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ArribaAbajoDon Polidoro10

(Retrato de muchos)


París, noviembre 19 de 1880.

Don Polidoro acaba de ser vomitado en París con toda su familia por el tren expreso de la estación del Norte. Don Polidoro tiene cincuenta y cinco años, ha nacido en el año 25, ha sido un excelente unitario, tiene diez leguas de campo en Juárez y cuatro casas en Buenos Aires, fuera de la que habita en la calle de Buen Orden, provista de tres patios, de una huerta con higueras, y edificada en línea recta de tal manera, que desde las ventanas de la calle se puede matar de un tiro de fusil al cocinero en la cocina. Don Polidoro habla el español, nada más que el español. Del francés sabe tres o cuatro palabras, poco extraordinarias por cierto: monsieur o mosiú , madame , oui y no . He ahí todo su capital.

La señora de don Polidoro, desde que ha pisado la tierra francesa, vive completamente condenada a la abstinencia de toda conversación con los extraños, pero en cambio, los dos niños mayores dominan todo el repertorio dialogado del Ollendorf. El   —350→   resto de la familia compuesto de cuatro niños más, y de tres sirvientas, está obligado, como don Polidoro y su señora a comunicarse con el mundo exterior por medio de los hermanos mayores.

Don Polidoro se ha marcado desde el momento en que se encontró en la canal exterior; la señora ídem; el camarote ha sido una hecatombe durante los veintiocho días de viaje. Pero es necesario llegar a Europa a todo trance, y gastar los ochocientos mil pesos moneda corriente, en que nuestro viajero ha calculado su presupuesto, incluidos pasajes, regalitos y provisiones consiguientes de un regreso del viejo mundo. Don Polidoro trae también in pectore sus proyectos malévolos. Se cree un pequeño monstruo cuando en los profundos arcanos de su conciencia, acaricia la idea de sus próximas campañas de Mabil , como él escribe y llama a Mabille. Está dominado por la fiebre de verlo todo, y trae además de las guías indispensables, una lista en la memoria de lo que otros le han recomendado que vea. El idioma es el único punto opaco en la vida europea de don Polidoro. Con el francés, con sólo el francés, él daría vuelta al mundo. Pero el honorable compatriota que ha sido juez de paz y comandante militar, que desde 1852 hasta la fecha ha tomado parte en todas las elecciones habidas y por haber, siempre del lado de la buena causa se entiende, que por dos o tres veces ha sido diputado provincial y casi senador, a no haber mediado un malaventurado empate, el honorable compatriota, repito, está obligado a permanecer con rostro de cretino, mientras Blasito, su primogénito oye y toma tiempo para digerir con dificultad lo que explican los guías y lo que exigen los cocheros; y cuando Blasito vacila, se equivoca o no inventa pronto su traducción ¡qué indignación, qué mal humor, qué impaciencia la de   —351→   don Polidoro! Entonces el intachable burgués del Río de la Plata, se encara frente a frente con el interlocutor y aparta con desprecio a Blasito, fulminándolo con este anatema: «¿Para qué me sirve lo que he gastado en tu educación?» y pretende entender y hacerse entender. Blasito, vuelve a intervenir; nueva fulminación, y, después de esfuerzos milagrosos de lengua, de gestos y visajes de todo género, don Polidoro acude al salvador y primitivo idioma de las señas. Y cuando triunfa con un simple ademán, ¡oh! ¡Cómo se pavonea don Polidoro! ¡Cómo es de feliz! En diez días más, aprende el francés más pronto que la jerigonza, mientras que Blasito queda confundido, de ignorancia y de ineptitud!

-¿Dónde se ha alojado usted, señor don Polidoro?

A esta pregunta hecha con toda la más sana intención del mundo, mi héroe, a quien acabo de encontrar en el boulevard todo vestido de nuevo, me mira con una fisonomía desdeñosa y sorprendida, como si quisiera hacerme el reproche de ignorar la cosa más notoria de la tierra.

-Pero... en el Grande Hotel , mi amiguito, en el Grande Hotel ... ¿dónde quería que me alojara?

-En el Continental , señor don Polidoro, en el Continental; hoy es el Continental el primer hotel de París.

-¿De veras? ¡Ya me lo había yo pensado! Ya me lo había dicho Nicanor, la otra noche al llegar...; pero como Blasito vio que en la guía tenía lugar de preferencia el Grande Hotel y una estrellita que quiere decir que es de lo mejor, nos fuimos a él. ¡Qué quiere amiguito! Yo he querido de lo mejor... Para que después no se diga... ¡Pero   —352→   me voy a mudar! ¡Si el Continental es mejor, me voy a mudar!

-A propósito, ¡le voy a dar mi tarjeta! -y diciendo y haciendo, don Polidoro con una risita de íntima satisfacción que le hace cosquillas en toda la cara, me da su tarjeta y la de su señora.

Monsieur Polidor

Deputé et fermier à la République Argentine

Madame, Polidor Rosales

-Eso dicen que es la moda de París. Yo le diré amigo, francamente, que a mí no me gustaba, pero Nicanor me aconsejó y me dijo que si uno no se pone aquí sus títulos, lo miran por sobre el hombro; y ahí, me ha puesto que soy diputado y estanciero. La que está furiosa es Petrona, mi mujer, porque le han quitado en la tarjeta el nombre y el apellido. Ella se llama Petrona Bracamonte, ¡pero desde que tengo las tarjetas nadie la conoce en el hotel, sino por Madama Polidora ! ¡Ja, ja, ja!

Y don Polidoro se reía a pulmones llenos.

A la mañana siguiente fui al Grand Hotel a visitar el señor don Polidoro. ¡Pobre señor Rosales! No sólo había desaparecido el nombre de familia de la señora en las nuevas tarjetas, sino que el mismo don Polidoro no era conocido sino por el número 100. La flamante personalidad del noble diputado y estanciero de la República Argentina, había sido una cifra y a tres guarismos, que componían un número inconveniente en la designación de las puertas.

Ni en la conciergerie , ni en el bureau, entendían nada de Monsieur Polidor Rosales . El número 100   —353→   está o no está en casa; un carruaje para el número 100, el número 100 se llama, el número 100 debe... el número 100 paga.

Encontré a don Polidoro indignado contra semejante apodo aritmético y resuelto a mudarse al Hotel Continental . La noche anterior se había encontrado con varios compatriotas, y como no hay extranjero en viaje que no tenga las más altas pretensiones de conocer a fondo el suelo que pisa, y de creerse en condiciones de administrar consejos y opiniones llenos de experiencia, los amigos de don Polidoro le habían puesto la cabeza como una fragua, y el Grand Hotel aconsejado por el descrédito había caído en el mayor descrédito ante los ojos del buen porteño.

Mover la comitiva doméstica de don Polidoro, demandaba fuerza. El matrimonio es poco ágil. Los cuatro niños menores y las tres sirvientas, son un apéndice engorroso para París. La cuenta diaria de don Polidoro ha llegado a trescientos y cuatrocientos francos sólo en habitaciones y municiones de boca, como él dice; pero es necesario mantener la pompa que corresponde a su rango, ¡y don Polidoro se entrega inerme a la explotación!

Don Polidoro y familia abandonaron el Grand Hotel , y mientras que el transporte de los baúles monumentales mareados rumbosamente Polidoro Rosales, despertaba la curiosidad de los sirvientes a la caza de propinas, se oían voces que decían: le numéro 100 qui déménage . Blasito se permitió una última tentativa de traducción y fue fulminado por don Polidoro que ya no podía verse eternamente confundido con ese número.

Por fin salió la familia Rosales de aquel hotel, en el que su jefe no se encontraba tratado según sus aspiraciones. Pero, el infortunio persigue a este hogar ambulante, a este cuadro de familia supinamente   —354→   criolla, que no sabe dónde está, ni a qué ha venido, ni lo que quiere, ni lo que hace. En el Hotel Continental , al día siguiente de instalado don Polidoro, se llamaba el número 77. No había sido suficiente la epigramática casualidad de su primer asilo en el Grand Hotel . Era necesario soportar la marca de los dos nuevos guarismos repetidos. ¡Ah! ¡ni el recurso de Orsini arrancando con la punta de la espada, la B de la mansión de los Borgia le quedaba a don Polidoro para salvar de las numeraciones sospechosas bajo las cuales parece destinado a vivir en Europa!

No hubo más remedio que consolarse. Cuando don Polidoro supo por boca de todos sus amigos que se hallaba alojado en el primer hotel de París, que era el número uno , que era inútil buscar otro que se le pudiera comparar, entonces fue feliz, profundamente feliz, y comenzó a pensar en la ímproba tarea de las expediciones a los museos, a los monumentos y a los paseos públicos.

Es de verse la salida de don Polidoro con su familia en dos fiacres amarillos entre 11 y 12 del día. En el primero la pareja matrimonial empaquetada en el asiento principal. Blasito en el asiento delantero, en cuenta de calepino parlante, con una cara de ingenio que desarmaría al más osado contra él.

En el otro vehículo, una sirvienta con dos vástagos más de la fecunda familia Rosales. El resto permanece en el hotel con derecho a la plaza de la Concordia, porque don Polidoro es hombre práctico; le gusta moverse con poca gente.

El primer día del Louvre, don Polidoro volvió al hotel con un visible semblante de derrotado. Pero el amor propio da fuerzas al más flaco de los mortales y don Polidoro simuló el encanto inexplicable que le había producido el examen de doscientos sarcófagos   —355→   egipcios y las colecciones interminables del museo etnográfico. Blasito regresó sumido en un sopor alarmante. Don Polidoro se indignaba de la indiferencia que su hijo mayor demostraba por cosas tan importantes. En cuanto a misia Petrona el abatimiento era profundo. Parecía que caminaba bajo el peso de un peñasco; los párpados le caían sobre los ojos como si fueran de plomo. La señora había trabajado aquel día y volvía al descanso reparador. Las bravatas de don Polidoro, sus exclamaciones de entusiasmo, sus arengas para animar aquel hogar refractario a las maravillas europeas, todo era inútil. Aquella noche el número 77 cerró su puerta a las 9.

-¡Qué temprano se ha retirado la familia del señor Rosales! -observa al portero una visita de don Polidoro la noche de la primer campaña al Louvre.

-¡Oh, sí señor -contestó el interrogado con esa zafaduría canalla que distingue a los lacayos de París- el señor y la señora se ocupan ahora de tragar museos y hacer la digestión!

Don Polidoro es indomable; al cabo de quince días ha acometido con denuedo medio París. Ha trepado jipando, pero ha trepado, al domo del Panteón, a la columna Vendôme, al arco de Triunfo, y ha regresado rebosante de orgullo, con aquella satisfacción del hombre que ha estado ubicado donde sólo es dado llegar a los que tienen dos pies y el espíritu envuelto en una masa densa de grasa como el señor don Polidoro.

Ha estado con Blasito a ver la Femme à Papa en Varietés . Blasito ha ensayado una versión bastante pasable a medida que la pieza se representa, pero un caballero del asiento vecino impone silencio a la pareja descifradora. Ambos deciden no llevar la familia a ver la pieza, porque es un espectáculo   —356→   inmoral. En los pasajes grotescos, don Polidoro que se encuentra impedido de interrogar a Blasito, ojo atento al público, estalla en carcajadas cuando la hilaridad es general. Si Blasito no se ríe porque no ha entendido, don Polidoro vuelve sobre sus pasos y se pone serio; lo consulta con la mirada; Blasito, que es un poco imbécil, no se explica lo que quiere su preguntarle su padre, y en esta escena muda, ¡la elocuencia del ridículo alcanza a la sublimidad!

¡Oh! Don Polidoro Rosales ha sido transportado a París, es cierto, porque los cuerpos se palpan y su ubicuidad es incontestable, pero su ser, su yo , ese está allá, en la calle de Buen Orden y estará siempre aunque él esté aquí. Esto no es una paradoja; es la esencia misma de la verdad.

Don Polidoro desde que se encuentra en París tiene la vista y el oído de las gamas. Cuanto ve quiere recorrer, conocer, escudriñar. Cuanto oye le sugiere el deseo de una explicación. Abruma con las preguntas y se le han aparecido tales pretensiones, que no es fácil darse cuenta de su límite. Averiguó cuáles eran los mejores restaurants de la ciudad y ha comido seis días seguidos con toda la familia en el Café de la Paix, en el Café de Paris , en Bignon , en la Maison Dorée , en el Café Riche y en el Café Anglais . ¡Oh! Qué escenas tan apetitosas las que se han pasado en aquellas mesas, servidas por los mozos más pillos y burlones de todo París y concurridas por gente que sabe lo que nuestro honorable vecino de Juárez no barrunta. ¡Ver instalarse en su mesa la familia de don Polidoro y presenciar la atadura de la servilleta de los chicos! ¿Qué cuadro flamenco puede competir con aquel ménage primitivo al natural?

El maître d'hotel presenta la carta . Misia Petrona la arroja con indiferencia y... ¡desgraciada señora!   —357→   En ese papel está escrita la medida de su apetito. Don Polidoro se acuerda de que por allá , hay también lista , y se la pasa a Blasito. ¡Al pobre Blasito! ¡Qué hará Blasito para entender esos títulos presuntuosos del menu , esa erudición culinaria que alimenta agradando, esa retórica bajo la cual un faisán más picado que el del virrey de La Perichole pasa por un pomo de opoponax ! ¡En el Ollendorf no hay nada de eso! El Ollendorf es deficiente. A Blasito lo toma la lista sin perros. El maître d'hotel espera con la más impertinente impaciencia desde la altura de dos patillas rubias en una cara completamente afeitada y empolvada. Don Polidoro lo ha amagado con una mirada de humilde consultación, pero el insolente lo ha seguido mirando con cara de esfinge, y don Polidoro no se atreve ya a una segunda tentativa. Blasito se quema las pestañas. Ha encontrado algo que ha entendido; al menos que ha podido traducir. Perdreaux demi deiul-perdices de medio luto . Lo comunica en voz baja a la mamá. Pero la mamá hace un gesto de duda, vacila y se confunde. Don Polidoro tiene un arranque; coloca el índice sobre el plato decubierto por Blasito y se lo indica al mozo. ¡Él está indignado!

-Et le potage?

(Don Polidoro): -¿Ehhh...?

(Blasito después de vacilar) : -Pregunta si no tomamos sopa, papá.

-¡Ah! ¡sí! sopa... sopa. ¿Qué sopa?

La insolencia del sirviente crece por grados:

-Voulez vous velours ?

-¡Sopa de terciopelo , papá!

-¡Traduces mal, Blas! ¡No puede haber semejante sopa!

-Sí, papa, velours , es terciopelo.

La familia se consulta y viene el potage velours , después de las agitaciones que han experimentado   —358→   los estómagos ante la perspectiva de beber los despojos de algún vestido de esa tela. Las perdices de medio luto son rechazadas por unanimidad. Don Polidoro y su señora quieren separar todo elemento triste en el momento feliz de la mesa. Los dos esposos no encuentran en aquel menu intrincado algo que los satisfaga, y la ineptitud de Blasito es cada vez más alarmante. El mozo propone turbot, homard, raie, éperlan. Don Polidoro se lanza audazmente en la senda de lo desconocido y pesca en la rápida recitación del garçon , el único sonido que ha conservado: ¡homard! Pide homard y espera con denuedo el momento del peligro.

En cinco minutos el mozo ha puesto delante de la familia que no gana para sustos y apuros, una enorme langosta de Dieppe, colorada y apetitosa.

¡Que espanto y qué ascos los de misia Petrona! Los niños menores sienten miedo en el estómago. Blasito consulta a don Polidoro. Don Polidoro pasa por un momento de vacilación, arriesga con una sonrisa llena de complacencia una última consulta al mozo, pero éste le da la espalda y mi héroe permanece solo y cara a cara con el homard. Pero don Polidoro es valiente. Él será parisiense a todo trance. Hace el gesto de un desgraciado en momentos de apurar una droga y acomete el homard . No sabe qué se come y qué no se come de aquel animal, y en presencia de la duda, come todo, carne, huevos, hueso y ¡horror! hasta el esófago del monstruo. Blasito ante una mirada furibunda de don Polidoro lo acompaña en aquel duro deber. La señora, como si hubiera comido, pasa por los amargos momentos del asco.

¡Oh París! ¡Qué hermoso es París para la familia de don Polidoro!

Pero no todas son desgracias y aventuras en aquellas comidas. Don Polidoro, siempre entregado a lo   —359→   desconocido pide un chateaubriand y en vez de una araña, con la que soñaba resuelto a comerla resignadamente, se encuentra con un beefstake . ¡Un beefstake en París!

La familia pide chateaubriand y el hambre se sacia; y desde aquel día puede don Polidoro repetir con orgullo que ha comido y come diariamente en los principales restaurants de París... pero chateaubriand y nada más que chateaubriand.

Habían pasado muchos días sin ver a don Polidoro. La otra noche en Laborde me paseaba con varios amigos. El baile estaba en todo su esplendor. Era aquella una feria de mujeres, de diamantes y perlas, de telas y encajes. ¡Cuánta gracia lasciva en esos cuerpos delgados y esculturales! ¡Qué cabezas adorables, si no fueran vacías como las amapolas! La música excita y la luz eléctrica da a aquella escena un fulgor especial. Todo hay allí, menos franceses. Lo digo por honor a la Francia. Rusos, ingleses, alemanes, italianos y españoles.

-Perdone usted, y americanos; ¡allí viene el señor don Polidoro!

Me doy vuelta, y en efecto, me veo a don Polidoro Rosales, al mismo don Polidoro, restablecido de la insurrección que intentó en su estómago la langosta del Café Riche, del brazo de una damisela de carita chiffonnée, con una toilette deslumbrante, tierna como una alondra, maligna como una viborita, entregada a su compañero como una novia en la primer cuadrilla de las nupcias.

Don Polidoro al divisarme quiso hacer una evolución como un general que se encuentra con el enemigo a retaguardia, pero, en vano. Me adelanté y llegué a su lado más pronto de lo que él había presumido.

-¡Adorable don Polidoro! ¡Es usted un hombre feliz!

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-¡Qué le parece, amigo! ¡Si este París me ha sacado de mis casillas!

-Pero ¿y misia Petrona, don Polidoro? ¿y misia Petrona?

-Durmiendo, amigo. Hoy ha visitado cuatro museos y todavía nos queda una semana de trabajo para ver lo que no hemos visto... Y cambiando la conversación:

-¡Háblele, amigo, usted que sabe hablar francés! ¡Verá qué bien habla!

-No, don Polidoro. Yo hablaría por mi cuenta, pero no por la suya. ¡Adiós!

Y don Polidoro sigue la rueda del baile con su linda compañera que le ha dado vuelta la cabeza como a un niño que recién comienza a vivir. ¡Pobre misia Petrona!

Al fin del baile, encuentro a Blasito acompañado también de una señora de cara satinada y ojeras al carbón. ¿Qué les parece a ustedes? A Blasito, al inocente Blasito, ¡haciendo su gasto de Ollendorf concienzudamente!

Salgo del baile y en el Café Anglais don Polidoro cena en ménage pero sin misia Petrona; y Lolotte, -se llama Lolotte, la sustituta de la mamá de Blasito- llama a don Polidoro, mon petit Polidor! Mon Lidor! mon bonbon glacé, mon Loló sucré.

¡Y otras dulces golosinas de este género!


Cuando nos encontremos en Buenos Aires, de vuelta, con don Polidoro Rosales, ¡ya verán ustedes si nadie le mata el punto en cuanto a práctica de la vida parisiense! Será un oráculo para sus congéneres -que son muchos- y tendrá ochocientos mil pesos menos, como ellos.

Ustedes conocen ya uno de los tipos de nuestros viajeros. Pertenece a la gente de edad. Les he de   —361→   presentar pronto el spécimen del joven para que hagan la comparación.

Los franceses, siempre espirituales, representaron el año pasado una pieza en el Palais Royal en que explotaban bajo el apodo del rastaquoère estos tipos de la América del Sur. ¡Un spécimen del rastaquoère de legitima índole es don Polidoro Rosales! Pero falta el rastaquoère de la juventud. Esta página no ha tenido por objeto hacer una pintura para reír. Es un ataque franco a los que, viejos o jóvenes, sin idea fija ni propósito preconcebido, caen un buen día en Europa y pretenden conocer las grandes capitales porque han rodado al acaso por ellas, como una bola, por un cierto espacio de tiempo.



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ArribaAbajoLas griegas de terracota

París, diciembre de 1880.

