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El baile de Edgar Neville: una película en tres actos

Juan de Mata Moncho Aguirre

Universidad de Alicante

     Desde su primer estreno teatral en una sala comercial con Margarita y los hombres (1934), Edgar Neville se mantuvo alejado de los escenarios hasta su vuelta en 1952 con una elegante comedia de extraordinario éxito, El baile, la cual se erigió en «modelo de la mejor comedia española contemporánea»(18). Después de casi veinte años en que, tras la aventura de las versiones hispanas en Hollywood(19), se había volcado en las revistas de humor y la realización cínematográfica(20), en 1952 conoció Neville su gran éxito teatral. La obra El baile aparecía como una comedia sentimental «que no pretendía ser más que un canto al amor», en palabras de su protagonista, Conchita Montes, para quien había sido concebida y a la que ya quedaría para siempre identificada (VV.AA., 1977: 33-6). Interpretada por aquella dúctil actriz -inseparable de casi todo el teatro y el cine de Neville-, y con dirección escénica del propio autor, El baile triunfó por espacio de tres temporadas e, incluso, ella misma la representó en Londres junto a Dennis Price y allí permaneció seis meses en cartel.

     Con esa pieza, merecedora del Premio Nacional de Teatro de 1952, inició el comediógrafo una fórmula teatral que iba a perdurar en sus siguientes obras hasta 1963, fecha del estreno de la última, La extraña noche de bodas(21). En el ejercicio teatral de Neville encontramos tres únicos personajes visibles (la mujer, su marido y el amigo de ambos)(22), encerrados en un solo decorado (el salón modern style), y un núcleo temático girando en tomo al tiempo, con un let-motiv que es el baile del título, lo que confiere a la obra una especial y cerrada construcción con escasez de acotaciones a través de los tres actos en que aparece estructurada.



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1. La estructura teatral de el baile

     El argumento, articulado por actos, es el siguiente(23):

     Acto I. 1900 (Salón modern style): Dos entomólogos de afición y amigos (Pedro y Julián), se enamoran de Adela, la cual se casa con Pedro pero no por ello Julián deja de frecuentar intensamente al matrimonio, hasta el punto de trasladarse a vivir con la joven pareja, protestando reiteradamente -como si él mismo fuera el marido- ante la coquetería de Adela.

     Acto II. 1925 (La casa y el salón son los mismos, salvo algunos cambios ornamentales: ahora hay algunas pinturas cubistas): Ambos amigos aparecen con aspecto maduro. El matrimonio ha tenido una hija (vive fuera, casada con un diplomático), y la colección de insectos inunda toda la casa. Adela ha pensado incluso en marcharse, aunque ignora que padece una enfermedad incurable. Cuando Adela se dispone a marcharse y escribe la carta de despedida, descubre en el escritorio el informe médico que aquéllos le habían ocultado.

     Acto III. Época actual. Han pasado otros veinticinco años desde que falta Adela y los dos amigos, que siguen habitando la misma casa, han conseguido reunir de nuevo su colección de mariposas. La nieta de Adela y Pedro, Adelita -vivo retrato de aquélla-, está pasando unas semanas con ellos y, con ocasión de celebrarse un baile de máscaras (como al que se disponía a asistir su abuela en 1900), elige el mismo vestido con el que desciende por la escalera, manifestándose entonces las mismas reacciones por parte de los dos hombres con que recibieron a Adela: Julián muestra idénticos celos por la coquetería de Adelita, mientras Pedro se mantiene encantado. Al no poder asistir al baile los acompañantes previstos, serán los dos viejos quienes se ofrezcan a hacerlo, reviviendo ambos por última vez su amor juvenil por la desaparecida Adela.

     En su Autocrítica, Neville apuntaba que El baile era, sobre todo, «una comedia de amor» (dejando de lado el camino de la humorada o del drama),



           un amor que a veces se confunde con la amistad y otras con lo que más particularmente se llama eso, amor. Pasan las épocas, las edades y hasta las personas. Cambian modas, muebles y hasta el lenguaje, pero el amor está allí firme, llenando de poesía hasta las cosas más triviales (Sáinz, 1954: 33).


