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Relaciones entre el cine y la literatura: un lenguaje común

1er Seminario

Juan A. Ríos Carratalá

John D. Sanderson (eds.)



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ArribaAbajoIntroducción

La presencia del cine en el ámbito universitario español todavía es deficiente. A diferencia de otras manifestaciones artísticas y culturales, el ya centenario cine no cuenta con una tradición académica acorde con su importancia y proyección social. Algunos datos parciales indican que este desfase empieza a ser solventado, pero todavía estamos lejos de contar con los medios humanos y materiales suficientes para abordar el estudio y la práctica del cine en nuestra universidad.

Conscientes de esta situación y aprovechando el interés despertado con motivo del centenario del nacimiento del cine, el Secretariado de Cultura de la Universidad de Alicante en colaboración con los Departamentos de Filología Española e Inglesa organizó un programa de actividades para facilitar la introducción del estudio y el debate sobre el cine en nuestro ámbito académico.

El presente volumen recopila la mayor parte de las ponencias leídas con motivo del Seminario celebrado entre los días 25 y 26 de octubre de 1995. Aparte de las mismas, el actor Héctor Alterio y el guionista Juan Tébar dieron sendas conferencias sobre sus experiencias profesionales y las relaciones entre el cine y la literatura. Asimismo, y gracias a la colaboración de las Salas Astoria, hubo proyecciones que se completaron con la de Maciste all'inferno (1928) en el Paraninfo y con acompañamiento musical en vivo.

Los trabajos aquí presentados sólo aspiran a iniciar un camino que conduzca a la normalización del estudio del fenómeno cinematográfico en la Universidad de Alicante. Por primera vez un grupo de profesores, casi todos de la sección de Filología de la Facultad de Filosofía y Letras, se han juntado para llevar a término una tarea en la que ninguno de nosotros es experto. Pedimos, pues, disculpas por nuestro atrevimiento. Pero éste se justifica por la certeza de que estamos ante un fenómeno colindante en muchos aspectos con nuestros habituales objetivos de investigación. Las relaciones entre el cine y la literatura son múltiples y heterogéneas. Como tales se pueden analizar desde diferentes perspectivas, pero lo aquí realizado tan sólo pretende ser un primer contacto del profesorado de la Universidad de Alicante con un tema de indudable interés. Esta circunstancia nos ha aconsejado no centrarnos en una perspectiva concreta. Tampoco se ha acotado con rigidez la temática. Simplemente hemos empezado a investigar y a aportar unos   —10→   trabajos cuyas metodologías y objetivos apuntan en diferentes direcciones. No nos importa, como tampoco la posible modestia de nuestra aportación. Tan sólo pretendemos abrir un camino que debe tener continuidad en próximos seminarios donde ya se perfilará mejor la perspectiva desde la cual los filólogos podemos estudiar el cine en sus relaciones con la literatura y el teatro. Estamos convencidos de que, en línea con otros investigadores que en distintas universidades se están ocupando del tema, lo conseguiremos. Por ahora, tan sólo cabe dar cuenta del primer jalón alcanzado.





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ArribaAbajoDos técnicas para una misma realidad: Calle Mayor de Juan A. Bardem y Entre visillos de Carmen Martín Gaite

Carmen Alemany


Universidad de Alicante

En enero de 1956 Bardem comenzará el rodaje de una de sus mejores películas, Calle Mayor. Los escenarios corresponden a tres ciudades españolas, tres provincias de la España profunda: Cuenca, Logroño y Palencia. No menos profundo será otro escenario que no se incluirá en la película, pero que sí afectará al rodaje y a su director: una cárcel madrileña de la España de posguerra a la que será llevado Bardem, en pleno rodaje, por sus convicciones y actuaciones en oposición a la dictadura franquista. La fama del director madrileño ya en aquellos años, las presiones de cineastas extranjeros y la fuerza de un buen plantel de actores que intervienen en la película, algunos de ellos de otros países, lograrán que se reanude el rodaje poco tiempo después de la aventura carcelaria. Terminada la película, y no con pocos problemas, ésta representará al cine español en el Festival de Venecia, a finales del 56, obteniendo el Premio de la Crítica Internacional. Betsy Blair, la actriz principal, recibirá una mención de honor en el citado encuentro cinematográfico. La película obtendrá algunos premios más en festivales de cine españoles, europeos, e incluso en algún país latinoamericano1. Sin duda, todos los avatares y periplos durante el rodaje tuvieron una compensación internacional. Algunos ciudadanos europeos pudieron ver en esta película la España triste y desarraigada de la posguerra.

Un año después, en 1957, una escritora salmantina y residente en aquellos años en Madrid recibe un premio literario muy prestigioso, el Nadal. La novelista es Carmen Martín Gaite y la novela Entre visillos2.

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Estos datos podrían ser algunos de los muchos que uno puede recoger de la España de los años cincuenta, un país que inicia un tibio desarrollo económico con la supresión de las cartillas de racionamiento, un país que ha roto con la autarquía económica y cultural con su reciente ingreso en la O.N.U. y que vive las primeras agitaciones universitarias y algunas huelgas que provocan una crisis ministerial en 1957, el mismo año que Martín Gaite recibió su premio. Cautelosos pasos de una España que en 1959 recibirá con entusiasmo a Eisenhower y que tímidamente difundirá algunas novelas extranjeras en el estéril panorama cultural; sin embargo, «la censura persiste y... no ha cedido la vigilancia política»3.

Pero no en vano hemos hablado de dos activistas culturales, Martín Gaite y Bardem, que a través de dos medios diferentes, pero a veces tan próximos, la novela y el cine, denunciaron a su modo una misma realidad: la España provinciana de posguerra, Quisieron retratar el perfil oscuro y agrisado de un mundo provinciano que asfixiaba todo asomo de rebeldía y propugnaba la incomunicación. Es cierto que tanto en el cine como en las novelas de aquellos años aparecieron intentos cuyo objetivo era el mismo, pero las obras que nos ocupan guardan tantos puntos en común que a cualquier interesado en las manifestaciones culturales de los 50 no puede pasar por alto la siguiente pregunta, aunque resulte retórica: ¿quién influyó a quien?

En una entrevista que en el año 78 realizó Arturo del Villar a la escritora salmantina, ella nos daba algunos datos sobre la gestación de su novela Entre visillos:

El descubrimiento de la libertad en Madrid fue un punto de contraste para la superación de la vida provinciana. Empecé a tomar notas para esa novela en seguida de abandonar Salamanca, pero no me puse a escribirla hasta el cincuenta y cinco, cuando ya el premio Café Gijón me proporcionó confianza en mí misma. Escribí primero un cuento que titulé «Cárcel de visillos», y lo rompí. Después pensé titular la novela «La charca»; y al fin me decidí por Entre visillos4.



La autora se instaló en Madrid en el año 49 y recibió el premio Café Gijón en el 54 por su libro de relatos El Balneario. En la citada entrevista, ante la siguiente pregunta: «Sitúa tú misma, pues, Entre visillos», Martín Gaite contesta: «Se puede vincular con una tradición literaria atenta a las vivencias personales, con novedad en el tratamiento del tema. Yo no tengo conciencia de haber imitado a nadie; sólo me basé en mis nostalgias de niña (...) en la novela no detecto influencias (pp. 10-11)». En otra entrevista publicada en el 79, la autora nos dirá: «Entre visillos lo escribí como una especie de rechazo de ese mundo provinciano del que huía. Yo tenía veintitantos años y acababa de llegar a Madrid. Hay una crítica, aunque sin crueldad, de ese mundo pequeño y demasiado cerrado de mi infancia y juventud»5. Si atendemos a estas palabras, y a pesar de   —13→   haberse estrenado casi un año antes la película de Bardem, el «plagio» es evidente que no existe.

El caso de Bardem es mucho más claro, según consta en los rótulos iniciales de Calle Mayor, la película está inspirada en una obra de teatro de Carlos Arniches, La señorita de Trevélez; por supuesto se trata de una adaptación muy libre. Algunos detalles ambientales fueron tomados del poema «La ciudad de la niebla» de Agustín de Foxá6. Calle Mayor fue estrenada en el cine Gran Vía de Madrid, el 7 de diciembre de 1956. No descartamos que la película fuese vista poco después de su estreno por Martín Gaite, aficionada al cine en aquellos años, sobre todo, al cine que realizaban en los 50 los neorrealistas italianos. Tanto Bardem como la escritora salmantina toman, aunque de diferente modo, claro, las novedades que aportaba el cine italiano y la adecuación de este modelo estético a la realidad española de posguerra. Sin embargo, estamos convencidos de que a esas alturas, diciembre del 56 o enero del 57, la novela de Martín Gaite estaría ya lo suficientemente perfilada para que la obra del cineasta madrileño hiciese mella en los escritos de la salmantina.

Pero ¿cuáles son esos puntos en común? Es obvio que ambos pertenecen a una misma generación y parten de principios estéticos idénticos: lo que se llamó el «realismo social» o «realismo crítico»; pero además de estos conceptos que afectan sobre todo a la técnica, hay algún otro punto en común del que habla Sanz Villanueva: «Bardem -a diferencia de Berlanga- se enfrenta con otros aspectos de la realidad nacional y la crítica provinciana y el miedo a la soltería de Calle Mayor (1956), recuerda el ambiente salmantino de Entre visillos, de Martín Gaite»7. Sanz Villanueva da en el clavo, aunque no sólo el ambiente de Calle Mayor recuerda a la novela de la escritora salmantina. Martín Gaite, como hemos leído en las entrevistas citadas, también quería denunciar, como Bardem, el ambiente provinciano y cerrado de su ciudad natal, aunque ésta no se cita en ningún momento en la novela. Tampoco en la película del cineasta se habla de una ciudad concreta; como sabemos, la censura obligó a que una voz en off al comienzo de la película dijese que los hechos que allí se contaban podían ocurrir en cualquier país, aunque el ambiente tenía demasiado sabor español, como el de Martín Gaite.

Otro elemento común, el de la soltería. Si bien este tema aparece en La señorita de Trevélez, el hecho de quedarse soltera es un tema obsesivo en la España de posguerra. Isabel, la protagonista de Calle Mayor, ya ha pasado la edad, treinta y cinco años, para seguir pensando en el matrimonio. El grupo de amigos de Juan, el protagonista masculino, se encargará de repetir en más de una ocasión frases alusivas a ese estado de soltería: «se va a quedar para vestir santos», «se queda soltera», «está muy vista»; o la frase de la criada: «Espabílate, si no te quedarás como la mojama», además de los comentarios de la madre y las amigas. Isabel reconoce que el hecho de no tener novio era un fracaso   —14→   y que durante dieciocho años estuvo esperando, en sus largos paseos por la Calle Mayor, que llegase ese hombre que la liberase de su soltería. También las jóvenes que aparecen en Entre visillos tienen como única finalidad conseguir un novio seguro con el que casarse, aunque ello suponga renunciar a un verdadero amor como le ocurre a Elvira Domínguez en Entre visillos.

Por tanto, ambas obras son representación de una realidad que se desarrolla en un mismo contexto y denuncian con diferentes técnicas una situación. Los autores presentan a unos personajes reales que incluso en la ficción resultan anodinos. No les interesa contar su historia completa, sino reflejar un trozo de su vida, fragmentos de una existencia inconclusa siempre sumergida en problemas cotidianos. De ahí que las descripciones fotográficas en la obra de la salmantina sean muy frecuentes.

Lo anodino de sus historias no se refleja sólo en el ambiente, sino también en el lenguaje que emplean. Verbos como «aburrirse», «escapar» o «ahogarse» son constantes en la obra de Martín Gaite, y esta sensación de agobio se acrecienta con las conversaciones anodinas de las jóvenes en edad casadera. No muy lejos de estos diálogos se encuentran los que mantienen los amigotes de Juan en Calle Mayor. Don Tomás, el intelectual provinciano, es muy explícito al comienzo de la película en su conversación con el joven madrileño amigo de Juan, Federico Ribas, a quien le transmite con insistencia que los jóvenes se aburren en ese ambiente. La palabra aburrimiento aparecerá en más de una ocasión a lo largo de la película. Como ha dicho Román Gubern:

Calle Mayor era ante todo una denuncia del atavismo moral que regía en las pequeñas ciudades provincianas y, en particular, de la condición social de la mujer en estas comunidades. Bardem hizo hincapié en tres aspectos de la vida provinciana: el aburrimiento, que conduce a las bromas pesadas para divertirse; la alienación religiosa, especialmente llamativa en las mujeres, pero extensible a la actitud masculina ante los problemas del sexo, la virginidad y el matrimonio; y la escasa calidad humana de sus habitantes, indirectamente explicada por la carencia de estímulos idóneos del medio y también por la malformación moral debida a unas tradiciones retrógradas y a la religión alienadora8.



Quien conozca ambas obras, Calle Mayor y Entre visillos, intuirá que no mentiríamos si en el anterior texto cambiásemos Calle Mayor por Entre visillos y Bardem por Martín Gaite.

Pero estas semejanzas se acrecientan más si nos planteamos un análisis concreto de los personajes.

A grandes rasgos, la visión que se nos da en ambas obras es muy de la época. Los hombres adquieren más valor social cuanto más experimentados son sexualmente, mientras que la vida amorosa de las mujeres es bastante limitada. Pongamos por caso el personaje de Ángel en Entre visillos frente a su novia Gertru, o en la película de Bardem, las continuas visitas de los amigotes de Juan, casados y solteros, al lupanar. No olvidemos   —15→   que estas experiencias con otras mujeres estaban bien vistas en aquellos años. El Barrio Chino, que aparece en Entre visillos, o el lupanar en el caso de Bardem, era un lugar exclusivo para la diversión de los hombres; la iglesia, como se ve en ambas obras, era para las mujeres; y hombres y mujeres se encontraban en la Calle Mayor, o la variante en la versión salmantina, la Plaza Mayor.