Si la civilización actual desapareciera de la haz de la tierra como la de Grecia y la de Roma, y si los arqueólogos del futuro emprendieran una excavación sobre París, como los de nuestros días lo han hecho en Nínive, Troya, Pompeya y Herculano, ¡cuántas maravillas no se encontrarían en las capas subterráneas de la ciudad del arte! Después de los trozos monumentales del Louvre, de la columna Vendôme, del arco de Triunfo, se descubrirían los pisos y los cimientos de los palacios y de los grandes hoteles! ¡Cuánto bronce, cuántas telas, cuántos elementos artísticos irían a enriquecer los museos de la era futura! Removidas primero las grandes construcciones, se llegaría a las pequeñas, y el hallazgo del hotel de Rotschild sería mucho más que en nuestros días, el descubrimiento del baño o del tocador de una rica dama pompeyana. El boudoir de una artista a la moda, de Sarah Bernhardt por ejemplo, servirla a los poetas y a los folletinistas venideros, para bordar alrededor de sus paredes, de sus tapicerías, de sus muebles y pinturas, una leyenda tan interesante como la que hoy se imagina a los pies del mármol de la   —364→   musa trágica. Y cuando el pico levantara la primera piedra del taller de Carpeaux ¡qué grito de júbilo no anunciaría la futura edad, esa colección de maravillas que nos deslumbran hoy en las vidrieras de París!

Después de la exhumación de los reyes, de los héroes, de los grandes hombres de estado, de los poetas, de los artistas y de los sabios, se pondría en descubierto esa multitud de estatuas que representan a la mujer de París; la mujer más artística de nuestro período histórico; la única que puede competir, ante las más severas exigencias de la estética, con las antiguas griegas; la que es capaz como ellas de producir una generación de puros artistas, porque está hecha de gracia, de amor, de luz y de poesía. ¡Cuánto no valdría una estatua de terracota representando una loreta en las playas de Trouville, ¡modelado su cuerpo entre las ondulaciones del traje que parece sostenido por nudo invisibles que amenazan siempre para descubrir la intrépida belleza! El arqueólogo del futuro podría restaurar con ellas la vida galante de París, hacer su historia, contar sus episodios, como Boissier ha contado en nuestros días, todos los misteriosos incidentes de la vida cortesana de las ciudades desaparecidas ¡Y de la imaginación de nuestros remotos descendientes inventaría mil historias, mil poemas, mil idilios de esos pequeños modelos del antiguo bello sexo parisiense! ¡Algún restaurador apoderado de los fragmentos de la estatua de George Sand, que posee el foyer del Teatro Francés, creería haber hallado el mármol de Aspasia reposada fácilmente en su silla griega y envuelta en su túnica de lana blanca como una dama de Corinto! Algún otro, en posesión del busto de madame de Girardin, creeríase dueño de la imagen de una de las musas, y restauraría   —365→   con mano piadosa las injurias del tiempo en el rostro de aquel mármol de la más simpática de las mujeres de nuestro siglo.

Estas reflexiones he hecho al detenerme en el Museo del Louvre, delante de las vidrieras en que se hallan las terracotas de Tanagra, cuya historia se ha hecho ya con suficiente luz para conocer, con alguna precisión, la vida de las mujeres que representan. Los grandes talentos son dignos de los grandes asuntos. Los más grandes escritores, los más excelsos poetas de la Francia, han hecho todos sus artículos y han dicho, todos sus versos al pie de la Venus de Milo. Taine la ha estudiado con la ciencia elevada y con la discreta pero insinuante poesía de su estilo, y Paul de Saint Víctor, con menos tecnicismo quizás, ha bordado lindas frases al pie de la diosa. Leconte de Lisle le ha dedicado el más bello trozo de sus poemas antiguos, y arrodillado ante ella le ha dicho: «¡Oh! ¡Venus, oh belleza, blanca madre de los dioses! ¡Tú no eres Afrodita... visión rosada y blonda... tú no eres Citerea, en tu actitud inspirada, perfumando con sus besos al feliz Adonis, y sus otros testigos, que los ramajes que se cierran y las palomus de alabastro! ¡No! ¡Las risas, los juegos, las gracias enlazadas ¡oh musa de labios elocuentes! Se ruborizan ante ti y no te acompañan».

¿Qué es posible decir después de lo que los maestros han dicho, ante ese sublime mármol, que deslumbra apenas lo hemos entrevisto, a la distancia, en la espaciosa sala en que reina?

Pero en cambio de la historia de la diosa, la curiosidad puede detenerse en la de las cortesanas, en la de las damas y en la de las doncellas griegas. Las primeras, sea en carne, sea en barro, han compuesto en todas las épocas el grupo más numeroso, y forman en el Louvre una pequeña población femenina,   —366→   que está lejos de tener las proporciones colosales de la estatua antigua. Estas mujeres no están hechas del mármol de Páros, ni han resistido por siglos a la acción del tiempo en las plazas de Atenas, de Esparta o de Tebas, ni en los alrededores del Paternón. Son pequeñas, de una elevación media de treinta centímetros; modeladas en tierra roja, ocre casi, son del color de esos guijarros ferruginosos que el mar arroja sobre la playa después de haberles dado la tenuidad de una ostia, y han estado enterradas por siglos en los sepulcros de la Beocia. Pero examinadlas, y veréis que aun aquellas que se encuentran maltratadas y carcomidas por la humedad de su larga clausura, están lejos de tener la absurda y grotesca conformación de uno de esos pequeños dioses lares de los egipcios; hieren el ojo del primer profano que se aproxima a la vidriera en que se hallan expuestas, porque en esas miniaturas de la cerámica antigua, están trasuntadas todas las formas del ser humano con la misma que las trazaron los mármoles, los bronces o las tierras, salidas de los talleres modernos. Tengo una de ellas por delante. Podría servir de modelo a Cánova mismo. El modelador le ha impreso esas líneas simples y fáciles con que la naturaleza ilumina las cosas bellas. La cabeza surge entre los hombros con una elegancia imposible de transmitir en una descripción. El gesto tiene todos los encantos de la gracia femenina, y ese soplo secreto que le da vida, no está, no, en la línea fugitiva que dibuja la ceja prolongando su arco armoniosamente e imprimiéndole una vaga y embriagante voluptuosidad; no está en la nariz que diseña el más perfecto de los perfiles; no está en la boca, ni en los entreabiertos que dejan escapar el aliento de aquella pequeña porción de barro animado; aquel gesto inundado de gracia y de distinción, está en   —367→   todo el rostro, como en la Venus de Milo. La pequeña estatua de tierra bien merece un poema, todo un poema, en honor de la correcta belleza que representa.

No he dicho todo aún. He descripto el rostro; no he dicho que una cabeza de reina complementa el conjunto del busto. ¡Y qué cabeza! Rachel habría dado la más ruidosa de sus victorias teatrales, por poseerla, para animar a Andrómaca o idealizar a Ifigenia. ¡Con razón la cerámica artística de nuestros días comienza ya a copiarlas a la par de los vasos y de las ánforas en que sólo ellas sabían brindar con los vinos de Chipre! Y si después del busto, observamos los contornos de la estatua, desde el cuello hasta al pie ¡cómo se agranda ante los ojos aquella arcilla diminuta, que el artista de los tiempos remotos fabricaba habitualmente! En las líneas del cuerpo, traicionadas por el tejido sutil de la túnica, en vano sería ya buscar los contornos ideales de las diosas. Es el arte griego, emancipado de la tradición religiosa, quien las ha trazado teniendo por delante el modelo humano: la austeridad de los escorzos sagrados ha desaparecido. La mayor parte de los ejemplares que tengo por delante, reproducen los encantos reales del físico, y dan el primer paso en el camino del realismo. No es la cortesana cínica e impávida la que se adelanta. Los refinamientos del arte de los griegos en el siglo IV, como los refinamientos del arte francés moderno, se detuvieron en el dintel del gusto y de la elegancia. La licencia se adivina más en la intención que en la acción de los personajes. Si hay descarnadas escenas de cinismo en algunas de las comedias de Aristófanes ¡cuánta poesía no hay en otras! Hasta Júpiter mismo en la leyenda olímpica, se hace cisne para bajar a la tierra en demanda de aventuras. En nuestras heroínas de terracota , y especialmente en aquellas que   —368→   representan el sexo galante y cortesano de la Grecia, diríase que las diosas han sido humanizadas; y esta tendencia, como lo observa M. Rayet, se descubre hasta en esa arquitectura que adopta las formas libres del orden jónico, y en la filosofía que con Aristóteles analiza el espíritu humano, y en el drama que abandona el Ágora y se transporta al hogar de Menandro. Es el genio del romanticismo que aparece en todas las manifestaciones de la Grecia.

Veamos, pues, en ese barro, intacto a pesar de los siglos, que ha pasado sepultado en las necrópolis de la Beocia, si es posible reproducir con más arte de la belleza y la audacia de las formas. Es una estatuita de la fábrica de Tanagra; la túnica cubre desde el cuello hasta el pie; el brazo izquierdo, cuyo esbozo aparece entre los pliegues delicados de las ropas, levanta un tanto la veste, imprimiendo al conjunto un sello de exquisita distinción y coquetería. La mano tiene asida una máscara; es la máscara de la comedia, los ojos y la boca recortados en la pasta, ríen con la carcajada de los sátiros.

El pecho de la heroína late bajo la túnica; la curva del seno derecho se diseña discreta, pero voluptuosamente al través de la trama. Las ropas suspendidas con delicadeza por ese obstáculo, caen estrechamente y sin amplitud sobre el muslo, y dibujan la columna marcando la rótula, y esbozando la pantorrilla hasta abatirse sobre el pie. Es pequeña y es de barro, pero a medida que se la admira se agranda, y la presencia de lo bello, nos subyuga. Hay alegría y severidad en su expresión como en todas las bellezas majestuosas, y al verla, nos encontramos dispuestos a forjarnos en la imaginación, el tiempo y el medio en que vivieron los seres humanos que estas estatuas representan, con los   —369→   patios de Atenas, de Esparta, de Tebas y de Tanagra, habitados por ese pueblo, que, con tanta preferencia había colocado a la mujer, y que en el sarcófago de sus hijos, de sus guerreros y de sus artistas, apiñaba ese pueblo femenino de tierra cocida de que el coroplasta de nuestros días no es más que un copista, servil y humilde.

Hace dos meses me despertaron la curiosidad en el Museo Nacional de Berlín los ejemplares de los barros rojos de Tanagra. Había entre ellos algunos semejantes encontrados en las vecindades de Atenas y de Corinto. Los paisanos griegos que exploran la inagotable mina de tesoros que ha dejado la Grecia en los sellos de su suelo, habían vendido varios de ellos a los alemanes, y M. Otto Luders, el sabio director de la Escuela alemana de Atenas, había tratado de descifrar el rol de esos barros preciosos de la vida antigua. Según Luders, la representación de estas pequeñas estatuas corresponde perfectamente a los individuos de la vida común y diaria, y casi siempre a los de la vida femenina de la cual nos dan una idea exactísima. Eran empleadas ordinariamente en el embellecimiento de las habitaciones; y después, siguiéndose en esto un sistema riguroso, pasaron a adornar la tumba de los muertos y sus sepulcros, en la misma forma en que exornaban sus aposentos en vida.

De vuelta a París, encontré en el museo del Louvre una colección preciosa que pasa de cien ejemplares y de la que no sería difícil obtener reproducciones perfectas. En esta colección, como en la de Berlín y en la del British Museum de Londres, están representadas, como antes he dicho, tres grupos distintos de mujeres, que la arqueología moderna ha sabido clasificar sagazmente: la matrona, la madre griega, que es la imagen histórica del amor a la patria y del honor doméstico; la   —370→   doncella, que es la personificación de la virgen helénica, pura, ideal y poética; y la cortesana, que es, como en todos los tiempos, la musa de la gracia y del placer, audaz en los gestos, excéntrica y exagerada en el traje. M. Rayet, que ha consagrado un precioso estudio a las figuras de Tanagra, ha clasificado los tres grupos de mujeres que ellas nos ofrecen, y ha hecho su retrato con una precisión admirable. Después de haberlo leído hasta examinarlos, en los armarios del museo del Louvre, para distinguir estas tres jerarquías en que la mujer de todas las épocas aparece siempre dividida.

He aquí por ejemplo una virgen tanagrense: su actitud es mesurada, la túnica es escasa y estrecha, las formas incólumes de la virgen se adivinan como una prueba de su pureza y de su castidad, la inocencia y la virginidad van proclamadas por la esbeltez de todos los contornos, la cintura es estrecha, la maternidad no le ha hecho perder su ligereza y su agilidad, un simple cordón la ciñe sin oprimirla. En la matrona la abundancia de los pliegues de la túnica disimula más el contorno. Es Medea, o cualquiera de las madres griegas, cuya historia nos hacen las tradiciones. Las proporciones físicas son mayores, la majestad reemplaza a la delicadeza, una especie de valor varonil impreso en el rostro, acentuado en toda su actitud, sustituye a la manifiesta debilidad adolescente que distingue a las primeras. En la cortesana todas las líneas esculturales se exageran en la actitud provocadora, como es natural; el busto, el cuello, y la línea de su torso; las ropas talares dejan el brazo completamente descubierto y el aro de oro le oprime más arriba del codo. Si es una tebana, su pie se halla primorosamente cubierto; los lazos que lo cierran han sido tan perfectamente ajustados que le conservan sus formas naturales. El calzado de las cortesanas   —371→   modernas, disfraza, martiriza y altera el pie, con el taco y los recortes que descubren los colores seductores de la media. La griega, trataba de lucir toda la armonía que la naturaleza había impreso en ellos, y, en vez de ocultarlos, provocaba desnudándolos.

Hay otros barros que podrían servir de figurines, para demostrar que la moda era exigente y aun variable en Grecia. M. Rayet ha encontrado que una de las estatuitas del Louvre está peinada exactamente a la Dubarry. En otras, no falta ni el chignon, ni ninguno de los arreglos con que se hace servir el cabello para cubrir la frente. Hay alguna que representando a una cortesana, conocida por la modestia de su traje y por la expresión común y sensual de la figura, destaca claramente su rol entre el grupo de sus compañeras. No faltan ni cantatrices, ni tocadoras de cítara, ni bailarinas, en este pueblo de tierra cocida de los hornos de Tanagra, la más rica y la más lujosa de las ciudades de la Beocia. Toda esa sociedad de pequeñas estatuas ha vivido y ha amado: ha cantado a los dioses, a los héroes, a la patria y al amor. Adornan algunas su frente con acanto como las heroínas que anima el verso ático de mi querido amigo Carlos Guido -griego vivo que se ha quedado cantando en las azoteas de Corinto- y aunque presas todas en su pequeño pedestal, podría decirse que de un momento a otro van a moverse con el paso rítmico con que andaban cuando vivían.

Hay otras, que como las elegantes viajeras de nuestros días, usan el sombrero y el velo. El abanico es una pantalla formada por una hoja de loto, y si pretendemos averiguar cómo esas mujeres ideales arreglaban sus ropas y sus peinados, y satisfacían todas las reglas a que la coquetería femenina   —372→   somete el traje, no tenemos sino que recorrer con un poco de paciencia todos los elementos de que componía el tocador de las damas griegas. La más exigente mujer de nuestros días quedaría satisfecha ante esa colección numerosa de peines, de pinzas, de tijeras y otros muchos utensilios que constituían su tocador. Fue aquella una época más exagerada y refinada que la de la corte de Versailles, y ninguna de las mujeres de Molière, en cuanto a elegancia y al gusto, fue superior a aquellas hijas de Venus y de Apolo -la suprema belleza del hombre y de la mujer que adoró esa raza privilegiada.

La existencia de los barros de Tanagra en los sepulcros se explica fácilmente. Para los griegos de todos los tiempos el sentimiento de la inmortalidad del alma ha sido universal. Si la filosofía lo negó un día, el pueblo nunca lo desconoció. Rayet recuerda la inscripción del cenotafio que los atenienses levantaron en la academia a los ciento cincuenta ciudadanos, que sucumbieron en el sitio de Potidea.

«El éter ha recibido las almas, y la tierra los cuerpos de sus hombres».

«Y delante de las puertas de Potidea han sido amortajados».

Los héroes de Homero encuentran sus padres, sus hermanos, sus amigos y enemigos en la otra vida. Virgilio, siguiendo en su poema inmortal las rutas del poema griego, nos cuenta el encuentro de Eneas con Anquises, con Palinuro, con Dido. Había pues para la antigüedad una vida eterna, que las religiones modernas, y especialmente catolicismo, se han dado empeño en materializar.

No ha mucho, en el día de difuntos, recorría yo los tres cementerios clásicos de París. Las   —373→   tumbas del Père Lachaise, de Montmartre, de Montparnasse, estaban cubiertas de coronas, de imágenes y amuletos, salidos de las manos de los grotescos artífices de abalorios y de santos. Entre nosotros sucede lo mismo. La idolatría popular que en los pueblos católicos es siempre mucho más exagerada que en los demás pueblos, ha hecho una fiesta de ese día. La sociedad practica inconscientemente un acto de la más remota tradición histórica. La imagen protectora del patrono acompaña el ataúd. El sacerdote duerme con sus hábitos y los atributos de su rango. El militar con su bandera y con sus armas. Es un homenaje que los vivos no tributaríamos nunca a los muertos, si creyéramos que con la frialdad letal del cuerpo había muerto también el ser invisible que lo animaba.

Los griegos, más lógicos que nosotros, daban en tierra cocida a sus muertos queridos, las imágenes de todo lo que amaron en vida. Al padre guerrero sus armas, la estatua de la esposa, de sus hijos, de sus amigos. A la madre todos los encantos del hogar que la muerte le arrebata. A la virgen las flores y las deidades vestales, inspiradoras de la inocencia y de la virtud. Al artista sus inspiraciones. Al amante todo aquello que amó en vida, la cítara, el ánfora sellada con el vino empleado en el último festín, la copa en que la esclava escanció la última porción, las queridas coronadas de tomillo y de verbena.

Bajo esta regla, la sociedad moderna, más tímida en estos detalles que la griega, encontraría un ejemplo más natural para honrar a sus muertos. En el panteón que guardase los restos de Byron, los griegos habrían colocado la imagen de todas sus queridas, desde la rubia vaporosa del norte, hasta la quemante odalisca del sur. Musset en vez de pedir a sus amigos el sauce de sombra mustia, habría   —374→   pedido una pequeña estatua del autor de Indiana. La tumba de Cherubini sería una apoteosis, y la de Rachel pondría en conflicto la seriedad de algunos de nuestros contemporáneos. Somos una sociedad tan libre como la de Atenas en los tiempos galantes, pero mucho más hipócrita. Damos a la publicidad una exageración a veces perjudicial, y ni ante la muerte misma nos detenemos para hacer la historia del desaparecido. Alrededor del sepulturero de M. Sainte-Beuve, sus cariñosos secretarios le han puesto una buena fila de estatuitas parisienses, mucho más inconvenientes que si fueran de terracota y estuviesen colocadas alrededor de la caja que guarda los despojos del eximio crítico.

¡Oh barros de Tanagra! Vosotros no tenéis las formas colosales de los mármoles que labraron los hijos de Fidias; no sois el blanco y pueblo de estatuas que se agrupó un día bajo los muros del Partenon; sois de arcilla, y la grandeza de las formas no os da la imponente actitud de los colosos pero en cambio representáis la vida, la sociedad, la familia, las costumbres y los vicios y las virtudes del más artista de los pueblos ¡de aquel que hizo un culto de la belleza y un anhelo de lo sublime!



  —375→  

ArribaAbajoEugenio Labiche en la Academia

París, diciembre 1.º de 1880.

