causando celos en el ejército, no prestó servicios equivalentes a los sacrificios que imponía.

Parece que ésta es enfermedad de todas las escoltas. El año 28 se vio en el llano de Maipo correr a la escolta del Presidente Pinto al solo amago de los granaderos, revolucionados por don Pedro Urriola, dejando el camino hasta Santiago sembrado de corazas y morriones de acero. Quedó entre esos despojos el sombrero del Presidente que llegó a palacio en cabeza, donde fue recibido por el loco Pardo, que lo apostrofó en presencia del pueblo con estas palabras:

-Príncipe mío, ¿quién os ha arrebatado vuestra corona?

El 20 de abril del 51 la escolta del presidente Bulnes hizo algo peor en la calle del Estado, seguida por un roto que la amenazaba con un fusil... sin llave.

III.- Después de esta digresión, que hemos alargado por complacer a ciertos amigos que nos tachan de lacónicos, y sobre todo al señor W. M., volvemos a nuestra narración.

Al siguiente día, 13 de febrero, fueron saqueadas muchas tiendas de comercio, y con preferencia Ia administración del estanco. Esa noche se esperaba el diluvio; pero una pequeña partida de caballería, a las órdenes del más tarde célebre Aldao, y, algunas horas después, el Regimiento de Granaderos a caballo, volvieron la tranquilidad a los ánimos.

IV.- Se ha hablado mucho del odio que el pueblo de Santiago tenía a los Talaveras, que jamás dejaron esta ciudad. Quizá se confunde el odio con el miedo. Según el señor Amunátegui, cuando después de Rancagua entró en Santiago el ejército real, no había en las puertas de calles menos de seis mil banderas realistas. En otro escrito hemos hablado de este entusiasmo por el rey. El mismo autor dulce:

«Al pasaje de cada batallón, desparramaban de los balcones grandes azafates de flores, y algunos altos personajes, arrebatados por su entusiasmo, arrojaban puñados de dinero, que los soldados en su marcha no se detenían a recoger».



A la entrada de los vencedores de Chacabuco, que fue por la Cañadilla y calle del Puente, no recordamos haber visto ni una sola bandera, y lo que es flores, y sobre todo dinero, ni la sombra. Los altos personajes que cita el historiador nos recuerdan que uno de esa altura y gran patriota, que después alcanzó los más altos puestos en la República, mandó de regalo a Osorio, la víspera de la batalla de Maipo, un magnífico caballo con herraduras de plata. No fue éste el único obsequio que recibió Osorio.

V.- Como en el ejército real no venía más banda de música que la detestable del Batallón Chiloé, los Talaveras suplieron esta falta para celebrar su triunfo. A poca distancia, y frente a la cárcel, circunstancia significativa, se armó un tabladillo, que muy luego y a toda hora del día y de la noche se llenó con gran número de cantores y guitarristas que, de este batallón, se reunían en alegre algazara a cantar tonadas españolas, que se oyen por todo el mundo con agosto por sus graciosas y agradables melodías.

El pueblo gustaba mucho de esta música, y esto dio a los Talaveras cierta popularidad. Los versos de esta música, poco edificantes, eran interrumpidos con gritos y aplausos del mismo género. Entonces, y por primera vez, se oyó la eterna cachucha que ha dado la vuelta al mundo. Recordamos una de esas tonadas y algunos versos, de los que ponemos aquí una estrofa, la más pulcra:


«Se quería coronar
el maldito de Carrera,
ya le pondrán la corona
si no se va a la...»



Estos filarmónicos de nuevo género eran innumerables, hasta el caso de que a cualquiera hora, al pasar por los cuerpos de guardia, se les oía cantar en coro acompañados por la inseparable guitarra.

Este batallón de quinientas o seiscientas plazas se hacía admirar del público por el lujo de su uniforme, muy variado, por la elegancia, soltura y uniformidad de su marcha, y hasta por el movimiento lateral de los fusiles.

En el día esto no llama la atención; pero la llamaba entonces, al comparar estas tropas con nuestros reclutas, que de ordinario salían, por las exigencias de la guerra, sin la menor instrucción y sin saber ni siquiera marchar medianamente. A esto hay que agregar una circunstancia que vale mucho: la buena figura, poco común, por no decir rara, en nuestros soldados.

VI.- Al principio alojó el batallón en la Plaza de Armas, en el antiguo palacio de los Presidentes, por no haberlo ocupado Osorio. La lista de la tarde tenía lugar en la misma plaza, donde solían ejecutar algunas maniobras al son de una magnífica banda de tambores, pífanos y cornetas, que por primera vez se oían en Santiago.

Los Talaveras tenían un privilegio sobre todo el ejército real: salir a la calle, aun sin estar de servicio, con su bayoneta al costado. Esto, la predilección con que los miraban el Gobierno y sus partidarios, españoles y chilenos, y hasta el sueldo, muy superior al del resto del ejército, les daba una decidida superioridad sobre él. Esta superioridad la reconocía el público, dando hasta a los soldados rasos el tratamiento de don. No sólo los oficiales, sino aun los individuos de tropa, eran admitidos en ciertas familias aristocráticas, y más de un sargento casó en ellas. Si el temido San Bruno hubiera querido hacer otro tanto, podría haberlo efectuado en alguna de esas familias, donde era recibido con gran cariño. En una de ellas lo trataban con tal confianza, que un día le pusieron en el sombrero sobre la escarapela realista otra patriota, con la que, sin advertirlo, atravesó gran parte de la ciudad.

Se habla también del odio que el pueblo profesaba a San Bruno: esto tiene su explicación.

A los asesinatos cometidos en la cárcel de Santiago, a principios de 1815, a que prestó feroz y activa cooperación, debe agregarse que era, puede decirse, la única policía de la ciudad, y ya pueden calcular nuestros lectores, por lo que se ve aún en el día, cuánto sería el cariño que el pueblo podría profesarle. Algunos años más tarde, y en el Gobierno de Pinto, un Intendente de Santiago, que por su cargo desempeñaba algunas de las funciones que ejercía San Bruno, y que era el hombre más benévolo que hemos conocido, don Rafael Bilbao, alcanzó el alto honor de que se le llamara Arranca Brazos, en recuerdo de un famoso esbirro que el pueblo recordaba con horror. Su celo por cumplir con sus deberes le adquirió... este título.

San Bruno representaba cuarenta años. Era de estatura mediana, de nariz aguileña, color algo sanguíneo y de vientre abultado; de ojos muy vivos y de mirada alegre, casi risueña. Empezaba a perder el cabello, pero tenía bigote abundante y rubio.

VII.- Los Gobiernos de Osorio y de Marcó duraron veintiocho meses, y en todo este tiempo nadie en Chile entero concibió ni siquiera un proyecto revolucionario. El general Sebastiani podría haber dicho entonces con más verdad que en las cámaras francesas más tarde: La paz reina en Chile... Nadie ignora que los asesinados en la cárcel de Santiago, que hemos mencionado, no tuvieron más delito que el deseo inofensivo de recobrar su libertad. En toda nuestra historia revolucionaria sólo hay un hecho parecido, aunque más horrible por sus circunstancias y proporciones: el de Chiloé, doce años después, bajo un Gobierno liberal, y que, según nos parece, hemos sido los primeros y únicos en referir en nuestros Recuerdos de treinta años.

Como prueba del temor que inspiraban los Talaveras, copiaremos otro acápite del historiador que ya hemos citado:

«Las primeras ocasiones que le tocó salir de patrulla (a San Bruno), visitó las chinganas, donde se agrupaba el populacho (y también la gente decente), y aunque casi solo, arreó con el sable a los infractores de los bandos con tanta facilidad como un pastor su rebaño».



Lo que sigue, como otros muchos datos del historiador, no lo transcribimos ¡por vergüenza!

VIII.- Referiremos, por último, un hecho que presentamos. Al siguiente día de la batalla de Chacabuco nos dirigíamos del Oriente de la calle de Santo Domingo, a la Plaza de Armas. Al llegar a aquella iglesia nos sorprendió la presencia de un soldado de Talavera que venía como de la plaza ya citada, vestido con tal esmero y limpieza, que parecía salir en ese momento de casa de su lavandera. Traía el fusil terciado al hombro y marchaba con un aire y confianza admirables. Serían las seis de la mañana.

Numeroso pueblo caminaba en dirección opuesta; pero al acercarse a él todo el mundo cambiaba de vereda, dejándolo marchar solo por la que llevaba. Eso sí, cuando se alejaban de este raro personaje, repetían sucesivamente y a gritos: ¡Quítenle el fusil! Detuvimos nuestra marcha, y a las tres o cuatro cuadras lo perdimos de vista sin que nadie se le acercara.

