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ArribaAbajoEl hombre que tiró su vergüenza

Los numerosos transeúntes que ayer, al promediar la tarde, se encontraban en la esquina de Rivadavia y Camacuá, presenciaron un espectáculo insólito sobre la acera, como si fuese un viandante más, caminaba un hombre totalmente desnudo.


Diario Clarín, octubre, 1985                


Escribiré únicamente porque la escritura ofrece más chance a la reflexión y no quisiera que nadie mal interprete mi relato. Sobre todo, en el sentido de que esta manifestación la estoy haciendo por remordimiento o por algo parecido. De ninguna manera, me hago responsable de lo que pasó y todo cuanto hice. Mi actitud está enmarcada dentro del raciocinio y no como me insinuaron algunos agentes, irresponsablemente, en el momento de mi detención. Los desgraciados tuvieron la osadía de catalogarme de tilingo y que mi conducta de esa tarde obedeció a desviaciones mentales. Les aclaro sin vueltas, tajantemente, caminé desnudo y consciente de lo que estaba haciendo. Esta última frase mía tiene la gangrena del convencionalismo, porque para mí la ropa no cubre el cuerpo sino encubre la mentira. Y estoy feliz de que haya salido todo como había previsto, ya que en ningún momento dudé de mi   —64→   cometido y de la eficacia de mi valiente caminata. En realidad, quise abofetear la hipocresía de la gente y la abofeteé sin reparos. Apuñalé la incredulidad a ese gentío gris y me dolió saber que la gente tenía cancerada su capacidad de creer. ¿Pero cómo revertir esa derrota espiritual de la humanidad? Solamente golpeando la cara de la indiferencia y pateando la estantería vidriosa de nuestra moral. Eso fue lo que hice. Intentar con un gesto simple la redención de la gente de su mentalidad apolillada y pacata.

Aquí me tienen, Pilatitos de manos sucias. Porque la verdad en todas los tiempos fue revolucionaria. Por supuesto, cada verdad tiene su tiempo y no al revés. Pero sé, fehacientemente, que mi heroísmo aguijoneó mortalmente a esta sociedad de mujeres a dieta y niños llenos de lombrices. Y pronto seré reinvindicado como precursor y profeta de la sinceridad. Porque el día de mañana nadie podrá negarme que fui yo quien echó las bases para una conducta futura, despojada de pliegues y dobleces. Yo sé que los ridículos van a ser mis juzgadores, cuando desechemos la filosofía snobista de ropavejeros. Por eso me quedo tranquilo, y me hago cargo de la condena y la maldición por mi pionera contribución a la humanidad. Creo que eso es normal en un mundo de conformismos como el nuestro. Pero lo que llama la atención es la actitud de ustedes y no la mía. Se me ocurre comparar mi aporte a los revolucionarios hallazgos de los científicos en los laboratorios, después de mucho transpirar -en mi caso, pensar- llega el éxito. Con la diferencia de que a los investigadores se los recibe con bombos y lo mío, como bomba. Pero pasará el tiempo y la cordura irá ganando terreno para rescatarme de entre los malditos. Aunque eso ya es ajeno a mi moral, porque yo hice lo que debía hacer, con eso me alcanza para apaciguar mi conciencia que se subleva ante tanta mojigatería. Y ustedes no son otra cosa que los verdugos del arropamiento corrupto. Para mi forma de ver, la ropa es la parte más obscena y grosera del ser humano. Siglos y siglos de armadura de trapos no se quita así nomás. Pero yo he dado el primer paso, mejor dicho, varios pasos que constituyen mi paseo didáctico por la avenida Rivadavia. No quiero pecar de   —65→   vanidoso ni narcisista, pero alguien tenía que apoyarme en mi emprendimiento ante la acusación general. Por ese motivo es que yo mismo me felicito y me autoestimulo.

Sin embargo, recordando un poco las distintas reacciones que concité entre los peatones, no puedo flagelarme culposamente de haber llevado adelante mi decisión. ¡Cómo puedo olvidarme de aquélla adolescente pecosa que hizo posar sus grandes ojos sobre mi sexo en estado de reposo, hasta ese momento! Pero esta muchacha de mirada excitada distrajo mi atención. Porque seguía caminando delante de mí e iba chocando con medio mundo al retrotraer la mirada hacia mi miembro viril. No quiero ser morboso, pero creo que la pecosita no quiso perder la oportunidad para confrontar su imaginación con la realidad de un genital masculino, y aniquilar la ingenuidad de sus, aproximadamente, 14 años. A esta altura de las cosas, descubrí que cientos de colegialas no ahorraban sus ojos para cubrir de curiosidad todo mi cuerpo desnudo y, en especial, mi signo varonil. Ya me había dejado llevar por las estudiantes mironas, cuando caí en la cuenta de que mi órgano sementero había sufrido una mutación: parecía un pañuelo de mago y mágicamente también semejaba un timón que iba apuntando hacia los cuatro vientos. Seguramente, caminé en estas condiciones un par de cuadras. (Aquí debo reconocer que estuve un poco apartado de mi misión, debido a un momentáneo descontrol). Pero gracias a los insultos, improperios y ataques verbales de las señoras y señoritas de bien, que dijeron sentirse estupefactas al ver tanta calamidad y desvergüenza en una sociedad como la nuestra, recatada, volví a mi meta. Me miraban las susodichas damas, boquiabiertas al contemplar algo inefable, como si fuera el rostro mismo de Dios, cosa nunca vista. ¡Si ustedes vieran esas mujeres, moralistas y puritanas poniendo esa cara de no saber nada respecto de mi herramienta colgante! Es una pena que no haya podido compartir con nadie aquel skecht callejero, las beatas frustradas fruncían los ceños y me observaban como a un OVNI o un Adán extraterrestre. Esta hipocresía de monja excitada me ofendió y las desprecié en bien de mi objetivo que, era lo que importaba.