     Los elogios de la crítica fueron unánimes, alabando la sencillez asombrosa de su técnica o la humanidad poética del tema. Pues uno de los aspectos más interesantes de la comedia es que, partiendo de una aparente situación vodevilesca, la acción se recrea de forma limpia en la manera de entender el amor y la amistad. Como apuntó el crítico Luis Marsillach, El baile «nos presenta un caso enternecedor de triángulo candoroso, en el cual la amistad cuenta tanto como el amor (Sáinz, 1954: 36). No hay acción exterior ni intriga aunque cada acto ofrece un perfil de género diferente. El primero se asienta en el humor vodevilesco, el segundo abandona esa línea para sugerir la emotividad que embarga a los tres personajes, y es como un melodrama, mientras que el tercero, descrito en un tono suave de humor y melancolía, aparece como una comedia sentimental.

     El delicado equilibrio entre varios géneros en los que se mueve la obra hacía bastante difícil su interpretación. Por lo que uno de los mayores atractivos de aquel montaje fue el reparto, cuyos integrantes mostraron su magnífico talento que permitió su encumbramiento: Conchita Montes, ligada para siempre al tipo de Adela/Adelita, Pedro Porcel en su madurez de primer actor y el por entonces joven Rafael Alonso, que se reveló en el complejo y sutil personaje de Julián.



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2. La estructura fílmica de El baile

     La versión cinematográfica homónima, con guión y dirección del propio autor, se rodó en 1959 y se estrenó en Madrid el 17 de diciembre del mismo año. Esta fecha significó la vuelta de Neville al cine, después de cuatro años sin trabajar en él, coincidiendo también con el estreno teatral de La vida en un hilo, reelaboración del guión original de 1945. No hay datos que avalen las razones de esta fiel adaptación de su obra ni el autor alude en las entrevistas a la forma en que llevó a cabo su personal traslación a la pantalla. Lo único que sabemos es que las películas anteriores de Neville habían sido producidas por él, con resultados económicos diversos. Exceptuando el caso de El cerco del diablo (1950-1952), una película de sketchs hoy perdida en la que él sólo firmó el «episodio del tren» (véase Pérez Perucha, 1982: 59-60), la anterior, Cuento de hadas (1951), había sido clasificada en Segunda Categoría, y La ironía del dinero (1955) -rodada en coproducción con Francia- supuso para el director-productor una experiencia frustrante y ruinosa tanto por los problemas de financiación con la productora francesa como por los resultados comerciales, que llevaron a Neville a desentenderse de la producción de sus films. Ello hace pensar en que Neville, a su regreso al cine, necesite arroparse con un éxito precedente, y no es de extrañar que vuelva la vista hacia su más conocida obra en lugar de plantearse temas nuevos y originales, como hará un año después en Mi calle, su último e insólito film.

     La producción cinematográfica de la época se sustentaba principalmente en la fórmula de adaptaciones de comedias de origen teatral que habían alcanzado una cierta popularidad, y entre los años 1957 y 1960 habían empezado a filmarse de forma compulsiva y cíclicamente las piezas de los autores de la misma generación de Neville, conforme iban triunfando en los escenarios(24).



     A) Adaptación y puesta en imágenes

     El guión escrito por Neville reproduce la estructura y los diálogos de la comedia teatral. La narración fílmica se desarrolla en tres grandes secuencias, cada una de las cuales corresponde al tiempo en que la acción sucedía en el escenario, así los treinta minutos por cada acto confieren a la cinta una duración total de noventa minutos. Del cotejo de la película con el texto literario, sólo se advierten algunas aligeraciones del diálogo de los actos I y II. A fin de justificar la condición social de los personajes, el guionista inventa las figuras episódicas y fugaces de la doncella de Adela, con un breve diálogo entre ellas en una escena del segundo tiempo (correspondiente al Acto II), y los Criados 1º y 2º que abren la puerta a los señores, en el segundo y tercer tiempo.

