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Reencuentro con los cronistas de Indias

Luis Sáinz de Medrano Arce





El interés por los relevantes logros que las letras hispanoamericanas han venido ofreciendo en las últimas décadas, y concretamente por el llamado «boom» de la narrativa, ha servido entre otras cosas para que el resto del mundo adquiera conciencia de la importancia de esa literatura y, poco a poco, para que se agudizara la curiosidad por las realizaciones existentes más allá de las fronteras cronológicas de tal fenómeno. Así han ido descubriéndose otros tesoros literarios y, en definitiva, corno hemos dicho en otras ocasiones, se está produciendo el «boom» de lo retrospectivo. En esa marcha hacia atrás, que da lugar a continuos hallazgos para el lector no especializado (y aun para quienes lo están en exceso), cabe pensar en una futura recuperación más amplia de la obra de los fundadores de esa vigorosa corriente que hoy materialmente nos arrolla, esos colosales autores de los siglos virreinales, y en particular del XVI y el XVII. Ellos fueron los configuradores de lo que Hernández Sánchez-Barba ha definido como «una literatura viva, riquísima, profunda y resonante, pues se crea en el mismo seno de la experiencia cotidiana, en ese nivel cero en el que, ciertamente, se forja la vida material, pero también los índices espirituales de las sociedades»1.

Cuando hablo de los cronistas de Indias me permito emplear el término «cronistas» en un sentido muy lato, es decir, para designar no exclusivamente a quienes recibieron este título de la corona, a partir de 1526 en que fue designado como tal Fray Antonio de Guevara -o si lo preferimos a partir de 1532, cuando asumió estas funciones Gonzalo Fernández de Oviedo, toda vez que nada sabemos de lo realizado por el anterior-, sino para hacer referencia a cuantos escribieron relatos desde muy diversas posiciones -conquistadores, funcionarios, estudiosos humanistas, misioneros, colonizadores de todo tipo- para reflejar su experiencia -directa o indirecta- americana.

Octavio Paz preparó en 1966 una Antología de la poesía mejicana contemporánea de una manera singular en relación a los hábitos normales. La Antología se inicia con poemas de autores rigurosamente coetáneos y va retrocediendo en el tiempo hasta concluir con poemas de quien se puede considerar el iniciador de esa contemporaneidad, Juan José Tablada. El método es convincente porque sentimos que el pasado es algo que queda justificado y explicado partiendo del presente, tanto o más que él sirve para desencadenar el proceso contrario. «La búsqueda de un futuro -asegura Paz- termina siempre con la reconquista de un pasado. Ese pasado no es menos nuevo que el futuro, es un pasado reinventado»2. Cada generación, pensamos, ha de aplicarse a la dura y hermosa tarea de hacer su propia lectura de la creación literaria pretérita con su propio código, y en ese sentido es como Paz habla de «inventar», hallar la clave que permita el juego de las mutuas iluminaciones.

Tal sucede en ese deseable proceso de acercamiento escalonado a los cronistas de Indias. Agustín Yáñez, en un opúsculo titulado El contenido social de la literatura iberoamericana, centrándose en este tema, dice a su vez:

«Con el destino de Iberoamérica estos documentos fundan el destino de la literatura iberoamericana. Compárese: si suena en ellos el prodigioso metal del español -llegado a máxima riqueza-, ni en el contenido, ni en la forma pueden incorporarse a la literatura castiza de la península; se les ha insertado un espíritu ajeno: aun la lengua está contaminada no sólo con vocablos y giros antípodas, no sólo con asuntos de fábula; más todavía, normas inconcebibles de pensar y de sentir la condicionan. Esta última es la fuerza decisiva del mestizaje como estilo literario, y la creadora de una nueva literatura: no cuestión de vocabulario ni siquiera de advenimiento de un idioma mestizo; sino la imperiosa necesidad de ajustar el idioma originario a las necesidades del alma que ha tomado contacto con una realidad sociológica y cultural de tamaño vigor, que aunque se quisiera no se podría destruir y ha de tomarse como elemento imprescindible de una nueva composición étnica, sociológica y cultural»3.



Leyendo a los cronistas es fácil entender por qué no hubo en Hispanoamérica una novela propiamente dicha hasta ya entrado el siglo XIX. Si no se escribieron novelas durante los tres siglos anteriores fue, como ha apuntado Luis Alberto Sánchez, porque quienes vivían en un ámbito extraordinario, fabuloso en sí mismo, puntualmente documentado por estos relatores, percibían de un modo inconsciente que no tenía sentido inventar ficciones que no podían superar en interés a la realidad circundante. «No se requerían invenciones -dice el crítico limeño-. Ellas quedaban por cuenta de la vida cotidiana»4. La aventura estaba, en efecto, alrededor y recogida además en páginas copiosas y fulgurantes. Y esto era cierto incluso para los habitantes de las brillantes y civilizadas cortes virreinales, Méjico y Lima, siempre conmovidas por nuevas expediciones, rebeldías internas, acoso de piratas y tantas otras peripecias. Si la poesía y el teatro aceptan pronto el mimetismo de las fórmulas de la metrópoli, la narrativa americana sigue este camino propio, tremendamente personal, prolongado durante el siglo XVIII. La literatura de los cronistas es, pues, la más auténticamente americana de todo el período virreinal.

Leerla hoy resulta apasionante. ¡Qué partida de nacimiento tuvo el Nuevo Mundo! Lo ha subrayado muy certeramente el gran estudioso de este ciclo, Francisco Esteve Barba5. Todo se contó desde el principio, a diferencia del sigilo con que los portugueses rodearon sus primeras grandes «descobertas». Ningún otro país colonizador puede presentar un cuadro histórico-literario tan apasionante como el que estos escritores ofrecen. Los cronistas hablan de todo, informan de todo y somete a crítica cuanto les parece que la requiere, incluyendo la propia lengua que manejan.

