Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice
Abajo

Reflexiones sobre Ortega y la política

Antonio Rodríguez Huéscar





Quisiera comenzar estas reflexiones con una pregunta, sin contestar a la cual creo que no tienen mucho sentido los intentos de juzgar a Ortega en relación con la política, tanto en lo tocante a su actitud como en lo que se refiere a su actuación efectiva. La pregunta es ésta: ¿qué significó realmente la política en el conjunto de la obra y de la acción pública de Ortega? ¿Qué significó, en suma, en su vida? Una pregunta demasiado amplia y genérica, ciertamente, pero que podemos concretar escindiéndola en estas otras: a) ¿Qué volumen o qué espacio de su vida ocupó la actuación política de Ortega? b) ¿Qué sentido tuvo esta actuación, es decir -aplicando aquí la propia óptica orteguiana para la intelección de cualquier hacer humano-, por qué y para qué llevó a cabo dicha actuación? c) ¿En qué medida puede decirse -como se ha dicho- que ésta fuese un fracaso o un éxito, o tal vez ni lo uno ni lo otro?

Suele decirse que la relación de Ortega con la política fue doble: por un lado, su pensamiento; por otro, su acción. Yo creo, sin embargo, que sería mejor decir que los modos de esa relación no fueron dos, sino, por lo menos, tres, porque el llamado pensamiento político tiene en Ortega un doble carácter: la pura teoría, es decir, la parte de su filosofía que atañe a la política, y el comentario del momento que brota al paso de la vida política cotidiana. En Ortega esta distinción es en muchas ocasiones menos visible de primera intención que en otros autores, por el hecho de haber utilizado el periódico como medio ordinario de expresión de ambos tipos de pensamiento. Por ejemplo, La rebelión de las masas o España invertebrada fueron primero sendas series de artículos -«folletones»- del periódico El Sol que nadie confundirá con los que comentan hechos diarios de la política española. Pero, viceversa, a veces en estos últimos hace su aparición la teoría política pura. En todo caso, si nos atenemos al contenido de sus escritos la distinción resultará suficientemente clara. Y lo mismo sucede en sus conferencias y discursos, e incluso, a veces, en los libros. Ahora bien, sucede que esos escritos que podemos llamar ocasionales, además de ser pensamiento, tienen ya también una dimensión de acción política, y hasta una intención concreta de serlo. Constituyen, pues, algo intermedio, un híbrido de pensamiento y acción, puesto que, cuando menos, están destinados a influir en la vida del país. ¿Podría decirse por ello que son acción política efectiva, es decir, práctica política en el sentido usual de la palabra? Me parece que no. Es más, creo que ni siquiera tienen este sentido estricto ciertas actuaciones de Ortega que sí pueden ser consideradas ya como práctica política, pero de una índole sui generis, irreductible a la de la praxis normal del político. Y voy más allá todavía: ni siquiera la acción política en sentido estricto, cuando Ortega la practicó, esto es, la intervención en la vida del país aproximadamente -subrayo la palabra- con los mismos medios y en las formas en que lo hace el político profesional: constitución de grupos de actuación política (evito la palabra «partidos», porque los grupos fundados por Ortega nunca llegaron a serlo, ni en rigor lo pretendieron, como veremos), celebración de mítines, participación en elecciones, obtención de actas de diputados, formación de una minoría parlamentaria y consiguiente actuación normal en las Cortes, etc.; ni siquiera en esta ocasión única, que por otra parte no ocupó más que un breve período de su vida, tuvo la acción política de Ortega pretensión de ser la de un profesional de la política, aunque sólo fuera ocasionalmente.

Aquí voy a prescindir de la primera de estas tres formas de relación de Ortega con la política -la del pensamiento político que forma parte de su filosofía- para referirme exclusivamente a las otras dos.

Que un filósofo tenga una doctrina política o social es perfectamente natural y no suscita ningún problema especial, salvo los propios de su intelección y exposición que pudiéramos llamar «académica». Pero que un filósofo intervenga en la política suscita, por el contrario, espinosas cuestiones y es un hecho que ofrece el flanco a toda suerte de «ataques», por lo pronto interpretativos, pero también de otra índole, más contundentes -y esto sucede de manera especial en tesituras tan conflictivas como las que rodearon la vida y la figura de Ortega-. Naturalmente, hay numerosos antecedentes históricos de este hecho, desde los orígenes mismos de la filosofía, y alguno de ellos mencionaré luego, aunque seguramente están en la mente de todos.

Hablemos, pues, un poco de la actuación política de Ortega, en el sentido lato y en el más estricto de la palabra, es decir, en las dos formas antes señaladas, y que pueden tener, por lo pronto, una delimitación cronológica bastante precisa: la primera, hasta la constitución de la Agrupación al Servicio de la República; la segunda, desde esta fecha hasta la disolución de la misma o, si se quiere, hasta la publicación en El Sol, el 9 de diciembre de 1933, del último artículo político de Ortega en este período, el titulado «En nombre de la nación, claridad». (Después estableceremos algunas subdivisiones dentro de la primera etapa.) En realidad, la retirada definitiva de Ortega de la política se produce a fines de agosto de 1932; es decir, no sólo mucho antes de la aparición del mencionado artículo, sino también antes de la fecha de disolución de la Agrupación -29 de octubre de 1932.

