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ArribaAbajo- IX -

París


Si el viajero es literato, y el objeto de su viaje a la moderna Atenas es cultivar en ella sus conocimientos o aficiones especiales, sin duda que sus primeros paseos serán dirigidos al cuartel latino, importante demarcación de aquella capital que queda comprendida entre la orilla izquierda del Sena y el jardín de Luxemburgo, el barrio de San Germán, y el Jardín de plantas. Colocado en el punto culminante de aquellos populosos barrios, que tanta influencia han tenido en las revoluciones mentales de la moderna Europa; así como todos los comentadores y ergotistas campean a su sabor en las oscuras e innumerables tiendas que hacen sentir la vecindad de la Escuela de derecho; y los fisiologistas, anatómicos, los homeopáticos, y los sectarios de Broussais y de Browm se reparten en muchas varas a la redonda la exclusiva propiedad de las que conducen a la Escuela de medicina.

En medio de todo este aparato de estudio, las costumbres juveniles de los estudiantes forman por su disipación y bullicio el más estrambótico contraste, y no sólo atraen la censura de los severos preceptores encargados de dirigir su educación, sino que merecen una particular atención a todos los gobiernos, que siempre han visto en el indómito y juvenil espíritu del país latino el germen u apoyo principal de toda clase de levantamientos y asonadas contra su autoridad. -Abandonados de la vigilancia de sus familias, a muchas leguas de ellas y entregados al propio impulso en lo más ardiente de su edad, dotados unos por la brillantez y riqueza de su imaginación, otros por los atractivos de una hermosa figura; estimulados estos por el aguijón de la miseria, asistidos aquellos con los dones de la fortuna, no hay empresa, por temeraria que sea, en que no se lancen, no hay obstáculo que se les oponga, no hay autoridad ante la cual doblen su indómita rodilla. Con la misma actividad, con igual entusiasmo y potencia de facultades, asistirán a sostener un argumento absurdo o un axioma incontrovertible; harán la autopsia de un cadáver, o sustentarán un acto literario; se unirán en complot para silbar a un ministro, o para levantar una barricada o hacer una revolución; igual energía pondrán para sostener o abismar el drama nuevo representado aquella noche en el teatro de Luxemburgo, que en tejer y combinar otro vivo y d'apres nature con la hija de su patrona o la tendera de la esquina; con la misma arrogancia lucirán sus luengas cabelleras y fantásticas barbas bajo el casquete del aula o la nueva borla de doctor, que bajo el schakó de la guardia nacional. Y con la propia indiferencia trocarán su querida, su estudianta (falange de muchachas baldía y espontánea que marcha siempre a la grupa del bullicioso ejército estudiantil) con la del otro paisano su vecino, o se repartirán económicamente su usufructo, o la trocarán por un libro, o la harán arrojarse al Sena por sus amores, o la llevarán en ómnibus a las orgías enormes de las Barreras, o en asnal cabalgata a la floresta de Motmorency. -Imposible parece que aquella juventud turbulenta y audaz haya de dirigir un día con acierto los destinos del país, haya de hacer nuevas conquistas a la ciencia, haya de proteger la inocencia y la propiedad en la magistratura, la vida de sus semejantes a la cabeza de su lecho de muerte, la libertad, la grandeza y la independencia del país en la tribuna nacional; y sin embargo nada es más natural, y (como decía Moratín) «en la edad está el misterio.»

No es sólo en el cuartel latino en donde está concentrada la pública enseñanza. Miles de otros establecimientos más o menos importantes desplegan fuera de él medios poderosos de instrucción -El Conservatorio de artes y oficios, por ejemplo, colocado en el centro de la población mercantil e industrial, tiene sus cursos de aritmética, geometría, mecánica, economía y ciencias aplicadas a las artes. En la Biblioteca Real hay cátedras de Lenguas orientales, de Paleografía, y de Arqueología. En el Jardín de Plantas se enseñan las ciencias naturales en toda sa extensión, y a la vista de los riquísimos museos allí reunidos. La astronomía y ciencias conexas en el Observatorio. Las bellas artes, la música, la declamación en los Conservatorios especiales. Las lenguas vivas, el comercio, las artes mecánicas y manufacturas en innumerable multitud de establecimientos públicos y privados, algunos de los cuales cuentan miles de alumnos. -Pero debiendo concluir aquí esta rápida reseña, sólo nos permitiremos citar dos; sea el primero La escuela especial de artes y comercios; situada en la calle Charonne, magnífico instituto en que bajo un admirable plan reciben completa instrucción teórica y práctica de la ciencia mercantil, y artes mecánicas, más de tres mil individuos; y el Gimnasio normal militar, civil y ortopédico, fundado y dirigido por nuestro, apreciable compatriota el coronel D. Francisco Amorós, el cual ha sabido desplegar en él tan ingenioso plan de educación física, y obtenido tan buenos resultados, que han hecho que el gobierno francés eleve aquel establecimiento al rango de Instituto nacional. Por lo demás el entrar en la sola enumeración de los infinitos establecimientos públicos de enseñanza primaria; en las no menos numerosas instituciones particulares aplicadas a los diversos ramos del saber, sería obra de muchos tomos y de cansada fatiga.

Las academias Francesa, de Inscripciones y Bellas letras, de Ciencias, de Bellas artes, de Ciencias morales y políticas, y de Medicina, que juntas forman el cuerpo denominado Instituto real de Francia, celebran una junta general anual y pública el día primero de mayo, y además separadamente una sesión semanal cada una; y asistiendo a éstas puede el forastero ponerse al corriente de los adelantamientos de las ciencias y las letras, y hacer conocimiento con los ilustres miembros de aquellos cuerpos científicos, entre los cuales figuran dignamente los célebres Vizconde de Chateaubriand, Thiers, Guizot, La Martine, Delavigne, Víctor Hugo, Soumet, Aragó, Gay-Lussac, Chevalier, Villemain, Salvandy, de Jouy, Scribe y otros no menos conocidos y justamente apreciados en la república de las letras.

Otras muchas sociedades literarias existen en París, y deben ser visitadas si ha de formarse una idea del cuadro animado de la pública instrucción en aquella capital. -El Ateneo, por ejemplo, fundado en 1785 bajo el nombre de Liceo (aunque decaído hoy en parte del antiguo esplendor que le imprimieran los nombres de La Harpe, Chenier, y otros ilustres literatos) ofrece todavía en sus enseñanzas grande interés a la ciencia.- Las sociedades de Anticuarios, de Geografía, Elemental, Asiática, Académica de ciencias, Philotécnica, Philomática, de Buenas letras, de las Artes, Bíblica, el Ateneo de las artes y otras muchas, alimentan constantemente el fuego sagrado de la ciencia, y con una actividad y constancia dignas de ser imitadas rivalizan entre sí para obtener los más bellos resultados.

Los medios de instrucción están además facilitados en aquella capital por la multitud de bibliotecas públicas y los riquísimos museos en que tampoco tiene que envidiar a ninguna ciudad antigua ni moderna. -Sólo la Biblioteca real de la calle de Richellieu cuenta ya la enorme cantidad de ochocientos mil volúmenes, y más de ochenta mil manuscritos: tiene además un riquísimo monetario y gabinete de curiosidades, otro departamento de cartas, planos y estampas de una abundancia prodigiosa, y otros muchos objetos que necesitan para ser apreciados dignamente largas y frecuentes visitas. -Hay además la biblioteca Mazarina con noventa mil volúmenes, más especiales de las ciencias políticas y religiosas, físicas y matemáticas; la del Arsenal, que cuenta ciento setenta y cinco mil volúmenes y seis mil manuscritos, rica en historias, novelas, poesías y otros ramos de bella literatura; la biblioteca de Santa Genoveva con ciento sesenta mil volúmenes; la del Instituto con ochenta mil; la de la Villa con cuarenta y cinco mil; las de la Escuela de Medicina y la del Jardín de Plantas, además de otras treinta de los establecimientos públicos que el viajero puede visitar fácilmente.

Hemos mencionado ya los Museos reales reunidos en el palacio del Louvre y en el de Luxemburgo, y sería temeridad el pretender entrar aquí en la inmensa relación de las riquezas que en materia de bellas artes contienen. Dos tomos regulares forman sus catálogos, y con ellos en la mano puede el viajero visitar, no una, sino muchas veces sus interminables galerías, formando juicio y comparación entre las diversas escuelas, épocas y nombres que rivalizan en aquel magnífico palenque. -Otras muchas galerías de cuadros existen en París, entre las cuales, por diversos motivos, merecen llamar la atención y excitan particularmente el interés de los españoles las que poseen el mariscal de Soult y el marqués de Las Marismas Don Alejandro Aguado, como formadas que son por su mayor parte con excelentes cuadros de las escuelas Sevillana, Valenciana y Madrileña, superiores en mérito a los que a grandes costos ha reunido en el Louvre el rey de los franceses bajo el nombre de Museo español. -La del Sr. Aguado se distingue singularmente por su abundancia y elección, la grandeza y elegancia de su colocación y la facilidad con que su opulento dueño proporciona el acceso al público aficionado. Según el catálogo que tengo a la vista, consta de trescientos noventa y un cuadros, de los cuales doscientos cuarenta y dos son españoles, y los demás de las escuelas extranjeras; entre aquéllos figuran cincuenta y cuatro de Murillo, diez y nueve de Velázquez, diez y ocho de Ribera, cuatro de Juanes, diez y seis de Alonso Cano, y diez de Zurbarán; y en los extranjeros los hay también excelentes de Rafael, Correggio, Ticiano, Vinci, Rubens, Rembrant, etc.

Un establecimiento que bajo los diversos aspectos de instrucción y de recreo retine el mayor interés para el viajero en aquella capital, es el Jardín botánico o de Plantas, que, además del destino científico que indica su nombre, forma también un deliciosísimo paseo, con bosques, parques, modelos de cultura, laberintos y puntos de vista encantadores, y el más rico Museo natural que existe en el mundo. En él puede admirarse a la naturaleza viviente en los diversos compartimientos del jardín, y ver en sus grutas, lagos, cercas, jaulones y estufas, desde el magnífico elefante y la elegante jirafa hasta la bella mariposa y el hermoso colibrí; desde el iracundo tigre o el altivo león, hasta el social e inteligente jokó; desde el cedro del Líbano, hasta la más humilde yerbecilla. -En la galería de mineralogía, que tiene ciento veinte varas castellanas de extensión, se encierra tal riqueza de objetos de esta clase, que es realmente para asombrar la imaginación. La galería de historia natural está formada de una colección inmensa que comprende cinco mil pescados, quince mil mamíferos, seis mil pájaros, y un número infinito de las diversas clases de seres que pueblan la tierra, el agua y el aire. La galería de botánica no es menos rica en ejemplares de plantas de todos los climas, géneros y dimensiones; y el gabinete de Anatomía comparada, en sus quince salas reúne una colección preciosísima de esqueletos de todas especies, empezando por el hombre en sus diversas razas europea, tártara, china, de Nueva Islandia, negra, hotentote y otras salvajes de América, y momias egipcias; objeto filosófico de estudio que excita el más alto interés en el visitador.

Otros museos anatómicos hay en la escuela de Medicina, y de objetos de bellas artes en el convento que fue de los Agustinos adonde se han reunido preciosos restos de los antiguos monasterios y castillos. -Tampoco puede dejar de visitarse el museo de Medallas en la casa de la Moneda, en donde se encuentran colocados todos los punzones y matrices de las innumerables medallas acuñadas desde Francisco I hasta el día, y una rica y metódica colección de monedas de todos los pueblos antiguos y modernos. -Igualmente el museo de Artillería o Armería real, en que puede verse una multitud de máquinas de guerra y armaduras de todos los siglos. -la famosa fábrica tapicería de los Gobelinos, verdadero museo de cuadros, prodigiosamente tejidos, cuya perfección no reconoce igual en Europa. -hay además cerca de París el magnífico Museo histórico de Versalles, y el de porcelana de Sevres, de que hablaremos en tiempo y lugar.

Si son dignos de admiración y encomio tantos y tan bellos establecimientos dedicados a la pública instrucción, no lo son menos por cierto los económicos y de beneficencia y corrección. -Entre los hospicios y asilos de indigencia por ejemplo, sobresale el llamado de la Salpetriere, inmenso establecimiento que ocupa el espacio de cincuenta y cinco mil toesas, y viene a ser una pequeña ciudad, con varias calles y casas, jardines, hospitales, iglesia y otros edificios. En él se albergan cinco mil cuatrocientas mujeres ancianas, enfermas epilépticas y locas, y realmente admirable el orden y la economía interior con que está gobernado. -El otro hospicio de Bicetre, extramuros de París, es el destinado para hombres ancianos, y con las mismas condiciones que las mujeres de la Salpetriere, y puede contener unos tres mil trescientos. -Son igualmente muy dignos de alabanza los dos hospicios de incurables para hombres y mujeres, el de matrimonios (menages), el de huérfanos de dos a doce años, y otros varios, cuya administración y la de la hospitalidad domiciliaria hará muy bien en estudiar el viajero que pretenda ser útil a su país.

