Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice
Abajo

Regreso a Ramírez: el arte de la autobiografía

Carlos Fuentes





Muchos de los escritores aquí mencionados han escrito sobre sí mismos, desde Bernal Díaz del Castillo, que al hacer la crónica de la conquista de México hace la autobiografía del soldado Bernal. Contemporáneamente, casi todos han escrito sobre sus vidas, novelistas -García Márquez, Vargas Llosa-, irónicamente: Borges y yo, poéticamente: Pablo Neruda. Escogí hablar de Adiós, muchachos, la autobiografía de Sergio Ramírez, porque cierra y abre: se encierra en Nicaragua y su presente político. Se abre al mundo por la imaginación y la palabra.

Franco y reservado. Cándido y/o sagaz. Directo y calculador. Libérrimo y disciplinado. Devoto de su mujer, sus hijos, sus amigos. Intransigente con sus enemigos. Elocuente en el foro. Discreto en la intimidad. Firme en sus creencias éticas. Flexible en su acción política. Religioso en su dedicación literaria.

Todas las dimensiones de Sergio Ramírez aparecen en su autobiografía hablada para entregarnos a un hombre de complejidad extrema, disfrazada por la tranquila bonhomía externa y revelada por el ánimo creativo en constante ebullición. En rigor, la vida de Ramírez posee dos grandes laderas: la política y la literaria. No se entiende la primera sin la segunda, aunque ésta, la vocación literaria, acaba por imponerse a aquélla, la actuación pública. El transcurso de una vida y la tensión entre sus componentes le da a este libro no sólo su vigor, sino su serenidad. No sólo su acción, sino su imaginación.

Cuando visité por primera vez Managua en 1984, en medio del fervor de la fiesta revolucionaria, lo primero que me llamó la atención fue el carácter inacabado de la ciudad. Los destrozos del gran terremoto del año 1972 no habían sido reparados -ni por la dictadura somocista antes ni por la revolución sandinista ahora-. La Catedral era una ruina. Las calles no tenían nomenclatura. La ciudad le daba la espalda al lago. Lo usaba, además, para vaciar en él las aguas negras.

Pregunté a diversos funcionarios del sandinismo el porqué de este abandono. La respuesta estaba en sus miradas antes que en sus palabras. Nicaragua estaba en guerra. La pequeña nación centroamericana, tantas veces invadida y humillada por los gobiernos de los Estados Unidos de América, se defendía nuevamente contra el Coloso del Norte. El respaldo constante de Washington al dictador Somoza y sus delfines se había convertido en feroz oposición, ciega y arrogante, contra la modesta afirmación de independencia del régimen sandinista. Visité, con Sergio Ramírez, con la admirable Dora María Téllez, los hospitales llenos de niños mutilados y civiles heridos, víctimas de la Contra dirigida y armada por Washington.

¿Cómo no estar con este heroico grupo de hombres y mujeres que habían cambiado para siempre la ruta histórica -dictadura, humillación- de Nicaragua con una promesa de dignidad, por lo menos de dignidad? Bastaba esto para no indagar demasiado en pecados o pecadillos subordinados a dos cosas. Las políticas internas de la revolución; la campaña alfabetizadora, en primer lugar. Y sus políticas externas: la afirmación de la soberanía frente a Estados Unidos. Sergio Ramírez lo dice con belleza, nostalgia y anhelo: «Inspirados en un enjambre de sueños, mística, lucha, devoción y sacrificio, queríamos crear una sociedad más justa». Éste era el fin. Ramírez cuestiona hoy los medios: «pretendimos crear un aparato de poder que tuviera que ver con todo, dominarlo e influenciarlo todo».