Algunos hacen comenzar esa primera etapa con la fundación de la Liga de Educación Política Española (1914) y su presentación en el teatro de la Comedia con una famosa conferencia de Ortega: Vieja y nueva política. Otros (Marías, por ejemplo) se remontan más atrás, a la conferencia La pedagogía social como programa político, pronunciada en Bilbao en 1910. Yo retrocedería incluso algo más, a algunos artículos de 1908, y en particular al titulado «La conservación de la cultura», publicado en la revista Faro (fundada también por Ortega) el 8 de marzo de ese año1. Ese artículo, en efecto, preludia ya, en formato menor, Vieja y nueva política, sobre todo en cuanto a la concepción de la política como educación, idea básica e inspiración efectiva de toda la acción política de Ortega. En él se afirma taxativamente: «la función central de la política debe ser la educación» (O. C., I, 43), y se habla repetidamente de «pedagogía política», pero además se pide un ideal moral para España; se postula, como un deber, un nuevo liberalismo; se establece que la misión del pensador es «anticipar ideales y educar según ellos los corazones», y se demanda con singular energía la europeización de España, en nombre de un auténtico patriotismo y como exigencia precisamente de un también auténtico liberalismo. Esto es, una europeización que no sea imitación servil, sino integración espiritual de España en Europa, en el sentido de que España asimile espiritualmente a Europa, que cumpla su misión europea. Como se ve, ahí está ya casi completo el repertorio de ideas básicas que, desarrolladas, van a constituir las directrices de toda la acción política orteguiana. Se dice, y es verdad, que en esta concepción de la educación -o «pedagogía»- social como programa político Ortega estuvo influido por su maestro Natorp. Pero para mí es evidente que, sin Natorp y sin Marburgo, Ortega hubiera llegado por sí mismo -es más, llegó de hecho- a esta idea, que en él tiene ya, y tendrá cada vez más, un sentido propio y libre de los supuestos «escolares» de la de Natorp, y que es inseparable del significado esencial de toda su acción intelectual, de todo su pensamiento y de lo más profundo y definitorio de su personalidad. Por lo demás, esta idea la había recibido ya Ortega -salvando las oportunas distancias históricas de su concreta configuración, y tal como evidentemente le ocurriera al propio Natorp- de fuentes mucho más lejanas: de la misma Grecia, de la paideía socrática y de la politeía platónica, magisterios ambos de relevante importancia en la formación orteguiana. Sin olvidar, naturalmente, el propio movimiento «regeneracionista» español, especialmente Costa y la Institución Libre, etcétera.

Es cierto, sin embargo, que donde empieza ya la verdadera actuación política de Ortega, si no en la forma convencional de los políticos, en una nueva dimensión que, en cierto modo, la orienta en ese sentido, es, efectivamente, en ese acto fundacional de la Liga de Educación Política Española. ¿En qué consistió, pues, esa Liga? Veámoslo en la declaración de propósitos del prospecto de la misma. Se trata de «emprender una serie de trabajos destinados a investigar la realidad de la vida patria, a proponer soluciones eficaces y minuciosamente tratadas para los problemas añejos de nuestra historia, a defender, por medio de una crítica atenta y sin compromisos, cuanto va surgiendo en nuestro país con caracteres de aspirante vitalidad contra las asechanzas que mueven en derredor todas las cosas muertas o moribundas» (I, 300)2. Estos propósitos se condensan poco después en esta fórmula: «Para nosotros, por tanto, es lo primero fomentar la organización de una minoría encargada de la educación política de las masas» (I, 302). Y se explicitan más adelante: «Por esto, la obra característica de nuestra Asociación ha de ser el estudio al detalle de la vida española y la articulación, al pormenor, de la sociedad patria con la propaganda, con la crítica, con la defensa, con la protesta y con el fomento inmediato de órganos educativos, económicos, técnicos, etc.» (I, 305). En cuanto a las ideas madres de la Asociación, contenidas en la conferencia de Ortega y en el prospecto, tengo que limitarme a poco más que señalarlas, pues no hay espacio para otra cosa. En síntesis son las siguientes:

Ante todo, la contraposición entre las dos concepciones de la política a que responde el título mismo de la conferencia: Vieja y nueva política. La vieja es la de los partidos, los gobiernos, los hombres y las instituciones de la Restauración; la representada, en suma, por la España oficial, «inmenso esqueleto de un organismo evaporado»: «todos los organismos de nuestra sociedad -que van desde el Parlamento al periódico y de la escuela rural a la Universidad-»... «Una España oficial que se obstina en prolongar los gestos de una edad fenecida y otra España aspirante, germinal, una España vital, tal vez no muy fuerte, pero vital, sincera, honrada, la cual, estorbada por la otra, no acierta a entrar de lleno en la historia». «Dos Españas que viven juntas y que son perfectamente extrañas». Este le parece a Ortega el «hecho máximo de la España actual» y la clave de «la enorme gravedad de la situación»: el divorcio de todas las instituciones y entidades formales del Estado y de la vida política y el cuerpo vivo -aunque no demasiado- de la nación, de la sociedad. Pero no hay que atribuir -como hacía Costa- «la mengua de España a los pecados de las clases gobernantes, por tanto, a errores puramente políticos». Los abusos son dolencias localizadas que puede soportar el resto sano del organismo. Pero si las clases gobernantes, durante siglos, han gobernado mal es «porque la España gobernada estaba enferma como ellas». «Toda una España -con sus gobernantes y sus gobernados-, con sus abusos y con sus usos, está acabando de morir». Más aún: la España oficial, pura «apariencia y caparazón de la España de hoy», está ya muerta.

Frente a ella, la nueva política sólo tiene que «obligarla a ocupar su sepulcro en todos los lugares y formas donde la encuentre y pensar en nuevos principios afirmativos y constructores» (I, 275). Para ella lo «único importante» debe ser «el aumento y fomento de la vitalidad de España» (I, 276). Porque no es el Estado sólo el que está enfermo, sino la misma «sustancia nacional», y eso quiere decir que la política por sí sola «no es la solución suficiente del problema nacional, porque éste es un problema histórico» (Ibidem). Por eso, esta «nueva política tiene que ser toda una actitud histórica» (Ibidem). El Estado y la sociedad española «es posible que entren en conflicto», y cuando esto suceda hay que estar preparados «para servir a la sociedad frente al Estado» (Ibidem). Se ve claramente que hay una «diferencia radical entre la Liga y los partidos» existentes, tan radical que aquélla no es un partido y que la política que se propone hacer es algo más que una política: es la empresa -como dice Ortega- de suscitar una nueva actitud histórica de España. Y para empezar, emprender «el conjunto de labores cuyo fin sea el aumento del pulso vital de España». Una tarea, como se ve, no sólo esencialmente educativa, sino casi terapéutica. Ortega habla de «la raza casi exánime», etc., etc. De modo que, por un lado, divergencia total entre las dos Españas: la Restauración -«panorama de fantasmas»- está muerta y la España todavía viva ha entrado en una época de incompatibilidad, más aún, de incomunicación total con ella; pero, por otro lado, acción enérgica sobre la exigua vitalidad de esa segunda España.

