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ArribaAbajo- XIII -

Los caminos de hierro


«De todos los trasportes (dice Mr. Chevalier en una obra justamente célebre) el de los hombres es el más interesante, y el que más importa facilitar; porque si el trasporte de las mercancías crea la riqueza, el de los hombres produce nada menos que la civilización.»

En ningún país puede observarse la verdad de aquella máxima del escritor francés más prácticamente que en el pequeño y próspero reino de Bélgica, que ha ofrecido el primero y único espectáculo de un sistema general de comunicación por medio de caminos de hierro, y que si cede a la Inglaterra y los Estados-Unidos la gloria de la primacía en su aplicación, tiene un derecho incontestable de superioridad en la materia, por haber combinado y planteado en pocos años un plan general de esta clase de comunicación del uno al otro extremo del país; y esto en los días siguientes a una revolución política, y apenas reconocida su independencia, y señalándole un lugar entre los Estados de Europa.

El gobierno belga, ayudado por el patriotismo y la actividad de los habitantes del país, ha hallado medio de realizar tan rápidamente esta mágica operación, que parecería increíble a no palparla; en tanto que los demás estados del continente europeo, gozando de una gran prosperidad y, de una tranquilidad perfecta, y pudiendo disponer de recursos inmensos, se han contentado con ensayar en mínima escala la importantísima y civilizadora invención de los caminos de hierro, estableciendo algunas líneas pequeñísimas y secundarias, por objeto de puro placer o fantasía, tales como las de París a San Clond, San Germán y Versalles; de Nápoles a la Castellamare; de Petersbourgo a Zarkocselo; de Amsterdan a Harlem; de Dresde a Leypsik; de Nuremberg a Furth, etc. Los caminos de hierro belgas cruzan hoy aquel territorio en sesenta y tantas leguas de extensión, ponen en contacto inmediato las diez importantísimas ciudades de Bruselas, Malinas, Amberes, Gante, Brujas, Ostende, Thermonde, Courtray, Lovayna y Lieja; y llegando por el Norte a las puertas de Holanda, por el Oeste a las costas fronteras de la Inglaterra, tocando por el Oriente en la monarquía prusiana, y dirigiéndose por dos ramales al Sur hacia el territorio francés, convierten a aquel reducido reino en un punto céntrico de comunicación entre los cuatro países más adelantados de Europa, y con grandes ventajas del comercio aproximan también al Danubio y al Rhin (aquellas dos grandes arterias del país germánico) con el mar del Norte, que preside y domina el genio de Albión.

Todo este verdadero prodigio ha sido para aquel país obra de seis años; y el gobierno belga ha demostrado en esta obra lo que pueden el verdadero patriotismo, el talento y la constancia. El 15 de junio de 1833 Mr. C. Rogier, ministro de lo interior, presentó a la cámara de representantes (diputados) un proyecto de ley para la construcción de las primeras líneas de caminos de hierro, y abierta la discusión el 11 de marzo siguiente, fue adoptado por aquella cámara y el senado, en cuya consecuencia quedó promulgada dicha ley el día 1º de mayo de 1834.

Empezáronse desde luego los trabajos en la línea de Bruselas a Amberes por cuenta del gobierno, y con algunas modificaciones ha seguido incesantemente en el establecimiento de las demás líneas; en términos que al cumplirse los seis años de dichos trabajos, y a mediados del pasado de 1840 (en que tuve el placer de recorrer dichos caminos) se hallaban ya del todo concluidas y entregadas a la circulación sesenta y dos leguas, o sean trescientos veinte y tres mil metros, y se había invertido en ellas la cantidad de cincuenta y seis millones cincuenta y nueve mil seiscientos setenta y siete francos (unos doscientos veinte y cuatro millones de reales) distribuidos en compra de terrenos, trabajos de alineación, perforación y desmonte, gastos de hierro y madera, coste de las maquinas locomotoras, coches, waggones, plataformas, desembarcaderos, oficinas y servicio; cantidad extremamente económica comparada con la que han costado los caminos de hierro en Inglaterra y otras naciones.

El trasporte de viajeros fue desde luego tan crecido que excedió también a las esperanzas que se tenían, pues en los ocho últimos meses de 1835 ascendió a cuatrocientas veinte y un mil cuatrocientas treinta y nueve personas. En 1836 a ochocientas setenta y un mil trescientas siete; en 1837 a un millón trescientas ochenta y cuatro mil quinientas setenta y siete; en 1838 a dos millones doscientas treinta y ocho mil trescientas tres; y en los diez primeros meses de 1839 (hasta donde comprendían los estados que tuve ocasión de ver) a un millón seiscientas noventa y cuatro mil diez y nueve; en términos que puede presumirse que en todo el año de 1840 se ha acercado sin duda al enorme número de tres millones de viajeros los que hemos disfrutado de aquel magnífico beneficio. Baste este simple resumen numérico para dar una idea de su importancia.

Los productos en los cuatro años y medio que comprende el cálculo anterior, habían sido nueve millones doscientos veinte y un mil setecientos sesenta y tres francos (unos treinta y siete millones de reales), y eso que los precios de trasporte son tan módicos, que según el diverso carruaje que se elija, waggon, char-à-banes o berlina puede calcularse desde diez céntimos (unos siete maravedís) hasta treinta y cinco céntimos (unos veinte y cinco maravedís) por legua. El transporte en los caminos de hierro franceses cuesta alguna cosa más, y en los de Inglaterra cuatro tantos, de suerte que los de Bélgica tienen también esta gran ventaja, y pueden llamarse los más verdaderamente populares que existen en Europa; así que habiendo empezado su servicio con sólo tres máquinas locomotoras, cuarenta coches, tres tenders y cuatro waggones, contaban ya el año pasado ochenta y dos máquinas, setenta y un tenders, trescientos noventa y dos coches, cuatrocientos sesenta y tres waggones.

Por una combinación acaso equivocada, el sistema general de los caminos de hierro belgas tiene su centro en la ciudad de Malinas, a unas cinco leguas de Bruselas, en lugar de ser esta capital, como parecía natural, el punto de conversión de todas las diversas líneas o secciones del camino; así que para trasladarse, por ejemplo, a Gante, Brujas, Ostend, o Lieja, hay que dirigirse primero a la estación de Malinas, desde donde parten los convoyes para aquellos puntos; lo cual ocasiona un rodeo de cinco leguas, que por otro lado se hace poco sensible, pues que sólo se invierte en él el reducido término de veinte y cinco a treinta minutos.

El establecimiento o estación central de Malinas es por lo tanto el punto más interesante y animado donde pueden observarse el asombroso movimiento, el orden admirable y la rápida circulación de tantos convoyes que de todas direcciones vienen allí a estacionar y parten continuamente. -Por lo regular cada máquina locomotora arrastra tras sí una hilera de treinta o cuarenta coches y waggones, en cada uno de los cuales pueden calentarse unas treinta personas, que se colocan en el interior y sobre cubierta de las diligencias, y al aire libre, en el buen tiempo; lo cual da un resultado de novecientas a mil personas en cada convoy. -El período de salidas de éstos varía también según las líneas y estaciones, pues, por ejemplo, para Amberes sale cada media hora y a veces cada cuarto, para Gante todas las horas, para Lieja cada dos horas, etc.; todo lo cual, repito, está muy sujeto a mudanzas, que cuidan de avisarse al público con anticipación. -La rapidez de la marcha está calculada de ocho a diez leguas por hora y a veces más, pues recuerdo haber hecho en una hora y dos minutos la travesía desde Brujas a Gante, que son doce leguas. Y sin embargo de esta precipitación, la comodidad es tan extrema, que apenas se percibe el movimiento, y sólo yendo al descubierto molesta algún tanto el viento cuando da de cara, y la rapidez con que desaparecen de la vista los objetos cercanos, por lo que es conveniente fijarla en la lontananza, o, por mejor decir, no fijarla en ninguna parte. -Los coches o diligencias se dividen por lo regular en tres o más compartimentos, o más bien gabinetes, que comunican entre sí con puertecillas, y están perfectamente distribuidos en cómodos asientos de brazos, y forrado todo el interior de blandos almohadones de baqueta para evitar en lo posible los efectos de cualquier fuerte sacudimiento, choque o explosión de la máquina. -Éstos por fortuna son tan raros y están tan previstos, que se ha calculado en un número infinitamente menor el de las desgracias ocurridas en estos carruajes al de las que han ofrecido en igual tiempo los carruajes ordinarios; por manera que se han disipado ya todas las preocupaciones contra este medio de trasporte, como lo prueba el asombroso número de viajeros que le adoptan. Sin embargo, para evitar estas desgracias ¡cuánto hay que admirar en el orden y metódico artificio con que está combinada la marcha de aquellos enormes convoyes! ¡cuánto trabajo, gasto y constancia no supone en el crecido número de operarios destinados a mantener cuidadosamente desembarazado el camino, a situarse a pequeñas distancias con banderines o luminarias para avisarse mutuamente de la proximidad del convoy, a fin de que ninguno por equivocación tome el doble carril de ida por el de vuelta, o penetre en un tunnel (camino subterráneo, perforado en una montaña) al mismo tiempo que el otro; para que redoble éste a rapidez de su marcha por medio del mecanismo que dirige la máquina, o para que contenga aquel el impulso de la suya! ¡Qué precisión de movimientos en las estaciones o puntos de descanso, para dirigir metódicamente y con una asombrosa celeridad el relevo continuo de los viajeros y de sus equipajes, la inspección prudente de las máquinas! ¡Qué método, orden y sabia administración en el desempeño de tantas oficinas, en las innumerables anotaciones de tantos viajeros, en el peso, colocación y trasiego de sus equipajes, en la carga de el sin número de mercancías, efectos y animales que ocupan los carros últimos del convoy!