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Seguí transitando, a partir de ese momento, con naturalidad y me convertí en un transeúnte más. Tranquilo de saber que las que tendrían que haberse alborotado, las colegiantes, simplificaron en pocas cuadras decenas de libros que leen para informarse sobre el sexo opuesto, disfrutaron de la clase de Anatomía y sin ningún cotorro haciendo de profesor. Muchos de los caminantes ocasionales me cruzaban mirándome sin sorpresa alguna, pero iban unos metros, pensaban un poco sobre lo visto, y se volvían hacia mí con su moralina represora: con los ojos fuera de órbita, enceguecidos y creidísimos de haber tenido una pesadilla, caminando, en plena avenida Rivadavia. Este ejemplo es una prueba de la pobredumbre de nuestro pensar. Tenemos la mente llena de porquerías prejuiciosas. Curas, monjas, políticos reaccionarios, intelectuales con anteojeras, artistas egocentrifugados, periodistas pordioseros y militares impotentes se masturban, defecan y copulan en nuestro subconsciente. Mientras, nosotros nos ocupamos de peinar nuestra cabeza por fuera, claro está, también como estipulan los letrineros habitantes de nuestra subconciencia puerca. O bien trabajar para procurarnos pulcras ropas para envolver el continente de nuestro excremento. Y ustedes me quieren enjuiciar por hacer un gran favor a la humanidad.

Para mí son todos unos estúpidos o reverendos criminales. No les interesa por qué lo hice, sino buscan afanosamente acordar mi conducta con algún inciso perdido del Código Penal. ¿Para qué? Para reventarme como un globito de cumpleaños. A parte ustedes están preparados para condenar, para castigar, hasta para torturar; pero no para comprender y mucho menos para perdonar. Así como no le dan un pedazo de pan al hambriento y cuando roba para comer, comete un pecado con Dios y un delito con la sociedad. Así también pasa con el pueblo sediento de libertad, primero le niegan su derecho a vivir libre y soberano, luego cuando lucha por ella le descargan todas las furias de la represión. Por lo tanto, poca clemencia puedo esperar de ustedes, que creen encontrar en el hecho de pasear desnudo un grave delito, porque tienen cola de   —67→   paja y saben a ciencia cierta que la pornografía está en el convencionalismo que están defendiendo.

Yo de niño vivía en Tatakuá, un pueblo insignificante de Paraguay; uno de esos pueblos lleno de pobrezas y contornos fantasmagóricos. Dentro de esta miseria, tal vez por el contacto con la naturaleza y los hermanos animales, la mente del hombre campesino se desarrolla sobre un carril elemental y seguro. Es difícil que este precario ser humano se desborde en elucubraciones demenciales o traumáticas. En cambio, el hombre de ciudad ha perdido hace rato su ubicación en el espacio y, ya menudo, en el tiempo. Para cualquier ciudadano la salida o la entrada del sol le tiene sin cuidado, el crepúsculo ni el ocaso ya no encierran ningún mensaje. La luna, por ejemplo, es sólo una metáfora para los pobladores de la jungla de cemento. Yo nací y crecí, desnudo, prácticamente, en ese ambiente de privaciones y natural. El calor de mi país es un horno, añadido a eso, el régimen represivo y dictatorial que empobreció hasta lo inconcebible. Pero la falta de educación y alimentos no hizo mellas en mi estructura mental, particularmente en lo que respecta a prejuicios sexuales. Como la miseria no viene sola, entre los niños la pediculosis era tan común como la suciedad en nuestra cara. Así que todos andábamos pelados como reclutas. Entonces, para identificarnos sexualmente recurríamos directamente a nuestros organitos que estaban en exhibición, ya que la poca ropa que teníamos solamente la usábamos para ir al Catecismo o al Curso de Alfabetización. Confieso que para nosotros siempre todo fue normal, inclusive pensábamos por qué los adultos no hacían lo mismo. Porque los chicos nos asociábamos a los animales con quienes compartíamos sombras, arroyos y juegos. Veíamos a todos con los genitales al aire y, frecuentemente, haciendo uso de ellos a plena luz. Por eso nuestra temprana promiscuidad, jugando al apareamiento. Con el resultado positivo, por supuesto, porque para nosotros el amor era una cosa natural, un acto humano y no divino. En síntesis, el amor es imposible de explicar y facilísimo de hacer. Y no como los nenes de las grandes ciudades que se trauman con las revisas, la televisión y las rendijas del cuarto de los padres. Por allí   —68→   es donde se cuelan todos los complejos habidos y por haber de los personajes trágicos griegos.

Pero después suspendí mi aprendizaje; como dijera Bernard Shaw, regresé a la escuela y me hice adolescente. En esta etapa me trasladé a una ciudad importante del interior de mi país y descubrí la televisión. Me llamó sobremanera la atención, al principio pensé que seguramente todo lo que pasaba en ella era el sueño de alguien o tal vez el mío, ya que vi cosas en la película que me pareció haber visto antes. Porque yo acostumbraba en mi sueño a correr como vi a un hombre hacerlo, flotando y apenas tocando el suelo. A un vecinito le comenté una siesta y me trató de zonzo, porque eso no era otra cosa que la «cámara lenta». Hasta vi la llegada del hombre a la luna y los astronautas también caminaban como yo en mi sueño. Pero no entendí más nada cuando Atilano, mi vecinito, me quiso explicar que los alunizados no se movían en cámara lenta, sino por otro problema físico que no viene al caso aquí comentar. Me sorprendió también mucho que en cada historia siempre había uno o dos valientes, los demás todos inútiles y malos que caían como langostas en zanja. Me dio mucho miedo la idea de que algún día me hagan entrar en el aparato y me maten porque sí. Yo veía que todo era matar y morir, quedando siempre con vida los más lindos de cara. Después había otras películas más cortitas que se repetían a cada rato, en las cuales hermosas chicas y elegantes muchachos salían bebiendo, fumando, besándose felices, sonriendo como si todo ocurriera también en sueño. El mismo amiguito me zarandeó por ser campechano y no saber que esas peliculitas eran las propagandas.

