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Reflejos de la vida de los moriscos en la novela picaresca

María Soledad Carrasco Urgoiti





Cuando se llega al convencimiento de que el proceso de la novela morisca del siglo XVI, que idealiza al moro del pasado, tuvo entre otras motivaciones el deseo de dignificar a sus descendientes, los moriscos1, resulta casi obligado indagar sobre otras posibles huellas de su presencia en la literatura coetánea, observando la proyección temática que alcanzó la atribulada existencia de esta minoría y la caracterización de los personajes que la representan. Centrándonos en la narrativa de ficción, hay que constatar de entrada el carácter episódico o tangencial con que se refleja en ella la realidad social de las comunidades moriscas y esa otra realidad, menos perceptible, de tantos españoles que, sin sentirse identificados con tal sector, eran de ascendencia mora y lo sabían. Esta relativa o aparente indiferencia es comprensible, ya que no se estimaba en la época que la novela tuviera la misión de dar un testimonio veraz y concreto del medio social en que se producía ni de ahondar en sus más acuciantes conflictos. En cuanto a la picaresca, es natural que no fuera a situar los orígenes del narrador-protagonista en la solidaria comunidad de nuevos convertidos2, ya que dentro de los supuestos del género el tipo del pícaro ha de encarnar en un ser radicalmente aislado. No deja, sin embargo, de ofrecer testimonios fragmentarios de la realidad social que constituyeron los moriscos.

Antes de abordar el tema del presente estudio conviene mencionar el testimonio de Cervantes, hoy magistralmente elucidado por Francisco Márquez Villanueva, con cuyo estudio «El morisco Ricote o la hispana razón de estado»3 culmina una línea de crítica que se resistía a interpretar al pie de la letra los juicios antimoriscos contenidos en «El coloquio de los perros» y el Persiles. El trabajo citado analiza la forma en que actúa la ironía cervantina al atribuir tales opiniones a personajes cuyas circunstancias las reducen al absurdo. El perro Berganza, en el «Coloquio», tanto como el morisco Jadraque del Persiles, representan, respectivamente, la menos inteligente y la más exaltada entre las posiciones adversas a los nuevos convertidos. Así enfocado el problema, queda resuelta la contradicción entre lo que en estas obras se dice por boca de tales personajes y la creación de otros, también moriscos, que son figuras entrañables.

El tendero Ricote, amigo y vecino de Sancho Panza, tan sobriamente retratado como hombre sensato, afectuoso y pragmático; su hija, caracterizada como enamorada heroica y perfecta doncella cristiana; o la Rafala del Persiles -devotísima católica surgida en la sociedad morisca que salvará a los peregrinos de la captura por corsarios turcos- dan fe de la honda comprensión de Cervantes. Opina Márquez que hacia finales del siglo XVI la mayor parte de los espales compartían, en diversos grados y con grandes diferencias de matiz, esa postura moderada frente al problema morisco. El hecho de que, pese a ello, llegara a imponerse bajo Felipe III la más radical intolerancia es analizado por el crítico a la luz de las controversias surgidas en torno a los proyectos de expulsión o sus consecuencias.

Los textos cervantinos que encierran juicios negativos aparecen en este contexto como piezas de muy bien calibrada censura hacia las mismas diatribas que en ellos se contienen.

Aunque en menor medida que Cervantes, la novela picaresca y la novela corta del siglo XVII me parecen dignas de consideración, si se desea captar la huella del morisco en las imágenes de la realidad que la literatura ofrece. En las páginas que siguen trataré sólo del primero de estos géneros, señalando la presencia, más o menos manifiesta, del español de origen moro en las novelas picarescas más importantes. Para ello será preciso fijarse en el sentido alusivo de varios episodios y prestar atención a ciertas ambigüedades y silencios.




ArribaAbajoEl Lazarillo

Un sector de la sociedad española sobre el que dice bastante la novela picaresca es el de los esclavos, bien moriscos, bien de próximo origen africano, que desempeñaban menesteres domésticos en muchos hogares, entre ellos, por cierto, los de los descendientes de moros nobles del reino de Granada4. No hace falta recurrir a la literatura de ficción para comprobar que algunos de estos esclavos eran negros, como los padres del humanista Juan Latino que5 llegó a ser profesor de la universidad de Granada, o el cabecilla El Farax quien se hizo célebre durante la rebelión de las Alpujarras6. Otros miembros de este grupo, el último en la escala social, no se diferenciaban por su aspecto del conjunto de la población española y especialmente de la morisca, con la cual quedan englobados en ciertas disposiciones oficiales de finales del siglo XVI, como la prohibición de ir a establecerse a Indias7. El granadino Juan Pareja -criado y aprendiz de Velázquez, cuyo retrato es una cima del arte del maestro- representa, con sus rasgos de mulato claro, su empaque y su mirada sagaz, un tipo humano nada raro en la España del Siglo de Oro.

En el terreno literario el desconocido autor de la Vida de Lazarillo de Tormes (1554)8 había esbozado medio siglo antes, con admirable sobriedad, la silueta de un humildísimo miembro del grupo social de los esclavos. Nadie que haya leído la obra puede olvidarse del mozo de cuadra negro llamado Zaide -nombre morisco si lo hay- junto al cual remedió su miseria la madre de Lazarillo, dándole un hermanillo negrito. Recuerda el narrador en su relato autobiográfico que al niño le daba miedo ver a su padre y que éste se reía del susto del chiquillo, que como él tenía la tez oscura. La anécdota, que ya vivía en la tradición oral, sirve al autor para introducir una breve reflexión y también para redondear la semblanza de este hombre sin hiel y sin codicia, quien, a diferencia de las otras personas que se cruzan en el camino de Lázaro, habrá de sufrir duro castigo por sus transgresiones9. El episodio, que tan corto espacio ocupa, tiene una función importante dentro de la composición y del sentido moral de la obra. Fernando Lázaro Carreter ha señalado la simetría de contraste que la culpa y condena del esclavo guardan con la impune inmoralidad en que al final viven el arcipreste de San Salvador y, a su sombra, Lázaro y su mujer10. En los recuerdos de infancia del protagonista, Zaide representa un nivel humano básico y relativamente sano, del que sus amos sucesivos le irán apartando. Proceso de corrupción que se aprecia bien, teniendo en cuenta la dimensión espiritual de raigambre erasmita -estudiada por Francisco Márquez Villanueva- que inspira los planteamientos críticos del Lazarillo frente al abandono de la caridad cristiana y la inversión de valores que la sociedad practica11.




ArribaAbajoMateo Alemán

Si la nota de deshonor que pesa desde la infancia sobre Lazarillo se acrecienta a causa de las relaciones de su madre con el moreno Zaide, el padre de Guzmán de Alfarache, cuya conducta contamina de un género más grave de infamia la cuna del pícaro, cuenta entre sus hazañas la de renegar de la fe cristiana, en ocasión de haberse hallado cautivo en Argel, donde se casó con una musulmana a quien luego abandonó, despojándola de sus bienes. No es ésta, sin embargo, más que una sombra en el amplísimo panorama geográfico y social que abarca la Vida de Guzmán de Alfarache12. Dentro de él hemos de fijarnos en la acción novelesca emplazada en Sevilla para hallar un reflejo de la presencia del español de origen musulmán.

El sevillano Mateo Alemán hace que nazca también en esta capital andaluza el narrador-protagonista de su obra y que en ella transcurran fases importantes de su vida, así como la acción de dos novelas intercaladas, muy distintas entre sí. La primera es la Historia de Ozmín y Daraja (primera parte, libro I, cap. 8), novelita morisca protagonizada por nobles moros, como es propio del género de ficción de tendencia idealizadora al que pertenece la obrita13. Aquí nos conviene recordar que su peripecia corresponde al momento histórico en que se derrumba el reino de Granada, y que los enamorados, quienes comienzan por ser miembros de la aristocracia de un estado mozo independiente, pasan a la categoría de cautivos y luego a la de convertidos a la fe cristiana. Dentro del marco novelesco, estos cambios no implican desdoro alguno, lo cual concuerda, hasta cierto punto, con lo sucedido a la nobleza de Granada en aquella coyuntura histórica. Las identidades fingidas que asume en la Sevilla cristiana del siglo XV el perfecto amante Ozmín le hacen aparecer alternativamente como caballero y como artesano. Él y Daraja despliegan en todo momento una sorprendente capacidad para la ocultación y el fingimiento, lo cual, aunque puede explicarse por influencia de la novela bizantina, guarda también semejanza con la actitud de disimulación practicada deliberadamente en materia religiosa por parte de la población morisca14.

Más de un siglo después, cuando Mateo Alemán proyecta y escribe su obra, la población de Sevilla comprende un número considerable de esclavos y un núcleo morisco, acaso más inquieto y desvergonzado que el de otras ciudades15. Este elemento aflora con un personaje femenino de la historia intercalada de Bonifacio y Dorotea (segunda parte, libro II, cap. 9), en quien se manifiestan un grado aun mayor de doblez y unas motivaciones más oscuras que las de los protagonistas de la novela morisca intercalada. La obrita de ficción de que ahora tratamos se inserta en la Segunda parte de la vida de Guzmán de Alfarache (1604), mediante un recurso de la retórica novelesca que consiste en fingir que ciertos personajes de la acción principal encuentran el texto ya escrito. En este caso se especifica, además, que la había compuesto un galeote, lo cual subraya, quizás, el sentido desmitificador de la honra que la novela entraña.

Un batihoja y su mujer, matrimonio ejemplar de la clase artesana acomodada, son los protagonistas de una sencilla historia de amor, turbada por un episodio en que se tiende una trampa a la virtud de la mujer, quien sucumbe momentáneamente. De ahí en adelante el silencio que ella guarda será la salvación de la paz matrimonial, pues mantiene al marido en la ignorancia del ultraje, que tampoco conocerán los extraños. El argumento deriva de una «novela» de Masuccio y de su adaptación en verso con el título de Novela de las Flores por el licenciado Tamariz, ingenio del siglo XVI que fue estimado entre los hombres de letras sevillanos16. En su versión cobra importancia la figura de la vieja tercera, quien mueve los hilos de la acción. Mateo Alemán transforma este personaje en una joven, llena de atractivo, que es esclava del mercader enamorado de Dorotea. Su madre, Haxa, había sido una berberisca con fama de hechicera. La hija, Sabina, está descrita como mujer de un garbo y de una labia irresistible y en ella puede verse una variante singular del tipo de bruja o supuesta morisca, a quien casi siempre se atribuyen características físicas y morales repulsivas, como sucede en el caso de la hechicera Cenotia que aparece en el Persiles de Cervantes17.