Pero el principal hospicio-hospital de aquella ciudad y uno de los primeros del mundo es el de los Inválidos del ejército, espléndido tributo nacional rendido a los defensores del estado que se inhabilitaron en su servicio. De cuatro a cinco mil de aquellos desgraciados encuentran en él un asilo digno, un abundante alimento, y un trato y cuidado tales que llegan a hacerles olvidar sus dolencias, y prolongar dulcemente el resto de sus días. -Las demás clases menesterosas tienen para sus dolencias el Hotel-Dieu, vasto establecimiento que encierra mil trescientas cuarenta camas, y los hospitales de la Piedad con seiscientas, de la Caridad con trescientas veinte y tres, de San Antonio con doscientas sesenta y dos, el de Necker, el de Cochin, el de Beaujon y otros muchos destinados para dolencias especiales; como v. g. el de San Luis para las enfermedades de la piel, otra para las venéreas, y el magnífico de Charenton para los locos y dementes. -Hay otro hospital especial que sirve también de asilo y enseñanza para trescientos ciegos (Quince Vingt), siendo un espectáculo realmente admirable el mirarles trabajar mil obras mecánicas, en extremo curiosas, que venden en provecho propio. -Igualmente es recomendable el Instituto real de niños ciegos de ambos sexos, en que se les enseña a leer por medio del tacto en libros impresos con caracteres de relieve, la geografía, la lengua, la historia, las matemáticas y la música, y además algunos oficios, como el tejido, hilado, imprenta, etc. -Ni debe dejar el forastero de asistir a los ejercicios públicos del Instituto de sordo-mudos, fundación del célebre abate L'Epeé, en donde se admira igualmente el ingenio y la constancia del hombre para aliviar en sus semejantes la falta de las más notables facultades. -Otros muchos asilos hay, tales como el destinado a recibir las mujeres embarazadas, el de los niños expósitos, en que se reciben por término medio cinco mil quinientos en cada año, y un sin número de establecimientos conocidos con el nombre de Casas de sanidad (Maisons de Santé), donde se encuentran habitaciones y camas para recibir a los enfermos que no puedan contar en sus casas con la debida asistencia, y se les cuida con el mayor esmero mediante una retribución convenida.

Además de la comisión administrativa de los establecimientos de beneficencia, existen multitud de sociedades filantrópicas con diversas denominaciones, como la Sociedad Maternal, la de la Providencia, la de los Prisioneros, la de Reforma de cárceles, la de Niñas desamparadas, la de Salas de asilo (escuelas de párvulos), las asociaciones parroquiales y otras infinitas, que, auxiliadas unas con el concurso del gobierno, y sustentadas únicamente otras por la pública caridad, contribuyen a sostener aquellos infinitos establecimientos, donde encuentran protección y asilo en su orfandad, consuelo y alivio en sus dolencias más de noventa mil personas. -Para terminar aquí con las asociaciones filantrópicas me limitaré a hacer mención de la Caja de ahorros, establecimiento admirable fundado en 1818, al cual concurren de tres a cuatro mil personas cada domingo a depositar sus economías desde la suma de un franco hasta la de trescientos, siendo tal su importancia que en el año último de 1840 ha dado los resultados siguientes: total recibido en el año, treinta y cuatro millones setecientos noventa y seis mil quinientos quince francos con setenta y dos céntimos. Devuelto, treinta y tres millones setecientos noventa y ocho mil cuatrocientos ochenta y cuatro francos veinte y tres céntimos. El número de libretas corrientes al fin del año en la caja pasaba de ciento veinte y cinco mil, los cuales tenían existentes en caja setenta y cinco millones de francos (unos trescientos millones de reales), cuyas enormes sumas tienen allí inmediata aplicación pasando al tesoro público, quien abona el correspondiente interés a la caja. -El Monte de Piedad, inmenso establecimiento más mercantil que filantrópico de aquella capital, no merece tantos elogios por los crecidos intereses que lleva, y los medios poco escrupulosos con que brinda su mentido socorro a una población imprudente y disipada.

Las prisiones de París no ofrecen tampoco tanto motivo de alabanza en lo general; y hasta son censuradas cada día por escritores más o menos parciales; sin embargo, es visible la mejora que se ha verificado de unos años a esta parte, y entre las actuales pueden todavía alabarse sin escrúpulo la de Santa Pelagia para delitos políticos; la Fuerza, para criminales comunes; la de Clichi, para deudores; la de San Lázaro, para jóvenes penitenciados, (que es una de las mejor dirigidas que hay en París), y la de la Roquette, donde se halla puesto en práctica el sistema de aislamiento del célebre Bentham.

Otros muchos establecimientos públicos pudiera citar entre los destinados a la administración y buen orden de aquella populosa capital, tales como los cinco mataderos (abbatoirs) construidos en tiempo de Napoleón, los cuales por su bella disposición y exquisita limpieza merecen bien una visita del curioso viajero. -Los acueductos de San Germán de los Prados, Belleville, Arcueill, y los canales de L'Ourq y San Dionisio, obras costosísimas a par que grandiosas en sus resultados de abastecer de aguas a aquella inmensa población. -Los amplios y bien construidos mercados especiales de granos, de harinas, de vinos, de comestibles, de vacas, de volatería, de caza, de pescado, de ostras, de fruta, de flores, de ropas viejas, etc.

Merecerían uno y muchos artículos especiales las infinitas asociaciones particulares, industriales y económicas que tanta importancia tienen en la prosperidad de aquel pueblo: pero baste decir que he reunido y tengo a la vista más de cien reglamentos de otras tantas de ellas, con diversos objetos y denominaciones; sin que pueda pasar en silencio la que tiene por objeto el fomento (encouragement) de la industria nacional, que ha ligado su nombre a todas las invenciones útiles de este siglo; la sociedad de Seguros contra incendios de casas en París (calle de Richellieu, núm. 85), que cuenta con el asombroso capital asegurado de mil y seiscientos millones de francos (unos seis mil cuatrocientos millones de reales); la de Seguros vitalicios (en la misma calle, núm. 97) que tiene un fondo social de tres millones novecientos mil francos (cerca de quince millones seiscientos mil reales), y otras infinitas contra los incendios naturales y fortuitos de edificios y muebles, contra los riesgos del granizo, explosiones, transportes, navegación, pérdidas de pleitos y de créditos comerciales en casos de quiebra, reemplazos del ejército, atropellos de carruajes, etc., las cuales completan una larga serie de establecimientos útiles y necesarios para neutralizar en lo posible las contingencias de la vida.

Por último, y para concluir este largo capítulo, me habrá de permitir el lector alguna ligera detención para bosquejar uno de los objetos más interesantes bajo los aspectos filosófico y artístico en aquella capital, y señalar en él los gratos recuerdos que encierra para un visitador español.

El cementerio principal de París, llamado del Padre Lachaisse, es un vasto y magnífico jardín que desde los primeros años del siglo actual en que fue destinado a este sagrado objeto se ha visto cubierto de muchos miles de monumentos artísticos de la mayor magnificencia, y, lo que es más, ilustrado con la rica aureola de gloria que derraman por su recinto los muchos nombres ilustres esculpidos en sus lapidas funerales. En aquella soberbia Necrópolis (ciudad de muertos), en que entre dos generaciones han venido a pagar el humano tributo un Foy y un Benjamin Constant; un Couvier y un Talma; un Perrier y un Ney; un Massena y un Souchet, grandes reputaciones de su siglo; en aquel sagrado recinto, que, no contento con ellas, ha llamado a tan espléndido y mudo congreso los nombres de los siglos anteriores, y recogido bajo su tierra amiga los restos del escritor filósofo de la corte de Luis XIV, el admirable Molière; del intérprete de la naturaleza Lafontaine; del cáustico Beaumarchais y el tierno Delille; que ha levantado con los escombros del Paracleto una bella tumba gótica para los desgraciados amantes Abelardo y Eloísa; en aquel jardín, en fin, que renueva la memoria del Eliseo de Virgilio, o sea la espléndida evocación de todas las sombras venerables de los que en las armas, en las letras, o en la tribuna defendieron e ilustraron a su patria, no puede menos de conmoverse profundamente el hombre sensible o el viajador filósofo que atravesando sus bellos bosques, sus graciosas colinas y sus variados paseos, se halla detenido a cada paso con la multitud de fúnebres monumentos, las estatuas y nombres de las personas célebres que encierra.

Ningún sitio fuera de la capital ofrece puntos de vista más pintorescos y variados, y aun considerado meramente bajo el aspecto artístico, puede calcularse el interés que ha de excitar un vasto jardín en que se encuentran más de cincuenta mil mausoleos de todas las formas y órdenes arquitectónicos, muchos de ellos de extraordinario primor, embellecido el todo por el frondoso ramaje de los árboles y las plantas, y por el interesante espectáculo de los piadosos parientes y amigos que vienen a rendir a los suyos los más tiernos homenajes, vertiendo lágrimas sobre sus tumbas, cubriéndolas de flores, y comunicándose con ellos, por decirlo así, a pesar de la muerte; y no se extrañará que a la vista de aquel sublime espectáculo, el extranjero suspenso sienta despertar un movimiento de simpatía por una nación que sabe respetar así la memoria de sus pasados. Pero si el viajero es español, crece de todo punto su interés, al encontrar frecuentemente en aquel sitio elegantes aunque sencillos mausoleos, levantados a la memoria de sus compatriotas, muertos en el destierro por consecuencia de las revueltas civiles.

Bajo un elegante templete de mármol, formado por ocho columnas, y coronado por una cruz, se encierra una urna en que reposa el antiguo ministro de estado Don Mariano Luis de Urquijo, que falleció en París en 3 de Mayo de 1817 a la edad de 49 años; leyéndose en ella esta enérgica y oportuna inscripción:


Il fallait un temple a la vertu,
Un asile a la douleur.


El embajador duque de Fernán Núñez, el médico García Suelto, el sabio Morales, el marino Guzmán de Carrión, la marquesa de Arneva, y otros varios compatriotas, yacen en un pequeño recinto que los encargados del cementerio apellidan la Isla de los españoles. El príncipe de Masserano, grande de España de primera clase, reposa también allí bajo un noble mausoleo, y a su lado sobre una lápida modesta que no revela nombre alguno, yace sin duda otro desgraciado español bajo este tierno epígrafe:


Sur ce noble mortel, aucun ruban n'a lui,
Aucun titre ne le decore;
Mais si l'Espagne eut eu vingt guerriers comme lui,
L'Espagne serait libre encore!


Pero otro monumento colocado en distinto compartimento del jardín, entre las sombrías calles que se elevan sobre la derecha de la capilla, es el que llama principalmente la atención del viajero español, por el hombre ilustre a quien está dedicado, y por su oportuna colocación inmediatamente vecino a las dos tumbas de Molière y de Lafontaine.

Su forma es sencilla, reduciéndose a un gran pedestal que sostiene un segundo cuerpo arquitectónico más proporcionado, sobre el cual se eleva una pequeña urna de forma antigua. En el frente del segundo cuerpo se lee en español esta inscripción:

AQUÍ YACE
DON LEANDRO FERNÁNDEZ DE MORATÍN
INSIGNE POETA CÓMICO Y LÍRICO,
DELICIAS DEL TEATRO ESPAÑOL,
DE INOCENTES COSTUMBRES
Y DE AMENÍSIMO INGENIO.
MURIÓ EL 21 DE JUNIO DE 1828.


En los otros tres lados de este mismo cuerpo hay elegantes dísticos latinos en esta forma:


Hic jacet Hesperiæ decus, inmortale Thalia
omnibusque carum patriæ lugebit cirvem.
Nec procul hic jacet cujus vestigia secutus,
magnus scenæ parens, proximus et tumulo.


Et post fata colit Jedus amicitia


MANUEL SILVELA.                


En el cuerpo bajo del sepulcro hay, las siguientes inscripciones en francés.


Concession a perpetuité six medres de terrain.
Sepulture de la famille
Silvela et de leur ami


M. L. F. DE MORATÍN.                


y más abajo en las lápidas de la derecha los nombres de los Señores Don Manuel Silvela, y Doña Micaela García de Aragón, su esposa, que yacen también bajo el mismo monumento que elevaron a la memoria de su ilustre amigo.