Ahora bien, para echar a andar hay que partir de donde estamos y de lo que tenemos, y operar sobre ello. La nueva política debe ser flexible y adaptarse funcionalmente a la realidad si quiere ser eficaz. «Se trata de estructurar la vida española» mediante esa acción enérgica sobre sus «restos de vitalidad», y para ello hay que empezar «a trabajar en la España que encontramos. Somos», pues, «monárquicos, no tanto porque hagamos hincapié en serlo, sino porque ella -España- lo es. No vemos en la Restauración sólo el fracaso de la Monarquía, sino también el de los republicanos». Y Ortega pide a la Monarquía, «no sólo que haga posible el derecho y que se recluya en la Constitución, sino mucho más: que haga posible el aumento de la vitalidad nacional. No somos, pues, monárquicos porque dejemos de ser republicanos; no somos, no podemos ser, no entendemos que se pueda ser definitivamente lo uno ni lo otro. En esta materia no es decorosa al siglo XX otra postura que la experimental» (I, 290-291). Y Ortega resume en una fórmula, «tal vez ruda», pero la única que considera «digna, seria y patriótica», el sentido verdadero de esta posición: «vamos a actuar -dice- en la política como monárquicos sin lealismo. La Monarquía es una institución y no puede pedirnos que adscribamos a ella el fondo inalienable, el eje moral de nuestra conciencia política. Sobre la Monarquía hay por lo menos dos cosas: la justicia y España». Y agrega esta frase lapidaria, que condensa en apretadísima síntesis el sentido político entero de la proyectada empresa: «Necesario es nacionalizar la Monarquía» (I, 292). Llamo la atención sobre esta frase, que contrasta con otra no menos lapidaria, y mucho más conocida y citada, por ser la que abrió, dieciséis años después, la última y más intensa etapa de la actuación política de Ortega, o, si se prefiere -es lo mismo- la que cerró aquella que se inicia en este momento que comentamos: «Delenda est Monarchia» («El error Berenguer», en El Sol, 13 noviembre, 1930). Con esta frase se cierra el crédito abierto por Ortega a la Monarquía al proponerle que se «nacionalice». En los dieciséis años transcurridos han pasado bastantes cosas en España y fuera de ella, pero la Monarquía no ha sabido, o no ha querido, o no ha podido, «nacionalizarse», y Ortega piensa que ya no le es posible hacerlo, que los acontecimientos españoles han llegado a un punto límite y que, por consiguiente, hay que cancelar aquel crédito y, simultáneamente, abrir otro. ¿A quién? Evidentemente, a la República. (Veremos luego lo que este nuevo «crédito» orteguiano duró y cómo -a su vez fue cancelado.) Por supuesto, Ortega pidió muy pronto a la República lo mismo que había pedido a la Monarquía, puesto que el desideratum político seguía siendo el mismo, es decir, pidió la «nacionalización de la República». Vemos, pues, cómo hay una constante en el pensamiento político de Ortega, una idea que no le abandonó nunca a lo largo de toda su vida y que guió siempre también su actuación política, en los momentos en que ésta tuvo lugar: la idea de nación, o, mejor, de «nacionalización» del Estado y de la sociedad españoles. Lo cual implica, naturalmente, la aguda -y dolorosa- percepción de la correspondiente carencia fundamental en el corpus nacional; una carencia tan fundamental que impidió que éste se constituyese con la mínima cohesión necesaria para poder ser llamado con propiedad tal corpus. Ortega analizó magistralmente, como es sabido, esta carencia, que llegó a adquirir a sus ojos la gravedad del peor morbo nacional, en numerosos escritos, bajo la especie del «particularismo» y la «invertebración» de España. No es posible analizar aquí esta idea, riquísima de contenido, por sus implicaciones y conexiones, bajo su aparente simplicidad. En el texto que ahora comentamos (Vieja y nueva política, 1914) aparece en esencial articulación con otra, igualmente permanente en el pensamiento político de Ortega: la de liberalismo, con la cual sucede algo semejante que con la anterior, hasta el punto de que ambas integrarán el lema de la ambiciosa empresa proyectada: «Liberalismo y nacionalización propondría yo como lemas a nuestro movimiento» -escribe Ortega-. «Pero ¡cuánto no habrá que hablar, que escribir, que disputar hasta que estas palabras den a luz todo el inmenso significado de que están encintas!» (I, 299). En efecto, la idea de «nación» -y la de «nacionalización», que se da en función de ella- sustenta y vivifica todo el pensamiento político de Ortega, como decía, subordinando a ella toda otra doctrina o concepto, en un sentido preciso que no hay tiempo de explicar, pero que le imprime el dinamismo histórico requerido, no sólo porque la nación es la forma fundamental en que en las épocas Moderna y Contemporánea ha cristalizado la auténtica vida comunitaria o social, sino también por algo que trasciende incluso esta delimitación histórica y la proyecta a lejanías temporales de difícil circunscripción, en tanto en cuanto cobra, diríamos que ejemplarmente, el significado de algo que no es una forma estática, sino una empresa, un proyecto, colectivo, por supuesto, pero auténticamente real y vivo, una especie de «organismo» con entidad propia. Por ejemplo, refiriéndose a Roma -y citando a Momsen-, dice en España invertebrada: «La historia de toda nación, y sobre todo de la nación latina, es un vasto sistema de incorporación» (España invertebrada, Madrid, 1981, p. 28). «En toda auténtica incorporación, la fuerza tiene un carácter adjetivo. La potencia verdaderamente sustancial que impulsa y nutre el proceso es siempre un dogma nacional, un proyecto sugestivo de vida en común» (Ob. cit., p. 33). Etc.