Decididamente la Academia francesa se democratiza. A los que de lejos hemos leído las tradiciones solemnes del templo de los inmortales, una de sus fiestas, la consagración de un neófito, nos parecía una ceremonia grave que no podía presenciarse sin cierto respeto religioso, impuesto por los sacerdotes que ocupan aquellos asientos y por el místico auditorio de fieles que compone su público. El recién llegado no podía pisar tranquilo las losas del Instituto, ni levantar la voz bajo sus bóvedas con el proverbial buen humor con que lo haría, si en un círculo de artistas hiciese la primera lectura de una comedia de costumbres. Desde Chateaubriand hasta Dumas hijo, todos han sentido en sus estrenos las profundas y extrañas emociones que el escolar experimenta en sus exámenes. Pero hoy, el templo de Apolo parece dispuesto a conceder un altar a Momo. No es Hugo ni Lamartine quien salva el pórtico augusto, haciendo resonar el clarín de bronce de las Odas, el primero, y la lira de las Meditaciones , el segundo. El autor de Hernani entró erguido y ostentando todas sus armas a la Academia. Hubiérasele podido comparar a un guerrero galo penetrando en una aula romana, cantando sus himnos   —376→   luciendo sus trofeos, hablando su lengua propia, rompiendo los ídolos consagrados, y arrasando el Olimpo ante el cual cantaba la musa antigua. Fue solemne su entrada como lo fue la de la mayor parte de los reformadores. Pero hoy, en las grandes solemnidades, se va a pasar un rato de buen humor a la Academia, y M. Eugène Labiche, el nuevo iniciado, ha hecho en vez del discurso de ingreso, una comedia en un acto, cuyo personaje principal ha sido M. de Sacy su antecesor. Desde que el electo abrió la boca, publico sonrió, rió enseguida, y acabó por sucumbir de risa. Diríase que Coquelin leía una escena de Molière, y no que la Academia se preparaba a recibir un nuevo miembro. M. Labiche se consideraba tal vez en el teatro del Palais Royal, representando una de esas comedias, suyas o de Thiboust, que se llaman Les Diables Roses o Une Corneille qui abat des noix, en cuya interpretación todo respeto académico desaparece, toda formalidad sucumbe para dar alas a la alegría, al buen humor y... digamos la palabra que entre nosotros expresa mejor la idea, a la jarana. Monsieur Labiche ha hecho un discurso humorístico de primer orden, y el público ha reído de buena gana, y no sólo el público sino hasta los mismos inmortales. Por otra parte, el mismo neófito, en las primeras palabras de su arenga, adoptó la actitud de master Punch ; puso la cara alegre, el gesto burlón, la risa en los labios y su gracia brotó y creció alternando con recuerdos sentimentales para su antecesor. Pero el hecho es que M. de Sacy no estuvo quieto un sólo momento mientras Eugène Labiche esbozó su retrato físico y literario. M. Labiche ha sido franco al ver abiertas ante sí las puertas de la Academia, y lo ha confesado en las primeras frases de su discurso. En ellas ha declarado que ha sido siempre libertino del estilo y de las ideas, y que cuando   —377→   soñaba en la Academia parecíale soñar con castillos en España. Él, el hombre de los diálogos, se ve en el caso de tratar el monólogo, la alocución, el discurso, académico, y se encuentra embarazado. Pero M. Labiche, como lo digo antes, no ha hecho un discurso, ha renunciado al monólogo, y haciendo una travesura finísima, ante los mismos académicos, ha salvado las formas, ingresando con la lectura de una escena cómica. El ardid ha tenido un éxito completo.

Si la Academia francesa pretende defender su tradición, está obligada a cerrar la puerta a los escritores del género de M. Labiche. Es la situación que le corresponde, para conservar su carácter. O es una institución seria aun a riesgo de ser aburrida, o no es una institución seria aun a riesgo de convertirse en un teatro alegre. Los autores como M. Labiche no deberían aspirar a las verdes palmas, y en caso de pretenderlas, la Academia no debía discernírselas. No quiero que se me tome por retrógrado. Si pienso que Labiche no es, digno de la Academia, creo también que Labiche no necesita de ella como no la necesita ninguno de los que siguen hoy en Francia su género literario. En este camino, todos los inventores de frases y de palabras espirituales, serían mañana inmortales, y va a ser cosa de admirar, de aquí a medio siglo, el templo augusto de las letras servido por sacerdotes tan alegres como el autor del Chapeau de paille d'Italie , y como otros, muchos que siguen sus aguas. Se dice que Labiche es un autor dramático de un talento verdaderamente excepcional. ¿Quién lo niega? Pero aquí, donde Augier, Dumas y Sandeau han tratado con un brillo y con una ciencia incomparables el teatro moderno; donde Thierry, Michelet y Littré y tantos otros viejos y queridos maestros han modelado,   —378→   esas miniaturas, esas preciosidades del lenguaje y de la historia que se llaman los Merovingios , la Historia Romana , el Estudio sobre los Bárbaros ; donde Taine ha levantado tan en alto los estudios literarios, artísticos y políticos, haciendo un curso del desarrollo intelectual de la Inglaterra, un culto de la estética griega, un ejemplo para la Francia moderna de su pasado revolucionario; donde E. Renan ha profundizado como filósofo y como filólogo los orígenes del lenguaje; donde Egger y los dos Paris, Paulino y Gastón, han hermanado las bellas letras con los estudios serios, sin caer en la monotonía de las recitaciones ni en la informalidad de las ideas y del lenguaje; aquí en Francia, ¿quién podrá sentar al alegre Labiche al lado de los que acabo de nombrar, sin incurrir en una incongruencia, que él misino ha sido el primero en reconocer por los francos escrúpulos que revela en toda la introducción de su discurso?

M. Labiche es un vaudevilista distinguido, tal vez el primer autor cómico de ese género. Sus obras duran un invierno para ser sustituidas por otras que viven la misma vida efímera de sus hermanas. Nunca ha tratado en el teatro la verdadera comedia de costumbres, para la cual Emilio Augier, el autor de la introducción de sus obras completas, le encuentra tantos y tan variados talentos. El género de M. Labiche es el género fácil de los autores parisienses, que alcanzan los grandes éxitos en los escenarios del boulevard, donde Judic atrae al público siempre nuevo y variado de los extranjeros. Temo que mañana, Alb. Millaud, Thiboust, Meilhac y Hennequin, entren en la Academia por la misma puerta que entra hoy Labiche, porque aunque inferiores y subalternos, comparados con el autor de Le Voyage de M. Perrichon, las campañas literarias   —379→   de unos y otros cuentan victorias del mismo orden.

Y es tanto más curioso y original el ingreso de M. Eugène Labiche a la Academia francesa, cuanto que el asiento que ocupará en ella de hoy en adelante fue ocupado por antecesores que se llamaron La Bruyère y Montesquieu. El autor de las alegres farsas cómicas del Palais Royal y de Varietés ha convertido en cátedra del chiste y del buen humor, aquella poltrona que dignificaron sus antepasados, y el mismo M. de Sacy, que, según Labiche, no era un modelo de tolerancia con los autores contemporáneos. El nuevo académico ha hecho, en una parodia cómica bastante viva y chispeante, el retrato literario de M. de Sacy:

«¡Quién diría señores que M. de Sacy, hiciera uso de una enorme carroza del siglo XVII para viajar al través de nuestra literatura moderna? Se encerraba en ella con sus provisiones; calcularéis cuáles serían ellas: sus autores propios, vestidos de ricas encuadernaciones. Camina al paso corto de su vehículo y habla con sus amigos en una lengua admirable; no se baja jamás; apenas asoma la nariz a la portezuela para saludar a algunas relaciones con la punta de su pluma. Si un transeúnte lo detiene, le dice: -Perdón, ¿sois Bossuet? ¿Sois Massillon? ¿Pascal, La Bruyère? -¡Ah! no. -Entonces excusadme; no puedo contraer nuevas relaciones- y continúa su camino. ¡Ah! ¡Cuánto no diera por encontrar a Cicerón, aunque no sea de su época! Es un viejo amigo. ¡Pero Cicerón no sale ya a paseo!

M. de Sacy no tenía mal gusto. El célebre autor cómico que lo hace caminar y hablar en una verdadera escena de teatro, a cuya lectura ríe el público que ocupa las tribunas de la Academia, ha de haber pasado muchas veces al lado de la carroza de M.   —380→   de Sacy. A nadie mejor que a M. Labiche podía haberle dirigido sus preguntas M. de Sacy. -«¿Sois Molière o por lo menos sois Regnard, Piron, Marivaux, Picard? -¡No!- Pues escusadme, ¡no quiero contraer nuevas relaciones!»

Sin haber estado en ninguna de las grandes recepciones de la Academia, puede asegurarse que jamas neófito alguno ha tenido un público con más humor de reír que el que presenciaba el otro día el ingreso de M. Labiche. Bastaba echar una ojeada alrededor de las tribunas, para notar que la gran mayoría estaba formada por sus adeptos: cronistas, folletinistas, mujeres y hombres de teatro, ¡todos con la sonrisa en los labios, y con las manos prontas para aplaudir la parodia de M. de Sacy! Ni un golpe de espíritu escapa a aquel auditorio risueño, y cuando el orador se desvía por un momento para pintar mi rasgo serio de su antecesor, reclamado por la exactitud del retrato, el público bosteza, comienza a fatigarse hasta que un nuevo chiste lo electriza y lo vuelve a su buen humor. Es necesario que M. de Sacy haga el gasto del día, y que todos rían a expensas del eximio hablista que ha dejado su sitio a Eugène Labiche.

Era natural que aquel auditorio no se resolviera el estado de hilaridad a que lo había el discurso de M. Labiche y que encontrase una insoportable monotonía la réplica de M. John Lemoinne. ¡Oh! ¡M. Lemoinne! ¡Va a leernos un editorial del Journal des Débats ! Va a borrar de los labios de estas lindas y jóvenes mujeres, la sonrisa que han dejado en ellos las últimas malicias de M. Labiche. ¡M. Lemoinne es insoportable! ¿Quién sufre la lectura de sus artículos? ¡Es demasiado académico! ¡demasiado grave, horriblemente aburrido! ¡Qué contraste entre Labiche y M. Lemoinne! Acabamos de apurar un jarabe de haschisch que nos ha   —381→   transportado a un mundo de luz, de gracia y de alegría... y enseguida M. Lemoinne nos administra su elocuencia opiada. ¡Durmamos o bostecemos a lo menos, mientras dura el suplicio!

He aquí la sustancia de lo que el auditorio del otro día decía del discurso de M. Lemoinne; y si el juicio se considera exagerado, me remito a los resúmenes que le Figaro, l'evénement, le Gaulois , y otros diarios alegres, dan de la recepción de M. Labiche. Entretanto, en mi humilde juicio, el discurso de Lemoinne ha sido una pieza capital, mientras que el de Labiche no durará sino lo que ha durado el tiempo de pronunciarlo. Pero el público de ese día iba dispuesto a ver quemar ante su vista un fuego artificial de la India, una rueda inflamada que escupe todos los colores del arco iris, que gira entre una nube de chispas y rayos, y que tiene su cohete final, la detonación y la iluminación que aturde y que deslumbra a los espectadores, y después... dando las últimas vueltas sobre el asta la rueda apagada que poco a poco desaparece en la oscuridad. La función ha concluido, y M. Labiche ha quemado su pólvora para hacer reír a sus amigos.

John Lemoinne, a pesar de ser casi un valetudinario conserva toda la agilidad de su espíritu, y no busca nunca los éxitos efímeros del público de M. Labiche. Así es que su oración, desde el principio hasta el fin, es un verdadero discurso académico y una réplica fina, aguda y sobria al mismo tiempo. M. Labiche ha hecho algunos párrafos sobre la prensa diaria, y bellos párrafos, digámoslo con franqueza. «Lamentemos en nombre de las letras -dice el nuevo académico- lloremos, más bien dicho, al ver tantas bellas y grandes inteligencias, que no hacen el libro que nos deben, y que desparraman y desmenuzan su talento, su verbosidad, su   —382→   buen sentido, su pasión misma, en obras que sólo alumbra el sol de un día y que enseguida se sepultan en las catapultas del diarismo como las llamaba tristemente M. de Sacy».

M. Labiche canta su propia elegía, y M. Lemoinne se lo ha hecho sentir con una cortesía que parece brotada de los labios de una mujer de mundo. ¡Cuánto talento no ha derrochado el autor de Le Voyage de M. Perichon desde veinte y cinco años a la fecha! Hasta hace poco, sus obras estaban desperdigadas en las ediciones parciales de sus estrenos. Los escenarios de París en que se representan los vaudevilles de Labiche, son otras tantas imprentas; sus obras, otros tantos diarios, que alumbra el sol del día. El genio fecundo del viejo Dumas, ligero pero, libre y admirador, ha dejado un teatro, un teatro que mientras haya literatura francesa. Scribe, cuya comparación con Labiche ha hecho sagazmente con M. Lemoinne, ocupa una buena fila del archivo de la Comedia Francesa. Pero todo el talento de M. Labiche, todo su genio excepcional, se ha despilfarrado en su eterno buen humor. Labiche no ha hecho sino una comedia para el Teatro Francés, Moi ; y después, ha consumido su espíritu como un cigarro, en nubes de humo blanco y perfumado. Su teatro es pues como el diario. Sus piezas viven como los folletines de sus contemporáneos: globos de jabón que irradian colores del iris, y que se desvanecen apenas han deslumbrado al auditorio.

M. Lemoinne ha contestado bien, cuando defendiendo a la prensa dijo: «Os lamentáis del desperdicio de talento que reclama la producción cotidiana y apurada de diarismo. La materia de esta discusión nos arrastraría muy lejos. Me limitaré a decir que es necesario ver en esta producción improvisada, otra cosa más que la forma literaria; es necesario ver la acción. La Academia lo sabe   —383→   bien, porque fuera del círculo especial de las letras, ella va frecuentemente a buscar a los hombres de estado y a los oradores. Preguntáis si Corneille y Racine se hubieran perdido o no en el diarismo. No lo sé, pero creo que Voltaire ha sido el más grande de los periodistas, como creo que Pascal ha sido el más grande de los panfletistas».

Y si la sobriedad del discurso de M. Lemoinne no lo hubiera detenido en los preliminares de una réplica medida, podía haber comparado, aun en tiempos más recientes, a Paul Louis Courier, diarista y panfletista, con el mundo populoso de los vaudevilistas , que nacen, viven y mueren como los infusorios, inadvertidos o desconocidos por la generalidad. La prensa, es cierto, exige la producción cotidiana, exige la improvisación y sobre todo la oportunidad; pero como ha dicho muy bien M. Lemoinne, hay que ver en ella la acción, la acción que se ve en el gobierno, en el parlamento, en el pueblo en fin. Es una fuerza lógica y permanente que tiene su duración, por más que el consumo intelectual que exige no alumbre sino un solo instante. Pero ¿qué queda después de la temporada de una representación de M. Labiche? Doscientas noches se ha mantenido el anuncio, pero a las doscientas noches, todo ese público ávido de emociones que entra por una puerta del teatro y sale por la otra, para dar lugar a los curiosos de la noche siguiente, ya no se renueva; comienza a disminuir, y la pieza se archiva, y M. Labiche queda notificado de que tiene que producir más gas, bajo pena de caer en el olvido. La reprise de sus piezas cómicas se realiza rara vez. Es necesario producir, siempre producir con poca esperanza de hacer un capital que se pueda llamar el teatro de M. Labiche, como el que se llama el teatro de A. Dumas.

A. Labiche se compara al guerrero galo, semi-bárbaro,   —384→   bárbaro, penetrando en Roma para aprender la elocuencia y respirar el perfume de las bellas letras, pero ¡es todo lo contrario! El guerrero galo en la Academia ha sido Víctor Hugo que penetraba hablando una lengua indómita, y que helaba de espanto a los retóricos meticulosos de Roma. Era el bronce, que herido por su brazo, resonaba en medio de aquel cenáculo acostumbrado a oír la trompa épica; eran los instrumentos profanos de las Orientales, los que mezclaban sus acordes en aquel concierto de liras griegas. Hugo fue un verdadero innovador porque acometió con un idioma propio destinado a substituir el del país invadido, y con ideas nuevas que representaban una lucha atrevida entre dos corrientes contrarias. Era la Galia verdadera la que despertaba en sus escritos, para arrojar al pedantismo griego que expiraba abrumado por la jerga de los retóricos. Pero M. Labiche, que según su propia palabra, «es un inspirado de la pequeña musa que se llama el buen humor » ¡parangonarse con los guerreros galos! Debe esto tomarse por un rasgo de su espíritu ligero y no por una comparación seria. ¡M. Labiche se mofa! «Hemos reído, agrega, y hemos hecho reír. ¡Espero pues que se me perdonarán mis pecados!»

Este lenguaje acariciador e insinuante, no corresponde al de un guerrero galo. M. Labiche que desea respirar el perfume de las bellas letras y aprender la elocuencia, olvida que desde el origen, que él le atribuye, la literatura francesa ha producido monumentos notables que son algo más que buen humor. Si M. Labiche se hubiera comparado a los improvisadores meridionales que saben que mientras tienen el laúd, no les falta un verso o un concepto en el labio, entonces habría estado en la verdad y podría haber contado a los académicos, con ese eterno y chispeante buen humor -su musa   —385→   fiel- cómo es que han llegado él y su grupo, a forzar toda la clave del idioma francés, a inventar palabras y conceptos, a parodiar toda la sociedad con los colores más subidos de lo grotesco y de lo inverosímil; a hacer reír, nada más que a hacer reír, con esta pequeñita musa del buen humor que salta en los vaudevilles como una locuela y que acaba de hacer sus piruetas alrededor de la venerable figura de M. de Sacy. Debía haber exhibido sus elementos de éxito M. Labiche. Una cabeza pródigamente dotada por el buen dios de la alegría y nada más. «Yo soy, debía haber dicho, un cantor de las calles, y como canto bien, tengo el derecho de sentarme entre vosotros que sois los personajes más aburridos de la tierra». Se habrían escandalizado muchos de sus nuevos colegas, pero al fin y al cabo se habrían conformado, y las musas, las musas tradicionales de la fábula, habrían hecho de buena gana un lugarcito a sus pies a la pequeña musa bufona de M. Labiche.

La recepción de M. Labiche me ha permitido ver reunido a una gran parte del París artista, literario y político. Reconocí a Jules Simon, a quien hace poco le he oído pronunciar un discurso en el Senado que ha merecido los aplausos de los enemigos de la República. A Ferry, a Guillermo Guizot, a Cuvillier-Fleury, León Say, Francisco Sarcey, Ambrosio Thomas, Massenet y un grupo de lindas mujeres entre las cuales brilla la nueva generación de la calle de Richeieu. Faltaba Víctor Hugo, y una alusión bastante viva de M. Lemoinne llevó los ojos de todos al asiento vacío del viejo maestro. El redactor del Journal des Débats recordó las palabras de M. Thiers a propósito del romanticismo: «Me acuerdo que una mañana, dijo, en los peores días de 1871, M. Thiers, a quien había ido a visitar a Versailles, me pedía noticias de M. de Sacy.   —386→   Le contesté que seguía enamorado de sus viejos libros, menospreciando siempre a los románticos; y M. Thiers me observó, con aquella vivacidad de la que conservaréis el recuerdo: -'¡Ah! tiene mucha razón Sacy, ¡los románticos son la Comuna!' Dejo al romanticismo que se defienda por sí solo: él ha llegado a ser una institución, un reino, ¡y hasta tiene un rey!»

El rey estaba ausente, quizá porque juzga que el romanticismo, sus hombres y sus ideas, no tienen nada que ver con la pequeña musa de M. Labiche, hija ligera del buen humor y de la alegría.



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ArribaAbajoLa prensa feroz

París, diciembre 19 de 1880.

La prensa, es un arma indudablemente; una arma terrible en manos de quien la sabe esgrimir. La punta de una aguja habría hecho brincar al mismo Cid; una frase, un adjetivo feliz, un apodo, uno de esos rasgos agudos de la pluma, intensos como el perfil de una caricatura, bastan para sajar en un espíritu y dejar muchas veces clavado al adversario, frente a frente del ridículo. Don José Joaquín de Mora, el célebre y cáustico literato español que había afilado su pluma en la misma piedra que la afiló Junius, mató con un epigrama, como de un pistoletazo, a un presidente chileno que lo perseguía11. La víctima acababa de comer, un diario recién impreso le cayó a la mano, el epigrama en verso estaba allí como una lanceta, la impresión fue horrible, reventó una arteria, y hubo un cadáver a los pocos momentos.

Desde Juvenal, la sátira amarga, saturada de sarcasmo, inclemente, vengadora, ha hecho su camino por el mundo, sea fulminando con Némesis, o burlando con la máscara cómica. Quevedo y Voltaire, Junius y Paul-Louis Courier, son los grandes   —388→   representantes modernos del panfleto. Y démosles su grande y honroso título: son los primeros diaristas de los tiempos modernos. Un día el doctor Gutiérrez, siendo yo niño, puso en mis manos la edición de Quevedo, de Rivadeneira, y me hizo leer al autor de los Monopantones. ¡Que extraña impresión la que me produjo! Al cabo de una semana tenía la memoria llena de sus frases y de sus períodos, y lo más curioso era que ellos podían aplicarse a todo lo que me rodeaba, y todo era nuevo, todo era original. ¡Cuán poco había progresado desde entonces en España el esprit manado del siempre alegre y sesudo ingenio!