La idea de colocar los restos de este inmediatos a la tumba que encierra los del gran Molière, cuyas huellas siguió en vida y en muerte, fue una feliz inspiración, y parece que no dejó de haber inconvenientes para realizarla por estar de antemano ocupado aquel sitio por otras tumbas; pero todo fue vencido por la eficacia de los buenos amigos del poeta español, que reparando el injusto desdén de su patria, acertaron a colocarle al lado de su ilustre modelo, y del pintor fabulista, del filósofo Lafontaine.

Por último, inmediato a la tumba de Moratín, y antes de llegar a ella, se encuentra una magnífica losa de mármol negro elevada como una cuarta sobre el piso del jardín, y adornada con un relieve de bronce que representa un libro de música. En él se leen claramente algunos compases del Polo del Contrabandista, y sobre la lápida el nombre del distinguido cantor y compositor español que allí reposa, MANUEL GARCÍA.

Los demás cementerios públicos denominados de Montmartre, del Monte Parnaso, de Piepus, de Santa Catalina, del Calvario, y de Vaugirard, son, aunque más en pequeño, de la misma forma y disposición, y encierran muchos monumentos notables. Por último, las Catacumbas, inmensa extensión de bóvedas que corren por bajo de los cuarteles meridionales de París, es el sitio en donde reposan los restos de cuarenta generaciones, cuyo número de individuos está calculado en ocho veces la población viviente de la capital. Estos huesos formando el techo de la bóveda y el revestido de sus paredes, producen un aspecto singular y filosófico.

El lector que haya tenido paciencia para llegar hasta este punto de mi prolongada narración, habrá de disimular todavía las muchas omisiones, y suponer aún mucho más de lo que queda expresado; pero deberá hacerse cargo de la necesidad en que me veo de pasar con rapidez por tan extenso cuadro, que exigía otro espacio para ser desenvuelto convenientemente. Baste sin embargo lo dicho para mi objeto de dar algunas indicaciones útiles al viajero sobre los principales objetos que deben llamar su curiosidad, y deme el lector su venia para trazar en los últimos artículos las relaciones entre el forastero y los habitantes de aquella capital, y el cuadro animado de los espectáculos y placeres que tan grata hacen su mansión.




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París


Se ha dicho, no sin fundamento, que al establecer una nueva colonia, lo primero que hacían los españoles era fundar un convento, los ingleses una factoría, y los franceses un teatro; y siguiendo esta regla de proporción, la capital de Francia debe tener, y tiene efectivamente, tantos espectáculos escénicos como establecimientos mercantiles la de Inglaterra, como iglesias y conventos poseía hasta hace pocos años nuestro Madrid. -Prescindiendo del aparato teatral de la política, que en aquella capital, madre de las revoluciones, y aplicadora práctica de teorías, desplega su formidable aspecto civil o militarmente según las ocasiones; dejando a un lado también la escena viva de la sociedad, en la cual campea con todo su poder la inclinación, el instinto normal de los franceses hacia los juegos escénicos y su fingida declamación; haciendo abstracción de las recepciones oficiales de la corte en que un rey ciudadano (que representa felizmente su papel) contesta con largas peroratas poéticas a las no cortas que le dirigen los públicos funcionarios; o vestido con el uniforme nacional estrecha entre sus manos las de sus bravos camaradas que le hacen la guardia, y gasta y destroza un caballo y un sombrero pasando y repasando por entre sus filas; no cuidando tampoco del clásico espectáculo que ofrece en el palacio del Luxemburgo la cámara de los Pares, ni del vital y romancesco de la de Diputados en el palacio Borbón; no tomando en cuenta las aristocráticas escenas más o menos públicas de los salones del cuartel de San Germán, las financieras de la Chauseé d'Antin, ni las populares y plebeyas de las calles de San Dionisio y San Martín, en que todos los actores desplegan una singular habilidad escénica, una vis cómica y aparato teatral que ofrecen gratis, por su dinero, al peregrino espectador; limitándome, en fin, por ahora a los teatros y escenas propiamente tales, con sus decoraciones de cartón, y sus vestidos de oropel; a los actores fingidos que representan delante de actores verdaderos; a las farsas del genio que lucen su habilidad delante del genio de la farsa, y se encargan de divertir al pueblo más ávido de diversiones que existe en el mundo, haré una rápida reseña de ellos con la misma conciencia y brevedad con que he tratado de los establecimientos de otras clases.

Pasan de treinta los espectáculos públicos que alimentan diariamente la insaciable curiosidad de los parisienses, y ayudados unos con las crecidas subvenciones del gobierno, y fiados otros exclusivamente en la constancia de sus parroquianos, sostienen entre si una magnífica lucha, que da por resultado el rápido vuelo del ingenio, la superioridad incontestable que en este punto tiene París sobre toda las capitales de Europa. -Asombraría verdaderamente a mis lectores si trasladase aquí el simple resumen del número infinito de individuos empleados allí en esta profesión y sus dependencias; el cálculo aproximado de los capitales invertidos en ello; el movimiento intelectual a que da lugar, y sus consecuencias sociales y políticas; pero, prescindiendo por ahora de estas consideraciones, que me llevarían muy lejos de mi propósito, descenderé a las breves indicaciones de aquellos espectáculos que dejan el más grato recuerdo en la imaginación del viajero.

Colóquese en primera línea, y aun fuera de toda comparación, la Academia real de música, asombroso espectáculo lírico, que, según decía Rousseau, es de todas las academias la que más ruido hace en el mundo. -En este teatro, como en todos los demás (aunque con muchísima mayor importancia), son tres los objetos que dividen justamente la atención del observador; a saber: el local de la escena, los espectadores, y el espectáculo. -En cuanto al primero, puede asegurarse que aquella sala es una de las más ricas y elegantes que existen en Europa, y aunque en el exterior no ofrezca objeto de particular encomio, el interior es bello, rico, suntuosamente decorado, y de una extensión capaz de contener cómodamente sentadas dos mil y cien personas, cuya entrada llena produce unos doce mil francos (cuarenta y ocho mil reales). -La costumbre seguida en éste como en la mayor parte de los demás teatros de París, es dividir el suelo de la sala en orquesta (que son las primeras filas inmediatas a ésta, y cuesta diez francos cada asiento), y parterre (que son los asientos de las demás filas, y cuestan cuatro francos cada uno); y las localidades altas en balcón o grada descubierta, que corre delante de los primeros palcos, en tres órdenes de éstos, y otra cuarta que sirve de galería general, bajo los nombres de anfiteatro, paraíso, etc. El balcón y los asientos de orquesta son los sitios privilegiados de la elegante concurrencia; los palcos o aposentos, cuyos precios varían según su altura o situación de frente o de costado (porque la forma circular o elíptica de los teatros franceses establece una notable diferencia en perjuicio de los lados), son por lo regular ocupados por las familias; y en las regiones elevadas, cuyo precio desciende en proporción de su altura, así como en los asientos de parterre, se colocan los aficionados cuyas módicas fortunas no pueden sufrir concurrencia con los guantes amarillos del balcón.

No es sólo lo subido de los precios lo que hace molesta la asistencia a aquellos grandes teatros, sino la dificultad de obtener sitio, y las muchas diligencias que esta misma dificultad exige. -Anúnciase, por ejemplo, una buena función para cualquiera de los días lunes, miércoles o viernes, únicos en que trabaja este teatro; si al espectador le es indiferente el precio, y si le sobra además tiempo para comprometerse de antemano, puede acudir la víspera o el mismo día al despacha a retener su asiento, escogiéndole o designándole en el plano del mismo teatro que está a la vista en la oficina; pero entonces tiene que pagar doce a quince francos por los asientos de diez, y así a proporción. Pero si no gusta de prodigar su dinero o su tiempo y sólo se acuerda del teatro pocas horas antes de empezar la representación, preciso le será colocarse modestamente en fila en el pórtico del coliseo, aguardar allí una o dos horas la apertura del despacho, tomar su billete no numerado, cuando le toque llegar al ventanillo, y si aquél es, por ejemplo, de segundos palcos, subir apresuradamente la escalera para ganar por la mano a los que vienen detrás, solicitar luego humildemente el ser colocado por las nada amables y vetustas acomodadoras que guardan las llaves; recibir, por lo regular, de éstas una seca negativa, a pretexto de estar todo lleno; tener que bajar no menos rápidamente al despacho llamado de suplementos, donde pagando el exceso se le cambiará su billete por otro de superior categoría; acaso recibir nuevas negativas, y repetir otra y otra vez la misma operación, hasta que, colocado, en fin, en un rincón de un pequeño palco de cuatro asientos, y asestando oblicuamente su anteojo por entre un enorme gorro de señora y unas fecundas melenas de galán, puede aguardar allí otra hora a que comience la representación. Verdad es que para entretenerla tiene el Entreacto, el Vert-vert, el Puente-Nuevo y otros varios periódicos literarios, que son en la misma sala vendidos y pregonados en alta voz; o el programa del espectáculo, o el libreto de la ópera: o bien puede dejar sobre su asiento un guante, un pañuelo, en señal de posesión (señal que en honor de la verdad debemos decir que es generalmente respetada), y marchar a pasearse, y hacer tiempo en el magnífico salón de descanso (foyer) que por la animación y elegancia de la concurrencia es uno de los sitios más curiosos de París; una verdadera linterna mágica en donde suele ostentarse alternativamente todas las notabilidades políticas, literarias y artísticas de todos los países del globo, desde los reyes presentes y pretéritos hasta los genios futuros y en albor. Para un forastero (suponiendo a su lado un cicerone inteligente) es éste uno de los espectáculos más entretenidos y sabrosos; para un parisién com'il faut, el foyer y el balcón de la ópera son el verdadero teatro; la historia contemporánea literaria, política y galante, con cuyo interés pretende en vano competir el del espectáculo artificial, por grandes que sean su primor y magnificencia.

Sonlo sin embargo en realidad, y puede asegurarse que la Academia real de música, por la reunión de los talentos artísticos que en ella se desplegan, por la importancia de la grande ópera y baile pantomímico que constituyen su espectáculo, por el mérito de cantores, bailarines y orquesta, y por el magnífico aparato en decoraciones y comparsas, es el más admirable espectáculo escénico, la más armónica agrupación de todos los adelantos en el arte teatral. Con efecto, después de citar las grandes óperas de un Rossini, de un Meyerbeer, de un Aubert, de un Donizetti; Guillelmo Tell y Roberto el Diablo, la Muda de Pórtici y la Favorita; los magníficos bailes pantomímicos de la Sílfide, la Rebelión del Serrallo y el Diablo enamorado; los admirables talentos y físicas dotes aplicadas al canto por el tenor Duprez, el bajo Barrouillet, madama Dorus-Gras y otros infinitos; la singular habilidad, el mágico artificio de las bailarinas Taglioni, Essler, y Paulina Lerroux; el talento mímico de los Elie, Mazurier, etc., etc.; después de contemplar los preciosísimos cuadros-diorama pintados por Cicerí, Philatre y Cambon, y las numerosísimas comparsas magníficamente ataviadas con toda la verdad histórica; después de ver, por ejemplo, los pintorescos lagos y montañas de la Suiza, y la animada escena de la conjuración en la ópera de Guillelmo Tell; el bullicioso mercado y la admirable bahía de Nápoles en la Muda de Pórtici, el claustro iluminado por la luna, y la escena de la resurrección de las monjas, o el interior de la catedral de Palermo en el Roberto el Diablo; la vista de la ciudad de Colonia en los Hugonotes; el alcázar de Sevilla en la Favorita; el desfile del cortejo imperial al final del primer acto de la Judía; el baño de las odaliscas en los jardines de la Alhambra en el baile de la Rebelión del Serrallo; el baile de máscaras en el Gustavo III; el vuelo admirable de las ninfas en la Sílfide; el mercado de Ispahan, y el infierno en el magnífico baile de el Diablo enamorado; admirable espectáculo que en el invierno último ha cautivado la atención de todo París, y formado una gran reputación de talento mímico a la bailarina Paulina Lerroux, ¿qué otro espectáculo pudiera ya parecer grandioso? ¿qué nuevos goces exigir ya los sentidos?