En cuanto al liberalismo, más que de una idea propiamente dicha, se trata de una «emoción» (Ortega utiliza mucho esta expresión en este período, aunque quizá lo que quiere decir es lo que luego llamó un temple), o de una idea, si se quiere, pero no cualquiera, sino con un alcance casi de concepción del mundo -o, por lo menos, de la vida-. O, como dirá después Ortega, «antes que una cuestión de más o menos en política, es una idea radical sobre la vida: es creer que cada ser humano debe quedar franco para henchir su individual e intransferible destino» (El Espectador, VIII, 1930, II, 740). Ahora bien, «esta perenne emoción» no es una actitud rígida, sino que «necesita en cada jornada de su histórico progreso un cuerpo de ideas claras e intensas donde encenderse. Cuando se desplazan los problemas materiales y jurídicos de la sociedad, cuando varía la sensibilidad colectiva, quedan obligados los verdaderos liberales a trasmudar sus tiendas, poniendo en ejercicio un fecundo nomadismo doctrinal. Por esta razón es hoy ineludible para el liberalismo hacer almoneda de aquellas ideologías que le han impulsado durante un siglo» (II, 303). No necesito encarecer la enorme importancia que tiene esta declaración, tanto para entender la verdadera índole del liberalismo como la línea que en algún punto ha podido parecer inconsistente de la trayectoria política orteguiana y que, por el contrario, ha sido de una perfecta coherencia a lo largo de toda su vida. Pues se trata no menos que de un principio aplicable a todas las demás ideas básicas de su pensamiento y de su actuación políticos, e incluso, más allá de éstos, a toda su evolución filosófica: es el principio de la historicidad y de la circunstancialidad de todo lo específicamente humano elevado a norma de verdad. En efecto, esa línea política orteguiana ha sido siempre liberal, nacional y europeísta -en fecundísima síntesis-, pero imprimiendo a estos términos una modulación significativa nueva -y perfectamente acorde, repito, con su pensamiento filosófico, opuesto a todo relativismo (tanto como a todo racionalismo)- e inyectándoles, por tanto, el peculiar dinamismo de la ocasionalidad y circunstancialidad que historiza estos conceptos y los mantiene vivaces. En este momento concreto de 1914, Ortega cree que la forma individualista del liberalismo decimonónico resulta ya enteca y no válida para la complejidad de los problemas y el ánimo público del siglo XX. Por ejemplo, hoy -es decir, entonces- incluye los principios «del socialismo y del sindicalismo en lo que éstos tienen de no negativos, sino de constructores» (II, 292), es decir, «dejando a un lado sus utópicos ademanes y la rigidez de sus normas». En este sentido, «no dudaríamos en aceptar todas sus afirmaciones prácticas», pero «no podemos coadyuvar a sus negaciones». También aquí, naturalmente, incide el principio de la «nacionalización» -como incide en el problema del ejército, en el del clero e incluso en la cuestión obrera: y «no acertamos a separar la cuestión obrera de la nacional» (II, 303)-. De acuerdo con estos principios, Ortega delimitará también nítidamente, más adelante, la distinción entre liberalismo y democracia, conceptos que «se nos confunden en las cabezas y, a menudo, queriendo lo uno gritamos lo otro». «Democracia y liberalismo son dos respuestas a dos cuestiones de derecho político completamente distintas. La democracia responde a esta pregunta: ¿Quién debe ejercer el Poder público? La respuesta es: [...] la colectividad de los ciudadanos [...]. El liberalismo, en cambio, responde a esta otra pregunta: ejerza quienquiera el Poder público, ¿cuáles deben ser los límites de éste? [...]». «Se puede ser muy liberal y nada demócrata, o viceversa, muy demócrata y nada liberal». «Las antiguas democracias eran poderes absolutos, más absolutos que los de ningún monarca europeo de la época llamada "absolutista"». «Sería, pues, el más inocente error creer que a fuerza de democracia esquivamos el absolutismo. Todo lo contrario. [...] Así, cuando en Rusia se ha querido sustituir el absolutismo zarista, se ha impuesto una democracia no menos absolutista. El bolchevique es antiliberal «No hay autocracia más feroz que la difusa e irresponsable del demos»3 («Notas del vago estío. V. Ideas de los castillos: liberalismo y democracia», II, 416-417). Y son bien conocidas sus puntualizaciones en «Democracia morbosa» (1917), artículo que inicia el tomo II de El Espectador: «La democracia como democracia, es decir, estricta y exclusivamente como norma del derecho político, parece una cosa óptima. Pero la democracia exasperada y fuera de sí, la democracia en religión o en arte, la democracia en el pensamiento y en el gesto, la democracia en el corazón y en la costumbre, es el más peligroso morbo que puede padecer una sociedad» (II, 133). «Como la democracia es una pura forma jurídica, incapaz de proporcionarnos orientación alguna para todas aquellas funciones vitales que no son derecho público, es decir, para casi toda nuestra vida, al hacer de ella principio integral de la existencia se engendran las mayores extravagancias» (II, 134). Estas palabras tienen como trasfondo, y como contexto, el enorme tema orteguiano de la creciente socialización, masificación y politización del hombre, al que no podemos ahora ni asomarnos, pero sin cuyo conocimiento no se pueden entender bien -ni lo pretendo ahora- las ideas ni los actos políticos de Ortega. Volviendo a Vieja y nueva política y a la Liga de Educación Política, hay que destacar la importancia de su fecha, 1914, para la vida, no solamente política, sino también intelectual, de Ortega. Como ha señalado muy bien Marías, «es la fecha en que Ortega "se da de alta" en la vida pública española» (Ortega I, 235). Pero es también la fecha de las Meditaciones del Quijote, su primer libro, cuya significación como verdadera iniciación plena -y casi programática- de su pensamiento filosófico original es bien conocida. Marías subraya también que en el manifiesto de la Liga Ortega, por vez primera, inicia «una acción propiamente política» y ejerce «una función transpersonal», hablando, no con su voz individual, sino como representante de su generación, lo cual es cierto, a mi juicio, sólo hasta cierto punto. Es verdad que Ortega -que no es político- inicia aquí una acción «política», ciertamente, pero muy sui generis -como he indicado ya-, y que para ella convoca a un grupo, muy limitado y minoritario y muy cualificado, no se olvide, de personas de su generación, haciéndose, como portavoz de aquél, intérprete de ésta, o, por mejor decir, de lo que considera el deber histórico de ésta. Pero, bien entendido, todo el pensamiento que subyace a esta actitud, incluida, por supuesto, la idea misma de generación y de su significado histórico, es personal. Él cree, desde luego -y actúa en consecuencia-, que en una época crítica -en este caso, la suya (pero que, a tales efectos, es todavía en grado superior la nuestra)-, las minorías están obligadas a poner en claro lo que, cubierto por una capa de tópicos, está latente en el fondo de las grandes masas como su auténtico sentir y querer, es decir, hacer lo que, según Fichte, constituye «el secreto de toda política»: declarar lo que es. El pensador de ideas originales se inhibe, efectivamente, hasta cierto punto, en esta acción, para limitarse a ser el «partero» -otra resonancia socrática- de lo que la sociedad lleva en su seno, esto es, ayudarla a ser fiel a sí misma. Hay situaciones históricas -justamente las épocas críticas- en las que esta incapacidad de una sociedad para alumbrar lo que lleva en su fondo -por diversas carencias: falta de «poder reflexivo», «de solaz» o de valor- requiere esa acción esclarecedora de las minorías pertenecientes a una generación determinada, para que ésta pueda evitar el condenarse a histórica esterilidad por no haber tenido el valor, precisamente, de «ser fiel a sí misma» ayudando a serlo a la sociedad entera. Estas son entonces «generaciones decisivas», que tienen el deber de «acudir a una brecha», arriesgando, si no lo hacen, no sólo su propio fracaso como generación, sino con él, lo que es más grave, el fracaso definitivo de su pueblo4. Ortega piensa que, en el caso de España, la generación en la que ha recaído ese destino histórico es la suya, y que el momento crítico preciso para iniciar su actuación es, justamente, aquel en que España se encuentra por estas fechas, es decir, el estado de atonía, de falta de pulso, de profunda inconsciencia, de desmoralización y desesperanza. Por eso apela a ella, convocándola a esa labor colectiva -aunque minoritaria por lo pronto, no se olvide- de la Liga de Educación Política. Pero -repito de nuevo- todo el pensamiento que inspira la Asociación y sus propósitos es inseparable de la visión personalísima -aún más, es parte de ella- que Ortega tiene del hombre, del mundo, de la sociedad y de la vida. (En esto, como en todo, Ortega actúa como guía de su generación.) Ortega advirtió desde muy pronto, casi desde el comienzo de su vida intelectual adulta -aunque la advertencia sólo llegase a configuración precisa y a efectividad ejecutiva, como resultado de un proceso de maduración de varios años, en 1914-, advirtió, digo, la necesidad de un radical cambio de actitud ante la cosa pública, de emprender un nuevo camino, de arrumbar al desván de los trastos inútiles todas las bambalinas de la Restauración, cuanto de negativo e inerte -que era casi todo- caracterizaba al inmediato pasado -y, por tanto, aún al presente- político español. La «España vital», y sobre todo sus minorías, sienten, más o menos oscura o conscientemente, esta necesidad. Las distintas tendencias del regeneracionismo, la conciencia dolorida del 98, los brotes promisores, aunque aún esporádicos y dispersos, de una nueva sensibilidad -la Institución Libre de Enseñanza, pensadores como Unamuno, investigadores como Cajal, escritores del 98, etc.- lo atestiguan en formas diversas. Y esa necesidad española la ve Ortega inserta en una situación histórica de ámbito mucho más amplio, de toda la vida occidental, que se dispone a ingresar, con el siglo, en una nueva época que es, por lo pronto, la apertura de una gran crisis. La peculiar crisis política española va insaculada, y va a estar necesariamente condicionada, por la gran crisis mundial que representa la salida de la «modernidad» a otra sensibilidad, a otra visión del mundo en definitiva: la del siglo XX.

