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Reflexiones en torno a nuestra situación intelectual

Pedro Laín Entralgo



No puedo dar a la imprenta estos provisionales y ya añejos apuntes -eso son mis ulteriores reflexiones, pese al orden sistemático de su apariencia- sin una explicación previa. Veréis. La confección del segundo ejercicio en mis oposiciones a la cátedra de que soy titular -sucedía esto en el invierno de 1941 a 1942-, me llevó ineludiblemente a la tarea de precisar, o de intentar precisar, cuando menos, la índole de la historiografía que debería dar su figura propia a mi particular labor del futuro. Cada época tiene un modo distinto de escribir la historia; Croce, Fueter y otros lo han demostrado con plena evidencia. Ranke, por ejemplo, no escribió como Michelet, ni éste como Mommsen, ni como éste han escrito Gundolf o Groethuysen. Pero el modo de concebir y escribir la historia hállase en buena parte determinado por la situación a que el historiador pertenece: hay, por ejemplo una historiografía romántica, y otra positivista, y otra historicista. De ahí que ineludiblemente se presentaran en mi mente las siguientes interrogaciones sucesivas:

  1. ¿Cómo puede y, sobre todo, cómo debe ser la historiografía de nuestro tiempo?
  2. ¿Cómo debe ser entendida nuestra situación intelectual y, por tanto, la situación histórica determinante del presunto modo actual de la historiografía?
  3. ¿Cómo yo, universitario, español, aspirante a historiador y antropólogo, puedo y debo representarme mi propia situación intelectual, esa en que como hombre de mi tiempo necesariamente existo?

Las páginas subsiguientes son mi respuesta de entonces a las dos últimas interrogaciones, muy levemente aderezada con algunas lecturas y cavilaciones de fecha más próxima. Muchos de los que lean esta personal e insatisfactoria respuesta advertirán la ausencia de no pocos nombres que hoy parecen importantes o, por lo menos, definitorios de nuestra época: éste, echará de menos a Toynbee; aquél, a Gabriel Marcel y a Sartre; otro, a los paladines del neotomismo; alguno, a Santayana o a los definidores del pensamiento marxista. Bien. Ni trato de ocultar las deficiencias de mi información, ni niego la posibilidad de que, metido en el mismo trance que hace siete años, diese hoy a mis reflexiones forma y contenido distintos. Mucho menos pretendo haber resuelto de modo ejemplar tan arduo problema. Voluntariamente, puesto en el aprieto de decir algo acerca de él, escribí lo que entonces me permitieron mi saber, mi caletre y el tiempo de que disponía. Nada más. Pero tal vez mi esfuerzo por ver y entender pueda servir de enseñanza a una parte de quienes se decidan a leerme y de incitación a otros. Con tal esperanza como viático me he resuelto a hacer público e impreso el resultado de mi pesquisa. Si consigo que alguno de mis lectores emprenda mi aventura con mente más idónea y mejor abastecida, creo que mi osadía habrá quedado decorosamente justificada.

Vamos a preguntarnos con alguna gravedad y, por supuesto, con cierta voluntad de precisión, por nuestro propio mundo intelectual. ¿Qué mundo intelectual es el nuestro? ¿Qué somos nosotros mismos en tanto seres que habitan en ese mundo intelectual y respiran su atmósfera?

Las dos interrogaciones ofrecen al considerador doble y bien opuesta faz. Uno de sus dos rostros está constituido por algo que bien podríamos llamar su elementalidad. En cierto sentido, esas preguntas son elementales. Nada hay más elemental para el nombre, en efecto, que despegarse de su mundo, hasta de su propia existencia cotidiana, abrir bien sus atónitos ojos y preguntarse con asombro: «¿Qué es esto? ¿Quién soy yo?» El animal vive por necesidad pegado a su medio, como el caracol a su cáscara; vivir es para él reaccionar a ese medio. El hombre, en cambio, puede siempre meterse en sí mismo y mirar desde sí mismo con radical extrañeza todo lo que no sea esa íntima y azorada atalaya, hasta el contenido y el movimiento de su propia alma. Por eso pudieron decir Platón y Aristóteles que el asombro es el principio de la sabiduría y que el deseo de saber pertenece a la naturaleza del hombre. Por eso San Agustín, movido por un impulso en que se hermanaban la vida religiosa y la vida teorética, podía exclamar en soledad: Quid ergo sum, Deus meus? Quae natura sum? La pregunta por el mundo y por sí mismo constituye, no hay duda, una de las actividades más elementales, más radicales del hombre.