Hay dos personajes muy parecidos en las obras en cuestión, se trata en algunos casos de personajes secundarios, pero decisivos en la trama y en la denuncia que intentan estas obras. Por una parte, Pablo Klein, el joven profesor de alemán que le llega a la ciudad de Entre visillos, y Federico Ribas, el amigo de Juan en Calle Mayor. Ambos tendrán una misma función: abrir los ojos a otros personajes para que encuentren una salida. Federico hará que Juan reconozca su actitud canallesca al hacer creer a una mujer entrada en edad que se ha enamorado de ella, y cuyo fin, por supuesto, es el matrimonio. Esta acción brutal y sangrante de la burla la lleva a cabo Juan, desde su flaqueza, para que sus amigos no le llamen cobarde. Al mismo tiempo, Federico revelará la historia del engaño a Isabel para evitar un mal mayor, consistente en que el grupo de amigos de Juan quería descubrir la verdad de la pesada broma en el baile del Casino.

Pablo Klein, que al final termina huyendo de la ciudad, será el encargado de visualizar al lector el ambiente pacato de esa ciudad de provincias y logrará, mediante alguna conversación con Tali, la protagonista de Entre visillos, que no se doblegue ante la insistencia de su padre, de su tía Concha y su hermana Mercedes -por cierto, amargada por la soltería- de que no siga estudiando. Esta fuerza que el personaje de Klein infunde en Natalia hace que ésta ayude a su otra hermana, Julia, para que viaje a Madrid para encontrarse con su novio y salir de esa sociedad asfixiante.

Otras dos mujeres guardan estrecha relación en las obras que comentamos. Por una parte Tonia, la prostituta del lupanar de Calle Mayor, y Rosa, la cantante del casino de Entre visillos. Ambos personajes, desde una supuesta degradación moral, actúan con más sinceridad que el resto de individuos. Tonia recriminará a Juan por su imperdonable canallada con Julia; Rosa le sirve de contraste a la autora salmantina para comparar la autenticidad de la cantante de cabaret frente a las jovencitas de clase media que viven en un mundo mediocre y falso9.

Respecto a Juan, símbolo de la cobardía, no tiene parangón con otros personajes de la novela de Martín Gaite; sin embargo, los amigotes de Juan son muy semejantes a la representación masculina de Entre visillos: Ángel, el novio de Gertru; o su amigo Manolo Torre; o Teo, el hermano de Elvira; Federico, etc., seres sin más ambición que pasarlo bien y reírse de los demás.

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En cuanto a Isabel, la mujer burlada, guarda tímidas relaciones ficcionales con Mercedes, la hermana de Tali, porque ambas están en la misma situación: con algunos años de más para el matrimonio, según se pensaba en la época, y con la desazón de que no van a conseguirlo. Sin embargo, Bardem nos presenta a una mujer de la que el espectador se queda prendado por su sencillez y por la ilusión con que acoge su noviazgo cuando pensaba que era imposible. Pero la desilusión y el pesimismo retornan al espectador cuando Isabel renuncia a viajar a Madrid, a salir de ese mundo agobiante e iniciar una nueva vida. El mensaje es terriblemente pesimista.

En cambio Natalia Ruiz Guilarte, Tali, es un personaje luchador no sólo para sí, sino para aquellos que le rodean y a los que puede ayudar. El mensaje es halagadoramente optimista.

Y aquí radica la principal diferencia entre Calle Mayor y Entre visillos. Mientras que Isabel renuncia a otra vida, quizá mucho mejor, fuera de aquella ciudad, desoyendo los consejos de Federico Ribas; Julia, la hermana de Tali, oyendo los consejos de ésta sale de la monotonía, del mundo del Casino, de la misa y de la Plaza Mayor; pero lo más interesante es que a esta primera huida le seguirá, según nos deja entrever la autora, otra más, la de Tali. Una bocanada de aire fresco al final de la novela frente a un primer plano de Isabel mirando como cae la lluvia tras los visillos como cierre de la película.

También es evidente otra diferencia, y es el gran despliegue de personajes femeninos que aparecen en Entre visillos. Esta variedad permite a la escritora salmantina mostrar los diferentes matices de la psicología femenina de los años de la posguerra. Martín Gaite nos presenta diversas situaciones y nos anuncia el previsible futuro infeliz de esas señoritas de clase media: el inmediato casamiento de Gertru con el avispado Ángel; la renuncia de Elvira a establecer una relación amorosa con Pablo Klein y preferir un matrimonio seguro con Emilio del Yerro; el desgraciado matrimonio de Josefina, hermana de Gertru, con Óscar; la soltería amargada de Mercedes; o bien, un futuro posiblemente más halagüeño como el de Julia y el de Tali. Otros personajes completan esta mediocridad como Marisol o Goyita. Significativas son las palabras que dirá Tali a su padre casi al final de la novela: «Le he dicho que si tengo que ser una mujer resignada y razonable, prefiero no vivir (233)». Martín Gaite se convierte con esta novela en la «gran narradora de impotencias de la mujer»10.

Frente a esta pobreza de acontecimientos y la presencia de personajes colectivos en ambas obras, los espacios, casi siempre exteriores, sobre todo en Calle Mayor, identifican nuevamente a estas producciones. La Calle Mayor o la Plaza Mayor cumplen un mismo objetivo: el trasiego de la vida cotidiana y el lugar de encuentro entre hombres y mujeres esperando que llegue la chispa del enamoramiento; también los bailes del Casino serán un lugar común para el encuentro. La Catedral, como testigo permanente y agobiante con sus campanadas que no paran de sonar en Calle Mayor, ejerce presión en casi todos los personajes; es la mirada de la ciudad y la que crea una atmósfera agobiante. Pero frente al estancamiento propiciado por estos topoi aparece otro espacio, el río, que simboliza la libertad, el poder escaparse de la cotidianidad y dar suelta a sus instintos presionados día a día. Al lado del río hablarán Tali y Gertru; allí mismo será donde Miguel   —17→   , el novio de Julia, irá con ésta para reencontrar el amor: «Vamos al río -dirá Miguel-, a aquel sitio que fuimos la otra vez que vine a verte (85)»; a este mismo lugar acudirá en muchas ocasiones Pablo Klein para desembarazarse de la agobiante vida cotidiana de la ciudad, como también lo hará Elvira, y, en alguna ocasión, se encontrarán los dos y darán rienda suelta a sus sentimientos. También Isabel y Juan irán alguna vez al río y ella le contará sus ilusiones y terminarán abrazados y besándose ante la mirada atónita de un seminarista.

Pero quizá lo más importante sea la presencia de la estación, el único punto de unión con el exterior. Tali irá en ocasiones a ver los trenes partir, como también lo hace Isabel; es ahí donde habla por primera vez con Juan. Los pitidos del tren serán recurrentes en Calle Mayor, anunciando quizá el final: la renuncia de Isabel a montarse en el último tren de su vida. Bardem crea así una obra cerrada y redonda, empieza con el pitido del tren y los penúltimos fotogramas de la película nos enseñan nuevamente la estación. Otra estación, la de Entre visillos, nos dará la nota optimista de la novela, el viaje de Julia hacia el exterior, ruptura y huida, pero enlace con un mundo más libre.

Otros espacios completarán la atmósfera opresiva de cualquier ciudad de provincias. En Calle Mayor aparecerá el lupanar, la procesión, los paseos de los seminaristas, la iglesia, etc.; en Entre visillos, las jovencitas irán a los toros, al cine, y también a la iglesia. Un cosmos cerrado y difícil de traspasar que tuvieron que vivir los jóvenes de la posguerra española.

Como conclusión, queremos insistir en la visión pesimista que ofrece la obra de Bardem, visión que se completa con su intencionalidad, que era la de describir un ambiente determinado de la España de posguerra. Martín Gaite, con otra técnica, la de la escritura, crea una novela en la que analiza más explícitamente unos comportamientos, sobre todo los femeninos, con un planteamiento de modemidad y también de optimismo porque no renuncia a la esperanza, frente a la visión demasiado cerrada de Bardem. Pero indiscutiblemente ambos, con sus diferentes técnicas, describieron una misma realidad con personajes similares y lugares comunes.

Retornando la pregunta que nos planteábamos al principio, ¿quién influyó a quién?, la respuesta la podríamos encontrar en las palabras de otro escritor perteneciente a otras latitudes y a otras realidades y hablando de otro tema: «la realidad nos influyó a todos». Creo que ésta es la mejor respuesta si hablamos de obras como la de Martín Gaite o la de Bardem creadas en la España mísera y estéril de la posguerra.



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ArribaAbajoCine y teatro: suma y sigue

Antonio Díez Mediavilla


Universidad de Alicante

Cuando en 1895 los hermanos Lumière presentaban al mundo su Cinematógrafo, estaban firmando la partida de nacimiento de un arte nuevo y revolucionario cuyos fundamentos, tecnológicos y científicos, además de estéticos, vendrían a trastocar los pilares de las otras seis artes, las artes tradicionales, y, en cierto modo, a conmover la médula espinal del sentido estético de nuestro siglo. Con el cinematógrafo no sólo se había conseguido captar primero y proyectar después imágenes de realidad en movimiento, es decir, de la realidad viva, sino que también se traspasaba por primera vez, pero definitivamente, la frontera de la imitatio como argumento capital del arte: el cine no es sólo una aproximación, una imagen, de la realidad, es la misma realidad vivificada en la pantalla de proyección.

La paradoja, más aparente que real, pues a la larga se trata solamente de una convención más, de un juego tácito entre el espectador y el espectáculo, no pretende ser un mero juego retórico encaminado a engrandecer, o incluso a falsear, la trascendencia que tuvo la aparición del cine para justificar de ese modo el interés de nuestra intervención. Cien años después de su nacimiento, el cine -y sus desarrollos posteriores: la televisión, el vídeo...- además de formar parte irrenunciable de nuestra vida, es el notario más fidedigno de nuestra propia historia, una historia que ya no se cuenta ni se canta: una historia que se ve.

Razones de índole diversa (históricas, sociales, económicas, técnicas) podrían explicar el auge inmediato, casi vertiginoso, que el nuevo arte alcanzó en la sociedad occidental de entresiglos y la fuerza con que arraigó en las clases medias y populares de Europa y América primero, y del resto del mundo después. Del mismo modo, y aunque no faltaron reticencias, temores y condenas en los primeros momentos, el cine se incorporó inmediatamente al ámbito de la prensa: noticias, comentarios, y críticas de la cultura y del arte incorporaron a sus páginas el arte del cinematógrafo con más o menos fervor, con más o menos entusiasmo, pero indefectiblemente. Tampoco tardaron en aparecer publicaciones especializadas en cuyas páginas fueron formulándose, junto a los espacios noticiosos frívolos o superficiales, los fundamentos teóricos y estéticos esenciales del nuevo arte de la representación.

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Pero la aparición del cinematógrafo supuso para el teatro una conmoción mucho más inmediata y profunda que para cualquiera de las otras artes. El cinematógrafo se convierte, prácticamente desde el primer momento, en un competidor para el teatro no sólo porque se dirige a un mismo público, en unas condiciones de receptividad semejantes, llegando a ocupar muy pronto los mismos espacios, y con un código expresivo paralelo -fundamentado en la convención tácita de representación verosímil de la realidad- sino también porque resulta claramente competitivo desde el punto de vista económico y empresarial. En esas condiciones no resulta extraño que, ya desde los primeros años de nuestro siglo, se encienda una viva polémica que, con los altibajos de la propia evolución del cine y con la necesaria reordenación de los espacios culturales, sociales y estéticos de ambas manifestaciones, se ha mantenido viva al menos durante los dos primeros tercios de nuestro siglo.

Hacer un recorrido generoso de esa polémica a lo largo del tiempo nos llevaría a una prolija enumeración de escritores y artículos que, aunque de indudable interés, resultaría cansina y, a la postre, escasamente relevante para nuestra intención11. Aceptando el riesgo de la imprecisión que toda síntesis encierra, podríamos resumir las líneas fundamentales de esa polémica en cuatro actitudes críticas que, con las razonables variantes, permitirían abarcar sus centros neurálgicos de especial interés.

1) Los que se manifiestan más o menos indiferentes respecto a la influencia que el cine pueda ejercer sobre el teatro, tanto desde una posición favorable ante el nuevo arte, como desde su indiferencia o su rechazo. Esta posición se produce fundamentalmente durante los primeros años de divulgación del cine y fue desapareciendo paulatinamente con el afianzamiento del cinematógrafo y su aceptación generalizada.

2) Los que consideran que el cinematógrafo representa el sistema técnicamente más novedoso y espectacularmente más perfecto y verosímil de representación de la realidad, cuya capacidad de sugestión es tan fuerte que acabará por reducir el teatro a su expresión más puramente literaria o culturalista, al margen de las preferencias populares. Se trata, claro está, de cinéfilos convencidos cuya presencia debe rastrearse entre los colaboradores asiduos de las publicaciones especializadas, o críticos deslumbrados ante las enormes posibilidades del nuevo arte. En 1916 Manuel Machado expresaba con nitidez la esencia de la fuerza arrebatadora del nuevo arte: «El semidivino secreto del cine es la vida. Lo admirable, lo hermoso, lo terrible es ver andar, ver luchar, ver vivir a los hombres y a las mujeres que no están allí, sin embargo...»12, para reconocer unos meses más tarde, en marzo de 1917, que, al menos en lo que se refiere a Madrid, el cine ha ganado claramente la batalla al teatro, no sólo por las excelencias de aquel, sino también porque éste «está exangüe y exánime a fuerza de hablar y de no hacer nada13».