De culebra que estaba oculta entre la hierba y no vieron sus victimas califica el narrador a este personaje que a lo largo de la peripecia manipula a los demás con extraordinaria lucidez, dando casi la impresión de que ejerce un poder diabólico. Haciéndose pasar por criada de un convento, entabla amistad con el batihoja, y cuando éste la presenta a su mujer, la esclava le hace «mil zalemas» ponderando la alegría que la supuesta abadesa se llevaría si recibiese la visita de tal belleza. La astuta mujer se expresa en términos que parecen figurados, pero que tienen clara relación con el estado de ánimo de su amo. Nada sospecha el matrimonio y Sabina lleva sus planes adelante. A fin de sacar a Dorotea de su casa y conducirla a la del enamorado, se ofrece a acompañarla al convento, para que desde allí vaya con varias señoras a una romería. Se trata de la fiesta de San Juan Bautista, celebrada también por los musulmanes, y muy ligada a supersticiones inmemoriales, que auspician los goces y los amores, en esa fecha del solsticio de verano. Todo esto, que indudablemente bulle en la mente de la esclava, no inquieta a Bonifacio, quien incautamente autoriza la salida de su esposa. Cuando Sabina va desalada a dar la buena nueva a su señor, expresa con sus palabras y sus aspavientos una alegría desbordada. El autor capta a maravilla la retórica del gesto, la expresividad del balbuceo y el ritmo de los movimientos del cuerpo que exteriorizan la agitación interior18. Este tipo de escena, cuyo sentido comentó Américo Castro19, sirve a Mateo Alemán en momentos claves de la autobiografía del pícaro para transmitir un estado de ánimo, que es generalmente angustioso. Sabina, en cambio, manifiesta una aguda sensación de júbilo y triunfo, que casi choca por desproporcionada a la causa que la motiva.

El lector puede preguntarse qué impulsa a esta mujer a poner tanta pasión en cumplir, al parecer sin miras lucrativas, el poco digno encargo de su amo. ¿Captarse la confianza y el favor de éste, quizás con la esperanza de que la haga libre? ¿Sacar de la melancolía en que ha caído a un hombre a quien ama con vehemente e incondicional lealtad? Al atribuir estos sentimientos a la esclava respecto al señor, ¿consideró Mateo Alemán que la mentalidad de la hija de Haja tenía sus raíces en la cultura musulmana? Todos estos factores entran en juego, pero hay otro que no debe ignorarse. Aunque Sabina se las arreglará para evitar el escándalo, entre los móviles de su conducta se discierne una buena dosis de resentimiento y una actitud de rechazo frente a los principios de moral cristiana profesados por Dorotea. También hace burla, con sus ardides, de los conventos de monjas y de las devociones que muchas señoras practican. Aun son más reveladoras de una reprimida actitud de protesta los equívocos irreverentes que inserta con verdadera fruición en su bien concertada parlería, sin que se percaten de su oculto sentido quienes la escuchan20.

Merece destacarse uno de los tópicos, ya empleados por el licenciado Tamariz, que Mateo Alemán avalora notablemente. Para introducirse en el hogar del batihoja, Sabina le obsequia con un cestillo de arrayán, naranjo y diversas flores, que se especifican en el texto. Como el estilo del Guzmán es muy parco en referencias cromáticas, este toque de colores vivos contrastados, que no desdeciría en una novela o un romance del género morisco, anuncia con su evidente simbolismo erótico el comienzo de la campaña de seducción. Al describir el ramillete y notar el primor de su composición, que tiene un regusto de artesanía mudéjar, introduce también el autor una fina nota costumbrista. Lo mismo puede decirse del modo de hablar y accionar que caracteriza a Sabina, quien en su aspecto externo anticipa la figura popular de la andaluza. Aunque la novelita no se escribiera con el objeto de retratar la realidad circundante, no cabe duda de que la refleja. A Mateo Alemán le era familiar el tipo de la criada o esclava morisca o bien la nacida en cautividad de padres africanos que se movía como peonza por toda la ciudad, y hacía y deshacía dentro de la casa, aunque fuese el miembro ínfimo del grupo familiar21. En uno de los últimos capítulos de la obra -al que hemos de referirnos- vuelve a intervenir un personaje representativo de este grupo social, y esta vez no figura en un relato intercalado sino que aparece en una fase trascendental de la experiencia del protagonista. Como Sabina, la esclava sevillana que fue amante del pícaro antes de que sus culpas le llevasen a la cárcel y de allí a galeras (segunda parte, libro III, cap. 7), tiene un papel en gran parte determinado por un tópico literario. En este caso se trata de una variante cómica del género epistolar, la carta que escribe a un malhechor preso una mujer de ínfima condición22. A pesar del carácter jocoso que caracteriza tal género, Alemán era un cálido realce a esta figura, encuadrándola socialmente y dotándola de una viveza expresiva y una sinceridad de sentimientos raras entre las personas con quienes Guzmán se relaciona. Ella misma alude a su «cara de mulata», pero en la primera mención ha sido presentada como una esclava blanca, de lo cual se deduce que sus rasgos físicos no la diferenciarían de la mayoría de los moriscos, con quienes tiene además en común el origen musulmán que implica su posición social. Compañera del pícaro cuando éste administra los bienes de una señora adinerada, pronto se convierte en su amante y en cómplice de sus trapisondas, emulándole en desvergüenza. El archi-hipócrita Guzmán se escandaliza de que mujer tan lasciva adopte exteriormente esa actitud de joven recatada que le vale la confianza de la señora. Respecto a ésta, los sentimientos de la esclava son de oculta antipatía, y su carta insinúa una acusación que no llega a concretarse: «Harto más tiene robado ella a quien tú sabes». Queda sugerida la posibilidad de que la familia del ama se haya beneficiado de la ruina de personas con quienes la esclava se sentía solidaria, detalle que, en el ambiente recreado en esta parte del Guzmán, sería perfectamente verosímil, de tratarse de bienes incautados a los nuevos convertidos23. La confianza que tiene la joven sevillana en su gracia expresiva, y su conocimiento del medio, llega al punto de que hace alarde de saber muy bien a quién puede camelar o cohechar. Tal amoralidad, oculta bajo una apariencia de muchachita modosa y beata, tiene mucho de desafío y no puede dejar de relacionarse con las actitudes de ciertos criptomusulmanes que practicaban la disimulación -la taqiyya- como único recurso de supervivencia cultural24.

Es evidente el sentido paródico que da el autor al envío de una cinta verde, que como emblema de esperanza manda la esclavilla al preso, remedando los usos de damas y galanes coetáneos de otra esfera social, tanto como el simbolismo amoroso de los idealizados moros y moras del romancero morisco. La comicidad se acentúa cuando a continuación la muchacha hace referencia al obsequio de una torta de aceite amasada por sus manos, detalle que hasta cierto punto la identifica como morisca de clase humilde25. El contraste entre ambos objetos produce un efecto comparable al que buscan ciertos romances moriscos satíricos, en los cuales se señalan los humildes oficios con que realmente se ganaban la vida cuantas Fátimas y Zaides, permanecían con tales nombres en España cien años después de la toma de Granada26. Por otra parte, el propio autor señala por boca del protagonista el carácter literario de la epístola, al advertir que la incluye para dar un respiro al lector, antes de recabar su participación emocional en los angustiosos episodios que siguen. Ello no impide que en la instantánea de la esclavilla Mateo Alemán haya captado un perfil humano veraz.

El último núcleo narrativo de la obra, que se desarrolla siendo Guzmán galeote, queda unido con el episodio anterior, no sólo por la persona del pícaro, sino también por la de un ladrón de cuenta, llamado Soto, que tras haber sido su camarada en la cárcel le roba, y ya en la galera donde ambos cumplen condena llega a ser su peor enemigo (segunda parte, libro III, caps. 8-9). Cuando el pícaro, arrepentido de su vida pasada, parece estar en vías de regenerarse, un acto alevoso de este compañero da lugar a que se le someta a suplicio. Pronto se le viene a las manos la ocasión de vengarse, pues el falso amigo trama una conspiración en la que entran varios galeotes «moros» -término que podía designar por igual al morisco y al musulmán africano-, cuyo objeto es alzarse con el barco y dedicarse a la piratería bajo la enseña turca. Dado el puesto de corullero en que boga Guzmán, la rebelión no puede intentarse sin su ayuda, y viene a pedírsela uno de los moros conjurados. Sea por lealtad, por espíritu de revancha o por considerar el éxito imposible, el pícaro denuncia la conspiración dando lugar a que los complicados en ella sean sumariamente juzgados y ejecutados27.

La fallida conjura ha de verse en el contexto de la accidentada navegación por el Mediterráneo, cuyo dominio habían disputado a la Europa cristiana tanto tiempo los estados islámicos englobados en el imperio otomano. Hechos tan sorprendentes como el alzamiento proyectado por Soto se producían alguna vez en la realidad, además de aparecer con frecuencia esta clase de aventuras en la literatura de la época. La experiencia previa de este facineroso, que conocía Italia y había sido soldado, se compagina con su proyecto de hacerse corsario. ¿Puede presumirse que a ello le inclinaba, además, su origen? Hasta cierto punto lo indicaría su nombre, ya que en Andalucía los apellidos ilustres en sujeto humilde se consideraban característicos de los moriscos28 y éstos, naturalmente, se sentían ligados a los turcos29. También puede ser intencionada la frase de Guzmán: «Saliome zaíno»; en que aplica al desleal compañero una palabra de origen árabe, que literalmente designa al caballo de pelo oscuro que mira de soslayo. En otra ocasión el pícaro observa: «Soto, mi camarada, no vino a las galeras porque daba limosnas ni porque predicaba la fe de Cristo a los infieles; trujéronlo a ellas sus culpas y haber sido el mayor ladrón que se había hallado en su tiempo en toda España ni Italia»30. Aunque esas graves culpas a que se suman los robos son seguramente delitos de sangre, vale la pena notar que la esclava se dolía en su carta de que se hallase preso «tan gran personaje» y aún más de que en el tormento hubiese confesado «lo suyo y lo ajeno», pues tales comentarios tendrían pleno sentido si el camarada de Guzmán hubiese sido un bandolero morisco. Nada de esto es concluyente, pero parece que en tomo a este forzado Mateo Alemán dejó flotar sugerencias ni más ni menos ambiguas de lo que solía ser en la vida real la sospecha de un abolengo moro.