Palabras posteriores de Ortega, en diversos momentos, interpretan, en diferentes contextos y grados de claridad, esta visión suya tan temprana. Elegiré unas que lo hacen especialmente patente: «La crisis interior de España y la exterior del mundo europeo nos imponen la necesidad de movilizarnos, de emprender ruta nueva [...]. Ni hay que echar un pregón para que se encuentre ese proyecto de vida histórica. Basta con volver la vista a la realidad nacional y enfrentarla con la situación del mundo. Nadie es tan ciego que no vea por todas partes la germinación de grandes cambios [...]. Una nueva organización de las naciones y un nuevo tipo de hombre medio se preparan dondequiera. La batalla que, cruenta o sin sangre -guerra o concurrencia-, constituye la historia se sitúa en nivel de existencia más alto que el del siglo último» («La conquista del nivel», El Sol, 28 de diciembre de 1927, O. C., XI, 194-195).

Es en esta perspectiva como hay que situar y enjuiciar la actuación política de Ortega. A la luz de estos planteamientos iniciales se hace clara e inteligible, y se justifica plenamente, toda su trayectoria ulterior. Sería muy fácil demostrarlo con citas textuales y con constatación de hechos concretos. Pero no hay tiempo para ello. Lo que es evidente es que para Ortega lo importante de la reforma política española no radicaba en la de las instituciones o el aparato formal del Estado, que para él representaba una acción superficial -aunque ni mucho menos superflua ni indiferente-, sino en una transformación profunda de la sociedad española, del hombre español, tarea a la que consagró su vida y su tremendo esfuerzo intelectual íntegros, y de la cual la acción política propiamente dicha no constituyó más que una pequeña parte. Y esto nos retrotrae a las preguntas con que inicié estas reflexiones.

A la primera pregunta -qué espacio de su vida ocupó la actuación política de Ortega-, ya casi se ha contestado: desde 1914 hasta 1932. Claro que no es una acción continua. Pero su acción política práctica en sentido estricto -aunque con las salvedades que ya se han señalado- es brevísima, pues sólo dura de febrero de 1931 a agosto de 1932.

Para un estudio más pormenorizado habría que tener en cuenta, por lo menos, las siguientes etapas o fases de esa línea de actuación:

Primera etapa: De 1907-1908 a 1914: Artículos en El Imparcial, El Faro, etc., de 1908 a 1910; conferencia en la Sociedad «El Sitio» de Bilbao: La pedagogía social como programa político (1910); nuevamente artículos -tras el interregno del segundo viaje a Marburgo- de 1912 a 1914.