Y no faltaban razones para que las cosas hubieran sido de otro modo. Precisamente la postura de Portugal no podía menos que producir recelos que incitaran a la reserva. En la versión que del Diario de Colón nos da el Padre Las Casas vemos cómo el Almirante tuvo incidentes de protocolo a su llegada a Lisboa el 5 de marzo de 1493, y cómo cuatro días después el monarca lusitano le manifestó que había mostrado «mucho placer del viaje haber habido buen término y se haber hecho», añadiendo que entendía que, según la capitulación que había entre los reyes y él, «que aquella conquista le pertenecía»6. Colón defendió los derechos de sus soberanos con cortés energía y poco después embarcaba para España.

Esto no impidió que la carta que habla escrito antes de llegar a la Península, a la altura de Gran Canaria, a Luis de Santángel, tuviera una extraordinaria difusión: ocho meses después de su llegada ya existían diez ediciones en castellano, latín e italiano impresas en Barcelona, Amberes, París, Basilea, Roma y Florencia.

A partir de entonces van a proliferar escritos de muy diversa extensión y, como hemos dicho, de intencionalidad muy diversa para narrar las admirables circunstancias del descubrimiento y la conquista.

Es importante resaltar que en estas obras hay como base principal un deseo de autenticidad. Como ha recordado Eduardo Tijeras, el propio Humboldt hubo de afirmar que «cuando se estudian seriamente las obras originales de los primeros historiadores de la conquista, sorpréndenos encontrar el germen de tantas verdades importantes en el orden físico, planteando la mayor parte de las cuestiones que aún en nuestros días nos preocupan»7. Había en ellos un deseo de reflejar una realidad cierta y esto es lo que les da un valor histórico de primer orden en la gran mayoría de los casos. Pero por otra parte, y de ahí su doble interés, estas obras son también literatura, no se quedan en esta funcionalidad de reflejar hechos, con lo cual se insertarían en el terreno de la expresión científica en la que el lenguaje tiene escuetamente un valor representativo, según la terminología de Bühler -en ellas se produce ese fenómeno prodigioso que desborda el límite de la obra científica para entrar en el terreno de la poesía, en virtud de que el mensaje mismo, su configuración, el aspecto palpable de sus signos cobran vida y relieve propios. Al valor lógico inicialmente perseguido se sobrepone, dominando a éste, aunque sin aniquilarlo, el valor estético.

Podríamos decir, en consecuencia, que los cronistas testimonian la realidad del Nuevo Mundo pero a la vez la crean. Ellos son los primeros en justificar lo que el ya citado Octavio Paz ha afirmado: «América no es una realidad dada sino algo que todos hacemos con nuestras manos, con nuestros ojos, con nuestro cerebro y nuestros labios. La realidad de América es material, mental, visual y, sobre todo, verbal»8. Pues bien, esta verbalización primera del mundo americano sirvió para fijar una imagen de él que en gran medida ha pasado por los poderosos tamices del iluminismo y de la crítica moderna sin haberse modificado del todo.

Deslumbramiento y recreación en lo fantástico son, sin mengua de ese deseo de verdad, características comunes a estas crónicas, y de ellas no escapan incluso autores que pretenden ser tan atemperados como Gonzalo Fernández de Oviedo y más tarde Antonio de Solís. El fenómeno es normal. Imposible imaginar que esto no ocurriera cuando se estaba escribiendo sobre lo que López de Gómara llamó «la mayor cosa después de la creación del mundo, sacando el nacimiento y muerte del que lo crió»9. En los escritores de Indias se quiebran las tendencias más bien realistas de la historiografía castellana de los Reyes Católicos. Ellos no han cruzado en vano, real o espiritualmente, ese océano que, al decir de Borges, «aún estaba poblado de sirenas y endriagos / y de piedras imanes que enloquecen la brújula»10; no en vano se hallan enfrente de una naturaleza que parece hechizada y de unos hombres cuyo aspecto, creencias y formas de vida -pertenezcan a civilizaciones primitivas o muy evolucionadas- son más que sorprendentes.

Su espíritu de observación había de agudizarse ante el cúmulo de novedades que ante ellos aparecían. La labor de aprehender lo que era cada objeto, lo que significaba cada ritual, cada actitud, resultaba ardua. Frecuentemente es tan dificultoso definir las cosas en sí mismas, como señala Cioranescu, que los primeros narradores del descubrimiento han de servirse de la técnica medieval, la misma a la que recurrió ampliamente Marco Polo, que «obliga a toda novedad, a insinuarse a la conciencia por medio de la asimilación con lo ya sabido»11. El carbón para Marco Polo era «una especie de piedra negra que se saca de las montañas y que arde con llamas como la madera»12. En el Diario del Primer viaje de Colón, gran parte de lo descrito tiene marcadas correspondencias con elementos equivalentes con los que los españoles estaban familiarizados. La verdura del paisaje le recuerda la de Andalucía en mayo; «algunos árboles eran de la naturaleza de otros que hay en Castilla»13; las canoas son «navetas de un madero adonde no llevan vela»14; ciertas palmas son «de otra manera que las de Guinea y de las nuestras»15; la isla de Cuba es «alta, de la manera de Sicilia»16. El comparatismo se hace inevitable, particularmente entre los autores del siglo XVI, pero hay momentos en que el encontrar término de comparación resulta poco menos que imposible. Lo maravilloso sólo puede hallar equivalencia en lo maravilloso. Algunos acudirán entonces a un gran vivero de imágenes extraordinarias: los libros de caballerías. Bernal Díaz del Castillo, en el capítulo LXXXVII de la Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, ha de recurrir al más famoso de ellos para describir la impresión que a él y a sus compañeros les produjeron los alrededores de la capital del imperio azteca, Tenochtitlán: «Quedamos admirados y decíamos que parecía a las cosas de encantamiento que cuentan en el libro de Amadís, por las grandes torres y cúes y edificios que tenían dentro en el agua, y todos de calicanto, y aun algunos de nuestros soldados decían que si aquello que veían, si era entre sueños»17.