Pero este elemental ejercicio de la pregunta adquiere una endiablada complicación -y éste es el segundo rostro de aquellas iniciales interrogaciones- cuando se trata de la propia situación histórica. Es evidente que el ser del hombre no se agota en su historia. En cada momento, por obra de su libertad y de su capacidad de cuasi-creación, puede ser algo distinto de lo que por su situación histórica es. Hasta cierto punto, yo puedo «hacerme», si quiero, un escolástico medieval, un ilustrado dieciochesco o, lo que es más grave, algo «no sido» por nadie, y todo ello sin dejar de ser «yo mismo». Esta esencial capacidad de «extravagancia» indica por sí sola que el hombre tiene las raíces de su ser allende la historia; que el ser humano consiste en algo anterior a esas mudanzas accidentales por nosotros llamadas «acontecer histórico». Queda así planteado, y no más que planteado, el ingente problema de la transhistoricidad del hombre.

Pero si los hombres no son pura historia, es lo cierto que su ser tiene que constituirse y manifestarse biográfica e históricamente; y esta necesaria, esencial conexión entre la entidad de cada hombre y «su» historia trae una ardua dificultad al empeño de discernir con lucidez los hitos de que está tejida la propia vida. ¿Qué ha puesto mi tiempo en mi propio pensamiento, por vía del diálogo, audición, visión o lectura? ¿Qué hay en mí de mis padres, de mis abuelos, de los hombres, del Renacimiento, de los antiguos griegos? ¿Qué de mero hombre, puesto que hombre soy? ¿A qué parte de mi persona puedo llamar verdaderamente «mía», sea el invento o la interpretación original la razón de esa «propiedad»? He aquí una ráfaga de sobrecogedoras e incitantes cuestiones.

Ved cómo mi empeño es a la vez elemental y complejísimo. Acaso debiera volverme atrás desde aquí, dejándolo a una mente más honda y madura que la mía. Mas también sobre el hombre inmaturo e indigente pesa el deber de indagar sus haberes y sus caminos; y hasta el derecho, si no pone excesiva petulancia en proclamarlo. Ese grave deber y este liviano derecho me han movido de consuno a ejercitarme en uno de los temas más arduos en que puede ocuparse un hombre de vocación intelectual. Tómese mi respuesta como un ensayo, en la más humilde acepción de este maltratado vocablo: el ensayo de un hombre preocupado por ver con alguna claridad la complicada línea del horizonte de su espíritu.






La crisis

He dicho que la pregunta es consustancial con el ser del hombre; «Tan imposible es a la razón humana no dudar nunca de sí misma -escribió Menéndez Pelayo- como detenerse y aquietarse en esta duda.» Hablaba en esas palabras el historiador; quiero decir el entendedor de la Historia. Puesto que el hombre es en sí y por sí mismo insuficiente, pregunta. Pero la ineludible permanencia de tal necesidad no impide que esa «tensión interrogativa» del hombre, delatora de su íntima insuficiencia, sea diversa a lo largo de los siglos.

Hay momentos en que se cree el hombre más seguro de sí mismo, más suficiente. Siente que su vida está firmemente apoyada en el suelo de su situación histórica, y esta seguridad hace menos frecuente la pregunta en su estilo vital, sea intelectual, política o estética la expresión visible de ese título. Así sintieron su vida, por ejemplo, Virgilio y Bossuet; así esperaba sentirla, en tierra de Castilla, el buen Hernando de Acuña, cuando escribía su tan conocido soneto:


Ya se acerca, Señor, o ya es llegada
la edad gloriosa...