IX.- Lo cierto es, aunque parezca extraño que entonces había, y aun se conserva, cierta predilección por los españoles, que no es menos efectiva, a pesar del calificativo de godo, que ha perdido su odioso significado.

Nadie habrá olvidado lo que sucedió con los prisioneros de la Covadonga. A su llegada a Santiago fueron abundantemente obsequiados por familias respetables con toda clase de refrescos. Esto es noble, pero no lo habría sido menos si las personas obsequiosas hubieran tenido presente a la escolta que los custodiaba, que en estos días no tuvo más refrigerio que el agua de la pila inmediata, que entonces no era potable...




ArribaAbajoLa caída de O'Higgins

28 de enero de 1823.

El regimiento Guardia de Honor y O'Higgins antes de ir al Consulado. Efervescencia de ánimos. Sangre fría y desprecio del Director supremo. Abdicación.- Hostilidad de los artilleros contra la Guardia de Honor: oficiales de ésta adictos a O'Higgins. Reacción favorable al Director Supremo.- Valor heroico del pueblo de Santiago el 28 de enero.

Los episodios de este acontecimiento que vamos a referir no tienen más interés que ser desconocidos o no publicados, que nosotros sepamos, hasta hoy por nuestros historiadores.

Omitimos varios hechos con ellos relacionados, por no considerarlos necesarios, o porque son generalmente conocidos.

I.- El antiguo batallón de la Guardia de Honor se había elevado a regimiento por el aumento de fuerzas que últimamente había recibido. Era su jefe el bizarro coronel argentino don Luis Pereira, y segundo, el sargento mayor don Manuel Riquelme, tío materno de don Bernardo O'Higgins.

El día arriba mencionado se había dado orden en el regimiento para que nadie saliera del cuartel, situado en San Agustín. Después de mediodía se colocó en la torre del Norte de la iglesia un piquete a las órdenes del capitán inglés Young, con orden de hacer fuego al mismo Director si se acercaba al cuartel.

A las cuatro de la tarde se vio a un grupo que de la Plaza de Armas se dirigía a ese punto por la calle del Estado. El coronel Pereira, que reconoció en aquel grupo al Director, que montaba un magnífico caballo y era seguido del mismo modo por sus cuatro edecanes, como única escolta, mandó al ayudante don Justo Arteaga, ahora general, que se adelantara y pusiera en su conocimiento la orden que le impedía pasar adelante. Esta orden fue comunicada a media cuadra del cuartel. El Director, sorprendido con desagrado al oírla, hizo, por medio del mismo señor Arteaga, llamar al coronel. Este vino, y, al acercarse, don Bernardo le dijo:

-¡Coronel, vuelva usted a su cuartel!

Pereira obedeció acompañándolo hasta allí.

Poco después salía el regimiento en dirección a la Plaza de Armas, con O'Higgins y Pereira a la cabeza. Formó en batalla en el costado del Poniente, y allí, paseando a su frente, permaneció recibiendo atentas y casi suplicantes invitaciones de la reunión que lo esperaba en el gran salón del Consulado, para que se presentara en este lugar.

Para doblegarlo se acudió a influencias increíbles. No sólo se solicitó el empeño de su señora madre, que se negó a intervenir, sino también el de su antiguo ministro Rodríguez, a quien la opinión pública culpaba de los odios que el Director había llamado sobre su persona. El ex Ministro prestó gustoso y con buen éxito este servicio que con urgencia se le pedía; pero esto no lo libró de ser, pocos días después, arrastrado a una prisión...

O'Higgins cedió al fin, y, acompañado de su escolta, a la que había dado un nuevo jefe momentos antes, llegó a la plazuela de la Compañía, ahora de O'Higgins. Dejó la tropa en las gradas de la iglesia, situadas como a cuarenta metros frente al Consulado, y casi solo se dirigió a este lugar, al que con trabajo pudo penetrar, por la numerosísima concurrencia que lo ocupaba.

II.- Con raras excepciones, todos los presentes estaban armados y en actitud amenazante. Su exaltación había subido de punto al saber las palabras despreciativas con que el Director se había expresado ante las comisiones que se le habían dirigido. Muchos de los que lo vieron entrar no creyeron verlo salir. La escolta, que quedaba muy distante, no era una garantía de su vida. Esto hizo que el célebre actor argentino Morante, recién llegado a Chile, al verlo entrar exclamase en alta voz:

-¡No espero ver más ese hombre!

El tono y ademanes insultantes, que no le abandonaron en toda la conferencia, provocaron la ira del doctor Vera hasta recorrer el salón repitiendo a media voz:

-¡La cesarina, la cesarina!

Esta provocación al asesinato era tanto más grave cuanto se hacía al fin del día, casi en la obscuridad, por la suma escasez de luces que alumbraban el salón.

Felizmente, si allí había gran número de enemigos que tenían mucho de que vengarse del Director, no había, a pesar de lo que se ha dicho, ningún asesino.

Antes de las nueve de la noche, y después de haberse despojado de las insignias del mando, se retiró, en medio de vivas atronadores, dando el brazo a don Antonio Mendiburu, en cuya casa, al Poniente del Consulado, vivió los pocos días que permaneció en Santiago, antes de su salida para Valparaíso.

III.- A poco de haber salido O'Higgins del Consulado, la Guardia de Honor y la escolta se recogieron a sus cuarteles. Algunos pocos oficiales y soldados de los dos batallones de infantería de que constaba la guardia nacional de Santiago, que con gran trabajo se habían reunido en el cuartel de San Diego, y una compañía de artillería, a las órdenes del coronel don Francisco Formas, que se había pronunciado por la revolución, permanecían en actitud hostil contra la Guardia de Honor, pero sin moverse de su cuartel. Después de entrada la noche, los artilleros habían hecho desde ese punto disparos por alto contra el cuartel de San Agustín, pero sin ningún resultado.

La oficialidad de la Guardia, casi en su totalidad, era adversa al Director, con sólo cinco excepciones, contando entre ellas al capitán de cazadores don Joaquín Arteaga, hermano del ayudante de que hemos hablado. Esta compañía se hacía notar por su disciplina; por su fuerza, 120 hombres, y por su Jefe, de conocido valor.

Este oficial, partidario entusiasta de O'Higgins, no había podido mirar con indiferencia las provocaciones de los artilleros, y al recogerse al cuartel con su compañía pudo, sin llamar la atención, sacarla y tomar la dirección de San Diego, de donde habían salido los disparos, con la intención poco disimulada de contestar aquel insulto.

Felizmente, el coronel Pereira supo a tiempo lo que sucedía y corrió a impedirlo, persuadiendo con palabras cariñosas al capitán Arteaga a volver a su cuartel. Sin este incidente, ¡quién sabe qué rumbo hubieran tomado, al menos por corto tiempo, los acontecimientos! En estos momentos obraba, tanto en la tropa como en el pueblo, una reacción o'higginista.

IV.- Los escritores que hemos leído sobre este suceso están más o menos, de acuerdo en elogiar con entusiasmo el valor heroico del pueblo de Santiago en este día. Aunque no hubiéramos presenciado los hechos, la lectura de esos escritores bastaría para persuadirnos de parte de quién estuvo el valor...

Los señores don José María Guzmán y don Fernando Errázuriz, que en esa ocasión desplegaron rara energía, no ignoraban que en esos momentos el Director no contaba con más apoyo que el de su espada, pues la Guardia de Honor, además de los compromisos privados de casi toda su oficialidad, había empeñado su palabra públicamente, por medio de su jefe, de no hacer armas contra el pueblo.

En cuanto a la escolta, desmoralizada con en cambio violento de su antiguo jefe, hecho en esos momentos en un militar de mérito, pero extraño al cuerpo, contaba con varios oficiales mal dispuestos.

No necesitamos decir que los señores Pereira y Merlo, también argentino, y jefe de la escolta, depuestos por el Director por su decisión por el pueblo, recibieron muy pronto el pago republicano: el que sirve a muchos, a nadie sirve, dice Rousseau.

Uno de nuestros más notables historiadores ha dicho, al narrar estos sucesos:

«El 28 de enero es una fecha que el vecindario de la capital puede escribir con letras de oro al lado del 18 de septiembre de 1810».



Estamos de acuerdo en cuanto a la identidad de ambos acontecimientos, pero diferimos respecto al metal en que deben hacerse las inscripciones. Pensamos que la hipocresía y el miedo del 18 de septiembre y el miedo y la hipocresía del 28 de enero pueden inscribirse en letras... de plomo.