     Para abrir el film y dar paso a las transiciones de cada época, el realizador saca la cámara a la calle, lo que no sólo sirve para airear la acción sino para crear una atmósfera de época o subrayar el paso del tiempo. Las imágenes del Paseo de coches del Retiro madrileño y la figurada salida de una tienda de modas (para la que utiliza la fachada modernista de la Sociedad de Autores) conectan estéticamente con el decorado interior de la casa, presidido por una gran escalera también modernista, centro neurálgico de la obra y el film, que sirve para las subidas y bajadas de la protagonista. A ésta la sigue la cámara con leves movimientos de travelling, los únicos que rompen el estatismo de algunas secuencias. Otra sugerencia vital es la panorámica que traza la cámara desde el cementerio para llevarnos de nuevo al Retiro en la época moderna y que, apoyada en la música de violín de Gustavo Pittaluga, subraya dramáticamente el paso del tiempo que sigue a la muerte de Adela.

     En esas breves pinceladas en exteriores, con el fondo del Retiro transformado en lugar de ocio de 1900 a 1950, el director parece dar rienda suelta a su vena nostálgica y, más bien humorística, haciendo desfilar por sus planos a niños que juegan al aro, pintores y barquilleros, y ofreciendo el único gag visual con la simple presencia de soldados mirones ante la niñera y ama de cría. Otra invención, verbal, paradigma del comediógrafo, sucede con la discusión entre Julián viejo y la oronda conductora del Iseta, un modelo de minicoche que circulaba en los años 50, tras chocar e increparse en estos términos:



           -¿Qué quiere usted?
-¡Quiero hablar con la yema! ¿Se puede saber por qué va usted en dirección contraria con este instrumento?
-¿No ha visto nunca un coche así?
-¡Sin freír, nunca!


     Para recrear la atmósfera de la época modern style, sugerida por el autor en las breves acotaciones del primer acto de la obra y que, por su relevancia temático-espacial, llegará a convertirse en signo estilístico de la película (utilizado asimismo para el atractivo cartel publicitario), Neville contó con tres colaboradores de excepción: el decorador Enrique Alarcón, y Santiago Ontañón y Gustavo Pittaluga, ambos amigos suyos y antiguos miembros de la Generación de la República. A Alarcón -un brillante especialista en la reproducción de interiores suntuosos- se debe el funcional decorativismo que adquiere la escalera central, a tono con la modernista localización de los exteriores(25). Los figurines y mobiliario los diseñó Santiago Ontañón quien ya colaboró con Neville en la estilizada ambientación de La traviesa molinera (H. D'Abbadie d'Arrast, 1934), y para la banda sonora -otro gran hallazgo del film por lo atípico- se utilizó la música del compositor exiliado Pittaluga, casado con la actriz Ana Mª Custodio.

     Los actores Conchita Montes y Rafael Alonso repetían el mismo papel que en la obra, mientras Alberto Closas, más adecuado -por la apostura requerida- que Pedro Porcel quien ya por su físico y edad no era el intérprete ideal para incorporar el personaje de Pedro en la pantalla. La caracterización de los personajes es quizá la parte más acusada de la influencia escénica, y menos convincente -desde la óptica visual- en el tercer tiempo cuando los dos amigos deben presentar la apariencia de dos ancianos venerables. De este defecto se libra casi por completo la actriz, pues sabe transmitir la amargura del paso del tiempo y la soledad en esos primeros planos con que aparece filmada en el momento que precede al hallazgo de la carta fatídica y en su despedida. No obstante, los aciertos literarios del texto de la obra brillan en el trabajo de los tres actores. El film constituye un documento sobre la interpretación que los mismos actores hicieron en su estreno. En especial, en lo concerniente al malogrado Rafael Alonso, premiado doblemente por su papel en la película al repetir en ésta el elaborado maquillaje «de abuelo» que lo reveló en la escena y que le obligaba a andar y moverse como un viejo encorvado de ochenta años(26).