Los otros, nos son más conocidos, porque no son españoles. Pero Quevedo, que no le cede a Voltaire en agilidad, lo aventaja en profundidad, porque el poeta español es un sabio de primera ley. Junius conmovió con la pluma a la sociedad más conservadora y aristocrática de la Europa, y Paul-Louis Courier ha quedado consagrado como el más puro, y el más fino de los estilistas franceses de nuestra época.

En nuestros días, la prensa ha imitado a los maestros, y en Francia sobre todo, ahora veinte años, no más, parecía encendida todavía la antorcha de la musa que tizna o que lacera. Barthelemy sobrecogió de espanto a sus enemigos con aquel raudal de rimas candentes que les arrojaba al rostro día por día, sin dar tregua a su pasmosa fecundidad. Era la resurrección de Juvenal. El mismo sarcasmo, la misma ira, sus carcajadas burlonas y trágicas a la vez, sus imprecaciones cortas y rápidas como un tajo. Aquella hoja rítmica era un cáustico; y a medida que el alejandrino golpeaba sobre el consonante, las chispas brotaban y producían el incendio. Hugo ha hecho también los Castigos que son del género, y de mano maestra.   —389→  

Pero en todos los nombres que acabo de citar, no hay uno, uno solo siquiera, que no haya rendido culto a la forma. Todos son maestros del estilo. Quevedo suena al oído con toda la majestuosa cadencia del concepto castellano. Voltaire salta y chispea. Junius llega hasta ser artista. Caurier es el primer hablista francés de su siglo.

La lectura de sus grandes sarcasmos podrá revelar más o menos la malignidad de sus ingenios, pero ante todo denota la profunda educación literaria que los distingue. Son dueños de los secretos del lenguaje para expresar todo aquello que les conviene decir; pero jamás hacen degenerar el ataque en el repugnante pugilato de las palabras gruesas, ni en las declamaciones melodramáticas de los cómicos de la prensa.

Y bien, París, está siendo el teatro en estos momentos, de un combate a mano armada entre periodistas. Agotado el viejo esprit gaulois , se descargan sin tregua todas las insolencias del diccionario. ¿No hay palabra bastantemente cruda o insultante en él?... pues se inventa la palabra, porque todas son buenas tratándose de poner a la miseria al adversario. Ni los viejos periodistas, ni aquellos que aprendieron a hablar en los salones de las Gay, se exceptúan en el combate de las inmundicias contra las inmundicias. Girardin escupe sobre Rochefort, Rochefort sobre Girardin. Nada más curioso y típico que esas reyertas de cocheros que se atropellan en las callejuelas angostas. Todos los términos vulgares de la provincia , son pocos para insultarse entre ellos, mientras que se agota la paciencia del desgraciado que ocupa el fiacre. Sólo comparable, con una de estas escenas, es el espectáculo que da cierta prensa de París en este momento. Y, como en todas partes donde se insulta y se calumnia, se denuncia y se infama   —390→   la hoja más adobada de vocablos es la que despierta más demanda en el público, he aquí que la prima de los insultos se levanta todos los días, y no es fácil marcar los extremos a que llegará el escándalo.

Los promotores de este pugilato obscuro y repugnante son los escritores de la Comuna. Amnistiados por un sentimiento de patriotismo, a mi juicio malísimamente entendido, han vuelto a su tarea de demolición. M. Félix Pyat ha sido el iniciador. Castigado honrada y severamente por la justicia, ha fugado para escapar a las consecuencias de la sentencia y ha delegado en M. Rochefort la tarea de continuar. M. Rochefort es un perro de presa. Sentado en su escritorio de l'Intransigeant -he ahí un lindo título para el diario de un amnistiado- no escribe, tira dentelladas a todo el mundo, y no perdona ni la memoria de los muertos ilustres. Hace tres días que ha tenido lugar el entierro de Mme. Thiers. M. Rochefort la ha llamado la esposa del gran asesino (sic). Ha dicho, con el propósito de desahogar sus odios comunistas, que el cortejo se componía de extranjeros y de indiferentes; y mientras todo París, republicanos y monarquistas, se inclinaban con profundo respeto y consideración ante la tumba de la compañera del libertador de la Francia, M. Rochefort se vengaba de la ovación, la parodia de un entierro.

M. Reinach, en el Voltaire , le echa en cara su ingratitud para con Gambetta. Le recuerda que en 1871, Gambetta ha sido su protector, que Alberto Jolly, el joven y valiente diputado que acaba de morir en Versalles, y sobre cuya tumba Gambetta ha pronunciado uno de sus discursos más sentidos, ha sido su abogado, su defensor, su amigo y sostenedor desinteresado; y que él, M. Rochefort, no ha asistido a su entierro, dando una prueba de   —391→   negra ingratitud con ese acto. Rochefort, queriendo hacerse un parangón de igual a igual con Gambetta, asegura que no ha concurrido por no encontrarse con el presidente de la Cámara a quien desprecia. M. Reinach, bajo el seudónimo de Historicus , le recuerda, entonces todo lo que debe a Gambotta, y le afirma que en otro tiempo, ha buscado su influencia sobre M. Thiers, para obtener el perdón por su complicidad con la Comuna. Rochefort niega el hecho y reta a Historicus a que le presente una prueba. Historicus pública una carta de Rochefort que presenta de relieve toda la verdad de lo aseverado por el Voltaire . Rochefort se encrespa, se espeluzna, e iracundo penetra en las oficinas del Voltaire y promueve a M. Laffite, el director del diario, una escena melodramática, en la que le exige el nombre verdadero de Historicus . M. Laffite lo despacha con energía y habilidad; y al día siguiente, M. Reinach se descubre y le dice «¡y bien, Historicus soy yo!»,

M. Rochefort ha quedado corrido. Desafía a Reinach, pero Reinach no le acepta el duelo. Entonces viene la lluvia de apóstrofes, de injurias, de atrocidades literarias, de adjetivos indecorosos. Y para que no se crea que exagero, copio las palabras de un artículo del Voltaire, que lleva por título: La Vergüenza de la Prensa .

«Jamás en ningún país, ni en ningún tiempo, aun en las épocas más manchadas con sangre de nuestros anales revolucionarios, la prensa francesa ha caído más abajo de lo que la han hecho caer, de un mes a esta parte, los ciudadanos Laisant y Rochefort; ¡no es ya la invectiva, ni la injuria; es el vómito! ¡Y qué vómito!»

Entre tanto, la opinión pública de Francia con una mayoría incontrastable y avasalladora, ha juzgado el asunto de una manera tremenda para el   —392→   periodista demagogo. Y este juicio no es sólo el de la opinión pública de París; es el de toda la prensa extranjera, que a una sola voz le ha hecho sentir el profundo desprecio que ha despertado el infamador iracundo.

Y no podía ser menos. El redactor de l'Intransigeant ha querido luchar contra el ridículo y se ha llenado de oprobio a sí mismo. En defensa de los intereses del partido comunista, ha abierto su campaña de denuestos, injurias y delaciones, contra los hombres de un gobierno vigoroso pero honrado, y ha excitado todos los odios del público iracundo que lo acompaña El Voltaire , con una carta de su propio puño y letra, le demuestra que Rochefort, para salvarse de su complicidad con la Comuna y con sus hombres, ha renegado contra ellos en el momento del peligro. El difamador se encuentra enredado en su propia trampa, y acude al medio de defensa más triste que es posible imaginar. «Yo he escrito esa carta, dice, es mi firma la que figura al pie, pero fue Alberto Jolly, mi defensor, quien me la hizo escribir y sin mi anuencia llegó a las manos de Gambetta. Gambetta no la ha recibido, me ha sido robada y soy víctima de una infamia!»

¡Linda defensa! M. Rochefort exige una declaración formal de M. Gambetta. Este se niega a recibirlo, y hace despedir a sus representantes que van a Palais Bourbon con la misma demanda; pero a los pocos días la République Française, en nombre de M. Gambetta, declara, que la afirmación de M. Rochefort es falsa, y que la carta ha sido recibida por M. Gambetta.

Aquí es donde comienza la campaña de las gruesas injurias. M. Rochefort cae en el delirio del insulto. Semejante a un hombre atado, de pies y manos, vocifera como un loco furioso. Si se le pusiera   —393→   una mordaza estallaría de ira. Una pequeña colección de las palabras que emplea, podrá dar una idea del estado febriciente e iracundo en que se encuentra. A M. Reinach le dirige una carta y comienza por tratarlo de jeune drôle, y termina por mandarle un buen número de latigazos escritos para que le toque una buena parte a Gambetta su amo. A Gambetta le llama: primer miserable de Francia; ¡la tour d'Auvergne de la abjection! ¡Abdomen con una campanilla por ombligo; presidente imposible de la república ateniense; mentiroso, bribón, ladrón de papeles, falsario, manipulador del empréstito Morgan! ¡Cínico! ¡Impostor! ¡Calumniador, bandido de Abruzos, hombre innoble! ¡hombre, canalla, Dios Gambetta!»

Ni los amigos de Gambetta se salvan del chubasco de lodo o inmundicias que arroja l'Intransigeant. Los amigos de M. Gambetta son ¡residuos de la política y de la literatura, sirvientes, cobardes, canallas, seres repugnantes, pick-pockets!

M. Girardin, en la France, se desencadena contra Rochefort y le llama loco. Y en efecto, es la demencia la literatura del redactor de l'Intransigeant. ¡Parece que atacado de un acceso de hidrofobia va a sucumbir víctima de su propio coraje!

Paul de Cassagnac ha quedado muy atrás en la profesión del insulto. Hoy, no hay nadie que iguale a M. Rochefort. Es la firma más acreditada en la prensa de París, y la más digna por cierto de representar a la prensa furibunda y comunista.

Entre tanto, a Dios gracias, y a la Francia, el gobierno republicano sigue su marcha inconmovible. Si algo se le puede reprochar es su indulgencia para con los promotores del escándalo periodístico. Los debates que promueve y sostiene l'Intransigeant , no representan por cierto, la libertad de la prensa, son su más absoluta negación; son el motín   —394→   y la comuna, el incendio y la demagogia en el diario. Un extranjero de paso, podría formarse una pésima idea de la sociedad que los presencia y de la autoridad que no los corrige. Del mismo modo que Laisant y Félix Pyat han sido castigados, debiera ser castigado Rochefort. La prensa escandalosa, en toda sociedad bien organizada, debe caer bajo la acción de la policía correccional. No merece los honores del jurado la impresa hoja que no contiene sino inmundicias, punibles por su naturaleza misma y no por las causas, justas o injustas, que hayan podido engendrarlas. Se castiga y se modera el escándalo que tiene lugar en media calle, porque a nadie le es dado salir a lanzar al rostro de los demás, padrones de infamia en la plaza pública. Si la ley y el gobierno toleraran el hecho, la sociedad perdería en una hora todos sus resortes, de seguridad. El honor, la libertad, la vida misma de sus miembros, estaría en peligro a cada instante.

Nosotros hemos tenido épocas en que la prensa se ha disputado el premio de la ferocidad, y lo hemos dado un jurado absurdo e ineficaz como correctivo. Los países democráticos se hallan en más peligro que las naciones monárquicas ante las exigencias de la libertad de la prensa. Todos la proclaman y muy pocos la observan. En Francia, la política ha decaído considerablemente. Fuera del Journal des Débats, le Temps, le XIX Siécle y algunos diarios más -muy pocos por cierto- la prensa no llena su misión. O el diario es vandevilista como le Figaro y Gil Blas , o es demagogo e insultante como l'Intransigeant , le Petit Parisien y le Pays . Ante todo, el diario es un negocio y ante la perspectiva de un lucro pingüe, todos los géneros literarios son buenos, aunque la frase haga ruborizar al más descreído de los corrompidos, e infame al más puro y honrado de los hombres.

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En Alemania la prensa está sofrenada por la acción oficial. No existe libertad de la prensa, propiamente dicha. Yo no aplaudo este celo excesivamente precavido contra las manifestaciones libres de la opinión pública, pero no soy de los que creen que un diarista y una causa tienen derecho de convertir en una orgía sus columnas editoriales, haciendo desfilar en ellas a los altos magistrados de la nación. La oposición a outrance puede hacerse por la prensa, siempre que se salven las formas del lenguaje. Cuanto más fina sea la sátira y más dorada la flecha que la lanza, más hiere y más ofende al adversario. Rochefort habría hecho más daño a Gambetta, hiriéndolo con las espinas de un estilo cáustico y tranquilo, que arrojándole el balde de improperios que le lanza diariamente. Y si no sabe hacerlo, tanto peor para él. El diarista debe ante todo conservar su buen humor; ese debe ser el estado normal de su espíritu. El que pierde la calma y se dedica a las imprecaciones insultantes, se encuentra agotado a los pocos momentos; ¡llega la hora en que el diccionario se acaba y tiene que repetir las injurias!

La prensa debe ser culta y decente ante todo. La prensa que infama o que delata como l'Intransigeant , no llena misión alguna en un pueblo libre.

El periodista no debe descender al servicio que hace el agente de policía secreta, que como un espía pago, el crimen, el delito, el robo o la estafa, cometida, y la vendo, por dosis, día a día, para despertar la curiosidad pública. Ese oficio es simplemente infame. Si la sociedad necesita de él para conocer a los delincuentes, la sociedad termina por despreciar a los que lo desempeñan. Entre un ladrón y un delator, el honor y la delicadeza vacilan. Y cuando el delator aparenta dar a su oficio el rol del apóstol, del benefactor de la humanidad,   —396→   del vengador del pueblo engañado y sacrificado, una especie de asco invencible nos invade, y vemos detrás del escritor al Dulcamara que vive de los dolores y de las vergüenzas ajenas.

La campaña contra la prensa feroz es una campaña noble, en Francia. Si esa mala escuela aumentara sus adeptos y realizara sus fines, no sería extraño que retoñaran las épocas literarias y espantosas en que se vendía el Cri du Peuple, de Louis Vallés, enmedio del incendio de las Tullerías y del pillaje de los hogares de los grandes ciudadanos.



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ArribaAbajoDe París a Marsella

Marsella, 25 de diciembre de 1880.

¡Adiós a París! Es necesario partir y abandonar todos sus encantos antes de la Noche Buena, para no dejarse tentar de las subsiguientes que son siempre mejores. La mañana está fría y nublada, la estación de Lyon llena de pasajeros, todos en movimiento, cargados con sus mantas y sus sacos de noche. ¡Qué diablo! confieso que me cuesta dejar esta ciudad encantadora donde la vida brilla bajo todos sus prismas. Si la voluntad no fuera más fuerte que la tentación, yo me habría vuelto de la mitad del camino, porque llevaba no sé qué triste presentimiento de que aquel viaje iba a producirme un mal rato; pero la resolución, está hecha; no había como retroceder, y ¡adelante! ¡A Marsella, a Niza, a Italia!

Me instaló en el carruaje, cómodamente y el tren se puso en movimiento. Entre las nieblas de la madrugada, como amigos queridos que saludan a los que se van, apuntaban las torres afiladas del Trocadero y la bóveda majestuosa del Panteón. Sentimos una tristeza tan profunda los que nos alejamos en medio de la indiferencia completa de los que quedan, como cuando sabemos que nuestra ausencia deja un vacío profundo en los pocos corazones   —398→   que nos aman y que laten por nosotros. ¡Qué extraño sentimiento experimenta el espíritu cuando en medio del desierto, nuestro dolor no encuentra un eco solo que responda a su grito! Nadie nos conoce, a nadie conocemos. Las relaciones de dos meses nos han dejado sin embargo profundos recuerdos, pero los que quedan están habituados a ver aparecer y desaparecer al viajero, como la imagen que se detiene un breve instante en el foco de una cámara obscura. Sólo el que pasa, siente, recuerda y sufre casi siempre.

Hacía yo estas reflexiones delante de mi compañero de viaje a quien vela por primera vez de mi vida, y cuya fisonomía me inspiraba la más profunda simpatía. Era un hombre joven, lindo, mozo, lleno de distinción; una de esas bellezas varoniles en que se admira al hombre en su conjunto de cualidades físicas y morales. A falta de amigos íntimos, ¡aquel extraño era el más simpático de todos los desconocidos!

Siguiendo mis hábitos británicos, el silencio por el espacio de las quince horas que son las necesarias para recorrer ciento setenta leguas que median entre París y Marsella. ¡El silencio! ¿Es acaso atroz como lo pintan los charlatanes? Para mí es el estado de más actividad para el espíritu. Todo el pasado, al más remoto pasado, se recorre con la memoria. Todo el porvenir se abre a nuestros ojos, triste o risueño, según el humor que reina. Se olvidan los malos ratos, se acarician con fruición los buenos, se hacen castillos en España, se conciben proyectos, se sorprenden ideas, se inventan frases, y se devora el tiempo que transcurre como si la vida se deslizara lentamente. Cuando nos encerramos dentro de nosotros mismos y pensamos, ¿quién puede decir que la soledad no es una amiga cariñosa?

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En este viaje he abarcado toda mi existencia y la he vuelto a recorrer; una, dos, cien veces. ¡Son los más los buenos recuerdos que los malos! Si es cierto que la vida de cada hombre, es un poema, la mía, lo confieso, no es de los más tristes. Pensemos y pensemos siempre. Tengo por delante un tema precioso para mis divagaciones silenciosas. ¿Quién es este hombre que me acompaña?

Es un hombre feliz indudablemente. Es un estudiante que regresa a Marsella con la intención de volver de inmediato a París. Ha dejado su novia en el alegre quartier de la Sorbona, y va a visitar a sus viejos padres, dos buenos provenzales que lo aman porque es su único hijo. Su novia lo ha acompañado seguramente hasta la estación, y se han despedido con ternura. La mañana está triste como todas las mañanas de la partida y el compañero de viaje se halla envuelto por el hálito de una plácida melancolía. Es un estudiante de medicina: tiene treinta años, es inteligente, ha dado brillantes exámenes, va a ser un hombre célebre. Yo lo aprecio desde este momento, a pesar de no conocerlo y de no saber quién es. Pero así me lo he imaginado, y así lo consideraré, mientras informes más seguros que las presunciones, no vengan a contradecir los que yo mismo me proporciono.

Y tengo tan profunda confianza en mis observaciones instintivas, que cuando recuerdo hechos prácticos me llena de orgullo. Tiempo atrás, en Buenos Aires vi en un álbum dos retratos de personas que no había conocido jamás. Hace un mes, recorría París y en las calles d'Anjou y St. Honoré hallé dos señoras: -«esas son las damas del álbum»- me dije, y salté del carruaje y las detuve, seguro de no haberme equivocado. ¡Eran ellas, en efecto! Ahora quince días, en otro álbum del Havre, se me mostró el retrato de una linda muchacha de Marsella.   —400→   Llego a Marsella y en la calle Breteuil, la primera persona que veo es el original del retrato. Salto otra vez del carruaje y detengo a mi linda conocida, que se queda estupefacta creyéndome un galanteador a boca de jarro. Pero la nombro, me explico ¡y otra vez había acertado! Los dos incidentes son rigurosamente exactos.

Mi compañero del tren es seguramente la persona cuyas condiciones acabo de asegurar. Me ha observado él a su turno y se ha permitido hacer sus reflexiones sobre mi humilde persona; pero ellas no son tan favorables como las que yo he hecho de la suya. Se encuentra incómodo con mi compañía. Desearía estar solo, completamente solo en el vagón para disponer de todas las libertades que disminuyen las incomodidades de un viaje. Yo a mi turno, provoco mentalmente una conversación amistosa; le digo que me trate con confianza, que se acueste a la bartola, si no quiere admirar la poética campaña que atravesamos, el Sena que se pierde entre los árboles despojados de su follaje; lo invito a que fume, le hablo, le digo quién soy, le pregunto quién es, confirmo mis suposiciones, cambiamos nuestras tarjetas, nos damos la mano, nos abrazamos, nos hacemos grandes amigos, me invita a su casamiento, me muestra el retrato su novia, me dice su nombre, Laurence, Silvia, Emelina, -uno de esos nombres imaginarios- juramos, en fin, no separarnos jamás. ¡Decide acompañarme a Buenos Aires y establecerse allí! Y... ¡ni mi compañero ni yo hemos desplegado los labios!