Vargas Llosa se ha referido a la influencia probable del Amadís en la novela de Gabriel García Márquez18, influencia que por otra parte ha sido reconocida por el propio García Márquez en declaraciones como éstas: «A nuestros abuelos les dejaron embriagados de Literatura. No sé como se podía esperar otra cosa de nosotros»19... «Lo que pasa, creo yo, es que los autores de novelas de caballerías, formados en el delirio imaginativo de la Edad Media, consiguieron inventar un mundo en el cual todo era posible. Lo único importante para ellos era la validez del relato. Esta asombrosa capacidad de fabulación penetró de tal modo en el lector de la época que fue el signo de la conquista de América. La búsqueda de El Dorado o de la Fuente de la Eterna Juventud sólo eran posibles en un mundo embellecido por la libertad de la imaginación. Se han necesitado cuatro siglos para que Mario Vargas Llosa encontrara el cabo de esa tradición interrumpida y llamara la atención sobre el raro parecido que tienen las novelas de caballerías y nuestra vida cotidiana»20. «Yo creo deber más a la novela de caballería que muchos novelistas españoles»21, A la distancia de muchas centurias, dos grandes fabuladores hispanoamericanos (aunque uno naciera en Medina del Campo) reflejan un mismo eco y apelan a una misma tradición de imaginación que en ambos casos queda fácilmente vinculada con el propio ser del Nuevo Mundo.

El Amadís estaba en efecto en la mente de los soldados que conquistaron la Nueva España, lo mismo que en los de las restantes expediciones de la época. Más tarde seria expresamente prohibida su difusión en las Indias -lo cual corrobora cuán extremada era ésta- según Real Cédula de 1531, junto a los demás «libros de romance, de historias vanas y de profanidad»22, pero bien sabemos que ésta y otras prohibiciones similares apenas se cumplieron. En la época de la conquista de Méjico el Amadís o alguna de sus continuaciones pudieron viajar en los equipajes de algunos soldados. Más tarde lo hizo -incluso después de la fecha citada- en envíos regulares, merced a la política de ojos cerrados que en materia de libros practicaron los censores del Santo Oficio. Recuérdese también a este respecto cómo unos meses antes de la entrada de Cortés en Tenochtitlán, otro de los pioneros indianos, Gonzalo Fernández de Oviedo, publicaba en Valencia un libro de caballerías dentro de los cánones más tradicionales, el Libro del muy esforzado e invencible caballero de fortuna propiamente llamado Claribalte. Es un dato más, y bien significativo para subrayar cuanto venimos exponiendo. Y qué decir de aquel soldado de la expedición de Pedro de Mendoza que, condenado por rebeldía en el desolado primer Buenos Aires de 1536, al borde de la pampa infecunda e inhóspita, paisaje el menos incitante para la fantasía, invocaba a Dios y a los doce pares, según recordó Ricardo Rojas: «Un día las cosas serán como Dios lo quiere y los doce pares lo ordenan»23. No está de más rematar este comentario con la consideración de que el nombre de California procede seguramente del de la isla de la Reina Calina, en Las Sergas de Esplandián.

Estos primeros hispanoamericanos se aferran también al Romancero, que hunde, como los libros de caballerías, sus raíces en lo medieval, nutriendo así el acervo cultural mestizo del Nuevo Mundo. Porque lo admirable no es tanto que unos soldados de Cortés recitaran fragmentos de romances sobre Montesinos y Roldán o sobre «Nero» en la roca Tarpeya, como nos recuerda Díaz del Castillo, sino que un cronista de pura raza india, Fernando de Alva Ixtlilxochitl, educado en el colegio de Santa Cruz de Tiatelolco, se apoye en los hechos del Cid y del bastardo Mudarra para referirse a la venganza que un hijo de Neztahualcóyotl tomó contra quien agravió a su padre. Y es también el tirón de lo medieval el que hace que el Padre José de Acosta, en cuya Historia natural y moral de las Indias entra a raudales el pragmatismo de la ciencia nueva del Renacimiento, se sienta de pronto dogmático y se oponga, por ir contra los designios de la providencia, a la idea de abrir una comunicación entre los dos océanos a través de Panamá, y asimismo el que impide a Jiménez de Quesada, el fundador de Bogotá, autor de un perdido Compendio historial, aceptar los nuevos metros de la poesía italianizante.