De esta manera fui acercándome a la civilización y me pudrí la mente. Me acuerdo que pensaba para mí mismo, al ver a la gente horas y horas -enfrente del televisor- que seguramente dejaban que los vivientes de la televisión vivieran la vida por ellos. Es decir, la vida en vidriera viva. La única forma de entender que la gente se pasó horas sentada, ridículamente, frente a un aparato. También aquel amiguito, Atilano, me explicó una vez que el vaquero que vivía en la «tele» todas las tardes, había muerto hacía tiempo «en la vida real». Pero   —69→   este señor, muy hábil con el revólver, todos los días seguía matando indios y bandoleros. Tampoco me perdonó el amiguito cuando le dije, entonces la televisión es la inmortalidad que aprendí en el Catecismo: «Seguir viviendo después de muerto», como nos explicó un millón de veces la catequista de mi pueblo.

Seguro que están pensando que salí del tema. Es cierto, pero solamente desvié un instante del que a ustedes les interesa. Pero vuelvo para no aburrirlos, ya que les prometí expresarles todo cuanto atañe a mi conducta, calificada por ustedes, atentatoria contra el orden público. Ciertamente que yo no puedo perder la ocasión de hacerles saber lo que a mí me interesa, a cambio de facilitarles los elementos probatorios de mi delito. Quiero que sepan que eso lo haré cuando termine de narrar los fundamentos filosóficos y prácticos de mi hazaña.

Como les dije antes, cuando me trajeron mis padres a la ciudad comencé a estudiar y me puse el primer pantalón largo de «brin naval». Al terminar el Ciclo Básico yo ya tenía 16 años y algunas compañeras en jaque. Un sábado me fui a la fiesta de colación con mi mejor camisa y mi único pantalón largo, almidonado para esa noche. Mis zapatos eran un par de espejos negros y yo tenía unas ganas tremendas de festejar el exitoso año con los amigos y compañeros. Hasta la calle llegaba la alegre música «nueva hola». Entré decidido al Centro Social. Se me interpuso, en la puerta que conducía al salón de baile, un hombre impecablemente vestido de smoking. Murmurando palabras soeces me empujó hasta la acera. Me trató de salvaje y cachafaz, diciéndome que yo era el primer maleducado e inmoral que violó la buena reputación y prestigio del Centro Social. De inmediato instruyeron al policía de guardia para que si yo «volvía a poner un pie en el umbral del Centro» hiciera conmigo cuanto quisiese. Un compañero que llegaba, sin dudar un segundo del porqué estaba fuera del baile como un caballo, me aconsejó severamente para que me fuese a poner el traje y volver. Igualmente, yo tenía algo como un puñal atravesado en mi garganta que no me dejaba respirar. Igualmente también, no tenía todavía ni calzoncillo y mucho menos un traje. Por suerte, en esa misma vacación,   —70→   sin volver a ver a los compañeros, partimos con mi familia a Buenos Aires, y lo primero que hice fue comprarme muchas ropas y varios trajes. Pero pronto me sentí uniformado como la gente, la moda en la ciudad mimetiza a todo el mundo y se pierde así la personalidad. Yo, creyendo superar una falencia con la ropa, había caído en lo más hondo de la medianía mental y social. Me resultaba muy difícil sustraerme al consumismo y la frivolidad. Pero tal vez la frustración me vino del traje, ya que para vengarme contra aquél señor de smoking me compré varios de ellos y cuando salí trajeado a nadie le llamó la atención en lo más mínimo. Además la mentira que encontré en Buenos Aires contribuyó a fulgurar más mi espíritu rebelde. Sobre todo en mi trato con las mujeres. En cada una descubría la mentirita vestida a la última moda de París. Asimismo, cada porteña que conocía mudaba la impresión de estar amando a la viuda de Freud, como bien bromeó alguien. Pero si la mentira terminara en las mentirosas no sería nada, pero no es así. Ellas no pueden concebir que uno puede decir la verdad. Entonces, la mentira se generaliza, cumpliéndose aquél refrán: «El ladrón juzga por sí».

A partir de ahí, empecé a odiar la mentira y la ropa como símbolo de ella. Por eso desprecio visceralmente todo lo que sea vestidura y encubrimiento. Me gusta la realidad, soy un enamorado de la verdad. La verdad sencilla, chiquita, insignificante y fea inclusive. Por eso me gusta el cuerpo desnudo, sin hojas de parra o taparrabos alguno. De ahí mi amor profundo también por «La maja desnuda» y «La Odalisca». O ¿acaso el hombre nace arropado? No. El hombre nace desnudo pero la sociedad lo hace de ropa, diría hoy Rousseau si viviera. El viejo Platón ya decía que el cuerpo es la cárcel del alma, por qué apresar o atrapar más el cuerpo con la ropa. ¿No basta con enclaustar el alma? Pero ustedes son más macabros aún. Cuando iba paseando por Rivadavia con mi alma encarcelada, me metieron en un patrullero y me envolvieron como una cosa sucia con lona arpillera. Ustedes se encargaron de encerrar con lona a mi cuerpo y éste a su vez tenía apresada a mi alma. Después, nos tiran a otra celda a todos juntos: alma, cuerpo y lona entre rejas. Yo sé que ustedes envidian mi cuerpo sincero, a lo mejor porque   —71→   ya tuvieron otro Adán Buenosayres se cansaron de los problemas existenciales que padeció. Conmigo se equivocaron, la conciencia yo la tengo bien puesta, mi único inconveniente es la ropa que no sirve de nada. Charly y García tiene razón cuando canta: «Para qué quiero la ropa, total me voy a quitar para amar». Pero creo que el error garrafal viene del Adán bíblico que echó mano a una hoja para tapar su verdad. Como se puede ver, la verdad casi siempre es chiquita, basta una hojita para cubrirla. Vaya si la sociedad va dejar la verdad al aire, para arroparla tiene miles de fábricas textiles y poquísimas verdades. Yo me distingo del Adán primitivo y del porteño en todo. Para mí la ropa es la vergüenza y no el cuerpo. Martín Fierro dijo que «la gente que pierde la vergüenza ya no la vuelve a encontrar». Pero yo me voy mucho más lejos: yo mismo me encargué de tirar la propia vergüenza, mi ropa.