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3) Los cinematófobos furibundos, en las antípodas del segundo grupo, enemigos del nuevo arte que, además de considerarlo algo ajeno al arte literario, como Unamuno, le suponen causante de graves perjuicios para la cultura popular, el gusto estético y el goce creador. Algunos escritores consagrados, determinados críticos afamados, ciertos pensadores y eruditos de altos vuelos, recibieron no sólo con evidente recelo, sino también con parcialidad manifiesta los productos más tempranos del cine mudo. Esta actitud o este prejuicio lo mantuvieron más tarde apoyándose en aquellas producciones que por su temática o su desarrollo se realizaban con el objeto de garantizar una buena acogida por parte del público, menos atentos los productores a los valores estéticos o culturales del producto que al éxito de la taquilla.

4) Finalmente señalaremos al grupo de los que afirman, en especial a partir de los años veinte, que cine y teatro no deben considerarse como enemigos, sino como modelos complementarios que pueden y deben ayudarse, apoyarse, aunarse en el esfuerzo común de constituir modelos espectaculares cuya especificidad no debería entenderse en modo alguno como antagonismo, sino como escuela o fundamento de progreso uniforme.

Es esta la posición que nos interesa en este momento, pues se corresponde muy adecuadamente con nuestra intención de ofrecer algunas ideas sobre la relación y la influencia que el cine ha ido dejando en el desarrollo del arte escénico del siglo XX.

Desde la panorámica que nos ofrecen los textos de los autores que podrían inscribirse en este último grupo, nos aproximaremos a la situación del teatro en el momento de la aparición del cine en el ámbito de la cultura finisecular. Es evidente que el teatro atraviesa una situación de crisis -por otra parte casi constante en el arte escénico- que condicionó decisivamente el modo de recepción del nuevo arte. La aparición del cine coincide con un proceso de transformación en la convención teatral que en su lento desarrollo había alcanzado en las últimas décadas del XIX su configuración más nítida de lo que podemos denominar CONVENCIÓN NATURALISTA14. El afianzamiento de esta nueva convención implicaba necesariamente una transformación de todos los sistemas de expresión que confluyen en el acto sémico-espectacular de la representación. Cuando Leopoldo Alas en El hombre de los estrenos ironizaba por vía de la hipérbole demandando, en aras del verismo de la representación, que hubiera olor local para ambientar el desarrollo de un acto que transcurre en una alcantarilla15, anuncia, en 1884, uno de los pilares en los que se fundamenta la nueva convención: el espacio escénico no representa, sino que es un lugar; los actores no representan, son, viven, interiorizan, conocen íntimamente, encarnan... los personajes. El modelo teatral de lo verosímil o adecuado por aproximación, propio del teatro realista y resuelto por la magistral utilización de telones o bastidores pintados, dispuestos sobre la escena de acuerdo con las leyes de la perspectiva, se supera definitivamente por la nueva convención. Las propuestas de Andrés Antoine y su Teatro Libre o el método psicológico-realista de Stanislavski y su   —22→   construcción del personaje, marcan la trayectoria del nuevo modo de entender el arte de la representación.

Pero la nueva convención supone, además, la progresiva incorporación al desarrollo del arte escénico de los grandes descubrimientos de la técnica. La utilización de la luz eléctrica no supone solamente una manera diferente de configurar la representación, significa también un nuevo modo de contemplar el espectáculo. El oscurecimiento de la sala ensimisma al espectador, le aísla y le sitúa frente a un escenario que, proyectado sobre la tenebrosidad de la sala, sobrecoge y arrastra su atención trasladándose hasta la luminosa realidad de lo representado.

La situación de crisis que presentamos explica con claridad que el cine ocupase muy pronto un espacio junto a, o incluso frente al teatro. La posibilidad de captar imágenes de la vida real y proyectarlas en movimiento sobre la pantalla, que ocupa el espacio de la llamada cuarta pared, convierte la sala de proyección en un teatro de verismo tal que, aunque lo que se proyecte no sea en realidad la vida real, sino su mera reconstrucción espectacular o artística, se recibe con la misma sugestión que aquella y con idéntico apasionamiento se acepta como real, como vivida y auténtica. Ni el hecho relevante de que el cine no fuera sonoro -porque dudamos que el cine haya sido nunca mudo- llegó a significar un lastre importante ante la prodigiosa capacidad de arrastre del nuevo arte.

La fulgurante carrera de las técnicas cinematográficas supuso, además, que el proceso de filmación, montaje y proyección progresara considerablemente en un lapso relativamente breve de tiempo, impulsando al nuevo arte a superar muy pronto las fronteras de la representación de la realidad hasta entonces conocidas. La construcción de decorados, la incorporación del perspectivismo multiplicando los ángulos de filmación o incorporando más de una cámara, la utilización de distintos planos constituyendo una misma secuencia, la utilización de mezclas y fundidos y la incorporación de la voz a la proyección, significaron la primacía definitiva del cine como espectáculo y como norma de representación.

Es en esta circunstancia cuando desde los sectores de la crítica teatral se comienza a plantear la necesidad de renovar la escena tomando como punto de referencia el sentido espectacular cuyo modelo presenta el cine. El nacimiento de los movimientos teatrales de vanguardia sólo podrá entenderse a la luz que el sistema de representación cinematográfico ofrece como paradigma. La necesaria brevedad de nuestra aproximación nos empuja a seleccionar entre la multitud de ejemplos y citas referidos a este fenómeno un aspecto que, por su trascendencia, nos parece claramente revelador. En un artículo, fechado en 1927, expresa Azorín algunas de las claves que definen el nuevo arte: «investigadores, científicos y directores artísticos, ponían día y noche, a todas horas, su empeño de ir logrando nuevos efectos, en captar la luz, en adueñarse de las sombras, en aprehender -después de haber aprehendido el mundo físico-, el mundo fantástico, magnífico de lo irreal, del subconsciente, y concluyendo en otro artículo de las mismas fechas: el cinematógrafo puede hoy disponer de efectos, de recursos artísticos, de medios de la expresión a que no alcanza el arte teatral. Y no alcanza, en parte, porque, al menos en España, la literatura dramática se niega a dar entrada en la escena a tales recursos y tales efectos16. Por aquellas fechas escribía Azorín su teatro superrealista en   —23→   sintonía con la corriente renovadora del teatro español y europeo de la vanguardia. Pero no es sólo la capacidad de incorporar lo subconsciente, lo onírico o lo mágico que el cine pone de manifiesto, algo que el teatro podría incorporar a su sistema de representación. Existe otro elemento de importancia que el cine adapta a su sistema expresivo transformando el modelo de representación. Nos referimos al tratamiento del tiempo en lo representado. Analiza Azorín este aspecto, tan constante y presente en su obra, como una característica de enorme transcendencia, capaz de revolucionar la sensibilidad del espectador en la recepción de la obra de arte en general y del arte literario en particular. «El nuevo concepto del tiempo en el cine implica retrospección, simultaneidad, anticipación. La fábula del cine dispone de las tres direcciones: podemos ver en la pantalla -y dentro de un mismo marco- lo que está pasando al mismo tiempo en otro lugar, lo que pasó y lo que pasará. En realidad, el espectador, por primera vez en la historia del arte se encuentra fuera del tiempo, dominando el tiempo. En el libro, concretamente en la novela, se da, a querer, la pluralidad de tiempo; no es lo mismo imaginar esa pluralidad que estarla viendo, con luz, con color, con figura, con palabras, con movimiento17». Atendiendo a estas consideraciones no nos parece desproporcionado afirmar que el cine incorporó al modelo expresivo de representación elementos que contribuyeron decisivamente a la transformación del sentido estético de nuestro siglo, no sólo en su vertiente expresiva, o de formalización del nuevo arte sino también, y esto nos parece de mayor transcendencia, en lo que afecta al modo de mirar y de entender las nuevas formas de representación, los nuevos modelos del arte escénico.

La incorporación al teatro del mundo de lo inconsciente, de lo onírico, de lo fantasmagórico, la posibilidad de alcanzar una consideración diferente del tiempo de lo narrado, son sólo dos de los argumentos que se ponen en circulación con el desarrollo de las formas teatrales de la vanguardia durante los años veinte y treinta dentro y fuera de nuestras fronteras. Las propuestas de Meyerlhold, Pirandello, el teatro expresionista alemán, el sentido del espectáculo total de Gaston Baty en París podrían resultar una aproximación clarificadora, aunque insuficiente de las manifestaciones de la vanguardia en Europa. El teatro de Gómez de la Serna18, de Enrique Jardiel Poncela cuya andadura en la lucha contra el teatro convencional se inicia en 1926, de García Lorca19, o del propio Azorín20   —24→   entre otros21, deberían inscribirse en este proceso de incorporación al sistema de representación teatral de fórmulas expresivas que perteneciendo al ámbito de lo espectacular o de lo parateatral, habían quedado fuera de los escenarios a la italiana tradicionales, o que procedían directamente del modelo de representación de la realidad que propone el cinematógrafo.

Quisiéramos insistir en un aspecto que, aunque parezca obvio, conviene no perder de vista a la hora de evaluar la profunda huella que el modelo expresivo cinematográfico ha venido dejando en el código de representación propio del teatro durante las últimas décadas. No estamos tratando de averiguar qué argumentos teatrales se han convertido en historias cinematográficas, ni siquiera cómo se ha producido el proceso de «adaptación» o traducción de los textos literarios en general y teatrales en particular en su versión cinematográfica, o a la inversa. No se trata siquiera de rastrear de qué manera aquella secuencia del cine se incorporó a las nuevas versiones de tal o cual historia literaria o teatral. Lo que intentamos clarificar es de qué manera el código expresivo propio del nuevo arte cinematográfico ha influido en el proceso de sistematización espectacular de los lenguajes teatrales. El cine y su capacidad de sugestión no sólo ocupa los espacios en los que hasta su aparición se representaba el teatro, no sólo tiene como objetivo fundamental la representación de una realidad verosímil sobre la superficie plana de la pantalla, sino que, en tanto que espectáculo y comunicación, va configurando una nueva convención, es decir, un nuevo código semiológico, una nueva red de unidades significativas capaces de «representar la realidad que no sólo se va a dejar sentir en los que se expresan con el nuevo sistema sino también en los espectadores que deberán acostumbrarse a descodificar los nuevos mensajes. El proceso de incorporación de la sociedad al nuevo sistema de representación, a la nueva convención, terminará por confluir en todos los elementos implicados en los diferentes sistemas de representación, incluido el teatro, en cualquiera de sus manifestaciones posibles, y por parte de todos y cada uno de los sujetos, factores o elementos implicados en el proceso: autor, director, actor, espectador...

El definitivo asentamiento del cinematógrafo como forma habitual de representación, una vez añadidos el sonido y el color a la misma, lleva consigo aparejada la incorporación definitiva del gran público a los modos de expresión y de comunicación propios del lenguaje fílmico: imágenes, sonidos, colores, proporciones y formas, punto de vista desde el que la cámara ve o escribe la imagen se integran en un sistema sémico complejo en su estructura pero de enorme riqueza significativa. El nuevo código, ese nuevo sistema de representación de la realidad, se incorpora paulatinamente y con creciente naturalidad al sistema de descodificación directa de las imágenes de la pantalla;   —25→   el mundo de la imagen se integra de tal manera en los diferentes modelos de acceso a la cultura de la comunicación que, tras la Segunda Guerra Mundial, puede decirse que el mundo de la imagen se adueña definitivamente de los modos de comunicación hasta invadir todas las esferas fundamentales de la vida. Pero lo que en estos momentos nos interesa es el hecho de que la televisión, el vídeo, los diferentes modos de utilización del rayo láser como captador/reproductor de imágenes electrónicas, o la incorporación de realidad virtual en los nuevos sistemas de computadoras personales, han invadido no sólo el espacio de la comunicación humana sino también el de la representación de la realidad -real o ficcional, cada vez es más difícil diferenciarlas- en nuestros días. Acostumbrados a recibir y a interpretar mensajes fundamentados en la imagen y sus entornos, nos resultará razonable encontrar un sistema de representación basado en modelos semejantes o equivalentes en las propuestas espectaculares teatrales que, de este modo, estarán llamadas a incorporar a sus sistemas expresivos los nuevos modelos comunicativos.

Lo que nos interesa de esta reflexión es el hecho de que el proceso de asimilación del modelo sémico que encierra la comunicación con imágenes, de las que es el mayor exponente el cine y sus desarrollos más modernos, ha ido dejando una huella competencial de carácter reflejo cuya influencia se deja sentir en la configuración espectacular de otros modelos no fílmicos de representación, aunque posean por larga tradición un sistema sémico específico tan arraigado y convencional como el del teatro; y ello a pesar de que este haya recuperado durante los últimos años un espacio, tal vez modesto pero perfectamente identificable, en la sociedad de nuestros días.

Es esta huella, producto inmotivado o no consciente por no buscado, del sistema de representación de la realidad que ofrece el cine, la que en estos momentos nos interesa a nosotros. Rastrear la huella que el cine haya dejado en la propia esencia comunicativa del teatro como sistema de representación espectacular nos parece de mayor trascendencia que precisar los trasvases, las imitaciones o los préstamos de historias, personajes, anécdotas y similares que puedan encontrarse no ya entre el teatro y el cine, sino entre la literatura en general y el cine. No pretendemos establecer si la lectura cinematográfica de tal novela o de cual obra de teatro parece más rigurosa que el original «literario» del que nace, ni si la versión cinematográfica supone el empobrecimiento del mundo ficcional pintado en la novela o, por el contrario, si una versión cinematográfica significa el enriquecimiento de aspectos relacionados con la reconstrucción, verista y espectacular en el film, del ambiente histórico y cultural que apenas se perciben en la novela. Este tipo de análisis, de indudable interés historiográfico, permite contemplar el tronco, las ramas, las hojas de la enorme y vistosa planta del nuevo sistema de representación de la realidad, pero apenas nos permite conocer sus raíces, los escondidos vericuetos por los que ha ido extendiendo sus poderosos tentáculos reticulares, cuya red se presenta mucho más amplia y profunda de lo que desde una panorámica de superficie pudiera ofrecemos un plano general de la situación, por muy bien escogido o fotografiado que éste fuera.