Entre los muchos cuentecillos que ilustran los excursos moralizantes del Guzmán, hay que destacar una anécdota de la que el pícaro dice haber sido testigo, en que el papel de víctimas de una administración venal corresponde a los buñoleros de una ciudad andaluza que en este caso sí se identifican como moriscos. Estos tienen que dejar de producir durante el invierno a causa del bajo precio a que se les quiere obligar a vender por influencia de un regidor cuyo negocio de vaquería se resiente del éxito de los buñuelos. Cuando éste alega que quienes los fabrican robaban al público, el lector no puede dejar de simpatizar con estos nuevos convertidos que salen perjudicados en su bolsillo y en su buen nombre (primera parte, libro I, capítulo 3).

No se habla explícitamente de moriscos en otros dos cuentecillos localizados en Granada que se insertan respectivamente al comenzar la primera parte y durante el último episodio de la segunda. En ambos casos la anécdota tiene una significación humana profunda, que no está circunscrita a un sujeto individual o colectivo determinado, pero la localización en la antigua capital del reino moro pudiera señalar un ejemplo pertinente.

El primer cuento, que expresa desconfianza respecto a la equidad de los tribunales, se localiza en la Plaza Nueva de Granada (primera parte, libro I, cap. 1). Un labrador, que gestiona en la Chancillería un pleito del concejo de su pueblo contra el señor del mismo, se queda perplejo ante la hermosa fachada de este edificio y observa que la imagen de la Justicia, situada junto a las armas reales, está quizás demasiado alta para que él pueda alcanzarla.

Si este cuentecillo traduce una zozobra adecuada al inicio de la trayectoria vital del pícaro, el que menciono a continuación aparece poco antes de concluir el relato autobiográfico y expresa abrumadora ansiedad, que plasma en una estampa de tipo emblemático.

Como en algunos apólogos orientales, se llega al meollo del cuento (segunda parte, libro III, cap. 831) y a través de una doble envoltura narrativa. Conversando con Guzmán, el cómitre de la galera se asombra de que otro galeote que tiene a su servicio parezca cada día más extenuado, a pesar del buen trato que recibe. Por vía de respuesta el pícaro refiere dos anécdotas. La primera, muy breve, cuenta cómo se desmejora un cristiano nuevo -en este caso más bien está implícito el origen hebreo- por el simple hecho de tener por vecino a un inquisidor. La segunda, que se emplaza en la Granada mora, evoca un ambiente de intrigas cortesanas. Un buen ministro, el alcaide Buferiz, es sometido a prueba por el rey, quien le da un encargo que parece imposible de cumplir. Consiste en hacer que un cordero enflaquezca, dentro de cierto plazo, sin disminuirle la ración ni maltratarle. El sagaz moro halla un medio de cumplir la orden que consiste en encerrar al manso animal en una jaula próxima a la de un lobo hambriento, con lo cual consigue que el temor de ser devorado le haga perder peso, y se quede en los huesos, aunque la comida no le ha faltado. El valor expresionista del cuadro que forman los animales enjaulados fue comentado por Américo Castro32, quien destacó el pasaje como uno de los más reveladores de la angustia de la época dentro del atormentado relato del pícaro.

A lo largo de su ajetreada existencia, Guzmán entra en contacto con venteros, cocineros, esportilleros -los pícaros por excelencia- y otros hombres y mujeres que se ganan la vida con oficios que en el siglo XVI eran desempeñados con gran frecuencia por moriscos33. El autor no identifica, sin embargo, como tales a los personajes, casi siempre repulsivos, que en la obra se dedican a estos menesteres, o al menos no lo hace con signos que hoy sean fácilmente discernibles. En cuanto a las comunidades campesinas de nuevos convertidos, brillan por su ausencia en el vasto panorama social que abarca Mateo Alemán. Dado su origen hebreo y las aspiraciones que abrigaba de pasar a Indias, es natural que no quisiera entrar de lleno en materia tan candente como podía serlo un juicio valorativo de los moriscos cuando ya se hablaba de su expulsión. Implica, sin embargo, cierta reserva respecto al proyectado destierro el hecho de que, al pintar la vida española de las clases artesanas, no trazase, excepto al referirse a las esclavas, una línea divisoria que aislase el sector de la población que era de ascendencia mora. ¿Acaso no se manifiesta en este ignorar divisiones un modo de sentir que puede relacionarse con la alabanza del noble moro implícita en la «Historia de Ozmín y Daraja», cuyos idealizados protagonistas al fin se integran en la Granada parcialmente cristianizada de los Reyes Católicos? Una profunda comprensión de la angustia de los moriscos que cien años más tarde se hallan en vísperas de su definitiva diáspora, subyace a mi entender, tanto en la idealización de la dama cautiva y el amante disfrazado, que presenta la novelita, como en los trazos veristas que retratan a las esclavas sevillanas, e incluso en el esbozo de la tortuosa biografía del forzado Soto.




ArribaAbajoLa pícara Justina

Los trabajos de Marcel Bataillon sobre La pícara Justina34, además de corroborar la atribución de la obra a Francisco López de Úbeda, desvelaron curiosos enigmas de esta sátira jocosa, inspirada por la actualidad del día. Una de las cadenas de alusiones descifradas refiere al populoso barrio madrileño de San Andrés, donde habitaban tenderos y artesanos moriscos, entremezclados con el resto de la población. El autor, que dio a su obra el carácter de un múltiple acertijo, sitúa literalmente la acción del libro III, titulado «La pícara pleytista», en una ciudad que llama Rioseco, donde habita «el Almirante, mi señor». La deducción inevitable en una primera lectura es que se trata de Medina de Rioseco, villa ducal de los Almirantes de Castilla. Sin embargo, teniendo en cuenta ciertos detalles topográficos, así como la mención de una Audiencia y el ambiente claramente urbano en que se desarrolla el episodio, Marcel Bataillon llegó a otra conjetura, que para los contemporáneos de López de Úbeda debía resultar menos arcana y muy divertida. La población adonde va Justina para entablar litigio contra sus hermanos es Madrid, y allí se instala en la antigua morería, alojándose en casa de una vieja hilandera morisca, que le enseña su oficio. También se ocupa la pícara de traerle la lana de las tiendas de los cardadores y de devolvérsela a ellos ya hilada, tráfico que le resulta lucrativo, pues se las arregla para hacer trampas, por un lado a los tenderos y por otro a las «tres Parcas», como en su fuero interno llama al trío formado por su maestra y las compañeras de ésta.

A la muerte de la anciana, Justina se hace pasar por nieta suya y logra apoderarse de su herencia. Para ello compra el silencio de algunos moriscos que debían dinero a la hilandera, cancelando sus deudas y explotando al mismo tiempo el miedo que tienen a una denuncia. A excepción de estos casos, el origen musulmán de las personas con quienes se relaciona la pícara en este episodio queda sugerido de manera indirecta. La muchacha desprecia a los barbudos y «agaleotados» cardadores que la requiebran cuando va a comprar el género. Le da asco el olor que impregna esas callejuelas, donde el aceite se utiliza para cardar lana y otros menesteres. Tal repugnancia ha de entenderse en más de un sentido, ya que era frecuente entre quienes vituperaban a los moriscos el compararlos con una mancha oleosa, cada vez más difundida. Con este lugar común se hacía alusión, tanto al aceite consumido en el régimen alimenticio de quienes se abstenían de comer tocino y otras grasas como al que se empleaba en los oficios manuales practicados por los nuevos convertidos.

Aunque el relato de la pícara no abunda en trazos costumbristas, Justina cuenta que durante este episodio iba vestida «con sola vna sayita parda y certa, vna mantillina blanca, mi çapato mocil, en fin, a lo hilandero»35. Este sencillo arreglo, que pudiera ser el de cualquier muchacha artesana, tiene poco en común con el atuendo femenino, tan característico de la cultura musulmana, del que a mediados del siglo XVI no querían desprenderse las granadinas de clase humilde36. Recuerda, en cambio, los escandalizados comentarios de Aznar Cardona respecto al limpio y airoso traje que llevaba la campesina morisca de Aragón37. Hay que observar también que si a Justina le bastó con asumir ese modo de vestir para moverse en un ambiente de nuevos convertidos modestos, no es posible que éstos constituyesen una comunidad muy cerrada, aunque, como observa la pícara, tuviesen aversión a casarse con cristianas viejas, calificativo que por cierto no le cuadraba a ella38.

Con la semblanza de la hilandera se muestra un caso bastante característico de disimulación, ya que lleva a la práctica algunos de los consejos que, según revelan fuentes históricas, daban a sus fíeles los secretos alfaquíes39. La vieja hace mal, adrede, la señal de la cruz; si no puede evitar ir a misa, se dedica a toser en la iglesia, y al oír pasar el Viático se encierra en su casa. Cuando reza como cristiana, lo hace disparatando, en el castellano defectuoso que otros textos literarios atribuyen al morisco40. En sus labios se ponen equívocos chocantes e irreverentes, más a pesar de todo ello si se le hacen preguntas sobre materia religiosa trata de demostrar que conoce el catecismo. Justina se asombra de la cantidad de agua que la anciana gasta en lavatorios y cocimientos, lo cual denota que guarda el precepto coránico de las abluciones y también que practica la brujería. La nota macabra no falta entre las alusiones que hace la pícara a estas actividades clandestinas de la maestra hilandera, pero la figura que emerge de sus comentarios, es más vulgar que siniestra. Esta musulmana ignorante y devota sabe algo de ensalmos, pero su medio de vida es un oficio legítimo. Aunque haya sido avariciosa y sagaz para guardar sus ahorros, no puede evitar que a su muerte caigan en manos de una discípula que sólo desprecio siente por la cultura y religión de los moros.

Como indicó Bataillon, a fin de cuentas los moriscos son víctimas de la rapacidad de la pícara. Dentro del juego irónico de este extraño libro, su autor consigue que las burlas que les hace una heroína de tan turbios antecedentes, recaben la simpatía del lector hacia esa población laboriosa que se apiña en la antigua morería madrileña.