Realmente es sorprendente para la imaginación tan asombroso espectáculo, y los señores poetas que afirman que el siglo actual carece de poesía, pudieran situarse conmigo por unos minutos en el establecimiento central de Malinas, donde acaso tendría el placer de hacerles variar de opinión. -Verían allí a todas horas del día y de la noche, en las hermosas mañanas de otoño, cuando las campiñas belgas ofrecen toda la hermosura y riqueza de su vegetación, o en las frías y destempladas noches de noviembre, cuando el cielo cubierto de miles envía torrentes de agua sobre una tierra que desaparece convirtiéndose en un lago continuo; a la brillante luz de los rayos del sol más bello, o al pálido y lúgubre reflejo de mil teas, y de innumerables faroles; verían, repito, el más variado cuadro que la civilización moderna puede ostentar, mirando llegar por todas partes, partir en todas direcciones continuamente máquinas gigantescas, despidiendo el resplandor vivísimo del fuego que las alimenta, dejando en pos de sí una faja negra y espesa de humo que marea su camino, despidiendo un mugido bronco y monótono, y avanzando u alejándose con mágica celeridad. Verían en pos de ellas una fila interminable de carruajes que, no bien hecho alto, vomitan de su seno una población entera, miles de gentes de todas edades, sexos y condiciones; verían allí cruzarse el belfo alemán, y el inglés altivo, el francés animado, y el tranquilo holandés, mezclados allí y confundidos sus lenguajes con el flamenco que suelen hablar los conductores; el elegante de Bruselas que va a los baños de Spa, con el mercader de Amsterdan que se dirige a Francia para surtir su almacén; el industrial de Manchester que va a buscar nuevas salidas a sus manufacturas en Alemania, con el literato de París que viene a hallar uno o dos tomos de impresiones de viaje en las orillas del Rhin; el sacerdote flamenco con su elegante sotana y su sombreo tricornio que va a Lieja a asistir a una conferencia eclesiástica, con la brillante dama de Bruselas ricamente ataviada que pasa a Amberes para asistir al estreno de la ópera nueva.

Sorprendido el viajero con la grata variedad de tan animado espectáculo, saboreando en su imaginación la facultad voladora que la industria moderna pone a sus pies, fluctúa, titubea sobre el rumbo que debe tomar, y sigue con sus miradas codiciosas los diversos convoyes que ve partir; y a la verdad ¿qué punto del globo, qué ocasión pudiera brindarle tan animados contrastes? -Si se decide a montar en el que parte hacia el Norte, antes de una hora se hallará en la romántica Amberes, la de los grandes recuerdos históricos españoles y tudescos, y antes de acabarse el día habrá podido dar fondo en las cortes de La Haya y de Amsterdan. -Si toma hacia el Oeste, tres grandes y bellas ciudades, Gante, Brujas y Ostende le salen al paso, y antes de seis horas puede saludar las costas de la Gran Bretaña. -Si gira al Este, Lovayna, Tirlemond, Lieja, le conducen a Aix la Chapelle en Prusia. -Si se dirige al Sur, la capital Bruselas, y otras ciudades importantes le ponen en el camino de París. -En el mismo día puede si gusta dormir en Holanda; o almorzar en Prusia, comer en Bélgica, y cenar en Francia o Inglaterra; y todo sin la más mínima molestia, casi sin apercibirse de haber variado de sitio. Dígase después si es o no poética esta situación.

Allí los conocidos se encuentran en los caminos como pudieran en las calles de una ciudad; los coches de los convoyes ofrecen el mismo trasiego y movimiento de tripulación que los omnibus de París: cualquier motivo es suficiente para emprender un viaje de veinte o treinta leguas, como que no se cuentan éstas sino el espacio de dos o tres horas que en ellas se emplea; una visita, una función pública, una ópera nueva, una aventura amorosa, bastan para decidir a un habitante de cualquiera pueblo de Bélgica para montar en el carruaje, sin más preparativos de viaje, vestido elegantemente, y sin necesidad de pasaportes ni diligencias, a sorprender agradablemente a un amigo, o asistir a tal romería flamenca, a cual cacería del país Walon, y volverse luego descansadamente a dormir a su pueblo.

El rápido contraste que ofrecen en el espacio de pocos minutos los distintos accidentes del clima, suelo, usos y costumbres de las diversas provincias (que existen muy marcados a pesar de la frecuente comunicación, por el apego de aquellos naturales a sus respectivas tradiciones) sorprende tan agradablemente al espectador, que no hay palabras para expresar su indefinible satisfacción. -Apenas acaba de dejar las animadas ferrerías de Lieja, las pintorescas montañas de Namur y las risueñas márgenes del Mosa, se encuentra en las ricas llanuras, en los deliciosos jardines de la Flandes oriental; no bien escuchaba el armonioso juego de campanas (Carillon) de la catedral de Amberes, siente rugir a cuarenta leguas las olas embravecidas del mar del Norte en las playas de Ostende. -Allí, para los usos de la vida social, no existe propiamente distinción de pueblos, y toda la Bélgica en su extensión de sesenta leguas, no forma más que una sola e inmensa ciudad, en la cual es más fácil la comunicación que entre los diversos barrios de Londres o París; no hay en rigor necesidad de correos, porque se puede recibir cartas de todos puntos muchas veces al día, y en caso de sublevación o ataque improvisto de cualquier punto del reino, puede improvisarse en él un ejército de veinte o treinta mil hombres, conducido en muy pocas horas en alas del vapor. Véanse que consecuencias tan importantes se deducen de la completa aplicación de aquel admirable invento.

Y no se crea que los belgas para establecer su sistema de caminos no han hallado obstáculos inmensos que vencer en la naturaleza misma del terreno, pues aunque llano por lo general en las provincias de Brabante, Amberes, y las dos Flandes, en otras varía extraordinariamente de accidentes, y hasta llega a ser de montaña formal en las de Licia, Namur, y otras. Pero nada ha sido capaz de contener el decidido arrojo e infatigable laboriosidad de aquel pueblo. En unas ocasiones preciso ha sido al camino atravesar ríos tan imponentes como el Escalda, y para ello se han establecido puentes giratorios, que, recogiéndose después de dar paso a los convoyes, dejan expedita la navegación; en otras cruzar por bajo de otros caminos comunes, por medio de bóvedas (viaducts) que ofrecen el singular espectáculo de varios carruajes ordinarios marchando en sentido inverso sobre los que van arrastrados por el vapor: han tenido a veces que inutilizar calles enteras de pueblos con los carriles de hierro: que establecer en otras ocasiones sólidas calzadas sobre terrenos bajos y pantanosos: que perforar, en fin, montañas elevadas para abrirse paso por medio de un camino subterráneo y durante el espacio de media legua.

De todos estos atrevidos esfuerzos del arte, el que más afecta al ánimo del viajero es el gran tunnel (bóveda) de esta clase, abierto entre Lovayna y Thirlemond, que penetrando en el interior de una alta montaña, sigue por espacio de novecientos noventa metros (unas mil doscientas varas castellanas) hasta volver a ganar la llanura. El convoy se lanza por la estrecha y oscura galería con un ruido terrible, producido por el mugido de la máquina locomotora, y el frote de las ruedas en los carriles de hierro, y aumentado y repetido cien veces por el eco de la bóveda que parece desplomarse con la montaña que tiene encima: a los pocos instantes de penetrar en aquel misterioso recinto desaparece absolutamente la luz del día, y el viajero, atemorizado involuntariamente con aquella profunda oscuridad, con aquel ruido infernal en que sobresalen de vez en cuando los chispazos ardientes de la maquina, y los agudos silbidos de los conductores, se cree trasportado a las entrañas del Etna, a donde Vulcano y sus cíclopes forjaban los rayos del rey del Universo; pero todos estos temores se disipan, cuando acercándose rápidamente a la boca de salida, va súbitamente volviendo a aparecer a sus ojos la luz del día, hasta que fuera ya de la tremenda caverna se ofrecen a su vista las ricas praderas del Bravante Walon, el cielo despejado, y las lindas poblaciones de Thirlemond y de Cumptich.

Recapitulando las varias indicaciones que dejo sentadas diré, que no es el aspecto material de los caminos de hierro de Bélgica lo que en ellos me ha causado sorpresa; pues habiendo ya anteriormente tenido el placer de ver los de Londres a Birminghan y de Manchester a Liverpool, en Inglaterra, los de las inmediaciones de París, y de Lyon a San Etienne, en Francia, no me era desconocido aquel espectáculo; lo que sí confieso que me ha entusiasmado y sobrepujado a mis esperanzas, es el que ofrece un pueblo donde esta clase de comunicación se halla establecida por sistema general, y las variaciones fundamentales que produce en su vida social, política y mercantil. Digna es también de admiración la inconcebible actividad con que el gobierno belga ha sabido llevar a cabo tan alta empresa en el breve período de seis años, y en medio de la incertidumbre y agitación producida por su nueva situación política; el orden admirable con que allí se han sabido combinar para obra tan importante, los capitales, el tiempo y el trabajo; la extremada comodidad, en fin, y baratura con que han llegado a popularizar y hacer de uso común el invento característico del siglo en que vivimos, que los demás estados del continente europeo se han contentado con probar en pequeños e insignificantes ensayos, y que en la misma Inglaterra está aún por su alto precio vinculado a la aristocracia de los viajeros.




ArribaAbajo- XIV -

Las ciudades flamencas


Una de las circunstancias que hacen por manera interesante una excursión por el país belga, es la rara variedad que las diversas provincias e importantes ciudades de tan reducido reino presentan entre sí, tanto por lo que dice relación con su material fisonomía, cuanto por lo concerniente a las costumbres y carácter de sus habitantes; y bajo ambos aspectos puede afirmarse que, a no ser la Italia, ningún otro país de Europa ofrece tan rápidos contrastes y marcada discordancia. Y este variado panorama físico y moral produce tanto mayor efecto en el ánimo del viajero, cuanto que puede disfrutarle en el breve término de pocas horas, y caer, como por encanto, desde el uno al otro confín del reino; desde la animada sociedad walona, a la tranquilidad risueña de la vida flamenca; desde el agitado movimiento mercantil de Amberes, al industrioso taller de Courtray.