No sería difícil señalar elementos novedosos de raíz cinematográfica en las propuestas escénicas de los autores, los directores o los grupos teatrales que con diferentes pretensiones han venido ocupando la línea rompedora, inconformista, renovadora del teatro europeo de los últimos cuarenta años. Los intentos de «romper» la cuarta pared, implicando al espectador en el proceso de la representación, o la radical transformación   —26→   de los espacios escénicos22; la voluntad de dinamitar la tendencia a la sugestión enajenadora para conseguir una actitud crítica y de vigilia; la incorporación de unidades de proyección al espectáculo de la representación y la utilización de la electricidad y la electrónica en la creación de efectos de espectacularidad inimaginables algunas décadas atrás permitirían, con indudable eficacia, señalar aquellos elementos funcionales que, teniendo su origen en el nuevo sistema de representación de la realidad incorporado por el cinematógrafo, ha invadido el proceso sémico y espectacular del teatro y su lenguaje23. Sin embargo, este tipo de «influencia» no llamaría demasiado nuestra atención pues estaríamos, al fin y al cabo, ante los productos razonables de un modelo expresivo y estético de radical modernidad más atento a la voluntad de ruptura de los moldes convencionales que a las sutilezas de la organización sistemática de su modelo expresivo. Por esta razón nos parece que podría resultar más significativo el análisis de algunos elementos propios del modelo cinematográfico espigados en obras cuyos autores puedan encuadrarse sin demasiada dificultad en la línea evolutiva del teatro convencional.

Antonio Buero Vallejo en La doble historia del Dr. Valmy plantea una situación dramática cuya realización escénica demanda no sólo espacios diferentes y desarrollos temporales discontinuos, sino que la transición o el tránsito escénico entre unos y otros -espacios y tiempos- se produce sin solución de continuidad o incluso en desarrollo simultáneo en su plasmación escénica de tiempos de acción diferentes. La ubicación de dos practicables elevados a distinta altura sobre el escenario24 permite abrir cuatro espacios sobre los que se desarrollarán escenas ocurridas en tiempos y lugares diferentes: el despacho de trabajo del Dr. Valmy, un paseo del parque, con banco, ambos en el nivel del suelo del escenario; a la izquierda, sobre el primer practicable, la casa de Daniel, a   —27→   la derecha, en el practicable más elevado, las dependencias policiales. Estos dos últimos espacios son «dos habitaciones ensambladas y a distinta altura. Juntas en la escena, encuéntranse en la ficción muy distantes»25. Si la acotación del autor explica adecuadamente al lector la especificidad de los espacios descritos, no debemos perder de vista que la realización dramática no ofrece al espectador tales explicaciones, sino un espacio físico plural, artificiosamente delimitado, en el que con la sola ayuda de los juegos de luces y, en su caso, mediante la información que el propio texto ofrece, van a producirse acontecimientos cuya continuidad en tiempo real no se ajusta a su desarrollo en tiempo dramático o de representación.

Es evidente que tal distribución del espacio y la discontinua presentación en el tiempo de los sucesos están al servicio de una intención puramente dramática de indudable filiación trágica: la configuración de lo representado como psicodrama encaminado a curar de una «misteriosa» enfermedad del olvido a algunos pacientes del Dr. Valmy -entre los que tal vez puedan o deban incluirse los espectadores- hace que la historia del policía Barnes se desarrolle con la irrefutable fatalidad de los acontecimientos no tanto predeterminados por el destino cuanto de imposible modificación por ser ya pretéritos y, en tal sentido, de contenido trágico. Pero no es menos cierto que el modo de presentar estos acontecimientos y el de plantear su desarrollo escénico no sería posible sin el modelo cinematográfico y su específica sintaxis narrativa. El paso de un espacio a otro, sin solución de continuidad o con un brevísimo oscuro -en todo equivalente al fundido en negro del cine- la discontinua progresión temporal de la historia, la especial utilización de la luz combinando espacios y secuencias, son evidentes préstamos fílmicos incrustados con absoluta normalidad en el lenguaje teatral, que ha aceptado la convención que el cine y su sistema de representación de la realidad ha ido desarrollando entre los espectadores de la sala de proyección, que también lo son, claro está, de teatro26.

Aunque podríamos señalar otras obras en las que existen componentes formales propios del código expresivo del cine27, quisiéramos terminar esta breve aproximación   —28→   con un apunte referido a otro autor, que, además de haber confesado abiertamente el magisterio de Buero Vallejo, representa una de las voces más firmes de esa línea de progresión dramática que no puede ser tildada de «vanguardista» o abiertamente rompedora, sin que por ello deba negársele una indudable vocación reformadora o, por mejor decir, de superación de la vieja convención naturalista explorando nuevas vías para la representación teatral de la realidad. Nos referimos a Domingo Miras28 y a una de sus obras, La monja Alférez29.

La obra se ha organizado sobre un total de nueve cuadros. El primero supone un espacio y un tiempo de representación perfectamente definidos: Catalina de Erauso viaja, en un galerón español, hacia América. En su camarote recibe la visita de Don Miguel de Echazarreta, general de la flota, que se interesa por un manuscrito que tiene entre manos Don Antonio/Doña Catalina de Erauso y cuya lectura iniciará el anciano general al finalizar el cuadro:

Nací yo, Doña Catalina /.../ Estando en el año de noviciado, ya cerca del fin...

(Se desvanece suavemente la luz). Cuadro II30.

El oscuro marca de una parte, la transformación del espacio escénico, hasta el convento en el que sucede la acción que estaba leyendo Echazarreta, y de otra un ejemplo evidente de retroceso en el tiempo, de reconstrucción en presente de la representación de unos acontecimientos desarrollados en tiempo pasado. El flash-back como técnica de la representación no es un fenómeno nuevo en el teatro, pero normalmente se refería a acontecimientos que completaban o explicaban la acción principal y solían reducirse a su narración por parte de alguno de los personajes; en este caso, la mirada retrospectiva no sólo se incorpora a la acción principal, sino que se convierte en la esencia de esa acción: la trayectoria biográfica de la protagonista. El modelo de reconstrucción del pasado, que ya se había dado en la novela31, es, sin embargo, un ejemplo repetido con mucha frecuencia en el proceso de reconstrucción de la realidad del lenguaje cinematográfico cuyas características técnicas permiten el tránsito presente-pasado (o realidad-ficción-sueño-fantasía   —29→   ) de manera que el espectador se traslade en el espacio y en el tiempo con relativa facilidad. Avezado en la técnica, aceptará con semejante naturalidad la transición en el modelo de representación escénico, aunque sobre el escenario se produzca con mayores dificultades.

La monja Alférez presenta de este modo una yuxtaposición de secuencias en las que Domingo Miras va explicitando otros tantos momentos relevantes del desarrollo biográfico de Catalina de Erauso, tomando como punto de referencia su propia relación y la traslación que de ella se nos transmite a través de la lectura realizada por el general de la flota. El último de los cuadros, vuelve el espectador al punto de partida, el camarote del galerón español, pero ahora con la configuración biográfica del personaje perfectamente resuelta. Sea cual sea la traslación escénica que de la obra pudiera realizarse, la constante mutación de espacios y el continuo fluir del tiempo de lo representado exigirían por parte de los escenógrafos y, por añadidura de los espectadores, un esfuerzo de traducción de indudable importancia; esfuerzo que se solventaría en gran medida en su traducción cinematográfica: la técnica de la yuxtaposición de secuencias y la indudable facilidad con que el espectador traduce los nexos de unión entre unas secuencias y otras harían más fácilmente inteligible el producto final del espectáculo32.

Los ejemplos que proponemos no son sino una somera aproximación a un tema que nos parece de enorme interés. La influencia del modelo de representación de la realidad que ha incorporado el cine y desde el cine se ha ido trasladando a los modos de traducción del espectáculo, se deja sentir sobre los autores de teatro no sólo en tanto que intentarán ofrecer a los espectadores un espectáculo cuyos componentes sémicos les resulten además de aceptables desde un punto de vista puramente estético, reconocibles desde el punto de vista de la comunicación, sino también en cuanto espectadores ellos mismos de productos cinematográficos. El estudio de las líneas de transformación del arte escénico durante el siglo XX exige un planteamiento que empiece por analizar cuáles de los elementos de la semiología del cine se han incorporado al sistema de signos que explícitamente constituye la representación teatral y de qué manera han influido en la configuración de un nuevo modelo expresivo tanto en lo que se refiere a su modo de expresión autoral como al código convencional de su recepción por parte de los espectadores.



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ArribaAbajoel humor cinematográfico de Miguel Mihura: el caso de la protagonista femenina

José María Ferri Coll


Universidad de Alicante

Cosas de mujeres, señor comisario, para ustedes muy difíciles de comprender.


Nieves (María Félix), Una mujer cualquiera                


Era la época en que la palabra «pierna» no se podía decir en un escenario, si esa pierna, naturalmente, era de mujer.


M. MIHURA                


Mihura entra en el arte y en la vida como si no le fuera nada en ello. El humor es el cauce feliz por el que discurre su postura irreverente ante la convención social. La caricatura, el teatro y el cine son los tres soportes que salen al paso del cómico madrileño.

En orden cronológico, la literatura ocupó a Mihura antes que el cine. Dos constantes aparecen en el ejercicio de ambas artes: la explotación de un humor teñido de crítica social y la infinita capacidad de sorprender al espectador a partir de situaciones convencionales transformadas en atípicas mediante la intervención de tres recursos básicos, a saber: la ruptura con la enciclopedia del receptor, el absurdo y el infantilismo33. De este   —32→   modo, el acierto radica en la modulación de la materia y los temas de la vida cotidiana hasta convertirlos en asunto trascendente. Así las cosas, una simple historia de amor puede devenir símbolo de la libertad individual del hombre.

Llegados a este punto, podemos preguntamos si Mihura era el escritor que más se acercaba al desideratum del dialoguista profesional que el cine español republicano y franquista necesitaba. Me parece que en la década de los treinta no hay otro escritor más dotado para nutrir de textos el recién nacido cine sonoro. Dos hechos relevantes merecen ser tenidos en cuenta a este respecto. En primer lugar, el teatro mihuresco posterior a 1932 se sirve de lo aprendido en el cine, hasta tal punto que algunas obras se ven primero en la pantalla y luego se adaptan a la escena. En segundo lugar, nuestro autor no ha estrenado ninguna comedia cuando llega al cine, aunque a la sazón haya escrito Tres sombreros de copa. En general, se puede afirmar que durante la década de los treinta es normal que un hombre de teatro se dedique al cine, como si se pensara que éste es una proyección de aquél sobre distinto soporte. Acerca de este tema, creo que se pueden columbrar dos teoría distintas. En primer lugar, hay quienes piensan que no cambian las artes, sino las técnicas, de suerte que los avances mecánicos han hecho posible el paso del teatro al cine, del cine a la televisión, etc. Sin embargo, otros creen que el teatro y el cine son artes distintas, y que éste, más reciente, se nutre de profesionales de aquél en sus primeras manifestaciones. Tampoco se puede olvidar que el cine en sus orígenes es «teatro filmado». A partir de los años cincuenta, la novela irrumpe con fuerza en las adaptaciones cinematográficas, aunque en la década anterior se hayan rodado serias películas a partir de relatos de Alarcón, Palacio Valdés, Blasco Ibáñez, Concha Espina, W. Femández Flores, etc., a quienes recurren directores y productores casi siempre para zafarse de la censura franquista, poniendo argumentos «peligrosos» en boca de célebres narradores decimonónicos.

Mihura aguanta el cinematógrafo desde 1934 hasta 195234. A partir de este año, el teatro ocupará casi exclusivamente al escritor madrileño, aunque colabore en algunas películas y sea llevada a la pantalla una de sus más celebradas comedias: Maribel y la extraña familia35. En este trabajo, me ocuparé especialmente del tratamiento de los personajes   —33→   femeninos36. ¿Por qué la mujer? Creo que las heroínas mihurescas reflejan muy bien su postura crítica ante el matrimonio y los sentimientos institucionalizados. Las relaciones hombre-mujer-sociedad37 son el tema más recurrente en el cine español38. Encuentro dos razones que explican este hecho. Por un lado, el matrimonio, la pareja, la relación entre los sexos es siempre motivo de conflicto, y éste adecuadamente explotado sirve de argumento para una obra de teatro, o para una película. Por otro, el amor es siempre el sentimiento universal con el que más fácilmente nos identificamos todos39. Quiero añadir algo. Curiosamente muchas historias de amor en el teatro y en el cine de Mihura acaban convirtiéndose en historias de desamor40. Interesa destacar que la primera gran historia de amor que escribe Mihura, Tres sombreros de copa, preterida por los empresarios41, inaugura   —34→   una nueva forma de presentar en escena la relación sentimental: el absurdo. No debe confundirse, sin embargo, con lo inverosímil o excéntrico. En Tres sombreros de copa, no acaece nada que no pueda suceder en la realidad, o que no se pueda explicar mediante las leyes que rigen la Naturaleza. Lo que nos desconcierta es que no se produzcan los hechos con el mismo orden que en la realidad; que se rompa, en otras palabras, la lógica social para la que estamos adiestrados. «Absurdo», en este sentido, significa «ilógico», poco probable, según nuestro modelo de mundo. «Ilógico», por otro lado, no quiere decir «falto de sentido». Lo lógico se rige por reglas. Decimos que un enunciado es lógico cuando cumple estas pautas, sin quebrantar ninguna de ellas. Si afirmamos que el enunciado es ilógico, no estamos diciendo que carezca de sentido, sino que deja de cumplir las leyes de la lógica. Observemos los siguientes parlamentos. Así cuando don Sacramento dice a Dionisio: «¿Qué olor es éste, caballero? ¡En este cuarto hay un cadáver! ¿Por qué tiene usted cadáveres en su cuarto? ¿Es que los bohemios tienen cadáveres en su habitación?», se quebrantan dos leyes lógicas: desdramatización de la muerte como asunto serio, convertida ahora en algo macabro; y ruptura con la enciclopedia del espectador, que ignora la existencia de cadáveres en las habitaciones de los hoteles. ¿Se debe entender que carece de sentido el parlamento transcrito arriba? Si se sigue oyendo la comedia, Dionisio responde a don Sacramento: «En los hoteles modestos siempre hay cadáveres». «Cadáver», entendido como metáfora de hombre anodino, vulgar, acartonado, vuelve a formar parte de la enciclopedia de los espectadores. El absurdo es el cauce de una postura irreverente ante la sociedad circundante42. Mihura, sin embargo, niega que Tres sombreros de copa sea una obra reivindicativa43. Torrente Ballester44 ha visto en ella una «comedia de vanguardia» que comulga con el ideario de Heidegger y se aproxima al «existencialismo» de La metamorfosis, obra escrita por Kafka en 1912, pero no publicada hasta 1915. El autor de Praga transparenta una preocupación común detectable en las comedias de Mihura: la angustiosa monotonía que aísla al individuo en una sociedad burguesa encerrada en sus costumbres anodinas y sus bienes materiales. El   —35→   Dionisio de Mihura no es el Gregor Samsa kafkiano en tanto que mientras éste no puede elegir su destino ante el peso de una cotidianidad que lo ha absorbido, aquél tiene una opción: Paula. Se impone, llegados a este extremo, considerar que el jaez humano que Mihura imprime a sus personajes no reside exclusivamente en su condición de desdichados45. Es decisivo, aparte, contar con la posibilidad, otorgada al protagonista, de rectificar y cambiar de vida. Dionisio comparte con Samsa el carácter de víctima; también es, en cierto modo, una cucaracha, un animal doméstico que se comporta siempre igual y, tan frágil, que cualquiera puede aplastar. Gregor y Dionisio son el lado humano del absurdo, su otra cara, la que nos hiela la sonrisa.