ArribaAbajoLas últimas elecciones bajo el Gobierno pipiolo

I.- En 1829 tuvieron lugar las elecciones generales en la República, y los dos partidos, pipiolo y pelucón, se disponían a dar una batalla decisiva, que venía preparándose desde cinco a seis años atrás, tiempo en que habían nacido ambos partidos con esos nombres.

Por la primera vez en Chile se organizaron y presentaron en público sociedades políticas. La más seria y numerosa fue la que formaron los pipiolos amigos del general Pinto, Presidente de la República a la sazón.

Se reunía en público, en el gran salón en que la primera y verdadera sociedad filarmónica que hubo en Santiago daba sus conciertos, en la calle de Santo Domingo, en la casa que ahora ocupa la familia Fernández Recio, dos cuadras al Oriente de ese templo.

El tiempo que duró aquella sociedad tuvo como único presidente a don José María Novoa, abogado y hombre público, notable por más de un concepto. A principios del tercer decenio de este siglo, y aun antes, había tomado parte, tanto en Colombia como en el Perú, a pesar de ser chileno, en importantes acontecimientos. El año 23, si no estamos equivocados, desempeñó el Ministerio de la Guerra en el Gobierno de Riva Agüero.

II.- Llegado a Chile durante el Gobierno del general Freire, fue nombrado Ministro del mismo ramo, de cuyo cargo se retiró de un modo ruidoso. En las Cámaras posteriores a ese Gobierno ocupó un lugar distinguido, y más de una vez las presidió con notable habilidad. De fácil palabra y de voz magnífica, era escuchado con agrado, aun por la indomable barra de entonces, que no le era adicta y que no habría tenido la mansedumbre de desocupar la sala con la resignación con que ahora lo hace. Aquellos concurrentes no habrían tolerado imposibles que por un aplauso, dado al fin de una votación, se les llamara, como hace poco, por el Presidente del Senado: ¡Badulaques...! (Nos tocó la rociada).

Se discutía, en una sesión nocturna, un asunto de gran interés de partido, y la discusión estaba agotada. En ese apuro se acerca un diputado pipiolo al señor Novoa, que presidía, y en voz baja le dice:

-Estamos perdiendo por un voto, y se ha mandado buscar a Urízar.

Novoa sacó con disimulo el reloj, y fingiendo que tosía, contestó en el mismo tono:

-Busquen a otros; yo hablaré más largo que antes.

Así sucedió, y más de media hora después, cuando llegó el señor Urízar, moribundo y entre dos personas que lo conducían del brazo, el señor Novoa resumió con toda calma su discurso, hizo votar y la cuestión se ganó por un voto. El Urízar de que se trata es padre del señor Urízar Garfias, muerto hace poco.

III.- El partido pelucón no se reunía como sociedad política, pero el coronel don Enrique Campino formó en la calle de las Monjitas una sociedad numerosa, dividida en tres secciones: la primera, de personas importantes; la segunda, de individuos de menos categoría; y la tercera, de artesanos. Estas secciones se comunicaban y entendían por medio de comisiones respectivas.

En esta sociedad había gran número de empleados de todas categorías y aun oficiales subalternos del ejército, que trabajaban en público y abiertamente con los enemigos del Gobierno. En estas filas era el más asiduo el capitán entonces y más tarde general Vidaurre. Aún no se había convertido a los empleados públicos en ciegos instrumentos de opresión, y esto explica la admiración que causó hace poco la conducta digna y enérgica del señor don Pacífico Jiménez, que renunció su gobernatura de Linares antes que prestarse a servir de máquina dé elecciones, como se lo exigía el Ministro Altamirano.

El partido pelucón formó o fomentaba una gran sociedad de artesanos, que, como la anterior, era notoriamente hostil al Gobierno.

Las elecciones fueron en su mayor parte favorables a éste, pero la oposición estuvo representada en las Cámaras, en las municipalidades y en las asambleas provinciales por un número respetable de sus adeptos.

Cuando decimos que el triunfo, en su mayor parte, fue de los amigos del Gobierno, no debe creerse que éste prescindiera del todo de tomar una parte en las elecciones, como había sucedido en el Gobierno del general Freire: la intervención asomaba ya la cabeza; pero ni como sombra de lo que se vio después, y mucho menos de lo que ahora vemos, que por sus excesos debe ya tocar a su fin, si es cierto que los extremos se tocan. Los destinos de Chile no habían caído aún en manos de abogados sin pleitos, de médicos sin enfermos y de covachuelistas, que por su número y sueldos son una amenaza a la fortuna pública y privada de nuestra patria.

IV.- Al principiarse esas elecciones, principiaron también las maniobras preparadas de antemano. Los pelucones no llamaron la atención pública por su actividad y disciplina. Por este motivo sólo daremos cuenta de la organización y maniobras del partido pipiolo, dirigido por el señor Novoa.

Se nombraron, entre otras, tres comisiones, que debían funcionar incesantemente alrededor de las mesas receptoras; estas comisiones tenían los títulos siguientes Comisión Negociadora, Comisión Apretadora y Comisión Arrebatadora.

Pocas palabras explicarán el respectivo objeto de estas comisiones. La negociadora se empleaba en la compra de calificaciones y del voto, si se podía, de los que se dirigían a votar; la apretadora, muy numerosa, en impedir acercarse a la mesa a los enemigos. Cuando estos medios eran insuficientes, la arrebatadora ponía en ejercicio su título en el momento en que el votante sacaba su calificación.

El que arrebataba una calificación debía, para evitar reclamos y alboroto, abandonar inmediatamente la mesa en que lo había hecho, y dirigirse a otra de la parroquia más inmediata, de donde venía al momento su reemplazante.

Estas comisiones, compuestas únicamente de partidarios decididos, algunos de ellos de cierta representación, ejercían sus funciones de preferencia con individuos de menor cuantía. No habíamos llegado a los felices tiempos en que la policía de seguridad y, sobre todo, la policía secreta suministraran el personal que debe facilitar o impedir la emisión del sufragio de los ciudadanos, que a veces tienen que luchar con bandidos de quienes es preciso defender el reloj, el pañuelo y aun el sombrero. Esos mismos bandidos han amenazado más de una vez la seguridad pública, cuando, llegada la noche, al volver al cuartel de policía y desnudarse del disfraz, no se les ha pagado su trabajo pronta y debidamente.

V.- Para el acto de votar no se exigía entonces la comparecencia del sufragante. Cualquier individuo podía votar por una o más personas con sólo exhibir las calificaciones respectivas. Esto daba lugar a que algunos se presentaran a votar por otros con abultados paquetes de calificaciones, que eran admitidas sin la menor dificultad.

Este sistema era menos complicado y más económico que el usado en el día, pues, una vez comprada la calificación, no había que dar nueva gratificación al digno ciudadano que la vendía, mientras ahora hay que pagarle dos veces: cuando la vende y cuando vota.

VI.- Terminada la elección, que entonces duraba dos días, se hacia el escrutinio en el último. Las cajas que contenían los votos quedaban depositadas durante la primera noche en un lugar público y cerrado, sobre una mesa bien alumbrada y vigilada por comisiones de todos los partidos.

La caja de la parroquia de la Catedral se depositó esta vez, como siempre, en una pieza del poniente del pórtico de la cárcel, sobre una mesa separada de la calle por el grueso de la muralla, con la ventana abierta y con las luces consabidas.

Recién colocada allí la caja, don Cayetano O'Ryan, entusiasta pipiolo, se introdujo en ese cuarto sin ser visto por los cuidadores, por una puerta lateral que se abrió para él solo; enseguida, y gateando para no ser vistos de aquéllos, se colocó tras de la mesa, cubierta en gran parte por la caja. Permaneció allí más de una hora sentado o de rodillas alternativamente. En ese tiempo se ocupó en introducir por una rendija casual o a propósito, valiéndose de un cuchillo, trescientos votos pipiolos.

Concluida esta operación, y al pasar cerca de los Argos que desde la plaza cuidaban la mesa, les dijo:

-No hay que descuidarse; el que pestañea pierde.

Nadie conoció la ironía del consejo hasta muchos días después, en que la maniobra se hizo pública.

Grande fue el asombro de los comisionados pelucones que, según sus apuntes, ganaban en esta mesa por más de cien votos, al ver que en el escrutinio perdían por más de doscientos.

VII.- La conducta hipócrita y de aparente prescindencia de aquel Gobierno no lo libró de la responsabilidad que sobre él recayó por los abusos cometidos por sus partidarios. Algunos meses después, partidarios y Gobierno vinieron a tierra para no levantarse más.