Por otro lado ¡a qué consideraciones filosóficas o poéticas no da lugar la vista material de aquellas antiguas ciudades, cuya agitada crónica ofrece en cada una de ellas un continuado drama, que, aunque desenvuelto en tan pequeño teatro, halló ecos, simpatías y relaciones con todas las grandes escenas de que la moderna Europa ha sido testigo! ¡Quién no ha de recordar, por ejemplo, en la antigua ciudad de Brujas el poder e influencia de los soberanos duques de Borgoña y condes de Flandes, las guerras civiles, las persecuciones religiosas, la antigua prosperidad de aquel emporio del comercio, de aquella Venecia del norte! ¡Cómo mirar indiferente en Gante la patria del más poderoso monarca del orbe, de aquel CARLOS V en cuyos dominios no se ocultaba nunca el sol, y que harto de victorias y conquistas, vino al fin de sus años a despojarse de él voluntariamente a pocas leguas de allí, en la casa comunal de Bruselas! ¡Cómo no entregarse a la meditación ante el austero palacio de los obispos soberanos de Lieja; ante la afiligranada casa de la ciudad en Lovayna, testigo de sangrientas venganzas populares; ante los muros de Namur, que vieron morir al triunfador de Lepanto; ante la ciudadela de Amberes, que lleva aún el nombre de su fundador el duque de Alba! -«¡Dichosos los pueblos (decía Montesquieu) cuya historia es fastidiosa!»- -No pueden por cierto llamar tal los belgas a la suya tan agitada por grandes movimientos interiores, y en que brillan los nombres de Artebelde y Brederode, de Egmont y de Horn; y tan singularmente unida a los grandes acontecimientos europeos, como que en su territorio han disputado el imperio los romanos y los francos, los tudescos y españoles, los franceses y la Santa Alianza. ¡Sangriento y prolongado drama que abre JULIO CÉSAR en las espesas florestas de Soignes, y cierra cayendo Napoleón en los llanos de Walerloó!

Por fortuna para templar tan sombríos recuerdos tiene también la Bélgica los de sus grandes ingenios, cuyas obras esmaltan, por decirlo así, el cuadro interesante de aquel hermoso país. Tiene sus góticas catedrales, elevadas a las nubes por los siglos pasados; tiene sus palacios y casas comunales, tejidos de piedra con tal primor y delicadeza de labores como suele ostentar en sus famosas telas de encaje; tiene en Amberes un RUBENS y un VAN-DICK, capaces ellos solos de inmortalizar una nación; tiene un David Tenhiers que ha sabido perpetuar sus costumbres populares con la admirable verdad de su pincel; tiene en Flandes a los hermanos Van-Eyck, inventores de la pintura al óleo; tiene en el país walon a un poeta Malherbe, a un compositor Guetri, a quienes puede llamarse los padres de la poesía lírica y de la música francesa.

Viniendo, pues, a mi paseo por aquel bello país, le reduciré en gracia de la brevedad a tres solos artículos; el primero, que es el presente, lo dedicaré a las bellas provincias flamencas; en el segundo me ocupare en recordar rápidamente el país walon, y las provincias de Lieja y Namur; concluyendo esta reseña con una excursión especial hecha al norte, a la interesante ciudad de AMBERES.

Luego que el viajero ha tomado asiento en el convoy que parte de Bruselas cada media hora para la estación central de Malinas; luego que ha sonado la campana, señal de partida, y que la máquina locomotora, arrancando con impetuoso brío hace deslizarse rápidamente las ruedas de los carruajes sobre los carriles en que van encajadas; luego, en fin, que el viajero, reponiéndose de la primera impresión, puede saborear las agradables sensaciones que aquella escena admirable le ofrece: si vuelve la vista a su derecha, mira desfilar rápidamente delante de él los hermosos árboles de la Alameda verde, bello paseo de Bruselas, y por el otro la interminable serie de casas de campo que llenan la distancia desde las puertas de la ciudad hasta el lugar de Schaerbek. -Pasa después por delante de los hornos del carbón de piedra, y por la hermosa llanura de Mont-plaisir, punto de reunión en ciertas épocas del año de la más brillante sociedad de Bruselas; mira a lo lejos las bellas torres del palacio real de Laeken, y hace un ligero descanso o estación de dos minutos a en Vilvorde, donde hará bien el viajero en detenerse a visitar la célebre casa de reclusión que tan bien describe el señor La Sagra en su obra que ya he citado. Siguiendo después otras dos leguas el camino sin notables accidentes, llega a la estación central de Malinas, a cinco leguas de Bruselas, y a los treinta minutos de haber salido de aquella capital.

Desde Malinas a Gante se cuenta la distancia de diez leguas, es decir, el espacio de una hora y algunos minutos, durante el cual el viajero no tiene un instante de reposo, viendo pasar rápidamente delante de su vista los más bellos paisajes, los lindos pueblos y caseríos de la Flandes oriental, el magnífico río Escalda, y los canales que cruzan todo el país. En especial después que pierde de vista la antigua y bella ciudad de Thermonde, y que entra de lleno en las hermosas provincias flamencas, el aspecto de la campiña es realmente maravilloso, risueña la fisonomía de los lugares, y admirable el movimiento de su población; hasta que, apenas saboreado el placer que le produce cuadro tan encantador, da vista a la gran ciudad de GANTE, capital de la Flandes oriental, y a los pocos minutos hace alto el convoy en uno de sus arrabales.

Allí están ya esperando a los pasajeros multitud de faetones (omnibús) de elegante forma, con sus ventanillas ojivas y cerradas con cristales de colores y caprichosos dibujos, en cualquiera de los cuales toma asiento, diciendo la fonda en que quiere descender. Éstas, por lo general, exceden en magnificencia y comodidad a todas las de París, y compiten con las mejores de Londres, de suerte que al entrar en la llamada del Correo (por ejemplo), me persuadía haber llegado a una de las primeras capitales de Europa.

GANTE, en efecto, es una de las ciudades más interesantes por su antigüedad e importancia histórica y por su extendido comercio, y por su fisonomía propia y singular. Capital un tiempo del poderoso condado de Flandes; principal teatro de las famosas guerras civiles y extrañas, políticas y religiosas que forman la historia de aquel pueblo; cuna de Carlos V, y víctima de su formidable poder; corte provisional de Luis XVIII emigrado de Francia durante el último periodo de la vida política de Napoleón, la ciudad de Gante ofrece a cada paso al curioso observador los más grandes recuerdos, impresos materialmente en sus calles y monumentos. -Por cualquier lado que tienda la vista, no puede prescindir de ellos; ya le sale al paso la famosa torre del concejo (Beffroi), cuya lúgubre campana llamaba a los ciudadanos a las armas en tiempo de las frecuentes revueltas civiles, y desde cuya altura contemplaba Carlos V a la ciudad vencida que le había dado el ser, y rechazaba el proyecto de destrucción que le proponía el duque de Alba. Ya la magnífica Catedral, la más opulenta de toda la Bélgica, en que aún se conserva la pila en que recibió el bautismo el poderoso emperador; ora los restos del antiguo palacio llamado La corte de los príncipes en que aquel nació, y sobre cuyas ruinas se halla hoy establecida una fábrica de cerveza; ora las torres feudales y puerta de entrada del Castillo de los condes de Flandes, que también el tiempo borró. -Hállase luego en la plaza del Mercado del viernes, tan célebre en las revueltas flamencas; mira a pocos pasos colocado con misterioso respeto el gran cañón o culebrina de diez y ocho pies de largo por diez de anchura, y de peso de treinta y tres mil libras, que tan importante papel jugó en aquellas escenas, conocido en la historia por el nombre de Dulle griette (Margarita la Rabiosa) y en el vulgo con el apellido de la Maravilla de Gante; o, trasladándose a la época moderna, se encuentra en la calle de los Campos con la casa del conde de Sthennuysse que ocupó Luis XVIII durante los cien días del último período Napoleónico. En aquella calle se puede decir que se hallaba reunida toda la antigua corte de los Borbones, y hasta el duque de Wellington ocupó también una de sus casas. Este período fue el último de importancia política para aquella ciudad.

Si, prescindiendo de los recuerdos históricos, atiende únicamente el viajero al aspecto material de la ciudad, difícilmente puede hallar otra de más grata originalidad. -Cruzada toda ella por multitud de canales que le prestan mucha semejanza con Venecia, comunicando entre sí las orillas con más de ochenta puentes, conserva aun la mayor parte de sus casas la forma ojiva, los caprichosos adornos, esculturas y follajes de la arquitectura de la edad media; pintorescas fachadas como la de la casa de los Barqueros a orillas del canal grande; o la de ciudad (hotel de Ville), admirable edificio gótico en parte y parte moderno; torres elevadas y caprichosas portadas en multitud de iglesias de todos los tiempos; bellos peristilos, columnatas en los edificios modernos como la universidad, el casino, el teatro, etc.; calles anchas y despejadas, elegantes casas particulares en los barrios centrales, paseos deliciosos, bellas plazas en el interior de la ciudad. Gante, en fin, cuya población en el día asciende a unos noventa y cinco mil habitantes, cuya industria activa la hace apellidar justamente la Manchester de la Bélgica, cuyo comercio con el interior y con la Inglaterra hacen refluir en ella inmensos capitales, es ciertamente digna de ser considerada como una de las más importantes ciudades de Europa.

Bajo el punto de vista artístico ¿qué diré, sino que toda ella es como nuestro Toledo o Sevilla, un verdadero museo, un álbum gigantesco en cuyas páginas todos los grandes artistas han dejado impreso su nombre? Sólo la catedral, dedicada a San Babon, merecería un tomo entero para describir convenientemente los innumerables y preciosísimos objetos que en arquitectura, pintura, escultura y alhajas de valor encierra, y la hacen una de las más ricas de la cristiandad. -Casi toda ella está revestida de primorosos mármoles; sus altares y capillas cubiertos de cuadros magníficos, de esculturas admirables, no pudiendo menos de citar entre los primeros el que se halla en la capilla llamada del Cordero, y fue pintado por los hermanos Van-Eyck, inventores de la pintura al óleo; el cual, a pesar de sus cuatro siglos de fecha, conserva una trasparencia y verdad de colorido que no puede encarecerse bastante, y que da margen a pensar que la traición doméstica que arrebató a aquellos célebres hermanos el secreto de la pintura al óleo, no fue tan completa que revelase todo el ingenioso mecanismo de que se valían. -Una copia de aquel admirable cuadro, mandada hacer por Felipe II, estaba en el Escorial, de donde pasó a poder del Mariscal Soult, y luego a la de Mr. Dansaert Engels, de Bruselas, el cual creo se la ha vendido después al rey de Prusia. -Hay otros muchos cuadros de Otto Venius, Van Cleef, Coxie, Rombonts, y demás autores célebres de la escuela flamenca, y entre todos ellos llama justamente la atención el que representa a San Babon entrando en la abadía de San Amand, una de las célebres obras del inmortal Rubens. -Sería nunca acabar el intentar hacer mención de los demás objetos de interés artístico, las admirables esculturas del púlpito, de los sepulcros de obispos, estatuas y altares; pero no permite tanto mi rápida reseña.