Como sus afines E. Neville, J. López Rubio, E. Jardiel Poncela y Antonio de Lara, «Tono»46, el cine cautivó en seguida a Mihura. Aparte de lo novedoso, el Séptimo Arte le brindaba la posibilidad de desarrollar el genio humorístico de su teatro inédito. Importante resultó la influencia de su hermano Jerónimo, quien esperaba ansioso el salto al cine, y, finalmente, ha de tenerse en cuenta el aliciente económico. López Rubio ha narrado con precisión cómo invade el cine la vida de Mihura:

Estaba visto que no tenía escape. En cuanto lo vio en pie, andando como podía, el cine vino a conquistarle con sus cucamonas, para tratar de someterle a sus reglas, a sus técnicas y a su aire acondicionado47.


En el teatro, había empezado como contador en el Rey Alfonso48. El cine lo recibió como técnico de doblaje de películas extranjeras. Con la colaboración de E. García Maroto, M. Mihura escribe los guiones de Una de fieras (1934), Una de miedo (1934) y la película que cierra la trilogía, Y, ahora, una de ladrones (1935)49. El humor de Mihura llega a la pantalla en diálogos tan disparatados en la época como el que transcribo ahora, extraído del guión de Una de miedo:

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-¡Qué desgraciada soy, Jimmy!

-¿Por qué?

-Porque pienso que mi padre, el opulento banquero de Chicago, se opondrá a nuestros amores.

-No, tu padre no puede oponerse, porque antes le asesinará su secretario chino, para robarle los planos del telescopio.

-Es cierto, pero ¿y si se opone mi madre?

-Tu madre no puede oponerse. No es tu madre.

-¡Oh, baby, oh! Bueno, Jimmy, pero... ¿y si se opone toda la marina de guerra?

-Oh, Mary, si se opone toda la marina de guerra, entonces... estamos perdidos.

-¡Qué triste es la vida en el mar!

-O.K.

-¡Oh!, I love boy.

-Pa ti la perra gorda50.


El conflicto entre la libertad de los enamorados y la sociedad burguesa representada por la intransigencia paterna queda esbozado en esta escena51. En 1935, aunque estrenada a principios del año siguiente, aparece La hija del penal. La mujer se presenta aquí como objeto del deseo masculino. Lina es forzada por el hijo del cacique, la secretaria del Director General de Prisiones complace a su jefe, etc52.

Tras el hiato de la Guerra Civil, Los hijos de la noche (1939), de Benito Perojo, representa ya la imposibilidad de ampliar los temas y ofrecer distintas formas de relación sentimental entre los protagonistas. La película supera la censura sin ningún problema, porque sólo los diálogos de Mihura parecían quebrantar el «mundo feliz» que pergeña el argumento, basado en la comedia homónima de Navarro y Torrado. A partir de ahora, se distinguen dos líneas de evolución en el tratamiento de la mujer.

  —37→  

La primera, más abundante y anodina, respeta las exigencias de la moral católica presente en la censura. Se ofrece, en este paradigma, un tipo femenino asexuado y cándido, incapaz de despertar el deseo del espectador. Se cercenan tanto las exhibiciones más descaradas de las cintas nacidas en Hollywood del corte de Gilda, como un inocuo beso final entre la pareja de enamorados, Roberto y Elena, que ofrece la película de Román Intriga (1942)53. Ejemplo de este paradigma es la cinta La última falla (1940), donde se esboza un triángulo amoroso entre Julio, rico empresario, Enriqueta, su secretaria, y María del Carmen, cantante española. Por supuesto, las relaciones amorosas entre los tres no pasan de lo convencional, a pesar de lo cual la censura eliminó algunos diálogos de Mihura, que, no obstante su ingenuidad, levantaron las suspicacias de los censores. Queda suprimida de la cinta toda insinuación a las relaciones extramatrimoniales entre Julio y la cantante, así como toda posibilidad de «querer» fuera del noviazgo legítimo. En este mismo grupo de películas, aparece una variación en la caracterización de la mujer: el hecho de ser española. La mujer hispana alberga unos valores éticos que la hacen renunciar a un hombre al que ama para que éste no cometa ningún acto inmoral. Es el caso de la película de A. Román Boda en el infierno (1942). Su trasfondo es la comunista Unión Soviética y la España de la Guerra Civil. Al final, la heroína, Blanca, renuncia al amor de Carlos para no obstaculizar su noviazgo con Mari-Lis. En otras ocasiones, se recalca el contraste entre lo español y lo extranjero, como en la cinta de Jerónimo Mihura Castillo de naipes (1943). Presenta aquí un matrimonio de conveniencia. Luis y Carmen se casan para compartir la propiedad de un castillo. El meollo de la película radica en la antítesis habida entre la visión extranjera del héroe, quien pretende convertir el castillo en un hotel, y la actitud de la heroína «nacional», quien piensa todo lo contrario. El matrimonio sirve para resolver el conflicto y dejar claro que la razón sólo puede estar de un lado: el español. Esta exaltación de la mujer española no es privativa del cine de Mihura. La obra de Rafael Gil La calle sin sol (1948), considerada de «interés nacional», refleja una pobreza dulce que viene compensada por la integridad de la «raza hispana». Un extranjero llega a España pensando que ha asesinado a su compañera sentimental, hundido y hastiado. Aunque se demuestra que en realidad no murió Susan, Mauricio redime su tristeza gracias a la generosidad de una mujer española, Pilar, de la que se enamora. Molestó a la censura el hecho de que Mauricio, casado en Francia, según el guión original, haya de divorciarse de Susan. Uno de los censores propuso dos opciones para zafarse del divorcio: Mauricio asesina a su esposa adúltera y, después de que la justicia lo absuelva, se casa; o perdona la infidelidad de la mujer. Siempre vuelven de madrugada (1948) sigue la línea del filme anterior. La actitud «española» de la protagonista, Susana, sirve para redimir los pecados del juerguista Luis. De la heroína virtuosa, pasamos a la protagonista fatal de Una mujer cualquiera (1949). Nieves pertenece   —38→   a una clase social alta, pero, menguados sus recursos económicos, cae en la prostitución. No es usual en Mihura la construcción de un personaje central de esa catadura moral dentro de un ambiente dramático extremo. Si comparamos a Nieves con las prostitutas que aparecen en Tres sombreros de copa o Maribel y la extraña familia, se observa una profunda diferencia: éstas reflejan la libertad; aquélla, la desgracia. La prostitución no es mostrada en las obras de Mihura con sentido negativo. Al contrario, el mundo de la prostituta se enfrenta frecuentemente al encorsetamiento burgués54. En 1953, Mihura llevó el mismo argumento al teatro55. Mi adorado Juan (1949) explica la opción de la soltería de su protagonista. Juan, trasunto del autor, prefiere vivir de modo contemplativo, sin agobios ni ataduras, a pesar de su amor por Eloísa. Sin embargo, la presión de la época hace que el desenlace sea el inevitable matrimonio que pueda garantizar un final feliz y comercial56. En 1956, se estrena en el teatro. El tiempo ido entre la película y la comedia ha aumentado la desconfianza de Mihura hacia la actitud de Juan y también hacia el matrimonio. Para rematar el análisis de este primer grupo de películas, es menester nombrar El señorito Octavio (1950), adaptación de la novela homónima de Palacio Valdés. Se trata de un ejemplo esplendente de la moral franquista. La mujer aparece en la película bajo dos formas: la inmoral de la pérfida amante del Conde de Trevia, y la bondadosa de la Condesa, quien no acepta los amoríos con un joven, Octavio, a pesar de conocer que su esposo la engaña con Florencia. La imagen de Laura, Condesa de Trevia, es de esposa fiel y virtuosa. En la novela de Valdés, el Conde mata a Laura y a Octavio. Mihura, sin embargo, ha concebido un final distinto: Florencia mata al Conde, de forma que triunfa la virtud de la esposa perfecta.

La segunda manera de tratar el personaje femenino consiste en incardinar la relación sentimental en una trama, o bien dominada por el absurdo; o bien emplazada en lugar y tiempo alejados de los que ocupa el Régimen. Desde un punto de vista estético, esta   —39→   posibilidad arroja mayores novedades, al tiempo que es posible zafarse mejor de la torpe purga eclesiástica y civil que no acierta a distinguir tintes «inmorales» en cintas como Yo no soy la Mata-Hari (1949), ambientada en la vida desordenada de mujeres que viven de exhibir sus cuerpos, pero inserta en tal absurdo, que los censores sólo prohibieron algunas escenas de camerino. En el primer caso mentado arriba, se debe atender a la película Un bigote para dos (1940), cuyo guión fue escrito en colaboración con «Tono». Supone ésta una renovación importante en el cine español. La película, que no se ha conservado, se sirve de un humor muy parecido al derrochado en Tres sombreros de copa. En el filme, las relaciones amorosas están basadas en el absurdo: Enriqueto no quiere casarse con Manolita porque tiene mala voz de barítono. La censura obvió el argumento, porque en realidad es todo él ilógico. Para el segundo modelo, sirve como dechado Marido provisional (1940), dirigida por el italiano Nunzio Malasomma. Se trata de un caso ejemplar en el tratamiento del amor. La película debe ser ambientada en Estados Unidos, porque plantea el problema del divorcio. Un matrimonio que comienza a ser de conveniencia se hace real. El divorcio es la fórmula pactada por los cónyuges para acabar con su relación. Si primeramente la censura no puso reparos a la película, a los cuatro años de estrenarse fue totalmente prohibida; una prueba más de la ñoñería de aquellos gobernantes franquistas. En alguna ocasión, el cine trunca el humor «absurdo» de comedias como Ni pobre, ni rico, sino todo lo contrario (1945), dirigida por I. F. Iquino y basada en la comedia homónima que Mihura escribió en colaboración con «Tono» y que vendió a Perojo con el compromiso de no llevarla al teatro hasta que no se estrenara la película. Por razones que no vienen ahora al caso, Perojo no dirigió nunca el filme, y el argumento se llevó al teatro antes de que Iquino se interesara por él. Se retoma aquí otra vez la relación absurda de Un bigote para dos: Margarita no quiere casarse con Abelardo porque es rico y éste intenta todo lo posible para no serlo. Ésta es la primera adaptación de una comedia mihuresca y no podía ofrecer peor balance: Mihura se enemista con «Tono», probablemente por razones de índole económica, la película sólo estuvo en cartelera cuatro días y, por lo demás, la crítica fue poco favorable. Claro que este último dato tiene más de positivo que de negativo, porque en realidad la obra vuelve a explotar el absurdo como fórmula humorística. Por lo que respecta al matrimonio, se columbra una resistencia considerable hacia esa institución, así como hacia el aburguesamiento social. Estos tintes críticos desaparecieron de la adaptación cinematográfica, al tiempo que se cercenaba y alteraba la estructura de la comedia original. El caso de la mujer asesinadita (1946) insiste en el contraste entre el amor libertino y el matrimonial. Escrita en colaboración con Álvaro de Laiglesia, se llevó al cine en 1949, bajo el título El extraño caso de la mujer asesinada, y en 1954 con igual nombre que la comedia. La censura no pudo intervenir porque ambas adaptaciones se realizaron y exhibieron en Argentina y México respectivamente. El absurdo vuelve a aparecer en Vidas confusas (1947), de Jerónimo Mihura. Ahora se explota sobremanera otro recurso dramático preferido por Mihura, el enredo, para contar la historia de amor entre un solterón y una joven corista. Transcribo un diálogo entre ambos:

FERMÍN: [...] Vivo solo, con dos tías ancianas, una de las cuales padece lumbago, que me dan la lata y me aburren hace treinta años. Mis padres, al morir, me dejaron un negocio de maletas y útiles de pesca que me hace bostezar. Me   —40→   dejaron también una vieja casera, con gafas, que no soporto. Estoy en edad de casarme y mi situación económica me lo permite holgadamente. Mi salud es inmejorable. Aparte del sarampión y de un diente que me sacaron, no recuerdo haber tenido otras enfermedades. Poseo una casita en el monte, a donde voy a pasar los domingos en un cochecito desvencijado de mi propiedad del que tira un viejo caballo que me quiere como un padre.