     Con respecto a la obra, el film posee la ventaja de la espectacularidad que le confieren el color y las mutaciones de espacio, gracias a algunos movimientos con la cámara para seguir la acción por distintos niveles y situarse a la altura de los rostros de los personajes. Sin embargo, El baile, comparado con otros films de Neville planteados con riguroso sentido del cine -por ejemplo, sus adaptaciones de La señorita de Trevélez (1936), y sus comedias La vida en un hilo (1945), y El último caballo (1950), o Mi calle (1960)-, se resiente de falta de ritmo y de una planificación poco imaginativa que apenas reinventa el ambiente y la atmósfera teatrales. De vez en cuando brotan instantes rodados con verdadero pulso cinematográfico: el plano en que los amigos arrojan su colección de mariposas, los claroscuros del segundo tiempo que muestran a Conchita Montes algo decrépita, o la ya citada elipsis del cementerio. Los más severos críticos del film, en suma, esgrimen como desacierto el poco esfuerzo de Neville para transformar por completo la comedia teatral en comedia cinematográfica(27). En cierto sentido, El baile hace recordar entonces la utilización del cine como medio para difundir el teatro, una actitud defendida o practicada por algunos autores nuestros a la llegada del sonoro, o en la que se han mantenido otros autores-directores europeos, como Sacha Guitry y Marcel Pagnol(28).



     B) El baile en su contexto histórico

     La película, en la evolución del cine español a finales de la década de los 50, se sitúa entre dos corrientes predominantes: el cine de época o nostálgico que propiciaron los multitudinarios éxitos de El último cuplé (Juan de Orduña, 1957) y ¿Dónde vas, Alfonso XII? (L.C. Amadori, 1958) y las adaptaciones de los autores teatrales de moda (Calvo Sotelo, Ruiz Iriarte, López Rubio, Mihura, etc.), ante la incipiente irrupción de los textos de Alfonso Paso en los primeros años 60.

     Calificada en 1ª Categoría A, recibió el Primer Premio del Sindicato del Espectáculo, seguida de El lazarillo de Tormes (C. Ardavín), La casa de la Troya (R. Gil) y Salto a la Gloria (L. Klimovsky), los tres films «literarios» producidos el mismo año 1959. Al actor Rafael Alonso se le otorgó una Mención honorífica del Sindicato y el Premio del Círculo de Escritores Cinematográficos como Mejor Actor de reparto.

     En el terreno de las adaptaciones de teatro llevado al cine, El baile constituye una pieza insólita en el cine español de aquel momento. Frente a obras que aspiran a contener planteamientos estéticos propios, y otras que se quedan en productos híbridos, como es el teatro fotografiado que intenta disimular su origen(29), la película de Neville mantiene todo el texto y estructura teatrales, sujeta a las tres unidades de lugar, tiempo y acción, sin intentar disimularlo, con la que aquél, no obstante, logra construir a su vez «una película atemporal, carente de referencias socio-históricas y estilizada al máximo»(30), y en la que el peso teatral no impide una reflexión sobre el paso del tiempo ni que el film, en definitiva, en clave de alta comedia ingenua y sofisticada a un tiempo, destaque por su intimista y elegante sentimentalidad.

     Si para Carlos F. Heredero, El baile -salvando las distancias- puede recordar Elena y los hombres (1956) de Jean Renoir, Pere Gimferrer compara el caso de Neville con el de dos autores franceses antes citados, Sacha Guitry y Marcel Pagnol, cuando dice «que se desprecie el cine y no se crea en él (o no creían creer), no significa que no se pueda hacer buen cine a pesar de ello» (1985: 104-7).



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Pigmalion y My fair lady: dos interpretaciones contrapuestas

María Asunción Ribes Lafoz

Universidad de Alicante

     No cabe duda de que, para el gran público, Pygmalion es la obra más famosa de George Bernard Shaw, y eso gracias a una película. Esta es una de las razones por la que me gustaría comparar, de forma sucinta, la obra y la adaptación cinematográfica que hizo George Cukor en el año 1960. Por supuesto, estamos hablando de My Fair Lady.