Por otro lado, situar el fin de la Edad Media en la techa de la toma de Constantinopla por los turcos, 1453, y no en 1492, es, como ha observado Madariaga, uno de los mayores dislates históricos. Si se nos permite la imagen algo teatral nacida «ex abundantia cordis», diremos que se ve a Colón rasgar casi físicamente la cortina medieval en su camino hacia occidente, aunque sin dejar de arrastrar jirones de ella. Él era, como escribe el profesor Morales Padrón, «un ejemplar renacentista en su curiosidad, en su anhelo de riquezas, en su actitud continua, en su inventiva práctica», pero también «un hombre medieval en su misticismo, en su ética, en su alma de cruzado, en su fe; en sus creencias sobre el Paraíso, en sus lecturas, en la misma futura ignorancia de América como Mundo nuevo»24. Esa mezcla de elementos en su condición humana dan una especial sugestión a sus escritos. Incapaz de salir fuera de sus ideas preconcebidas escolásticamente se esfuerza en el Diario de su primer viaje por adaptar lo que ve a lo que «debe ser». De sus páginas nerviosas surgen unas tierras desconcertantes, antesala forzosa de esos Cipango y Catay a los que nunca se llega. Los nativos que ha encontrado son agradables de aspecto, «de buena estatura, de grandes y poderosos gestos, bien hechos»25, pero no pertenecen indiscutiblemente a un poderoso estado. Cambian papagayos e hilo de algodón por cuentecillas de vidrio y cascabeles, no conocen el hierro, son muy modestos. Colón lo reconoce sin ambages: «Me pareció que era gente muy pobre del todo»26. Es necesario entonces hiperbolizar. El almirante lo hace no sólo pensando en la urgencia de ofrecer a los reyes que han puesto en él su confianza algo realmente extraordinario sino, entendemos, devorado por su propia mística. Como comenta José Antonio Portuondo, «el gran viajero que, según propia confesión, conocía desde Inglaterra hasta Guinea, todas las costas atlánticas, y estaba familiarizado, además, con los bellos paisajes del Mediterráneo, se dice en continuo pasmo ante los cayos, islotes e islas que le salen al paso, y aun ante los desnudos e ingenuos arawakos, cuando busca afanosamente las tierras fabulosas del oriente descritas por Marco Polo»27. Así, la Isla Isabela es «la más hermosa cosa que yo vi»28, las montañas que va viendo en las Antillas «le parece que no las hay más altas en el mundo, ni tan hermosas y claras»29 (14 nov.); pero también la tierra que describe el 27 de noviembre es «la más hermosa cosa del mundo». «Iba diciendo a los hombres que llevaba en su compañía, que para hacer relación a los Reyes de las cosas que veían no bastarán mil lenguas a referirlo, ni su mano para lo escribir, que le parecía que estaba encantado»30 (27 nov.). El 20 de diciembre se refiere a «montañas altísimas que parece que llegan al cielo... y sin duda que hay allí montañas más altas que la isla de Tenerife en Canaria»31, para asegurar ya tajantemente al día siguiente: «En toda esta comarca hay montañas altísimas que parecen llegar al cielo, que la de la isla de Tenerife parece nada en comparación de ellas en altura y hermosura»32. Ese mismo día declara haber encontrado un puerto en el que «cabrían todas las naos del mundo»33. En cierta ocasión declara haber visto sirenas, «pero no eran tan fermosas como las pintan»34 tomando por tales a los manatíes (10 enero); le han hablado de la existencia de «hombres de un ojo y otros con hocicos de perros que comían los hombres»35 (4 nov.). Hasta intuye la presencia de las amazonas en la supuesta isla de Matinino (16 enero), y lo que es más notable, a su paso por las Azores, de regreso a España, afirma su creencia de haber llegado en sus descubrimientos hasta cerca del Paraíso terrenal, idea que reiterará al enfrentarse en su tercer viaje con la gran desembocadura del Orinoco.

Para que nada faltara, en esta Arcadia queda instalado también el indígena de corazón franco e inocente que dará origen al mito del buen salvaje: «Ellos no tienen armas (16 dic.) y son todos desnudos y de ningún ingenio en las armas y muy cobardes, que mil no aguardarían tres, y así son buenos para les mandar y les hacer trabajar, sembrar y hacer todo lo otro que fuese menester...»36. Las cartas de Américo Vespucci y las «Decadas de orbe novo» de Pedro Mártir contribuirán con su insistencia en el tema a reforzar la imagen de este indígena no contaminado, que reaparecerá en Montaigne, Voltaire, Rousseau, Marmontel y Bernardin de Saint Pierre.

El Padre Las Casas, tan devoto del Almirante, secundará en buena parte sus ideas. En el capítulo XXII de la Apologética historia intenta demostrar «que las Indias Occidentales son una parte de la India Oriental»37, y lo hace apoyándose no sólo en la propia intuición, sino en Herodoto, Plinio, San Isidoro y muchas otras venerables autoridades, cuyas doctrinas contrasta con su propia experiencia. Así la extrema fertilidad de la tierra indiana a la que se refirió Diodoro de Sicilia es un hecho del que el dominico da concretísimo testimonio: «En tierra firme, a la parte de Cumaná, he comido ya dos veces uvas de las nuestras de Castilla en obra de cinco o seis meses, todas de unas mismas vides o parras»38. El análisis de lo absolutamente real viene así a servir de apoyo a lo quimérico. Y en cuanto a la valoración del indio como individuo casi perfecto, no hará falta, tratándose de Las Casas, que insistamos en el alcance del tema. Rastrear este mismo asunto en la obra de los demás historiadores es tarea que excede a nuestras posibilidades en este momento. Como es previsible, nadie dejó de interesarse por él y la preocupación social en torno a su figura no es algo que pertenezca a Las Casas en exclusiva. Toda la obra de los cronistas está teñida de lascasismo, incluso la de los enemigos del dominico. Baste recordar estas palabras pertenecientes a una de las Cartas, la IV, dirigida por Hernán Cortés, nada sospechoso de ternurismo, al Emperador: «[...] que fue causa principal que los indios de aquella provincia se alterasen, así por ver a los españoles todos derramados por muchas partes como por los muchos desórdenes que ellos cometían entre los naturales, tomándoles las mujeres y la comida por fuerza, con otros desasosiegos que dieron causa a que toda la tierra se levantase»39. O estas otras de la Nueva crónica y buen gobierno del mestizo peruano Huamán Poma de Ayala, nacido en 1534:

«Debes saber que no he hallado ningún indio que sea codicioso por oro y plata, ni he encontrado quien deba siquiera cien pesos, que sea mentiroso, jugador, perezoso, corrompido, ni quienes se quiten sus bienes entre ellos, ni he encontrado prostitutas. En cambio vosotros tenéis todos los vicios... por esto me parece a mí, cristiano, que todos vosotros estáis condenados al infierno»40.



Pero no insistiremos en una materia que nos parece sancionada por los juicios justamente eclécticos de misioneros tan indiscutidos como el padre Motolinia o juristas tan informados como Juan de Solórzano Pereira, a cuyas obras Historia de los indios de la Nueva España y Política indiana, respectivamente, nos remitimos, sin necesidad de acudir a la fronda de los estudios contemporáneos.