No es tan sencillo tampoco el tema de la ropa, no es una simple cáscara del cuerpo, sino es la vergüenza que oprime a la verdad. Porque no en vano los romanos asesinos se pelearon por la túnica de Jesús y no por su cuerpo. El Imperio Romano era entonces el poder de la mentira y el cuerpo de Jesucristo, la verdad. Ellos tomaron lo que les servía: el trapo para tapar la verdad. Tampoco es casual que los defensores del Occidente cristiano prohíban la película Yo te saludo, María, del rebelde director de cine Godard, porque el film muestra a María desnuda; así también me están prohibiendo a mí que pueda volver a pasear por la avenida más larga del mundo, Rivadavia. Es decir, debemos imaginar a María sin cuerpo, etérea. Si algo tiene de sagrado María, ése es su cuerpo, nada menos que allí acunó al Mesías. Recuerdo haber leído que un jurista romano para salvar de la horca a su defendida, tuvo que desnudarla y mostrar su poemático cuerpo, acompañando con una apología de la belleza y demostrar a los jueces que la sentencia era criminal, por atentar contra una obra de arte de la naturaleza y la providencia escultórica de la muchacha.

Bueno, señores, ya suficiente les hice esperar para decirles la verdad. Pero como yo soy el único que dice y muestra la verdad no puedo ser comprendido. Por ese motivo les autorizo que procedan conmigo de   —72→   acuerdo a la ley mentirosa que impera solamente por mayoría. Mi verdad personal pasa a ser la mentira para la mayoría falsa. No esperen de mí remordimiento, mucho menos arrepentimiento. Yo lucho por la verdad como una causa revolucionaria y puse mi cuerpo a su servicio. Tarde o temprano la sinceridad izará su bandera de liberación del cuerpo y los hombres y las mujeres, que arrancarán en jirones la hipócrita vestidura a la sociedad. Por eso yo inicié mi lucha por la verdad antitrapista y la liberación total del cuerpo, a partir de mi caso particular.

Cuando le dije a mi novia que la quería, me contestó que ya había escuchado mil veces esa mentira. Porque mintieron mil hombres, yo -por consecuencia- le debía mentir. ¡Qué simplismo espantoso! Pero esa es la realidad. Para demostrarle a ella y a la humanidad toda que por lo menos un hombre aún dice la verdad, me largué desnudo por las calles una tarde otoñal que llovía de hojas amarillas. Como habrán visto, no soy ningún loco, ustedes son los locos que se resignan a la mentira. Cuando decidí la aventura por la humanidad, también decidí callarme para siempre. Para que mi cuerpo con su verdad, con su sincera elocuencia diga todo cuanto mi alma quiera expresar; ya que ésta desde su presidio nada puede sin recurrir al esqueleto. Por eso me negué a declarar verbalmente y solicité, no oralmente sino también por escrito, hacerlo de esta manera manuscrita. Miguel Hernández había escrito cuando murió su hijo y quedaron huérfanos con su esposa, Josefina: «En esta casa falta un cuerpo. / En esta casa sobran dos cuerpos». Yo digo que el mío también sobra, ya cumplió su misión, de la misma forma que la cigarra pierde el suyo cuando concluye su canto y se va el verano. Y estas líneas son mi declaración policial y sumarial, para que ustedes hagan lo que quieran con ellas y conmigo. Lo demás, yo ya lo tengo todo arreglado. Eso sí, les ruego que me entierren desnudo y pónganme en mi epitafio este verso inconcluso del poeta de Orihuela que reza: «Aunque bajo la tierra / mi amante cuerpo esté...».

1985



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ArribaAbajoEl grito de Triana

Tener a Dios y a la Virgen en los labios, la religión en apariencia, un rosario en la mano y sólo los intereses temporales en el corazón, es la primera máxima de vuestra nación soberbia: España.


Richelieu                


La serena inmensidad del mar parecía inquietar aún más el espíritu ansioso de los hombres en vigilia. Las tres carabelas que habían salido el viernes 3 de agosto de 1492 de la barra de Palos o Saltés, se dejaban llevar pesadamente hacia algunas orillas imaginarias que, hasta ese momento, tal vez existían sólo en el delirio del futuro Almirante. Aunque éste tuviera en secreto a Nóloc como prueba irrefutable de que había tierras hacia el Poniente, pero sin imaginar ni remotamente a qué distancia se hallaban las mismas. Entre los 120 hombres que constituían la tripulación, entre oficiales, galeotes y acompañantes en general, estaba Nóloc anónimamente con los embarcados. Por un pacto con Colón debía callar siempre sobre todo aquello que se refería a su origen y la forma en que se habían conocido. Así lo hizo varios años, desde que llegó a la isla Madeira con unos marineros   —74→   náufragos que le trajeron de otra isla de las Antillas, donde él vivía y que una poderosa tormenta llevó el barco que había salido de España rumbo a Inglaterra o Flandes. Si bien el regreso también resultó lleno de accidentes y crueles padecimientos, entre los moribundos sobrevivientes estaban Nóloc, el piloto -que algunos sostienen que fue el mismo Colón-, y algunos ayudantes más.