Las demás iglesias de Gante todas ostentan igual riqueza en obras de arte; siendo imposible dejar de citar la antiquísima de San Nicolás que data del siglo XI, la de Santiago, la de San Miguel, en que esta el cuadro capital de Van-dick que representa a Cristo crucificado, y un soldado presentándole la esponja. En ella vi también un San Francisco de Paula, de nuestro Ribera, el ESPAGNOLETO; la de San Pedro, y otras infinitas iglesias todas notables y dignas de descripción especial. -Pero obligado a concluir este párrafo le terminaré haciendo sólo mención del Beguinage, especie de comunidad religiosa de mujeres especial de los pueblos flamencos, las cuales, sin hacer votos religiosos ni de perpetuidad, se reúnen bajo cierta regla formada por su fundadora Santa Begue, y forman en cada ciudad flamenca (especialmente en Gante y Brujas), no un convento, sino una verdadera ciudad dentro de la principal, con sus calles, plazas, y multitud de casitas, todas idénticas y sencillas, y una iglesia en la plaza central. En el Beguinage de Gante hay en el día más de seiscientas beatas o Beguinas, y está cercado y completamente independiente de la ciudad. La forma de las casitas, en cada una de las cuales viven seis hermanas, es muy cómoda y sencilla, y pudiendo ser visitadas, es fácil al viajero juzgar de su aseo y economía interior. Todas las hermanas gastan un traje pardo uniforme, una especie de mantilla blanca que llaman la faille, y es por manera original el aspecto que presenta desde el coro la sencilla iglesia de la comunidad cuando a la hora de los oficios del anochecer se hallan reunidas en ella tantas mujeres uniformemente vestidas.

Entre los monumentos modernos de Gante merece el primer lugar la Universidad, soberbio edificio del género clásico, en que, además de la elegancia de la forma y la riqueza material, hay que admirar el grande establecimiento de enseñanza, y sus numerosas dependencias de cátedras, sala de exámenes (magnífica rotonda mucho más bella que la cámara de diputados de París), salones de biblioteca, gabinetes de física, de historia natural, objetos todos dignos del mayor elogio por su riqueza y científica colocación, y tales como ninguna capital de departamento en Francia puede presentar. -El Teatro, obra también moderna, es elegantísimo y capaz; igualmente bello el edificio llamado Casino, en que se dan conciertos públicos; el jardín Botánico está considerado como el primero de Bélgica, y la famosa Casa de Detención, tan bien descrita por el señor La Sagra, otro de los objetos que hacen a aquella ciudad digna del interés y de la curiosidad del viajero.

Siguiendo luego la excursión, y a doce leguas de Gante se encuentra la no menos célebre ciudad de BRUJAS, capital hoy de la Flandes occidental, y un tiempo corte, también ciudad populosa de doscientos mil habitantes, y centro de comercio a donde los venecianos, genoveses, pisanos, españoles y franceses, iban a cambiar sus producciones con las que de Rusia, Polonia y Sajonia aportaban los navíos de las ciudades anseáticas, hasta que en el siglo XV, por causas largas de enumerar, se trasladó a Amberes este gran mercado, decayendo rápidamente la importancia y nombradía de Brujas.

Pero, a pesar del trascurso de los siglos y de las sangrientas guerras políticas y religiosas de aquel país, la ciudad de Brujas es la que puede decirse que conserva aún en su totalidad aquella fisonomía propia y original de la edad media y del país flamenco. -Por todas partes las góticas torrecillas, los laboreados frontispicios, los relieves interesantes de los grandes palacios feudales, alternan con las filas de casas cuyas fachadas, terminadas en punta cortada en picos a manera de escalones, anuncian al viajero que se halla, por decirlo así, en el corazón de un pueblo antiguo y tradicional, con historia propia y fisonomía característica. -Y aquí me parece del caso contradecir en parte la opinión de los viajeros, que no dudan en asentar la especie de que en los pueblos de Flandes, y especialmente en Brujas, es donde se halla el remedo de las ciudades españolas; pues pudiendo por vista propia juzgar de la mayor parte de éstas, y principalmente de las antiguas Toledo, Burgos, Valladolid, Segovia, Salamanca, Sevilla, Zaragoza, Valencia y Barcelona, etc., no dudo en asegurar que en ninguna de ellas he hallado semejanza con las ciudades flamencas, y que me parece muy gratuita la calificación que se hace de su españolismo. -Ni pudiera menos de suceder así; porque la efímera dominación de la monarquía castellana en aquel país no pudo dejar, como todo el mundo conoce, gratos ni duraderos recuerdos; y porque los tercios españoles conducidos por Carlos V o su hijo Don Juan de Austria, por el duque de Alba o el marqués de Spínola, no iban a Flandes a edificar, sino a conquistar el país con la fuerza de las armas. Más natural era decir que aquellos guerreros a su regreso importaron a nuestra España los usos y costumbres flamencas; que los artistas que militaban en los tercios o seguían la comitiva de los príncipes, tomaron allí las ideas de sus monumentos arquitectónicos; y con efecto sabemos que Juan de Herrera y Gaspar de Mora estuvieron en Flandes, y en sus obras del Escorial y de Madrid se encuentra no poca semejanza con las antiguas de aquel país. Sabido es además la protección que el flamenco Carlos V dispensó a los señores flamencos de su corte española, los cuales se fijaron en ella, y fundaron muchas casas que aún se conservan, mientras que las familias españolas que fueron a Flandes, todas o las más desaparecieron de allí cuando cambió aquel país de dueño. Por último, y en prueba de aquella observación, citaré aquí la carta que Felipe II escribía desde Bruselas a 15 de febrero de 1589 a su arquitecto Gaspar de Mora, que a la sazón estaba encargado de la construcción de la casa de Caballerizas de Madrid (hoy Armería Real), mandándole que guardase en ella la forma de los edificios flamencos, cubriendo el techo de pizarras, etc.; y en efecto, así está, y en el costado lateral, rematado en punta con escalones, se ve también el remedo de las fachadas de las casas en Gante y Brujas, y de ninguna manera se parece a las de nuestras ciudades antiguas.

Más bien pudiera hallarse alguna analogía bajo el aspecto del carácter y costumbres de sus habitantes; religiosos, francos, sencillos y de una apacible monotonía. Efectivamente, cuando al revolver las esquinas de las calles de Brujas me hallaba de repente con una imagen de un santo colocada en su nicho, con sendos farolillos laterales, y una piadosa anciana rezando delante de ella; cuando al pasar por el mercado veía a las mujeres del pueblo vestidas con un gracioso dengue y corpiño de guarniciones, como nuestras montañesas de León, y cubierta la cabeza con una especie de mantilla evidentemente española; cuando entraba en sus templos y me hallaba con aquella media luz, producida por las pintadas cristalerías, con el pálido resplandor de cien lámparas delante de los altares; con las imágenes de la Virgen adornadas con ricas vestiduras; con el olor a incienso, y los ecos del órgano religioso, parecíame por un momento hallarme trasportado a nuestra España, y la ciudad de Brujas reunía entonces para mí otro atractivo más a los muchos con que cuenta. -Pero esto no prueba sino que los flamencos participan como los españoles del apego a las prácticas religiosas, y a la consecuencia en los antiguos usos; y con efecto, las mismas fisonomías, los mismos trajes, lo propios juegos, bailes y entretenimiento que tan admirablemente trasladaron al lienzo los célebres pintores de la escuela flamenca en los siglos XVI y XVII, esos mismos se encuentran en el día, vivos y palpitantes, y con una portentosa exactitud; así como en la Mancha es frecuente hallar entre sus labriegos el tipo de Sancho Panza, o entre sus mozas el de Maritornes, delineados por Cervantes; y en las ferias andaluzas los mendigos de Murillo o los matones de Quevedo.

Los viajeros han dado en decir también que en la fisonomía de los brujenses (cuyas mujeres en especial son notables por su belleza) se revela la analogía con las razas meridionales que ocuparon aquel país; pero esto es otra solemne falsedad, pues, como queda ya indicado, en ningún país de Europa puede hallarse un tipo indígena más pronunciado; y si posible fuera que un extranjero cayera de las nubes en cualquiera de las calles de Brujas, al ver aquellas facciones tan semejantes, aquellos anchos y apacibles rostros, aquellas mejillas sonrosadas, aquella tez trasparente, aquellos labios bermejos, aquellos ojos azules, aquellos cabellos luengos, rubios y ensortijados, no dudaría un instante en reconocer que tenía delante a los originales de David Theniers, y aunque no les oyese hablar en flamenco (especie de dialecto sajón de uso casi general en aquel país) no titubearía en afirmar que estaba en Flandes, en la patria de la manteca y del buen queso.

La población de Brujas, reducida hoy a cuarenta y cinco mil habitantes, hace consistir su principal industria en la fabricación de telas de hilo y mantelerías. -Entre los muchos y bellos edificios que hermosean a aquella ciudad llama justamente la atención del viajero la magnífica casa comunal (Hotel de ville) de un gótico puro y bien conservado, aunque destituido de los muchos adornos de estatuas de reyes y condes que fueron quemados con la horca en 1792 por las tropas republicanas. En la misma plaza donde está esta casa se encuentran otros dos monumentos célebres de Brujas, y es el de la derecha la capilla gótica llamada de la sangre de Cristo, en que se conservan algunas gotas en una riquísima urna de trabajo plateresco; y el de la izquierda el Palacio de Justicia, antigua residencia de los Condes de Flandes y del Tribunal del Franco de Brujas, en una de cuyas salas se ve una exquisita obra de talla que adorna una chimenea, y es el trabajo más delicado de esta especie que recuerdo haber visto, aunque entren en corro las magníficas sillerías de Toledo, Burgos, Miraflores, etc.

Pero el edificio que más impreso queda en la mente del viajero que visita a Brujas, es la torre del Mercado o Alhóndiga, de una forma elegante y magnífica, de una elevación de trescientos sesenta pies, y desde cuya altura, además de todo el conjunto de aquella romántica ciudad, se descubren todas las bellas campiñas de las dos Flandes, las ciudades de Gante, Courtray, L'Ecluse, Ostende, y allá en el fondo perdidas en la bruma las costas de Holanda y las de Inglaterra. Esta torre posee además un carillon o juego de cuarenta y ocho campanas, que es el más célebre de toda la Bélgica, y están dispuestas aquéllas con tan admirable consonancia que pueden ejecutarse con ellas las más lindas tonadas; dando lugar en las solemnidades religiosas a que los campaneros de Brujas se luzcan y ganen apuestas a los demás del país. Sirve también dicha torre para colocar en ella guardas o vigilantes, que con el sonido de una trompeta anuncian los incendios que ocurren durante la noche.