Claro que el indio no representa sólo una motivación social -pugna entre encomenderos y corona, polémica de licenciados en «utroque» en Salamanca y Valladolid-. Su presencia en las páginas de las crónicas es uno de los factores esenciales de cuanto en ellas hay de maravilla. Si esto ocurre cuando se trata de los desnudos antillanos, y ahí están para corroborarlo las descripciones de los «areytos» de La Española hechos por Fernández de Oviedo, qué no sucederá cuando irrumpan en los relatos los miembros de las grandes civilizaciones aztecas e incas. Veamos a Moctezuma saliendo a recibir a Cortés, precedido de cuatro mil caballeros, en la Historia general de las Indias, de Francisco López de Gómara:

«Hasta esta puente salió Moctezuma a recibir a Cortés, debajo de un palio de pluma verde y oro, con mucha argentería colgando, que lo llevaban cuatro señores sobre sus cabezas. Traíanle de los brazos Cueltlauac y Cacama, sobrinos suyos y grandes príncipes. Venían todos tres a una manera riquísimamente ataviados, salvo que el señor traía unos zapatos de oro y piedras engastonadas, que solamente eran las suelas prendidas con correas, como se pinta a lo antiguo. Andaban criados suyos de dos en dos, poniendo y quitando mantas por el suelo, no pisase en la tierra. Seguían luego doscientos señores como en procesión, todos descalzos y con ropas de otra más rica librea que los tres mil primeros. Moctezuma venia por medio de la calle, y éstos detrás y arrimados cuanto podían a las paredes, los ojos en tierra, por no miralle a la cara, que es desacato»41.



Con no menor pompa aparece el inca Atahualpa en Cajamarca ante Pizarro y sus capitanes en la evocación del historiador Agustín de Zárate:

«Él venía en una litera sobre hombros de señores, y delante dél trescientos indios vestidos de una librea, quitando todas las piedras y embarazos del camino, hasta las pajas, y todos los otros caciques y señores venían tras él en andas y hamacas...»42.



Y naturalmente no podemos demorar por más tiempo el referirnos a unos ingredientes primordiales en la creación de un clima fascinante: los mitos. El mito para Cesare Pavese es «una realidad única, fuera del tiempo y del espacio, originaria y primordial en cuanto paradigma de todas las realidades terrestres que se le asemejan, a las cuales ella confiere valor»43. Añadamos a esta precisión la de Bronislav Malinowski: «Enfocado en lo que tiene de vivo, el mito no es una explicación destinada a satisfacer una curiosidad científica, sino un relato que hace revivir una realidad original y que responde a una profunda necesidad religiosa, a aspiraciones morales, a coacciones e imperativos de orden social e incluso a exigencias prácticas... El mito es, pues, un elemento esencial de la civilización humana; lejos de ser una vana fábula, es, por el contrario, una realidad viviente a la que no se deja de recurrir»44.

Estas palabras iluminan certeramente la significación de los mitos surgidos en torno a los hechos de la conquista y colonización y recogidos por los cronistas de Indias. Conquistadores y conquistados -antes y después de su choque violento y fecundo- los habían plasmado o iban a plasmarlos como respuesta a viejos interrogantes ancestrales, como justificación y búsqueda de soporte para sus formas de civilización y como incentivo emanado y dirigido a su propio impulso, al mismo tiempo. Una vez más, insistimos, también en este aspecto los cronistas testimonian la realidad, porque los mitos encierran fundamentalmente una voluntad de realidad. No sin razón «en las sociedades en que el mito está aún vivo, los indígenas distinguen cuidadosamente los mitos -"historias verdaderas"- de las fábulas o cuentos, que "llaman historias falsas"»45.

Los relatos de Álvar Núñez Cabeza de Vaca despiertan en la Nueva España la creencia de que al norte de la ruta por él recorrida en su alucinante odisea al cruzar a pie lo que hoy es el sur de los Estados Unidos de este a oeste, existían siete ciudades fundadas nada menos que por siete obispos fugitivos de los árabes. Dos franciscanos, Fray Juan de Olmedo en primer lugar y Fray Marcos de Niza después, intentan llegar allí. El segundo asegurará haberlo conseguido. Este saboyano hispanizado emprende su expedición en misión oficial que el propio virrey de la Nueva España, don Antonio de Mendoza, le encomienda en 1539. En la parte occidental de lo que después se llamaría Nuevo Méjico ve desde lejos a Cibola, una de las siete fantásticas urbes. No entra en ella pero se informa de sus características y la describe en una curiosísima Relación bastante difundida más allá de las fronteras españolas, donde leemos:

«Dicen que las casas son de piedra y de cal por la manera que lo dijeron los de atrás y que las portadas y delanteras de las casas principales son de turquesas...». «Por este valle caminé tres días, haciéndome los naturales todas las fiestas y regocijos que podían; aquí en este valle vi más de dos mil cueros de vacas extremadamente bien adobados, vi mucha más cantidad de turquesas y collares dellas, en este valle, que en todo lo que había dejado atrás; y todos dicen que viene de la ciudad de Cibola, de la cual tienen tanta noticia como yo de lo que traigo entre manos; y asi mismo lo tienen del Reino de Marata y del Acus y del de Totonteac»46.



Estas y otras muchas maravillas supuestas motivaron una nueva expedición: la de Vázquez de Coronado, quien, habiéndose desviado en la ruta, no halló ni rastro de las tales ciudades. En realidad, Fray Marcos, tachado de iluso, es sincero en su relato; simplemente tomó por castillos lo que eran ventas. Las ciudades anheladas eran simples villorrios indígenas de extraña urbanización.

Más conocida es la famosa quimera de la fuente de la eterna juventud, que arranca del fondo del medievo, y aún de más atrás. Los conquistadores la llevaban en su mente y fácilmente se asimiló a ciertas leyendas indígenas. De ella nos habla entre otros, con gran seguridad y precisión, ese humanista tan riguroso, hombre de las nuevas luces como inclinado al goce de lo fantástico, que fue Pedro Mártir de Anglería. Sus palabras contribuyeron no poco a arrastrar a Ponce de León a la empresa de la Florida.