Frente a estas épocas de seguridad, tan escasas y fugaces en la Historia, hay otras de inquietud y desasosiego. Sufre entonces el hombre la angustia de vivir desquiciada e imprevisiblemente. Son épocas de crisis, de «ruptura». Y como si fuesen un trazado gráfico del pulso histórico, los signos de interrogación aprietan en la prosa unos contra otros su curva anhelante. ¿Recordáis, por ejemplo, el estilo literario de San Agustín? Fue Agustín un hombre con la vida acampada sobre dos fronteras: una, entre la joven verdad del Cristianismo y el viejo saber helénico; otra, entre el cadente Imperio Romano y un tiempo nuevo, a la vez oscuro y temeroso. Así se entiende, pienso yo, que en sus escritos se sucedan las preguntas unas a otras con insistencia tan conmovedora. Otro tanto acontece en el alba de los siglos modernos, desde el Petrarca a Descartes.

Pocas veces, sin embargo, se ha preguntado el hombre por sí mismo con tanto ahínco y tal desazón como durante el último medio siglo. El europeo ha percibido la radical insuficiencia de no pocas respuestas y soluciones a su problema, satisfactorias antaño. Eficaz dialéctica, el mero correr de la Historia. Tras tanto tiempo derramar la mirada hacia el universo -ciencia natural- y hacia el tiempo que pasó -saber histórico-, muchos hombres de Europa sintieron hambre y sed en su espíritu. No basta ya el alimento antiguo, tan gustoso otrora, y el hombre sensible, casi sin querer, ha vertido la mirada sobre su propio tiempo o la ha recogido sobre sí mismo. Hace cincuenta años escribía Dilthey, un buen zahorí de las aguas históricas ocultas: «Si uno se pregunta en la actualidad dónde tienen puesto su fin las acciones de una persona singular o las de la Humanidad, pronto aparece la profunda contradicción que encierra nuestra época. Frente al gran enigma del origen de las cosas, del valor de nuestra existencia y del valor último de nuestras acciones, no se halla este tiempo nuestro más orientado que un griego en las colonias jónicas o itálicas, o que un árabe en la época de Averroes.» La línea exterior de la prosa contemporánea muestra bien esta desorientada situación. ¿Cuándo hubo más interrogaciones en serie que en los escritos de Nietzsche, en los de Unamuno o -ya en el plano de la vida sencilla- en los de Azorín? Ortega recordaba un mote borgoñón del siglo XV: Rien ne m'est sûr que la chose incertaine. Esto le ha sucedido al hombre en todo momento, pero pocas veces tan intensamente como entonces, en el siglo XV, y en este siglo XX de nuestros tártagos. Incertidumbre, inseguridad, azoramiento. ¿Qué soy yo? ¿Cómo es mi tiempo? Tales son, reiteradas, urgentes, las preguntas que desde hace varios lustros más inquietan nuestra existencia intelectual.

Pero el hombre, antes nos lo advertía Menéndez Pelayo, no puede vivir en la permanente desazón de la pregunta, como no puede vivir, para dolor suyo, en la quietud de una afirmación perdurable. Una y otra vez hemos visto estampadas las anteriores afirmaciones en el curso de los últimos decenios; y, tras ellas, los más diversos ensayos de respuesta. Tienen la prioridad las tempranas intuiciones de Nietzsche, de Dilthey, de Bergson, de Unamuno. Con la guerra de 1914, comenzó a disparar Spengler la prusiana artillería de su Decadencia de Occidente y de Años decisivos: Troeltsch se había hecho, a su manera, análogas preguntas, y en un capítulo de Der Historismus und seine Probleme dio un conato de luterana solución. Luego, Ortega en El tema de nuestro tiempo y en La rebelión de las masas; Jaspers, en Die geistige Situation der Zeit, el confuso medievalismo de Berdiaeff en Una nueva Edad Media, el intento de Huizinga por otear Entre las sombras del mañana, los problemáticos ensayos de Maritain sobre La nouvelle Chrétienté y de Gilson. Por un orden católico, las fantasías progresistas de Wells... La serie podría extenderse ad infinitum con nombres de las calidades y procedencias más dispares.