Segunda etapa: (1914-1917). 1914: Liga de Educación Política y conferencia en la Comedia sobre Vieja y nueva política, Meditaciones del Quijote; 1915: fundación y dirección de la revista España; 1916: primer volumen de El Espectador -y, con él, primera retracción a la vida puramente intelectual, que se prolonga hasta 1917.

Tercera etapa (1917-1923). 1917: publicación en El Imparcial del artículo «Bajo el arco en ruinas», reacción a la rebelión de las Juntas de Defensa del Arma de Infantería, con la caída del gobierno de García Prieto y la formación del contemporizador de Dato, en el que pide Cortes Constituyentes; fundación de El Sol con Nicolás María Urgoiti como consecuencia de ese artículo; reanudación de artículos políticos; 1921: España invertebrada (en ese mismo año funda, también con Urgoiti, la Editorial Calpe).

Cuarta etapa: (1923 a 1930-31). 1923: fundación de la Revista de Occidente, publicación situada totalmente de espaldas a la política; Dictadura de Primo de Rivera; El tema de nuestro tiempo -nueva retracción de la política: 1924-1925-; 1927: Mirabeau o el político; 1927-1928: La redención de las provincias (colección de artículos en El Sol editada en volumen en 1931); 1929: La rebelión de las masas; 1930 (15 de noviembre): «El error Berenguer» (en El Sol), con su final: «Delenda est Monarchia!».

Quinta etapa: (1931-1933). 10 de febrero de 1931: «Manifiesto de la Agrupación al Servicio de la República» (en El Sol), firmado por Ortega, Marañón y Pérez de Ayala; 14 de febrero de 1931: presentación de la Agrupación en Segovia (los firmantes, Machado y Rubén Landa); 9 de septiembre de 1931: «Un aldabonazo» (artículo en Crisol), con su final: «¡No es esto! ¡No es esto!»; 6 de diciembre de 1931: Rectificación de la República (conferencia en el cine de la Ópera); fines de agosto de 1932: Ortega suspende toda su actuación política; 29 de diciembre de 1932: Manifiesto que disuelve la Agrupación (en Luz) 3 y 9 de diciembre de 1933: «¡Viva la República!» y «En nombre de la nación, claridad» (últimos artículos de despedida, en El Sol; el último termina con el epígrafe «El derecho a la defensa de la República»: «¡España, por una vez agárrate bien a tu sino!»).

A la segunda pregunta, la de cuál fue el sentido de la actuación de Ortega en la política, o por qué y para qué la hizo, también creo que se ha respondido, o, al menos, se han dado las claves para tal respuesta, en lo que llevo dicho. Se podrían resumir ahora diciendo que Ortega interviene o, por el contrario, deja de intervenir en la política por las mismas razones por las que hace otras muchas cosas (periodismo, tareas editoriales, etc.) que no son las que se supone estrictamente propias de un filósofo -que es lo que Ortega ante todo y sobre todo fue-, es decir, por razones profundamente éticas y patrióticas o, si se prefiere, en su propio lenguaje, por razones de estricta «salvación de su circunstancia». Razones que no son otras que las exigidas -aunque parezca paradójico- por su propia actividad intelectual, e incluso requisitos esenciales de su filosofía (esto habría que explicarlo largamente, cosa no factible aquí pero que he intentado hacer en otros lugares). Por eso, todas sus actuaciones políticas van acompañadas de una amplia orla justificativa.