     Es bastante frecuente en la historia de este siglo que una obra literaria se haya hecho famosa por una película, por ejemplo Drácula, Amistades peligrosas, Frankenstein, Retorno a Howards End o La edad de la inocencia. De hecho, es curioso comprobar que en muchos casos, las portadas de estas novelas son las carátulas de las películas.

     Es también significativo observar que algunas obras literarias habrían caído en el olvido si no hubiera sido por una o varias adaptaciones cinematográficas.

     Volviendo a Pygmalion, la obra trata de lo siguiente en pocas palabras: el profesor Henry Higgins, un genio de la fonética, apuesta con su colega el coronel Pickering, estudioso de los dialectos indios, que merced a sus lecciones de pronunciación y buenos modales, es capaz de hacer pasar por una gran duquesa a Eliza Doolittle, una florista de los barrios bajos de Londres que habla un cockney atroz. Y tras una larga y tiránica labor docente, Higgins gana su apuesta.

     Como saben, el cockney es el habla popular de los londinenses, que difiere del inglés standard no sólo en el vocabulario utilizado sino también en la pronunciación.

     Ha sido difícil crear un acento para Eliza en la versión española de la película, y el resultado ha sido una mezcla de andaluz, cheli y calé.

     Ahora me gustaría sondear brevemente los caminos por los que Pygmalion ha desembocado en My Fair Lady. Pygmalion ha levantado desde su primera representación en 1914 un gran interés por parte del público y de los estudiosos, lo que motivó una adaptación cinematográfica bastante temprana del año 1938, cuyo guión seguía más fielmente que My Fair Lady la comedia original. El guión de My Fair Lady fue escrito por Alan Jay Lerner, también el autor de las letras de las canciones, y la estupenda música fue obra de Frederick Loewe. El guión fue primero presentado en versión teatral en el Theatre Royal, Drury Lane, en Inglaterra, el 30 de abril de 1958, con Julie Andrews en el papel de Eliza Doolittle, Rex Harrison en el de Higgins y Stanley Holloway en el de Doolittie. El éxito de este musical para el teatro indujo al célebre director norteamericano George Cukor a dirigir una versión cinematográfica del mismo pero otorgando a Audrey Hepburn el papel de Eliza Doolittle, en lugar de a Julie Andrews, hecho que generó agrias polémicas y rivalidades entre actrices.

     La película My Fair Lady reproduce, con algunas ligeras variantes, el guión original para teatro de Alan Jay Lerner así como la música de Loewe. Y no hay excesiva diferencia entre los personajes y la historia de My Fair Lady y de Pygmalion: lo importante es el final, la parte más ambigua, cuya interpretación puede trastornar completamente el sentido de toda la obra, como efectivamente ha ocurrido.

     Desde su estreno, Pygmalion tuvo una acogida arrolladora y fue considerada como una comedia romántica con un final feliz, en que el drástico profesor y la joven florista terminan teniendo un romance, enamorándose, y como manda la tradición, terminan casándose. Esto son interpretaciones de los espectadores.

     Lo que sucede realmente en la obra es lo siguiente: la escena final tiene lugar en casa de la madre de Higgins. Después de haber ganado la apuesta, haciendo pasar a Eliza por una princesa húngara en un baile de la embajada, ella se enfada porque no quiere ser un conejillo de indias y porque no ha recibido ninguna felicitación o agradecimiento por parte de Higgins y todo el mérito es para él. Eliza le anuncia que le abandonará para casarse con el insulso Freddy. Ella y Higgins se despiden para siempre. Eliza: «Adiós profesor, ya no nos veremos nunca más». Él le dice también adiós, pero antes de que ella salga de la habitación le recuerda de forma casual que necesita unos guantes nuevos y que por favor llame al ama de llaves para que se encargue de las compras del día. Y ella responde de la forma más natural: «Ya he llamado, todo está encargado, no sé qué haría usted sin mí». Y Higgins se ríe de la idea de que pueda casarse con Freddy, porque le parece una solemne tontería, mientras cae el telón.