A las cinco horas de viaje tocamos en Macon. Pronto entramos en las dulces y queridas campañas del Allier, donde hemos pasado tantos alegres y tristes días con Carlos Marenco en el mes de agosto. Si mi amigo las viera en los momentos que las vuelvo a cruzar, estoy cierto, que a pesar de   —401→   las nostalgias que ha sufrido en ellas, ¡avivaría en su memoria los buenos y los malos recuerdos que tienen para nosotros! La Villa Hombourg está sola en estos momentos todos la han abandonado menos el comandante Jung, que como buen soldado no deserta nunca de su puesto. Los plátanos de la rue Lucas están secos y tristes. Los pobres moineaux que nos saludaban desde sus copas todas las mañanas, se acercan a la puerta de calle a buscar las mijagas del buen pan de Vichy, pero nadie los socorre, y se retiran envidiando la suerte de los hombres y quejándose de su indiferencia. La margen del río está triste y solitaria. El parque parece abandonado para siempre. ¡Ah! ¡El invierno! ¡todo se va, todo concluye con el invierno! Y sin embargo, las últimas vibraciones de la orquesta del casino suenan en mi oído; y a pesar de la rapidez con que vuela el expreso, la memoria restablece los recuerdos del pasado verano, ¡y pienso con sentimiento que tal vez sea la última ocasión de mi vida que contemplo estos lugares!

Mi compañero de viaje parece impresionarse con mis mudas reflexiones. Él también observa la campaña con encanto. Pero ¿quién puede prescindir de mirar la campaña francesa, aún en el mes de diciembre, cuando el cielo está gris y el suelo cubierto de nieve?... ¡Oh dulce Allier! ¡Cuántas tardes, sentados en tus márgenes, o bogando en tus aguas, hemos hecho profundas y tristes reflexiones con el amigo que fue mi compañero de Vichy! Las alegres y mimosas enfermas han volado a París, y recuerdan el pasado verano envueltas entre pieles, abrigadas como las flores tropicales de un invernáculo, por el tibio ambiente de sus salones. Otras, respiran en Niza, en Cannes y en Mónaco las auras calientes del Mediterráneo. Vichy ha muerto con la primavera y el verano.

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Cuando llegamos a Lyon ya era de noche. Ni mi compañero de viaje ni yo habíamos despegado los labios. Fue necesario cerrar los libros y mirarnos cara a cara; nos faltaban cinco horas todavía, y me propuse dormir para matar el tiempo. Un sueño dulce y benéfico tendió sus alas sobre mí, y cuando me desperté estábamos en Marsella. Mi compañero no había cambiado de posición. Era un hombre de hierro.

Comprendo la pasión de un parisiense y más la de una parisiense, que casi siempre es fantasista, por ver el mar. Yo he estado encerrado por dos meses sin verlo, y en el momento de llegar a Marsella, es la mar la que despierta todas mis curiosidades. El tren la ha costeado, antes de penetrar en la gran ciudad. La luna la alumbra en un cielo azul y diáfano. Me parece ver el Río de la Plata desde las barrancas de los Olivos, y la ilusión sería completa si el aliento marino no viniera impregnado de ese perfume singular que sólo se respira en las costas de océano.

¡Marsella! He visto en sus calles, en su puerto, en sus plazas, todo lo que la imaginación había soñado ¡Qué, sol, qué luz, qué fuego!» -puedo decir como el poeta. La mar está en calma; desde la muralla del Nôtre Dame de la Garde, toda la ciudad se agrupa alrededor de sus docks; las velas latinas de los pescadores infladas por los vientos favorables de la Provenza circulan el puerto, buscando los cardúmenes de peces que con la marea baja emigran mar afuera. Allá, las islas que defienden la entrada del puerto. En el siglo XIII las galeras aragonesas lanzaron sus balas de piedra sobre ellas. Todas las antiguas naciones cristianas y musulmanas que ocupaban las márgenes del Mediterráneo, codiciaron por siglos a Marsella. Ese puerto en que se amarran hoy los grandes vapores que vuelven   —403→   de la India, que van al Oriente, a Egipto, a Siria, debió presentar un extraño aspecto en los tiempos en que Génova y Venecia, una sobre el Mediterráneo, la otra sobre el Adriático, atraían hacia ellas todo el comercio oriental. Busco en los docks de Marsella las barcas argelinas, que después de haber saqueado las costas, desde Chipre hasta las Baleares, calzan la amarra y negocian sus ricos cargamentos. ¡El marfil, la púrpura, el oro y la mujer! Se piensa en los felices piratas que nos pinta Boccacio en sus cuentos maliciosos, y a cada momento creemos que puede aparecer el Infiel de Byron vestido con todo el lujo deslumbrador del Oriente y adorado por un grupo de cautivas griegas e italianas.

Me acerco a la playa. ¡Qué animación la de los grupos de pescadores que vuelven del mar! Se habla el provenzal en toda su legítima pureza y con ese peculiarísimo acento que marca enérgicamente la palabra, y que sólo saben modular los labios gruesos y elocuentes de las paisanas de estas costas. ¿Nunca os habéis acercado, en los puertos o en las costas del mar, a la borda de la barca pescadora que acaba de fondear? Para conocer el pueblo bajo de la gran capital marítima de la Provenza, no hay nada como arrimarse a la muralla del Viejo Puerto en que se amarra uno de esos barcos. La mujer y las hijas del pescador del golfo de Lyon, antes de dar la bienvenida al padre y a los hermanos que han pasado la noche recogiendo constantemente los espineles, echan una ojeada curiosa al fondo de la barca, y cuando la ven rebosando de pescado, bendicen al mar y gritan de alegría, mientras los tripulantes contemplan satisfechos el gozo de la familia. En un instante, los canastos están llenos de turbots y de merluzas y una banda de mujeres remonta la gran calle de la Cannebière pregonando la mercancía, cuyo sabroso   —404→   aroma marino, acaba por ser insoportable. ¿Y los puestos de ostras y mejillones? Una media docena de parroquianos, agrupados delante de la vendedora, devoran incesantemente esas pequeñas pero sabrosas marennes vertes, que hacen en París las delicias de las cenas nocturnas del Café Riche. ¡Qué movimiento, qué charla, qué debates entre estas señoras del mercado de mariscos! Ni bajo de la muralla del Hotel de Rubión en la playa marsellesa, el mar produce y alimenta ostras más ricas que las que abren y brindan las comadres provenzales de las calles.

¡Qué espléndida y qué bella es la naturaleza a medida que huimos de la zona en que reina el invierno! ¡Qué teatro tan grande han hecho de ella las dos más brillantes poetas del septentrión! ¡Si Shakespeare no hubiera contado con el Adriático y el Mediterráneo, Otelo no hubiera sido concebido con todos los grandes prestigios con que entra en la escena de los personajes inmortales! Lejos de la Grecia y de las islas perfumadas del mar Jónico, Don Juan se habría vuelto misántropo y trivial. Por eso nos inunda la alegría cuando asomamos la vista por Marsella, aturdidos todavía por los ruidos ensordecedores de los boulevards de París, donde los hombres viven la vida artificial de las grandes capitales, donde el calor del carbón restablece el verano en los salones, y el invernáculo nos proporciona esas bellas pero insípidas y malsanas frutas que el arte lleva a las mesas de los ricos.

Buscamos el verano como las golondrinas, y toda la Europa lo busca con nosotros. Buscamos ávidos en la costa las playas de Cataluña y Aragón. Cuando costeamos el espléndido camino de la Corniche, los ojos buscan en la línea del horizonte las costas africanas. La ola pesada y perezosa que se envuelve y desenvuelve en la playa, repite el eco de la   —405→   que bate las márgenes opuestas, modulando la eterna armonía de las aguas. Aunque agrias y las ondulaciones alpinas que rodean a Marsella, ¡cuánta novedad dan al paisaje cuando en sus picos reflejan los últimos resplandores del sol que se sepultan en el mar!

Es vieja, de cierto, la leyenda de Edmundo Dantés con que Dumas sorprende todavía y sorprenderá siempre el espíritu de la juventud fácil y sensible a mis emociones de lo romancesco. Si ahora, quince años hubiera tenido la dicha de pisar las playas de Marsella, y el primer marinero, con voz ronca y ademán sombrío, tomándome del brazo me hubiera señalado el castillo de If, que se levanta sobre el negro y romántico peñasco, la palabra se me habría cortado entre los labios, y habríamos parecido ver levantarse sobre sus murallas el espectro imponente del abate Faria . He aquí un islote desnudo y árido que ha sido digno de un poema popular que lo ha inmortalizado para siempre, y que no puede contemplarse sin avivar las escenas extraordinarias con que el autor del Montecristo presentó aquellas aventuras dignas de los cuentos de la corte de Harun-Al-Raschid.

Entraba ayer al Prado, de vuelta de la Cornicche, con una numerosa comitiva de compatriotas, todos alegres con el cielo azul y el buen sol de Marsella, cuando de pronto vi llegar hacia mí un hombre que hizo detener el carruaje y me tendió los brazos. Su fisonomía me era conocida, pero no me fue posible recordar instantáneamente dónde y cuándo lo había visto. Fue necesario dejarme abrazar con efusión y abrazarle también fuertemente, sin darme cuenta de aquel desahogo generoso. Al separamos, porque no era posible permanecer eternamente estrechados en la calle pública, reconocí en él a mi compañero de viaje, a mi taciturno compañero de   —406→   viaje de París a Marsella. Mis lectores se habrán olvidado de él, lo que no es extraño, porque yo también lo había olvidado y no pensaba volver a mencionarlo.

-¡Oh mi salvador -me dijo- mi salvador! -y se lanzó de nuevo en mis brazos con los ojos llenos de lágrimas. Estaba a obscuras completamente de las causas de aquella espontánea gratitud.

-¡Sí, ustedes mi salvador! Cuando tomé el tren de París para Marsella el otro día, traía el propósito firme, de suicidarme durante el camino; busqué en vano un compartimento desocupado y no me fue posible encontrarlo. El más vacío era el que usted ocupaba...

-¡Gracias!

-¡Oh, perdone usted!... ¡Cuánto me incomodaba usted! ¡Creí que usted bajaría en Macon, en Dijon, en Lyon, en Avignon al menos! Pero usted seguía, seguía siempre imperturbable. Hubo un momento en que usted dormía profundamente y pensé que era el más oportuno para volarme los sesos, pero ¡temí tanto comprometerlo!... Habría usted caído en el acto en manos de la policía y todas las presunciones lo habrían sido desfavorables.

-¡Caracoles! -dije yo para mí mismo y miré aterrado el castillo de If.

-Ahí tiene usted la razón por la que no me suicidé. Llego a Marsella y la primer noticia que recibo es que el Rhone , con todo su cargamento, ha arribado a Livorno. ¡No había naufragado el Rhone ! Si el Rhone hubiera naufragado, como me lo habían dicho, yo era hombre perdido, y entre la deshonra y la muerte habría optado por esta última.

-Pero ¿usted no es estudiante... no está de novio, no va a casarse en breve?

-¡Ah, no, señor!; yo me ocupo del comercio con   —407→   la costa de África -me contestó mi desconocido, con la más profunda de las satisfacciones.

Esta vez mis cálculos habían dado fiasco. Mi estudiante era un simple agente del cabotaje del Mediterráneo y yo había imaginado un idilio. Si aquel nabab de octava clase no hubiera tenido un poco de mayor consideración por mí, a estas horas estaría yo pasando momentos poco agradables.

Saludé a mi compañero, y le hice presente mis disculpas por haber sido tan importuno en nuestro viaje.



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ArribaAbajo¡Italia!

(El Norte)


Verona, 24 de Enero de 1881.

La carta geográfica de la Italia podría representar una sección de la esfera celeste. ¡Cuánta luz en esa constelación! Los astrónomos determinarían el conjunto de sus numerosas estrellas con una de esas figuras caprichosas con que delinean el firmamento. Bien podría ser un arco y su flecha. La comba del primero abarcaría Génova y Milán y moriría en Venecia, y sobre ella la vara del dardo desde Milán a Bolonia, a Florencia, a Roma y a Nápoles. Entre los claros de los grandes astros, ¡cuántas estrellas pequeñas, cuánta materia cósmica, compacta, uniforme, fosforescente! ¡una ancha faja de luz como un jirón de la vía láctea! Saliendo de este espacio luminoso, la Europa es una tiniebla. ¡La eterna belleza, la juventud, la vida, sólo existen en Italia!

Me sería difícil detenerme a detallar un itinerario. Es el conjunto lo que seduce y deslumbra. Es ese poema de eternas bellezas que canta esta tierra, desde el golfo de Génova hasta la plaza de San Marcos, y desde las estalactitas de la   —410→   catedral de Milán, hasta las melancólicas ruinas de Pompeya. Es esa nota eterna que se repite en todas partes, que nace en el Mediterráneo y que muere en el Adriático; que brota en los Apeninos y repercute sonora en los Alpes.

¡Cuantas veces querría yo trazarme el cuadro vivo de esta tierra que ocupa toda la historia del mundo! Tan relativamente pequeña, y ella sin embargo, ha absorbido durante siglos toda la actividad de esa Europa que la contempla como su cuna. Si la Europa desapareciera en el fondo de los mares, la Italia salvaría toda nuestra historia y nuestra tradición. En ella están los penates del mundo moderno, y sólo ella puede darnos la filiación exacta de nuestro origen moral. En ella se ha desarrollado la leyenda, en ella la historia ha trazado las más grandes páginas de la humanidad. Ha pasado por todas las transiciones, se ha agitado en los tiempos heroicos, ha llegado al más alto de los apogeos, ha caído en la barbarie, ha sido reina y esclava, conquistadora y conquistada, profana y cristiana, libre y sometida, democrática y monárquica, grande y humilde.

Hoy, llena de juventud y de belleza, surge del tronco carcomido, como un retoño que ha recibido todo el vigor y la fortaleza de la vieja planta. Las distintas naciones que la ocupan forman una sola familia que se llama italiana, y conservan sin embargo los rasgos distintivos de su estirpe. Los ligurios navegan los mares, los piamonteses y los lombardos surcan y labran la tierra, los venecianos miran al Oriente y procuran restaurar su antigua preponderancia. Roma vuelve a ser la urbs antigua, Florencia y Nápoles no han olvidado sus excelsas tradiciones artísticas.

En Italia, cada ciudad es un tesoro de curiosidades. Apartaos del itinerario de los grandes centros   —411→   y penetrad en esos piccoli paeseti, como llaman los italianos a sus villas y ciudades subalternas. Cada una de ellas tiene una historia digna de una nación; cada una tiene una fisonomía típica, acentuada y enérgica, que una vez observada, no se puede olvidar. En Génova yo había hecho el propósito de apartarme, siempre que me fuese posible, de los rumbos oficiales del viajero, y no me arrepiento de esta fantasía, que más de un compañero apurado, habría encontrado de un gusto pésimo. Muchas veces en una de esas aldeas tendidas sobre la cima de una montaña o en el seno de un valle, se encuentran riquezas artísticas e históricas que no es dado encontrar en las grandes ciudades. Yo pretendo, por ejemplo, que Verona y Padua, que Mantua y Faenza, que Luca y Siena, tienen más interés para el turista que todos los palacios de Génova, que todos los fastuosos y pesados mármoles de su cementerio. ¡Que me perdonen los valientes genoveses! Yo admiro en Génova lo que ellos critican. A mí me atrae la Génova de los güelfos y de los gibelinos, con sus callejuelas oscuras, estrechas, que parecen trazadas por el curso de una culebra. De noche me he internado por ellas, huyendo de la piazza Cavour y de la via Nuova y Novissinia, donde se agrupa una población que no habla de otra cosa que de fletes y tonelajes. En aquellas sendas tortuosas, el teatro de los Fieschi y de los Doria, conserva todas sus decoraciones. En cada puerta puede ocultarse un bravo y a la luz mortecina que alumbra la imagen de una Madona, in legno pueden darse de estocadas los Grimaldi con los Spínola antes que la ronda los sorprenda.

Las grandes arterias dan luz y aire a las ciudades, pero las alteran históricamente. Soy un furioso adversario de las demoliciones. Extended el radio de las poblaciones, pero no les quitéis su fisonomía   —412→   histórica. Los gigantescos palacios de Génova, exigirían, es cierto, para destacarse majestuosamente en todas sus vastas proporciones, una plaza como la piazza della Signoria, de Florencia; pero si a cada uno de ellos se lo aislase en sus cuatro paredes principales, Génova dejaría de ser Génova y perdería su fisonomía. Desgraciadamente, los genoveses van en ese camino y tienen tal amor al espacio, a la luz y al aire, que no será extraño que de aquí a quince o veinte años, la vieja capital de la Liguria se encuentre convertida en una ciudad yankee en forma de damero, y con calles anchas en las que sus habitantes se verán privados de los goces de esa encantadora familiaridad actual, que permite que los vecinos de un mismo piso se abracen todas las mañanas al través de la calle.

Génova es una ciudad que amamos mucho los hijos del Río de la Plata; y no faltarán genoveses y argentinos que piensen que esa simpatía entre pueblo y pueblo data de ayer. Sin embargo, Génova nos trata desde ahora tres siglos. Los primeros comerciantes genoveses se presentaron en nuestro río pocos años después de que don Pedro de Mendoza hubiese echado los cimientos de Buenos Aires. Eran, es cierto, de la familia de Cristóbal Colón los que manipulaban aquella nave casi legendaria, de la que nuestros viejos cronistas dan apenas una ligera noticia en sus notas. Pero ella era, ante todo, el primer barco extranjero que iniciaba un comercio que tres siglos después debía practicarse diariamente entre dos pueblos igualmente libres. Génova era entonces aventurera y revolucionaria. Si el Turco o Venecia le cerraban el paso en el archipiélago de Grecia, ella sabía buscar fortuna en los mares en que portugueses y españoles se disputaban el imperio del mundo.

Bajo el dominio de la casa de Habsburgo, los   —413→   genoveses como mercenarios, o como aventureros por cuenta propia, merodearon en todos los mares americanos, tripularon no pocas veces las naves de guerra españolas, y compitieron con sus rivales, los venecianos, que habían también contribuido con la célebre familia de los Caboto a ilustrar las primeras proezas de los descubridores del Río de la Plata.

Génova dio a la corte liberal de Carlos I uno de sus más esclarecidos ministros; el nombre de los Grimaldi está íntimamente asociado a los primeros ensayos del comercio libre en la América española, y bajo aquel ministerio de italianos regalistas y anti-jesuíticos, las colonias americanas parecieron sacudir el yugo del negro despotismo que pesaba sobre ellas desde dos siglos atrás. Fueron, pues, los descendientes de los antiguos patricios güelfos de Génova, los que contribuyeron a abrir las puertas del Río de la Plata, hasta entonces cerradas al comercio universal, y los que prepararon y realizaron la fecunda revolución política que arrojó a la Compañía de Jesús de las Misiones y de todos los rincones de América en que había levantado y consolidado su poder. Se ve, pues, que los vínculos de pueblo a pueblo son históricos, y que ellos no han nacido ayer, citando nuestras contiendas civiles y nacionales vieron figurar como actores a los italianos proscriptos y perseguidos.

En nuestros días, una generación de argentinos nos ha enseñado a amar a la Italia. Me vienen sus nombres a la memoria: Juan María Gutiérrez, Miguel Cané (padre) y Juan Carlos Gómez. No he podido dejar de recordarlos el día en que pisé tierra italiana, y especialmente el día en que oí los murmullos del Mediterráneo en el hondo sello que forman Sestri y Pegli, a pocos kilómetros de Génova.

Juan María Gutiérrez visitó la Italia en 1843,   —414→   Cané y Gómez en 1852, si mal no recuerdo. El primero había salido de Montevideo en el Edén con Alberdi. Garibaldi les había recomendado el barco como excelente y, en efecto, a los tres meses los desembarcó en Génova. La Italia ardía en aquellos días, pero Génova, como en los buenos tiempos libres de Hamburgo, tomaba poco interés en la propaganda revolucionaria. Comerciaba por su cuenta y atesoraba egoístamente sus riquezas. La unidad italiana era para ella una quimera en la que tomaba poco interés en la propaganda revolucionaria. Comerciaba escribiendo sus impresiones en EL NACIONAL del 7 de Octubre de 1852, decía: «Si a esos hombres, hediendo a brea y a salitre del Mediterráneo, les habláis de unidad italiana, de la iniciativa del Piamonte en la cruzada de la independencia, de la fraternidad de todos los pueblos de la península, se os reirán en la cara, y con la indiferencia del desprecio repetirán que Génova se basta a sí misma y que los otros se entiendan como puedan. El egoísmo del franco, del buen lecho, de la aldea, se ha apoderado de esa ciudad de tal manera, que hoy es su religión, su vida y su patria».