Por último, nos queda la tercera pregunta: ¿en qué medida puede decirse que la actuación política de Ortega fuese un fracaso o un éxito, o ni una cosa ni otra? Esta pregunta enlaza directamente con la anterior, en cuanto que implica la cuestión, bastante bizantina por cierto, de si Ortega fue o no un político. En esta cuestión se ha solido cometer el mismo quid pro quo: juzgar la actuación política de Ortega como si fuera la de un político, medirla con el mismo rasero que la de éstos, cuando la verdad es que ni lo fue ni pretendió serlo nunca, y así lo declaró taxativamente en todo momento, incluso en los de su más directa actividad político-práctica. Hay que decir a este respecto que la actuación política de Ortega durante la República no sólo fue breve, sino que se mantuvo siempre en un discreto segundo término. Sería un interesante ejercicio cotejar las actividades políticas de Ortega con sus simultáneas tareas estrictamente intelectuales, docentes, etc. Se vería entonces con toda nitidez el papel que la política sensu stricto ha desempeñado en la vida de Ortega y su articulación precisa dentro de la totalidad de su pensamiento y de su acción íntegra como «salvador de su circunstancia». Otros plantean la cuestión en términos más sutiles o más matizados y hablan de una «vocación» política de Ortega (así, Marías y Gaos). Yo no creo tampoco que en Ortega hubiese verdadera vocación política. Quizá mi discrepancia se funde en una mera «cuestión de palabras» -especialmente en el caso de Marías creo que de eso se trata- o de matiz semántico en cuanto al término «vocación». En el sentido fuerte de este término creo que, rotundamente, en Ortega no hay tal vocación. Es más: creo que hay más bien lo contrario. O mejor, no es que lo crea, sino que me atengo a su explícito y terminante testimonio en multitud de lugares de su obra, y aun a los hechos de su propia acción pública -y, por supuesto, a mi experiencia personal de trato y conversación con él-. He aquí algunos botones de muestra, entre infinidad de otros: Ortega funda en 1915 la revista España, muy vinculada en su propósito a la Liga. Pero ya en 1916 funda El Espectador, I -febrero, 1916-, que se inicia con estas palabras-: «La vida española nos obliga, queramos o no, a la acción política. El inmediato porvenir, tiempo de sociales hervores, nos forzará a ella con mayor violencia. Precisamente por ello, yo necesito acotar una parte de mí mismo para la contemplación». Después califica a la política de «pensar utilitario», de «actividad espiritual secundaria», aunque no podemos prescindir de ella. «Mas cuando la política se entroniza en la conciencia y preside toda nuestra vida mental, se convierte en un morbo gravísimo». Y es un morbo porque -dice- nos hará confundir la utilidad con la verdad, lo cual es la definición misma de la mentira (II, 15-16). Y, tras revelarnos que ha buscado «con mirada suplicante de náufrago», con verdadera necesidad, respirar aire de almas veraces, nos confiesa que no ha encontrado en derredor suyo «sino políticos, gentes a quienes no interesa ver el mundo como él es, dispuestos sólo a usar de las cosas como les conviene». «El Espectador» -agrega- «tiene en consecuencia una primera intención: elevar un reducto contra la política para mí y para los que comparten mi voluntad de pura visión, de teoría» (II, 15-16). Y en Mirabeau o el político (1927): «Hay que decidirse por una de estas dos tareas incompatibles: o se viene al mundo para hacer política o se viene para hacer definiciones» (III, 614). La necesidad de actividad, de acción torrencial: «He aquí lo más característico en todo gran político [...]. El intelectual no siente la necesidad de la acción. Al contrario: siente la acción como una perturbación que conviene eludir, y sólo cuando es forzoso, a regañadientes y de mala manera, ejecutar» (II, 616). «Hay, pues, dos clases de hombres»: políticos e intelectuales (II, 617). A cada clase de hombre, viene a decir, su moral, su bondad, y la bondad del intelectual es el esfuerzo por la verdad. Por eso «le sobrecoge siempre ese don de la mentira que posee el gran político», su existencia radica «en el esfuerzo continuo por pensar la verdad y una vez pensada decirla [...]. Este es el máximum de acción que al intelectual corresponde: una acción que es en rigor una pasión» (II, 619). Los rasgos caracterológicos del político los resume Ortega así: «impulsividad, histrionismo, imprecisión, pobreza de intimidad, dureza de piel» (II, 620-21). Aunque añade que el político, el buen político, necesita además ciertas dotes intelectuales y una mente clara, y pone como paradigma a César. Pero confiesa que ello es extremadamente difícil. Y en «No ser hombre de partido», artículo de 1930, encontramos esta muestra: «Una de las cosas que más indignan a ciertas gentes es que una persona no se adscriba al partido que ellas forman ni tampoco al de sus enemigos, sino que tome una actitud trascendente de ambos [...]. A eso llama colocarse au dessus de la melée [...]. Yo creo, por el contrario, que esa exigencia de que todos los hombres sean partidistas es uno de los morbos más bajos, más ruines y más ridículos de nuestro tiempo» (IV, 75). Y así podrían seguir multiplicándose las citas indefinidamente. Lo que sintió Ortega por la política, pues, no fue en absoluto vocación, ni siquiera, como alguna vez se ha dicho (Gaos, por ejemplo), tentación -esto es evidente-, aunque, eso sí, en alguna ocasión de su vida se sintiese «llamado» a ella, pero no con la llamada de la «vocación», sino con lo que podríamos nombrar, tópicamente, como la «llamada del deber». Un deber para él no gozoso, como lo es el de la vocación, sino más bien «penoso» -también sobre ello hay testimonios numerosos del propio Ortega5-. Yo creo que este fenómeno se repite en todos los filósofos que, por diversas circunstancias, tuvieron en alguna ocasión que ejercer de «políticos» (y algunos de por vida, como Marco Aurelio), aun en aquellos que se suelen poner como ejemplo de esta vocación, cual es el caso de Platón. Creo que la actuación política siempre representó para ellos una interna violencia a la que se vieron compelidos por indeclinables presiones -o razones- éticas o situacionales, y que procuraron liberarse de ella en cuanto pudieron hacerlo sin menoscabo de sus deberes públicos, practicando la peculiar anábasis del filósofo, que es la retirada a la intimidad de su pensamiento. Ahora bien, esta anábasis se le ha reprochado a Ortega, así como su silencio antes, durante y después de la guerra civil. Sobre esto se han dicho y escrito, entre algunas cosas medianamente discretas, multitud de tonterías; cuando no algo peor. Valdría la pena -aunque quizá no excesivamente, la verdad sea dicha- poner en evidencia de una vez el vasto desconocimiento de la obra y la persona de Ortega sobre el que han venido funcionando todos estos grotescos tópicos. Mucho ha hecho ya sobre ello Julián Marías, en su caballeresco y bien lidiado combate contra los «antípodas», y algo también otros discípulos. Pero quizá se podría completar aún esa obra de esclarecimiento y de puesta de los puntos sobre las íes en ciertos aspectos menos atendidos, tanto de la vida como del pensamiento orteguianos. Y uno de ellos sería éste del silencio ante la guerra y posguerra civil, y su retirada de la política. Habría que recordar entonces cómo con la República, y en un proceso muy rápido desde su proclamación, se exacerbó hasta extremos que habían de resultar catastróficos el enfrentamiento derechas-izquierdas. Era la contradicción misma de todo lo que Ortega había venido predicando desde sus primeros escritos políticos, el revés táctico más brutal a las ideas cardinales de toda su concepción general de la vida pública y de todo su proyecto político concreto para España: liberalismo, nacionalización, «vertebración», concordia social, solidaridad en la empresa común con perspectiva histórica, europeización, etc.; es decir, elevación de la vida española pública y privada «al nivel de los tiempos». Ortega vio muy pronto, con tremenda alarma, el peligro creciente de que se perdiera la gran ocasión que significó el advenimiento de la República para ese cambio de rumbo radical de la vida española, cuya necesidad se venía sintiendo desde comienzos de siglo y a cuya orientación y perfilamiento contribuyó Ortega más que nadie en nuestro país con la presencia permanente de su voz y de su múltiple acción educativa e incitadora en la prensa, en el libro, en la tribuna pública, en la cátedra, en sus diversas «fundaciones»; parte de todo lo cual, sólo parte, fue su copioso comentario periodístico a la vida política desde 1907-1908 hasta diciembre de 1932, más sus numerosas aportaciones doctrinales. A las que ya he mencionado habría que añadir, después de 1933, por lo menos, Historia como sistema y Del Imperio romano (1941), Una interpretación de la historia universal. En torno a Toynbee (1948-1949), El hombre y la gente (1949-1950), Meditación de Europa (1949-1953) y Pasado y porvenir para el hombre actual (1951-1954). Una vez instaurada la República, Ortega desde muy pronto alzó su voz para advertir a sus gestores políticos -tanto de izquierdas como de derechas, no se olvide- de los peligros a que la exponía el rumbo muy pronto iniciado. He aquí, en sus propias palabras, el balance de su disentimiento: «El que grita [o sea, él mismo -el pasaje es de su penúltimo artículo "¡Viva la República!", 3 de diciembre de 1933-] se sintió en radical desacuerdo desde el día siguiente al advenimiento de la República con la interpretación de ésta y la política que iniciaban sus gobernantes [...] ya el 13 de mayo [1931] protesté airadamente, junto a Marañón y P. de Ayala, contra la quema de conventos, que fue una faena aún más que repugnante, estúpida [...] pero el 2 de junio publicaba yo un artículo titulado "Pensar en grande", invitando a tomar la República en forma y formato opuestos a los que empezaban a adoptarse. Y el 6 de junio, convocados a elección los ciudadanos, apareció otro artículo mío titulado "¡Las provincias deben rebelarse contra los candidatos indeseables!". El 25 del mismo mes, mi discurso electoral en León, donde, contra mi deseo, había sido presentado candidato, comenzaba así», y cita frases en las que se avergüenza del tono y la garrulería demagógica de toda la campaña electoral, y, luego, su artículo del 13 de julio: «Hay que cambiar de signo a la República». Y el 9 de septiembre este otro: «Un aldabonazo». Y el 6 de diciembre su discurso en el cine de la Opera Rectificación de la República.