Sería insensato e inoportuno que yo me ocupase ahora en disecar una a una las respuestas dadas y en componer con ellas un mosaico más o menos dotado de orden y elegancia. Aunque en ello haya mayor riesgo y tenga menor autoridad, prefiero indagar una respuesta desde mi actual situación de español. Para lograrla, mi reflexión se explanará en tres tiempos, según los tres siguientes epígrafes: I. Diagnóstico genérico de nuestra situación: la crisis. II. Expresión de la crisis contemporánea en la vida intelectual. III. Componentes positivos de la crisis intelectual contemporánea.


El diagnóstico genérico: la crisis

Primero, el pálpito sutil de los precursores: Nietzsche, Dilthey, Bergson, Unamuno, Ortega; luego, los voceadores, con el apocalíptico Spengler a la cabeza; después, la turba innumerable de los filisteos; más tarde, la sangre en el suelo, la ruina de medio planeta y una marea inmensa de dolor e incertidumbre. Todas esas voces nos han ido diciendo, nos dicen sin cesar, como un treno punzante y monótono: «Vivimos en crisis, vivimos en crisis.» Bien. Pero esto no nos basta. Los europeos no podemos renunciar a la deliberada reflexión, nuestro gran invento, aunque esté ardiendo nuestra casa o sangrando nuestro pecho. En medio de la radical inseguridad de nuestra vida y de la ineludible confusión de maestro espíritu -esto es: en medio de nuestra «crisis»-, sentimos la imperiosa necesidad de preguntarnos: ¿Qué es eso de «vivir en crisis»? ¿En qué consiste una crisis histórica?

Ha sido Ortega uno de los primero en plantearse de frente este problema, y tal vez el primero en explanar una solución idónea o, cuando menos, un avance de solución. Su punto de partida es una determinada idea de la vida humana; una idea condicionada, cómo no, por la índole reduplicativamente crítica de la situación en que su autor la formuló: Madrid, 1933. «La vida es, por lo pronto, radical inseguridad, sentirse náufrago de un elemento misterioso, extranjero y frecuentemente hostil.» Frente a los desazonadores enigmas que componen su situación, el hombre, que por necesidad tiene que hacerse su propia vida, contaría con dos recursos cardinales: las creencias en que está y las ideas que, implantado en sus creencias, inventa. Es de gran valor esta inicial distinción de Ortega entre ideas y creencias. «El hombre -escribe Ortega- es, en el fondo, crédulo, o, lo que es igual, el estrato más profundo de nuestra vida, el que sostiene y porta todos los demás, está formado por creencias. Estas son, pues, la tierra firme sobre que nos afanamos.» Las creencias, añade en otro lugar, «constituyen el continente de nuestra vida y, por ello, no tienen el carácter de contenidos parciales dentro de ésta». «Estamos en las creencias», «contamos con ellas», «vivimos de ellas», completa. Por eso, añado yo, porque el hombre vive de sus creencias, es capaz de arriesgar su vida por ellas. Desde un punto de vista psicológico y biográfico, llamamos creencia a todo componente de nuestra vida por el cual somos capaces de sufrir y, en ocasiones, de morir. Creer es, por una parte, tener la vida apoyada en algo que realmente la trasciende; y, por otra, estar dispuesto a decir, con ánimo de ofrecimiento: Ecce viva mea, «aquí está mi vida».

Por razón de la realidad de aquello en que se cree -el «en qué» de la creencia- debe hacerse una distinción fundamental, no considerada por Ortega: la creencia en realidades formalmente sobrenaturales y sobrehistóricas (a ésta llamamos los cristianos «fe teologal») y la que se refiere a realidades o a mitos naturales e históricos, sea posible o utópica la entidad de éstos. Dejemos intacto el problema de la creencia en una realidad sobrenatural y el de su relación con las creencias meramente naturales e históricas. Miremos con más atención hacia estas últimas y, tras advertir su existencia, observemos su mudabilidad. Los hombres del siglo XVIII y comienzos del XIX «creyeron» en la humana posibilidad de ordenar la vida histórica según las «leyes» de la razón, de nuestra razón; nosotros no lo creemos posible. Nuestros bisabuelos creían muy firmemente que el mundo progresa indefinidamente; nosotros, sus biznietos, somos todo antes que progresistas. Las creencias históricas y las ideas que de ellas emergen van cambiando de generación en generación; y entre los diversos modos según los cuales acontece este cambio, hay uno llamado «crisis». He aquí cómo lo define Ortega: «hay crisis histórica cuando el cambio de mundo que se produce consiste en que al mundo o sistema de convicciones de la generación anterior sucede un estado vital en que el hombre se queda sin aquellas convicciones; por tanto, sin mundo. El hombre vuelve a no saber qué hacer, porque vuelve de verdad a no saber qué pensar sobre el mundo. Por eso el cambio se superlativiza en crisis y tiene el carácter de catástrofe». Una crisis histórica es, por tanto, la exageración catastrófica de la mudanza en que el acontecer histórico consiste. Tan rápido y violento es el cambio, que el hombre se queda desposeído de creencias históricas o, lo que es igual, forzado a improvisar una solución inédita a su problema de vivir.