Los sandinistas se sentían «con el poder de barrer con el pasado, establecer el reino de la justicia, repartir la tierra, enseñar a leer a todos, abolir los viejos privilegios… restablecer la independencia de Nicaragua y devolver a los humildes la dignidad». Era el primer día de la creación. Pero en el segundo día, el dragón norteamericano empezó a lanzar fuego por las narices. ¿Cómo iba a ser independiente el patio trasero, la provincia siempre subyugada? La política de Ronald Reagan hacia Nicaragua atribuía a los sandinistas fantásticas e improbables hazañas contra Norteamérica: el Ejército Sandinista de Liberación Nacional, dijo Reagan por televisión, podía llegar en cuarenta y ocho horas a Harlingen, Texas, cruzando velozmente Centroamérica, todo México y la frontera del Río Bravo. El agredido se convertía a sí mismo en agresor «potencial». No: la agresión real estaba en la guerrilla de la Contra, en los puertos nicaragüenses minados, en el desprecio total de Washington hacia las normas jurídicas internacionales. Nicaragua se vio obligada a defenderse. Pero, una vez más, la cuestión se planteó de modo radical. ¿Se defiende mejor a la revolución con medidas que limitan la libertad o con medidas que la extienden? La revolución sandinista intentó ambas cosas. Se equivocó al amordazar periódicos e imponer dogmas, sobre todo económicos que, con o sin agresión norteamericana, no habrían sacado a Nicaragua de la pobreza, sino que aumentarían la miseria. La reforma agraria fracasó porque no se escuchó a los interesados, los propios campesinos. No se le dio confianza suficiente a los que la revolución quería beneficiar. E innecesariamente, se le retiró la confianza a quienes no se oponían, sino que diversificaban, a la revolución: la incipiente sociedad civil.

En cambio, la revolución se impuso a sí misma la unidad a toda costa. «Dividirnos era la derrota. Los problemas de la democracia, de la apertura, de la tolerancia, iban a arreglarse cuando dejáramos atrás la guerra». Antes de la piñata, hubo la piña: todos los sandinistas unidos contra los enemigos reales e imaginarios, presentes o potenciales. Pero «uno se equivoca pensando que las amistades políticas tienen una dimensión personal, íntima». La unidad frente al mundo ocultaba las diferencias de carácter, agenda, sensibilidad y ambición dentro de este o cualquier otro grupo gobernante: revolucionario o reaccionario, estable o inestable. Al cabo, los dirigentes no sólo dejaron de escucharse entre sí. «Dejamos de escuchar a la gente». Los sandinistas, nos dice Ramírez, supieron entender a los pobres desde la lucha, pero no desde el poder. Se rompió el hilo entre el gobierno y la sociedad.

El modelo escogido no ayudó. Reflexiona Ramírez: «Probablemente con o sin la guerra, el sandinismo hubiera fracasado de todas maneras en su proyecto económico de generar riqueza, porque el modelo que nos propusimos era equivocado». ¿Habrá otro? Seguramente. ¿Faltó previsión, imaginación, información? Sin duda. Pero hoy que el mundo es incapaz de proponer un nuevo paradigma de desarrollo que evite los extremos del zoológico marxista y de la selva capitalista, ¿podemos criticarle a Nicaragua que no haya intuido proféticamente que es posible un capitalismo autoritario, como el que hoy practica China? Mejor haberse equivocado antes y no ahora.

La revolución trajo democracia y al cabo trajo corrupción. El código de ética que era el santo y seña de los jóvenes sandinistas fue destruido por los propios sandinistas. «Las fortunas cambiaron de manos y tristemente, muchos de los que alentaron el sueño de la revolución fueron los que finalmente tomaron parte en la piñata». Sergio Ramírez no se rebajó a recoger los cacahuates del poder. No se arrodilló ante el dinero. Tenía la fuerza de un proyecto propio, personal, irrenunciable: la literatura.

Porque Sergio Ramírez fue escritor antes, durante y después de la revolución. Sabía que los gobernantes pasan y los escritores quedan. Un presidente puede retirarse. Un novelista, jamás. Sergio Ramírez morirá con la pluma en la mano. Larga vida de aquí a la página final. Entre tanto, pródigamente, se suman las obras de un escritor que concierta niveles de proyección cada vez más amplios. Es nicaragüense, pero la naturaleza de su obra amplía y fortalece la idea de una literatura centroamericana que, a su vez, pertenece por derecho «del primer día» a la literatura latinoamericana que, al cabo, es sólo parte de la literatura mundial, la Weltliteratur propuesta por Goethe.