El temor a una revolución en esos tiempos no era, como en el día, un medio de Gobierno, por las numerosas y aventuradas especulaciones que ahora pueden verse comprometidas a la menor amenaza de un trastorno político.

El ilustre Infante, que no era economista ni profundo político, decía en ese tiempo:

-El día en que el Gobierno consiga formar un banco que esté a sus órdenes, tendrá un instrumento más de opresión.

Si hubiera vivido hasta nuestra época habría visto que, para que esta clase de instituciones hagan pusilánimes a los hombres, no se necesita que estén a las órdenes de un Gobierno. La mayor parte de los que tienen papeles preferirían el peor de los Gobiernos a una revolución que cure los males radicalmente. Por lo demás, los repetidos empréstitos del Gobierno han realizado los temores de aquel gran patriota.

Esto lo sabe el Gobierno, y porque lo sabe no teme cometer ninguna clase de atentados, seguro de la impunidad.

Luis Blanc hace una observación que debe meditarse. Sus palabras son más o menos las siguientes:

«Cuando la Francia sufrió la mayor desgracia que puede sufrir una nación, la invasión extranjera, los papeles de banco subieron...»



El adusto socialista nos trae a la memoria a una persona que no se le parece.

En los primeros años de nuestra revolución había en Santiago un comerciante, don Roque Huici, cuyo principal negocio era de azúcar y yerba. El primer artículo sólo venía del Perú, así como la yerba no venía más que de la otra banda. Ambas remisiones cesaban alternativamente, según los sucesos de la guerra, por las incomunicaciones consiguientes. Cuando a don Roque le preguntaban algo sobre las noticias que corrían, contestaba:

-La única noticia que yo sé es que si gana el Rey, baja la azúcar y sube la yerba; y si gana la patria, baja la yerba y sube la azúcar.

Con raras excepciones, cada uno de los que tienen papeles en el día puede llamarse don Roque.

Para indicar con exactitud las fechas a que vamos a referirnos, habríamos necesitado recurrir a la Biblioteca Nacional; pero al escribir este artículo estábamos en vacaciones. Después de abierta, no hemos estado en disposición de hacerlo; sin embargo, por lo que aquí decimos, pueden buscarse estas fechas.

Advertiremos que casi todo lo que referimos es desconocido del público hasta ahora.

VIII.- Hace cuarenta y cinco años, poco más o menos, circula en Chile la moneda de cobre, cambiada últimamente por la de níquel, y es casi seguro de que ninguno de los que las usan saben a quién deben este beneficio, y mucho menos los sacrificios de todo género que costó al autor único de este adelanto.

Hasta esa época los valores que esa moneda representa lo eran por pequeños pedazos de plomo, lata o suela, con el sello o nombre de los bodegoneros que la emitían, y que eran cambiados por ellos mismos con mucha frecuencia, sin amortizar la que antes habían puesto en circulación.

Estas monedas, ya que es necesario darles este nombre, se llamaban señas o mitades y equivalían a un centavo y medio de nuestra moneda del día: por consiguiente, eran menos divisibles que éstas, pues 64, que era la última subdivisión, componían un peso.

La moneda más pequeña de plata era el cuartillo o cuarto de real, que equivalía a tres centavos de la actual. El cuartillo era muy escaso y las mitades sólo eran recibidas por los mismos que las sellaban; de suerte que su circulación era muy limitada y acompañada siempre del temor de un cambio de que usaban los bodegoneros a su antojo, y, como hemos dicho, sin amortizar las anteriores, que en este caso quedaban sin valor alguno.




ArribaAbajoDon Manuel Harbin

Noticias menudas


La revolución del año 10 no introdujo por de pronto ningún cambio en nuestros hábitos y modo de vida. Los títulos nobiliarios y sus signos exteriores se conservaron intactos. Tan cierto es esto, que cuando, después del triunfo de Chacabuco, año de 1817, volvieron los patriotas confinados en Juan Fernández, el día en que avistaron a Valparaíso, cada uno de los titulados desempaquetó su respectiva placa o condecoración y con este adorno desembarcaron todos en ese puerto, con gran asombro de los militares argentinos que cubrían la guarnición, y para los cuales eran cosa nueva estos relumbrones, desconocidos en su país.

Nadie ignora que los escudos de armas desaparecieron, y no del todo, del frente de las puertas de calle en ese mismo año, por orden del Director O'Higgins.

En pos del ejército de los Andes vino gran número de argentinos, sobre todo comerciantes, que introdujeron nuevas modas en el vestido. Antes de esta época todo era español y nuestro modelo era Lima. Con la moda cambió el nombre de los objetos del vestuario. El armador fue reemplazado por el chaleco; el volante, por el frac; el citoyen, por el capote o capotón, etc. Por los nombres casi franceses que citamos se conoce el origen de esas modas.

Los argentinos introdujeron también el uso de un arete en la oreja izquierda; algunos usaban dos, uno en cada oreja. Del año 18 al 30 el traje de verano, entre los hombres de medianas facultades, era el siguiente:

Sombrero de castor; chaqueta o levita (ésta no era común; se prefería el frac de seda, y calzón de lo mismo, a veces de espumilla; zapato recortado de becerro y media de seda blanca o color carne. Los precios eran poco variables. Un par de medias de vena, tres pesos, y veinte reales si eran lisas. El par de zapatos ingleses, muy en moda, tres pesos. El uso de las medias de seda era dispendioso, sobre todo por una circunstancia.

El zapato de becerro (no era conocido el charol, a lo menos para el calzado) exigía el uso frecuente del betún para lustrarlo. Este betún imprimía muy pronto en la media una ancha lista negra en toda la orilla del zapato, de suerte que se hacía necesario cambiar medias por lo menos cada dos días. La cosa era seria, y vamos a comprobarlo con un hecho.

En una de las innumerables Memorias que se publicaron después de la caída de Napoleón, hemos leído, hace muchos años, lo que sigue:

Lebrun, duque y gran chambelán del imperio, tenía, en razón de este último empleo, la obligación de asistir a la corte diariamente, con excepción de los días feriados. En estas asistencias era de rigor presentarse de calzón corto y media de seda blanca. El inconveniente del betún, de que hemos hablado, obligaba a Lebrun a cambiar medias diariamente, lo cual contrariaba sus hábitos económicos.

Un día llamó a su ayuda de cámara más temprano que de costumbre, ordenándole con urgencia hiciera venir a su zapatero.

Apenas llegó éste, le dice Lebrun:

-Necesito tres pares de zapatos lo más pronto.

El zapatero contestó:

-Dentro de dos días estarán aquí.

-Pero antes -añadió el primero-, oiga usted lo que yo quiero: los tres pares de zapatos han de ser en esta forma: un par, igual a los que usted me hace ahora; el otro, media pulgada más embotinado; y el tercero, el doble más que este último.

Este expediente produjo los más felices resultados: el gran chambelán se ponía sus medias limpias el lunes; el martes, mediante el segundo par de zapatos, no aparecía la lista negra, ni el miércoles tampoco, porque quedaba oculta con lo más embotinado del tercer par de zapatos. El jueves se ponía un segundo par de medias limpias, que pasaba hasta el sábado por la misma maniobra. De esta suerte, el servicio que antes le costaba seis pares de medias semanales, lo hizo en adelante con dos.

Los que no éramos ricos, por no decir los que éramos pobres, hacíamos servir las medias dos o tres días más, tirándolas para la punta del pie para ocultar la maula.

Por lo común, el único cambio de ropa al entrar el invierno consistía en guardar la de seda para reemplazarla con géneros de más abrigo. Con esta excepción, la generalidad usaba la misma ropa en todas las estaciones. Aun para las personas entradas en años, la capa era poco común. El alto precio, por otra parte, de una capa hacía poco común el uso. La capa color grana y blanca sólo la usaban los nobles. Para los nacidos en España no había dificultad, porque en general esta circunstancia era signo de nobleza... Las personas acomodadas iniciaban el verano el 29 de septiembre, día de San Miguel, con el estreno de capa de seda, asistiendo en ese día a una función de toros que se daba frente a esa iglesia, situada en el mismo sitio que ahora y en el lugar donde se construye el Templo de la Gratitud Nacional. El uso de la capa de seda había concluido antes del año 10. La moda de los colores privilegiados desapareció en parte a principios de la revolución; pero en muchos casos esas capas se conservaron hasta muy tarde, como recuerdos honrosos. El año 23 vimos teñir una, variando el color antiguo.

Las modas no cambiaban entonces, ni con mucho, con la frecuencia que ahora. Entre esas modas las había muy incómodas: citaremos dos de ellas.