     Es un final realmente ambiguo, pero como lectores tenemos el derecho de preguntamos algo: si Eliza no piensa volver a casa de Higgins, ¿por qué se sigue ocupando de las tareas domésticas? Esta ambigüedad da pie al público a tener la «ilusión» de pensar que Eliza no tiene intención de abandonar a Higgins, sino que volverá a su casa y terminarán teniendo un romance.

     Por otro lado, recordemos que el propio título de la obra evoca al mitológico rey chipriota, llamado Pigmalión, que esculpió una estatua de marfil de la que se enamoró. Afrodita dio vida a la estatua y Pigmalión se casó con ella. Probablemente, lo que Shaw quería reflejar con este título era el acto de creación más que el amor, puesto que Higgins crea una nueva Eliza. Sin embargo, el mito también nos dice que Pigmalión se casó con su estatua, con lo cual es inevitable pensar que Higgins también tiene que terminar casándose con su creación.

     Shaw se horrorizó ante esta interpretación, puesto que él había pretendido escribir una sátira social para denunciar la superficialidad de una sociedad en la que todo se reduce a las apariencias, con el lenguaje y la educación como factor discriminatorio, una sociedad en la que la mujer jugaba un pobre papel, ya que dependía del matrimonio para sobrevivir.

     Sin embargo, y probablemente Shaw no fuera consciente de ello mientras lo escribía, la obra desprende un aroma deliciosamente romántico que nos recuerda ese encantador tópico del amor entre personas de muy distinta condición, ya que el amor no tiene barreras sociales ni educacionales, un tópico que abunda en las fábulas y cuentos populares. En el famosísimo cuento de la Cenicienta una humilde criada termina casándose con un príncipe, y en el cuento oriental de Aladino, que funciona a la inversa, son un ladronzuelo y una princesa los que se enamoran. En el cine tenemos abundantes ejemplos, por citar algunos podemos mencionar El príncipe y la corista, o, de más actualidad, Pretty Woman e incluso Titanic.

     Cuando Shaw se dio cuenta de que su sátira era interpretada como una «ñoña comedia romántica», según su propio juicio, decidió escribir un epílogo para la segunda edición (que él llamó «secuela») con la intención de sabotear las ilusiones acerca del probable romance de Higgins y Eliza. Esta secuela es como un análisis interpretativo de su propia obra y sus propios personajes, y en ella nos ofrece un final desesperadamente realista y que llama al desengaño. Nos explica con unos argumentos aparentemente muy bien razonados por qué Eliza nunca podrá casarse con Henry Higgins, debido a numerosos factores como su posición social, su carácter, personalidad, etc., y que el futuro de Eliza sólo puede estar junto a Freddy Eynsford-Hill, aunque ella siempre permanecerá cerca de Higgins pero no como amantes, sino como «amigos».

     Así pues, en esa nueva versión de la obra, lo que parecía tratarse de un final feliz se transforma en algo polémicamente anti-romántico, en el sentido de que contradice la interpretación primera del gran público.

     Esta secuela ha generado apasionadas discusiones y controversias, pues parecía un claro insulto al derecho del lector a la libre interpretación de la obra de arte. Al fin y al cabo, todo lector y escritor sabe que una vez que los personajes «cobran vida» ya son independientes de su autor. ¿Y quién es Shaw para decidir si Eliza puede o debe casarse con Higgins? Esto es precisamente lo que parece decir Alan Jay Lemer, el autor del guión de My Fair Lady:



                I have omitted the sequel because in it Shaw explains how Eliza ends not with Higgins but with Freddy and -Shaw and Heaven forgive me!- I am not certain he is right. (LERNER, A.J., 1956).


     A.J. Lemer apuesta «sobre seguro» y, aunque la secuela de Pygmalion ya estaba escrita, decide ignorarla y darle al público lo que quiere, la ilusión del final feliz que ya había triunfado en el teatro.