Se sabe que Colón, a fines de 1483, solicitó al rey Juan II de Portugal carabelas aprovisionadas para un año y provistas de baratijas para el trueque, «cascabeles, bacinetas de latón, hojas del mismo latón, sartas de cuentas, vidrio de varios colores, espejuelas, tijeras, cuchillos, agujas, alfileres, camisas de lienzo, paño basto de colores, bonetejos colorados, y otras cosas semejantes, que todas son de poco precio y valor, aunque para en re gentes del las ignorante, de mucha estima». Además, Colón tenía en su poder la carta, escrita por un sacerdote portugués en 1474, que le envió el famoso geógrafo florentino Toscanelli y decía lo siguiente: «(habla) del muy breve camino que hay de aquí a las Indias, donde nace la especería. (...) Y de la isla de Antilia hasta la novilísima isla de Cipango... son 2500 millas... la cual isla es fertilísima de oro y de perlas y de piedras preciosas: sabed que de oro puro cobijan los templos y las casas reales». La fuerte tempestad marítima que devolvió a los marinos hacia las orillas de Madeira fue por aquellos años, pero nadie hasta hoy quiso romper el encantamiento que produjo el anuncio oficial y «real» de la existencia del «Nuevo Mundo y de las Indias».

Según parece, Cristóbal Colón nació en Génova alrededor de 1451, hijo de unos tejedores y comerciantes, Domingo Colombo y Susana Fontanarrosa. Desde muy joven comenzó a navegar por las costas mediterráneas ofreciendo las mercancías de sus padres y acompañando también a unos parientes filibusteros. Cristóforo Colombo, tal su nombre verdadero, a su condición de aventurero y mercachifle, siempre se añadió a sí mismo una misión divina sobre la tierra. Su hijo y biógrafo Fernando escribió en ese sentido: «Creo que el Almirante fue elegido por Nuestro Señor para una cosa tan grande como la que hizo, y porque había de ser verdadero apóstol, como lo fue en efecto, quiso que en este   —75→   caso imitase a los otros, a los cuales, para publicar su nombre, eligió en las orillas del mar y no en los palacios y en las grandezas». Pero, indudablemente, la adopción de un nombre castellanizado se debió exclusivamente a la idea de congraciarse con los Reyes Católicos, quienes fueron los únicos que le aceptaron su descabellado proyecto que sólo él sabía que no era tal. Si le hubiesen aceptado en Inglaterra o Francia, países a donde envió a su hermano Bartolomé a pedir también apoyo económico, no dudaría un instante para hacerse llamar algo así como Cristopher Clown o Cristobau Colombaire. Como así también hubiera ocurrido con Portugal, donde él mismo había pedido de rodillas en más de una oportunidad financiación para sus travesías, hubiese adoptado sin ruborizarse y tranquilamente un nombre como Cristobao Colao o algo por el estilo. Colón siempre soñó encabezar alguna vez expediciones que hicieran sombras, inclusive a las legendarias aventuras de los piratas de su tiempo, en especial a las de su tío general Colombo el Mozo. De ahí que no resulta nada extraño que haya aparecido también integrando un gran emprendimiento del gobierno de Islandia (Tule) en 1477, registrándose con el nombre de Juan de Kolno y quedando a oscuras hasta hoy los pormenores de su participación. Pero casi no cabe duda de que este viaje lo realizó, según sus propias palabras escritas que transcribe el padre Bartolomé de Las Casas, en el Tomo 1 de su Historia de las Indias: «Yo navegué el año cuatrocientos setenta y siete en el mes de febrero, ultra Tule, isla, cien leguas...». En base a estos datos, se deduce que «ultra Tule» sugiere que la navegación en que participó Kolno (Colón) tomó la dirección inequívoca hacia el oeste. Por lo tanto, viajando «cien leguas» al oeste de Islandia, pudo haber estado ya, nuestro futuro «descubridor» y Almirante, frente a América en 1477.

Al creerse predestinado, Colón se dispuso a cumplir su misión divina; aunque su vida de vagabundo no conoció de reparos morales ni éticas, a sus ambiciones desmesuradas y sus indisimulados fines de lucro siempre los revistió de idealismo y mística. Por un lado, se hacía llamar Xristo Ferens, «el que lleva a Cristo», y por el otro, era el hombre   —76→   más práctico, y concreto que se pueda imaginar... Por eso exigía a los Reyes Católicos una capitulación con suculentos porcentajes de cuanto obtuviera dentro de la jurisdicción de la Corona. El futuro Almirante provenía de una familia de comerciantes, parientes filibusteros y con experiencias propias en las más variadas operaciones comerciales. Traficante de esclavos, especies y demás productos considerados de difícil adquisición y valorados por la gran demanda. Pero lo más importante para Colón era realizar el viaje a la India para satisfacer esa escasez de especiería oriental y de paso ver la isla de Nóloc si sigue en el lugar de siempre. Es decir, Colón nunca desligó de sus ideales el fin económico y divino. Por eso a la hora de escribir sus recuerdos de 40 años en el mar cumpliendo su misión, habla de que con el oro de las Indias prepararía 100000 soldados de infantería y 100000 de a caballo para el rescate del Santo Sepulcro, como así también proveer a los reyes Fernando e Isabel «oro cuanto overen menester», especias, algodón, resinas y «esclavos cuantos mandaran cargar. Nuestro Redentor dio esta victoria a nuestros ilustrísimos rey y reina... adonde toda la cristiandad debe tomar alegría... en tornándose tantos pueblos a nuestra santa fe, y después por los bienes temporales; que no solamente la España, más todos los cristianos tendrán aquí refrigerio y ganancia».