La primera fue la de usar dos chalecos de distinto color, que si para el invierno podía ser conveniente, para el verano era insoportable. Del chaleco de abajo sólo debía verse la orilla de la parte de arriba. Esta moda no debió venir de Buenos Aires, como las otras, porque cuando en Chile estaba en toda su fuerza, año 24, nos presentamos con ella en ese pueblo, en un billar muy concurrido, y del que tuvimos que retirarnos muy pronto, por haber llamado la atención de aquellos señores de un modo poco conveniente a nuestra persona. Al retirarnos, dirigimos a los burlones algunas palabras que nos parecieron de gran efecto, y con las que conseguimos hacer estallar una gran risotada unísona y estrepitosa... Nuestros chalecos eran rojo el de abajo y amarillo el de encima.

Pero nada más terrible que las dos corbatas: la de abajo blanca, y negra la otra. De la primera sólo debía verse la orilla superior, que servía de vivo. A esto debe agregarse que la corbata de arriba contenía en su interior una almohadilla de algodón que aumentaba el volumen, hasta el extremo de hacer desaparecer en muchos casos el cuello y dificultando sus movimientos. En verano estas corbatas eran un verdadero suplicio; pero era moda, y basta.

El guante era poco usado, sobre todo en verano, en que invariablemente era de seda. En invierno se usaba de ante amarillo.

Tampoco se temía al frío, que antes del año 20 no recordamos haber visto ninguna ventana ni puerta interior con vidrio. Respecto a las ventanas con vista a la calle, podemos asegurar que no había ninguna en Santiago que los tuviera.

Cuando las ventanas a la calle correspondían a piezas de habitación, una reja tupida de alambre las garantía de la curiosidad de los transeúntes. Aún recordamos, año 18, que una ventana de la casa de los señores Figueroa, situada en la calle de las Monjitas, nos suministraba, sin la voluntad de su dueño, pedazos de alambre amarillo para hacer sortijas.

Las puertas y ventanas, en lugar del vidrio ahora en uso, tenían balaustres de madera de prolijo trabajo. En la cuadra, que ahora se llama salón, circulaba el aire libremente; pues los bailes y reuniones se hacían a ventanas y puertas abiertas, dejando toda libertad a las tapadas para ejercer la más rigurosa inspección y crítica, de ordinario no muy caritativas.

A esta cuadra no la cubría enteramente la alfombra: por lo común sólo lo estaba la mitad; en lo demás estaba descubierto el enladrillado. La alfombra se extendía sobre una tarima de madera de tres o cuatro pulgadas de altura. Allí se colocaban los asientos de preferencia, que no tenían espaldar ni brazos y se llamaban taburetes. Estas alfombras se trabajaban casi en su totalidad en La Ligua.

El empapelado, desconocido entonces, se reemplazaba con damasco de seda carmesí o anteado. Esta tapicería era poco común por su alto precio.

El material de las murallas de las casas, y aun de la mayor parte de las iglesias, era invariablemente de adobe y la enmaderación de canelo. Esta madera, sin uso en el día, es de una increíble duración, a pesar de su debilidad aparente. La capilla de La Soledad, situada a pocos metros al poniente de San Francisco, y contemporánea de su fundador Pedro de Valdivia, fue reconocida hace veinte años, y su enmaderación de canelo estaba intacta.

Hasta hace menos de cuarenta años, sólo recordamos tres casas de dos pisos y de ladrillo y cal, que aún se conservan: la del señor don Juan Alcalde, calle de la Merced, número 95; la que fue de don Juan Manuel Cruz, calle del Estado, número 44; y la del Obispo Aldunate, en la Cañadilla, número 45. De piedra, como hasta ahora, sólo había la que habita el señor don Juan de Dios Correa, que fue del Conde de Toro, calle de la Merced, número 80.

No recordamos -hablamos del año 10 y 20- haber visto en Santiago más de treinta y tantas casas de dos pisos, de varios aspectos y dimensiones. La mayor parte de estas casas eran de balcones salientes, de madera, y pertenecían a épocas remotas. En general, nadie habitaba el segundo piso. En la época en que esas casas se construyeron se necesitaba ser noble para el uso de balcón a la calle. Según nuestros recuerdos, la última edificada con este adorno, que conocimos, fue la que en la calle de Santo Domingo lleva ahora el número 49, después de haber variado tres o cuatro propietarios y de haber sufrido dos transformaciones.

En nuestra niñez oímos repetir que su primitivo dueño, cuyo apellido, extinguido ya, recordamos, pagó doscientos pesos de multa por faltarle el requisito consabido.

Al leer lo anteriormente escrito, notamos que hubiéramos podido dar mayor amplitud y más conveniente continuación a estos datos; pero no hemos podido resolvernos a emprender este trabajo, por temor de alargar este artículo más de lo conveniente. Más tarde, si el tiempo lo permito, agregaremos lo que en éste falta sobre trajes del otro sexo, carruajes, objetos alimenticios y modo de servirlos.

Concluiremos por ahora con pocas palabras sobre el más caro y escaso de esos alimentos.

El pescado sólo estaba al alcance de la gente acomodada. Los días de vigilia, y sobre todo los jueves, se vendía en escasa cantidad en el mercado, pues no era permitido venderlo en otra parte, y mucho menos en las calles, donde eran perseguidos sin piedad los revendedores.

Entonces había una frase que expresaba la venta de este alimento.

Desde muy antiguo era costumbre -aún subsiste- tocar los jueves en la tarde la gran campana de la Catedral

Escuela de Cristo, distribución que tiene lugar en la noche de ese día. Al oír esta campana se decía: a pescado.

Esta frase, y aun la campana misma, quizás de otra forma, es de la más remota antigüedad. Vamos a probarlo.

Hemos leído en uno de los antiguos historiadores de Grecia, o de un escritor que a ellos se refiere, lo siguiente:

Un orador de esos tiempos arengaba al pueblo en una plaza de Atenas. En medio de su fogoso discurso notó que sus oyentes, sin el menor miramiento al orador ni al interesante negocio de que les hablaba, abandonaron la plaza a toda prisa, quedando de aquella gran multitud un solo individuo, que le escuchaba con gran atención.

Sorprendido y mortificado por este desaire, se dirigió a este único oyente, colocado próximo a la tribuna, diciéndole:

-Te doy las gracias, porque tú eres el único que no has cometido la grosería de retirarte como los demás apenas tocaron la campana a pescado.

El elogiado, que, siendo sordo, no había oído la campana, preguntó al orador:

-¿Han tocado ya?

-Sí, por eso se han ido.

-¡Pues yo también me voy!




ArribaAbajoRectificación

A un hecho contenido en el libro del señor canónigo Albano


Sobre la abdicación del general O'Higgins

Uno de nuestros historiadores, el señor prebendado don Casimiro Albano, hace una observación a propósito de este acontecimiento. Por el número de argentinos que, a su parecer, tomó parte en él, esta revolución fue argentina.

Pues bien, nosotros, que la vimos muy de cerca, aseguramos que de esta nacionalidad sólo cuatro personas tomaron parte en ella, y algunas con poca decisión.

El más notable por su entusiasmo fue el doctor Martín de Orgera, que desde ese día fue bautizado por el pueblo con el nombre de tribuno, y el doctor Bernardo Vera, que en voz baja pedía la cesarina.

Los otros dos fueron el coronel Pereira, jefe de la Guardia de Honor, y el sargento mayor y jefe de la escolta presidencial, don Mariano Merlo.

La observación del señor Albano habría sido más exacta aplicada a la revolución del año 10. Ella tuvo como promotores o activos cooperadores a los señores siguientes, todos argentinos:

Maza, Juan Vicente.- Doctor de la Universidad de Chile en 1810. En 1839, miembro de la Alta Corte de Justicia y Presidente de la Cámara de Representantes de Buenos Aires. Iniciado en una revolución contra Rosas, éste lo hizo asesinar una noche en la secretaría de la Cámara. Un hijo suyo, mezclado en el complot, fue fusilado el día siguiente.

Martínez de Rozas, Juan.

Doctor Vera y Pintado, Bernardo.

Villegas, Hipólito.- Ministro de O'Higgins y doctor.

Troncoso, Joaquín.- Primer Alcalde de Santiago.

Dorrego, Manuel, que en la revolución de Figueroa, año 11, tomó una parte principal por la Junta.

Echagüe, Gregorio.

Echagüe, Francisco.

Vélez, N.

Bauza, José Antonio.- Franciscano, después canónigo.

Álvarez, Ignacio.- Mercedario. Godoy, Santiago.- Padre del general de este nombre y comandante del Batallón Comercio.

Godoy, Jorge.- Hermano del anterior y cabildante.