Hay sin embargo en el mismo París otro teatro que por sus circunstancias peculiares, y aunque sin tantas pretensiones, divide justamente la atención de la sociedad escogida, y es el de la opera Italiana, que accidentalmente se halla situado en el teatro del Odeón, desde que hace pocos años pereció el suyo propio en un violento incendio. -El teatro actual está situado muy lejos del centro de París, y ni la disposición interior de su sala, ni el mérito de sus decoraciones, comparsas y aparato escénico, merecen el más mínimo elogio; pero para justificar la vega que disfruta y lo elevado de sus precios, baste decir que en él desplegan sus talentos los artistas Rubini, Tamburini, Lablache, la Julieta Grisi y la señora Persiani, que son considerados, con razón o sin ella, como las primeras notabilidades líricas de Europa. -Vinculados, por decirlo así, hace diez años en este teatro y en el real de Londres, trabajan en París desde el día primero de octubre hasta el último de marzo, lo que está muy en armonía con las costumbres de la brillante sociedad que frecuenta aquel teatro, y suele pasar en el campo los meses del estío; hasta que, a la proximidad del invierno, abandona sus quintas y castillos, y corren a escuchar a sus transalpinos ruiseñores. - Éstos, por su parte, regresando de sus correrías a Londres y otras capitales, vienen cargados de laureles, de guineas y florines, a recoger nuevas coronas en su sala privilegiada, en su sala coqueta, aristocrática, y perfumada del Odeón. -En ella encuentran reunida la sociedad más brillante de Europa; la nobleza francesa, los diplomáticos y viajeros extranjeros, los artistas y entusiastas aficionados que de regreso a sus hogares se encargan de difundir por todas partes la fama de aquellos genios de la armonía. Pero esta misma fanática adoración (que tal puede llamarse) hace que aquellos artista descuiden el aumentar su repertorio, y presenten al público parisién las muchas novedades de la lira italiana; pues seguros, como están, de sus sesenta, ochenta y cien mil francos anuales, y de ver todas las noches la casa llena de espectadores dispuestos a prodigarles sus bravos y laureles, repiten constantemente las piezas más conocidas, aunque buenas, del antiguo repertorio de Rossini y Bellini; la Gazza ladra, La Cenerentola, Il Barbiere, Moisés, Norma, I Puritani, Pirata, etc., etc., y con dificultad ofrecen una más moderna en toda la temporada, como ha sucedido en este año último con sola la Lucrecia Borgia, de Donizzeti. Pero todo se les tolera, y hasta el completo descuido del aparato escénico y aun lo muy subalterno de las partes secundarias, en gracia del eminente talento y facultades que desplegan los cinco artistas ya citados.

La ópera-cómica francesa es el tercer teatro lírico de París, y ocupa un bellísimo edificio construido modernamente sobre las ruinas del antiguo teatro italiano que se incendió. Por su situación, en lo más céntrico del boulevard, por la elegante disposición de su sala, y por cantarse en ella la ópera bufa y semiseria francesa, con su música propia y nacional, sin mezcla de italianismo o germanismo como en la Academia real de música, es uno de los espectáculos más frecuentados por el público propio parisién; si bien el extranjero no halla en aquella música motivos de entusiasmo, ni tampoco en la medianía de los cantantes, entre los cuales figuraba en este año el bajo Botelli que tuvimos hace años en Madrid, y una hija de la señora Loreto García.

El Teatro francés, situado en uno de los ángulos del Palacio real, es el primero de declamación en aquella capital, y por el admirable conjunto de los talentos artísticos que en él se reúnen puede llamarse digno trono donde campean noblemente los ilustres genios de Molière, de Racino y de Corneille. -El que quiera ver hasta qué punto puede llevarse la verdad escénica, la dignidad y la nobleza en la acción, la expresión sublime de las más profundas emociones del ánimo, la pureza de la dicción, y demás circunstancias que constituyen el encanto del arte teatral, no tiene más que asistir en el teatro francés de la calle de Richellieu y a cualquiera de las tragedias o comedias de la escuela clásica representadas por sus eminentes actores. -Descuellan al frente de todos ellos la célebre trágica Rachel Felix, joven artista que por un don particular del cielo se ha colocado improvisamente a una altura superior sobre todos los actores contemporáneos, y es el más digno intérprete que acaso hayan tenido nunca las sublimes concepciones de Corneille y de Racine. No es fácil decir en cuál de sus cualidades artísticas consiste su mérito principal; porque todo en ella es armonioso y conveniente, todo noble y verdadero. Dignidad y magnífico aplomo en la posición de la figura, decoro y majestad en la acción, ternura y sublimidad en la expresión de los afectos, excelente voz, pura y delicada dicción, y un cierto sabor antiguo y monumental que sabe prestar a todas las grandes figuras que traslada a la escena, Phedra, Camila, Hermione, Rojana y Esther, que producen en el espectador un sentimiento indefinible de sorpresa y de grata satisfacción. -A igual elevación, aunque en el género cómico-urbano de la alta comedia de Molière, se ha sostenido constantemente hasta el invierno último, en que acaba de retirarse de la escena, la célebre señora Mars, la tradición viva de los recuerdos de la buena escuela, que a despecho de la edad ha sabido sostener su inmensa reputación artística durante medio siglo. Molière, y Beaumarchais han perdido en ella su mejor intérprete, y los apasionados a Celimena y a Susana renuncian ya al placer de verlas dignamente representadas. -Entre los actores del primer teatro francés alcanzan en el género cómico la mayor altura los señores Monrose y Samson, aquél, verdadero tipo del Fígaro de Beaumarchais, y de los Seapin de Molière, y éste entendido intérprete de los cuadros políticos de Scribe, de las difíciles creaciones de Bertran de Ranzaw y del lord Bolimbroke. En el género trágico, el más atrevido es Ligier, el cual en los Hijos de Eduardo y otras tragedias modernas ha suplido en lo posible el inmenso vacío que Talma dejo. -En segunda línea aparecen los señores Firmin, Beauvallet, Saint Aulaire y otros, y las señoras Noblet, Menjaud, Plessi, la hermosa reina Ana, y Doce, la bellísima Abigail en el Vaso de agua, admirable comedia de Scribe que se estrenó en aquel teatro el invierno último.

La escuela apellidada romántica, que hace pocos años levantó su turbulento pendón con la pretensión de hacer olvidar y aun silbar como imbéciles las admirables producciones de Racine y de Molière, y sustituirlas por los delirantes ensueños de una rica fantasía, no pudiendo hallar fácil entrada en el templo de las artes clásicas, en el teatro de la calle de Richelieu, que a duras penas se permitió una muestra en los mejores dramas de Víctor Hugo y Dumas, Hernani, Antoni y Marion, se dirigió con todo su aparato feudal de horca y cuchillo a uno de los teatros del Boulevart, el de la puerta de San Martín, donde pudo ampliamente desplegar todos sus gigantescos medios para electrizar y seducir a una generación deseosa de grandes sensaciones, a un público entusiasta y amigo de la novedad. El gran talento que sin justicia no pudiera negarse a Hugo, a Dumas, Soulié y algún otro de los jefes de aquella escuela, unido al que desplegaban en la ejecución los actores Bocage y Lokroy, las actrices Georges, Dorval y otros de este teatro, le hicieron contrabalancear y aun eclipsar por algunos años la gloria del primer teatro francés; en el día los autores románticos están ya muy lejos de Lucrecia Borja y Ricardo Darlington, y el teatro de la puerta de San Martín ha vuelto a entrar en su orden inferior, si bien conservando el privilegio de los reales adulterios, y de los mantos de púrpura arrojados en el lodazal.

Los otros teatros del Boulevart, llamado por esta razón del crimen, que reparten con el de la puerta de San Martín el abasto de las lágrimas frenéticas y de las crispaciones nerviosas, son el del Ambigú y el de la Alegría, y en ellos lucen sus sanguinolentas novelas dialogadas los Víctor Ducange, Buchardy, Ancelot y otros. Allí está la originalidad de muchos de nuestros ingenios; de allí vienen en fantástica nube el Jugador de los treinta años, el Campanero de San Pablo, Lázaro el pastor, Los perros de San Bernardo, y otros infinitos héroes más o menos patibularios o cuadrúpedos, que no contentos con extasiar y hacer llorar a todo trapo a las grisetas parisienses, aprenden un tantico de lengua castellana, bajo la dirección de cualquiera de nuestros literatos, y se introducen en las escenas de la calle de la Cruz o del Príncipe para edificación de nuestro pueblo y encanto de nuestra sociedad. Federico Lemaitre es en París el actor tipo de aquellos dramas, y uno de los más favoritos, si no el primero, entre todos los que trabajan en los teatros de París.

El Vaudeville, comedia de costumbres populares que a tal punto de perfección han llevado los ingenios franceses, y a su frente la célebre empresa literario-mercantil conocida por la razón de Scribe y Compañía, que lleva ya más de cuatrocientos dados a la escena, se reparten los teatros del Gimnasio, el Faudeville, las Variedades y el Palacio real, y en todos ellos es mucho lo que hay que admirar en el conjunto del desempeño por parte de los actores: Boufé, Lepeintre y la señora Brohan en el Gimnasio, se distinguen por la delicadeza y franca naturalidad de su expresión: Odri y Vernet son los héroes de la farsa y del bajo cómico en el teatro de las Variedades: Arnal es el tipo del Vaudeville; y la Dejacet la heroína de las picantes intrigas del Palacio real.

En cuanto al género de estas composiciones, nada diremos por ser harto conocidas de nuestro público, y únicamente halla de extraño en ellas el extranjero la indiscreta mezcla de diálogos hablados y coplillas cantadas, lo cual, además de absurdo, es ridículo en boca de actores nada propios para el canto.

Además de estos teatros hay otros muchos subalternos sin género propio, y viviendo por lo regular de las piezas rehusadas por los demás: tales son los del Panteón y Luxemburgo, las Locuras-dramáticas, y el Café espectáculo, y otros. -Hay también dos teatros infantiles, el de Mr. Comte y el Pequeño Gimnasio, en donde son niños los actores que demuestran lo que arriba dijimos, a saber: que todo francés nace cómico, y que allí es naturaleza lo que en otras partes producto del arte. Por último, son varios los teatrillos de figuras y sombras, entre los cuales los más notables son los de madama Saqui y el de Serafín.

Pero otro espectáculo existe en París que rivaliza en ostentación con los primeros de la capital, y excede casi a todos en popularidad; y este espectáculo es el Circo Olímpico, sobre cuya portada se lee el pomposo rótulo de Teatro Nacional. Dedicado, en efecto, a presentar al pueblo escenas de magnífico aparato teatral y ecuestre, tomadas las más veces de su propia historia contemporánea, y sobre todo de la más popular, que es la del emperador Napoleón; reuniendo a sus grandiosas proporciones la pompa de su decoración, el numeroso cortejo y habilidad en hombres y caballos; y auxiliado por autores especiales que conocen el lenguaje y las inclinaciones del pueblo, y saben halagarlas, no es nada extraña la importancia que disfruta aquel espectáculo, y que hasta pretenda rivalizar con el gran teatro de la calle Lepelletier. -Con efecto, a los coros y danzas de la Ópera, opone el Circo sus batallas formales, sus ejércitos numerosos, sus asaltos de fortalezas, sus ciudades incendiadas, sus jinetes, caballos y cañones; el aparato de Roberto el Diablo y de los Hugonotes en la ópera, tiene que ceder ante el que desplega el Circo en las mil escenas de El Hombre del siglo, o El último voto del Emperador; y añádase a esto que allí la historia es cierta, los actores ciertos también. El Circo no es propiamente un teatro; es un campo de batalla: allí no se representa la comedia, allí se repite la historia: el actor que representa a Napoleón es el objeto del entusiasmo de toda la compañía: la guardia imperial es un ascenso en ella, y las filas de los austriacos, ingleses o rusos un castigo: no hay que animar allí a los actores para correr al combate; por el contrario, hay que detenerlos para que no se maten de veras; escogidos casi todos ellos entre las filas de los veteranos del ejército, se entusiasman con sus recuerdos. Cuando suena el cañón, cuando huelen la pólvora, cuando ven delante de sí uniformes blancos o colorados y un público que aplaude y les excita con los gritos de «¡viva la Francia, viva el Emperador!» entonces no son ya actores, son verdaderos soldados, y el drama se ha convertido en historia. -En este último invierno ha ocupado al Circo la representación exacta y gigantesca de la traslación de las cenizas de Napoleón desde la isla de Santa Elena a los Inválidos de París, y era ciertamente original, además de lo grandioso del espectáculo, el ver figurar y hablar en él a varios de los personajes de la comisión de Santa Elena; de suerte que hubo noches que había un general Bertrand entre los actores, y otro entre los espectadores; un Gourgaud en un palco, y otro en la escena; un Lascasas hablando, y otro oyéndose hablar; y si no sacaron a la escena al mismo hijo del rey de los franceses, príncipe de Joinville, fue porque no asistió a la exhumación.