Tan pronto como se ha enunciado este concepto de la crisis, dos preguntas se levantan a nuestro espíritu. La primera, en tanto cristianos. ¿Qué sentido y qué alcance puede tener una crisis histórica desde el punto de vista de una fe religiosa que se define primariamente por la transtemporalidad de la realidad a que se refiere? ¿Qué relación puede existir y ha existido de hecho entre la vida religiosa del cristiano y los hábitos históricos sobre que renace la crisis? Ardua cuestión. A reserva de decir algo sobre ella en las páginas subsiguientes, quede ahora no más que planteada.

La segunda pregunta, atañe a la expresión de la crisis, en lo que esa expresión puede tener de genérica, ¿Cómo se manifiestan las crisis históricas, independientemente de los matices que cada una de ellas ostenta? Volvamos de nuevo a la descripción de Ortega. El alma del hombre en crisis muestra al considerador unas cuantas notas definitorias. Perplejidad, aforamiento, desorientación: «No se sabe qué pensar de nuevo - sólo se sabe o se cree saber que las ideas y normas tradicionales son falsas, inadmisibles.» Repudio del pasado inmediato: «Se siente profundo desprecio por todo o casi todo lo que se creía ayer.» Tendencia al fingimiento y al autoengaño: «El hombre... se finge a sí mismo estar convencido de esto o de lo otro... Generaciones enteras se falsifican a sí mismas, se embalan en estilos artísticos, en doctrinas, en movimientos políticos que son insinceros y que llenan el hueco de las auténticas convicciones.» Carencia de verdadero entusiasmo: «La convicción negativa, el no sentirse en lo cierto sobre nada importante, impide al hombre decidir lo que va a hacer con precisión, energía, confianza y entusiasmo sincero.» Raptos operativos y sentimentales de cariz contradictorio: «escéptica frialdad, angustia, desesperación, arrebatos de heroísmo a la desesperada, furia, frenesí, apetito de venganza por el vacío de la vida, afán de gozar brutalmente, cínicamente, de lo que se encuentra al paso: carne, lujo, poderío; súbitas alegrías y entusiasmos inestables». Versatilidad radical: «con suma facilidad pasará el hombre y pasará la masa de hombres de lo blanco a lo negro». La verdad es que, por tenebrista que parezca esta pintura, el espectáculo del mundo desde hace treinta años la confirma plenamente.

Esto es, así es una crisis histórica. A falta de otras deseables precisiones, conformémonos con este rápido esquema. El cual servirá de marco al segundo punto de nuestra reflexión; a saber: la expresión de la crisis contemporánea en la vida intelectual.




La crisis contemporánea y la vida intelectual

Una crisis histórica afecta a todos los modos de expresión de la vida humana: el modo religioso, el intelectual o teorético, el político, el estético, el económico, el lúdico, el convivencial. De la actual crisis, la que nuestros padres, nosotros y nuestros hijos padecemos, voy a entresacar -con cierta artificiosidad, por supuesto- sus manifestaciones relativas a la vida intelectual.