Era por esto que todos los argentinos que llegaban a Italia en aquellos días, no bien desembarcaban en Génova, volaban a Turín. Gutiérrez me hablaba con una simpatía profunda de aquella corte de Carlos Alberto, que fue tan constante en la propaganda como firme en el infortunio. Allí, si la memoria no me falta, escribió su Capitán de Patricios y cultivó los maestros de la poesía italiana que acostumbraba recitar con su fina elocuencia en el seno de sus más íntimos amigos. Nuestros padres venían en aquella época sedientos de libertad y preferían los crudos inviernos de Turín a la eterna primavera de Nápoles, donde las bellezas de la naturaleza no podían atenuar la imbecilidad de la   —415→   corte de Franceschino. Hoy, en todas partes, se encuentra a la Italia, que palpitaba entonces en el Piamonte. Génova, la Cartago comerciante y egoísta de 1852, es hoy tan italiana como el resto de la península, y su espíritu nacional es tan profundo y acendrado que en su suelo duerme el eterno sueno el italiano más italiano del siglo: José Mazzini

Me he acercado al severo monumento que ha levantado el pueblo al tenaz y constante propagandista. Guarda armonía con el carácter del espíritu que lo animó. Es un templo de granito, sostenido por cuatro sólidas columnas dóricas, cerrado por dos rejas toscas y sencillas y dominando una de las alturas más elevadas del cementerio. Toda la pompa vana de Carrara ha desaparecido de aquel mausoleo severo, que hace contraste con las fastuosas y abundantes esculturas que blanquean al pie de sus muros. Los patriotas italianos lo han cubierto de coronas, y los imbéciles, que en todas partes son desgraciadamente numerosos, se han creído obligados a tiznar aquellas paredes con sus nombres y sus rúbricas.

Génova presume con su cementerio. Pasa generalmente por el más notable de Europa entre cierta gente. Apreciado en su conjunto como debe apreciarse, yo lo tengo por algo que está más abajo de la mediocridad. Si exceptuamos el monumento del marqués de Tagliacarno y uno que otro mármol animado por el cincel de Vela, de Dupré y Monteverde, el resto pertenece al género de lo que yo llamaría la marmolería, y que jamás debe considerarse como el arte. La vasta galería que forma en cuadro la planta principal del cementerio es un muestrario de maniquíes de mármol, de viudas vestidas según las modas usadas de veinte años a esta parte, las unas con gorras, las otras descubiertas, pero coquetamente peinadas desde la época del   —416→   bandeau y de la banana hasta la de los bucles; desde los tiempos de los rulos hasta el de los crêpés y el del flequillo . No les falta ningún elemento del traje y sus accesorios; el abanico, los guantes, los aros. El escultor ha sido tan fiel como el fotógrafo. Algunas veces las doloridas se presentan acompañadas con sus hijas e hijos, vestidos por los sastres y las modistas y calzados por el zapatero de moda. Se experimenta entonces la impresión que produce un álbum de antiguas fotografías de familia. Aunque la muerte imponga respeto, la risa asoma a los labios; la viuda lleva crinolina y talle corto; el escultor la ha hecho idéntica, pero la moda ha pasado. ¡El viudo lleva el cuello de la camisa que se usaba ahora cinco años, y un jaquet de anchas solapas! Aquello se vuelve caricatura, y perdonen los ricos burgueses de Génova, desaparece el respeto y se despierta la crítica.

¿Qué mal viento de pompas ha soplado en la cabeza de los genoveses que van de camino de convertir su cementerio en mi vasto panteón de la moda?

Cierto es que los palacios de Génova, casi todos del siglo XVI, están lejos de representar la pureza arquitectónica de los de Florencia y de los de Siena. Los genoveses fueron siempre más hábiles para construir sus urcas y galeras, que para dar gracia y arte, a las mansiones de sus nobles patricios. Pero si Génova carece de la fina tradición artística de la Toscana, tiene en nuestros días le escuela italiana de Roma y de Florencia, y no debe prostituir al mísero artista obligándolo a decorar su cementerio con esa población ya lamentablemente numerosa de personajes, que aun en mármol serían absurdos en el más elegante salón de modas de Londres o de París.

Salí desencantado de aquella feria de la marmolería ,   —417→   moderna, en la que con motivo de cada sepulcro podía repetírsele al escultor las palabras de Miguel Ángel a su rival Ammanati: ¡Ammanati! ¡Ammanati! ¡qué hermoso trozo de mármol has destruido!

En cambio de este poco artístico recinto, Génova tiene la galería de sus palacios y los frescos de Piola, de Carlone y de Ferrari que iluminan sus techos. En ninguna parte pueden visitarse con más método las colecciones de pinturas que en los palacios de Génova. No son esos depósitos infinitos de telas que abruman por su abundancia. Cuatro o cinco salas, y he ahí todo. Pero ¡qué tesoros en cada cuadro! Ninguna de las escuelas antiguas carece allí de un representante. La escuela flamenca tiene en el palacio Brignole un retrato ecuestre del marqués Julio Brignole, de Van-Dyck, digno de figurar al lado de los de Carlos I, del museo de Bruselas. El caballo está casi de frente, un poco amanerado, porque ni Rubens ni Van-Dick, ni ninguno de los maestros flamencos poseían los conocimientos anatómicos que tuvieron Leonardo de Vincy y Miguel Ángel; pero, en cambio, el jinete, vestido de terciopelo negro, lleno de sobria gentileza y elegancia, se destaca del fondo de la tela como un bajo relieve. La escuela veneciana tiene telas del Tintoreto, de Juan Bellini, del Veronese. Andrea del Sarto representa las glorias florentinas con una reproducción de la Santa familia , de la galería Pitti y el San Sebastián , de Guido Reni, en toda su beata y excelsa desnudez, abre a los dardos de su martirizadores, su pecho, que parece sangrar y palpitar tras el lienzo.

En el palacio Durazzo, hoy palacio Real, en la misma cámara que ocupa el rey cuando hace su visita a los genoveses, hay una Magdalena del mismo Guido, cuyo rostro no cede nada en belleza a la célebre   —418→   del Corregio, que está en el museo de Dresden. Aquel rostro de una corrección suprema surge de la tiniebla como la imagen de un sueño. Podrían aplicársele los famosos versos de Cienfuegos:


¡Y el mismo sol se asombra,
de no poder dar luz al rasgo oscuro
que condenó el pincel a eterna sombra!

Pero en ninguna parte se acentúa más la fisonomía de Génova que en su puerto y en sus alrededores. Allí se mueve en su verdadero medio aquella población marítima que frecuenta diariamente todas las costas del Mediterráneo, desde Nápoles hasta Gibraltar y desde Túnez a Marsella.

En sus docks, como en Liverpool y Amberes, los buques de todas las naciones juntan sus banderas. Aquel pueblo flotante habla todos los idiomas y el genovés tiene el privilegio de conocerlos desde siglos. Génova comunica con todos los rincones del mundo, y sus marinos conocen todos los mares. Sus hijos, como los fenicios, han arribado con sus naves a todas las playas donde los hombres se vinculan por los lazos dorados del cambio y del comercio.

Pocos días después de haber respirado las brisas tibias del golfo de Génova, entraba yo en Turín, la antigua capital italiana. La ciudad de las altas y espaciosas arcadas estaba cubierta por un manto espeso de nieve. Huíamos del invierno y el invierno nos alcanzaba del lado de Italia. El Piamonte, que es la cuna verdadera de la Italia moderna, es un país viril y robusto, cuyos hijos están muy lejos de tener la naturaleza meridional con que se caracteriza generalmente a los italianos. Les basta su primavera y su verano, que son deliciosos como en Suiza, pero en el invierno la ciudad desaparece bajo el manto blanco que cubre toda la comarca alpina. El plano de la ciudad imprime a sus calles una forma correcta, pero monótona. Diríase que la   —419→   calle de Rivoli en París, les ha servido de modelo. Imposible perderse tomando los puntos cardinales del plano. Apenas la via di Po , que une por una diagonal la piazza Castello con la piazza Vittorio Emanuele, altera la regularidad de aquellas manzanas paralelas.

No he visto hasta ahora en ninguna ciudad italiana, monumentos modernos más hermosos que los de Turín. La sola estatua ecuestre del duque de Génova sujetando su caballo herido mortalmente, que cae sobre sus rodillas, basta para llamar la atención y el examen del más escrupuloso conocedor. El noble animal se derrumba con una naturalidad sorprendente. En la cabeza, en el cuello y en los ojos moribundos se percibe el último movimiento de la vida. Es un triunfo prodigioso del arte moderno, y ese solo bronce vale, a mi juicio, muchos de los monumentos públicos con que presumen las principales ciudades de Europa. No es menos bello el Emanuel Filiberto de Marocchetti; pero el gigantesco caballo es el mismo que monta el viejo rey Ricardo, delante del palacio de Westminster, y el artista debió comprender que el caballo normando de Corazón de León era sólo digno de ser montado por él y no por otro. Al ver el mismo modelo de la estatua de Ricardo I, me ha venido de nuevo a la memoria el coloso original de Londres. El artista se ha repetido en ambos. Sobre el mismo caballo han montado distintos personajes. Emanuel Filiberto envaina la espada de San Quintín que devolvió la paz a Europa. Ricardo, por el contrario, con el brazo en alto levanta la suya que hizo temblar a la Europa, y al mismo Saladino.

Y ya que hablo de las estatuas de los guerreros, ¿cómo no trazar dos líneas sobre esa famosa armería de Turín, donde están todas las armaduras piamontesas y lombardas de los tiempos pasados? El emperador   —420→   romano más exigente de trofeos de guerra, quedaría satisfecho ante aquella riquísima colección. Allí está la armadura que Francisco I llevaba el día de Pavia; la del Príncipe Eugenio en la batalla de Turín; dos águilas de Marengo y la espada que Napoleón ceñía en aquella memorable batalla. Y enmedio de aquellos cuerpos y cabezas de acero relucientes, que se adelantan como los espectros de un torneo, el arte tiene sus grandes tesoros, sus joyas escondidas, sobre las cuales es fácil pasar sin fijarse, porque el número de los objetos abruma. He visto dos de esas joyas que son dos reliquias inestimables. Una es un pomo de espada cincelado por Benvenuto. Diríase que cada una de las pequeñas figuras que forman la empuñadura es una reducción del Perseo. La otra es un escudo cuyos bajos relieves admirables representan toda la historia de la campaña de Mario contra Jugurta. Aquel disco es digno de leerse como Salustio. Es un grabado cuyas figuras surgen, sobre el metal como por el genio del artífice florentino; tiene la delicadeza de una alhaja. Y sin embargo, podría proteger en el combate más recio al caballero que se cubriera con él. Es una epopeya, un poema. Es necesario verlo, observarlo detenidamente, porque todo en él es vida, acción y fuerza. ¡Con razón ese joyero figura al lado de Ghilberti, de Donatello y de Juan de Bolonia!

El palacio de Turín ha sido la escena de grandes acontecimientos históricos para que pasemos por sus espléndidos y suntuosos salones, sin pensar en los grandes patriotas italianos de 1848. Allí en esas salas nacieron los destinos de la nueva Italia. Familia pura y noble, la casa de Saboya ha dejado en aquella mansión abandonada, que los reyes de Italia consideran siempre como el viejo hogar paterno, el perfume de su honradez, de su honestidad,   —421→   y de sus grandes virtudes cívicas. Allí se lloró el día luctuoso de Novara, en que la nacionalidad, sufrió un golpe rudo. Pero desde allí también Cavour consiguió que la Europa reconociera que había una cuestión italiana que no estaba resuelta; y las victorias de 1859 vengaron el desastre que el virtuoso Rey había sufrido combatiendo por su pueblo y buscando la unión de la vieja familia italiana. ¡Felices los reyes que realizan empresas tan altas y los hombres que los acompañaron con sus sabios consejos! La Inglaterra levanta estatuas en sus plazas a Canning, a Pitt, a Fox y a Guillermo Peel. La Italia Constitucional y libre de nuestros días ha inmortalizado en mármol y en bronce una generación de patricios que vale aquélla: a Cavour, que representa al Pater Patriae , el Washington italiano; a Siccardi, el reformador constitucional de 1850; a Gioberti y los Lamármora, militares y hombres de estado, y a sus reyes y príncipes, cuyos bronces y mármoles no representan el despotismo, ni las vanas glorias militares, ni el cesarismo.

Pero me entretengo demasiado en la Italia moderna, y para historiar las brillantes páginas de sus últimos tiempos se necesita espacio y preparación de que carezco en este momento. Demos un adiós al recinto legislativo en que los representantes populares de Italia ejercieron el gobierno parlamentario hasta 1865 y conservemos en la memoria, la disposición de aquella tribuna en que la elocuencia italiana brilló con todos los prestigios de la libertad y del orden constitucional. Aquel local modesto y hoy abandonado indica la sobriedad de la generación que ejerció desde sus bancos los derechos del régimen representativo y que supo conmover toda la tierra italiana con la santa idea de la unión nacional.

Me acuerdo de haber hecho un esbozo ligero de   —422→   la catedral de Colonia, con motivo de las fiestas solemnes con que se celebró su terminación. Delante del Domo de Milán, me viene a la memoria el monumento gótico del Rhin. Es la edad media, tallada en la piedra, calada por el cincel, cariada por el tiempo. Ocho siglos se asoman por las ojivas; y el manto verdinegro de los años ha cubierto sus columnas, los santos agrupados en los pórticos, sus torrecillas, sus grandes arbotantes laterales, y el borde de sus rosas, donde trasparentan tenuemente la luz del día sus ventanas de cristales soldados entre varetas de plomo.

La otra, a pesar de los años que cuenta, carece de la misma solemnidad. Blanca como un panal y un tanto por agobiada por el ángulo extenso que forma su fachada es necesario verla y observarla desde una altura mayor que la que tiene, para admirar su magnificencia. La catedral de Colonia es el arte gótico en toda su pureza. La catedral de Milán es una maravilla de sublimes heterogeneidades, pero está lejos de igualar la excelsa corrección de aquella. Desde luego, la de Colonia no tiene una sola nota falsa en su sereno orden arquitectónico. Durante el día se destaca sobre la llanura como un coloso. Diríase que los ejércitos de Carlo Magno se postran delante de sus atrios. Por la noche, remonta en el espacio como un fantasma y creeríase que de sus capillas, de sus nichos e intersticios, surgen los genios de los Niebelungen. La catedral de Milán es todo lo contrario; su plano reducido podría pasar por un cofre de marfil cincelado por Benvenuto. Considerada del punto de vista de su arquitectura, se presta a una crítica severa, porque representa el concubinato de dos elementos contrarios y antagónicos. En su exterior los bajos relieves cuadrados de la escuela griega y romana se levantan al lado de las imágenes góticas. El contraste   —423→   es chocante. Aquellos frailes y mártires del siglo XII que se arrodillan agrupados en series repetidas bajo el arco ojival del orden gótico, con sus fisonomías beatísimas e ingenuas, que recuerdan los santos y las madonas de Dürer y Cimabué, parecen temblar de espanto, de pudor y de horror evangélico, ante las estatuas profanas, griegas y romanas que los circundan. Es una vecindad imposible aquella. Es la desnudez del arte idólatra al lado de la pudibunda imagen de los ermitaños cubiertos por sus sayales y ceñidos por el cordón de la penitencia. En el interior, las columnas gemelas y agrupadas del orden gótico, están coronada por decoraciones genuinamente romanas, y delante de la bóveda honda y aguda que determina la ojiva, Napoleón hizo abrir una serie de ventanas sostenidas por columnas corintias, que alumbran ese consorcio inarmónico de arquitecturas incompatibles.

No niego la grandeza y la hermosura de este templo maravilloso, pero la impresión que me sugiere su conjunto esta fundada sobre observaciones dignas de tomarse en consideración. Entre el clasicismo del arte antiguo la fisonomía típica de los monumentos de la edad media, no hay asociación posible. Me detendré abismado delante de la ruina de una esbelta columna del Partenón y contemplaré con la mente llena de los recuerdos del siglo XIII, las ruinas de un castillo feudal; pero la mezcla de las dos familias, ese enlace anormal de dos razas o de dos estirpes opuestas, me produce el efecto de un vínculo monstruoso. A Napoleón se deben las anomalías arquitectónicas que irregularizan el conjunto de esta catedral. Él, que en todas partes soñaba con la columna de Trajano y con el arco de Tito, porque creía que sólo el chapitel corintio podía servir de base a su estatua de César, y   —424→   que sus ejércitos no debían salir a la guerra sino bajo arcos de triunfo, alteró hasta la fisonomía típica de los templos, y quitó a muchos de ellos el carácter histórico que representaban. Para admirar la catedral de Milán no habría sitio mejor que la barquilla de un globo cautivo. Hundir la mirada perpendicularmente en aquella ciudad poblada por seis mil estatuas, sería la única manera de darse cuenta de su grandeza. Recorriéndola a pie es imposible formarse una idea del conjunto. Aquello es un pueblo; un pueblo que se agrupa en el interior de la plataforma, que domina la cúspide de las pirámides exteriores, que ocupa los nichos innumerables de los santuarios góticos. Desde la altura se proyecta la perspectiva de esa blanca necrópolis que parece expuesta a derrumbarse a la primera ráfaga de los vientos de la Lombardía. Creeríase formada por caprichosas lágrimas de cera destiladas de cirios colosales apagados de improviso, o por mi bosque de coníferos cubierto por las nieves alpinas; y cuando descendemos a la plaza y echamos desde ella la última mirada, en aquella cinceladura titánica de la piedra, la fantasía la encuentra semejante a esos raros y antiguos encajes de Malinas que parecen tejidos por las artificiosas arañas de la fábula.

El Domo es un museo de esculturas soberbias. Miguel Ángel ha depositado allí un Adán menos audaz, pero más perfecto que el David. Baccio Baudinelli, provocándolo a eterna rivalidad, ha esculpido a Eva . Una pequeña madona de Canova sonríe prisionera en un nicho con la plácida sonrisa de la Psyché del Louvre y de la Venus del Pitti; y en una de las pirámides superiores que protegen aquel derroche de riquezas artísticas, el mismo cincel ha animado la estatua de Napoleón, que mira gravemente hacia esa llanura lombarda, en donde   —425→   su nombre está escrito en todos los surcos de la tierra.

Después de la catedral, Milán posee otra riqueza inestimable. Es un espectro, pero es un espectro que habla, que se adelanta y desafía a las glorias vivas del arte. La Cena de Leonardo de Vinci, en los muros augustos de Santa María delle Grazie.

Los austriacos han vivaqueado al pie de esa pared sublime, y el humo y el tiempo y la humedad han arrojado en ella sus injurias; pero surgen del muro aquellos apóstoles, se inquietan, se acusan y se justifican. Judas disimula, Jesús repite las palabras históricas. Jamás el sentimiento religioso, el misticismo más acendrado, la fe más honda, derramó un sello de beatitud tan sincero en el rostro del Cristo-Dios. Es San Mateo que anima la escena bajo el pincel del terrible rival de Miguel Ángel. Si el catolicismo hubiese contado con pintores como Leonardo de Vinci, su influencia en la historia de los últimos siglos se habría duplicado. Ese artista tenía, además de la fuerza colosal de su genio, las cualidades de todos los grandes representantes del arte. A la majestad serena de Pablo Veronese reunía la violencia pujante del Tintoreto; al colorido de Rafael, la verdad grande y sencilla de Andrea del Sarto; a la eximia delicadeza del Ticiano, el idealismo de Fra Angélico. La Cena desafía a todas las telas más famosas. Es la pintura más original, más prestigiosa, más bien pensada, de su tiempo. Es, a nuestro juicio, el primer cuadro que merece los honores de haber fundado la pintura histórica. La mujer está suprimida de su conjunto y, sin embargo, el rostro de Jesús nos hace olvidar la dulzura de todas las madonas del Sanzio. Es una escena terrestre, y tiene la elevación de la célebre Asunción del Ticiano del museo de Venecia. Nada de ese eterno drama que desde Giotto hasta Carlo   —426→   Dolci se repite en los espacios, representado por la virgen, por los mártires, por la corte de ángeles y de querubines que forman el Olimpo católico. Es el drama real el que habla en aquel muro, en el que la sombra de esa pintura se agita y quiere sorprender al mundo antes de desaparecer completamente.