Otros muchos espectáculos reparten entre sí el resto de la concurrencia, especialmente en invierno, en que todos son pocos para el crecido número de aficionados. -Entre ellos sobresalen los conciertos públicos del Conservatorio, y del salón del pianista Hertz, local suntuosísimo y elegante, capaz de ochocientas a mil personas de entrada, en donde se encuentra alternativamente a todas las notabilidades filarmónicas de París, y pudiera decir de Europa, pues de todas partes van allá a recibir lo que pudiéramos llamar la consagración artística. En este invierno se ha oído allí con entusiasmo, además de todos los cantantes de los teatros de la capital, a la señora Paulina García, hermana de la célebre Madama Malibran, y también han lucido sus talentos la señora Grisi más joven, la Marieta Albini, tan célebre otro tiempo en Madrid, el señor Puig tan justamente apreciado en nuestros salones particulares, el famoso pianista Listh, los violinistas célebres Vieuxtemps y Hauman, el arpista Labarre, y otros nombres igualmente distinguidos en las artes. -Hay además para recurso de los desocupados, y grato entretenimiento de las primeras horas de la noche, dos conciertos instrumentales, públicos y diarios, en los extensos salones de las calles de Vivienne y de San Honorato, donde por un franco de entrada, se encuentra un bellísimo local, una concurrencia constante y generalmente fina, y una orquesta numerosa que ejecuta con primor las bellas composiciones de Straus, Bettoven, Musard, Valentino, Jullien, Fessi, y demás autores de moda.

Si a todos estos espectáculos añadimos la multitud de bailes públicos, serios y burlescos, enmascarados y sin disfraz, campestres y villanos, en mil establecimientos intra y extramuros, decorados con los nombres exóticos y pomposos de Tivoli, Frascati, Vauxall, Ranelahg, La Chaumiere, L'Ille d'Amour, Idalia, el Prado, y el Retiro; las varias exposiciones ópticas, como el diorama del Incendio de Moskou, el navalorama de las campañas marítimas, el cosmorama, georama, etc.; los experimentos de física, microscopios solares, linternas mágicas, electricidad y magnetismo, somnambulismo y adivinación; los ventrílocuos y prestidigitadores, los indios juglares, e indianas bayaderas, los volatines intrépidos, y autómatas cubileteros; los monstruos humanos, las figuras de cera, perros sapientes, pájaros obreros, pulgas maravillosas, serpientes danzarinas, y tigres domésticos; los juegos de bochas, las riñas de gallos, los combates de fieras, y carreras de caballos; y otros mil ingeniosos espectáculos que a cada hora, a cada paso se reproducen sin cesar; habrá de convenirse en que aquel pueblo es un verdadero laberinto de la imaginación, un embrollo de los sentidos.




ArribaAbajo- XI -

París


En los anteriores artículos he seguido, aunque ligeramente, al extranjero en sus excursiones parisienses, e indicádole aquellos objetos que naturalmente deben fijar su atención y su estudio. Procuraré en el presente (último de los seis que dedico a describir aquella capital) acompañarle en el sistema de su vida privada, presentando la relación del individuo con el caos de confusión que ofrece tan inmenso pueblo, y algunas observaciones sobre el modo de vivir de sus habitantes.

Todas las comodidades que exige el bienestar material le son ofrecidas, como ya queda demostrado, al forastero que llegando a París con buena voluntad y recursos pecuniarios, quiera aprovechar su tiempo, y tomar parte en el sin número de goces con que le brinda el interés ajeno. Tiene para su mansión centenares, miles de casas públicas, donde es recibido con decoro y aun magnificencia, según sus facultades, pudiendo situarse convenientemente y en los mejores barrios de la capital, mediante una justa retribución, desde la modesta suma de un franco diario, hasta la de veinte o veinte y cinco y más. -Suponiendo que el forastero no sea un pobre estudiante de los que escogen la primera de aquellas moradas, en las calles de Santiago o de la Harpe, ni tampoco un lord ingles o un grande de España de los que asisten frecuentemente en el Hotel Meurice, o en el de Castilla, puede asegurarse que por sesenta a ochenta francos al mes hallará una cómoda y linda habitación en cualquiera de los Hotels de las calles de Richellieu, San Honorato, el Boulevard, etc., y en él se verá asistido con todo el esmero que puede desear. -Lo regular es que el forastero pague aparte en el mismo hotel su desayuno, y que salga a comer en cualquiera de los numerosos Restauradores (fondas), que existen en todas las calles de París. -Estos restauradores, llamados así por la singular ocurrencia del primero de ellos que puso por enseña el texto sagrado Venite ad me omnes qui stomaco laboratis, et ego restaurabo vos, son una de las especialidades de París, por su magnífica decoración, su elegante servicio, y lo exquisito de su mesa; y a ellos acude constantemente, no sólo la inmensa falange de forasteros, sino también gran parte de la población parisién, en especial los celibatos y gente joven; siendo por manera interesante el espectáculo que presentan desde las cinco a las siete de la tarde, en que se verifica la comida; iluminados lujosamente, llenas todas sus mesas de concurrentes, agitados por las idas y venidas de multitud de criados apuestos y serviciales, y regentados por elegantes damas que los presiden desde un rico bufete. -Es preciso convenir también en que si hay pueblos privilegiados por su situación local, en los cuales pueden gustarse los manjares más exquisitos que ofrece la naturaleza, ninguno, sin embargo, puede competir con París en el arte singular con que allí se sabe prepararlos, de suerte que es preciso un mal estado de salud, o una costumbre inveterada de sobriedad para no pecar de gastronomía en los seductores salones de Veri, y de Vefour, de los Hermanos Provenzales o del Rocher de Cancale. -Asombra verdaderamente la contemplación de sus libros, que no listas, de artículos de consumo; confunde y embrolla la nomenclatura fantástica de sus salsas; y seduce naturalmente y satisface el aseo y limpieza de su servicio, el ingenio y la novedad de su condimento. Supongo igualmente que el forastero tampoco querrá frecuentar todos los días aquellos privilegiados templos de la gula, ni gastar en ellos quince o veinte francos para su ordinaria refacción; pero tiene en su mano el ir descendiendo a otros establecimientos más modestos, hasta los numerosos del Palacio Real, en donde por dos francos se le sirve una sopa, tres o cuatro platos de guisos o asados, y un postre, con el pan y vino correspondiente, y todo bien condimentado, aunque no de tan claro origen ni bien demostrada alcurnia. -El término medio son los restauradores del Boulevart, donde, pidiendo los platos por lista, y reuniéndose dos amigos, pueden hacer una excelente comida por cuatro a cinco francos cada uno.

Para abrir el apetito o para procurar una buena digestión hay también hermosos paseos en los llamados Campos Elíseos, de una prodigiosa extensión, y en los bellísimos jardines de las Tullerías y del Luxemburgo, en todos los cuales, y según las respectivas estaciones y horas, asiste una crecida concurrencia, ora de niños juguetones y de descuidadas niñeras, ora de forasteros y desocupados, ora en fin de una parte de la brillante sociedad parisiense. -El paseo, sin embargo, en aquella capital no es una necesidad diaria y obligada como en la nuestra, por varias razones que se deducen del clima, del distinto repartimiento de las horas del día, de las distancias, y de la mayor ocupación; así que, solamente en días muy claros y despejados de primavera y otoño, puede caracterizarse de paseo elegante el jardín de las Tullerías o los Campos Elíseos, pero nunca (proporción guardada) presentan el conjunto halagüeño y aun magnífico que el Prado de Madrid en una hermosa mañana de invierno con su elegante concurrencia y la mezcla lujosa de las modas nacionales y las extranjeras; porque es de advertir también que París, el gran taller de la moda, es uno de los pueblos en donde se viste con más descuido y afectada sencillez, especialmente en público, dejando la brillantez del lujo y los caprichos de la moda para la sociedad privada, o cuando más para el balcón de la ópera.

Tiene, en fin, el forastero siempre dispuestos a servirle de brújula en tan inciertos mares, domésticos inteligentes, que, mediante su convenida retribución, le iniciarán prácticamente en todas las revueltas de la ciudad, le mostrarán sus tesoros, y le servirán en los primeros días de hilo conductor en tan intrincado laberinto. -Tiene facultad por una corta suma de tomar un aire más o menos importante, valiéndose desde el modesto cabriolé de place, a razón de seis reales por hora, hasta el elegante landaw de cifras y armaduras anónimas. -Tiene sastres afamados que en el corto término de veinte y cuatro horas rehabilitarán su persona con todo el rigor de la moda, tiene perfumistas y peluqueros que harán por borrar de su semblante las huellas del tiempo o del estudio; tiene empíricos que le ofrecerán elixires de larga vida, y curarle de sus enfermedades por ensalmo; tiene camaradas que encontrarán su talento a cambio de un billete de la ópera, o de un almuerzo en el café de París; tiene mujeres que le entregarán su corazón y dependencias por un tanto al mes.

En medio de todo este aparato de compañía, y rodeado de toda esta nube de obsequios, el extranjero acaba por echar de ver que está solo en medio de un millón de personas; acaba por entregarse al fastidio en medio de la más agitada existencia -¿Qué es lo que le falta? (se dirá). -¡Qué! ¿no lo han adivinado mis lectores? le falta la sociedad íntima y privada, aquélla que produce las verdaderas relaciones del corazón, aquélla que causa los más dulces y tranquilos goces del alma. Esta sociedad, esta grata concordancia, no vaya el extranjero a buscarla en un pueblo extraño, inmenso, agitado y egoísta; y en el momento en que, saciado de su bullicioso espectáculo, se le revele aquel vacío, vacío para llenar el cual son insuficientes todos los halagos brillantes de los sentidos, abandone inmediatamente aquella fantástica escena, y sálgase del torbellino en cuyo centro permanece ya inmóvil y yerta su imaginación. Porque en aquella indiferente sociedad, de cuyo conjunto no forma parte, hallará, sí, aduladores de su fortuna, cómplices en sus devaneos; pero no amigos desinteresados y firmes, ni compañeros en su adversidad; porque tendrá, sí, abiertas a su persona, o más bien a su bolsillo, todas las puertas de los espectáculos, todas las casas en que se reúna una interesada sociedad; pero le serán cerradas las de la vida privada, el interior de la familia, que en vano pretenderá conocer; porque acaso recibirá de vez en cuando una elegante invitación a un festín, o a una soirée de su banquero de la Chauseé d'Antin, o de sus relaciones del cuartel de San Germán; pero pasarían muchos años antes que una familia respetable le reciba en el reducido círculo de su gabinete, donde pueda aprender los verdaderos caracteres y costumbres de la vida privada. La desconfianza natural en pueblo tan heterogéneo; el egoísmo que inspiran el cálculo y el interés; la agitación continua, hacen que el habitante de París sea, en efecto, el único misterio inaccesible al extranjero, la única cosa que se escapa a su investigación. Aun sus propios convecinos no son los mejores jueces en la materia, porque ellos mismos no se estudian ni frecuentan entre sí, y a no ser una parte de la sociedad que como más disipada se ostenta diariamente con su pomposo aparato de pasiones exageradas (que es la sociedad casi incomprensible que nos retratan los Balzac, Soulié y Sand, en sus ingeniosas novelas) las demás afecciones privadas permanecen modestamente ocultas tras de la brillante escena del gran mundo. -Sin embargo, de algunos datos o indicaciones que se escapan al través de tan espesa nube, viene a deducir el extranjero, que el interés egoísta es la base principal del carácter de aquel pueblo, y que sacrificando a él alternativamente ya los sentimientos más sublimes, ya las inclinaciones más rastreras, se abrazan con el trabajo, y ahogan el vuelo de la fantasía y los tiernos impulsos del corazón. La familia allí bajo este aspecto es más bien una asociación mercantil que una agrupación natural. El marido y la mujer son trabajadores y consecuentes, más por cálculo que por virtud; su amor amistoso está fundado en el mutuo interés de la sociedad; y los hijos, mirados como réditos de aquel capital, son entregados a ganancias en manos de sus preceptores para enseñarles una profesión u oficio, para adquirir conocimientos que hagan más crecido su valor. Todo lo que a esto no conduzca lo miran como inoportuno y hasta incómodo, y por eso rehuyen la sociedad frecuente y exterior, y por eso ponen delante del dintel de su puerta el misterioso emblema de la etiqueta que parece decir al indiscreto «No has de pasar de aquí»; y por eso acaba el extranjero por aburrirse en un pueblo donde nada puede ver sin pagar su billete, en un teatro donde no puede nunca llegar a ser actor.