La catedral de San Salvador, bellísimo monumento gótico de los siglos XIV y XV, a pesar del violento incendio que sufrió en el año pasado de 1839, se halla ya casi del todo restaurada por la generosidad y espíritu religioso de los brujenses. En aquella famosa iglesia fue donde Felipe el Bueno, duque de Borgoña, fundó en 1498 la insigne orden del Toison de Oro y que sólo pueden dispensar los reyes de España como duques de Borgoña, y el emperador de Austria; y en la misma iglesia se celebró el primer capítulo de aquella Orden, conservándose todavía colgadas al rededor del coro las empresas o armaduras de los caballeros que concurrieron a él. -En la iglesia llamada de Nuestra Señora (que es la segunda de Brujas, y cuya elevadísima torre sirve de señal a los navegantes) hay que admirar en una de sus capillas los magníficos mausoleos de bronce ricamente esculpidos y esmaltados que Carlos V y Felipe II hicieron trabajar para encerrar los restos de los últimos duques de Borgoña Carlos el Temerario y la archiduquesa María, cuyos bellísimos monumentos se conservan cuidadosamente, gracias a un armazón de madera que los cubre, y que levanta el cicerone de la iglesia cuando algún visitador desea verlos; loable costumbre que hubiera sido de desear ver puesta en práctica en nuestras iglesias, tan adornadas con obras de esta especie, con lo cual no se verían mutilados por manos mal intencionadas los magníficos sepulcros de Juan II en la cartuja de Miraflores, de los Reyes Católicos en Granada, del Cid en Cardeña, etc.

La iglesia del hospital de San Juan, y una sala contigua al mismo, encierran también una bellísima galería de pinturas admirables de los hermanos Van-Eyck y de su rival Hemling, en donde puede observarse la obstinada lucha entre el antiguo método de pintura seguido por éste y la invención de aquellos. -Últimamente, la iglesia llamada de Jerusalén ofrece la rara singularidad de ser una reproducción exacta de la del Santo Sepulcro, para lo cual el arquitecto Pedro Adornés que la construyó hizo tres veces la peregrinación a aquellos Santos lugares. Y termino aquí la indicación de algunas de las innumerables bellezas artísticas que encierra aquella antigua ciudad.

Nada diré de la de Ostende, distante unas cuatro leguas de Brujas, porque su construcción sencilla y moderna (a causa de los frecuentes sitios sostenidos contra españoles, franceses e ingleses que la arruinaron en diversas ocasiones) nada ofrece de particular, más que ser el único puerto propiamente de mar que cuenta la Bélgica, y está destinado especialmente a la marina real.

Saludando las embravecidas olas del mar del Norte, regresé a Malinas atravesando de nuevo las deliciosas campiñas de las dos Flandes, entretenida la vista con el cuadro pintoresco y variado de aquel hermoso jardín, y ocupada la memoria en el recuerdo de las páginas de nuestra historia nacional escritas con sangre en aquellas hoy felices campiñas. Únicamente tuve el sentimiento de que la estación avanzada y el mal temporal no me permitiesen disfrutar en ella alguna de aquellas alegres y animadas fiestas dominicales que describen en sus relaciones los graciosos de Calderón y Lope, y cuyas populares escenas podemos por fortuna contemplar trasladadas por el mágico pincel de Theniers, en la preciosa colección que encierra nuestro Museo de Madrid.




ArribaAbajo- XV -

Malinas. -Lieja. -Namur


La distancia mayor que comprenden los caminos de hierro es la de cincuenta y cinco leguas que median entre Ostende y la ciudad Walona de Lieja, capital de la provincia de su nombre; y esta distancia se franquea en el corto término de siete horas, variando en ellas tan rápidamente de situación local que se hace sensible hasta en el reló que lleva el viajero; y cambiando también el aspecto del país y de las costumbres de los habitantes, cuanto difieren entre sí las diversas razas norte y meridional; el clima nebuloso de aquél, y la clara y despejada atmósfera de éste; los terrenos bajos, llanos y pantanosos de la Flandes, y las pintorescas montañas, a cuyo pie corre el apacible Mossa.

Sin embargo de este rápido movimiento, ¡cosa singular y que han observado conmigo otros viajeros! y es que el fastidio de la travesía está en razón de la distancia, no del tiempo empleado en salvarla; pues por mucho que vuele el cuerpo, es aún más voladora la imaginación; de suerte que en la del viajero puede asegurarse que cuatro horas sobre el camino de hierro equivalen a doce sobre los caminos ordinarios. Esto no quita para que al apearse en Malinas a las doce del día deje de reconocer con sorpresa que eran las nueve cuando dejó en Ostende las orillas del mar del Norte.

La ciudad de MALINAS, apellidada por mucho tiempo la dichosa a causa del solemne jubileo que el Pontífice Nicolás V la concedió, y la limpia por el esmerado aseo de sus calles, es sólo hoy una ligera sombra de lo que fue un día, cuando era cabeza de la Señoría que llevaba su nombre, y lugar de residencia de un parlamento supremo. -Conserva, empero, como todas las ciudades de Bélgica, muchos recuerdos materiales de su antigua historia y tales como la casa de ciudad, el palacio arzobispal, el colegio municipal, y sobre todo su hermosa catedral, y otros edificios religiosos, que no dejan de visitar con atención los viajeros aficionados, por las muchas y apreciables obras de arte que encierran. Dicha catedral está dedicada a San Rombaldo; es obra del siglo XIII, y se anuncia desde lejos majestuosamente por una bella torre cuadrada en que hay un reló con un admirable juego de campanas (carillon), uno de los signos característicos de las catedrales belgas. El adorno interior de aquel templo responde bien o su noble aspecto exterior; son realmente admirables las obras de escultura era las tumbas de señores y arzobispos de Malinas, que llenan las capillas y el coro, y toda la iglesia es un verdadero museo de cuadros admirables, entre los que sobresale un famoso Calvario pintado por Van-dick. -En otra iglesia llamada de Nuestra Señora puede admirar el viajero el célebre cuadro de Rubens, que representa La Pesca milagrosa, y otra multitud de pinturas excelentes. -En la de San Juan luce también el mágico pincel de Rubens en el cuadro del coro que representa La Adoración de los pastores, y otras muchas pinturas de su mano que hacían decir frecuentemente a aquel grande artista: «El que quiera ver lo que yo sé hacer, que vaya a San Juan de Malinas.» Todas las demás iglesias son igualmente ricas en materia de arte. -Esta ciudad, célebre igualmente por la fabricación de sus encajes, conserva aún su antigua nombradía, aunque decaído este ramo con la competencia de los tules, distinguiéndose, empero, notablemente los encajes de Malinas, por su belleza, solidez, delicadeza y buen gusto en el dibujo.

Luego desde que en dicho Malinas, estación céntrica del viaje, toma asiento el viajero en el convoy que sigue hasta Lieja, continúa el camino paralelo con el hermoso canal de Lovayna, delante de cuya ciudad se hace estación, pudiendo detenerse en ella, que bien lo merece por su importancia histórica, la riqueza de sus monumentos públicos y la fama de su Universidad Católica. Por mi parte confieso que, por una pereza imperdonable, me contenté con verla desde afuera, y con admirar la imponente masa de su célebre casa comunal, uno de los edificios góticos más ricos de adorno que cuenta la Bélgica, y aún la Europa toda; y siguiendo nuestra marcha por las inmensas y fértiles llanuras del Bravante Walon dando vista a multitud de pueblos, castillos y caseríos, célebres en la comarca, marcados muchos de ellos en nuestra historia, como el de Roosbeck, en cuyos campos las tropas españolas obtuvieron una señalada victoria sobre las del gran Bailio Jacobo de Glimes; y perdiendo, en fin, de vista la llanura para entrar en un terreno quebrado y montañoso, llegamos al famoso tunnel de Cumptich, de que ya he hablado en el artículo de los caminos de hierro. -Saliendo, pues, de aquella prolongada caverna, y pasando luego por delante de ciudades tan importantes como Thirlemon, Landen, Waremme, etc., se llega en fin al pueblo de Ans, tres cuartos de hora antes de Lieja, a donde concluye hasta el día el camino de hierro. Aquí hay necesidad de trasegar a los viajeros en coches comunes para llegar a la ciudad, y entonces es cuando se hace sensible la diferencia de uno y otro medio de transporte.

La historia de la antigua y célebre ciudad de Lieja es una de las más interesantes, o acaso la primera entre todas las de las ciudades de Bélgica; poblada desde el siglo VII, dominada durante ocho centurias por sus obispos soberanos, en lucha siempre contra el espíritu turbulento de democracia; sosteniendo otras veces sitios y saqueos terribles para Carlos el Temerario, y otros señores antiguos y modernos; agitada por un espíritu de inquietud y vitalidad que ha tenido siempre en alarma a todos los gobiernos que han dominado la Bélgica, ha sido víctima de las desgracias que son consiguientes a aquel espíritu de sus habitantes, los cuales, por otro lado, dedicados con todo el ardor de su entusiasmo al cultivo de las artes y a las ciencias, han dado a conocer bien en todos tiempos la potencia de sus facultades intelectuales, al paso que su alegre carácter (que participa mucho de la vivacidad francesa) forma un contraste halagüeño con la apacible serenidad de los brabanzones y flamencos.

La extensión de aquella ciudad es tan considerable que llegan a contarse en ella hasta once mil casas, aunque sólo está poblada por unos sesenta mil habitantes. Bajo dos aspectos diferentes puede ser considerada; bajo el punto de vista monumental y artístico, o bajo el industrial: el primero ofrece aún bastantes objetos de interés, si bien el conjunto de la ciudad está distante del carácter original de las flamencas; pero su estado industrial es realmente floreciente, y en sus diversos ramos presenta un cuadro interesante para el curioso observador.

Sus muchas y excelentes fábricas de armas, entre las cuales se cuenta la gran fundición de cañones, una de las primeras de Europa; la explotación de las ricas minas de carbón y de hierro de sus contornos; los soberbios establecimientos de Seraing, en que han sido trabajadas todas las máquinas que andan en los caminos de hierro; las de cristalería de Val St. Lambert, y un sin número de otras importantes fábricas cuyas altas chimeneas humean en sus contornos, asemejándolos en parte a los de la ciudad inglesa de Birminghan, dan luego a conocer la riqueza de ésta de Lieja, colocada afortunadamente en el punto intermedio entre la Bélgica y la Alemania, y sobre un río que la comunica con la Francia y la Holanda.