En el Perú se engendra la leyenda de Jauja, y la más extraordinaria de todas, la de El Dorado, que no carecía, por cierto, de base, aunque el singular cacique Guatavita que se arrojaba a una laguna cubierto de polvo de oro no existiera ya cuando Jiménez de Quesada y Sebastián de Belalcázar emprenden la marcha desde puntos opuestos hacia la meseta bogotana. A él se refiere el franciscano Fray Pedro Simón en sus pintorescas Noticias historiales y Juan Rodríguez Freile en esa sabrosa crónica de la Nueva Granada y en particular de la vida santafereña conocida como El Carnero. Los indígenas, vistosamente engalanados -nos cuenta- «desnudaban al heredero en carnes vivas y lo untaban con una tierra pegajosa y lo espolvoreaban con oro en polvo molido, de tal manera que iba todo cubierto de este metal. Metíanlo en la balsa en la cual iba parado, y a los pies le ponían un gran montón de oro y esmeraldas para que ofreciese a su dios»47. Como dice la comentarista de Freile, Raquel Chang Rodríguez, «la fama de El Dorado, difundida por España, trajo más conquistadores. Su búsqueda determina el descubrimiento de otras tierras, de otras civilizaciones que aportan nuevos mitos y contribuyen a crear más leyendas»48.

También desde el Perú se trata de hallar el país de la canela, paraíso de tan estimada especia. En ese intento llegan a la cabecera del gran Río de las Amazonas Gonzalo Pizarro y Orellana. Este remonta la corriente y alcanza en su increíble navegación el Atlántico. En su bergantín viaja un fraile extraordinario, Fray Gaspar de Carvajal, dominico, quien nos da cumplida información de las aguerridas mujeres. Se refiere en primer lugar a su impresionante belicosidad:

«Han de saber que ellos [los indios] son sujetos y tributarios a las amazonas y, sabida nuestra venida, vanles a pedir socorro y vinieron hasta diez o doce, que éstas vimos nosotros, que andaban peleando delante de todos los indios, como por capitanes, y peleaban ellas tan animosamente que los indios no osaban volver las espaldas, y al que las volvía, delante de nosotros le mataban a palos, y ésta es la causa por donde los indios se defendían tanto»49.



Después de describirías -altas, blancas, de cabello largo, muy membrudas y provistas de mínimos atavíos-, nos da Fray Gaspar nuevos datos sobre ellas a través de las referencias que un indio facilita a Orellana. Así averiguamos cómo las amazonas constituyen un matriarcado cuya continuidad está asegurada merced a sus periódicos contactos con hombres de una cierta región próxima «que son blancos, excepto que no tienen barbas»50. Ellas no incorporan a su comunidad sino a las niñas, de modo que los varones nacidos son muertos o enviados a sus padres. En cuanto a sus riquezas, vale la pena ceder la palabra de nuevo a Fray Gaspar:

«Dice que la cibdad donde reside la dicha señora -se refiere a Coroni, dirigente suprema- hay cinco casas del sol a donde tienen sus ídolos de oro y de plata en figuras de mujeres y muchas más vasijas que les tienen ofrecidas, y que estas casas desde el cimiento hasta medio estado están planchadas de plata todas a la redonda... y que los techos destas casas están aforrados en plumas de papagayos y guacamayas de muchos colores»51.



Es así como el viejo mito griego recogido por San Isidoro encarna en estas salvajes mujeres ribereñas del río que tomará desde entonces su nombre. Fray Gaspar no duda en darles este apelativo. Al fin y al cabo, como hemos dicho, ya Colón habla asegurado haberlas visto y Pedro Mártir le había avalado. La leyenda tenía en el mundo americano ambientación y respaldo.

Pocos libros tan sugestivos, dentro de su pequeñez, como esta Relación del nuevo descubrimiento del famoso río Grande de las Amazonas, en el que campea un espíritu de impavidez perfectamente compatible con los extraordinarios hechos narrados, incluso cuando éstos repercuten dramáticamente en la propia humanidad del autor.

«Me dieron un flechazo por un ojo -leemos- que pasó la flecha a la otra parte, de la cual herida he perdido el ojo y no estoy sin fatiga y falta de dolor, puesto que Nuestro Señor, sin yo merecerlo, me ha querido otorgar la vida para que me enmiende y le sirva mejor que fasta aquí»52,



Este es todo el comentario que le merece al dominico un hecho tan sobrecogedor. La impavidez con que lo tremendo y lo prodigioso toman cuerpo en muchas de estas crónicas de Indias podría relacionarse con la más antigua tradición épica, con la propia actitud de Homero quien, como señala Erich Auerbach, «está muy lejos de aquella regla de la separación estilística que luego se impuso casi por todas partes, y a tenor de la cual, la descripción realista de lo cotidiano no es compatible con lo sublime»53. Quizá no haya que buscar tan prestigiosa referencia. La impavidez nació seguramente cuando la capacidad de asombro de uno de estos autores quedó rota por saturación. El fenómeno normalmente es intermitente, pero en el libro de este recio fraile, a quien volveremos a encontrar, siempre activo, en Lima, en el Cuzco y en el Tucumán, es casi permanente. En cualquier caso, aquí radica otra de las claves del realismo mágico contemporáneo, tal como lo podemos apreciar en Asturias, en Carpentier, en García Márquez o en Fernando del Paso.

Volviendo a nuestro tema, en el extremo sur del continente se crea la leyenda de los gigantes patagones. El sacerdote Juan de Areizaga, al regreso de una expedición que, partiendo de España, cruzó el estrecho de Magallanes para arribar finalmente a Méjico, envió al Emperador y al Consejo de Indias una Relación en la que describe a estos personajes. Fernández de Oviedo la utilizó en su Historia de las Indias y nos da estos curiosos pormenores:

«Decía este padre don Juan que él ni alguno de los cristianos que allí se hallaron no llegaban con las cabezas a sus miembros vergonzosos... y este padre no era pequeño hombre, sino de buena estatura de cuerpo»54.



Efectivamente, en el informe del padre Areizaga se atribuían «trece palmos de altura» a los patagones. Fueron, según el relato de Oviedo, muy hospitalarios con los españoles, cuya escasa capacidad para comer y beber les maravillaba:

«Fueron a beber a un pozo, donde estos cristianos fueron asimismo a beber; y uno a uno bebían los gigantes con un cuero que cabía más de una cántara de agua, e aun dos arrobas o más; y habían hombres de aquellos patagones que bebían el cuero, lleno tres veces arreo, y hasta que aquél se hartaba, los demás atendían»55.