¡Qué diferencia de nuestra sociedad castellana, donde la franqueza natural, la amabilidad y el desprendimiento abren de par en par las puertas al recién venido, y a dos por tres le brindan aquella expresiva fórmula de «esta casa está a la disposición de usted»! Aquí los dones privados del ingenio son prodigados con amabilidad y sin interés alguno; aquí, sin hipocresía, sin reserva, se ponen de manifiesto los más oscuros senos del corazón; aquí nadie calcula el timbre ni la riqueza del presentado para medir sus palabras, ni profundizar sus cortesías; aquí las prendas naturales, el talento, la belleza, o una galán cortesanía, bastan para hallar en los labios una grata sonrisa, un lugar privilegiado en el alma. Aquí los talentos de sociedad se brindan gratuitamente en reuniones amistosas, no en círculos pagados y públicos; aquí los artistas, los poetas, hacen sonar los ecos de su voz, y de su lira, para recreo de sus amigos, no por una mezquina especulación; aquí cuando llega un extranjero, sea diplomático altisonante, amigo o enemigo de nuestro país, sea pedante literato, despreciador injusto de nuestras costumbres, sea especulador industrial que venga con deseo de abusar de nuestra buena fe, se le recibe y obsequia a porfía en nuestros liceos y sociedades privadas; se le hace un lugar (¡acaso demasiado!) en nuestras almas; se le adula imprudentemente, y se le confían los datos para que luego sirva contra nuestra política, revele y exagere nuestros defectos, engañe y comprometa nuestro interés.

Sirva de aviso a nuestros compatriotas, que en vano pretenden encontrar nada de esto en los pueblos extranjeros, y singularmente en París: que aun el agradecimiento no tiene lugar en quien cree que el agasajo nuestro es un tributo debido a su superioridad y en quien suele pagar nuestra amistad con una afectada cortesía la más pequeña prueba de amor con infamante vanagloria. -Sepan nuestros literatos (que tan ávidos son de traducir las más mezquinas producciones de los ingenios de allende Pirineos) que las suyas son allí completamente ignoradas, y sus nombres mirados con el más injusto desdén: sepan nuestros políticos, que tanto se afanan en remedar a los modelos extranjeros, que sus ridículos esfuerzos son mirados con sonrisa en los altos círculos del cuartel de San Germán o de la plaza de San Jorge: sepan nuestras jóvenes, que su amor o su amistad, si indiscretamente los brindasen, pueden servir de pretexto a novelas y dramas ridículos, en donde se convierten en caricatura los más nobles sentimientos; y sepa en fin el viajero, que al llegar a aquella capital no puede contar seguramente con amistades sólidas, y que a su salida no dejará tampoco relaciones de corazón.

Por fortuna existen en ella siempre compatriotas de todo viajero, en cuya compañía se hace casi indiferente la dificultad del trato indígena, y ésta es una razón más para que el extranjero pueda pasar en París una temporada agradable, por ejemplo, de un año, pues prescindiendo de las satisfacciones privadas, la vida pública le ofrece bastantes para no echar de menos aquéllas.

El día primero del año abre magníficamente aquel animado espectáculo, con el singular que ofrece el movimiento de la población, que en aquel día celebra con suntuosas visitas y regalos amistosos y de familia los estrenos de año nuevo; y es imponderable el soberbio aparato, que en muebles y alhajas de valor, dulces y chucherías desplegan todas las tiendas y almacenes, y el considerable número de millones de francos puestos en circulación para satisfacer esta costumbre, explotada, como todas, por el interés y el cálculo parisién. -Viene luego el carnaval con su estrepitoso aparato de orquestas y danzas: todos los salones de las altas aristocracias nobiliaria y mercantil, empezando por los regios de las Tullerías, a concluir en los de los especuladores afortunados de la bolsa, desplegan en esta temporada su respectiva magnificencia, en bailes serios, o disfrazados (sin careta), y en magníficos conciertos y soirées, entre las cuales las más de buen tono son las del cuartel de San Germán. -El pueblo en general tiene también abiertas y brindándole las puertas de todos los teatros y otros establecimientos públicos, desde el magnífico salón de la ópera, hasta la hedionda escena de la Courtille, donde puede entregarse libremente a aquella alegría frenética, a aquel vértigo febril que agita en semejante caso a aquella entusiasta población. -La máscara francesa no conserva nada del carácter galante de la italiana y española, y más bien es un salvo-conducto de demasías, un obsceno emblema de impudor. ¡Lástima causa que salones tan magníficos y bellos como los de la Academia Real de Música, los del Renacimiento, y la Ópera Cómica, sirvan de escena a aquellas turbulentas y asquerosas bacanales en que cinco o seis mil personas fuera de sí parecen dominadas por un espíritu infernal! -Excusado es decir que la sociedad escogida no asiste a semejantes reuniones, y sólo como mera espectadora y en una interminable fila de coches se presenta el martes de carnaval lo largo de los Boulevares, para ver la grotesca procesión del Buey gordo, enorme animal que, revestido de guirnaldas, emblemas y colorines, es paseado pomposamente con una lucida comitiva de sátiros, salvajes, turcos, beduinos, y ninfas de lavadero.

Los teatros y diversiones públicas siguen sin intermisión durante la cuaresma, y el viernes santo por la tarde se tiene en dirección del bosque de Boloña, el gran paseo conocido por Longehamps, del nombre de una antigua abadía que no existe, y a que acostumbraba en otro tiempo acudir la población parisién; el cual paseo, por la multitud y belleza de los carruajes, caballos, trajes y modas que en él se desplegaban, vino a ser el día que formaba época de la moda anual. Hoy ha decaído mucho de esta importancia, y los forasteros que van solícitos a presenciar aquel espectáculo, suelen ser sin advertirlo los únicos actores de él.

La primavera en París viene a ser una pura metáfora, pues en realidad puede decirse que allí no se conoce más que un prolongado y rigoroso invierno que dura desde noviembre hasta mayo inclusive. Durante él las lluvias, las nieves, los fríos excesivos, alternan sin cesar con una espesa niebla que embarga casi de continuo el sol, y penetrando su humedad en los cuerpos, produce un mal estar indefinible, un tedio singular; y a veces impregnada en pestilentes miasmas causa irritaciones de nervios, ardor en los ojos y en la garganta, y jaquecas agudas. No hablemos de los demás inconvenientes producidos por la humedad constante del piso, ni del espectáculo inmundo que ofrecen las calles en meses enteros de lluvias y nieves, ni de un frío, en fin, hasta de quince grados por bajo de cero que permite a los aficionados pasear tranquilamente sobre el Sena. -Sin embargo, algunos días de marzo y de abril suele acertar el sol a dominar la espesa bruma que le envuelve, y en ellos es por manera agradable el paseo de dos a cuatro de la tarde por el animado boulevard de los Italianos, o por las hermosas losas de la calle de la Paz, sitio privilegiado de la más brillante concurrencia. -El 10 de mayo, como día de la festividad del rey, hay (además de la gran recepción y peroratas del palacio) muchas fiestas públicas, fuegos artificiales, cucañas, carreras en barcas, iluminaciones, etc., las cuales fiestas se reproducen oficialmente en los días 29, 30 y 31 de julio, aniversarios de la revolución de 1830; y en ambas ocasiones el pueblo de París acude sin tomar parte y como simple espectador. Porque aquel pueblo no tiene como todos los demás su fiesta propia o patronal, y aun las religiosas le son indiferentes; de suerte que los días de la Semana Santa, del Corpus, Pascuas y demás, y hasta el de Santa Genoveva, venerada antiguamente como patrona de París, pasan en él desapercibidos, y sólo los días de fiesta nacional como los arriba citados son los que le reúnen en común solaz. -La exposición anual de pinturas en el Louvre, y la de la industria, cada cuatro años, son espectáculos también que animan la primavera en aquella ciudad.

Llegados los ardores de Junio, toda la sociedad que se respeta huye lejos de los muros de la capital, y van a guarecerse cuál a su lejano castillo de la Bretaña, cuál a su magnífica quinta de la Turena, éste a los elegantes baños de Spa o de Wisbaden, aquel a su modesta posesión de Montmorenci o de Passy. Y los que obligados por sus ocupaciones tienen que estar condenados a permanecer en la capital, aprovechan la ocasión de los domingos para lanzarse fuera de barreras en omnibus, fiacres, coucous, diligencias y vhagones; en barcos por el río, o arrastrados por el vapor en los caminos de hierro; corriendo a saborear las delicias del campo, aunque no sea más que a una GUINGUETA (especie de establecimientos campestres como la Minerva de nuestro Chamberí), a un tiro de bala de la capital. Otros mejor aconsejados desembarcan a millares en las animadas fiestas patronales de los pueblos del contorno, visitan sus bosques y deliciosas florestas, consumen alegremente sus provisiones sobre la verde alfombra o bajo un pintoresco templete dedicado Al amor puro y fiel por el dueño de una fonda o el director de una sala de bailes, donde se pagan dos reales de entrada y las señoras gratis. O bien, aprovechando la feliz aplicación de los caminos de hierro, se trasladan en pocos minutos a la magnífica terraza de San Germán, o a la animada feria y bellos parques de San Clond; o visitan la admirable fábrica y museo de porcelana de Sevres; o el soberbio pensil y deliciosos bosques de Versalles. Este último sitio en particular es objeto de especial peregrinación, y la doble fila de carriles de hierro establecidos últimamente a una y otra orilla del Sena, permite tal frecuencia de comunicación con la capital, que en cualquiera de los domingos del verano en que corren las fuentes del parque, o se permite al público la entrada del palacio, puede calcularse en treinta mil y más personas las que en numerosos convoyes de quinientas o seiscientas cada uno, se trasladan durante el día a aquella ciudad. -No es sólo el famoso palacio y los ricos e inmensos bosques y jardines de Luis XIV lo que tiene que admirarse en ella; es también el grandioso monumento levantado por Luis Felipe a la gloria nacional en el Museo histórico que ha mandado reunir en su rico palacio; interminable galería en que se ven reproducidos en el lienzo y en la piedra todos los hechos memorables de la historia francesa desde la antigua monarquía de Clovis hasta la actual de 1830; todos los retratos de personajes notables, monumentos artísticos, y un sin número de otros objetos análogos que exigen muchas visitas a aquella encantadora mansión.

El espectáculo de las ferias de San Clond y San Germán es otro de los más animados y pintorescos que verse puedan; pues en él vienen a reunirse lo hermoso el sitio de la escena, extensos bosques y bellísimos jardines; numerosa concurrencia de la capital y sus cercanías, e infinito número de tiendas provisionales improvisadas a lo largo de los paseos; con los innumerables y variados episodios que producen multitud de salones públicos de bailes, teatrillos de tablas, exposiciones de monstruos, juegos de manos, y experimentos de física recreativa. Es preciso asistir a semejantes farsas para conocer hasta donde alcanza el deseo de la ganancia en aquellos industriales, para conocer y admirar los ingeniosos medios de charlatanería que desplegan los saltimbanquis. Este tipo, otro de los que abundan en la baja sociedad francesa, y que es absolutamente desconocido en nuestra España, es uno de los más cómicos y grotescos que pudiera inventar la imaginación más risueña; y no se sabe qué admirar más, si su estrambótica figura y fantásticos arreos, la osada petulancia de sus relaciones y pomposas ofertas, o la ciega confianza del vulgo que los cree, como suele decirse, a pies juntos, cuando le brindan con arrancarle las muelas sin dolor, cuando le ofrecen elixir para vencer los rigores de su querida u obligar a la fidelidad a sus maridos; cuando le escamotan las monedas en rápidos juegos de manos, cuando improvisan escenas altisonantes y trágicas, o recitan poemas burlescos y cuentos de fantasía; todo a la luz de numerosas teas, subidos en carros o tablados enormes, interrumpidas sus voces por el redoble del tambor o el ruido de los petardos. La musa cómica moderna ha presentado este tipo en una pieza titulada Los Saltimbanquis, en la cual, bajo la figura popular del héroe Bilboquet, se ha hecho célebre el distinguido actor Odri, el rey de la farsa; y los graciosos dichos, máximas y epigramas, que esmaltan el diálogo en aquella comedia, han llegado a ser otros tantos refranes característicos y aplicables a todos los farsantes políticos y literarios, que tanto abundan en las sociedades modernas, y singularmente en la francesa.

Llegado el mes de octubre, y muy avanzado ya el otoño, van regresando a París las elegantes familias que ocupaban los castillos y casas de campo, los intrépidos touristas que habían salido a recorrer las orillas del Rhin, o las montañas del Pirineo, y toda la cohorte de deidades teatrales que fueron a lucir sus voces, gestos y gambadas en las orillas nebulosas del Támesis o en las heladas márgenes del Newa. -Todos los teatros de París vuelven a recobrar su actividad, y los ingenios se apresuran a ofrecer a sus apasionados los frutos de sus meditaciones, nacidos en un bosque de la Bretaña, o en una cabaña de la Suiza. Vuelve a surcar las calles la inmensa multitud de elegantes carruajes, y la actividad del comercio y de la industria llega por aquel tiempo a su apogeo. -Las carreras de caballos en el Campo de Marte, los elegantes paseos de los leones3 al bosque de Boloña, y el estreno de las piezas nuevas, y de los nuevos actores, son los más favoritos espectáculos del otoño, que por otro lado suele presentar días hermosísimos y templados, hasta que ya bien entrado noviembre empieza la estación de las lluvias, de los fríos, de las nieblas, que aconsejo a mis paisanos no aguardar en París.