La catedral de Milán y la Cena , de Leonardo de Vinci, son dos motivos muy altos para descender a ocuparme de las otras curiosidades de Milán. Una noche entera, pasada en la Scala oyendo a Tamagno cantar el Figliuol pródigo , que no he podido apreciar en una sola vez, no ha bastado para quitarme una sola de las emociones que he sentido al contemplar aquellas dos joyas. Tengo por delante, como cuajada en un vasto espejo, esa arca complicada de la orfebrería gótica; y la pared de Santa María, de la Gracia ondula ante mis ojos como un cendal a través del cual aparece el rostro indescriptible de Jesús.


He conocido en este viaje a la inglesa más linda que os podéis imaginar. Tiene en su rostro impreso el sello de la eximia y suprema hermosura. Admirador de la belleza plástica dondequiera que se cruza en mi camino, por simple sentimiento artístico me detengo y la admiro. Con el mismo entusiasmo contemplo un cuadro, una estatua, una columna, la fachada de un palacio o el ángulo labrado de uno de esos balcones medioevales que tanto abundan en las viejas ciudades. Miss Omphall tiene un óvalo ante el cual Carlo Dolci borraría, para recomenzarlas, todas sus cabezas de santos y madonas. Aunque inglesa las líneas esculturales de su cuerpo, la elegancia de su cuello, su busto y esa vaga curva que dibuja el talle y desaparece después de haberlo diseñado, harían desesperar a Fidias de envidia o de celos. Su conjunto respira un   —427→   no sé qué de ideal. Parece que llevara sobre su frente el capullo luminoso que Virgilio coloca en la cabeza de Ascanio. Habla con una voz de un timbre que enloquece. Si esta pintura parece hecha con cierto fuego impropio en mí, los escandalizados me harán el favor de disimular por esta vez mi entusiasmo. Si fuera pintor, la más meticulosa y mojigata matrona no extrañaría que un buen día pintara yo el retrato de miss Omphall, y lo pusiera en la vidriera de Burgos con el sacramental ¡L... pinxit 1000 duros! Y si fuera escultor, ¡ah!, si fuera escultor, yo me encargaría de encontrar artimañas para vestir a mis Omphall, sin ocultar un detalle, ni uno solo de los lineamientos de la estatua. Y bien; como no soy pintor ni escultor, fuerza es que haga con la pluma lo que no me es dado hacer con el cincel o los pinceles. Cada uno emplea los medios de que dispone y tan inocente es pintar el retrato de una mujer bonita o vaciar su estatua en el molde, como tomarla cariñosamente, colocarla sobre la página y dejar en ella los recuerdos de unas horas pasadas delante del modelo.

¿Habéis estado en Verona? Me contestaréis que sí. Pero no habéis estado con miss Omphall. Habéis bajado en la estación, y después de inscribir vuestro equipaje para Venecia, y visitado a escape y como deseando terminar una tarea, el circo romano y la tumba apócrifa de Julieta, habéis vuelto a tomar el tren. Entonces no habéis visto a Verona. Eso no es ver esta melancólica y romántica ciudad, que parece haberse petrificado en pleno siglo XIII al soplo de las brisas heladas de los Alpes.

Y si os contara que yo he asistido con miss Omphall a una resurrección de la villa de los Scala, diríais que hago una fantasía, que unas cuantas copas de Asti spumante me han arrojado a la calle en demandas de sombras como Edgard Poe. Y sin   —428→   embargo ni estoy ebrio ni he tenido un sueño. He visto, he oído, he palpado, y todavía tengo el recuerdo impreso de aquel teatro en que la realidad me ha representado una escena del pasado.

Verona fue fundada por Guillermo Shakespeare a mediados del siglo XVI. El acta de fundación de esta ciudad son Romeo y Julieta , y The two gentleman of Verona . La historia, siempre historia, cuenta que Cátulo, el dulce Cátulo de la zampoña, y Cornelio Nepote, que yo desgraciadamente, no puedo recordar sino con el mismo horror que a Nebrija y a las Platiquillas, nacieron en ella al pie de este Adigio bullicioso que se derrama sin cesar como un torrente. Pero lo cierto es que no hay historia para Verona antes de Guillermo Shakespeare. Él es su arquitecto, su poblador, su historiador. Antes de él, la historia de Verona es leyenda. Lo admitiría el lector si hubiese tenido la fortuna de vagar una noche por estas calles, del brazo de miss Omphall, oyéndole recitar los más tiernos pasajes de Romeo y Julieta con una voz más dulce que la de Ellen Terry, haciendo más pausas adorables para animar y poblar, por decirlo así, con la fantasía, todos los barrios de la ciudad dormida bajo el disco opalado de una luna espléndida.

Miss Omphall es una sacerdotisa que evoca, y a sus evocaciones las sombras se plasman, se levantan, andan, hablan, viven. En su deslumbradora simplicidad, aquella divina criatura tiene el don de animar todo lo que quiere, esa extraña fuerza exaltadora del espíritu de que están dotados los mediums . Tiene la ternura de la hija menor de Lear y la azorada vaguedad de la locura de Ofelia. Es inglesa y basta. Se detiene delante de todos los monumentos, y tiene el poder de abrir los sarcófagos de los Scala que hace seis siglos que guardan sus restos en plena calle pública. Toda aquella corte   —429→   de Scalas que presenció la triste tragedia de los Montescos y de los Capuletos, sale de sus tumbas, ocupa sus palacios, se congrega en sus plazas durante el día, se bate en sus calles durante la noche.

Miss Omphall me ha llevado al baile de los Capuletos. He visto a Romeo, a Mercutio , a Tobaldo , a la nodriza parlanchina y mimosa, retrato sagaz de un tipo genuinamente italiano. ¡Qué fiesta aquella! Los laúdes exhalaban un aire simple y primitivo; el génesis de uno de esos conceptuosos refranes de Mozart. Las ventanas con sus arcos en forma de trèfle transparentaban la luz de los salones a través de los cristales venecianos. La servidumbre de los Capuletos, toda armada, guardaba la entrada. En la sombra que proyectan los edificios vecinos, se divisa el rayo débil de una linterna, que descubre esbozada en la sombra como en el fondo de un cuadro antiguo, el grupo de los Montescos que espían la fiesta. De ese grupo se desprenden dos hombres enmascarados.

Uno es Romeo , el otro es Mercutio . Al favor de la máscara penetran a la mansión de sus rivales. Romeo se encuentra con Julieta ; Julieta queda extasiada ante su gallarda belleza, y Romeo la sigue como a su sombra por todos los salones. Se han mirado y se han amado con esa primitiva e inexplicable simplicidad de la adolescencia, y es necesaria la escena para formar el marco de ese cuadro. Shakespeare crea entonces a Verona, la recorre, la describe, la idealiza, y lo que es más curioso, no altera ni uno solo de sus detalles; restaura todos sus barrios, abre todos sus palacios, penetra aun a las celdas de esos monjes frugales y profundamente, cristianos del siglo XII.

¡Oh Verona! Déjame vagar al azar por tus calles y tus plazas mientras mis compañeros duermen   —430→   tranquilamente como los padres de Julieta . Sobre el recinto las brisas del Adriático se cruzan con los vientos de los Alpes, y despejan de nubes tu cielo. A tus pies murmura el Adigio, el eterno rumor de las aguas. ¡Cuán hermoso es contemplarte desde el viejo puente del Castello, defendido por sus extraños pilares tridentados!

Mañana, cuando el primer albor del día raye en el horizonte, Romeo, envuelto en su capa gris, la espada al cinto, calado el birrete sobre los ojos, te atravesará sigilosamente en busca de sus compañeros que esperan su vuelta con inquietud.

Cuando la luna ilumina el fúnebre monumento de los Scala delante de Santa María Antica y a través de las rejas selladas con la escala que simboliza las nobles armas de los viejos señores de Verona, sus rayos producen sombra y luz entre los intersticios de los dos mausoleos, diríase que en las ventanas superiores del palacio, entre el claro oscuro del muro Vetusto, asoma el enérgico perfil del Dante, que medita en el destierro en medio de la noche. Esa Verona en cuyas calles sus señores levantaban sus mausoleos, cuenta todo el pasado con una extraña elocuencia; es el alma de una ciudad que dice su historia. Todo es característico en ella. Sus balcones bizantinos, con sus rejas férreas, convexas, hacen ver a miss Omphall, en cada uno de ellos, la escala que ondula pausadamente con el último impulso que le ha dado la ascensión de Romeo a la estancia de Julieta .

Hay luz en la habitación; la ventana entreabierta arroja un débil reflejo sobre el jardín. Romeo acude a la primera cita. Los vientos alpinos sahúman el ambiente con el perfume de los azahares. Entre el espeso ramaje de los árboles se oye un ruido de alas agitadas como el que produce un pájaro sorprendido en el nido, y a poco rato, los trinos de   —431→   cristal del rey de la selva. Miss Omphall me oprime nerviosamente el brazo y juntos exclamamos:

-¡Es el ruiseñor!


-¿Quién eres tú, que me has acompañado por Verona?

-Soy, me dice miss Omphall, la musa de Shakespeare que vaga por sus calles como la sombra tutelar de esta romántica ciudad.



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ArribaVenecia

Roma, 14 de febrero de 1881.

Venecia está en la plaza de San Marcos para los extranjeros, y en sus sendas capilares para los venecianos. El que la visite sin conocer su historia y su leyenda, debe regresar inmediatamente a tierra firme, después de haber contemplado un momento aquel gran patio formado por edificios cuya fisonomía no es posible olvidar cuando se ha visto una vez. Con esa nerviosa curiosidad que me domina, no he podido resistir a la tentación de engolfarme en sus calles, atravesar sus puentes innumerables, perder el rumbo, girar alrededor de una ínsula y salir después de una labor ímproba a la margen de las plácidas y verdes lagunas que la rodean. ¡Qué red aquélla, qué laberinto inextricable! Ese agrupamiento de islotes, cuya topografía no se concibe, por más detenido que sea el estudio que se haga de su plano, forma una planta flotante de calles y sendas, cuya llave tiene sólo el gondolero. Diez, quince días, no bastan para explicarse sus entradas y salidas, a no ser que en cada aguadora de las que van a llenar sus cántaros en las espléndidas cisternas del Palacio Ducal, encontremos una Ariadna que nos lleve a San Marcos. Declaro que para internarme no he necesitado nunca de guía,   —434→   porque me proponía explorar, buscar lo desconocido, vagar para observar, ponerme problemas a mí mismo, reír de mis chascos, celebrar mis triunfos; pero para salir del laberinto, cuando se está lejos del Gran Canal o de la bulliciosa calle de la Mercería, es el modelo de una de esas inspiraciones del Dellini que tomando la delantera como una sombra que huye, nos ponga sin saberlo al pie de la columna que sostiene al León alado de Venecia.

Yo no puedo explicarme cómo una mujer o un hombre de espíritu delicado, puedan sumirse en el mar iluminado por un sol de oro, y bajo este cielo que parece reflejarse eternamente en la anegada ciudad. La luna de Verona me acompañaba a Venecia, y cuando puse el pie en la góndola, la silueta poética de la ciudad surgió de pronto ante mis ojos, entre el velo opalado y sutil de luz que tendía sobre ella el astro de la noche. Era un espectáculo que sólo había visto bajo el atractivo que despiertan las acuarelas de los Ríos y las fotografías iluminadas de sus panoramas nocturnos. Aquello era la realidad. Al interés del colorido del cuadro, era menester agregar el movimiento de las calles líquidas. Todo presenta un aspecto peculiar; la sombra fúnebre de la góndola que se desliza silenciosamente sobre las aguas, el canto lejano del gondolero, los gritos de alerta para evitar los choques, que encuentran un eco en las murallas; la luz de los balcones, la inmovilidad de las aguas los golpes pausados del remo que impele aquella extraña barca, armada con una especie de rostro, como los trirremes romanos, cuya fisonomía especial se resiente con un no sé qué de siniestro y misterioso que le da su casco rigurosamente negro, y el típico felze que esconde al pasajero bajo su techo y sus cortinas enlutadas.

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En este breve cuadro está la historia de Venecia nocturna y por eso nos impone. O Marino Faliero oye bajo de sus balcones la sátira de sus enemigos que se repite en los canales, o bajo el Puente de los Suspiros la barca del verdugo asoma al Gran Canal, conduciendo el cadáver de la última víctima, todavía palpitante o el Moro , furtiva y sigilosamente, rodeando la cintura de Desdémona, sale de la góndola en que la ha arrancado de la casa paterna, y pone el pie en los umbrales de su palacio, con aquella extraña enamorada del valor legendario. Todo resucita en Venecia durante la noche, porque en ella, como en Verona no ha cambiado el escenario, y si los muertos abandonasen sus tumbas, encontrarían fácilmente la puerta de sus casas y de sus palacios, y en cada góndola creerían encontrar la suya propia.

Es una historia llena de majestuosos recuerdos la que restablece el espectáculo de Venecia. A fines del siglo XV y en momentos en que Cristóbal Colón soñaba con otra ruta al mar de la India, el mundo cristiano sufría una crisis histórica, cuyo desenlace debía marcar su apogeo o determinar su ruina. El Oriente era el emporio del comercio del mundo y en él el predominio de los turcos era incontrastable. Ellos tenían la fuerza, la producción, la riqueza y el cambio. Los pueblos de Europa, tendidos sobre el Atlántico o encerrados como la Alemania en el corazón del continente, estaban pobres y en decadencia; la edad media había engendrado en ellos un sistema social y político híbrido, y con excepción de la Inglaterra y la Hispania, donde el pueblo ejercitaba ciertos derechos sobre los reyes, eran en las demás naciones los príncipes y la nobleza, los dueños absolutos y soberanos de la vida y de la fortuna particular. Las campañas religiosas sobre la tierra santa habían sido frecuentemente   —436→   desastrosas para los pueblos cristianos. El mismo descendiente de Guillermo el Conquistador fue prisionero de Saladino, y toda la fe, toda la pasión cristiana de los guerreros y de los religiosos, no podía quebrar esa gloriosa civilización oriental, que ensoberbecida por sus victorias, procuraba con todos sus recursos bélicos y sus ventajas comerciales, exterminar aquellas poblaciones europeas que ella seguía considerando como restos descompuestos del naufragio de Roma.

Venecia era entonces la única ciudad cristiana cuyo apogeo podía rivalizar o por lo menos equilibrar la floreciente situación de los turcos. Ella era la única puerta de todo el comercio de Oriente; en ella se encontraban turcos y cristianos viniendo por rumbos distintos; los primeros con sus barcos llenos de marfil, de piedras preciosas, de esencias y de tintes, que constituían como artículos de comercio una riqueza cuantiosa en aquellos tiempos; los segundos con sus naves pobremente cargadas, ávidos de los despojos que Venecia quisiera dejarles. La Inglaterra, la Francia, la España y el Portugal, no conocían el inmenso océano que tenían al frente. Reconcentrado el comercio en los mares de Grecia y de Turquía, en las costas orientales de África, en Persia y en Egipto, aquellas naciones se veían obligadas a surtirse por el Mediterráneo en condiciones desfavorables para ellas, porque en el cambio, quedaban consideradas como tributarias comerciales del turco. Esta desesperante situación de la Europa, la obligó a buscar con las armas durante cuatro siglos consecutivos, su preponderancia en Oriente, y más que el celo y el ardor religioso de los cristianos, podía la necesidad, para armar soldados y enviarlos a la guerra santa a combatir por el ser o el no ser de la cristiandad. Colón impresionado con este problema histórico que en su tiempo   —437→   era de un interés palpitante, después de haber guerreado contra los venecianos y los turcos en el mar Tirreno y en el Adriático, creyó poderlo resolver pacíficamente, buscando para los pueblos cristianos otra vía hacia el Oriente a fin de hacer innecesaria la vieja y dificultosa ruta. El Portugal apurado por el mismo cáncer de los otros pueblos, llevaba a cabo sus expediciones a la parte meridional del África. Colón, más audaz que Vasco de Gama, quiso rodear la tierra y buscar para toda la Europa el gran mercado directo de que carecía. Ese fue el propósito político del gran descubridor del nuevo mundo y su obra realizada dio tantas riquezas, tanta fuerza, tanto predominio a los pueblos cristianos, que el poder de los turcos comenzó a declinar y a desaparecer, hasta que los soldados y las flotas de Carlos V y de Felipe II acabaron con el vasto poderío naval de que disponían, casi en las mismas puertas de Constantinopla.

Este importante hecho histórico, el último tal vez que representa el duelo entre dos grandes civilizaciones, cuya coexistencia era imposible como lo fue la de Roma y Cartago, fue preparado por Colón y resuelto por la América. Sin el uno y sin la otra, el cristianismo no hubiera cobrado fuerzas bastantes para someter el vasto imperio de Oriente. Débiles, decaídos y pobres, sus pueblos habrían sufrido la ley del vencedor. Nuestra familia histórica habría sido conquistada tal vez, y los pueblos cristianos tendrían en la posteridad otros destinos muy diversos a aquellos que les estaban reservados en nuestros días.

Creo oportuna esta breve reflexión a propósito de Venecia. Ella cayó en el naufragio de los pueblos de Oriente, habiendo colaborado en su exterminio. Sus galeras y sus célebres marinos contribuyeron a dar en Lepanto el último golpe a los   —438→   turcos, contra los cuales venía combatiendo desde los tiempos de Enrique Dándolo.

En la Sala del Gran Consejo del Palacio Ducal, el pincel veneciano, con ese brío de colorido que no reconoce rival, ha ilustrado las escenas de aquel constante y rudo batallar. Las grandes telas de Palma el viejo, y del Tintoreto, tienen toda la elocuencia de las narraciones del Moro. El último, sobre todo, cuya fecundidad prodigiosa de concepción haría creer que pinta bajo la acción de una fiebre violenta, supo como nadie dramatizar aquellas escenas sangrientas. En vano el tiempo ha trabajado sobre el fondo de sus cuadros carbonizados y rodeando a los personajes de un mar y de un cielo luminoso que parece una costra dura e impermeable. Los rostros y los cuerpos de los combatientes surgen y se atropellan allí con un ímpetu extraño y desordenado. Las cimeras, las corazas, las espadas y las hachas cristianas, relucen con un brillo deslumbrador sobre las cabezas de los enemigos. Las ropas orientales, los turbantes, todas esas vestiduras pintorescas de los hijos del Oriente, se destacan entre aquella escena de exterminio. El conjunto de la tela se divide en un sinnúmero de episodios trágicos; el odio y el rencor apuran la sed de la venganza en un extremo del cuadro; las galeras venecianas vomitan la muerte sobre los navíos turcos en el otro; sobre sus cubiertas los cristianos se descuelgan abriéndose paso con sus espadas y sus rodelas; los infieles mueren matando. Aquí un remero turco ha soltado el remo y ha caído bajo el filo de una hacha que le ha tronchado el cuello. Allí se implora el perdón en vano. Acullá un grupo de enemigos ha sido fulminado por la metralla. En las aguas, los náufragos, luchando con la muerte, se disputan los fragmentos de mástiles que caen de aquel choque   —439→   tremendo. Las enormes banderas de Venecia flotan al aire; los pendones turcos se abaten. De aquellas telas sale un hálito de muerte. Cuando se miran de pronto y se abarca su conjunto, diríase que todo se mueve, que es un grupo humano que se despedaza, que blasfema y vocifera acuchillándose, y aun el mudo silencio con que siempre se contempla un cuadro, desaparece, porque el artista ha puesto en él hasta el ruido y el fragor de las escenas vivas.