ArribaAbajoEl Buscón, de Quevedo

Al considerar la novela picaresca de Francisco de Quevedo en relación con nuestro tema, hay que observar que el elemento morisco que veteaba los medios pobretones en que se sitúa la vida del protagonista está representado, en primer lugar, por el ventero de Viveros, calificado de «morisco y ladrón» (libro I, cap. 4), e inmediatamente después por el matrimonio en cuya casa se hospeda durante su estancia en Alcalá de Henares don Diego, acompañado por Pablos y otros criados (libro I, caps. 5-6). Pero ni la crueldad del marido -quien se ríe del protagonista cuando ha sido sometido a la ignominia de las novatadas, y ante una aguda réplica alusiva a sus supuestos sentimientos anticristianos, le golpea brutalmente- ni la simpleza de la mujer o su gusto por la sisa y la trampa son rasgos excepcionales entre esa humanidad degradada que rodea al joven pícaro, dentro de la distorsión grotesca de la realidad que el autor practica. Aquí no se perfila, ni siquiera para ridiculizarla, una típica familia morisca. A lo sumo se subraya la calidad de cristiana nueva del ama con la broma a propósito del término «pío» que le gasta Pablos, explotando el pánico que el Santo Oficio infunde a esta rezadora ignorante, cuya hipocresía queda señalada, pues se le atribuyen incluso prácticas celestinescas, pero sin dar indicios de que se trate de una criptomusulmana.

Al nivel inferior de la sociedad, donde con tanta frecuencia el morisco se confundía con el esclavo o su próximo descendiente, corresponden varios crudos aguafuertes de la Vida del Buscón que abundan en trazos de valor expresionista. Ahí se insertan grotescas caricaturas del tipo del soldado, bien se trate de un bravo o de un corchete, en que el aspecto de mulato es alguna vez nota caracterizadora41.

Pablos lleva a cuestas, como Guzmán de Alfarache, el peso de una ascendencia desfavorable. Los apellidos del padre denotan origen judío, aunque su oficio sea el de barbero, más frecuentemente ejercido por moriscos. En cuanto a la madre, ya ha vestido sambenito, para vergüenza del niño, por delitos de hechicería, y con el tiempo estas prácticas la llevarán a una muerte ignominiosa. Tales circunstancias e incluso el nombre de Aldonza, que es el mismo de la Lozana andaluza, la aproximan al tipo literario de la vieja morisca con ribetes de bruja, pero en éste como en otros muchos casos a Quevedo le interesa menos precisar el linaje de sus deshumanizadas criaturas que burlarse de ellas, tachándolas de cristianos nuevos. Así queda también indeterminada la ascendencia de los hidalgos ramplones, que dan pie a la crítica de la vanidad genealógica en sujeto mezquino42. Uno de los pasajes cómicos inspirados por esta actitud sarcástica presenta una discusión, que escucha el pícaro cuando está preso en Madrid, entre el carcelero y su mujer (libro III, cap. 4). El marido cuenta a ésta, quien se hace llamar doña Ana Moráez, que se ha peleado con un compañero porque la tachó de no limpia. Los términos en que ella protesta parecen indicar que no ha entendido la alusión hecha al linaje, pero cuando el marido se la explica pone de nuevo el grito en el cielo, diciendo que el murmurador no la podrá llamar judía y que él mismo «de cuatro cuartos que tiene, los dos son de villano, y los otros ocho maravedís, de hebreo»43. Ni la más mínima alusión hace la mujer al origen moro, tan claramente indicado por su apellido, que suena a contracción del nombre del famoso corsario Morato Arráez, Cínicamente interviene Pablos en la conversación, afirmando que él mismo está emparentado con Juan de Madrid, padre de la Moráez, y posee una ejecutoria en que consta la nobleza de tal familia. La viñeta resulta graciosa, pero realmente no remite a un hogar de convertidos de moros, puesto que el nombre del marido, Blandones de San Pedro, más bien lo caracteriza como judío. Hemos de concluir, pues, que la picaresca de Quevedo engloba en su vilipendio a todos los cristianos nuevos, pero dada la caracterización poco específica de sus personajes de origen moro, no debe verse en tales esbozos la expresión de una postura definida frente al problema morisco.




ArribaAbajoLa ingeniosa Elena, de Salas Barbadillo

En los linderos del género picaresco ha de situarse La ingeniosa Elena, del prolífico escritor Alonso Jerónimo de Salas Barbadillo44. Con el título La hija de la Celestina, apareció en 1612 la primera edición de esta novela relativamente breve, donde se refieren trapisondas y delitos que no pocas veces inciden en el terreno de la violencia. El calificativo de «pícara» conviene a la protagonista más por su picardía que por concurrir en ella las características del tipo de personaje que define el género, ya que casi siempre mantiene el control de la situación, dominando a cuantos la rodean. Mujer de alegre talante y de gran belleza, ejerce con facilidad un atractivo poderoso, que explota fríamente. Aunque lleve una vida licenciosa, la crónica de sus andanzas no es tanto la de una cortesana como la de una profesional del robo y de la estafa. Al final asesina al rufián que ha sido con más frecuencia su cómplice y amante, y muere condenada por este crimen.

Tampoco se atiene el libro a las normas novelísticas de la picaresca. El ejemplar desenlace, que se produce de modo algo abrupto, tiene el valor de un escarmiento, pero constituye casi el único elemento moral de un libro cuya acción progresa sin que apenas interrumpan algunas breves reflexiones el hilo narrativo. El lector se halla inmerso desde el comienzo de la obra en una intriga ya en marcha, y la duración de la peripecia que constituye el primer plano de la acción queda considerablemente reducida en comparación con otras obras de este género. Los principales sucesos se narran en tercera persona, desde el punto de vista del autor omnisciente. Sin embargo, Salas Barbadillo no prescinde por completo de la narración de tipo autobiográfico, pues la introduce en el tercer capítulo para dar noticia, tanto de los antecedentes familiares de la protagonista, que en gran parte han motivado sus inclinaciones, como del transcurso de su niñez y adolescencia.

Por dicho relato, que es una confidencia hecha por la heroína a su cómplice, se entera el lector de que la endiablada buena moza es hija de una morisca de Granada, que había sido esclava y lo llevaba escrito en el rostro. Los padres de ésta «salieron a morir» de la cárcel de la Inquisición de Toledo, lo cual indica que el autor pensaba en los moriscos trasladados a Castilla después de la rebelión de 156845.

A diferencia de la hilandera que aparece en La pícara Justina, la madre de Elena no fue una musulmana devota, pero sí practicaba fingidamente la religión católica y sentía hacia todo lo cristiano un odio profundo, inculcado por sus mayores. Como solía ocurrir en la vida real, la morisca usa dos nombres, circunstancia que traduce la doble faz de su personalidad: «Llamábanla sus amos María, y aunque respondía a este nombre, el que sus padres la pusieron y ella escuchaba mejor fue Zara»46. La pequeña biografía puesta en boca de la hija culmina en el retrato de una Celestina típica, que además ha heredado de su madre el poder de conjurar demonios, lo cual la aproxima a la figura casi proverbial de la bruja morisca.

La pícara Elena describe también a su madre en dos fases anteriores de su vida. Durante la primera, muy brevemente reseñada pero menos sujeta a modelos literarios que las posteriores, Zara es aún esclava de una familia noble residente en Madrid, y una de sus obligaciones consiste en bajar a lavar la ropa al río Manzanares. Las palabras de la ingeniosa y cínica narradora evocan un cuadro de género animado y picante. La hija se imagina a Zara triunfando en el jolgorio de lavanderas y lacayos, y retozando por el soto con los esclavos que cargaban las sillas de manos. Por no desdecir de su tradición familiar, elegía entre éstos sus amantes, ya que la mayoría eran originarios de Túnez, Argel u Orán, donde la morisca tenía parientes.

La conducta de la esclava no parece haber preocupado a sus amos, pues le confían la crianza de un hijo algo enclenque. Zara saca adelante la criatura y en agradecimiento se le concede la libertad. Ello no ocasiona, de momento, un cambio fundamental en su modo de vida, pues sigue ejerciendo por su cuenta el mismo oficio de lavandera. Por entonces se casa con un gallego pobre y borracho, otro tipo literario que se explota en la novela hasta el límite del ridículo47. De esta unión nace la bella e ingeniosa Elena. Poco después la morisca, que no lleva vida menos alegre de casada que cuando era esclava, decide ampliar el campo de sus actividades practicando los conjuros que aprendió de su madre.

Para completar, a partir de entonces, la semblanza de la bruja, el autor no hace sino desplegar el catálogo de actividades celestinescas48, incluyendo la explotación de su hija, cuando ya es mozuela. Hasta en el detalle de que al final la maten por robarla puede verse el recuerdo del personaje de Fernando de Rojas, si bien aquí los asesinos son salteadores profesionales. Es evidente que pesaban sobre Salas al redactar estas páginas varias tradiciones literarias: por un lado, la figura de la bruja morisca, fundida con la de la vieja tercera; por otro lado, el procedimiento propio de la picaresca de atribuir toda suerte de acciones vituperables a los padres del protagonista. En todo caso, la figura de la morisca Zara, que se inicia tan gallarda, desemboca en una caricatura exagerada y tópica. A pesar de ello, alguna verdad encierra la trayectoria de esa alegre criatura, cuyas raíces fueron segadas sin que le quedase otro principio heredado que el de negar los valores de la sociedad en que se mueve. A medida que se hunden en la abyección y antes de hallar la muerte violenta que sus delitos merecen, la esclava granadina y después su hija gozan de la vida, prosperan y se jactan de sus mal logrados triunfos. Esto ocurre en un libro, que fue seguramente escrito sin más intención que la de entretener, pero que, sin embargo, captó algunas realidades bien observadas. Una de ellas es el carácter de esta morisca49 que se parece, en el cinismo, el atractivo y la capacidad de dominio, a las esclavillas sevillanas de Mateo Alemán. Seguramente, más que de una influencia literaria, se trata en este caso de una coincidencia entre dos escritores que perciben el modo como se desarrollaba la personalidad de ciertas mujeres moriscas, reducidas a servidumbre50.