Godoy, Domingo.- Íd. y capitán de milicias.

Gómez, Gregorio.- Enviado secreto de la Junta de Buenos Aires, dos meses antes de la revolución de Chile.

Fretes, Juan Pablo.- Canónigo.

Tollo, Bartolomé.- Íd.

Oro, Justo.- Dominico y más tarde Obispo de Cuyo.

Videla, Lorenzo.- Doctor dominico.

Bazaguzchaicúa, José María.- Franciscano; más tarde obispo in partibus.

Arana, Felipe.- Fue Presidente de la Corte de Justicia de Buenos Aires, de la Sala de Representantes y Ministro de Relaciones Exteriores de la confederación desde 1836 hasta 1851.

Gil, Ramón.- Gran músico y maestro de canto. Al estallar la revolución en Chile, abandonó sus ocupaciones y admitió el empleo de oficial de nuestro ejército, que con instancia se le ofreció. Murió en el Sur, en los primeros encuentros, el año 13.

Aacute;lvarez Jonte, José Antonio.- Español enviado por la Junta cuatro meses después. Se graduó de doctor en Chile, donde se casó. El año 25 vimos a sus descendientes en Buenos Aires en escasa fortuna.

Zudánez, Jaime.- Doctor, originario de Buenos Aires, llegó a Chile en 1812.

Zudáñez, N.- Íd., íd., y hermano del anterior, con quien llegó en la misma fecha.

El historiador Benavente hace de Gil grandes encomios.

Este mismo, poco amigo de los argentinos, y como testigo en esa campaña, refiere lo que sigue en la tercera edición de su libro:

«El siguiente rasgo de valor personal no debe sepultarse en el olvido. Un cabo del cuerpo de auxiliares de Buenos Aires, Manuel Araya, viendo a un oficial enemigo que, con suma intrepidez, animaba su tropa, marcha sobre él, mátalo y vuélvese montado en el caballo del enemigo a su formación».






ArribaGuía de personajes

ALDUNATE, JOSÉ SANTIAGO: Nació en Melipilla el 20 de abril de 1796. Incorporado al ejército patriota, peleó en diversas acciones como San Carlos, Quechereguas, Cancha Rayada. Participó también en la Expedición Libertadora al Perú y en la expedición que terminó con el dominio español en la isla de Chiloé. Fue Ministro de Guerra y Marina. Murió en Santiago el 21 de junio de 1864.

ALEMPARTE, JOSÉ ANTONIO: Nació en Concepción el 1.º de abril de 1799. Combatió por los patriotas en Rancagua, emigró a Mendoza y volvió con el Ejército de los Andes. Tomó parte en la batalla de Chacabuco y luego en el sitio de Talcahuano. Fue Intendente de Concepción y después general del ejército de la Frontera. Murió en Santiago el 8 de noviembre de 1866.

ARTEAGA, JUSTO: Nació en Santiago el año 1805. Participó en la revolución de la Independencia desde 1818 hasta la batalla de Pudeto. A raíz de la sublevación de 1851 fue borrado del escalafón militar y condenado a muerte. En 1861 se le reincorporó, y en 1879 fue comandante en jefe del ejército de Antofagasta. Murió en Santiago el 9 de julio de 1882.

BELTRÁN, FRAY LUIS: Nació el 7 de septiembre de 1784. Ingresó en la orden franciscana, pero la revolución de la Independencia lo llevó a militar en las filas patriotas como artillero. Después de luchar en Rancagua pasó a Mendoza, donde trabajó de forjador de armas. Volvió con el Ejército de los Andes y viajó con la Expedición Libertadora al Perú. Murió en Buenos Aires el 8 de diciembre de 1827.

BENAVENTE, DIEGO: Nació en Concepción el 12 de febrero de 1790. Participó en algunas acciones de la revolución de la Independencia, emigró a Mendoza con José Miguel Carrera y pasó a Buenos Aires, donde ejerció el periodismo. Ministro de Hacienda de Ramón Freire, fue posteriormente Presidente de la Cámara de Diputados y luego del Senado de la República. Murió en Santiago el 21 de junio de 1867.

BLANCO, VENTURA: Nació en Chuquisaca el 4 de julio de 1782. Al igual que su hermano Manuel Blanco Encalada, estudió en España y allí combatió contra la invasión napoleónica. Desempeñó en Chile varios cargos ministeriales y participó activamente en política. Murió en Santiago, en junio de 1856.

BULNES, MANUEL: Nació en Concepción el 25 de diciembre de 1799. Peleó en la revolución de la Independencia. Comandante en jefe del ejército en la Guerra contra la Confederación Perú-Boliviana, fue luego elegido Presidente de la República (1841-1851). En 1851 debió enfrentar el llamado «motín de Urriola», producido el 20 de abril, y más tarde -con diferencia de dos- dos alzamientos, en Concepción y La Serena, que derivaron en una verdadera guerra civil. Bulnes entregó el mando al Presidente electo, Manuel Montt, y a sus órdenes combatió a los insurrectos, a quienes derrotó en Loncomilla. Murió en Santiago el 19 de octubre de 1866.

CAMPINO, ENRIOUE: Nació en Santiago en 1794. Participó en la revolución de la Independencia. La correspondió aplastar el motín de Figueroa, en 1811. En 1827. él mismo encabezaba un motín que puso fin al gobierno de don Agustín Eyzaguirre. Murió en 1874, en Santiago.

CARNICER, RAMÓN: Nació en Tremp, Cataluña, el 27 de diciembre de 1789. Profesor de música y director de orquesta, fue expulsado de su patria por sus ideas libertarlas. Mientras vivía en Inglaterra, Mariano Egaña le encargó componer la música para el Himno Nacional de Chile que había escrito Eusebio Lillo. Murió en Madrid el 17 de marzo de 1855.

CARRERA, JOSÉ MIGUEL: Nació en Santiago el 15 de octubre de 1785. Estudió en España y participó en la resistencia contra la Invasión napoleónica. Llegó a Chile en 1811 y pronto se puso a la cabeza de uno de los bandos patriotas. Un golpe militar lo llevó al poder hasta 1813. Las derrotas de Chillán y Rancagua lo desprestigiaron. Emigró a Argentina, donde encontró mala acogida. Después de fracasar verlos intentos suyos por intervenir en la revolución de la Independencia, organizó montoneras en la pampa argentina hasta que fue capturado. Se le sometió a proceso y murió fusilado el 4 de septiembre de 1821, en Mendoza.

CARRERA, JUAN JOSÉ: Nació en Santiago en 1782. Siguió muy de cerca los pasos de su hermano José Miguel y la rivalidad de éste con O'Higgins y San Martín. Hecho prisionero por el gobernador de Mendoza, murió fusilado el 8 de abril de 1818.

CARRERA. LUIS: Nació en Santiago en 1791. Fiel camarada de sus hermanos José Miguel y Juan José, emigró a Argentina después del desastre de Rancagua. En Buenos Aires se batió a duelo con el general Juan Mackenna y le dio muerte. Murió fusilado junto con su hermano Luis, el 8 de abril de 1818.

CRUZ, LUIS DE LA: Nació en Concepción el 25 de agosto de 1768. En 1806 descubrió el paso de Bariloche. En 1817 asumió el cargo de Director Supremo Interino, en reemplazo de Bernardo O'Higgins. Después del desastre de Cancha Rayada, organizó refuerzos en Santiago, y preparó la resistencia junto con Manuel Rodríguez. Participó luego en la expedición al Perú. Murió en octubre de 1828.

DORREGO, MANUEL: Fue uno de los caudillos de la revolución de la Independencia argentina. Combatió a los realistas en Tucumán, Salta y Sulpacha. Las pugnas internas entre patriotas determinaron que Pueyrredón lo desterrara en 1816. Regresó el país en 1828, pero nuevas disensiones lo enfrentaron a Lavalle, que lo derrotó y lo hizo fusilar ese mismo año.

ERRAZURIZ ZAÑARTU, FEDERICO: Nació en Santiago el 25 de abril de 1825. En 1849 fue uno de los fundadores del «Club de la Reforma». Participó en la sublevación del 20 de abril de 1851. Posteriormente fue ministro, senador y Presidente de la República entre 1871 y 1876. Murió en Santiago el 20 de julio de 1877.

FIGUEROA, TOMAS DE: Nació en Estepona, España, en 1745. Ingresó en las Guardias Reales, y se lo condenó a muerte por haber matado a un rival en duelo. Conmutada la pena por la de destierro, llegó a Chile en 1775. Al poco tiempo protagonizó un amotinamiento, pero logró huir de la prisión disfrazado. Estuvo en Lima y Cuba hasta que obtuvo el perdón y volvió a Chile. Combatió contra los patriotas alzándose el 19 de abril de 1811. Vencido, se lo fusiló ese mismo día.