En su adolescencia Colón se fogueó en el arte de la navegación y piratería bajo el mando del mencionado pariente filibustero, general Colombo el Mozo. Con éste participó en un combate contra los moros y traficó negros de África para esclavos en las islas Azores y Madeira, donde eran empleados en la producción de azúcar, vino y trigo. Cuando tenía, aproximadamente, 25 años también participó como corsario en una escuadra del general Colombo el Mozo, con quien salieron al encuentro de cuatro galeras venecianas que volvían de Flandes con el propósito de atacarlas. La batalla se desató entre Lisboa y el cabo de San Vicente, donde terminó en llamas la nave en que viajaba Colón. Para salvarse, tuvo que nadar varias leguas hasta tocar costas portuguesas y luego se estableció en Lisboa. Aquí le conoció a Felipa Muñiz de Perestrello que sería después su esposa, hija de un caballero y navegante   —77→   italiano, ex gobernador de la isla portuguesa de Puerto Santo que había colonizado él mismo. Al morir éste había dejado varias anotaciones sobre los descubrimientos hechos por los portugueses y también los descubrimientos propios. Después de leer ávidamente estos recuerdos de Perestrello, se acrecentó todavía más en él la idea de adentrarse en el «mar tenebroso» hasta llegar a la India y aprovechar la gran demanda de pimienta, clavo, canela y vainilla. Además, el barco destartalado que volvió trayendo a Nóloc de «tierras todavía desconocidas» contenía entre sus cargas algunos de estos productos y lengüetas de oro.

Al poco tiempo, Colón enviudó quedando con un hijo y comenzó a repartirse su vida entre Lisboa y Madeira. Informándose de todo cuanto se haya escrito y dicho sobre los viajes oceánicos o atlánticos. Encontró que Séneca había vaticinado el descubrimiento con estas palabras: «Con el transcurso de los años perezosos, vendrán siglos en el que el Océano rompa sus cadenas y aparezca, ingente, la superficie de la Tierra; en que Tetis descubra nuevos orbes y no sea Tule (Islandia) el término del mundo». También Séneca en su Libro Quinto de las Cuestiones Naturales dice que «el mar es navegable en pocos días si el viento es favorable». Asimismo, entre las lecturas preferidas de Colón figuraban Geografía de Ptolomeo; las crónicas de Marco Polo; O Regimento do Astrolabio y los conocimientos sobre el atlántico de Enrique el Navegante; Historia Rerum de Eneas Silvio Piccolimini; Imago Mundi del cardenal Pedro Dailly, que en un pasaje -que Colón leía y releía diariamente- escribió: «Dice Aristóteles que el mar es pequeño entre los confines de España y el principio de la India».

En busca de más informaciones, Colón tomó contacto directo con el sabio y comerciante florentino Paolo del Pozzo Toscanelli, que sostenía que, navegando siempre hacia occidente, se podía llegar tranquilamente a la India y arriesgó a dibujar un mapa, indicando los lugares a donde llegaría aquel que se anime a viajar haciéndole caso. Por supuesto, Toscanelli ignoraba olímpicamente que antes de llegar a la India por occidente había que cruzar primero todo un continente. Quizás, la caída de Constantinopla que le cortó su negocio de venta de   —78→   especies, hizo que apurara algunas teorías facilistas para entusiasmar a gente predispuesta como Colón y así aliviar la amenaza a su comodidad económica. Igualmente, el futuro Almirante no se cansaba de recoger todas las noticias relativas a los viajes hacia el Sur, a lo largo de la costa occidental de África y, sobre todo, de los portugueses que habían ocupado las islas Azores y procuraron lograr los descubrimientos más remotos. Oyó hablar de trozos de madera labrada que flotaban en el Océano, de enormes cañas y árboles raros arrastrados hasta la playa de Porto Santo o Madeira; como también botes y una vez hasta de «dos cadáveres de anchos rostros, diferentes en sus aspectos a los cristianos». Colón convivía a diario con todas esas historias que hablaban de las Antillas, de la isla de Siete Ciudades, entre tantas otras.

Enmedio de estos comentarios y elucubraciones, un día estando Colón en Madeira escuchó hablar de unos marineros que llegaron moribundos y ganaron la costa en una nave maltrecha como venidos de muy lejos. Acudió Colón a recibirlos y solamente pudo hablar unos minutos con el piloto antes de que éste se muriera. Sin embargo, lo suficiente para saber que habían ido a parar en una isla hacia occidente, después de varias semanas de viaje a la deriva, y que trajeron con ellos un nativo de aquella tierra lejana que le hizo conocer una tormenta interminable. Poco después, averiguando supo que el extraño «hombre desnudo» fue a parar en una cárcel acusado de exhibición impúdica y sospecha de herejía. Colón de inmediato se puso al tanto de lo acontecido y fue a conocerlo a la prisión de Cádiz. Lo encontró en pésimo estado, prácticamente agonizando. Se enteró por los carceleros que se llamaba Nóloc a secas y que no tenía ni apellido. Hablaba una lengua, le dijeron, nunca escuchada. Y que pesaban sobre él serios cargos de inmoralidad y negación de Dios. Colón movió sus resortes ante la jerarquía de la Inquisición y los Reyes. LLegó a hablar con el mismísimo Tomás de Torquemada sobre la situación de Nóloc y logró milagrosamente conmiseración para rescatarlo en unos años. Ciertamente, Colón hizo un pacto con el desconcertado presidiario, que sólo modulaba algunas palabras castizas y muchas monosilábicas y onomatopéyicas de su   —79→   incomprensible lengua, antes de seguir adelante con los preparativos de su soñado viaje. Muy pronto «el hombre desnudo», como le nombraban los que le habían visto, aprendió a comunicarse y esperar a Colón que cumpla su promesa de sacarle de la cárcel, y devolverle a su tierra enmedio del mar.