El material aspecto de Lieja tiene muchos puntos de contacto con las ciudades departamentales del norte de Francia; con sus naturales divisiones de antigua y moderna, su río que atraviesa la ciudad, sus casas altas, y obscuras calles, sucias en aquélla, alineadas y limpias en ésta; su antigua catedral, y sombrío palacio de Justicia; su boulevart, y diques a la orilla del río, y hasta los edificios modernos greco-franceses, el exterior de las casas particulares, el adorno de las tiendas, y una bella galería de cristales (pasage) como las de París, todo es análogo a lo que se halla en Francia. Por último, el idioma de la sociedad media (pues en las clases bajas está todavía muy generalizado el dialecto walon) es más francés que el que suele hablarse en algunos departamentos de aquella nación.

Entre los edificios antiguos quedan aún dignos de atención el ya dicho palacio de Justicia residencia un tiempo de los obispos Soberanos, con una galería interior muy digna de atención; las magníficas iglesias de Santiago, San Martín, San Bartolomé, Santa Cruz y la catedral de San Pablo, obra de diversos siglos, que ofrece en el día un todo bastante mezquino comparado con otras catedrales belgas. Esta iglesia es la única que he visto iluminada por el gas durante los oficios de la noche, habiéndome tocado visitarla el primero de noviembre, fiesta de todos los Santos.

El vasto edificio de la Universidad encierra, además de los departamentos de enseñanza, una excelente biblioteca de setenta y cinco mil volúmenes, y muy bellos gabinetes de historia natural, física, química, anatomía, dignos de la mayor alabanza, así como el jardín Botánico rico y bien clasificado, de cuyos establecimientos conservo apreciables noticias que me suministró el joven y apreciable Doctor Morren, catedrático de Botánica en aquella universidad, que tuvo la bondad de acompañarme en mis excursiones Liejeses con aquella amabilidad y cortesía de que hace también mención el Sr. La Sagra en sus viajes.

El Teatro, en fin, obra de este siglo, y cuya primera piedra fue colocada por la célebre actriz francesa la señora Mars en 1º de julio de 1818, es un edificio bastante pesado y sin novedad. -Desgraciadamente la compañía que cantaba la ópera de Fra Diábolo era más pesada aún, y en mi vida recuerdo haber visto un acompañamiento de silbidos más estrepitoso que el que hacían los concurrentes desde el principio hasta el fin de la función.

Mi detención en esta ciudad fue tan corta que no me atrevo a decidir si tuvo o no razón Mr. Alejandro Dumas en afirmar que en ella no se halla medio de comer a otra hora que a la una de la tarde; que allí es desconocido el pan, y que se suple con una especie de tortas y bollos de maíz; que las sábanas de las camas son en ella tan pequeñas como toallas, y que si tapan los hombros, dejan al aire los pies, etc. -Esta manera de rasguear de una sola plumada las costumbres de un pueblo, es muy propia del carácter francés, pero no me parece la más prudente: en cuanto a mí puedo decir (y perdone aquel célebre viajero) que comí en Lieja muy bien a las cinco de la tarde (si bien el uso general en Bélgica como en España es comer desde la una a las tres); que no tengo presente si tuve pan, pero en fin... «a falta de pan (dice un refrán castellano) buenas son tortas»; y que las sábanas del hotel de la Europa, la habitación, los criados, y hasta las lindas hijas de la ama de la casa, todo me pareció más que regular, y de ningún modo merecedor de la filípica Dumástica.

El plan de mi viaje hizo que desde Lieja me dirigiese a Namur por camino ordinario, pues en esta travesía no le hay todavía de hierro; y no me pesó de ello, porque de este modo pude recrear la vista con la magnífica perspectiva que ofrecen las orillas del Mossa, bordadas de colinas y montañas pintorescas, alternando con valles deliciosos, ricos y variados huertos y jardines, saltos y manantiales de agua cristalina, molinos y fábricas, rocas elevadas, y sobre ellas lindos castillos y casas de recreo, multitud de pueblos y caseríos bellísimos, y demás objetos que han hecho aplicar a esta comarca el apodo de la pequeña Suiza. Todo esto va en aumento aun después de salir de Namur hasta la ciudad de Dinant, que dista de ella cuatro o cinco leguas especialmente esta travesía tiene mucha semejanza con los bellos y pintorescos contornos de Bilbao, y otros puntos de las provincias Vascongadas.

La ciudad de Namur es una pequeña población fortificada que ofrece poco interés al viajero, aunque el aspecto moderno de sus edificios, la comodidad y aseo de sus calles la hacen sin duda grata a la vista. Tiene una bella catedral moderna, del siglo pasado, verdadera miniatura de los templos clásicos de San Pedro en Roma y San Pablo de Londres, en la cual se encuentra el monumento bajo que fueron depositadas las entrañas de Don Juan de Austria, muerto en la aldea de Bouges, a un cuarto de legua de Namur, el 20 de agosto de 1578. -Tiene una célebre ciudadela que tantos y tan reñidos sitios ha sostenido contra españoles, franceses, ingleses y alemanes; tiene excelentes y nombradas fábricas de cuchillería, de que hace un importante comercio; tiene en fin muchos establecimientos de instrucción y de beneficencia dignos de ser visitados. -De éstos sólo haré mención de dos; el primero el colegio de Jesuitas, quienes, valiéndose de la protección que indistintamente ofrece a todos los ciudadanos la ley belga, han levantado en estos últimos años un magnífico edificio con destino a la enseñanza, en el que reúnen ya hasta seiscientos alumnos internos de buenas familias de todo el país; y en el régimen interior, aseo y decoro del establecimiento, se observa aquella inteligencia, aquel conjunto agradable que fue siempre el distintivo de las casas de la compañía. En ésta hallé dos padres jesuitas de la casa de Madrid, que, habiendo escapado afortunadamente de los sangrientos días 17 y 18 de julio de 1854, han ido a parar a Namur, donde se hallan ejerciendo ya entre sus compañeros funciones de importancia.

El otra establecimiento de que quiero hacer mención es la moderna Penitenciaría de mujeres (posterior a la obra del Sr. La Sagra, y de que aquél no pudo dar noticia), verdadero modelo de este género de establecimientos, por su material construcción y su régimen interior. Sin meterme a tratar la cuestión de penalidad, muy ajena de mis escasos conocimientos y del objeto de estos artículos, no pude menos de reconocer en este establecimiento un orden tan grande en su mecanismo, una aplicación tan clara de las doctrinas modernas en este punto, que dejaron en mi memoria una profunda impresión, neutralizada por la dolorosa sensación que me produjo el aspecto de cuatrocientas cincuenta mujeres, muchas de ellas jóvenes y hermosas, condenadas al encierro y al trabajo, unas perpetuamente, y todas al más rigoroso silencio.

Al entrar en aquella triste mansión dejan su traje y se les obliga a tomar el modesto y uniforme de la casa; pierden su nombre y son designadas únicamente por un número; pierden el uso de la libertad, y hasta se las exige que olviden el de la lengua... ¡qué mayor castigo para una mujer...! ¡Renunciar al deseo de agradar, al interés de su persona, al placer de comunicar sus pensamientos!...Sentadas durante todas las horas del día a lo largo de la gran galería obrador, hilan o tejen en los talleres vigiladas rigorosamente por las guardianas, que no bien observan a alguna remover los labios, apuntan su número en la libreta, dan luego parte al director y queda designada la infeliz para sufrir el castigo de tal o tal pérdida de parte del alimento, tal o tal reclusión forzada, etc. -En aquel terrible cuadro, por otro lado animado con una hermosa luz que viene se las ventanas del techo y la presencia de tantas mujeres de todas edades, todas con su toca blanca uniforme, y bajo cuyo modesto y desairado corte todavía las hermosas hallan medio de parecer bien, sólo se oye el ruido monótono de los tornos, o las pisadas de las guardianas; y aún el profano que hacían nuestras botas al recorrer aquella triste mansión (favor raramente dispensado a visitadores de otro sexo) no alcanzaba a romper los lazos del temor y a hacer levantar, o volver la cabeza a aquellas infelices, cuyo silencio elocuente despedaza el corazón.

Todavía penetré más allá de Namur por esta parte de la Bélgica, pues llegué a tocar con los límites del Luxemburgo y las Ardennes, hasta Beauraing, territorio del dominio del Sr. duque de Osuna, descendiente de la ilustre casa de Beaufort, quien conserva en sus restos de un antiguo y célebre castillo. -Mi intento era conocer la vida de los habitantes del campo y de las pequeñas poblaciones apartadas de las grandes carreteras; y si el movimiento y animación de aquéllas me habían sorprendido, no fue menos grata la impresión que me produjo el uniforme aspecto de bien estar, de seguridad y de alegría que me ofrecieron éstas. -Pueblos pintorescos y variados, campos bellísimos, bosques deliciosos y bien cultivados, castillos y quintas de trecho en trecho, donde habitan la mayor parte del año sus opulentos dueños vecinos de la corte o de otras ciudades; la más completa seguridad a todas horas; la frecuencia de comunicaciones; animación en los trabajos del campo y de la industria durante toda la semana; fiestas religiosas en las modestas iglesias; bailes y juegos en las plazas los domingos; autoridad paternal en los poderosos; docilidad y cariño en los subalternos; uniformidad del existir, moderación en los deseos; respeto a la propiedad, y amor a la familia y al país; esto es lo que se me revelaba a cada paso en aquellos pueblos cuyas casas veía defendidas día y noche solamente con una simple vidriera; en aquellos campos en que miraba circular a todas horas hombres y mujeres; en aquellas quintas, apartadas una o dos leguas de las poblaciones, en la cima de una montaña o en el fondo de un bosque; y habitadas por sus señores sin guardas ni precauciones; en aquellos párrocos explicando el Evangelio bajo el pórtico de la iglesia; en aquel tranquilo hogar del pobre; en aquellos ricos salones del señor, animados unos y otros con el divino ambiente de la paz doméstica; y no me causó sorpresa cuando en una de mis correrías alcancé a ver al mismo rey Leopoldo, que con una modesta comitiva suele salir a cazar por aquellos contornos, o dirigir por sí mismo la traza de un camino o de alguna otra obra importante. Aparato sencillo que hace el elogio de aquellos habitantes, y contrasta visiblemente con el formidable de que tiene que rodearse el rey ciudadano cuando sale a recorrer las calles de su buena ciudad de París.