En el invierno pasado concluyó dignamente el año con el magnífico espectáculo que ofreció la llegada y marcha triunfal de las cenizas de Napoleón a los Inválidos, cuyo pomposo y poético aparato (que dejó atrás a los que nos cuentan las historias de los triunfos en la antigua Roma) me sería muy grato recordar y trasladar aquí si no hubiera sido ya tantas veces hecha esta descripción, y si no temiera quedar en ella muy distante de la verdad. Contentareme pues con el mudo recuerdo, y la satisfacción que me produce el haber asistido el 15 de diciembre de 1840 al más grandioso espectáculo de este género que acaso haya ofrecido u ofrezca en adelante el siglo actual. Y termino aquí esta reseña de la capital francesa, en la que acaso habré abusado de la paciencia del lector.




ArribaAbajo- XII -

Bruselas


Cuando, abandonando el ruidoso teatro parisiense, y después de atravesar en el breve término de treinta horas el espacio de 60 leguas españolas (76 francesas), que separa la capital de Francia de la del nuevo reino de Bélgica, se encuentra el extranjero en ésta, sin que hasta llegar a ella se haya apenas apercibido de notable mudanza ni en el clima, ni en las costumbres, ni en el aspecto físico del país que ha recorrido; cuando se encuentra en una ciudad, cuya forma material se acerca todo lo posible a reproducir proporcionalmente la distribución, orden y aspecto de París; cuando vea en ella un río Senna, cuyo nombre en la pronunciación se equivoca con el que atraviesa la capital francesa; cuando se halle con sus boulevares y barreras, sus edificios públicos, remedos de los greco-franceses, sus recuerdos patrióticos de 1830, sus mártires de setiembre, como en París los mártires de julio, sus dos cuerpos colegisladores, y su rey ciudadano; cuando escuche en boca de todo el mundo la lengua francesa, como idioma nacional; cuando halle adoptadas su literatura, sus modas y sus costumbres; apenas puede llegar a figurarse que ha variado de país, y como que contempla con cierta sonrisa desdeñosa aquel plagio social, aquella contrefaçon política que se llama la capital del pueblo belga. -Sin embargo, si el extranjero se detiene en ella algún tiempo, no deja todavía de descubrir al través de tantos remedos, un carácter propio, graves accidentes indígenas, que acabarán por hacerle creer en la nacionalidad de aquel pueblo, y hallar la línea divisoria que le separa del francés.

Hasta su emancipación en 1830, puede decirse que los belgas nunca habían formado una nación independiente, pues por su situación, su escaso territorio, y su pacífico carácter, fueron siempre embebidos en la historia y vicisitudes de otras naciones poderosas, como la Alemania, la España, la Francia y la Holanda, las cuales, dominando alternativamente aquel territorio, ya por los derechos de las dinastías, ya por la fuerza de las armas, dividiendo y subdividiendo de mil maneras los ducados de Brabante, de Limburgo y de Luxemburgo; los condados de Flandes, de Hainaut y de Namur; el principado de Lieja; el marquesado de Amberes, y la Señoría de Malinas, de que se compone el actual reino de Bélgica, establecieron en aquellos países costumbres, legislaciones y hasta idiomas diferentes. -El matrimonio de María, hija del último duque de Borgoña Carlos el Temerario, con el archiduque Maximiliano de Austria, hizo pasar a esta casa el dominio de las provincias belgas, y la abdicación que Carlos V hizo de sus estados en la persona de su hijo Felipe II, las incorporó a la corona de España. Perdidas luego para ésta y después de desastrosas guerras, vuelven a incorporarse a la casa de Austria, y reunidas posteriormente a la república francesa, y por último a la corona de Holanda, no han recobrado su independencia hasta que, por la revolución de setiembre de 1830, y después de la larga conferencia de Londres, quedó en fin reconocida, sancionados los límites del nuevo reino, y aclamado por su monarca el príncipe LEOPOLDO de Sajonia Cobourgo, el 4 de junio de 1851, desde cuya época las gobierna bajo el juramento que prestó a la constitución belga promulgada el 7 de febrero del mismo año.

La Bélgica actual se compone, pues, de las nueve provincias de Amberes, Brabante, Flandes occidental, Flandes oriental, Hainaut, Lieja, Limburgo, Luxemburgo, y Namur, y tiene por límites al Norte la Holanda, al Este la Prusia, al Sur la Francia, y al Oeste el mar del Norte, en una extensión varia de cincuenta leguas en su mayor largo de N. O. o S. O., por treinta y cinco de ancho de N. a S., poblada por unos cuatro millones de habitantes.

Colocado, pues, este reino en una posición tan ventajosa; enclavado, por decirlo así, entre los cuatro países que marchan a la cabeza de la civilización, la Francia, la Inglaterra, la Prusia y la Holanda; pudiendo por su limitada extensión y por el admirable sistema de sus caminos de hierro comunicarse en breves horas con todos aquéllos; regido por un gobierno justo, liberal y tolerante, que sabe aprovechar el bondadoso carácter de los naturales, en quienes predomina el amor al trabajo y una inclinación particular hacia la agricultura y la industria; sin enemigos exteriores; sin grandes movimientos internos; tranquila, en fin, y respetada su independencia por los demás pueblos, no es extraño que en tan breves años como cuenta de existencia política haya podido la Bélgica alcanzar ese grado de prosperidad envidiable en que hoy la vemos, y que atrae a su afortunado recinto infinita multitud de viajeros de todos los países, deseosos de conocer y admirar la encantadora riqueza de sus campiñas, y su esmerado cultivo, la actividad de su industria y la riqueza de su comercio, la pintoresca belleza de sus ciudades, la respetable antigüedad de sus monumentos, la justa reputación de su escuela de pintura, el apacible carácter de sus naturales, la comodidad y tranquilidad de su existencia, y los medios admirables de rápida comunicación que hacen hoy de este pequeño país el centro convergente de todos los más civilizados de Europa.

La capital de tan afortunado reino, revela naturalmente su importancia, y por la inmensa afluencia de forasteros que en ella vienen a reunirse diariamente, por la magnificencia de sus establecimientos públicos, por la riqueza y elegancia de sus moradores, ocupa un lugar muy superior al que naturalmente parece reclamar una población de cien mil almas, una nueva capital de un reino nuevo y pequeño.

Desplégase Bruselas en forma de anfiteatro sobre el pendiente de una colina, extendiéndose luego por una rica llanura regada por el río Senna; y puede dividirse en dos partes muy diversas entre sí, por su fecha y por el aspecto material de sus construcciones. La ciudad baja o antigua, cuya fundación data por lo menos del siglo VI, tiene todos los defectos de las antiguas poblaciones, con sus calles estrechas, tortuosas y sombrías, sus casas deformes, caprichosas y estrambóticas, y hasta su tradicional descuido en la limpieza y falta de comodidad para los transeúntes. Desgraciadamente la población mercantil y más vital de la ciudad se encierra en estos barrios, y es por manera incómodo al forastero el tránsito por aquellos callejones y encrucijadas, por lo que en los primeros días de su permanencia en ella no dejará de dar al diablo su piso desigual y mal empedrado, las estrechísimas aceras, interrumpidas brusca y frecuentemente por trampas abiertas para dar bajada a los sótanos de las tiendas; los puestos de legumbres, de volatería, pescados, etc. improvisados a las mejores horas del día en calles y placetas; el aspecto ignoble y heterogéneo de las fachadas de las casas; los canales de desagüe, los mezquinos rótulos de las calles, y hasta los títulos indecorosos de ellas, escritos en flamenco y en francés, tales v. g. Mercado de tripas, calles del Albañal (l'Egout), de los Ropavejeros (fripiers), de los Ratones, de los Mosquitos, de la Putería, y otros por este estilo.

Formando un singular contraste con aquella parte antigua, se desplega en lo alto de la Montaña de la Corte la ciudad moderna, que puede sin disputa compararse a los más hermosos barrios de París y de Londres, por sus magníficas y extensas calles, tiradas a cordel, sus soberbios edificios públicos y particulares, la elegancia y suntuosidad de sus moradores. Desde que saliendo de la animada, tortuosa y costanera calle de la Magdalena, que limita la ciudad baja y mercantil, descubre el forastero la Plaza Real, el cuadro varía repentinamente, y se cree trasportado a otra ciudad diversa, admirando la simetría y magnificencia de la iglesia, palacios y hermosos hotels que decoran esta plaza. Da luego vista al Parque (hermoso jardín público, muy parecido al del Luxemburgo de París), y ve desplegarse en su derredor las hermosas calles Real, de la Regencia y de Bellavista, los palacios del Rey, del Príncipe de Orange y de la Nación, donde tienen sus sesiones los cuerpos colegisladores; mira cruzar por todos lados un crecido número de brillantes carruajes (obra de las célebres fábricas de esta ciudad), y ve paseando entre los bosques del jardín o por las anchas losas de las calles una población tan elegante y fashionable, que no diría mal en el Bosque de Boloña o en las praderas de Hyde-Park. -Sin embargo, el viajero observador acaso no hallará tanto placer en tan bello espectáculo como el que le ofrecerán las calles animadas y populares de la ciudad baja, pues en estas todo es característico y propio, mientras en aquellas todo es remedo de otros pueblos, todo arreglado al nivel civilizador de la moderna sociedad.

Por no molestar demasiadamente la atención de mis lectores, limitaré la material inspección de esta ciudad a una ligera indicación de sus principales objetos de curiosidad antiguos y modernos, alguno de los cuales merecería sin embargo una descripción detallada, por su importancia histórica o monumental.

Entre los edificios religiosos, por ejemplo, merece sin disputa el primer lugar la iglesia catedral dedicada a San Miguel y Santa Gudula, monumento gótico de los siglos XIII y XIV, que por su esbelteza y hermosas proporciones ha merecido en todos tiempos los elogios de los artistas. Son, sobre todo, dignos objetos de atención en él sus dos altísimas y elegantes torres cuadradas, su magnífica cristalería, las hermosas estatuas colosales que están delante de los pilares de la nave, y representan a Jesucristo y su Santísima madre y el Apostolado; el caprichoso púlpito de mármoles y figuras de talla, que representan a Adán y Eva arrojados del Paraíso, y las tumbas de obispos y otros personajes que adornan sus capillas, siendo entre ellas muy notable la moderna del conde Federico Merode, muerto en la revolución de 1830, bella escultura de mármol del distinguido artista belga Mr. Geefs, cuyo taller he visitado, y admirado en él la rara habilidad de su cincel. -Las iglesias antiguas de la Capilla y del Sablon son, después de la catedral, las más dignas de encomio, y entre las modernas merece el más cumplido la bella rotonda de Santiago, conocida por el sobrenombre de Caudemberg, y situada en la plaza Real, por su elegante forma greco-romana, y la sencillez armónica de su distribución. -En todas estas iglesias, y las demás, se ven magníficas esculturas, bellos cuadros de las escuelas flamenca y holandesa; y (lo que es aún más de alabar) se observa el esmero, en el culto religioso, y la concurrencia del pueblo a los divinos oficios: en este punto la mayoría del pueblo belga, que profesa la religión católica, lleva mucha ventaja al pueblo francés.

La casa de Ayuntamiento (Hotel de ville) es entre los edificios civiles el que llama más la atención del extranjero, y uno de los primeros objetos que por su extendida y justa fama se apresura aquél a visitar. Está situada en uno de los frentes de la plaza mayor, y su construcción (que remonta cuando menos al siglo XV) pertenece al género llamado gótico-lombardo, con toda aquella elegancia de decoración y caprichosos adornos que le son propios, especialmente en su elevadísima torre que le comparte en dos mitades (no exactas), obra maestra de atrevimiento, elegancia y esbelteza; tiene 564 pies de altura, y está coronada por una estatua de cobre dorado que representa a San Miguel. El interior de este suntuoso edificio corresponde bien a su magnificencia exterior; sobre todo la gran sala llamada la gótica o de la abdicación, por haber sido en ella donde tuvo lugar la que el emperador Carlos V en el apogeo de su poder hizo de todas sus monarquías en favor de su hijo Felipe II, marchando desde allí a encerrarse en los austeros claustros del monasterio de San Gerónimo de Yuste; suceso memorable de la historia europea que adquiere toda su importancia a la vista del magnífico local que le presenció.