A partir de aquí, Colón comienza a peregrinar en busca de un apoyo financiero que le permita hacer realidad su proyecto de doble objetivo. Sin duda, el más importante era la cuestión de llegar al Reino de las Especerías, ubicado en el Oriente, y explorar el Occidente, por donde también habría pimienta y oro; a juzgar por los elementos encontrados en el barco hecho tablas dispersas que había ganado la playa de Madeira. Si bien tardó en llegar ese apoyo financiero, porque nadie creía que un buscavidas podía tener en la mano la llave de un nuevo mundo, Colón no supo de fatigas ni desmoralización. Sin abandonar el estudio de los documentos de cartografía que tenía a mano, seguía peregrinando por las cortes de Francia e Inglaterra a través de su hermano Bartolomé, de Portugal y España en forma personal, procurando los recursos necesarios para calmar su premeditada obsesión. Pasó un tiempo en Lisboa y luego tomó rumbo hacia el puerto de Palos. Fue a parar al convento de La Rábida, donde depositó a su pequeño hijo Diego al cuidado de los frailes, luego se dirigió a Sevilla en busca de ayuda. En ese ínterin conoció a un señor feudal de incalculable fortuna, conde de Medinacelli, autoridad principesca del Puerto de Santa María, cerca de Cádiz, quien entusiasmado por el fantástico proyecto envió a Colón junto a la reina Isabel a Córdoba, y especialmente para hablar con el tesorero de la corte, Santángel, que sin desalentar el emprendimiento manifestó la imposibilidad financiera de España para tan costoso viaje. Posteriormente, comentaría este hecho el hijo de Colón, Fernando, diciendo que su padre no pudo convencer aquella vez a los Reyes y a sus asesores por no querer abundar en detalles, en cuanto a las pruebas que ya poseía sobre las tierras lejanas ubicadas camino a la India, Catay (China) y Capango (Japón). Escribió también Fernando Colón que el Almirante temió que al dar todos los elementos pudieran   —80→   otros realizar su trayecto aún imaginario, porque conocía el espíritu victorioso de los españoles que recién habían aplastado del todo a los moros, y comenzaban a expandirse más allá de los límites de su territorio. Bastante apesadumbrado volvió al convento de La Rábida y conoció al fraile Juan Pérez, que había sido confesor de la reina Isabel. Este nuevamente intercedió por Colón ante la reina, escribiéndole y aconsejándole que aceptara el desafío histórico que planteaba su recomendado. Pudo conseguir que la reina volviera a recibirlo y hacer que Santángel pudiese obtener los fondos necesarios que poco tiempo atrás había expresado no tener. Los historiadores más coherentes coinciden en que el dinero salió de las arcas de La Real Casa y la Santa Hermandad, con el consentimiento de los Reyes Católicos y las algebraicas maniobras de Santángel. Colón dijo que «vide poner las banderas reales de Vuestras Altezas en las torres de Alfambra y de vide salir al Rey Moro a las puertas de la ciudad y besar las reales manos de Vuestras Altezas» y les prometió que muy pronto izaría los estandartes reales en las tierras que a su paso irían apareciendo en el Océano. Los Reyes aceptaron esta riesgosa aventura con el afán de continuar la reconquista de España, como nueva hazaña de dominio expansivo, de fervor religioso y de ansia lucrativa. Colón, en cambio, logró una capitulación que en caso de éxito le proveería una distinción nobiliaria, el título de almirante, con todas las prerrogativas disfrutadas por un almirante de Castilla, en todas «aquellas islas y tierras firmes que por su mano e industria se descubrieren o ganaren en las dichas mares océanas». Sin embargo, en la capitulación no se menciona a Asia, la India ni el Extremo Oriente, pero Colón tenía consigo -además de una carta abierta dirigida a todos los reyes y príncipes de parte de los Soberanos Católicos- una especial cuyo destinatario era el Gran Khan, «porque siempre creyó -dice el padre Las Casas- que allendo de hallar tierras firmes e islas, por ellas había de topar con los reinos del Gran Khan y las tierras riquísimas del Catay».

Con la autorización en la mano, Cristóbal Colón se dirigió a la villa de Palos y encontró que la Corona ya había ordenado equipar tres   —81→   carabelas, labor que estuvo a cargo de los hermanos Pinzón, ricos navegantes, sobre todo el primogénito, Martín Alonso, «el mayor hombre y más determinado por la mar que por aquel tiempo había en esta tierra». Colón se embarcó en la carabela capitana, la Santa María, que era también la más lenta, llevando como piloto al famoso navegante Juan de la Cosa. Martín Alonso Pinzón capitaneaba la Pinta, cuyo piloto era su hermano Francisco. El tercero de los hermanos Pinzón, Vicente Yáñez, comandaba la Niña -la más pequeña- piloteada por Pedro Alonso Niño (Peralonso). Zarparon las tres carabelas armadas y equipadas, con alrededor de 120 hombres, en su mayoría presidiarios de por vida, a quienes se prometió libertad a su regreso de la expedición; entre ellos, Nóloc que veía así cumplir medianamente su palabra a Colón a cambio de su prolongado silencio.