ArribaXVI y último

Amberes


La última de mis excursiones por el país belga fue exclusivamente consagrada a visitar la ciudad de AMBERES, célebre emporio del comercio, y lugar tan señalado por los grandes hechos de armas de varias naciones. Especialmente para un español, apasionado ardiente de nuestras antiguas glorias, la visita a aquel gran teatro histórico es una peregrinación que excita las más profundas sensaciones; y con desconfianza de poder expresarlas, entro en este último período de mi bosquejo, cuando ya debe hallarse fatigada la atención de los lectores, no menos que las débiles fuerzas de mi pluma.

AMBERES, una de las plazas más fuertes de Europa, se halla bañada al oeste por el magnífico río Escalda, cuyas orillas defienden multitud de baluartes, y rodeada por la parte norte de fosos y murallas de grande fortaleza; hacia el mediodía tiene para su defensa la célebre ciudadela, mandada construir por el duque de Alba Don Fernando Álvarez de Toledo. La figura de la ciudad asemeja a la de un arco extendido, cuya cuerda forma el río, y su mayor extensión es de media legua: aunque distante unas diez y siete leguas del mar, es considerada como puerto, y puerto importantísimo, porque la capacidad del Escalda, que tiene delante de la ciudad más de ciento ochenta varas de anchura por quince de profundidad, permite a los buques de alto bordo remontar hasta sus muros, y estacionar en el magnífica puerto mandado construir por el emperador Napoleón. El interior de la ciudad, además, está cruzado por varios canales que comunican con el río y le prestan toda la facilidad que su comercio necesita.

Aunque decaída en parte de la importancia mercantil que tuvo en los tiempos en que quinientos buques aportaban diariamente a sus orillas los tesoros de ambos mundos; en que cinco mil negociantes se reunían en su bolsa o lonja de comercio, poniendo en circulación todos los años quinientos millones de florines; de aquella época, en fin, en que habiendo aceptado Carlos V el convite del negociante amberino Daems, su acreedor por dos millones de florines, arrojó éste al fuego la firma del crédito, diciendo que «se daba por sobradamente satisfecho con el honor de haber tenido a su mesa al monarca soberano de tantos pueblos»; sin embargo, todavía el movimiento mercantil de su población, reducida hoy al número de ochenta mil habitantes, sus importantes fabricaciones de sederías, tules, galones, refinos de azúcar, etc.; su bello caserío, el rango militar de su fortaleza, y la importancia artística de su escuela de pintura, constituyen aún a Amberes en un lugar muy interesante entre las ciudades de Europa.

Fundada en los tiempos más remotos, y de que no hay noticias exactas, conocida en la antigua historia con los nombres de Andoverp, Andoverpia, Antuerpha, Antwerp y otros, derivados de las palabras flamencas Hand-Werpen, que quiere decir mano arrojada, o aen t'werp, que significa delante del río; dominada sucesivamente por los romanos, normandos, francos, loreneses, por los duques de Bravante, los monarcas españoles, alemanes, franceses, holandeses y belgas; elevada al apogeo de su poder por Carlos V y Felipe II, en cuyo tiempo llegó a ser la primera plaza del comercio del Norte, con una población de doscientas mil almas, y más de dos mil buques en su puerto; despedazada luego por las guerras de religión; tomada por asalto, saqueada e incendiada por el ejército español en el año de 1576 y en otros sitios célebres; más tarde por el duque de Malboroug y los ingleses; después por los franceses y bravanzones; por las tropas de la república; por las imperiales; por las de la Santa Alianza, y últimamente en 1832 por las franco-belgas que obligaron a los holandeses a evacuar la ciudadela, no hay género de desgracia ni de horrores de que no haya sido víctima aquella ciudad; y sin embargo todavía levanta orgullosa su frente y forma el encanto del viajero que la visita.

En ella sí que puede justamente decirse que se revela todavía más de una huella del paso de la raza española: en ella sí que sus edificios públicos (algunos de ellos obras de arquitectos españoles), que muchas de sus casas particulares, propiedad de los comerciantes de nuestra nación que allí iban a establecerse, denuncian a cada paso la dominación castellana; y sin tratar ahora de la célebre fortaleza del duque de Alba, de la casa de ciudad, de las muchas iglesias como el convento de las Carmelitas, fundada por la misma Santa Teresa, y otras de origen español, no hay más que dar una vuelta por las calles de la ciudad para encontrar aún en muchas de sus casas aquel modo de construcción peculiar de nuestro país; aquellos patios enlosados, aquellas rejas bajas y salientes, aquellos balcones de madera, aquellas tapias de ladrillo y pedernal, aquellas puertas arqueadas, aquellas armas y empresas nobiliarias esculpidas en piedra berroqueña sobre ellas, algunas todavía conservando los motes en latín, castellano o vascuence, aquellos nichos con cruces y santos, aquellas celosías y miradores que constituyen aún la fisonomía especial de las casas de Toledo, Valladolid, Segovia, etc. -Sin embargo, la inmensa mayoría de las casas de Amberes ostenta hoy toda la grandeza y elegancia del arte moderno; sus calles anchas y alineadas presentan un magnífico golpe de vista; su excelente piso y alumbrado por medio del gas (como todas las ciudades belgas) ofrece la mayor comodidad; y la riqueza y abundancia de sus tiendas de comercio, cafés, fondas y mercados, la hacen, en mi juicio, superior en suntuosidad y agrado a la misma capital Bruselas.

Los monumentos públicos encierran también todo aquel grado de interés que los de las otras ciudades sus rivales, y baste decir que Amberes es la patria de Rubens, de Van-dick, de los dos Theniers, y de tantos otros célebres artistas jefes de la escuela llamada flamenca, y que han consignado en aquella ciudad las más brillantes obras de su talento.

Con efecto, si para conocer bien a RAFAEL es preciso ir a Roma, y visitar a Sevilla para apreciar dignamente a MURILLO, para admirar a RUBENS es necesario ir a Amberes. Allí, en todas las iglesias, en todos los palacios, museos y colecciones particulares están sembradas las flores de su fecundo pincel; allí está la casa en que vivió; allí la tumba que le encierra; allí, en fin, la estatua colosal que el entusiasmo de los amberinos le ha erigido en el año último.

Era el día 15 de agosto de 1840, y cumplíase en él el segundo aniversario secular de la muerte del grande artista. Las autoridades de Amberes, secundadas por las muchas corporaciones científicas, y por el entusiasmo general de la población, habían dispuesto elevar a la memoria de aquel hombre ilustre una estatua colosal de bronce, que le representa, sobre un pedestal adornado de relieves alegóricos. -Una gran parte de la población de las ciudades belgas y holandesas, francesas, inglesas y alemanas se habían apresurado a correr a tomar parte en las magníficas fiestas dispuestas para aquella solemnidad europea; las calles de Amberes rebosaban en gentes de todas naciones, costumbres y dialectos; las fachadas de las casas, adornadas con guirnaldas y colgaduras, las avenidas de las calles con arcos de triunfo, templos alegóricos, obeliscos y decoraciones trasparentes ofrecían un espectáculo semejante al que cuentan las historias que presentaban cuando en 1685 hizo su entrada pública el príncipe D. Fernando, infante de España. Por todas partes veíanse flotar guirnaldas y banderolas; por todas se leían versos e inscripciones alegóricas al héroe de la fiesta nacional. Las salvas de artillería, el redoblar de las campanas, el armonioso juego de los carillones, el ruido de los cohetes y de las aclamaciones de la multitud embargaban el alma y ponían en suspenso los sentidos.

Durante doce días consecutivos una larga serie de solemnidades religiosas, artísticas y literarias, de espectáculos alegres, juegos, bailes y regocijos, en que la opulenta ciudad de Amberes gastó más de tres millones de nuestra moneda, consignaron dignamente el objeto de aquella fiesta. La municipalidad hizo abrir dos medallas con el busto de Rubens; la Sociedad Real de ciencias, letras y artes, la Flamenca, el Ateneo y otras repartieron premios a los autores de las mejores memorias en elogio del artista; y aquéllas y éstos fueron distribuidos al inaugurarse la estatua delante del puerto con magnífico aparato y ceremonias; al mismo tiempo que se botaba al agua un bello navío; que las fuentes públicas corrían vino y cerveza; que se hacían cuantiosas distribuciones de víveres a los pobres; que la ciudad toda iluminada presentaba el aspecto de una ascua de oro.

Otro de los días estaba consagrado a las festividades religiosas, como no podía menos en pueblo tan amante de su gloria como de su fe; y en él se verificó la gran procesión de la Virgen, patrona de Amberes, la solemne Misa y Te Deum en la catedral, y la visita a la tumba de Rubens en la iglesia de Santiago. Otros días, en fin, tuvieron lugar los grandes conciertos dados por la sociedad de la Armonía, y la de Guillelmo Tell; la exposición de las flores; la de la industria; la de las bellas artes; los juegos navales sobre el Escalda; el paseo de la gran cabalgata del gigante Antígono y su familia (una de las antiguallas de Amberes) y el carro de Rubens; las grandes fiestas teatrales, los fuegos de artificio, los bailes en las plazas públicas, los banquetes-monstruos, las paradas de la tropa, y la entrada triunfal de las sociedades extranjeras del Arco y la Ballesta. -De este modo solemnizó Amberes la memoria de su grande artista, dando en ello prueba de su entusiasmo nacional, de su magnificencia y buen gusto.

Reclamando sinceramente la indulgencia de mis lectores por este episodio que me he permitido, seguiré la rápida reseña de los principales objetos de curiosidad que llaman la atención en aquella ciudad insigne.

Sea el primero la famosa Ciudadela, que tanta importancia presta a la posesión de Amberes, y fue, como ya queda sentado, mandada construir por el duque de Alba para tener en respeto a aquella indómita población. Como casi todas las ciudadelas de esta clase, la de Amberes presenta la forma de un pentágono regular con cinco frentes de fortificaciones, dos que miran al campo, uno al río, otro a la ciudad, y otro a las obras avanzadas de fortificación que protege. A pesar de las mudanzas de dueños, y de las variaciones materiales que ha sufrido, todavía los bastiones o baluartes de aquella ciudadela conservan los nombres españoles de su fundador: el que mira a la explanada se llama el baluarte de Fernando; el que está a su derecha se llama de Toledo; otro el de Pacciotto (nombre del ingeniero constructor); otro el de Alba, y otro, en fin, el del Duque.