ArribaAbajoVicente Espinel

La reticencia que se observa en Mateo Alemán al presentar medios sociales en que pudiera esperarse la aparición de personajes moriscos se manifiesta también en la obra de Vicente Espinel51. Miembro de la misma generación que Cervantes y el autor de Guzmán de Alfarache, no sólo nació como este último en Andalucía, sino que su tierra natal formaba parte del reino de Granada. El narrador-protagonista de la Vida del Escudero Marcos de Obregón tiene tantas circunstancias y características personales en común con su creador que durante mucho tiempo se dio al libro el valor de una auténtica autobiografía52. El personaje, como el escritor, nació en Ronda, donde transcurrieron felices los años de su niñez. Después de cursar estudios en Salamanca, vivió algún tiempo en Sevilla y allí estuvo relacionado con elementos indeseables. Ello le acarreó disgustos cuando volvió a vivir en Ronda, después de ordenarse sacerdote, pero no fue obstáculo para que más adelante hallase en Madrid un destino digno -el de Maestro de la Capilla del Obispo- y gozase de alto prestigio entre los ingenios cortesanos que veían en él un escritor de mérito, un hombre de amena conversación, y sobre todo un músico sin rival en el tañer de la guitarra, que había elevado este instrumento popular a categoría de arte.

En la primera de las tres «relaciones» de que consta Marcos de Obregón se inserta (Descansos 2-5) un episodio que refleja, con fidelidad excepcional en la época, la vida diaria en un hogar madrileño de la clase media. Hombre ya talludo, el escudero sirve como acompañante de respeto a la esposa de un médico joven, que sabe de esgrima más que de recetas. Viven en el barrio de la morería vieja, cerca de la iglesia de San Andrés, y al anochecer los visita un barberillo a quien Marcos da lecciones de guitarra. Los personajes que intervienen en este episodio tienen ocupaciones que eran frecuentes entre los descendientes de los moros53, y de hecho la población artesana madrileña, cuyo pintoresco ajetreo Espinel supo captar, comprendía en el tiempo de la acción un porcentaje de moriscos que era particularmente denso en el barrio donde se ubica, el mismo en que la pícara Justina convive con pelaires e hilanderas. Sin embargo, la intriga no requiere que se especifique la ascendencia de los personajes, y el autor no lo hace.

En una etapa anterior de la vida del escudero, que se narra posteriormente (Relación Segunda, Descanso 2-6), Marcos pasa una larga temporada en Sevilla, moviéndose entre «una especie de gentes que ni parecen cristianos, ni moros, ni gentiles, sino su religión es adorar en la diosa Valentía»54) Dentro de la ambigüedad que Espinel cultiva, esta broma señala el origen heterogéneo de la población que habitaba los distritos más pobres de la ciudad, pero ahí se detienen las sugerencias. Marcos se enfrenta unas veces con bravos y otras con corchetes, no muy distintos de los delincuentes a quienes persiguen. En contraste con el cuadro del hampa que cierra la vida del Buscón de Quevedo, el autor del Marcos de Obregón, guiado quizás por el ejemplo de Cervantes, llena el fondo de las escenas protagonizadas por valentones con gentes del pueblo artesano, quienes ven con simpatía las burlas que hace a más de un matón el ingenioso protagonista, quien aún viste ropa de estudiante. Parece como si a los ojos de un hidalgo joven en busca de empleo el sector de la población que se ganaba la vida con oficios manuales aparecía como un grupo homogéneo, aunque de hecho en Sevilla comprendía un elemento morisco de consideración55) La ausencia de todo trazo que identifique a tal grupo en Marcos de Obregón puede tenerse en cuenta, ya que coincide con el silencio observado por el autor respecto a Madrid y el que también guarda cuando trata de la comarca serrana, esencialmente morisca, que fue su cuna.

La naturaleza de la región de Ronda y las proximidades de Málaga vive en el recuerdo de Espinel anciano cuando redacta las memorias del escudero, y en ellas inserta viñetas en que cobra vida la fauna de la región, así como esbozos de paisaje, llenos de vigor y frescura, que son algo nuevo en el arte de novelar. También tiene en cuenta la arqueología de aquellos contornos y recuerda su historia y sus leyendas. Algunas de éstas se remontan a la época romana: otras se refieren al tiempo de la dominación árabe y hacen honor a los sufrimientos de los cristianos cautivos (Relación Primera, Descanso 20); no falta alguna de fecha reciente, como la del cabrero moro que deja sin agua un pueblo, desviando desde su nacimiento el curso del arroyo que lo riega (Relación Primera, Descanso 14). Es característico que Marcos no especifique cuándo ocurrió esta anécdota, aunque da el nombre del caballero de Ronda que se la contó, pero un historiador local que también la recoge atribuye el hecho a un bandolero morisco56.

Charlando con el médico y su mujer sobre supersticiones populares observa Marcos que hay quien ha creído ver un caballo sin cabeza y lleno de cadenas (Relación Primera, Descanso 5), pero no aclara que la figura de tal monstruo -el Descabezado- forma parte de la mitología popular de Granada57, cosa que difícilmente podía ignorar el escritor rondeño. También gana en interés si se recuerda el carácter mixto de los habitantes de Sierra Morena, la inserción de un cuentecillo sobre un cura y un sacristán de pueblo que cantan el «Aleluya» en una misa de réquiem (Relación Primera, Descanso 1358), ya que la finalidad satírica de la anécdota coincide con las frecuentes censuras sobre la falta de preparación del clero rural, que tenía a su cargo la catequesis de los nuevos convertidos.

A lo largo de su ajetreada existencia, Marcos de Obregón cae dos veces en manos de salteadores andaluces. Conociendo el gusto por la paradoja que Espinel comparte con muchos de sus contemporáneos, no puede extrañar que la aventura en que se identifica con una persona real al jefe de la banda -Roque Amador- y se dan ciertos datos sobre el lugar en que ésta actúa -La Sauceda de Málaga- resulte un pastiche de tópicos literarios (Tercera Relación, Descansos 18-25). En cambio, se mantienen nebulosos los detalles de un previo episodio -que comentaremos- mucho más verosímil como experiencia vivida por el narrador o alguien a quien éste conocía.

Antes de comentar estos percances de viaje conviene señalar el destacado lugar que ocupa en el libro la evocación, no el relato, de la leyenda de la Peña de los Enamorados59. El tema, que dio nombre a un encrespado cerro próximo a Archidona, se difundió considerablemente entre escritores cultos del siglo XVI y tiene una proyección curiosa en el «Prólogo al lector» de Marcos de Obregón. Como hacían tantos otros autores, y en particular los que escribían novelas picarescas, Espinel invita a buscar el sentido profundo de la obra amena que presenta. En apoyo de tal consejo, refiere un cuentecillo que encierra la alusión al tópico legendario. Yendo de camino, dos estudiantes hallaron una inscripción en letra gótica que contenía repetida la frase latina conditur unio y cada uno reaccionó de manera distinta. Uno de ellos siguió su camino, riéndose del tallador que se había tomado el inútil trabajo de grabar dos veces lo mismo en la piedra, pero el más avisado se detuvo, recordando el doble sentido de la palabra unio, que además de «unión» significa «perla de gran valor». Al quedarse solo levantó la losa, y encontró «la unión del amor de los dos enamorados de Antequera, y en el cuello de ella una perla más gruesa que una nuez, con un collar que le valió cuatro mil escudos». A renglón seguido reitera Espinel: «No hay en todo mi escudero hoja que no lleve objeto particular fuera de lo que suena»60. Aunque este aviso concierne primariamente a la enseñanza moral que el libro transmite, el pasaje tiene una resonancia secundaria interesante. Esta unión amorosa que se ensalza es la de un cristiano y la hija de un musulmán, dispuesta a la conversión, circunstancias que eran obvias para el lector contemporáneo, dada la difusión de que gozaba la historia trágica de los amantes que, al ser descubiertos en su huida, buscaron la muerte, despeñándose en estrecho abrazo. Aunque no trate de formular una tesis concreta, el uso que Espinel hace del tópico denota una actitud, nada excepcional entre las clases altas andaluzas, que era diametralmente opuesta a la obsesión por la pureza de linaje. Es evidente que el autor obedece a las preferencias estéticas de su tiempo al recurrir al tropo de la alusión para llevar a la obra la famosa leyenda, pero además el pasaje se mantiene dentro de esa tendencia a señalar y callar, que se discierne en la historia del escudero cuando el tema roza la dualidad cristiano-morisca del entorno en que Espinel nació y se crió.

El autor de Marcos de Obregón había cumplido los veinte años cuando estalló la rebelión de la Alpujarra, que fue seguida por la «saca» o traslado de los moriscos del reino de Granada. Aunque su ciudad natal no estuvo en poder de los alzados, sufrió las repercusiones de las cruentas luchas que a su alrededor se desarrollaban y la población se vio mermada por dicho destierro. Éste no se efectuó allí sin protestas airadas, que agravó el hecho de haber sido designada Ronda como lugar de pajo y de concentración para los moriscos procedentes de otras partes61. De nada de esto trata el libro, pero una transición algo abrupta en la materia novelesca, que ocurre al iniciarse un accidentado regreso del protagonista a su tierra natal, coincide cronológicamente con el período que sigue a la rebelión de 1568 y al subsiguiente destierro de los nuevos convertidos del reino de Granada. Esto puede afirmarse gracias a una velada referencia, que fue descifrada por don Samuel Gili Gaya62, al regreso de Fray Luis de León a Salamanca después de su proceso. La alusión permite fechar en la primavera de 1571 el viaje del escudero a Ronda (Descansos 13 a 20 de la Relación Primera) que marca un viraje en el relato autobiográfico. La temática de las memorias estudiantiles se abandona entonces a favor de la narración de viaje, salpicada de los característicos riesgos, encuentros y percances por ventas y caminos, que en este caso tienen muy concreta localización.