FONTECILLA, FRANCISCO DE BORJA: Nació en Santiago, de la que fue alcalde y fuego intendente. Posteriormente fue elegido senador de la república. Miembro del Primer Congreso Constituyente. Murió en Copiapó el 12 de junio de 1837.

FREIRE, RAMÓN: Nació en Santiago el 29 de noviembre de 1787. Participó en las campañas de la Independencia. Derrotó a Vicente Benavides, el guerrillero realista en las Vegas de Talcahuano. Opositor de Bernardo O'Higgins, fue elegido Director Supremo cuando él abdicó, en 1823. Comandó la expedición a Chiloé, que terminó con la resistencia realista en esa isla. Participó en varias conspiraciones y fue vencido en la batalla de Lircay, que puso fin a la guerra civil de 1829. Murió el 9 de septiembre de 1851.

GAINZA, GABINO: Nació en Guipúzcoa, España, en 1760 (ap.). Oficial del ejército de su patria, estuvo en Ecuador y Lima, y desde ahí fue enviado a dirigir al ejército realista en Chile, en 1814. Lo reemplazó Mariano Osorio.

GANDARILLAS, MANUEL JOSÉ: Nació en Santiago en 1789. Secretario interino del cabildo en 1814, debió emigrar a Argentina después del desastre de Rancagua. En Buenos Aires publicó el periódico El Censor. Perseguido por carrerino, se exilió hasta 1823. Elegido diputado, fue ministro de Ramón Freire, Colaboraciones suyas se publicaron en El Hambriento, La Aurora, El Chileno, etc. Murió el 24 de noviembre de 1842.

GARCÍA CARRASCO, FRANCISCO ANTONIO: Nació en Ceuta, Marruecos español, en 1742. En 1785 fue Virrey del Plata y al año siguiente llegó a Chile como coronel de ingenieros militares. En 1808 asumió como gobernador y adquirió muy pronto fama por las medidas represivas. Debió enfrentar la efervescencia ocasionada en Chile por la agresión napoleónica y terminó renunciando a su cargo en don Mateo de Toro y Zambrano. Murió en Lima el 10 de agosto de 1810.

GODOY, PEDRO: Nació en Santiago el 4 de diciembre de 1801. Participó en las batallas de Cancha Rayada y Maipo, y en la expedición libertadora del Perú. Fundó el periódico El Republicano hacia 1830 y colaboró en varios otros, como Guerra a la tiranía y El diario de Santiago. Más tarde fue redactor de La Carta Monstruo. Fundador de la Academia de Bellas Letras de Santiago, murió en febrero de 1884.

HENRÍOUEZ, CAMILO: Nació en Valdivia el 20 de julio de 1769. Profesó en el convento de San Camilo en Lima, donde la Inquisición lo persiguió por leer a autores prohibidos. Al saber de la revolución de la Independencia, viajó a Chile el año 1811. Fundó el primer periódico nacional, La Aurora. Ocupó diversos cargos públicos y participó en varios órganos de prensa, como El Censor y La Gaceta Ministerial. Murió en mayo de 1825.

INFANTE, JOSÉ MIGUEL: Nació en Santiago en 1778. Formó activamente en las filas de la Independencia, en el frente político. Ministro de Hacienda de O'Higgins. Intervino en la ley que abolió la esclavitud en Chile. En 1826 realizó junto con otros hombres de Estado un experimento para constituir a Chile como república federal, que fue un fracaso. Murió el 9 de abril de 1844.

LASTARRIA, JOSÉ VICTORINO: Nació en Rancagua el 22 de marzo de 1817. Jurista, intelectual, periodista y político, fundó el primer periódico literario chileno: El Seminario de Santiago. En 1842 crea la Sociedad Literaria, de gran importancia en nuestro desarrollo cultural. Entre sus obras figura un Juicio histórico sobre don Diego Portales, que despertó agudas polémicas. Ministro de Hacienda primero, y años más tarde (1879) del Interior, fue también senador por Valparaíso y Ministro de la Corte Suprema. Murió en Santiago el 14 de junio de 1888.

LASTRA, FRANCISCO DE LA: Nació en Santiago el 4 de octubre de 1777. Hizo estudios de náutica en España, de donde egresó como alférez naval. Ligado a la causa patriota, desempeñó diversas funciones y en 1814 fue nombrado Director Supremo. En 1825 se le designó gobernador de Valparaíso, con la misión de formar una escuadra de guerra. Murió en Santiago el 13 de mayo de 1852.

LILLO, EUSEBIO: Nació en Santiago el 14 de agosto de 1826. En 1842 cooperó con Lastarria en la creación de la Sociedad Literaria. En 1847 compuso la letra del Himno Nacional chileno. Colaborador de varios periódicos. Fue uno de los participantes en la sublevación que originó la guerra civil de 1851. Exiliado, en Bolivia fundó el Banco de La Paz. Fue nombrado Ministro del Interior del Presidente Balmaceda. Murió en Santiago en 1910.

MACKENNA, JUAN: Nació en Irlanda en 1771. Estudió en España, donde se graduó como ayudante de ingenieros militares. El virrey del Perú lo envió en calidad de gobernador de la colonia de Osorno, en 1797. Comprometido en la causa patriota, participó activamente en la revolución de la Independencia. Trató de impedir un golpe de estado de José Miguel Carrera, por lo cual sufrió persecuciones que iban a terminar en Buenos Aires, en un duelo en que Luis Carrera le dio muerte en 1814.

MARCO DEL PONT, FRANCISCO CASIMIRO: Nació en Vigo, España, hacia 1770. Siguió la carrera militar y combatió contra los franceses durante la invasión napoleónica. Tenía el grado de mariscal de campo cuando fue enviado como gobernador a Chile en el período de la Reconquista. Siguió una torpe política de persecuciones contra los patriotas, que sólo contribuyó a fortalecer la causa de la Independencia. Después de la batalla de Chacabuco se rindió a San Martín y fue deportado a Argentina, donde murió en 1819.

MAROTO, RAFAEL: Nació en Lorca, España, en 1783. Siguió la carrera militar y en 1814 fue uno de los comandantes del ejército de Mariano Osorio. No se entendió bien con Casimiro Marcó del Pont. Resultó herido en la batalla de Chacabuco, después de la cual emigró al Perú. Vuelto a España, participó en la guerra carlista, y en 1846 regresó a Chile, donde murió en 1853.

MILLÁN, ANTONIO: Nació en Penco en 1775. Era sargento cuando comenzó la revolución de la Independencia, en cuyas luchas tomó parte dentro del ejército patriota. Una acción suya salvó a las tropas de Carrera en Chillán (1813). Combatió también en Rancagua y en Chacabuco. Murió en Santiago el 9 de junio de 1850.

MONTT, MANUEL: Nació en Petorca el 5 de septiembre de 1809. Jurista, educador y político de brillante trayectoria, ocupó diversos ministerios y cargos de representación popular. Se le considera uno de los mejores, Presidentes que ha tenido Chile. Aunque inició su gobierno bajo una guerra civil, logró realizar grandes obras de adelanto. Una segunda guerra civil (1859) tiñó de sangre su período, que abarca desde 1851 a 1861. Murió el 21 de septiembre de 1880.

MORA, JOSÉ JOAQUÍN DE: Nació en Cádiz, España, el 10 de enero de 1783. Hombre inteligente y culto, impulsó con vigor el movimiento intelectual chileno. Fue Ministro del Interior subrogante (1828) y elaboró la Constitución de 1828. Murió en Madrid el 3 de octubre de 1864.

NAVARRO, ANTONIO: Oscuro personaje del que poco se sabe antes de su llegada a Buenos Aires en 1817. Nacido en España, había querido incorporarse al ejército libertador de Chile, pero no se le aceptó. Más tarde aparece peleando por los patriotas en Cancha Rayada y Maipo. Cuando cayó preso Manuel Rodríguez, Navarro recibió instrucciones de la Logia Lautarina de asesinarle, cosa que hizo en Tiltil el 26 de mayo de 1818. Murió en Argentina en 1831.