ANTONIA: [...] Mira una cosa, Fermín. Nos conocemos ya hace más de un mes. El primer día te dije mis aspiraciones. Dejar de trabajar en el teatro, y casarme con un hombre como tú, ya un poco mayor, que me mime como a una niña y me lleve a la cama el desayuno57.


Encontramos en este parlamento último la antítesis de Paula, la heroína de Tres sombreros de copa. Si ésta pretende sacar a Dionisio de una vida acartonada, Antonia intenta «acomodarse», cambiar de vida, igual que la protagonista de Maribel y la extraña familia. Los tiempos no permitían otra cosa. El cine español, por consiguiente, se ve obligado a reflejar una y otra vez las mismas peripecias amorosas58. En 1947, los españoles ya podían ver a Rita Hayworth en pantalla, a pesar de las recomendaciones eclesiásticas en su contra, después de haber superado la censura oficial. En 1950, Ladrón de bicicletas de Vittorio de Sica se estrenó en Madrid, como ejemplo del neorrealismo italiano, del cual se había visto poco o nada en España59. Por aquellos mismos años, aparece Me quiero casar contigo (1951), notable excepción en el planteamiento de la vida conyugal. Una relación fuera del matrimonio entre una vedette, Laura, y un hombre adinerado, Ramón, quienes viven juntos sin estar casados, invierte el orden tradicional de los hechos: primero la boda y luego la vida conyugal. En el siguiente diálogo, Mihura desmonta la institución del matrimonio, mediante la creación de una situación absurda en la época:

  —41→  

LAURA: ¿En qué piensas, Ramón?

RAMÓN: No... No tiene importancia... En nada...

LAURA: En algo pensarás...

RAMÓN: (titubeando, como si no se atreviese a decirlo) Bueno, sí... Estoy pensando en que nos debíamos casar...

LAURA: ¿Cómo se te puede ocurrir una tontería semejante?

RAMÓN: (un poco molesto) No son tonterías, Laura... Es una cosa bien formal... A la larga todo el mundo lo hace60.


Tal vez la apertura española de los años 50, o los cambios internos habidos en el Gobierno de Franco, maquillaron la censura férrea y antediluviana de la década anterior. Pero, fuera de casos excepcionales, como éste, los hombres y las mujeres españoles se casaban antes de vivir juntos, por lo menos en el cine.

A partir de 1952, Mihura abandona el cinematógrafo como ocupación fundamental y sólo escribe un guión más y alguna colaboración en otras tantas películas, entre las que merece recordarse Bienvenido Mr. Marshall, de Berlanga. El aburrimiento parece ser la causa de esta marcha, según el testimonio del propio escritor, aunque tampoco se debe olvidar que el estreno y contundente éxito de Tres sombreros de copa hubiera fijado la atención de Mihura sobre la escena. Asimismo, no resulta baladí que el dialoguista madrileño fuera plenamente consciente de las adulteraciones que padecían los guiones, en los cuales la creación del autor quedaba sujeta a numerosas enmiendas de quienes participaban en el proceso de producción y rodaje de la película. En unas declaraciones sobre el papel del escritor en la confección del guión, Mihura recalca que éste era poco menos que simbólico:

[Algunas veces] el director es más modesto y, no sintiéndose con fuerzas suficientes para cambiar, ampliar y alterar todo el trabajo del guionista, pide ayuda y colabora con el productor, con el ayudante, con la señora del ayudante, con la estrella y con el señor grueso que pasa por allí [...]61


De todo lo dicho, se coligen varias conclusiones. Miguel Mihura vio en el cine las posibilidades que el teatro no le brindó en la década de los treinta. Principalmente fascinó al cómico madrileño la explotación de unos tipos muy humanos que reflejaran algunas incongruencias sociales, como la del matrimonio o la moral institucionalizada y puritana. Todo aquello que el teatro le había negado, parecía que el cine podía ofrecérselo. Sin embargo, al cabo del tiempo, resultó ser un espejismo. Mihura intenta con su humor del absurdo poner en boca de sus personajes la expresión más palmaria de su irreverencia personal ante casi todo. Sin embargo, los tiempos no daban para mucho y, tras la Guerra Civil, con el advenimiento de un Estado totalitario y católico, el cine español   —42→   quedó encorsetado para siempre. Tejen contra la voluntad del escritor una tupida red de obstáculos la censura oficial, civil y eclesiástica, la propia autocensura y los intereses económicos de los productores, que no podían gastar dinero en cintas arriesgadas, difíciles de distribuir. En este sentido, el humorista ha de doblegarse poco a poco y escribir más dulzona que críticamente. No obstante, Mihura aporta al cine de su época la frescura de que carecían los diálogos y la poca novedad y sorpresa de aquellas películas. El problema central, sobre el que más trata Mihura en el teatro y el cine, es la relación entre los sexos. El amor, fuera de la convención asexuada y cristiana del Régimen, no tiene más modulaciones62. La mujer laica sólo puede ser madre, esposa o novia. Cuando sale de este papel, suele resultar perversa. El divorcio es tabú y los censores hacen lo que sea para evitar el más mínimo asomo del tema. Frente a esa cerrazón y barbarie, Mihura construye situaciones disparatadas, mediante las cuales intenta criticar la miopía moral de unos gobernantes que castran literalmente nuestro cine. No siempre lo consigue, y no faltan ejemplos en los que las relaciones sentimentales entre hombres y mujeres no pasan el umbral de la convencionalidad. La mujer, protagonista preferida por Mihura, es, sin duda, el personaje más castigado por la censura. Unas veces en el papel de María, dechado de virtudes y bondades, otras como Eva, fatal y perversa, nunca encuentra ocasión de expresar sus deseos y situarse a la misma altura que el hombre. Mihura intentó vencer las barreras del aburguesamiento y acartonamiento sociales con grandes dosis de imaginación y humor, para defender la libertad con minúsculas, esa que late dentro de cada uno de nosotros. Sin embargo, el cine en el que participó parecía corroborar el sentido de los versos del tango que dice: «Todo es mentira/nada es amor».



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ArribaAbajoRafael Alberti: Yo nací -¡respetadme!- con el cine

Juan de Mata Moncho Aguirre


Universidad de Alicante

I

No es Rafael Alberti un dramaturgo como otros de su generación -García Lorca y Casona, especialmente-, en los que se fijara el cine para la adaptación de sus obras. Ninguna de las piezas con las que inició su carrera dramática -El hombre deshabitado, y Fermín Galán, 1931-, ni las que estrenó durante el exilio -De un momento a otro, 1938-39; El trébol florido, 1940; y El Adefesio, 1944-, llegaron a filmarse directamente para el cine. Es pura coincidencia que en el mismo año en que Margarita Xirgú estrenara de él su irreverente biografía escénica de Fermín Galán cuya première en el Español de Madrid le valiese un estrepitoso escándalo y, al día siguiente, una sonora bofetada por una espectadora airada63, se filmase una película de igual título, Fermín Galán (Fernando Roldán, 1931), con argumento del poeta Enrique López Alarcón, inspirado en la sublevación pro-republicana llevada a cabo por los capitanes Galán y García Hernández, y que iba a constituir el primer film inequívocamente político de aquel régimen64.

La relación de Alberti con el cine supone un caso aparte de la de los escritores españoles de preguerra. Algunos resultaron insólitamente vampirizados por el medio al sonar la llamada de Hollywood para hacer versiones hispanoparlantes -casos de un López Rubio, un Martínez Sierra o el más recientemente estudiado Ugarte65-, y otros, al dejar de ser un tabú sus obras para la censura, han pasado a adaptarse sistemáticamente, como es el emblemático caso de Lorca cuya biografía y una parte representativa de su teatro han inspirado los más dispares experimentos en cine y televisión, sin olvidarnos   —44→   de que el cine en la vida y en la obra del poeta granadino ha suscitado la atención y el análisis por parte de ensayistas andaluces66.

De Alberti, pintor, poeta y autor dramático, único superviviente de la Generación del 27, amigo y compañero de Buñuel, Cernuda, Lorca, Guillén y Salinas, entre otros, exiliado desde 1939 por países latinoamericanos e Italia hasta volver a España tras la muerte de Franco, lo que resulta más notorio es su vivo interés por el cine con el que el escritor estuvo vinculado doblemente: primero, por los contactos profesionales que mantuvo con la industria de las cinematografías argentina y uruguaya67; y segundo, por su atracción personal hacia el séptimo arte, plasmada en lo que viene a ser el único intento válido entre Poesía y Cine que fructificó en aquella Generación, su homenaje por los más célebres cómicos del cine mudo.

Esta atracción suya por el cine mudo, que le viene de su infancia gaditana, le llevó a componer los más insólitos poemas a aquellos actores americanos y a dedicarles íntegramente su libro Yo era un tonto y lo que he visto me ha hecho dos tontos68.

Nacido en 1902 en Puerto de Santa María (Cádiz), el poeta ha evocado cómo tuvo su primera visión cinematográfica, de pequeño, en la playa de La Puntilla, contemplando junto a otros niños el cine desde la arena. Esta costumbre de ver el cine al aire libre, tan arraigado en verano en los pueblos mediterráneos, fue recreada por el italiano Giusseppe Tornatore en Cinema Paradiso (1988), film en el que el discurrir a través de las décadas de un cine de pueblo sirve al protagonista adulto para recordar algunos pasajes infantiles, en cierto modo parecidos a los que evoca Alberti en:


Del cinema al aire libre
vengo, madre, de mirar
una mar mentida y cierta,
que no es la mar y es la mar.

Esos versos hablan de la manera en que Alberti niño había contemplado el cine desde la arena: en la pantalla, colocada entre dos barcas que se balanceaban, se proyectaban entonces films mudos de las primeras vamps italianas, las divas Lyda Borelli y Francesca Bertini -nacidas en 1886 y 1892, respectivamente-, quienes protagonizaban entre los años 1910-1916 melodramas y cintas históricas69. También se proyectaban cintas de episodios sobre detectives -como las aventuras de Nick Carter y Sherlock Holmes-, y films colosalistas -Quo Vadis?, E. Guazzoni, 1912-, inscritos en la línea   —45→   de las superproducciones pioneras del cine italiano que llegaron a distribuirse en todo el mundo dado su alto costo y espectacularidad para la época, y unos decorados suntuosos donde por primera vez el genio arquitectónico de los italianos impuso al cine el problema de la perspectiva70.

Todo ese cine es el que más huella dejó en Alberti, y las impresiones de ese cine primitivo quedaron reflejadas en Cal y Canto (1927), en cuyo último poema titulado «Carta abierta» Alberti hizo esta declaración de entusiasmo por el séptimo arte:


Yo nací -¡respetadme!- con el cine,
bajo una red de cables y aviones,
cuando abolidas fueron las carrozas
de los reyes y al auto subió el Papa.

En Cal y Canto intento un tipo de poesía influido por el dinamismo de la época: la velocidad de nuestra época. Ese verso ha tenido mucha repercusión; es como una definición de la época en que he nacido. Yo pido una atención especial para los que hemos nacido en el siglo, con el cine, que tanta influencia ha tenido y sigue teniendo en la visión de las cosas (...). Para mí el cine era una cosa muy seria que quería cambiar la visión de las artes plásticas, la pintura, la literatura; mucha prosa está inspirada en la técnica del cine, en la velocidad del cine, en los cambios rápidos de la visión de una escena. Con el «respetadme» del verso llamaba la atención sobre algo que iba a ser fundamental»71.



Así se lo confesaba el poeta andaluz a otro andaluz de igual nombre, el ensayista Rafael Utrera, en una de las pocas entrevistas -puede que la única- en que Alberti fue requerido para hablar sobre el tema exclusivo del cine, tomando como base su libro Yo era un tonto.... donde vierte su interés posterior por los cómicos, derivado de su asiduidad a las salas de cine, que le hizo fijarse en toda una serie de actores burlescos: Keaton, Chaplin, Laurel y Hardy, Luisa Fazenda o Wallace Beery.

II

La comicidad de Buster Keaton, más conocido entonces en España por Pamplinas, causó un gran impacto entre los poetas del 27, como Lorca y Alberti. El primero lo homenajeó en un texto para teatro, El paseo de Buster Keaton, donde el actor pasa a convertirse en personaje literario. La obrita viene a ser «una combinación de elementos dramáticos y guión cinematográfico, de manera que las acotaciones escénicas informan de la actuación del personaje, de su evolución y vestimenta (...) El autor, en las acotaciones, se sirve de metáforas disparatadas, antítesis irreconciliables, notas poéticas que parecen   —46→   la transformación en palabras de las imágenes keatonianas de la pantalla; el universo del actor-realizador encuentra un eco apropiado en el lenguaje imaginativo del poeta. Entre los recursos utilizados está la bicicleta que no tiene el sillín de caramelo y los pedales de azúcar, los ojos del actor, infinitos y tristes, como los de una bestia recién nacida, sueñan lirios...»72.

Precisamente el rostro de ese actor con su impasibilidad, la imperturbabilidad de Pamplinas -el rasgo más característico de su estilo cómico-, su cara de palo y los esfuerzos por mantener la dignidad en las situaciones más ridículas, lo que le daba siempre el toque de tristeza que han poseído muchos cómicos, es lo que sirvió a todos los artistas de fuente de interpretación literaria, lo mismo a Lorca, como se ha visto, a Alberti o a Dalí, quien llegó a decir: «Buster Keaton, ¡he aquí la poesía pura Paul Valéry!»