Dentro de este relato se emplaza un episodio en dos partes que quiebra la secuencia cronológica normal e introduce una ambigüedad de punto de vista, al ser reemplazado por un momento el narrador ficticio Marcos de Obregón, que está contando su vida a otro personaje, por «el autor de este libro». George Haley observa que al levantar el velo de la ficción Espinel subraya la importancia del fin del proceso de Fray Luis de León, aun sin nombrarlo63. Puede añadirse que también aísla la aventura que a continuación refiere, dándole la perspectiva de cosa vivida. El encuadre particular del episodio se ciñe aún más a la identidad del escritor que el resto de la relación, engarzándose con imperfecto ajuste en la trama configurada por los recuerdos del personaje Marcos. Este refiere la conversación que mantuvo con sus compañeros de camino durante aquel viaje ya lejano en el tiempo. Tratan de la cualidad del agradecimiento, y como ejemplo la voz del narrador-protagonista refiere lo que le acaeció al «autor». Las circunstancias coinciden con las del joven protagonista que habla, pero no podía haber vivido cuando todavía era estudiante una aventura que se desarrolla en dos fases separadas por más de veinte años. El primer núcleo presenta con morosidad muy propia del arte novelístico un encuentro con bandoleros, que tiene lugar una noche en que el joven se ve obligado a caminar solo por la sierra, al no habérsele permitido pernoctar en una venta porque no tiene dinero. Los cuatro hombres armados de ballestas que lo detienen dicen ser cazadores, pero en realidad viven de asaltar a los caminantes. Como en este caso no hay botín posible, propone uno de los bandidos matar al muchacho para evitar que los delate, pero otro más joven se opone y convence a sus compañeros de que esa noche lo alojen en su guarida, que está oculta entre riscos casi inaccesibles. Al día siguiente acompañará al viajero hasta el camino, sin pedirle más recompensa que su silencio. Tras este relato se inserta un parrafito de transición que resume verazmente la vida adulta de Espinel hasta que vuelve a Ronda, siendo ya sacerdote. Con toda precisión indica luego la voz del narrador, en que se funden autor y personaje, que veintidós o veintitrés años después del encuentro con los salteadores, lo llamaron para confesar a tres bandoleros presos, que iban a ser ajusticiados. Reconoce en uno de ellos al mozuelo que le salvó la vida e intercede por él, logrando que le sea conmutada en galeras la pena de muerte. Siguiendo el juego de perspectivas que desdobla la identidad del narrador, se pone en labios de los mercaderes con quienes viaja Marcos un comentario sobre la ejemplaridad de esta historia. Al mismo tiempo se recalca el carácter histórico de la anécdota dando el nombre del juez que cambia la sentencia.

Siguiendo la pista cronológica ya mencionada, la primera parte de la aventura debe situarse año y medio después de que el duque de Arcos dirigiese desde Ronda en el otoño de 1570 una batida encaminada a reducir unos 3.000 moriscos que se habían lanzado a la Serranía, al enterarse de que se les forzaría a abandonar el reino de Granada. Algunos evadieron la persecución y se dedicaron al bandidaje64. Esta situación se refleja en el relato de Espinel, quien revivió muchos recuerdos concretos de su tierra al escribir estas páginas. La sospecha de que retrata, sin identificarla, una banda de monfíes se refuerza con un detalle que da el narrador al explicar como operaban los pocos bandoleros que quedaban en el segundo momento, que hay que situar hacia 1595. Especifica que todos eran casados y que sus mujeres vendían buhonería, lo cual les permitía pasarles información sobre las viviendas en que se proponían robar. Tales circunstancias se daban con más frecuencia en el caso de los bandoleros moriscos, que en el de otros malhechores. También corresponde a la realidad histórica la presteza con que el juez aprovecha la ocasión de enviaje un condenado a galeras, ya que se hacía sentir la escasez de galeotes65. La aventura de los salteadores tiene lugar poco después de haberse referido la anécdota del cura ignorante y la del cabrero que desvía el arroyo. Siguen otras estampas de la vida de la comarca. Marcos de Obregón recuerda a los madereros de la Sierra del Segura ofreciendo al marqués del Carpió en el pueblo de este nombre el espectáculo de una fiesta de gansos (Relación Primera, Descanso 15). En la vida real la mayoría de estos trabajadores trashumantes de la región murciana eran descendientes de mudéjares66. La fiesta de tipo primitivo en que lucen su valor y destreza descrita por Espinel tiene un epílogo trágico, pues muere un muchacho cuyo padre, que se hallaba presente, le había pedido que no participase en el peligroso juego. El escudero queda impresionado por el dolor y la inútil premonición del buen viejo, que no logró frenar el ardor de su hijo. Dado que el escritor rondeño hubo de conocer a los moriscos de su villa natal y entre ellos no podían faltar los que se esforzaban por templar exaltaciones que sólo habían de agravar su situación, ¿no utilizaría el cruento deporte como imagen de la feroz contienda, que en el tiempo de la acción novelesca había alcanzado un desenlace desastroso para los nuevos convertidos del reino de Granada, esquivando así el autor la mención directa de una realidad conflictiva, pero guardando su amargo sabor?

El viaje de Salamanca a Ronda se prolonga hasta Málaga, y lo único que allí hace el escudero, además de extasiarse ante el paisaje y la belleza de la catedral, es consolar a un prebendado amigo suyo, que se siente lastimado «porque sin razón le ofendían las ausencias hombres que por ningún camino podían correr parejas con él»67 (Relación Primera, Descanso 17). Esta frase pudiera preludiar las quejas, mucho más explícitas, que en otra parte del libro pondrá Espinel en labios de un morisco valenciano. El lector no se entera de cuáles son los rumores que menoscaban el buen nombre del eclesiástico malagueño, pero los capítulos siguientes están dedicados a fustigar el vicio de hablar sin ton ni son, y también a ridiculizar el orgullo de quienes presumen de ascendencia montañesa, citándose la alabanza del silencio que hizo el humanista Pedro de Valencia68. El que se mencione a uno de los más insignes defensores que tuvieron los moriscos69, después de haber lidiado el narrador con el fantasma de la limpieza de sangre, no obedece, probablemente a una mera casualidad, sino que revela unas asociaciones mentales que calan hasta una zona de conflictividad que Espinel llevaba dentro, como español del reino de Granada y como hombre de la última generación que allí convivió con las comunidades moriscas.

Por último, merece atención el encuentro del escudero, al volver de Málaga a Ronda, con una «transmigración de gitanos», que es descrita con cierto detalle (Relación Primera, Descanso 20). Salvo el aire regocijado que tiene el cuadro, los rasgos con que se presenta el grupo trashumante de hombres, mujeres y chiquillos podrían igualmente aplicarse a la descripción de un éxodo infinitamente más importante que por entonces tiene lugar: el del traslado a Castilla de los moriscos del reino de Granada. Recordada desde la perspectiva de 1615, aproximadamente, en que Espinel escribe, aquella «saca» ya debía aparecer como el comienzo del proceso que terminaría con su destierro de toda la Península. El temor que siente el viajero pensando en los crímenes que por entonces cometen cristianos y moriscos refuerza la hipótesis de que nos hallamos ante una última evocación, en cifra, de estos últimos. También la apoya el empleo del término «transmigración» y, sobre todo, el comentario de que aquel espectáculo trajo a la mente de Marcos la salida de Egipto del pueblo de Israel, lo cual inevitablemente recuerda al lector la diáspora de los hebreos y moros españoles70. Pienso que Espinel ha establecido una cadena alusiva que enlaza a los gitanos trashumantes con los moriscos desplazados, a través de la referencia explícita al éxodo bíblico de los judíos.

El hecho evocado es aquél en que don Diego Hurtado de Mendoza y Ginés Pérez de Hita ponen punto final a sus respectivas historias de la guerra de la Alpujarra señalando la desolación que no sólo la guerra sino el castigo de destierro ocasionó. El primero de estos escritores, como gran señor que era, y el segundo por tratarse de un hombre del pueblo integrado en la cultura mudéjar, expresan sin inhibiciones el dolor que tal situación les causa71. Sospecho que a Espinel no le afectó en menor medida, y no es difícil hallar posibles causas a su silencio, empezando por la cautela que practica y predica en su obra. Al fin y al cabo, la dedica a su protector el cardenal de Toledo, que es tío del valido de Felipe III -el duque de Lerma- que llevó a sus más extremas consecuencias la intolerancia frente a los nuevos convertidos. Cabe que, aun siendo el escritor, como él indica, biznieto de conquistadores, no lo fuese por los cuatro costados. En todo caso, sus raíces se hunden en una sociedad de viejos y nuevos cristianos en la que, al nivel de la clase hidalga a que pertenecía, eran comunes los matrimonios mixtos. Por otra parte, su perfil cultural muestra muy acusados el interés por la medicina y la dedicación a la música. Ambas aficiones le llevarían a buscar la amistad, tanto de quienes conservaban el saber científico de los musulmanes, como de los músicos moriscos. Hombre de tacto y sociabilidad proverbiales, y de criterios que anuncian el mundo moderno, el autor de Marcos de Obregón tuvo inevitablemente que establecer lazos de amistad con familias andaluzas de origen moro a quienes las capitulaciones firmadas por los Reyes Católicos garantizaban privilegios de hidalguía que luego fueron abolidos72. El recuerdo de semejantes conflictos tan graves y divisorios, no empaña la serenidad de su libro, cuando borda cuentecillos y reflexiones morales sobre el cañamazo de sus recuerdos, pero ejerce un curioso control sobre la selección temática. Sin referencia explícita alguna, la presencia del pueblo morisco, oculta bajo distintos camuflajes, está latente en la Andalucía recreada en la autobiografía del escudero.

Sin referirse a las conmociones que agitaron su tierra natal, rompe al fin Vicente Espinel su silencio en torno a la cuestión morisca. En los Descansos 8 a 13 de la Relación Segunda, Marcos de Obregón refiere un episodio de cautiverio que le ha acaecido a él mismo, pero que constituye una unidad relativamente independiente dentro de la obra. A todas luces está inspirado por la historia del capitán cautivo Ruy Pérez de Viedma y la bella Zoraida, personajes inolvidables para todo lector del Quijote, a quienes el destino hace coincidir en una venta de la Mancha con otras parejas de enamorados agrupados en torno a don Quijote y Sancho. El autor de Marcos de Obregón traslada el tema a la forma novelística, propia de la picaresca, de narración autobiográfica salpicada de reflexiones morales o cuentecillos. Estos motivos secundarios proceden de fuentes muy diversas y han sido seleccionados de tal manera que crean un ambiente en el cual apunta ya el exotismo de inspiración literaria que se desarrollará en épocas posteriores. Tienen, por ejemplo, un cierto sabor a cuento oriental la curación de la melancolía mediante palabras que los testigos creen mágicas, o el ardid de soltar un tordo enseñado a cantar una frase en que se delata la venalidad de un ministro, con objeto de que llegue a oídos del rey. Las referencias a la fisonomía de la ciudad y a las costumbres de sus habitantes derivan de Cervantes o de textos descriptivos, excepto cuando Espinel trasvasa al mundo islámico contemporáneo rasgos de la estilizada Granada nazarí que pintan las novelas y los romances moriscos. Así, cuando presencia el espectáculo, tan familiar en su tiempo a los españoles, de una fiesta de toros y cañas, el cautivo recuerda con nostalgia que en la corte de Felipe III se practican estos juegos ecuestres -herencia de la Andalucía árabe- con mayor bizarría y riqueza que en Argel. Menciona como diestro ejecutante, entre otros españoles de alto rango, al propio monarca que ya ha decretado la expulsión de los moriscos cuando el libro se escribe.