Sería prolijo referirnos a todos los mitos que por un concepto u otro podemos llamar americanos, recogidos por los cronistas. Pero no podemos olvidar entre los de motivación religiosa el más importante: aquel que asimila a Quetzalcoatl con el apóstol Santo Tomás.

Quetzalcoatl es en la teogonía indígena mexicana el dios oponente a Tezcatlipoca, dualidad cuyo enfrentamiento mueve el Universo. Pero es asimismo un héroe cultural, un personaje vago, blanco de barba negra, llegado de oriente, que civilizó Tula y Cholula y, perseguido por sacerdotes de otro culto, hubo de huir no sin profetizar la venida de hombres como él que recuperarían el poder. El padre Sahagún, auténtico fundador de la antropología americana, lo cuenta así en su Historia general de las cosas de la Nueva España:

«En llegando a la ribera del mar, mandó hacer una balsa hecha de culebras que se llama coatlapechtli, y en ella entró y asentóse como en una canoa, y así se fue por la mar navegando, y no se sabe cómo llegó al dicho Tlapallán»56.



En la misma obra, el franciscano se refiere con hondo dramatismo a los relatos proféticos hechos por los compañeros de Cuauthémoc, el último emperador azteca, respecto a la venida de los hombres blancos, ya identificados con los españoles, en quienes se cumplía el vaticinio del héroe mítico.

La profunda significación de éste fue enriquecida por los propios españoles cuando, como hemos dicho, quedó asimilada su figura a la de Santo Tomás. Naturalmente esto tenía que enlazar con la idea de que el Evangelio había sido predicado en América antes de la llegada de aquéllos. Fernández de Oviedo se refiere a ello en el libro II de su Historia. Partiendo del salmo de David «In omnem terram exivit sonus eorum, et in finis orbis terrae verba eorum»57, el cronista estima que si el misterio de la Redención ha sido ya predicado en toda la tierra, conforme dice San Gregorio, los nativos del Nuevo Mundo tuvieron evidentemente noticia de la verdad evangélica, aunque la generación hallada en el descubrimiento hubiese perdido la memoria de la fe católica. Muchas páginas de los historiadores se refieren a este tema, que llegará, ya en los albores de la independencia, hasta el genial fraile mejicano Fray Servando Teresa de Mier, quien en la festividad de la Virgen de Guadalupe de 1794 pronunció un sermón de violentas consecuencias en el que aseguraba que la aparición de la Señora al indio Juan Diego no había sido la primera y la capa del indio con la reproducción de su imagen era en realidad la del Apóstol Santo Tomás. Fray Servando no disimula las razones nacionalistas que se encuentran detrás de su teoría:

«Vi un sistema favorable a la religión, vi que la patria se aseguraba de su apóstol, gloria que todas las naciones apetecen, y especialmente España, que siendo un puñado de tierra no se contenta menos que con tres»58.



Pero se cuida al mismo tiempo de fundamentar sus ideas con una larga lista de autoridades. Entre ellas figura otro misionero dominico del siglo XVI, Fray Diego Durán, para quien el asunto llegaba mucho más lejos: los indios americanos descendían de los propios judíos: «Con lo cual confirmo mi opinión y sospecha -aseguraba en su Historia de las Indias de Nueva España- de que estos naturales sean de aquellas diez tribus de Israel que Salmanasar, rey de los asirios, cautivó y transmigró de Asiria en tiempos de Oseas, rey de Israel, y en tiempo de Ezequías, rey de Jerusalén, como se podrá ver en el cuarto libro de los Reyes, capítulo 17»59.

Numerosos otros mitos indígenas se incorporan a los relatos de los historiadores, aunque no den lugar a interpretaciones de este tipo. Tendríamos que insistir al hablar de esto en el extraordinario acervo que a tal respecto hallamos en el padre Sahagún y en otros religiosos como Motolinia, Diego de Landa, el padre Acosta y tantos más. Capítulo aparte en este terreno merecería el más sugestivo de todos los cronistas americanos: nos referimos, claro está, al inca Garcilaso de la Vega.

Ninguno como él pondrá tanta emoción y veneración al hablarnos de las creencias de las gentes indias de donde procede la mitad de su sangre. Este mestizo, orgulloso de su ascendencia incaica, pero estricto e inequívoco en su cristianismo como un castellano viejo, refiere, en los Comentarios reales, con evidente deslumbramiento y acaso con un respetuoso, irreprimible temblor, el prodigioso origen de los incas según las tradiciones de sus antepasados:

«Nuestro padre el sol, viendo los hombres tales..., se apiadó y hubo lástima delios y envió del cielo a la tierra un hijo y una hija de los suyos para que los adoctrinasen en el conocimiento de nuestro padre el sol, para que lo adorasen y tuviesen por su dios, y para que les diesen preceptos y leyes en que viviesen como hombres en razón y urbanidad»60.



Los hijos del sol parten en efecto del lago Titicaca y van buscando su sede terrena. Para ello han de hincar una varilla de oro en la tierra con sólo un golpe. Allí donde se hunda habrán de hacer su asiento y corte. El esperado hecho se produjo y así nació la ciudad del Cuzco. Teología y política se funden en los orígenes del imperio inca, el Tihuantinsuyu, dentro de una tradición que en la pluma de Garcilaso se nos antoja tan mágica como piadosa:

«Y, aunque algunas cosas de las dichas y otras que se dirán parezcan fabulosas, me pareció no dejar de escribirlas, por no quitar los fundamentos sobre que los indios se fundan para las cosas mayores y mejores que de su imperio cuentan; porque, en fin, de estos principios fabulosos procedieron las grandezas que en realidad posee hoy España»61.



Esta y otras explicaciones, con las que el hijo de la princesa Chimpu Ocllo quiere justificar su apego al caudal legendario de la cultura incaica, porque acaso entonces esto resultaba necesario, no ocultan el fondo emotivo del que aquél sustancialmente arranca.