Keaton o Pamplinas, era muy conocido de los espectadores españoles por sus cintas mudas (Pasión y boda de Pamplinas; Pamplinas, presidiario; Pamplinas, hombre de negocios, 1920; Pamplinas en el Polo Norte, 1922; Las tres edades, 1923; La ley de la hospitalidad, 1924; El Navegante, 1924; Siete ocasiones, 1925; El Maquinista de la General, 1926; Mi vaca y yo, 1927; El Cameraman, 1928, etc.), y por la visita a España en agosto de 1930 donde su estancia en las playas malagueñas no pasó inadvertida a los jóvenes poetas de la revista Litoral que pudieron manifestarle su admiración.

Alberti escribió el poema «Buster Keaton busca por el bosque a su novia, que es una verdadera vaca», cuyos versos remiten al film Mi vaca y yo o El rey de los cowboys (Go West, 1927), donde su personaje tenía una vaca como compañera y luego una novia. Al final de la película, después de haber impedido el robo del ganado, Keaton escoge como galardón no a la hija guapa del ganadero, sino a la vaca Ojos Castaños73. El poema, partiendo de aquella anécdota del final, poseía cierto toque surrealista:


¿Eres una dulce niña o eres una verdadera vaca?
Mi corazón siempre me dijo que eras una verdadera vaca.
Una dulce niña.
Una verdadera vaca.
Una niña.
Una vaca.
¿Una niña o una vaca?
O ¿una niña y una vaca?
Yo nunca supe nada.
Adiós Georgina.
(¡Pum!).

Alberti consideraba a Keaton «el actor más profundamente melancólico (...) Es como un animalito mudo; en sus ojos está todo; tiene una profundidad de vaca melancólica»74.

Los primeros poemas dedicados a Keaton, Chaplin y Harold Lloyd, en sucesivas ediciones del libro de los «tontos», se vieron reforzados por otros nuevos dedicados a   —47→   Ben Turpin, Bebe Daniels, Laurel y Hardy, Harry Langdon, Louise Fazenda o Adolphe Menjou. Por las mismas declaraciones del autor sabemos que la gestación de esas poesías no surgía inmediatamente tras la visión de las películas, sino que están hechas mucho después, inspiradas en el recuerdo de casi todas, y, a veces, barajando varias películas de unos y otros. La primera del libro, Cita triste de Charlot, por ejemplo, se basa en el recuerdo del personaje creado por Charles Chaplin en bastantes películas y en su indumentaria.

Al tiempo que dota a todas las poesías de una riqueza fórtica y de la vivacidad que le dan las exclamaciones, los sonidos, y las repeticiones o los paréntesis, Alberti se burla de los subtítulos de las películas mudas. Al acompañar las palabras con sonidos onomatopéyicos («pí, pí, pí, pí...» o «cri, crí, crí, crí...»), o amplificaciones («¡Georginaaaaaa...!»), viene a expresar y a imaginar, con su libertad poética -como ha señalado Morris-, «lo que dirían esos personajes si pudieran expresarse con palabras en vez de con gestos y ademanes»75.

Otro acierto de los homenajes es la capacidad caricaturista de Alberti al describir a cada actor por sus rasgos de estilo dominantes. Si la expresión de Keaton la definía una «profundidad de vaca melancólica», de Harry Langdon acentúa su inocencia infantil y su lentitud mental que provenían de un rostro inmutable y exageradamente blanco. A Langdon que compuso un retrato de americano medio, ingenuo, aniñado y algo tristón le dedicó el poema Harry Langdon hace por primera vez el amor a una niña. A Ben Turpin, por sus ojos bizcos y su boca fruncida bajo un enorme bigote, lo describe por la pregunta bufa del verso «Alguna vez el culito de un pollo te besó, como sin querer, la boca», perteneciente a la Carta de Maruja Mallo a Ben Turpin. De Harold Lloyd, que evocaba el joven optimista, triunfador y vivaracho, calado con sus gafas de concha -que no usaba realmente-, y forzado siempre a las situaciones más comprometidas, recrea esos elementos imprescindibles de su carácter a través de la referencia a la película El hombre mosca (Safety Last, 1923) que lo inmortalizó suspendido de las agujas del reloj de un rascacielos al que ha llegado para impresionar a la chica. A Louise Fazenda, una cómica estrafalaria que intervino en numerosas comedias dirigidas por Mack Sennet, junto a Bebe Daniels y Lloyd, en las que siempre aparecía rodeada de los animales más pintorescos, la describe en su fealdad artificial, pero también en su osadía sexual y aperturismo, en Telegrama de Louise Fazenda a Bebe Daniels y Harold Lloyd:


Decidida mostrar le cul et les jambes aux soldats,
acepto empleo fijo marimacho;
imprudente viento me confundió ayer cabra...

De Laurel y Hardy, en fin, puso de manifiesto su complementariedad, la fanfarronería del Gordo frente a la pusilanimidad del Flaco, respetando la inseparabilidad de esta célebre pareja en un poema cuyo compás capta fielmente la personalidad de ambos tontos: Stan Laurel y Oliver Hardy rompen sin ganas 75 o 76 automóviles y luego afirman que de todo tuvo la culpa una cáscara de plátano. Los referentes al título hay que buscarlos en la destrucción de una fila de coches en Los dos marineros (Two Tars), y la batalla de las tartas por una piel de plátano en La batalla de los siglos (The Battle of the Centuries), ambas de 1928.

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El título de Yo era un tonto..., sugerido por José Bergamín, lo extrajo de una cita de La hija del aire, de Calderón de la Barca, y ha suscitado diversos estudios, entre ellos el del propio Bergamín76. Dicha frase, que puede admitir varias lecturas, pero que resume la pureza inicial del cine y la capacidad de asombro que podía suscitar en el ingenuo espectador, provenía del personaje del gracioso Chato, dirigida a Menon en el Acto I:


Yo era un tonto y lo que he visto
me ha hecho dos tontos; no sé
si he de acertar el camino.

La novedad de estos poemas va más allá del impacto de su título que fue un verdadero hallazgo en su tiempo, hasta el punto de originar ciertas frases hechas o títulos de piezas teatrales77. No hay que ver el libro como mero homenaje a los cómicos de los años 20, exponentes de lo mejor de la comedia americana, sino por lo que esos films de la Edad de Oro del cine representaron como espíritu de una época. Alberti se ha referido a aquellos versos en su libro de memorias como «producto del mismo desconcierto y anarquía de aquel período mío»78. Y no hay que olvidar que aquel Alberti fascinado por la lógica ilógica del mundo de los cómicos, convivía por entonces en la Residencia de Estudiantes junto a otros intelectuales, como el futuro director surrealista de Un chien andalou, quien, recién llegado de París, les exhibía algunas primicias fílmicas de la vanguardia europea: films dadaístas y surrealistas de René Clair, Epstein, Cavalcantí o Renoir, los cuales «se desplegaban ante nuestros ojos en un desfile de imágenes sorprendentes, montaje de imprevistas y absurdas metáforas muy en consonancia con la poesía y la plástica europea del momento...»79.



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ArribaAbajoRafael Azcona, de la literatura al cine

Juan A. Ríos Carratalá


Universidad de Alicante

La historia del cine español está repleta de imprevistos y casualidades. Aunque sea tarea del historiador la ordenación y justificación de la materia objeto de su estudio, a menudo la misma se sitúa al margen de lo previsible, incluso de lo lógico. Pensar que todo es posible en nuestra historia cinematográfica tal vez sea excesivo. No obstante, la casi total ausencia de una industria que haya funcionado verdaderamente como tal, el autodidactismo forzado de la mayoría de los profesionales y, claro está, lo aleatorio de una tarea situada a menudo entre el profesionalismo y la picaresca ayudan a comprender hasta qué punto hechos o trayectorias fundamentales de nuestra historia cinematográfica han dependido de circunstancias fortuitas. De la simple lectura de novelas tan distantes en el tiempo y en el tono como las de Andrés Carranque de los Ríos (Cinematógrafo, 1936) y Fernando Fernán Gómez (El vendedor de naranjas, 1961), así como de las memorias de algunos de nuestros cineastas se puede deducir hasta qué punto nuestra historia cinematográfica se hizo a golpes, de lo que fuera.

En un cine como el español donde el papel de los guionistas apenas ha sido valorado, sólo un nombre es reconocido por la mayoría como maestro en ese campo: Rafael Azcona. Sin embargo, el prolífico autor de decenas de guiones que se han convertido en películas, algunas de ellas fundamentales, durante más de treinta años, tenía a su llegada a Madrid en el otoño de 1951 unos objetivos completamente ajenos al cine. Por entonces era un joven de veinticinco años procedente de Logroño, donde había dado sus primeros pasos en el campo de la poesía80. Un poeta provinciano lo tenía difícil para sobrevivir en Madrid y pronto tuvo que cultivar otros géneros. Como él mismo afirma en el prólogo autobiográfico a su novela Cuando el toro se llama Felipe, «Me quité de poeta para meterme a humorista»81. Un humorismo que en la España de aquella época casi se reducía a una revista tan emblemática como La Codorniz, donde en julio de 1952 Rafael Azcona publicó su primer original.

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Su objetivo por entonces como autor era «meterle a la gente la risa en el cuerpo»82. Para conseguirlo contaba con sus colaboraciones en la citada revista y la publicación de algunas novelas que en su totalidad han quedado sepultadas en el olvido. Nada, por lo tanto, relacionado con los guiones cinematográficos, hasta su afortunado encuentro con Marco Ferreri a mediados de los cincuenta. Los primeros frutos de la que sería larga colaboración con el director italiano por entonces afincado en España son El pisito (1958) y El cochecito (1960), interesantes y peculiares películas del cine de aquella época que ya he estudiado en otro trabajo83. A pesar de todas las dificultades, ambas supusieron para Rafael Azcona el primer paso que pronto le llevaría a colaborar con Luis García Berlanga en Plácido (1961)84 y El verdugo (1963), cuyos guiones le consagraron y le hicieron olvidar su faceta estrictamente literaria. Tan temprano éxito artístico nos podría hacer pensar en un autor ya preparado de antemano como guionista. En absoluto; como el mismo Rafael Azcona explica en una de sus pocas entrevistas concedidas, en 1955 ni tan siquiera era un asiduo espectador de los cines madrileños85. Simplemente confió en un Marco Ferreri también por entonces neófito como director y, con la esperanza pronto frustrada de ganar dinero gracias al cine, se convirtió en guionista de proyectos imposibles, censurados o milagrosamente realizados, como las dos películas arriba indicadas. Todo fue fruto, pues, de «una llamada a La Codorniz», en palabras de Rafael Azcona. El objetivo era adaptar al cine una de sus primeras novelas: Los muertos no se tocan, nene. Sin dinero ni experiencia, pero con una capacidad de iniciativa que en este caso, tras no pocas peripecias y problemas, resultó positiva casi por las mismas razones que se podría haber frustrado antes de dar sus primeros frutos. Afortunadamente, preferimos recordar las trayectorias con un saldo positivo como la de Rafael Azcona.

A pesar del misterio que rodea a un personaje tan singular como el guionista riojano, tan sólo conocido por sus íntimos amigos, a partir de las citadas películas sus guiones han suscitado comentarios y análisis, aunque no tantos como sería deseable86. Sin embargo, su obra literaria ha quedado sepultada en un olvido sólo en parte justificado. No se trata ahora de reivindicar unos textos que en la mayoría de los casos no superan la mediocridad, sino de intentar ver en los mismos algunas claves de los guiones de Rafael Azcona, sobre todo de los primeros que escribió en colaboración con Ferreri y Berlanga; dos directores, sobre todo el último, que tuvieron una evolución en buena medida paralela   —51→   a la del guionista riojano hasta confluir en uno de los momentos más interesantes del cine español: el paso de la década de los cincuenta a los sesenta.

La lectura de las primeras novelas de Rafael Azcona produce una cierta decepción, sobre todo si las comparamos con los guiones de las películas arriba citadas. Por entonces era un autor de La Codorniz en el pleno sentido de la palabra. El trasnochado humor que observamos en sus primeros relatos es deudor de Enrique Jardiel Poncela y, sobre todo, Miguel Mihura, pero acaba en la línea bastante más pobre de un Álvaro de la Iglesia. Todavía estamos lejos del humor negro y corrosivo que cultivará en colaboración con Ferreri y Berlanga, apenas aparece el elemento crítico y no se puede hablar con propiedad del proceso de miserabilización, según definición del citado director valenciano, que Rafael Azcona aplicará a los personajes y situaciones de sus guiones87. En repetidas ocasiones se ha intentado explicar el giro que películas como Plácido (1961) y El verdugo (1963) suponen en la trayectoria de Berlanga por la presencia de Rafael Azcona como guionista. El propio director ha negado que el paso dado entre el ternurismo de Calabuch (1956) y, en menor medida, ¡Bienvenido Mr. Marshall! (1953) y el corrosivo humor negro de las citadas películas se deba exclusivamente al guionista. Afirma, con cierta razón y en repetidas ocasiones, que dicho paso ya estaba contenido en sus primeras realizaciones, por lo que no cabe hablar de una ruptura a causa de su estrecha colaboración con Rafael Azcona, quien sí le aportó un mayor rigor a la hora de estructurar los guiones. Pero la lectura de las primeras novelas de este último nos aporta más datos, hasta ahora olvidados, sobre esta cuestión. Mientras el director valenciano dirigía películas en las que el propio Miguel Mihura llegó a colaborar como guionista, el riojano cultivaba una narrativa tan inocua como elemental en un intento de recrear un humor todavía distante del que posteriormente le caracterizará. Así, pues, no cabe hablar tanto de una influencia de Rafael Azcona sobre Berlanga como de una evolución paralela que confluiría a principios de los sesenta88. Podría haber sido un poco antes de no haberse dado ciertas circunstancias fortuitas, en unas películas tan fundamentales como todavía frescas, mucho más que los primeros relatos de Rafael Azcona.