No se le oyó. Su voz admonitoria se perdió en el creciente encrespamiento de las pasiones, en la ascendente marea del odio entre las «dos Españas» (esas «dos Españas» que surgían con la salida del marasmo de las otras dos que Ortega denunciara en su primera comparecencia en la arena política -una vez más se pasaba del marasmo al espasmo, de una España paralítica a una España epiléptica-). A fines de agosto de 1932, Ortega decide su retirada completa de la política. Según sus palabras, en esa fecha «suspendí mi actuación política, no sólo la parlamentaria, sino absolutamente toda, de suerte tal que nadie con verecundia puede sostener que desde esa fecha haya yo ejecutado acto alguno político de organización ni aun de simple opinión, paladino ni latente, directo ni indirecto, a flor de tierra o subterráneo» (carta al director de Luz, de 1 de abril de 1933, O. C., XI, 519). En esa misma carta recuerda su apelación de la Ópera «a la opinión y a los grupos políticos». «Pero ni la opinión ni los grupos políticos me hicieron el más mínimo caso», agrega. Algún tiempo después de su retirada, la Agrupación se disuelve, y sus diputados siguen distintos rumbos. La mayoría de ellos ingresaron en el Grupo Republicano Independiente de Sánchez Román y algunos ocuparon después cargos importantes: dos ministros -Vicente Iranzo y Pareja Yébenes-, tres subsecretarios -entre ellos, Justino Azcárate, que fue secretario de la Agrupación- y un embajador -Pérez de Ayala-. (Vid. el minucioso trabajo de Andrés Ortega Klein, nieto del filósofo, «Ortega, defensor de la República», en Historia 16, número 48.)

Se le ha reprochado a Ortega -como decía- esta retirada y su ulterior silencio durante y después de la guerra civil. Cuando estos reproches vienen de los extremistas de los bandos en pugna, no vale la pena prestarles atención, a no ser para mostrar que ellos mismos son la mejor justificación de ese silencio. Pero a veces se trata de juicios más serenos y totalmente respetables, surgidos incluso dentro del propio círculo orteguiano. Debo decir que no los comparto. Creo que el silencio de Ortega fue, no sólo perfectamente responsable -esto se da por supuesto-, sino que las razones con que lo justifica son totalmente válidas, y que a ellas hay que agregar otras que Ortega por pudor se calla. Ortega, como Don Quijote, «sabía quién era». Desde el momento en que se convenció de que su voz en el campo político era ya inútil, o poco menos, y de que el haber seguido emitiéndola hubiera comprometido y perturbado gravemente su primordial misión intelectual, decidió callar. Una decisión que para él debió de ser todo menos cómoda o inercial; debió de ser, en efecto, por el contrario, penosa y enérgica, como debió de ser duro el resistir -ya a lo largo de casi toda su vida- la tentación de revocarla.

Hay que juzgar a Ortega -mejor que juzgarlo, entenderlo- por la totalidad de su legado. Sólo en esa perspectiva de totalidad se puede advertir el verdadero significado de cada una de sus actuaciones particulares. Cuando pienso en el tiempo que le hubiera necesariamente robado el seguir hablando de política activa -responsablemente, se entiende, no digo ya el haber intervenido en ella de otro modo-, veo con evidencia que esta conducta nos hubiera privado de importantes partes de su obra de pensamiento, y, dada la escasa probabilidad de que su voz hubiera sido escuchada -para no hablar de sus seguras tergiversaciones y otras consecuencias no menos enojosas y nocivas-, no puedo menos de admirar y agradecer la profunda sabiduría de su decisión. Hay que tener en cuenta -insisto en ello- que la política activa constituyó en Ortega, como creo que queda bien probado, sólo una parte mínima, aunque en su momento necesaria, de su total acción educativa, la cual se desenvolvió en ocho o nueve dimensiones distintas que he tratado de especificar en otra ocasión. Creo que en ese silencio, como en su actuación anterior, Ortega fue una vez más fiel a su imperativo supremo: el de la autenticidad.

La lectura serena y meditada de la obra política de Ortega aporta muchedumbre de ideas que son aún sorprendentemente válidas para nuestra situación actual. Como en tantos otros aspectos vitales de su pensamiento, también aquí se adelantó a su tiempo, y sería un saludable ejercicio para orientarse en la desconcertada hora presente dedicar a esos textos suyos el tiempo necesario para esa lectura reflexiva capaz de practicar la inteligente traslación de sus visiones político-sociales a nuestras circunstancias de hoy. Quien se decida a hacerlo puede estar seguro de encontrar en ello inesperadas y reveladoras compensaciones.





Indice