He escrito sobre Castigo divino, Margarita, está linda la mar y Catalina y Catalina. Veo en estas obras de ficción notables cualidades que ahora resumo. La ironía y la distancia. La intimidad y el humor. La capacidad de tomar el cobre de la crónica periodística y transformarlo en el oro de la imaginación verbal. El asalto a la solemnidad literaria mediante recursos cómicos que le conceden a la novela el revolucionario poder del habla diversificada, lejos del discurso monolingüe, monótono y centrípeto. Las ficciones cómicas de Ramírez son, por el contrario, multilingües, polisilábicas y centrífugas. Aquí entran la moda, la nota roja, el derecho, el cine, la medicina. Los sesos desparramados de Rubén Darío y los orines publicitarios de la viuda Carlota.

En el territorio de La Mancha, el vasto espacio de la lengua española, Ramírez recupera el eterno tema de Sarmiento y Gallegos: civilización y barbarie. Sus conclusiones son trágicas. No hemos domesticado a la barbarie. Seguimos capturados por la violencia impune. Entonces hay que darle una sonrisa humana, escéptica, irónica a la injusticia y a la barbarie. Los dos artistas supremos de Nicaragua en estos momentos son Sergio Ramírez y el pintor Armando Morales. Implícita en aquél, explícita en éste, la selva ronda, la violencia irrumpe, la sonrisa humaniza.

Sergio Ramírez habla por todos los escritores del mundo cuando afirma que «del oficio de escribir uno no se retira nunca. La escritura es una pasión, una necesidad, una felicidad». No hay escritores pensionados. Los gobiernos pasan. La literatura queda. ¿Quién recuerda los nombres de los secretarios del Interior norteamericanos, de los ministros de Agricultura franceses, de los presidentes municipales latinoamericanos del siglo XIX, para no ir más lejos? ¿Quién, en cambio, puede olvidar al oficinista Nathaniel Hawthorne, al bibliotecario Ricardo Palma, al eremita Gustave Flaubert?

Sergio Ramírez ejemplifica la vieja tensión latinoamericana entre nacionalismo y cosmopolitismo, entre «artepurismo» y «compromiso». La ejemplifica y la disuelve. La primera disputa la aclaró hace tiempo Alfonso Reyes: seamos generosamente universales para ser provechosamente nacionales. A partir de Borges y Neruda -opuestos en todo menos en su profunda vocación literaria-; a partir de la generación del boom; y ahora, tras el búmeran y el crack, la literatura latinoamericana no ha hecho sino confirmar la regla de Reyes. De Donoso y Edwards a Volpi y Padilla, nuestras letras son parte del patrimonio nacional, continental y universal. La antigua separación ha desaparecido. En el centro mismo de esa transición se encuentra Sergio Ramírez como profeta del pasado y memorialista del porvenir.

Añádase a esta ubicación irrenunciable la disolución de la querella -compromiso/artepurismo- a partir de la convicción, ejercida por Ramírez, de que la militancia política no es obligatoria sino producto de la opción razonada del escritor, cuya obligación colectiva se cumple, con creces, mediante el ejercicio de la imaginación y de la palabra. Una sociedad sin una u otra cae pronto presa de tiranías que, no sin razón, ven en el verbo y el sueño a sus peores enemigos, Thomas Mann en la hoguera nazi, Osip Mandelstam en el frigorífico soviético, dan fe de ello... Aunque, como suele decir Philip Roth, la diferencia es que las tiranías mandan a los escritores a los campos de concentración en tanto que las democracias los mandan a los estudios de televisión. A cada cual queda juzgar cuál veneno es más dañino.

Sergio Ramírez, sin perder nunca su primera vocación, la de escritor, atendió activamente a su segunda musa, la política. Tal es la entraña de este entrañable libro autobiográfico, en el que la revolución no aparece como un fracaso absoluto ni como un triunfo indiscutible, sino como lo deseaba María Zambrano: la Revolución es Anunciación. La revolución en profundidad, a semejanza de la libertad misma, no se cumplen totalmente, jamás: ambas son una lucha, palmo a palmo, por la cuota de felicidad posible que, dijo ya Maquiavelo, Dios nos ha dado a todos los seres humanos.





Indice