Respecto a la intriga novelesca, Espinel toma de Cervantes elementos tan importantes como son la localización del episodio en Argel, la fortaleza moral que distingue al cautivo y el prestigio de que goza, los sentimientos de admiración y amor que inspira a una bella musulmana, ya previamente inclinada a hacerse cristiana y, por último, el cumplimiento de este propósito cuando en fecha posterior la joven huye a España. Son, sin embargo, notables las diferencias temáticas y las que afectan a la caracterización de los personajes. Hija del corsario que apresa a Marcos, la muchacha argelina de Marcos de Obregón aparece como figura más frágil y juvenil que la Zoraida del Quijote. El narrador protagonista, a quien su amo encarga de la educación de la joven y de otro hijo menor, es ya un hombre muy entrado en años, y ni por su profesión ni por las virtudes que se le atribuyen, tiende a lo heroico. Más bien corresponde a un modelo humano característico de la sociedad burguesa, ya que en él la honradez y la fidelidad religiosa se compaginan con la actitud acomodaticia de procurar sacar el mejor partido de las circunstancias. La superioridad que todos le reconocen, está basada en su conocimiento del corazón humano. Cuando obtiene la libertad como recompensa a los consejos sensatos e ingeniosos que ha dado a su amo, el premio implica un sacrificio que el cautivo realiza en aras de la fe, ya que su vida en Argel es más cómoda que la que dejó atrás y además ha de separarse de la joven que le ama y a quien él profesa un tibio pero sincero amor. En un desenlace diferido lleno de ternura (Relación Tercera, Descanso 16), el viejo escudero se encuentra en Málaga con sus discípulos, que están presos por haber sido capturados cuando se dirigían a España con intención de pedir el bautismo. Gracias a que Obregón avala sus declaraciones, se les concede la libertad y la posesión de sus joyas. Después de esto, se encaminan los hermanos hacia Valencia, donde aún viven parientes de su padre, aquel corsario a quien el hijo describe como «un español que del reino de Valencia se pasó a Argel»73. Marcos añade que allí acabaron sus vidas con grande ejemplo de virtud cristiana, conclusión un poco forzada en cuanto al tiempo de la acción novelesca y por lo mismo reveladora del interés que tiene el autor por dejar bien sellado el halo de santidad de estos novísimos convertidos. Son los últimos vástagos de una de esas influyentes familias valencianas de origen musulmán, y la historia de su regreso a España, amparados en la virtud de la «libertad cristiana» que les comunicó su maestro, es hondamente patética y significativa. Representa un triunfo y un fracaso de la España de los Austrias que no supo conservar al hombre ambicioso y competente en empresas terrenales que era el padre de estos jóvenes y en cambio recupera en este caso a los hijos, volcados hacia el vuelo místico. Al forjar esta situación intuyó Espinel un rasgo profundamente revelador de la coyuntura histórica que le tocó vivir.

La figura del morisco valenciano que se pasa a los turcos y llega a ser un corsario de cuenta no se atiene a modelos literarios, aunque algo tenga en común con el renegado Mahamut de la novela ejemplar de Cervantes El amante liberal. Tampoco se ha trazado el carácter con técnica realista, pues este personaje, que descuella sobre todos los demás en el episodio, es el único que se aproxima a la calidad de lo heroico. Señorío, humanidad y eficacia caracterizan su actuación, desde el momento en que captura a Marcos y a sus compañeros hasta que hace una arriesgada incursión hacia la costa occidental de Italia, a fin de reintegrar al cautivo, que le ha servido bien, a tierra de cristianos. En los largos coloquios que sostienen amo y esclavo, el sagaz y valiente renegado expresa algunas opiniones sorprendentes en quien se halla involucrado hasta un punto de imposible retorno en la lucha contra los cristianos. Lejos de haber sido, como tantos moriscos, un criptomusulmán en su tierra natal, es en Argel donde el corsario practica sólo exteriormente la religión oficial, pues confiesa que en su fuero interno cree que la verdadera fe es la católica. Desconfía, además, de la palabra de los turcos y estima que la cortesía y la educación españolas están por encima de las que a su alrededor se practican. Por eso pone en manos de Marcos la educación de sus hijos, satisfecho en el fondo de que les inculque ideas cristianas, aunque sin prever que repetirán en sentido inverso su proceso de expatriación. El hidalgo valenciano está, con todo, muy lejos de ser un mártir en potencia, como otros personajes literarios cuya situación se parece externamente a la suya. Espinel ha retratado un hombre de empresa para quien la dimensión religiosa es algo secundario, aunque dice que todos los renegados y renegadas de Argel suspiran por reintegrarse a la fe cristiana y a su patria74. ¿Cuál fue entonces el móvil que le hizo adoptar en su vida una postura tan contradictoria? Pura y simplemente, el menoscabo de la honra que en España lleva anejo en su tiempo la condición de cristiano nuevo. Confiesa que éste fue su oculto torcedor y añade que lo mismo sentían otros muchos hidalgos de su tierra75 y del reino de Granada. Marcos de Obregón escucha comprensivo, aunque hace una tibia defensa de los estatutos de limpieza de sangre, y señala un camino que era casi el único abierto al morisco, el de la perfección espiritual76. En último término, éste será el rumbo que den a sus vidas los hijos del renegado. Vicente Espinel, quien gusta de combinar con la ficción lo que hoy llamaríamos reportaje, atribuyó al narrador-protagonista en esta parte de su obra un tipo de aventura que fue experiencia real para muchos contemporáneos suyos, entre ellos Miguel de Cervantes. Elabora la intriga según el modelo que éste le ofrece con la historia de Zoraida y el capitán cautivo, pero da una caracterización diferente a los personajes. Fingiendo que el escudero escucha durante su estancia forzada en Argel las quejas de los hidalgos de origen moro que en realidad su creador oyó en suelo español, Espinel presenta entonces sin antifaz, en un retrato rebosante de humanidad, al morisco cuya identidad ha escamoteado al tratar de su propia tierra andaluza. No en vano surgió la creación de este escritor cuando el arte y la literatura tendían a expresar ideas por insinuación o traslación temática, pues la figura, tan positivamente caracterizada, del renegado valenciano nos da la clave de lo que el autor pensaba sobre cierto aspecto de la cuestión morisca. Como Cervantes y como Lope de Vega en su vejez -cuando medita sobre lo que pudo ser la expulsión para un español descendiente de los Abencerrajes y compone su novela corta El desdichado por la honra77-, el autor de Marcos de Obregón era consciente de que, ni en la Península ni en los países islámicos hubo verdadera opción que permitiese la supervivencia de una nueva mentalidad, surgida entre ciertos españoles de origen musulmán que estimaban las dos vertientes de su patrimonio cultural.




ArribaAbajoAlcalá Yáñez, El donado hablador

El doctor Jerónimo de Alcalá y Yáñez, quien publicó en 1524 y 1526 las dos partes de Alonso, mozo de muchos amos78, había nacido en Murcia de una familia de médicos, muy vinculada a la casa del marqués de los Vélez79, en cuyos dominios habitaron, durante la niñez del autor, numerosas familias moriscas. El protagonista de su obra -más conocida por el título El donado hablador- se asemeja a Marcos de Obregón en que nada desfavorable cuenta respecto a su ascendencia. Tampoco presenta su personalidad lacras morales, ya que el defecto que le impide echar raíces en ninguna parte es una incontrolable propensión a hablar y abrumar con sus bien intencionados consejos a cuántos conoce. La obra tiene forma dialogada, pues Alonso relata su vida a un grave personaje, cuya intervención, algo parecida a la del perro Cipión en el Coloquio cervantino, se limita a preguntar y comentar los episodios narrados. De la forma de novela picaresca representada por las obras de Mateo Alemán y Vicente Espinel, conserva Alcalá Yáñez el amplio espectro geográfico y social de las andanzas del protagonista, así como la prolijidad de los excursos moralizantes, en los cuales se intercalan a su vez unidades narrativas menores.

El donado hablador es andaluz y recorre casi toda la Península. Caminos trillados por él son los de La Mancha, que atraviesa para ir de Toledo a Murcia, y la comarca valenciana, tierras ambas en gran parte habitadas por nuevos convertidos durante la época de la juventud del narrador-protagonista. En el período que abarca la acción novelesca se produce el hecho histórico de los decretos de expulsión, a que Alonso alude más de una vez con los elogios que eran de rigor (Primera Parte, cap. 4, Segunda Parte, caps. 1 y 9). Coincide Alcalá con Cervantes (Don Quijote, Primera Parte, cap. 4) en señalar la intensa coloración morisca del opulento comercio toledano a principios del siglo XVII. Refiere, como los apologistas del destierro, pero sin acrimonia, algunas anécdotas que ponen de manifiesto la persistencia con que en el campo y en barrios pobres urbanos los descendientes de los moros se mantenían aferrados a sus viejos hábitos y creencias. Aquel «morisquillo» de Toledo, que está jugando en un cigarral con otros chicuelos y cuando Alonso le pregunta su nombre responde inocentemente que se llama Hamete en casa y Juanillo en la calle, no puede recordarse sin cierta ternura (Segunda Parte, cap. 580). Se cuenta en otra ocasión que un cura se lamentaba en un pueblo próximo a Valencia de que su prédica les entraba a los moriscos por un oído y les salía por otro, a lo que respondió socarronamente un campesino viejo «Antes, genior, ni entra ni sale» (Segunda Parte, cap. 1). Con este golpe de sinceridad, el protagonista de la anécdota se capta la simpatía del lector, aunque el donado no la refiere con especial benevolencia.

Dos episodios de la vida de Alonso posteriores a la expulsión se desenvuelven en medios que habían conocido la presencia morisca: la huerta de Valencia y un barrio artesano de Segovia. El primero (Primera Parte, cap. 7) pone en la obra una nota excepcional de violencia y crueldad, ya que el desenlace es la muerte de un niño a manos de un esclavo mulato enfurecido, que trabaja en una alquería próxima a la que posee la madre de su víctima. Viuda empobrecida de clase hidalga y dueña de esta quinta, que no tiene medios para cultivar, la dama se ve acosada por el inesperado visitante, y aunque trata de ganar tiempo con agasajos y convites, sólo encerrándose en una habitación le es posible salvar su honor. Y lo hace a costa de la muerte de su hijo, que no pudo prever pero que considerará después un mal menor. Pudiera darse valor simbólico a este episodio en que la supervivencia de un linaje queda sacrificada a la inviolabilidad de su honra. En todo caso, Alcalá Yáñez muestra un cuadro desolador de ruina y regresión que no podemos considerar ajeno a la desaparición de las viejas comunidades mudéjares que cultivaban la huerta valenciana81.