Las otras salas merecen también ser vistas, para admirar en ellas las ricas tapicerías flamencas, y los retratos en pie de los duques de Borgoña, reyes de España, y emperadores de Austria que las adornan. -La plaza misma en que está esta casa es un objeto de estudio, por la construcción de sus edificios, obra del tiempo de la dominación española, y que conservan su especial fisonomía; entre ellos descuella también el que hace frente al hotel de ville, y que sirvió de casa comunal hasta 1446: desde sus balcones fue desde donde el famoso Duque de Alba, terror de aquellos países, presenció el suplicio de los condes de Egmont y de Horn, jefes de la insurrección flamenca, hallándose toda la plaza tendida de luto, y entregada la ciudad a la mayor consternación. -Por lo demás, apenas se encuentran ya en Bruselas más vestigios de la dominación española que esta plaza y casa de ciudad; la prisión llamada todavía en español de El amigo, que está en la misma casa; el Hospicio de Pacheco; y la calle de Villahermosa. No es extraño que el tiempo, las diversas dominaciones del Austria, la Francia y la Holanda, que han sucedido a la española, y más que todo la odiosa memoria que de ésta ha quedado en aquellos países, a causa de la intolerancia y crueldad de los gobiernos de los Felipes, hayan borrado casi del todo el colorido español de aquel pueblo, del cual por otro lado nos separa naturalmente la distancia, el clima, leyes y costumbres.

No lejos de la plaza grande y en la esquina que forman las calles de la Estufa y del Roble se encuentra un objeto de la más rara curiosidad, y es el Manneken-Piss, célebre monumento que tanta importancia tiene en aquella ciudad, amiga de sus antiguallas y recuerdos históricos. Consiste en una figurita de bronce de poco más de una viva de altura, que representa un niño desnudo y en el acto de orinar. El origen de este monumento se oscurece entro los cuentos de la antigüedad, que dicen que un cierto Godofredo, de edad de siete años, e hijo de un duque de Brabante, se perdió en una procesión de jubileo, y fue después hallado en aquella postura y en aquel sitio, por lo que sus padres hicieron construir aquella fuente; y desde entonces ha sido un objeto de verdadero culto para los bruselenses, en términos que aun hoy día es reputado por el más antiguo ciudadano de Bruselas, y una especie de Paladium al cual miran unida la suerte de la ciudad; y llega a tanto esta preocupación, que le tienen destinadas rentas y un ayuda de cámara para su conservación; y que los monarcas extranjeros y el gobierno nacional le han condecorado con sus grandes cruces y héchole regalos de magníficos uniformes, con los cuales, o con la blusa nacional le visten el día de la fiesta del Kermesse, que se verifica en el segundo domingo de julio con general entusiasmo de la población. Esta afortunada estatuita ha sido robada varias veces y encontrada después, y cuando se verificó su última desaparición en 1817, toda la ciudad vistió luto, hasta que, habiéndola encontrado en manos de su raptor, fue vuelta a colocar en medio de una función magnífica y popular.

El palacio del rey y el del príncipe de Orange son sencillos edificios modernos que no merecen particular atención; exceptuándose en este último la riqueza de sus suelos, embutidos de maderas preciosas, y con un delicado trabajo superior a todo encomio; es igualmente rica la decoración de sus muebles, entre los cuales hay que admirar las soberbias mesas de lápiz lázuli regaladas por el emperador de Rusia a su yerno, y valuadas algunas de ellas en la enorme suma de seis millones de rs. Cuando aquel príncipe habitaba esta casa como gobernador que era de la Bélgica a nombre de su padre el rey de Holanda, había reunido también en ella una exquisita colección de cuadros de las mejores escuelas, la que después de su advenimiento al trono de Holanda ha hecho trasladará la Haya, y hoy sólo queda el palacio de Bruselas, la magnífica decoración de sus salones al cargo de su amable conserje mayordomo el español D. N. Cabanillas, que habiendo servido a las órdenes de aquel príncipe en la guerra de la Independencia, le siguió después, mereciendo su confianza, y hoy está encargado de hacer los honores a la multitud de extranjeros que visitan diariamente aquel elegante palacio.

El otro llamado de la Nación es un edificio moderno de fines del siglo anterior, y en él tienen sus sesiones los dos cuerpos colegisladores, y se hallan también situados los ministerios con bastante comodidad y buena distribución. -El palacio llamado de Bellas artes, cuya parte antigua sirvió de residencia a los gobernadores generales de los Países-Bajos, y entre ellos al duque de Alba, considerablemente aumentado después, ha venido a convertirse en Museo de cuadros, Biblioteca pública, gabinete de Historia natural y otro de física, objetos todos muy dignos de atención, sobre todo la Biblioteca, compuesta de 1500 volúmenes y 160 manuscritos curiosísimos, y el gabinete de Historia natural, que por su riqueza y metódica colección puede alternar con los más apreciables de Europa.

El Teatro Real situado en la plaza de la Moneda es un vasto edificio comenzado en 1817 e inaugurado dos años después: su decoración exterior es parecida a la del Odeón de París, y el interior es amplio y ricamente decorado. En él se dan funciones todos los días de la semana excepto el sábado, alternando la grande y pequeña ópera con el drama trágico y el cómico y con el baile pantomímico. Las piezas, las decoraciones y los actores son por lo regular franceses, y el resultado una bella repetición de los grandes teatros de París. -Otro pequeño teatro cuenta Bruselas en el Parque o Jardín público, y en él suele representarse el Vaudeville o piezas cómicas, con lo cual y un menguado Circo Olímpico hecho de tablas, y en el que es preciso tener el paraguas abierto cuando llueve, concluyen las diversiones públicas, bastantes a satisfacer el carácter pacífico y domestico de los bruselenses.

El Jardín botánico es uno de los objetos más bellos de aquella ciudad, y pertenece a la sociedad de horticultura, que tiene en él una elegante y riquísima estufa donde se cultiva tan prodigiosa multitud y variedad de flores de todos los climas, que prueban muy bien el decidido gusto de los belgas hacia la agricultura y jardinería, y la conciencia con que estudian aquel ramo interesante de ciencias naturales.

Muchos y buenos son los establecimientos de beneficencia e instrucción que encierra aquella ciudad, de los cuales no puedo permitirme la menor indicación por la brevedad de este artículo, y por estar ya dignamente desempeñado este punto en la excelente obra publicada hace pocos años por nuestro compatriota y mi amigo el Sr. Don Ramón de la Sagra, obra no solamente apreciada en nuestro país, sino en el mismo que describe con interesante exactitud.

Todos los objetos que encierra aquella pequeña capital son, sin embargo, de escasa importancia respectivamente a los que de igual clase ostentan las primeras de Europa; y el extranjero, viniendo regularmente de los grandes teatros de Londres y París, halla mezquina aquella escena, y suele abandonarla muy pronto cansado de su insípida monotonía. -El carácter amable, hospitalario y obsequioso de los belgas, su sociedad franca y generosa, la extremada y confortable comodidad de la existencia en un país abundante en productos naturales y manufacturados, propios y extraños, y los goces positivos que ofrece al espíritu una adelantada civilización, son sin embargo objetos que merecerían más larga permanencia, y acabarían por obtener en el ánimo del viajero la preferencia sobre el ruidoso espectáculo de aquellas grandes ciudades.

Lo que más admira en ésta es el movimiento importantísimo de su industria, el gusto y perfección de sus manufacturas, que participan de la solidez inglesa, del gusto francés y de la baratura alemana, sobresaliendo en varios ramos en competencia con las de aquellos países, como, por ejemplo, en todas las obras de hierro, en la fabricación de los carruajes, la del papel, la de las telas de hilo, la de los encajes, y de otros mil objetos que hacen muy mal nuestros comerciantes en ir a buscar a Francia e Inglaterra, pudiendo hallarlos mejores y más baratos en los mercados de Bruselas, de Gante, Courtray, Malinas, Namur, etc. El comercio de libros, sobre todo, ganaría muchísimo tomando esta dirección, pues es sabido el enorme producto de las imprentas belgas destinadas a reproducir en formas más cómodas e infinitamente más baratas todas las obras francesas; especulación mercantil sobre cuya moralidad no disputaremos, pero que pudiera servirnos con mucha ventaja. En dicha capital he comprado a razón de cinco reales los tomos de Víctor Hugo y demás autores de nota, que cuestan en París treinta, y por ocho reales los ocho tomos de las Memorias del Diablo, que cuestan en París cincuenta.

En un pueblo trabajador, pacífico, moderado por carácter, y escaso de diversiones públicas, la vida ofrece poca variedad, y únicamente entrando en los goces delicados de la sociedad íntima y privada puede hacerse soportable aquella uniformidad, y hasta desaparecer el tedio que produce una atmósfera húmeda y sombría en la mayor parte del año. El belga industrioso y pacífico sabe templar estos inconvenientes con los goces puros de la familia, con la ocupación del espíritu y el trabajo de sus manos. Sabe oponer a los rigores del clima las grandes comodidades de su mansión, en que desplega toda la brillantez de su industria; y, gracias a ella y a la actividad de su comercio, puede, por la mitad del gasto, vivir con toda la comodidad y magnificencia que con grandes sacrificios pudiera proporcionarse en Londres mismo. Hasta el forastero participa inmediatamente de estas ventajas, pues halla en Bruselas muchos y magníficos hoteles muy superiores a todos los de París, y en los cuales por el reducido gasto de cinco a seis francos diarios puede proporcionarse una bella habitación, una opípara mesa, y un esmerado y elegante servicio. Los adelantos de las artes manufactureras, la actividad y buen gusto de un pueblo industrial y mercantil, se revelan a cada paso en la suntuosidad y abundancia de las tiendas, y en la rica decoración de las casas; mientras que la soledad y abandono de los paseos, plazas y cafés, descubre también la ocupación constante y la natural inclinación del pueblo a permanecer en lo interior de sus familias.

El sistema de educación y de sociedad parece también muy superior, bajo el aspecto moral y religioso, al que se estila en Francia; y en el semblante de hombres y mujeres, en aquellos semblantes generalmente hermosos y rubicundos, aunque poco animados, se ostenta una tranquilidad interior, una amabilidad y dulzura que previenen desde luego en su favor. No se ven por las calles de Bruselas esos grupos de gentes desocupadas e indolentes que llenan nuestras plazas; ni el agitado bullicio o interesada precipitación de las que circulan por las de Londres y París: tampoco se encuentran por las noches como en aquéllas, bandadas de prostitutas, o falanges de rateros, más o menos disfrazados; ni rebosan en jóvenes elegantes sus paseos, ostentando un lujo superior a sus facultades, o una maligna y astuta coquetería. -Las mujeres apenas se presentan por las calles más que en carruaje o para ir a misa o a vísperas; tampoco se asoman a las ventanas, y sólo se permiten un inocente ardid colocando ingeniosamente a los lados de aquellas y por la parte de afuera un juego de espejos, que reflejando los objetos que pasan por la calle, las permite ver desde adentro a todos los paseantes, sin ser ellas vistas, a menos que, colocadas imprudentemente en la dirección de alguno de los espejos, reflejen en él una linda cara que el pasajero admira, sin llegar a poder descubrir cual sea la propietaria. -Este ingenioso mecanismo de los espejos llamados Ladrones, es general en toda la Bélgica y nuevo absolutamente para mí.

Durante la buena estación el habitante de Bruselas tiene también para su recreo la hermosa y bien cultivada campiña de sus cercanías, lindas casas de campo y bellos lugares y caseríos. Entre los objetos de curiosidad de aquellos contornos, son los más notables el palacio y sitio Real de Lacken en una deliciosa situación, y rodeado de muchas y bellas quintas de recreo. -En este sitio está también situado el Cementerio-Jardín, que viene a ser para Bruselas lo que el del Padre Lachaisse para París, y en él se ven muy bellos monumentos, y entre ellos el levantado por su segundo esposo Mr. Beriot a la célebre cantatriz María García (Madama Malibran) que allí reposa.

Finalmente, a unas tres leguas de Bruselas no deja el viajero de ir a contemplar los campos de Waterloó, tan célebres por la gran cuestión europea decidida en ellos en 1815. Wareloó es una villa de alguna importancia, en cuya iglesia (que es una bella rotonda) se encierran muchos mausoleos elevados a la memoria de los oficiales aliados muertos en la batalla; y en los campos inmediatos de Mont Saint Jean se eleva el monumento, principal destinado a conservar la memoria de aquella sangrienta jornada que decidió la suerte de Napoleón y de la Europa. -Consiste en una montaña de tierra formada artificialmente de ciento cincuenta pies de elevación y cuatrocientos de base, y coronada por un león colosal de bronce sobre un enorme pedestal de piedra. El soberbio animal tiene una de sus garras sobre una esfera, y vuelta hacia la Francia su erguida cabeza parece aún amenazarla con su enojo. Ciertamente que después de las nuevas circunstancias políticas de ambos países parece inconcebible la permanencia de aquel monumento.

En otro artículo trataré de los caminos de hierro que partiendo de Bruselas cruzan la Bélgica, y la ponen en comunicación rapidísima con los demás países de Europa.



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