Comencemos, sin embargo, con una interrogación previa: ¿cuál es, desde un punto de vista histórico, la diferencia específica de nuestra crisis? Una tesis parece generalmente admitida. La crisis actual, se dice, procede de haberse agotado las posibilidades históricas del mundo moderno; o, con otras palabras, de haber llegado a su término, por consunción, el camino espiritual iniciado por el hombre europeo durante los siglos XVI y XVII. Sigamos preguntando: ¿cómo expresa la vida intelectual de nuestra época ese interno agotamiento del mundo moderno? En Ideas y creencias ha escrito Ortega: «El gran azoramiento de ahora se nutre últimamente de que tras varios siglos de ubérrima producción intelectual y de máxima atención a ella el hombre empieza a no saber qué hacerse con las ideas.» De otro modo: el hombre parece desconfía de las creaciones intelectuales engendradas por su propia razón.

Pero esto es demasiado vago. Necesitamos mayor precisión. La precisión máxima a este respecto ha sido lograda, en mi opinión, por Xavier Zubiri, en el estudio que titula «Nuestra situación intelectual». Es, pues, necesario exponer sumariamente su apretado pensamiento.

En medio de tantos y tan delicados saberes científicos -piensa Zubiri-, el intelectual de hoy se encuentra confuso, desorientado e íntimamente descontento consigo mismo. Hay confusión en la ciencia, tanto porque cada una de las ciencias existentes carece de un perfil que circunscriba precisamente el ámbito de su existencia, como, sobre todo, porque el conjunto de todas está falto de ordenación jerárquica. Todas las ciencias, en siendo, como se dice, «positivas», parecen estar situadas en el mismo plano. Hay, en suma, una positivización niveladora del saber, y de ahí la confusión. En la ciencia actual todos los gatos son pardos, según la aguda frase popular. La función intelectual adolece, por otra parte, de desorientación en el mundo. La actividad del hombre de ciencia se ha ido convirtiendo en una suerte de secreción de verdades, vengan de donde vinieran y versen sobre lo que versaren. No sabe qué hacer con ellas, y el mundo las selecciona según su utilidad inmediata: las ideas se «usan», pero no se «entienden». Sufre el intelectual, por fin, un íntimo descontento consigo mismo. Los métodos de que se vale, aun los más sutiles, comienzan a tener que ver muy poco con la inteligencia, se han hecho meras «técnicas» de ideas o de hechos. Por otro lado, el hombre de ciencia, abrumado por tantos saberes, ha empezado a estar harto de ellos: «la inteligencia del hombre actual, en lugar de encontrarse a sí misma en la verdad, está perdida entre tantas verdades». He aquí, en suma, las tres más notables notas o tendencias de la vida intelectual contemporánea: 1º La positivización niveladora del saber. 2º La desorientación de la función intelectual. 3º La ausencia de vida intelectual.

Estas tres notas o tendencias se corresponden una a una con las tres orientaciones básicas del pensamiento europeo en la segunda mitad del siglo XIX. Son, en cierto modo, sus resultados. El carácter disperso y nivelador del saber es el resultado de la actitud positivista. La reducción de la vida intelectual a pura técnica de ideas o de hechos no es sino el pragmatismo en marcha. La ausencia de vida intelectual y la atención hacia los diversos estados de la civilización y su «manera de ver» las cosas constituyen, en último extremo, un historicismo radical. El positivismo, el pragmatismo y el historicismo del siglo XIX han conducido al intelectual europeo a su confusa, desorientada y desplaciente situación actual. Si preguntásemos a los intelectuales de hoy, a los hombres de ciencia, qué es para ellos la vida intelectual, es seguro que podríamos ordeñar sus respuestas con arreglo a los términos, de la siguiente sinopsis: 1º La vida intelectual es un esfuerzo por ordenar los hechos en un esquema cada vez más amplio y coherente; es un enriquecimiento de la enciclopedia del saber. Así responderían los secuaces del positivismo. 2º La vida intelectual es un esfuerzo por simplificar y dominar el curso de los hechos: es la técnica eficaz de las ideas. Así hablarían los pragmatistas. 3º La vida intelectual es nuestra manera de ver los hechos, la expresión de nuestra curiosidad europea. Tal sería la respuesta de los historicistas.