     Es significativo comprobar que el mismo final de My Fair Lady es bastante ambiguo y no se nos anuncia el futuro romance de ambos personajes. Es más, ni siquiera en la canción final de Higgins, «I've Grown Accustomed to Her Face», en la que declara su añoranza por Eliza, en ningún caso nos dice que esté enamorado de ella, ni en la escena final da rienda suelta a sus presuntos sentimientos hacia Eliza.

     Pero pese a todo es lícito y casi obligado para el espectador pensar que todo termina en romance porque después de haberse despedido para siempre, Eliza vuelve inesperadamente a casa de Higgins, cosa que no sucede en Pygmalion, ante la gran expresión de satisfacción del profesor. De hecho, en el guión de A.L.J. las acotaciones son bien claras en la escena final:



                If he could but let himself [Higgins], his face would radiate unmistakable relief and joy. If he could but let himself, he would run to her. (LERNER, A.J., 1956).


     Y sin embargo no hace nada de esto, sino que se echa el sombrero hacia los ojos y, con una sonrisa, dice: «Eliza, where the devil are my slippers?» Es como si A.J.L. hubiera querido mantener esa ambigüedad del final, ambigüedad que sin embargo va a ser inevitablemente interpretada como un final feliz. He hecho unas pequeñas encuestas para saber qué piensan los espectadores del final de My Fair Lady, y todos han respondido «se quedan juntos», «se enamoran», «ella vuelve con él».

     Es más, parece probado que lo que permanece en el subconsciente colectivo es el final feliz de My Fair Lady, y cuando hablamos de Pygmalion pensamos casi sin querer en la película. Y para ilustrar esto he seleccionado un ejemplo de la enciclopedia Historia de la literatura universal de Martín de Riquer y J.M. Valverde:



                Más discreto, casi humorístico, es el elemento sentimental en Pygmalion, con el inverosímil profesor de fonética que, por querer enseñar a una muchacha plebeya a pronunciar bien, la eleva culturalmente y acaba casándose con ella. (RIQUER, M. y VALVERDE, J.M., vol. 8, p. 228) (La cursiva es mía).


     Para terminar, a modo de anécdota, me gustaría comentar que las versiones españolas de la obra están agotadas. Sólo he conseguido, en la biblioteca municipal de Alicante, una traducción del 56 de la editorial Janés, con un final totalmente distinto al de la obra y al de la película, tanto que parece inventado:



           ELISA.- Yo no tengo vocación para solterona.
HIGGINS.- Tú vente a casa y no te preocupes por más.
ELISA.- (Se sonríe, mirándole) En fin, por no desairarle...
MRS. HIGGINS.- (Asomando a la puerta) Elisa, el coche nos espera.
ELISA.- (Saliendo) Soy con usted, señora. Adiós, señor Higgins. (Mirándole maliciosamente). Hasta después. (Higgins se pasea muy satisfecho y triunfante, haciendo sonar llaves y monedas en sus bolsillos).


     Ante tantas versiones del final, debemos preguntarnos quién tiene la razón. ¿El autor? ¿Los lectores? ¿Los espectadores? Parece una ironía que el propio autor tuviera que escribir una segunda parte para explicar qué quiso decir. Sin duda estamos ante una obra muy ambigua, y debemos reconocer el derecho de cada uno a juzgar por sí mismos.



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Adaptaciones literarias del realizador Fernando Fernán-Gómez: de Manicomio (1953) a Cómo casarse en siete días (1969)

Cristina Ros Berenguer

Universidad de Alicante

     Cuando Fernando Fernán-Gómez inicia su labor como director cinematográfico, a inicios de los años cincuenta, su carrera de actor se halla en uno de sus momentos álgidos. Recordemos que ya a finales de la década anterior era creciente su cotización como protagonista del cine más prestigioso dentro del campo oficial. Circunstancia que le permitió encabezar el reparto de películas como Botón de ancla (Ramón Torrado, 1947), La mies es mucha (José Luis Sáenz de Heredia, 1948) y, sobre todo, de un éxito comercial tan popular como Balarrasa (José Antonio Nieves Conde, 1950), con el que Fernán-Gómez se convirtió definitivamente en primera figura. Pero, paradójicamente, este triunfo no significaba para él un aliciente más para continuar trabajando, sino que, por el contrario, suponía el final de su carrera de actor. Fue lo que, según él mismo confiesa, le decidió a emprender nuevos caminos en el mundo cinematográfico:



           [...] este triunfo yo lo veía como el final de mi carrera de actor. Tras Balarrasa, Botón de ancla y La mies es mucha, pensaba que había muy poco futuro ascendente, para mí, como actor. Ya resultaba difícil mantenerme, y prácticamente imposible cualquier perspectiva de superación. (A. Castro, 1974: 147).


     Su consolidación en el terreno de la interpretación parece ser decisiva, pues, a la hora de plantearse la dirección cinematográfica. Y es interesante subrayar que ésta será igualmente decisiva en sus diferentes proyectos como realizador. Es decir, que su carrera de actor, su colaboración con determinados directores, la amistad y el apoyo que otros le brindan, el olvido injustificado en determinados momentos.... son los que definen y guían sus películas como director y/o adaptador.

     El objetivo de la presente comunicación es, de hecho, ofrecer una visión contextualizada y panorámica de sus diferentes proyectos como realizador, deteniéndonos en las adaptaciones literarias de obras ajenas. Éstas representan la mayor parte de su labor como director cinematográfico y evidencian, en cualquier caso, el apego consciente a la dimensión literaria de su producción fílmica(31).

     Es curioso que con los antecedentes citados Fernando Fernán-Gómez se estrene como director con un film como Manicomio, la primera adaptación realizada en 1953. Curioso porque Manicomio resulta ser todo lo contrario a ese cine «oficial» que le consagró como uno de los actores más prestigiosos del momento. Es lógico pensar, por ello, que el estímulo que le lleva a realizar una película de esta índole debemos encontrarlo más bien en «ese otro cine» con el que Fernán-Gómez mantiene también un contacto permanente desde los años cuarenta.

     Lo cierto es que su colaboración con los proyectos más prestigiosos dentro del campo oficial corre paralela a su carrera de actor con algunos de los creadores más personales de los años cuarenta (Edgar Neville, Carlos Serrano de Osma, Enrique Herreros, Lorenzo Llobet Gracia), lo cual le permitió participar asimismo en proyectos de cierto rupturismo, aunque mínimamente reconocidos.

     Como ejemplo podríamos citar su colaboración con Edgar Neville en Domingo de Carnaval (1945) y, sobre todo, en El último caballo (1950), película en la que Neville inicia en cierta forma el proceso de reelaboración del género sainetesco, actualizado con una visión más directa, irónicamente crítica, de la realidad social del momento (C.F. Heredero, 1993a).

     Un incipiente «neorrealismo español» que será sustanciado por Juan Antonio Bardem y Luis García Berlanga en Esa pareja feliz (1951), en la que también Fernán Gómez será protagonista junto a Elvira Quintillá. Este film evidencia la inexorable renovación del cine español del momento, en esa confluencia que va desde la deuda más o menos consciente del neorrealismo italiano, y la herencia de uno de los géneros más populares de nuestro humor teatral: el sainete (Villegas López, 1991; Ríos Carratalá, 1997).

     En este sentido también es significativa la participación y relación amistosa que Fernán-Gómez mantiene por entonces con un grupo de cineastas encabezados por Carlos Serrano de Osma, «Los Telúricos», de donde nacería a finales de los años cuarenta el IIEC, Instituto de Investigación y Experiencias Cinematográficas. Sus miembros, entre los que se encontraba Pedro Lazaga, Lorenzo Llobet Gracia y Salvador Torres Garriga, planteaban la necesidad de un tipo de cine estrictamente formalista ante los problemas de censura existentes. En opinión del crítico Julio Pérez Perucha, Fernán-Gómez terminó convirtiéndose en el portavoz del grupo y el actor protagonista de proyectos más bien dificultosos y raros (Pérez Perucha, 1985: 39).

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