Pero aun sin místicas, interpretaciones preconcebidas o tributos a la caballería, bastaba la recepción más intencionadamente fiel de la realidad para que lo extraordinario se filtrara en las crónicas de Indias. Aunque ésta no sea una literatura de grandes paisajistas, lo cierto es que la naturaleza irrumpe a veces en ella con una grandeza que parece convertirla en irreal. Así las cataratas del Iguazú retumban poderosas en la Argentina de Ruy Díaz de Guzmán:

«Subiendo treinta leguas está aquel extraño salto, que entiendo ser la más maravillosa obra de la naturaleza que hay; porque la furia y velocidad con que cae todo el cuerpo de agua de este río son más de doscientos estados por once canales, haciendo sus aguas un humo espesísimo en la región del aire, de los vapores que causan sus despeñaderos por los canales que digo... que no hay ojos ni cabeza humana que puedan mirar sin desvanecerse y perder la vista»62.



Como los Andes chilenos nos deslumbran en la Histórica relación del padre Alonso de Ovalle:

«No tiene necesidad de industria humana ni que el Inga gastase sus jornales -dice el padre Alonso de Ovalle al describir los Andes chilenos- para hacer admirable lo que por su naturaleza lo es tanto como esta cordillera... Vamos por aquellos montes pisando nubes... El arco iris que se ve desde la tierra atravesar el cielo, le vemos desde estas cumbres tendido por el suelo, escabelo de nuestros pies, cuando los que están en él le contemplan sobre sus cabezas; ni es menos de maravillar que vamos pisando aquellas peñas enjutas y secas al mismo tiempo que se desgajan las nubes de agua e inundan la tierra»63.



O si a lo humano nos atenemos de nuevo, y entramos en los hechos de armas, oigamos entre mil relatos el de Pedro Pizarro, Relación del descubrimiento y conquista de los Reinos del Perú, referente al acoso del Cuzco por los indios:

«Era tanta la gente que aquí vino que cubría los campos, que de día parecía un paño negro que los tenía tapados todos media legua alrededor desta ciudad del Cuzco. Pues de noche eran tantos los fuegos que no parecía sino un cielo muy sereno lleno de estrellas»64.



Historias de hambrunas o bodegones de sabrosa plasticidad que anticipan a Carpentier y a Neruda; episodios prodigiosos, o trágicos, descripciones acumuladas en las que la lengua castellana tenía que sacar adelante lo que Uslar Pietri ha llamado «la novedad perdurable», ese fenómeno que -seguimos citando al ensayista venezolano- «no fue el primer deslumbramiento de los mutuos desconocidos, sino el permanente encuentro, la inagotable acomodación, la viva mezcla de dos mundos ajenos unidos por un azar indestructible»65.

En su inagotable inventariar los cronistas ejemplifican cuanto Leo Lowenthal dice acerca del auge de la escuela nominalista durante el Renacimiento: «Las palabras se volvieron ahora propiedad del hombre -herramientas que le ayudan a asumir su responsabilidad en el mundo cuyo centro es el hombre- y la gran literatura comienza a crear los hitos por los cuales el hombre puede reconocerse a sí mismo y reconocer su medio ambiente. El lenguaje se vuelve el instrumento de la autoidentificación y también de la orientación»66. En el tremendo esfuerzo por organizar un material barroco y bullente el lenguaje juega un papel fundamental. Volviendo a lo antes dicho, los cronistas van a fijar una cierta idea de América, que es decir tanto como que son ellos los creadores de Hispanoamérica. La lengua castellana sometida a esta colosal tarea se enriquece poderosamente y se sitúa en una actitud de «disponibilidad» cuyas consecuencias estamos hoy contemplando.

En este sentido no hay inconveniente en aceptar con Arciniegas que América no fue descubierta sino «cubierta»67, pero cubierta por esta explosión verbal que emanaba de una civilización agresiva y creadora. Millones de palabras cubrieron el nuevo mundo de una minuciosa legislación que organizaba y planificaba; bulas, reales cédulas, ordenanzas, requerimientos y, entre otras formas de literatura, estas crónicas a la vez realistas y fabulosas. Si mucho de lo indígena quedó sofocado, las palabras iban perfilando un nuevo espacio y una nueva sociedad. Nada ni nadie iba a seguir siendo lo que había sido y el cubrimiento dio lugar al colosal proceso de mestizaje tan bien definido en la Plaza mejicana de las tres Culturas.

Por estas y parecidas razones O’Gorman pudo escribir un libro titulado La invención de América68, y justo sería colocar este término frente a la trinidad consagrada, «descubrimiento, conquista y colonización», que por sí sola apenas rebasa los límites de la definición de una empresa comercial, como la que irónicamente y a título de hipótesis describía Concolorcorvo en su Lazarillo de ciegos caminantes en 177569; invención en la que es perfectamente natural que se insertaran utopías como las experiencias de Las Casas en Cumaná y la Vera Paz, la de Vasco de Quiroga en Michoagán (aprendiz de un Tomás Moro que a su vez había partido de presupuestos americanos para escribir su Utopía), y la de los jesuitas del Paraguay. Porque al inventar a América se estaba inventando una gran esperanza.

Sin buscar un indeseado epifonema para cerrar estas líneas, concluiremos diciendo que si bien no pocos sectores de las «Islas y Tierra Firme del Mar Océano» atraviesan hoy una larga crisis de incertidumbre y oscuridad, nos consta que está absolutamente vivo en ellas el ansia de acoplar la realidad al ideal, que no ha muerto al fecundo espíritu de la utopía, la voluntad de ensamblar Naturaleza e Historia; que el mestizaje cultural, abierto a mil horizontes, sigue produciendo los mejores frutos; que se buscan y han de encontrarse nuevos Eldorados; que, a veces, Las Casas, Motolinia y Sahagún acuden a las conferencias episcopales; que el temple de imaginación y realismo de los viejos cronistas se mantiene, en fin, en dos o tres generaciones de narradores -sin olvidar a los demás- en quienes el idioma revive su antigua y fulgurante aventura. Y esto nos da la certeza de que Hispanoamérica no ha de tardar en inventarse del todo.





 
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