¿Cuál es, en medio de tan radical e ingente confusión, la misión de la inteligencia? Una tarea parece previa: entender con claridad y hondura la situación a que ha llegado, hacer un diagnóstico verdadero, preciso y profundo de la dolencia que la atosiga. La intelección de cada una de las formas de esa dolencia hará ver eo ipso la vía por la cual puede la mente evadirse de ella; esto es, vencerla. Como decían los médicos antiguos, qui bene diagnoscit, bene curat. He aquí las programáticas conclusiones de Zubiri:

  1. El problema de la positivización del saber se cierne sobre toda forma de saber positivo y sobre toda realidad positiva. Al moverse en esa línea, la inteligencia reflexiva y atenta a la verdad de las cosas no se ve simplemente arrojada de una región de esa realidad positiva a otra distinta, ni de un modo de saber positivo a otro, sino que, abarcando en su mirada todo lo positivo, hace de ello el objeto de una consideración transpositiva o trascendental. Es un saber que no es de esto ni de lo otro, sino de todo, pero de otra manera.
  2. El problema de la desorientación del mundo nos llevará a una consideración de las diversas formas del mundo y de visión del mundo; no para brincar de una a otra, ni para complacernos en la simple contemplación de un museo o tipología de concepciones del mundo y de la vida, sino para abarcarlas todas en una consideración, por así decirlo, transmundana, trascendental a su modo.
  3. El problema de la ausencia de vida intelectual nos llevará, finalmente, a una consideración de la inteligencia que abrace todas las formas posibles de su ejercicio, no para decidirnos por una con preferencia a otras, sino para esclarecer la índole de la función intelectual en cuanto tal. Una especie de consideración transintelectual o trascendental.

Aparecen así, cada uno por vía distinta, los tres grandes temas de la inteligencia humana. La positivización del saber conduce a la idea de todo cuanto es, por el mero hecho de ser; o, con otras palabras, a la idea del ser. La desorientación en el mundo lleva a esclarecer la idea del mundo en cuanto tal. La ausencia de vida intelectual nos descubre la índole de la actividad de la inteligencia, esto es, la vida teorética. Al hacer todo eso, la inteligencia se bailará ejercitando una auténtica vida intelectual, en un mundo de problemas perfectamente orientado y con las realidades todas en su más honda y total concreción. Tal es el diagnóstico que establece Zubiri, y tal el remedio que propone.

Véase, pues, lo ocurrido. Hace sesenta o setenta años vivía el hombre europeo -salvadas cuantas excepciones se quiera, porque la excepción es consustancial a la regla, histórica- dentro de un horizonte espiritual bien definido y continuo: la fe en la ciencia, el progresismo, el individualismo, la seguridad de entender científicamente todo lo humano, la confianza ilimitada en las posibilidades naturales del hombre, eran los ingredientes principales del mundo histórico de nuestros abuelos. Todo lo real se creía al alcance de la razón, de la experiencia o de la mano; lo situado allende esos órganos prensores del hombre no pasaría de ser pura fábula, sueño de la sinrazón o de la ignorancia. «Toda proposición que no pueda reducirse estrictamente al enunciado de un hecho -escribía Augusto Comte en 1844- no puede ofrecer ningún sentido real e inteligible»; y de lo que es un «hecho» tenía Comte, claro está, la idea propia de su positivismo: sólo son «hechos reales» los «hechos sensibles». Más allá de ese horizonte intelectual estaban, por ejemplo, la metafísica y la teología, el problema de la realidad en cuanto tal y el de esa misteriosa y suma realidad que llamamos «Dios». Hace todavía pocos años, decir a uno en la Sorbona o en el Colegio de Francia: «Mais vous avez fait la de la métaphysique, era descalificarle intelectualmente, convertirle en un tipo humano ineficaz y trasnochado.