O'HIGGINS, BERNARDO: Nació en Chillán el 20 de agosto de 1778. Estudió en Inglaterra y, de regreso a Chile, participó activamente en las lides de la Independencia, en la mayoría de cuyas acciones bélicas intervino. Derrotado en Rancagua, se abrió paso con algunos de sus hombres y luego emigró a la Argentina. De allí regresé con el Ejército de los Andes. En febrero de 1817 fue nombrado Director Supremo de Chile. Ejerció el poder con durísima autoridad, lo que le enajenó muchas voluntades. En 1823, sus opositores provocaron un cabildo abierto en el cual le hicieran sus cargos. O'Higgins abdicó del poder en un gesto ejemplar. Se exilió a Perú, donde murió el 24 de octubre de 1842.

OSORIO, MARIANO: Nació en Sevilla, España, en 1777. Después de luchar contra la agresión napoleónica, viajó a América. El Virrey del Perú lo puso a la cabeza del ejército realista que derrotó a O'Higgins en Rancagua. Quiso iniciar un gobierno de reconciliación, pero la dureza de sus subalternos entorpeció sus buenas intenciones. Reemplazado luego por el mariscal de campo Francisco Casimiro Marcó del Pont, Osorio vuelve a Perú. Regresa en 1818 y es vencido en Maipo por los patriotas. Murió durante el viaje de regreso a España, el año 1819.

PALAZUELOS, PEDRO ANTONIO: Nació en Santiago el 29 de enero de 1800. Fue autor de la idea de festejar públicamente el aniversario del 18 de septiembre. Por iniciativa y a impulso suyos se establecieron la Academia de Música, la Escuela de Artes y Oficios, la Academia de Pintura de la Universidad de Chile. Murió el 26 de noviembre de 1851.

PEREIRA, JOSÉ LUIS: Nació en Buenos Aires en 1792. Formó en las filas del Ejército libertador y peleó en Chacabuco. También tomó parte en la expedición a Chiloé, en 1825. Después de un período de retiro de las filas, Diego Portales lo llamó para encargarle la formación de una Academia Militar. Murió en Santiago el 30 de abril de 1842.

PICARTE, RAMÓN: Nació en Santiago en 1780. Sargento de artillería del ejército español, al producirse la revolución de la Independencia se incorporó en las filas patriotas, apoyando a José Miguel Carrera. Luchó en Rancagua y vino con el Ejército Libertador, con el que combatió contra los realistas en Chacabuco, Cancha Rayada y Maipo. También peleó en la Guerra a Muerte contra los guerrilleros de Benavides. Fue intendente de Valdivia. Murió en Santiago el 25 de noviembre de 1835.

PINTO, FRANCISCO ANTONIO: Nació en Santiago en 1775. Abogado, tomó el bando patriota en la revolución de la Independencia y representó sus intereses en Argentina e Inglaterra. Participó en la Expedición Libertadora del Perú. A su regreso se le nombró Ministro de Relaciones Exteriores. En mayo de 1827 asumió el mando del país como Presidente interino. Murió el 18 de julio de 1858.

PORTALES, DIEGO: Nació en Santiago el 15 de junio de 1793. Se dedicó un tiempo al comercio, pero su verdadera vocación era la política. Ministro del Interior del Presidente José Tomás Ovalle, ocupó además las carteras de Relaciones Exteriores y de Guerra y Marina. Fue también Ministro durante el gobierno de Joaquín Prieto. Su gran labor consistió en limpiar los campos de bandoleros, poner orden en la administración del país, terminar con el caudillismo militar y establecer las bases de un nuevo ordenamiento jurídico (Constitución de 1833). Murió asesinado en Cabritería el 6 de junio de 1837.

PRIETO, JOSÉ JOAQUÍN: Nació en Concepción el 20 de agosto de 1786. Miembro del ejército español, ingresó al bando patriota al estallar la revolución de la Independencia, en algunas de cuyas acciones tomó parte. Diputado en varias ocasiones, fue también intendente de Concepción. Encabezó la guerra civil de 1829, que terminó con su victoria en Lircay. Presidente de la República desde 1831 a 1836, tuvo en Diego Portales a su principal Ministro. Murió en Santiago el 22 de noviembre de 1854.

RENGIFO, RAMÓN: Nació en Santiago hacia 1790. Periodista, fue oficial del Ministerio del Interior y Ministro subrogante de esa cartera y la de Relaciones Exteriores, en 1841. Ocupó diversos cargos parlamentarios. Es autor de la letra de la célebre Canción de Yungay.

ROBLES, MANUEL: Nació el 6 de noviembre de 1780. Músico, integró la orquesta del Teatro de la Compañía y compuso piezas de sabor popular. Es el autor de la música para el Himno Nacional que escribiera don Bernardo de Vera y Pintado. Murió el 27 de agosto de 1827.

RODRÍGUEZ, MANUEL: Nació en Santiago el 25 de febrero de 1785. Abogado, terció a partir de 1810 en las luchas por la Independencia. Militó en el bando carrerino, lo que le acarreó serias dificultades que habrían de terminar en su muerte. Durante la Reconquista española, Rodríguez desempeñó actividades guerrilleras, convirtiéndose en un personaje legendario. Lograda la emancipación, combatió con dureza la dictadura de O'Higgins. Tomado preso, un oficial de apellido Navarro lo asesinó en Tiltil el 26 de mayo de 1818.

RONDIZZONI, JOSÉ: Nació en Parma, Italia, el 14 de marzo de 1788. Militó en las Tuerzas de Napoleón. Viajó a Estados Unidos, donde conoció a José Miguel Carrera, con quien viajó a Chile. Participó en la batalla de Cancha Rayada. Salió del ejército a raíz del fusilamiento de los hermanos Carrera. Se reincorporó y participó en la Expedición libertadora del Perú. Intervino también en la liberación de Chiloé y en la guerra civil de 1839. Desempeñó algunos cargos públicos, y en 1851 luchó en favor del gobierno en la guerra civil. Murió el 24 de mayo de 1866.

RUIZ TAGLE, FRANCISCO: Participó desde los primeros pasos en el movimiento de la Independencia y ocupó sucesivos cargos en los organismos colegiados de los patriotas. Producida la emancipación, fue diputado y en 1830 se le designó Presidente de la República interino, cargo que ocupó algo más de un mes. Murió el 23 de marzo de 1860.

SAN BRUNO, VICENTE: Nació en Aragón, España. Se hizo militar al producirse la agresión napoleónica contra su patria. Llegó a Chile en 1814 y se batió en Rancagua. El gobernador mariscal Marcó del Pont le encargó la seguridad pública. San Bruno practicó una represión cruenta contra los patriotas, y al triunfar éstos en Chacabuco, lo aprisionaron y juzgaron. Murió fusilado el 12 de abril de 1817.

SAN MARTÍN, JOSÉ DE: Nació en Yapeyú, Argentina, en 1778. Militar y político, participó activamente en la lucha por la independencia de su patria. Como gobernador de Mendoza contribuyó en forma decisiva a la creación del Ejército Libertador, que condujo al triunfo en Chacabuco y Maipo. Participó luego en la expedición libertadora del Perú, que lo designó gobernante suyo con el título de Protector. Las continuas disputas entre patriotas lo hicieron retirarse a Bouiogne, Francia, donde murió en 1850.

URRIOLA, PEDRO: Nació en Santiago el 22 de febrero de 1797. Luchó en las campañas de la Independencia. En 1828 sublevó al batallón escolta del general Francisco Antonio Pinto, en la ciudad de San Fernando. Participó en la guerra contra la Confederación Perú-Boliviana. Nombrado por el Presidente Manuel Bulnes comandante del batallón Chacabuco, se amotinó el 20 de abril y murió en la refriega.

VERA Y PINTADO, BERNARDO DE: Nació en Santa Fe, Argentina, en 1780. El gobernador García Carrasco lo hizo detener por mantener conversaciones subversivas. Colaboró con Camilo Henríquez en La Aurora. En 1819 compuso el primer Himno Nacional. Murió en Santiago el 27 de agosto de 1827.

VICUÑA, FRANCISCO RAMÓN: Nació en Santiago en 1778. Intervino en la revolución de la Independencia y formó la primera fábrica de fusiles para los patriotas. Ocupó diversos cargos públicos, y en 1829 se desempeñó como Presidente interino de la República, reemplazando a don Francisco Antonio Pinto. Murió el 13 de enero de 1849.

VIDAURRE, JOSÉ ANTONIO: Nació en Concepción el 22 de diciembre de 1798. Se enroló en las filas patriotas durante la revolución de la Independencia y participó en varias acciones. También estuvo en la campaña de Chiloé, en 1825. En 1837. siendo coronel, se amotinó contra el Ministro Diego Portales, a quien posteriormente asesinó su subalterno el teniente Florín. Fracasada la sublevación, Vidaurre murió por fusilamiento el 4 de octubre de 1837.

EUGENIO PEREIRA SALAS.