Después de la revolución de setiembre de 1830, la ciudad de Amberes fue ocupada por los belgas independientes, y las tropas holandesas retirándose a la ciudadela incendiaron el arsenal y muchas casas de sus cercanías; pasáronse así los años de 1831 y 1832, durante los cuales la ciudad quedó fortificada grandemente por los belgas, armadas sus baterías, abiertas trincheras, levantados parapetos, y coronado todo ello por un número de cuatrocientas diez piezas de artillería, que hacían respetable su agresión a los holandeses. Por su parte éstos habían fortificado poderosamente la ciudadela bajo el mando del barón Chassé; y tal era su estado cuando los gabinetes de París y de Londres resolvieron arrojarlos a viva fuerza de aquella posición. A esta nueva, el terror de un choque violentísimo se esparció por la ciudad; muchos habitantes abandonaron sus hogares, y otros tomaron todas las precauciones posibles para el caso de un bombardeo.

Un ejército francés de sesenta y cinco mil hombres a las órdenes del mariscal Gerard, y mandadas sus divisiones por los duques de Orleans y de Nemours, ocupó la ciudad el día 28 de noviembre de 1832, y el 30 a la media noche rompió el fuego de la ciudadela contra los trabajos de aproximación emprendidos por los franceses, a pesar de las lluvias continuadas y en medio de indecibles obstáculos. -El 4 de diciembre rompieron éstos en fin por su parte el fuego, siguiéndole durante 19 días con tan horrible vigor, que muy luego fueron acribillados por las balas los edificios de la ciudadela, el piso de sus plataformas hundido por las bombas, y mutilada gran parte de su guarnición. -El 14 de diciembre fue tomada por asalto la luneta de San Lorenzo, después de 15 días de trinchera abierta, y el 22 el fuego redoblado de todas las baterías francesas y belgas, y el de las lanchas cañoneras estacionadas delante de los fuertes, cubrieron materialmente de proyectiles todo el suelo de la plaza, habiéndose calculado en setenta y cuatro mil los disparos de la artillería sitiadora, de los cuales veinte mil bombas, que dejaron arruinados todos sus edificios, y ni un palmo siquiera de abrigo a sus defensores; en términos que el día siguiente 23, al tiempo de ir a darse el asalto general, dos oficiales holandeses se presentaron como parlamentarios en el campo francés; pero mientras se trataba de las capitulaciones el comandante de la escuadrilla holandesa Koopman, no queriendo entrar en ellas, intentó escapar con sus buques; mas detenido por las baterías francesas, prefirió incendiarlos durante la noche, último y terrible episodio que ofreció aquel sangriento cuadro.

Al día siguiente 24 de diciembre la guarnición de cinco mil hombres entregó las armas, y los franceses tomaron posesión de la ciudadela, que el 31 entregaron a los belgas; llevando sólo a París por testimonio de su conquista las banderas holandesas.

Todas estas noticias las debo al amable conserje de la ciudadela que me acompañó en mi visita, y me contó el sitio con toda la inteligencia de un militar, y con toda la exactitud de un testigo de vista.

Viniendo ahora a los edificios públicos de la ciudad, sólo me permitiré citar algunos, como la Casa consistorial, obra de bella apariencia del siglo XVI y del tiempo de la dominación española. -La Bolsa, también de la misma época, especie de claustro abierto entre cuatro calles que le dan la entrada, de una fisonomía original y propia. -La casa Anseática delante del puerto, que sirvió en otro tiempo de factoría a las ciudades anseáticas, soberbio edificio, con el cual juega bien el otro de depósito mercantil de moderna. construcción. -El Teatro, en fin, inaugurado en 1854, de una bella y suntuosa forma, y que, como el de Bruselas y el de Gante, puede competir con los más bellos de París o de Londres; sin embargo su misma magnificencia y suntuosidad pudiera achacarse de exagerada, atendiendo a la reducida población de Amberes, y a la poca inclinación que manifiesta a los espectáculos escénicos, bastando a los activos negociantes de que se compone su mayor parte aquélla, en cualquiera de los muchos Cafés Estaminets, formar corro en rededor de una mesa con sendos vasos de cerveza delante, y su pipa en la boca, y pasar así tres o cuatro horas tratando de sus negocios, o narrando sus aventuras con aquella calma y franca solemnidad con que los pinta David Theniers en sus admirables bocetos.

Puede presumirse que en aquella ciudad-museo el establecimiento que lleva especialmente este nombre será de una riqueza extraordinaria: lo es con efecto bajo el punto de vista del mérito de las obras en él expuestas; aunque malamente colocadas en un antiguo edificio destemplado, húmedo, y con escasísima luz. En él se admiran más de doscientos cuadros de la escuela flamenca, entre ellos muchos de Rubens y Van-dick, y el sillón de que aquél usó en la sala de Juntas. En este edificio se reúne la Sociedad del fomento de las bellas artes, y en una de sus salas hay abierta una exposición perpetua de las obras de los artistas contemporáneos, que, rifadas en el día 1º de cada año, sirve a estimularlos y sostenerlos; habiéndome llamado la atención en muchos cuadros en ella expuestos las buenas tradiciones de las escuelas flamenca y holandesa que se conservan aún en los jóvenes pintores amberinos.

Las iglesias de Amberes merecen fijar muy especialmente la atención del viajero. Grandes, bellas, ricas, bien cuidadas y cubiertas con profusión de mausoleos de mármol, de bellísimas pinturas y efigies, necesitan muchas y prolongadas visitas para ser bien conocidas, y exigirían aquí una difusa relación. Desgraciadamente no la permite el espacio, y así sólo diré que en la de Santiago, admirable edificio casi todo de mármoles, enriquecido por una verdadera galería de cuadros de primer orden, se encuentra una capilla destinada a la familia de Rubens, que en ella reposa; y cuyo panteón cubre una ancha losa con las armas del célebre artista caballero, del favorito diplomático de María de Médicis y Felipe IV. El más bello adorno de esta capilla consiste en un cuadro pintado de su mano, que representa la Santa Familia, en el cual introdujo su retrato el artista bajo la figura de San Jorge, y los de su padre y sus dos mujeres bajo los de San Gerónimo, Marta, y Magdalena. -En la iglesia de San Andrés, obra de la infanta Margarita, hay que admirar magníficas esculturas, y un bello mausoleo erigido por dos señoras inglesas a la memoria de la infortunada María Stuarda. -En la de San Pablo; en la antigua de los Jesuitas, hoy San Carlos Borromeo, dirigida por el mismo Rubens; en la de San Agustín; en la de San Antonio; en la de San José, que perteneció a las Carmelitas fundadas por Santa Teresa de Jesús, y en otras varias, una riqueza inmensa de cuadros magníficos de bella escultura, de alhajas y curiosidades.

Sobre todo la magnífica catedral, dedicada a Nuestra Señora, es uno de los monumentos de arrogante osadía, uno de los más admirables conjuntos artísticos que existen en Europa. -Atribúyese su construcción al siglo XIII, y tiene de largo quinientos pies por doscientos treinta de anchura y trescientos sesenta de elevación: su nave principal es reputada por la más perfecta después de la de San Pedro en Roma, y cuando se entra en ella causa un movimiento de agradable sorpresa su bella cúpula iluminada lateralmente: el techo pintado al fresco con magnificencia, su elegante vidriería, y la riqueza de sus altares de mármol y de elegante forma. Deteniéndose a visitar sus capillas, llega a su colmo el placer del artista contemplando los más célebres cuadros de la escuela flamenca; sobre todos las obras capitales de Rubens y Van-dick el Descendimiento y la Elevación de la Cruz, colocados en los lados laterales del crucero, exigen absolutamente la peregrinación de Amberes de todo artista entusiasta.

La famosa torre lateral, que decora la portada de este soberbio templo, acabada en 1518, es también una de las más bellas y atrevidas que existen en el mundo. -Su elevación es de cuatrocientos sesenta y seis pies, y se sube por seiscientos veinte y dos escalones hasta su última galería; posee un juego de noventa y nueve campanas, que ejecutan a cada hora preciosas sonatas: la campana grande (cuyo padrino fue Carlos V) pesa seis mil libras, y necesita diez y seis hombres para ser movida.

Desde aquella altísima galería se descubre casi toda la Bélgica, y parte de la Holanda; Bruselas, Malinas, Lovayna, Tournouth, y hasta con el auxilio de un buen anteojo alcánzase a ver el humo de los vapores que entran por la embocadura del Escalda: el majestuoso curso de aquel río, las llanuras pantanosas de la Holanda, la ciudad de Flesinga y aquellos muros de Breda que me recordaban el drama de Calderón, el cuadro de Velázquez, y la lacónica carta del Conde-Duque de Olivares al general de nuestro ejército: «Marqués de Spinola, tomad a Breda.»

Pero la estación invernal se había adelantado durante mi permanencia en aquel país; el Escalda y el Mossa, a ejemplo del Ródano y el Saona, habían olvidado sus márgenes y se extendían por las artificiales praderas del País Bajo, convirtiéndolas en un eterno lago que había que atravesar a bordo de una diligencia. Tuve, pues, aunque con sentimiento, que renunciar al proyecto de seguir hasta Amsterdan y La-Haya, y terminar aquí, un paseo que con tal desencadenamiento de elementos me ofrecía peligros ciertos por dudoso u escaso placer; regresando a Bruselas, y de allí a París, no sin dar un largo rodeo para tener el gusto de visitar la suntuosa y antigua catedral de Reims.

Pasado en París lo más crudo del invierno, había determinado continuar mi correría y visitar


il bel paese
ch'Apennin parte, e'l mar circonda e l'Alpe



pero las embajadas italianas ofrecen hoy mil inconvenientes para autorizar los pasaportes de los viajeros españoles. Torné entonces mis miradas a la Gran Bretaña; pero la vi envuelta en espesas nieblas, de que conservaba triste memoria por otro viaje que hice a aquel país hace siete años. Visto lo cual, y atendidos también los deseos que picaban el ánimo de platicar con mis paisanos en el habla de Cervantes, y de tornar a ver el agraciado rostro y lindo talle de mis paisanas, tomé rápidamente la vuelta del Pirineo, saludé las Castillas, y di fondo a pocos días en la casa de postas de Madrid.





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