Venecia está llena de Tintoreto, y Tintoreto lleno de Venecia. Es el pintor eminentemente nacional; más aún que el Veronese, y más aún que el Ticiano, aunque estos últimos caractericen con más propiedad el colorido peculiar de la veneciana. Ved si no su Paraíso , sobre el muro este de la Sala del Gran Consejo del Palacio Ducal. No hay pintor antiguo ni moderno que haya iluminado una tela de mayores proporciones. Aquélla es una población de figuras, cuyo número no es posible calcular. Es una multitud que ondea, que se envuelve y se desenvuelve como en una plaza. Se ve el conjunto, pero es imposible determinar los detalles, los grupos, los individuos, las fisonomías y las actitudes; todo desaparece en la grandeza incomparable de aquel agrupamiento colosal. No se busque la perfección, la delicadeza, la corrección de los relieves, y de las fisonomías. El Tintoreto, que frecuentemente es incorrectísimo, cuida casi siempre poco los refinamientos de los episodios de sus telas. Tiene algo de lo que tenía Miguel Ángel, la fuerza, el vigor, la saña de las concepciones; lo que ha caracterizado a muchos escritores, antiguos y modernos, a Dante, a Ariosto en la edad media; a Shakespeare, y a Hugo y a Tomás Carlyle en nuestros días. Es ese brillo y arrebato del estilo, el que en la estatuaria calienta y anima el contorno;   —440→   que en la pintura mueve y hace gritar, reír o llorar a las figuras; que en las letras obtiene que los personajes surjan de la página, anden y hablen con el lector. El genio del Tintoreto es un retoño propio de su tiempo y de la evolución que en el arte operó la poesía italiana del siglo XIV. Ya los pintores toscanos de la primera época, desde Cimabué y Giotto, hasta el Benedetto y Fra Angélico, habían tratado de ilustrar las escenas dantescas. El tema favorito del juicio eterno los seducía, y estuvo en boga hasta Miguel Ángel, que lo trató magistralmente con su vasto genio en la Capilla Sixtina. Tintoreto pintó el Paraíso bajo la influencia de las mismas lecturas. La poesía, como siempre, había abierto su camino al arte. Dante fue el verdadero iniciador del Renacimiento, y ningún pintor italiano, a nuestro juicio, ha sabido dramatizarlo con colores y concepciones más viriles y violentas que el Tintoreto. Tal vez no es el más discreto de los artistas, quizá es el más defectuoso, el menos correcto, pero es el más valiente y el más revolucionario, el más independiente y el más robusto de sus contemporáneos, y por eso nos seduce. La esencia veneciana está compuesta de luz, de opulencia y de fuerza. Ticiano alumbra, Pablo Veronese decora, el Tintoreto acciona y acomete.

Era imposible que Venecia, como centro artístico, produjese los retratos severos y graves de Van Dyck, las telas escarlatas de Rubens y esos cuadros monacales y sombríos del Españoleto, que parecen inspirados en la celda de los conventos de Córdoba. Venecia es la patria de la luz, del sol, del aire y del color. Basta pararse en la plaza de San Marcos, el más bello sitio que el hombre posee en la tierra. Aquella terraza que mira sobre el mar tiene de todo; es un teatro, un paseo, una vasta azotea.   —441→   Mirada desde las galerías del Palacio Real parece una decoración. Todo ese aspecto pintoresco se lo imprimen dos edificios, que no tienen su igual: San Marcos y el Palacio Ducal. Los accesorios complementan el conjunto; y llamo accesorios a la lana, que bosqueja en la sombra las bóvedas bizantinas del templo y el muro característico de la célebre mansión, y al sol que, al romper en el límite del horizonte y del mar, anima aquella escena sobre la que todos los colores del arco iris se forjan en la bruma matinal que flota sobre la ciudad.

He mirado a San Marcos y al Palacio Ducal de todos lados y de diferentes distancias, como a esos grandes cuadros que nos obligan a detenernos en medio de una galería, y que a medida que los observamos aumenta el deseo de permanecer delante de ellos. De todas partes tiene atractivos distintos aquel frente sin rival, y de cerca, San Marcos se admira como una obra capital del cincel bizantino. Tiene todas las delicadezas, todas las finezas de esos cofres de oro oriental en que los turcos guardan las esencias de Persia. Su frente, en que el color y el dorado de los mosaicos forman una armonía exquisita de decoración, que en vano se ha aplicado a las pesadas iglesias de Roma, es único en Europa. Los tres grandes órdenes arquitectónicos están allí representados, pero de una manera tan singular, tan raramente combinada, que la belleza del conjunto no desaparece un momento. Ha sido la obra de la fantasía; no parece el resultado de un estudio arquitectural detenido. Es una pintura, un capricho esbozado por un pincel o un lápiz que improvisa bajo la acción de una mano experta y de una cabeza creadora. Allí no hay líneas, no hay dibujo, no hay escala, ni plano obligado. Por lo menos, no se nota el trabajo de paciente elaboración que ha producido la obra; el artista ha   —442→   echado sobre el cartón algunas gotas de agua y de color, y San Marcos ha aparecido bajo los golpes fáciles del pincel. ¡He ahí todo!

¿Cómo concebir la factura de sus cúpulas orondas, semejantes a la cubierta de esas ricas urnas turcas en que se queman las pastas orientales? Parece que de un momento a otro una nube de incienso voluptuoso fuera a despedirse de ellas; que el ambiente se impregnara con sus perfumes; y que sus campanas, como las de un estuche de música fueran a producir la armonía extraña que engendra la variedad de los templos del metal, y la menor o mayor intensidad de los sonidos. Sobre el pórtico principal, los cuatro gigantescos caballos romanos que Constantino arrebató al arco de Trajano, que un día dominaron el arco del Carrousel, en París, se levantan encabritados con aquella arrogancia fría, pero solemne que les ha impreso el cincel antiguo. En la convexidad de las ojivas los dorados rivalizan en intensidad de brillo con el vivo color de los mosaicos. Con excepción del centro principal que representa un Juicio Final de 1836, los demás mosaicos conmemoran la gloriosa epopeya de San Marcos, aquel santo que parecía amar tanto el Adriático como los Dardanelos y el mar Negro. Todos aquellos fragmentos de oro y de colores vivos se agrupan para formar la historia del santo. A la derecha el embarque del cuerpo de San Marcos en Alejandría, a la izquierda la adoración del santo, a pesar de cuyas virtudes Venecia ha tenido tantas veces en sangre los verdes canales que la circundan.

San Marcos es a Venecia, lo que el Cid es a Burgos, lo que Juana de Arco es a Rouen, lo que Guillermo Tell es a Altorf. No es un santo solamente, es un custodio, un protector, un vengador, que no ha dejado de velar un solo día por su pueblo y de tomar parte en todos sus júbilos y vicisitudes.   —443→   Los gondoleros lo conocen. Alguna vez mientras dormían bajo del felze con la góndola amarrada a uno de esos maderos artísticamente pintados, enclavados a lo largo del Gran Canal, el santo se les ha aparecido, despertándolos repentinamente, se ha embarcado con ellos, y los ha hecho reinar en dirección al Oriente, siempre al Oriente, con el pretexto de salvar de los turcos y de las turcas, algunas reliquias arrebatadas en uno de los golpes de mano que los infieles daban sobre los templos cristianos. ¡Feliz el santo que pudo hacer esos viajes encantados en una noche y volver a reinar enmedio de su pueblo!

Venecia, sin embargo, divide su culto entre San Marcos, San Teodoro y el León alado. Es un consorcio extraño, pero ella es la ciudad de lo pintoresco y de lo original. San Teodoro, sobre la columna histórica, abate con su pie un cocodrilo; el león, en la columna vecina agita sus alas. No es éste, como se ha dicho, una simple representación heráldica, de los antiguos señores de Venecia. Es el escudo de armas del santo conquistado a la Siria por el dog Miguel II en 1120 y transportado después a las banderas venecianas. Y todo en Venecia es así. Sobre sus lagunas, el Oriente entero ha venido a imprimir su sello típico, y estos insulares que han levantado sus hogares en ese grupo de camalotes desprendidos de las riberas de Italia, han depositado en su ciudad todo el botín de sus antiguas campañas en las costas de Aragón, en el mar Tirreno, en Túnez, en el mar Jónico y en los Dardanelos. Claro es que Bizancio predomina porque Venecia mira al Oriente y el Oriente se refleja en ella. Los ídolos de estos pueblos han servido para sus blasones de guerra. Las mezquitas y los alcázares árabes han inspirado a sus arquitectos para edificar la casa del Dios cristiano y el palacio de sus señores.   —444→   No es sólo el gran Palacio Ducal el que acusa la preponderancia, moral que los turcos ejercían sobre los venecianos: son todos los palacios, casi todas las casas de la antigua Venecia. Del mismo modo, San Marcos posee bajo sus cúpulas todas las riquezas de los sultanes, las pedrerías, los alabastros, los despojos de aquel grande emporio, que es hoy apenas una sombra de su pasada grandeza.

Cuando a lo largo del Gran Canal, en una mañana clara, bajo un cielo celeste y limpio, la góndola se detiene delante del palacio Cá d'Oro , el más genuino del estilo ojival del siglo XIV, los ojos pasan largas horas recreándose delante de aquella fachada maravillosa. Se admira como una alhaja, no como un monumento. Es un telón iluminado por el pincel de un maestro, porque el color de su fachada con sus tonos variadísimos, da a aquel edificio todas las sombras, los claro-oscuros, la luz de un cuadro. Los artistas venecianos que en la acuarela rivalizan, sin cederles un ápice, con los acuarelistas de Nápoles, saben cuán bella es esta mansión que aunque casi abandonada, detiene todas las góndolas que pasan delante de ella. La iluminan con un arte especial, no arrojando sobre el cartón la acuosa pintura que esparce después el pincel para diseñar las formas, sino labrando cada ojiva, cada cinceladura, cada remate, cada flor o cada arabesco de los que forman el tallado completo del muro. A mi juicio, más fáciles que Canaletto, cuyos célebres cuadros se resienten mucho de sus propensiones naturales al dibujo lineal, los acuarelistas venecianos conocen mejor que el gran maestro la naturaleza del paisaje que pintan. En Venecia la línea recta no existe, todo es vaporoso, sus edificios, sus calles, sus puentes. El conjunto que presenta el Rialto, desde el Canal, no se puede detallar, como no se puede detallar tampoco el patio de San Marcos.   —445→   Todos los colores de la paleta son necesarios para pintar a Venecia y a los venecianos; la comba etérea del arco iris se difunde sobre ellos y descompone sus colores en tintas innumerables. Venecia flota sobre las aguas muertas y entre el ambiente brumoso de las lagunas, y bajo ese velo de luz y de sombras surgen sus palacios incomparables.

Junto con la acuarela de la Cá d'Oro he adquirido otra que representa la Porta della Carta. Tiene para mí el mérito inapreciable de haberla comprado mientras contemplaba el original bajo la misma luz que el artista ha derramado en el cartón. Generalmente, el viajero se aleja después de haber abrazado de un golpe el conjunto que presenta el Palacio Ducal. Pocos descubren la perspectiva que presenta la base de la Escalera de los Gigantes, mirada desde la plaza a través de la Porta della Carta. La luz se distribuye con una variedad extraordinaria. En el fondo, el sol irradia sobre el mármol de la espléndida obra de Filippo Callendario; bajo el pórtico, la sombra hace el contraste, y, sobre él, las pardas cinceladuras de la piedra se destacan desprendidas sorprendiendo con la exquisita finura de sus relieves. En mi modesto pero gentil cuadrito, una veneciana; con sombrilla y traje rojo y negro, baja por la escalera del lado del sol y su cuerpo se diseña gentilmente en aquella soberbia decoración. En el original a cada instante vemos entrar y salir entre las sombras del pórtico y la luz del fondo, un sinnúmero de personas ocupadas que no tiene tiempo de contemplar la puerta admirable por donde pasan.

Los cristales como los de Sajonia han seguido el género rococó que comenzó en el Renacimiento, y que tiene, incuestionablemente su chic o su fion , como diría en su argot moderno la elegancia parisiense. Pero donde me seduce a mí el vidrio   —446→   de Venecia, no es ni en los espejos, ni en las arañas con sus adornos multicolores e historiados, sino en las ventanas ojivales del Palacio Ducal y de otros palacios. Aquellos discos dobles como un lente, en los que el cristal se ha enfriado en círculos concéntricos, con sus tonos débilmente verdosos, agrupados en los aros metálicos que los sostienen, dan un carácter especial a esas grandes salas de la edad media, entre las que pocas pueden rivalizar con la Sala del Gran Consejo. La luz se abre paso a través de un transparente. Una sola de esas grandes ventanas, basta para excitar la imaginación y lanzarnos hacia el pasado. El turista burgués pasa delante de ellos como si pasara por una vidriera cualquiera; pero si ha mordido un poco en los gustos artísticos y sobre todo si lo arrastra esa marcada tendencia a lo antiguo en que corre nuestro siglo, volverá cien veces a contemplarlas, y concluirá por enamorarse de ellas. Si yo fuera rico -desgraciadamente se necesita ser muy rico- quisiera poseer un escritorio con una ventana, por lo menos, igual a éstas, tapizado todo de cuero de Córdoba legítimo, y amueblado con muebles del siglo XIII. No lo soy y no transijo con ningún tapicero o empapelador que me ofrezca la parodia de las antigüedades apócrifas con que los vanos satisfacen su gusto.

Esa serie de ventanas de la Sala del Gran Consejo ilumina, como ya lo he dicho, las telas de Leandro Bassán, de Pablo Veronese, del Tintoreto, de Andrea Vicentino, de Zuccaro y de los dos Palma. Al poco tiempo de familiarizarnos con ellos y de examinarlos, la diferencia de los estilos se demarca fácilmente entre los maestros de la misma escuela. El Tintoreto saca el recurso de sus concepciones fecundas y violentas. El Veronese derrama un flujo oriental en sus telas. Como ejemplo basta recordar La Gloria de Venecia, el gran cuadro central   —447→   del Salón. No es posible pintar más riquezas; es una fastuosidad que eclipsa el lujo de todas las cortes. Su taller debía ser un museo de antigüedades. Los tesoros de todas las iglesias cristianas y mansiones reales, le son pocos para pintar el metal, la seda, los brocatos, las pieles, las joyas y las decoraciones de sus cuadros. Es el más grande de los coloristas, porque es el más fiel copista de las riquezas. Su colorido es el resultado material de lo que imita. No es como el Ticiano, por ejemplo, que pone el color en la parte moral de la obra, por decir así. Para citar dos ejemplos vivos, bastaría recordar la serie de las telas opulentas que ha pintado el Veronese, y compararlas con las del Ticiano y las del Tintoreto. Todo el vestuario de los papas, de los monarcas y de las reinas de Oriente, está transportado al Banquete en casa de Levi y a las Bodas de Canáan , que son los dos lienzos más grandiosos del gran maestro, que poseo la Academia de Bellas Artes. Diríase que aquel gran exornador hubiese acudido en un día de feria a la plaza de San Marcos, en momentos en que algún pirata turco de los más famosos vendía el rico botín de sus salteos, y que lo hubiese adquirido, por recios puñados de florines, porque en los cuadros que acabo de citar, la decoración y el traje de los judaicos son tan ricos, tan fastuosos y tan opulentos, que aun la inexactitud y el anacronismo desaparecen casi siempre bajo la fascinación que produce la pompa.

En cambio Tintoreto colora los rostros, diseña los ojos, anima todas las facciones. Ticiano ilumina las imágenes con unos tonos de topacio que sólo a él le son peculiares, y con un vigor y una inspiración que no tiene el Veronese, porque casi siempre éste es solemne, grave y aun monótono en medio de su opulencia majestuosa. De los tres, indudablemente, Ticiano es el sol del grupo, porque además   —448→   de sus relevantes cualidades propias, tiene en alto grado también las especiales que distinguen a los otros dos. Su Assunta en la misma galería de Venecia absorbe toda la atención. Se pasa delante de Pablo Veronese, se tiembla delante del Tintorero, se siente delante de las vírgenes de Bellini, pero una vez vista la Assunta , se vuelve ante ella, porque ese cuadro llama y atrae con un imperio irresistible. Es el astro de la galería y con su luz obscurece cuanto le rodea. Hay en él todo ese valiente realismo con que el arte de aquel tiempo se había emancipado de las formas góticas, inspirándose en la naturaleza. La Madonna, que asciende como arrebatada por una corriente etérea, parte de la tierra; es humana, es la madre verdadera; sus ropas agitadas cubren formas audaces, que el maestro no ha tenido la intención de disimular. No surge entre esa bruma vaporosa que envuelve las vírgenes de Murillo que poseía, sin la fuerza iluminadora del Ticiano, un sentimiento delicado y poético, que no es la propiedad del pintor veneciano. La Assunta de éste, se levanta por sí misma y podría, después de haber sido recibida en el seno del Padre Eterno, bajar al mundo cambiar sus ropas ideales, variar su actitud, y mezclarse entre los apóstoles que la ven partir, sin que ninguno de ellos sospechara su origen divino.

Venecia es un arsenal de pinturas. Verdad es que estamos en Italia y que debía comenzar por decir lo mismo de todos las pueblos extendidos sobre el Mediterráneo y el Adriático, a través de los Alpes, de los Apeninos. Si fuera posible escribir una revista de las riquezas de una sola ciudad italiana, estaría contento, porque entonces podría llenar muchas páginas y hacer tal vez un libro en el que las lagunas serían menos visibles que lo que van a ser en estos folletines reunidos. Pero esto no me   —449→   es posible, ni entra en mis obligaciones. Es necesario hablar de Venecia y cerrar la charla sobre sus museos, por más dolor que nos cause el abandonar un tema tan interesante.

En Venecia se vive en el agua. Un escocés se moriría de nostalgia a los pocos días, como un corza, porque la plaza de San Marcos, es muy pequeña para los hijos de la montaña y de la selva. Un francés estaría cayendo al agua a cada momento en su afán de salir a la tierra firme. Los alemanes son los únicos que harían su residencia favorita en esta extraña ciudad, y, cuando digo alemanes, no me refiero a sus viejos amos los austriacos, sino a esos dulces espíritus soñadores del norte, que aman las escenas románticas con una pasión de sonámbulos.

Una noche se anunciaban Los Lombardos en el teatro Della Fenice, por una de esas mediocres compañías que vegetan en los escenarios de segundo orden de Italia. Eso de ir al teatro embarcado es tan original, que merece la pena de sufrir la representación mediocre de una linda ópera, con tal de pensar que una góndola nos espera en la puerta después de la función. Los Lombardos se cantaron desesperadamente mal, pero a la salida del teatro la noche envolvía a la ciudad en un manto fantástico de luz y de sombras. Las venecianas son muy lindas, y como una prueba de esa belleza que el Adriático refresca con sus alientos marítimos y a la del sirocco imprime su influencia voluptuosa, diré que todas las hadas de esos palacios encantados que surgen de las aguas, y que habían oído Los Lombardos, podían clasificarse como se clasifican los retratos del Ticiano que no reconocen rivales. Las góndolas que bajo el felze ocultan siempre un no sé qué de fúnebre y misterioso, recibían a esas lindas desfallecidas que   —450→   no saben caminar un kilómetro sin caer postradas de fatiga. Los gondoleros soltaban el garfio y comenzaban a internarse en los canales haciendo brillar su proa armada del ferro, como el frente de un trineo. Los gritos de «giá é» «premé» «stá li» pronunciados en ese eufónico dialecto veneciano, anunciaban la góndola oculta tras del ángulo de la calle, cuya proa va a asomar de un momento a otro. La nuestra se deslizaba furtivamente sobre las aguas, y digo furtivamente, porque la góndola cuando surca los canales, parece que huyera ocultando el fruto de un crimen o el misterio de un idilio. En un instante el canal se pobló de luces blancas y el aire de cantos. Viejo espectáculo, pero ¿quién no daría una hora por volver a gozarlo?

Entre aquellas voces, un acento argentino surgía del conjunto del coro. Creímos que era una mujer del pueblo de las que formaban la compañía de barca que nos llevaba la delantera. Pero, poco a poco, comenzamos a comprender que había en los acentos de aquella voz una distinción soberana y un sentimiento que sólo podía ser el resultado de una educación exquisita. Nuestra góndola seguía siempre la comitiva de las otras, pero a cierta altura del canal, sola y como una sombra negra sobre las aguas, una góndola se separó del cortejo, desapareció en un canal estrecho que formaba una callejuela lóbrega y sombría, y la desconocida siguió cantando estas estancias:


Ho detto al core, al mio povero core:
Perehé questo languor, questo sconforto?
Ed egli m'ha risposto -E' morto amore!-.

No hay nada más dominante que la curiosidad, y a pesar de todas las consideraciones del caso, empeñamos al gondolero en seguir aquella voz, aunque ella nos llevara más allá de las lagunas. Nos pusimos   —451→   a la caza por entre aquel canal tortuoso que parecía un acueducto más que una calle; pero de pronto la voz se extinguió, la góndola perseguida se detuvo, y de ella saltó un bulto negro que penetró en la puerta de un alto y solitario palacio. Nos mantuvimos un momento creyendo que la cantora nocturna volvería a recomenzar su canción, pero después de unos minutos hablamos perdido toda esperanza y dimos orden de retroceder al gondolero.

No bien nuestra góndola llegaba al fin de la callejuela y apuntaba al Gran Canal con su rostro, cuando desde su fondo obscuro, y como si saliera de las altas ventanas del palacio, la voz volvió a cantar con un acento de ternura indefinible:


Ho detto al core, el mio povero core;
Perché dunque sperar, amore é morto?-
E m'ha risposto -Chi non spera, muore!