Radicalizando más y más los supuestos de su mundo según la triple vía indicada -el positivismo, el pragmatismo y el historicismo, llevados a su ultranza-, advirtió el europeo la esencial insuficiencia de aquéllos. Perdió así las creencias que sustentaban al mundo del siglo XIX, y éste comenzó a desmoronarse: tal desmoronamiento es lo que llamamos «crisis contemporánea». Sobre las manifestaciones y consecuencias de esta crisis en orden a la convivencia política y económica de los hombres, no me toca hablar a mí. Así, en la primera página de los diarios están sus cotidianos resultados. Por lo que atañe a la vida intelectual, única en que voy a ocuparme, conviene distinguir metódicamente entre los aspectos negativos de la crisis y sus aspectos positivos, entre los huecos y los bultos. La entrañable necesidad de sustentación que padece el hombre en crisis le lleva muchas veces a tomar por bultos reales y consistentes las fisuras de su propio suelo, como el caminante en la noche toma la sima por roca. Tengo por seguro que muchos de los sucesos intelectuales y políticos registrados en Europa durante los últimos decenios no son todavía creaciones positivas de la edad histórica que tan dolorosamente anuncia su promesa o su amenaza, sino anchas grietas abiertas en los muros de nuestra vieja y ya ruinosa morada. Las líneas de fractura se han llamado filosofía de la vida, «neos» diversos -neovitalismo, neokantismo, etc.-, relatividad, indeterminismo físico. Dentro de algunos decenios, ¿cómo serán vistos los hechos sobre que están fundadas cada una de estas doctrinas filosóficas y científicas?




Los aspectos positivos de la crisis

Pero lo que verdaderamente importa no es demostrar el signo negativo de ciertos sucesos intelectuales pasados, sino indagar con pasión y pulcritud lo que haya o pueda haber de cierto, consistente y prometedor en nuestra propia situación intelectual. Este es justamente mi tema. Zubiri ha visto el puerto de nuestra desorientada e insatisfactoria confusión en una consideración transpositiva, transmundada y transintelectual de la realidad. Preguntémonos: a la vista del panorama que el pensamiento filosófico y científico de nuestro tiempo ofrece a los ojos del hombre preocupado por él, ¿de qué manera, sobre las ruinas de la antigua habitación, parecen comenzar a perfilarse las líneas de la nueva? ¿Hay en el saber contemporáneo algún atisbo real de las creencias históricas que van a sustituir a las ya caducas e inservibles? ¿Cómo se expresa, dentro de la confusa y desorientada vida intelectual de nuestra época, la tendencia hacia esa posible situación «trans» de la inteligencia?

Por mi parte, y a riesgo de pecar de iluso -si tal dilema se establece, prefiero la buena fe del iluso al resentimiento del nihilista-, me atrevo a contestar afirmativamente. Más aún: llevo mi osadía hasta el extremo de enunciar en cinco epígrafes los cinco más recios trazos de signo positivo que me parece distinguir en el inmenso, incierto y pululante cuadro del pensamiento filosófico y científico contemporáneo. Esos cinco rasgos positivos son:

  1. La voluntad de plenitud histórica; la necesidad y, a la vez, el lúcido y bien deliberado propósito de contar con todo el pasado en la configuración de la obra propia.
  2. La conciencia de una nueva posibilidad histórica, después de aparentemente agotadas todas las que brindaba al hombre europeo la postura espiritual que adoptó en los siglos XVI y XVII.
  3. El retorno a las cosas; la necesidad y el propósito de sustituir las fórmulas por verdaderas realidades, en lo tocante a la estructura y al conocimiento del mundo.
  4. El nuevo descubrimiento de la condición personal del hombre; o, si se quiere, el tránsito de una visión de la existencia humana como individualidad y sociedad a otra visión de esa existencia como personalidad y comunidad.
  5. El nuevo descubrimiento de la misteriosidad de lo real; o, de otro modo, la expresa necesidad intelectual de una «realidad» suma, fundamental, originaria y rigurosamente transintelectual.

Alguien dirá que en esa enumeración están proyectados los supuestos intelectuales del que la hace, mis propios supuestos. Es inevitable que así suceda: si soy yo quien emprende la indagación de una respuesta a las interrogaciones al comienzo planteadas, esa indagación y este conato de respuesta suponen mi propia situación y mi personal postura ante ella. Pero no creo que esto sea una objeción muy grave; porque de lo que en rigor se trata es de saber si, partiendo de una y otra, puede alcanzarse algo, no sólo hispana, mas también humanamente válido. Digamos de corazón las palabras de la vieja divisa -«Dios y mi derecho»-, y empeñémonos en el primer episodio de la aventura.







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