Caracteriza El donado hablador la precisión con que se habla de ciertos oficios, principalmente los relativos a industrias textiles que se hallaban en gran medida en manos de moriscos. Alonso hace referencias concretas a la cría del gusano y a la manufactura de la seda (Segunda Parte, cap. 13), en la zona de Murcia, donde efectivamente alcanzan su apogeo durante el siglo XVI, debido a que allí se trasladaron muchos expertos que en el reino de Granada se habían dedicado a estos menesteres. Aun muestra con mayor detalle, ya que las enlaza con la vida del protagonista, las costumbres de los cardadores de lana segovianos82. Aunque esto ocurre en la Segunda Parte (Capítulo 12), cuya acción es posterior al destierro de los moriscos, la forma de existencia que muestra es a todas luces la tradicional entre los perailes. Alonso la comenta casi a la manera de un sociólogo, fijándose en la manera de realizar el trabajo y en las formas de recreo. Lamenta, por ejemplo -incidiendo con ello en un tópico de la picaresca- los estragos que hace el juego en la economía de algunas familias artesanas, ya que no es raro que el salario de la semana se pierda a las pocas horas de cobrarlo. Cuenta que en los obradores la dura jornada de trabajo se ameniza cantando romances viejos o debatiendo cuestiones de actualidad. Como ejemplo alude a una conversación que gira en torno a los turcos, durante la cual se comenta su alto índice de natalidad, como solía hacerse respecto a los moriscos, si bien considerándolo factor favorable. Con evidente ironía cuenta que se disputó sobre si tenía más poder el Soldán de Persia o el Turco Solimán, y añade que el debate acabó a golpes. Todo ello denota un interés polarizado hacia el mundo islámico, muy natural en medios donde hasta unos diez años antes había estado presente el elemento morisco83.

El último episodio del libro es una aventura de cautiverio (Segunda Parte, cap. 13), que se emplaza en Argel, como las relatadas por Cervantes y Espinel. El autor destaca los padecimientos de los cristianos que han sido capturados, y sirven al remo o desempeñan en tierra otros duros menesteres, pero también convierte en materia novelesca otra faceta de la vida de los cautivos que Cervantes había presentado en la jornada tercera de Los Baños de Argel. Como sucede en la comedia, un grupo de españoles ofrece una representación dramática ante un auditorio que comprende, además de sus compañeros de cautividad, a espectadores musulmanes que entienden el castellano, algunos de los cuales han nacido en España. Diferencia de cierta importancia es que en el caso referido por Alonso los actores eran profesionales, pues el protagonista formaba parte, por entonces, de una compañía de cómicos que cayó en poder de los turcos cuando una tormenta arrastró hasta las playas de Argel el barco en que navegaban. La función se hace en este caso por iniciativa de algunos renegados, quienes conservaban el recuerdo nostálgico de lo que era en España una tarde de comedia. Empieza el espectáculo con el canto a tres voces del «célebre romance de la estrella de Venus»84. Este número es muy aplaudido por las moras de Argel, entre las cuales no debían faltar moriscas españolas. Sigue una loa sobre el motivo clásico de Apeles y el truhán, que recita con gran éxito el propio Alonso. En cambio, la comedia misma es acogida primero con entusiasmo y luego con indignación. La causa de ello fue que, bien por inconsciencia o por exceso de celo patriótico, los actores, a cuya disposición se puso un lujoso y auténtico vestuario moro, eligieron una obra que trataba de la rebelión de los moriscos de Granada y su castigo. Este desacato enfurece al público, que estaba en parte constituido por exilados de España, y el resultado es que en el juicio que se forma a los cómicos son condenados a muerte. Aunque se ofrece el perdón al hombre o mujer que esté dispuesto a renegar, ninguno acepta este trato. Todos los miembros de la compañía mueren mártires, a excepción del narrador, quien aduce que él trabajó en la loa y los entremeses y no hizo papel de consideración en la comedia. Al ensalzar, algo hipócritamente, el heroísmo de sus compañeros, no deja de señalar que la suerte de éstos habría sido otra, si, como él propuso, hubiesen representado la comedia de El ramillete de Daraja o Los celos de Reduán, sin duda inspiradas en romances moriscos que ofrecen una estampa idealizada de la sociedad mora85.

Hoy sabemos que tales estilizaciones, en que radica el carácter de este género poético, son medios expresivos que con frecuencia traducen los sentimientos amorosos del poeta, pero bien pudo actuar en ciertos casos un estímulo de otra índole. Lo indica el hecho de que la idealización del moro molestase a quienes sentían aversión intensa hacia el morisco. Alonso, supone aquí que una comedia en que se ofreciera una imagen bella y estilizada de los moros granadinos había de hallar favor en Argel, y hace gala en otra ocasión de que condena las modas poéticas y pictóricas que fomentan una visión favorable del musulmán. Cuenta que uno de sus amos fue un joven caballero, quien casó contra la voluntad de sus padres con una dama de atezado postro. El recién casado cultivaba el género poético del romance morisco hasta que tuvo lugar la expulsión de los descendientes de los moros, lo cual fue motivo de que cambiara de estilo y empezara a escribir poemas pastoriles (Primera Parte, cap. 4). Refuerza el significado de la anécdota una situación semejante surgida cuando el protagonista sirve a un pintor, al cual critica porque figuran musulmanes entre los nobles personajes que llenan sus cuadros. También le advierte Alonso que no debe pintar a la Virgen María con el rostro moreno, aunque así la vea representada en imágenes venerables, ya que el color oscuro de éstas se debe únicamente a que las ha ennegrecido el transcurso del tiempo (Segunda Parte, cap. 9). Todo indica que los debates suscitados por la situación de los moriscos tenían ramificaciones sorprendentes. Un cierto distanciamiento y objetividad caracteriza en su conjunto la obra del médico Jerónimo de Alcalá. En el panorama que ofrece de la vida española cabe la expresión del sentimiento antimorisco y el testimonio de que el debate se extiende a la visión del pasado y al enjuiciamiento de estilos literarios. El cuadro muestra asimismo la realidad humana del nuevo convertido, que puede ser tan entrañable como la chiquillería de Toledo o tan antipática como la ambiciosa mujer del poeta. También abarca el testimonio de dos consecuencias inmediatas de la expulsión: una es el abandono en que caen tierras fértiles; otra es la existencia en las ciudades del norte de África de una población española, llena de nostalgia y rencor.




ArribaEstebanillo González

Los veinte años que median entre la publicación de Alonso, mozo de muchos amos y La vida de Estebanillo González (1646)86 marcan el tránsito entre la generación que vivió el éxodo del morisco y la que ya no tiene recuerdos personales de aquel sector de la población española. Como último incidente de la novela picaresca que de alguna manera lo recuerda, pueden citarse los preparativos para una fiesta de moros y cristianos, que el protagonista presencia en una aldea próxima a Zaragoza (cap. XII). La ocasión sirve al desconocido autor para insertar un largo diálogo de disparates que pone de relieve la rústica ignorancia de las autoridades locales y la estupidez de un artillero, camarada de Estebanillo, quien propone minar el castillete que han de disputarse ambos bandos para facilitar que lo recuperen los cristianos. Como es natural esto enfurece a la cuadrilla de los fingidos moros y los forasteros se ven obligados a abandonar el pueblo, antes de que se celebre la representación. Ésta debía concluir con un desfile en que participarían maniatados por las calles los labradores, que, armados de ballestas, formaban la compañía mora. Tal desenlace había tenido un valor de propaganda cuando se fijaron las variantes aragonesas de la fiesta, que tienden a denigrar al musulmán87, reflejando las tremendas tensiones que hubo en aquella región entre los detractores de los moriscos y quienes deseaban salvaguardar formas tradicionales de coexistencia entre los antiguos mudéjares y sus vecinos y señores. Sin embargo, a mediados del siglo XVII, este tipo de representación no es ya, al parecer, más que una tradición popular que rememora la conquista de la Península por los musulmanes y celebra la reconquista.

Al terminar este recorrido, que no pretende ser exhaustivo88, sobre la presencia del morisco en la novela picaresca, hay que destacar en primer lugar la reticencia con que el problema se aborda. Cualquiera de los autores que cultiva este género es más parco que Cervantes en su representación de la sociedad de los nuevos convertidos. Pocas veces identifican en sus obras como tales a quienes practican oficios o profesiones -arrieros, perailes, esportilleros, aguadores, hortelanos, barberos, boticarios, médicos- que las fuentes históricas y la literatura humorística señalan como frecuentemente ejercidos por moriscos. Aun cuando esto sucede, no deja generalmente de practicarse la elisión respecto a algún otro personaje o situación que roce los conflictos que atañen a este sector de la población.

El hecho de que un género literario que se atiene en más alta medida que otros a la realidad social muestre borrosos los límites que aíslan a los descendientes de moros y mudéjares, es un indicio de cierta permeabilidad que, de hecho, debía existir entre tal minoría y el resto de la población, particularmente en los bajos sectores sociales donde vive inmerso el protagonista de obras picarescas. También debió contribuir a que los autores que las escribían no se planteasen con mayor frecuencia y precisión la problemática relacionada con los nuevos convertidos el deseo de esquivar una materia polémica y comprometida. Sin embargo, al perfilar algunos personajes secundarios mostraron la mayor parte de estos escritores notable lucidez. En el caso de Espinel, la tendencia a soslayar un rasgo fundamental de la comarca en que transcurrió su niñez se compensa con la creación de un carácter que representa la realidad silenciada, pero centrándola en otra región. Aunque fragmentarios, los brochazos dispersos que, dentro de las novelas picarescas, esbozan tipos de hombres y mujeres de ascendencia mora, aportan un caudal de observaciones, más parco pero menos influido por estereotipos que el que ofrece sobre la misma materia el teatro del Siglo de Oro. Es un testimonio que merece, junto al de Cervantes, la consideración de quienes deseen saber cómo era realmente la vida en España, cuando aún la marcaba esa veta inquietante, productiva y vital que fue el segmento morisco de su población.





 
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