La lectura de la mayoría de sus novelas escritas a mediados de los cincuenta (Vida del repelente niño Vicente, Cuando el toro se llama Felipe, Memorias de un señor bajito...) nos revela a un novelista limitado que afortunadamente se decantó por su tarea   —52→   como guionista. No lo decimos en el sentido de que esta última faceta sea menos exigente con la calidad, sino porque algunas de las limitaciones de Rafael Azcona como novelista no lo son tanto como guionista. Aparte de la valoración del tipo de humor que en cualquier caso se relaciona con los gustos personales del lector, consideramos que el absurdo de estos relatos se da en un marco novelístico deficiente. El autor riojano tiene facilidad para encontrar situaciones y personajes ocurrentes, absurdos y hasta divertidos, pero una novela se suele resentir al convertirse en una acumulación de dichos elementos. La gracia inicial se agota pronto y la reiteración en una narración que apenas tiene desarrollo como tal acaba siendo penosa. Así también sucede en algunas de las novelas de Jardiel Poncela, donde la repetición de motivos cómicos, la falta de evolución de los protagonistas y cierto desaliño en el desarrollo argumental restan valor a unas obras que se salvan, para un sector de la crítica, gracias al ingenio humorístico del autor. Pero el joven Rafael Azcona no lo tenía por entonces tan desarrollado y esas limitaciones suponen un lastre para la lectura de sus novelas.

Ejemplos de lo indicado los tenemos en obras como Cuando el toro se llama Felipe, donde una absurda situación inicial provoca la sucesión de unos episodios que, sin hacer avanzar el desarrollo argumental, acumulan un humor tan absurdo como descontextualizado. Esta situación se exacerba en una obra que tuvo cierto eco popular, Vida del repelente niño Vicente. A partir de una única situación absurda e inverosímil, Rafael Azcona acumula decenas de ejemplos de la misma hasta agotar la paciencia de un lector que apenas percibe algo nuevo a partir del segundo capítulo. Esta circunstancia también se da en otras novelas donde el autor encuentra dificultades para perfilar a los personajes -limitados por su propia superficialidad- y trazar un argumento a menudo imposibilitado por la presencia de un absurdo que, en nuestra opinión, es poco compatible con el cultivo de una novelística canónica. Y Rafael Azcona, no lo olvidemos, no pretendía hacer vanguardismo.

Cuando Rafael Azcona escribe sus primeros guiones mantiene su capacidad para crear personajes definidos en tomo a una única situación o circunstancia, pero ha madurado como escritor y trabaja en un marco donde es mucho más rentable esa creación. La obsesión de Don Anselmo por conseguir un cochecito de minusválidos o de Plácido por pagar la última letra de su motocarro es mucho más rentable en un guión o en un relato breve que en una novela. En esta última pronto se habrían consumido como un episodio; en las películas sirven como hilo conductor para mostrar otros personajes obsesionados siempre, vistos a partir de una serie muy limitada de rasgos y sujetos a un proceso de miserabilización relacionado con el humor negro. La lectura de estos primeros guiones nos muestra un desarrollo argumental sencillo, entre otras cosas porque todo el interés radica en la creación de una galería de personajes más entrevistos que vistos. Rafael Azcona, como también Berlanga, jamás se recrea en el mundo interior de sus personajes a quienes sólo conocemos a partir de una obsesión, una circunstancia sorprendente, absurda o inverosímil o, en definitiva, por una serie de rasgos superficiales tan cinematográficamente rentables como limitados. En el marco de una novela este bagaje casi siempre resulta pobre, pero en las películas corales de Ferreri, Berlanga y Azcona es más que suficiente, sobre todo contando con unos actores tan adecuados como los que utilizaron.

No obstante, la distinta valoración que nos merecen los primeros guiones de Rafael Azcona con respecto a sus novelas de mediados los cincuenta no radica en una más   —53→   adecuada elección de faceta creativa para sus posibilidades. En un anterior trabajo situé sus primeras películas en un peculiar punto dentro de la presencia del costumbrismo y el sainete en el cine español89. No vamos a repetir lo allí indicado, pero sí añadir que esa relación con una de las más fructíferas presencias en nuestro cine supone, dentro de la trayectoria de Rafael Azcona, un paso desde el absurdo por el absurdo a una creación que, sin ser realista o costumbrista en el estricto sentido de la palabra, incorpora una peculiar visión de la realidad donde el humor blanco de sus antecesores se convierte en un catalizador que proporciona una visión corrosiva y crítica de aquella España. Una crítica que apenas se puede conceptualizar y mucho menos adscribir a un pensamiento estructurado como tal, pero que resulta fundamental para valorar unas películas que nos aportan, a través del humor, una visión desoladora de la España que estaba a punto de entrar en el desarrollismo de los sesenta. Está claro que en esas películas ya nadie percibe posibles deudas con Jardiel Poncela o Miguel Mihura.

Por lo tanto, el paso de la literatura al cine de Rafael Azcona no es sólo un cambio de faceta creativa, sino que también está íntimamente relacionado con una evolución que le lleva a dejar unos modelos y a relacionarse con otros. Es poco probable que el joven novelista conociera el neorrealismo, por ejemplo, mientras que su primer guión filmado, El pisito -basado fielmente en una homónima novela publicada en 1956 que tal vez sea lo mejor de su producción en este campo-, es incomprensible sin la influencia de un movimiento tan bien asimilado por él y su amigo Ferreri. En consecuencia, resulta lógico que Rafael Azcona pronto arrinconara su obra literaria, cuyo cultivo considera «dificilísimo»90. Aparte del éxito obtenido en su nueva faceta -aunque para cobrar sus primeras películas lo tendría tan difícil como el protagonista de la citada novela de Fernando Fernán Gómez-, no creo que siguiera identificándose con sus primeras novelas, cuyo absurdo humor apenas ha resistido el paso del tiempo.

Sin embargo, se puede hablar de un punto de confluencia plena entre su obra literaria y cinematográfica. Aparte del antecedente de la novela que sirvió para elaborar el guión de El pisito, ese punto lo encontramos en una fecha significativa como 1960, ya un tanto alejada de sus primeras novelas y justo antes de escribir sus mejores guiones. Me estoy refiriendo al año de publicación de Pobre, paralítico y muerto91, volumen que recoge tres relatos en parte ya publicados en la prensa. El conjunto revela la interesante evolución de Rafael Azcona hacia una literatura menos absurda y más crítica, hacia un humor más cercano al que con su acidez y capacidad corrosiva le caracterizará en sus primeros guiones. De hecho, estamos ante relatos que fueron llevados al cine. Cuando se publicó el libro ya se había iniciado el rodaje de El cochecito, cuyo guión está fielmente basado en el relato titulado Paralítico, pero los otros dos también fueron indirecta   —54→   y parcialmente llevados al cine en Plácido, circunstancia que en mi opinión no ha sido convenientemente percibida por la crítica92.

Las diferencias entre Paralítico y el guión de El cochecito -escrito en colaboración con Marco Ferreri93- son secundarias, salvo en el desenlace que, como ya se ha indicado en repetidas ocasiones, fue impuesto por la censura. El asesinato de la familia a manos de un Don Anselmo contrariado por las dificultades sufridas para hacerse con el vehículo de minusválidos resultaba excesivo para la censura. En la versión cinematográfica nadie muere y Don Anselmo es «capturado» por una pareja de la Guardia Civil que evita su huida en el cochecito. Sin embargo, a veces la censura -sin pretenderlo- acertó. En mi opinión, ambos desenlaces son igualmente válidos y hasta me inclinaría más por la melancólica e irónica imagen final de la película que por el desenlace un tanto tremendista del relato original. Pero, por encima de cuestiones de gustos personales, lo aquí pertinente es señalar la fidelidad del guión con respecto a un relato cuya lectura nos permite enriquecer y confirmar algunos matices de lo presentado en la obra de Ferreri. Así sucede con el protagonista magistralmente interpretado por José Isbert, cuyo mundo interior que percibimos en la película es confirmado en el relato por medio del narrador omnisciente. La única diferencia sustancial se relaciona con el debate interno que protagoniza Don Anselmo. En la película necesita ser explicitado gracias a la aparición de más personajes y situaciones, que aportan una imagen colectiva casi ausente en un relato más centrado en Don Anselmo. Dicha aparición resulta afortunada gracias a la habilidad para mostrar mediante una serie muy limitada de rasgos a determinados personajes: la nieta, el yerno, algunos compañeros de excursiones protagonizadas por minusválidos... Por ejemplo, la nieta es un personaje del que tan sólo sabemos que estudia francés por correspondencia, lo cual se traduce en la periódica aparición de un disco para el aprendizaje del idioma que es un elemento tan obsesivo y aislante como la manía de un Don Anselmo dispuesto a comprar el cochecito por encima de todo. En una línea que culminará en Plácido, cada personaje es un ente aislado en torno a una obsesión y un objetivo que nunca se alcanza. Todos estarán juntos, en la familia de Don Anselmo o en la campaña navideña de la película de Berlanga, pero aislados en una situación de incomunicación que caracteriza tanto a los personajes de este último como a los de Rafael Azcona. En este caso, el paso al guión de un relato obliga a explicitar mediante nuevos personajes unas circunstancias que ya están presentes en el texto original. El camino seguido nos muestra, por otra parte, la pronta madurez que como guionista había adquirido el autor riojano.

Más interesantes por desconocidos son los relatos titulados Pobre y Muerto, que nunca pasaron al cine como guiones pero que contienen numerosos elementos que pronto fueron incorporados al guión de, por ejemplo, Plácido. Concretamente, en el primero encontramos unos pobres que protagonizan una momentánea y falsa situación de felicidad, en este caso por causa de la lotería, durante las fiestas navideñas. El tema de la falta de caridad y solidaridad, tanto entre los pobres como entre los ricos, ya está presente en un relato que también muestra elementos que tendrán mayor desarrollo en la película   —55→   de Berlanga. Así sucede, por ejemplo, con la hipocresía interesada y paternalista de los ricos o con lo molestos que pueden acabar siendo los pobres cuando celebran sus alegrías. Incluso personajes secundarios de la película como el locutor radiofónico que retransmite la campaña navideña ya están presentes en el relato, aunque bajo la forma de artículo periodístico que da cuenta de como Venancio Gil, el protagonista, recibe los parabienes del director de la agencia bancaria tras depositar las participaciones supuestamente premiadas. Un relato, pues, donde ni pobres ni ricos son enteramente culpables de lo sucedido, abriendo así el camino a la desoladora indeterminación moral que percibimos en Plácido.

El tercer relato, el titulado Muerto, parte de una reflexión que en Plácido la encontramos en las imágenes finales y contenida en el estribillo de un villancico con que termina la película. Uno de los personajes afirma que «no hay caridad en el mundo» (p. 164) y todo el relato es una demostración de esa reflexión a través del humor más negro. Al igual que en la película, nos encontramos con un muerto que ha fallecido en un lugar inconveniente y que es necesario trasladar. En esta ocasión el carromato de Plácido es sustituido por un taxi que, también en una interminable noche, lleva el cuerpo de un pobre cura desde un convento a Zaragoza, por donde deambulará hasta encontrar su destino definitivo. El taxista del relato tiene la misma actitud que el personaje interpretado por Cassen y el médico que le acompaña cumple la misma función que el protagonizado por José Luis López Vázquez. Las peripecias que vivirán hasta conseguir deshacerse del cadáver son propias del más genuino humor negro que a menudo se adentra en lo grotesco, pero en su obsesiva reiteración muestran una realidad personal y colectiva presidida por el más descarnado egoísmo. Exactamente igual que en la película dirigida por Berlanga a partir de un guión en el que colaboraron cuatro autores, pero cuyos elementos temáticos, en lo fundamental, ya estaban presentes en este relato de Rafael Azcona.

No obstante, por encima de temas y motivos que van a ser recurrentes en la obra tanto cinematográfica como literaria del autor riojano, lo importante es que este conjunto de relatos muestra la conciencia de lo cinematográfico que por entonces había asumido quien, según él mismo confiesa, pocos años antes ni siquiera era espectador de cine. Alejándose de los moldes literarios de sus primeras novelas, aquí encontramos unas estructuras más próximas a las de un guión, una mayor atención al planteamiento y desarrollo de las situaciones, unos diálogos más cercanos a los propios de un guión y el abandono de elementos retóricos exclusivos de la novela (diálogos con el lector, narrador omnisciente...). En definitiva, casi se puede afirmar que hacia 1960 Rafael Azcona escribía relatos muy cercanos a las pautas propias de un guión y, por lo tanto, no nos debe extrañar que acabara abandonando su faceta estrictamente literaria.

Nos encontramos, pues, ante un paso de la literatura al cine que fue motivado por circunstancias un tanto fortuitas como la llamada de Marco Ferreri, pero que en su desarrollo sigue una evolución bastante lógica. Tal vez un excelente novelista no habría dado ese paso, por otra parte improbable en tal caso. Pero podemos lanzar la hipótesis de que el cineasta italiano no llamó a Rafael Azcona por sus cualidades literarias, sino porque vio que sus imperfectos relatos estaban repletos de sugerencias cinematográficas en forma de situaciones y personajes. Unas «ocurrencias» que apenas podían dar cuerpo a una novela, pero que convenientemente desarrolladas eran capaces de convertirse en excelentes guiones. Nada académicos, incluso escritos a veces contra los cánones norteamericanos   —56→   de este último género, pero eficaces para mostrar un humor negro y una capacidad corrosiva, que alejándose del a menudo bobalicón humor codornicesco, se sitúan en una línea sin ninguna contaminación anglosajona. En una larga y peculiar tradición cultural española de la cual las películas comentadas tan sólo son unas de sus últimas muestras.



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