Llegó el momento largamente anhelado por Colón, las carabelas tomaron rumbo al Poniente misterioso para muchos y no tanto para él, que estaba seguro de que era cuestión de entregarse al viento incesante del Noroeste y custodiar las frágiles paciencia y confianza de los tripulantes. En los primeros días las aguas les resultaban familiares, porque recién estaban por las cercanías de las islas Canarias, que entonces ya estaban sometidas a la corona de Castilla y por donde habían navegado antes en muchas oportunidades. Pero la verdadera aventura comenzó alrededor del 6 de setiembre, cuando dejaron atrás Gomera -la más occidental de las islas conocidas hasta ese momento-, y emprendieron el viaje que tendría por fin el «ensanchamiento del mundo», según estaba previsto oficialmente por Colón y los Reyes Católicos.

El mar se dejaba surcar mansamente y la brisa parecía no tocar la faz marítima. El virtual Almirante, según confesaría después él mismo en sus crónicas, se pasó «treinta y tres días sin probar el sueño» y restregándose los ojos por si éstos se hayan olvidado que debían cerrarse de vez en cuando para descansar. Pero pasaron los días, semanas y las tierras seguían existiendo solamente en la ilusión de   —82→   Colón y en la memoria de Nóloc. En más de una oportunidad la brújula varió su orientación dando señales de tierra próxima, luego resultaban el desencanto y la incertidumbre para los no muy serenos tripulantes. El descontento entre ellos llegó a generalizarse y por consecuencia se amotinaron. Temían, con fundados argumentos que les daba tanto tiempo de navegación, no poder regresar nunca a España por causa de un obcecado genovés, que supo convencer a los Reyes para sacarles de la cárcel y prometerles libertad y oro a cambio del viaje. Colón tuvo que desenrollar los datos más precisos sobre la posibilidad de encontrar tierra, y les exhibió un montón de mapas que guardaba secretamente; donde se veía a la claridad que en pocos días más de navegación ya estaban las islas. Barajó con gran elocuencia, como lo hiciera tantas veces ante los distintos reyes, mezclando sus conocimientos cartográficos con dosis de revelación divina. Habló de su amistad con los más respetados navegantes portugueses de la época, mencionando a Joao Vaz Corterreal y sus hijos Miguel y Gaspar Corterreal; legendarios exploradores del «mar océano» y a quienes había conocido durante su estada en Inglaterra e Islandia. En este último país, les confesó, que hace muchos años había formado parte de una expedición que comandaba el propio Joao Vaz Corterreal e hicieron un viaje precisamente hacia las tierras que ellos estaban por tocar. Por supuesto, tampoco dejó de bosquejar su remota idea sobre la esfericidad de la tierra y mostró, en el momento a los tripulantes, que el mar parecía hundirse a lo lejos. Para más prueba de que su proyecto de antemano estaba asegurado, le hizo hablar a Nóloc de su origen, cómo conoció a Colón y cómo había llegado a la Isla Madeira después de un accidentado viaje. Dijo Nóloc, entre otras cosas, que «no hay agua sin orillas ni tierra sin límites». Luego fue devuelto entre los servidores de la escuadra y comentó con los compañeros la incredulidad de los «peludos», como llamaba él a los europeos; tal vez porque él y su gente eran casi totalmente imberbes y lampiños, que contrastaban con las hirsutas barbas de los pretendidos conquistadores y acompañantes. Nóloc, sin proponerse, presentía que esa gente traía entre manos todo ese mundo de muertes y crueldades   —83→   que él vivió en sus últimos años. No veía la hora de llegar a su tierra y contar a los suyos todo lo visto y sufrido entre «los peludos».

Después de quince días de navegación, a 400 leguas de las Canarias, Colón y Pinzón coincidieron en que -según la carta de navegar del próximamente Almirante-, la cual circuló de barco a barco para ser estudiada, las islas estarían ya cerca. Luego seguirían viajando otros quince días más para alcanzar tierra, pero antes -el 7 de octubre- tuvieron que torcer el rumbo al suroeste porque algunas aves volaban en esa dirección supuestamente hacia alguna costa. El día 10 de octubre, los tripulantes se negaron rotundamente a seguir adelante, Colón una vez más triunfó sobre la necedad de sus galeotes, prometiendo grandes recompensas para todos ellos. Al día siguiente, resultaban ya evidentes las señales de tierra, pero tampoco lograban aliviar la desconfianza de los tripulantes que estaban también presos de miedo. Dentro de este clima de disconformidad, Colón estipuló a toda la tripulación un importante premio y recibiría el mismo aquél que viera primero la tierra. A pesar de todo, las naves que se comunicaban constante y fluidamente no tenían por paisaje otra cosa que no fuera un ancho mar sin horizonte. Hacía pocas horas que había comenzado aquel 12 de octubre de 1492 y algunos hombres embarcados seguían ironizando sobre la capacidad mental de Colón, y presagiaban un trágico fin para éste. Otros, durmiendo de hambre, cansancio y enfermedad. Varios, con las miradas escrutando cualquier manchón real o imaginario que pudieran aparecer de repente frente a ellos.

La noche se iba destiñiendo y el crepúsculo parecía erguirse de su hundimiento lejano. Colón recorría por toda la nave y atento a cualquier signo que pueda recibir de las otras embarcaciones. Nóloc ya estaba contento al reconocer el aire y viento de su tierra; él que ya había creído que no saldría con vida de la cárcel de Cádiz, donde fue depositado luego de llegar náufrago y acusado de desnudez y falta de fe. Pero estaba sano y salvo, a pocas millas de su añorada Hamaika. Gracias, en parte, a la gestión directa de Colón ante los Reyes y las autoridades inquisitoriales, pudo salir del presidio que estaba lleno de judíos, moros e innumerables   —84→   españoles acusados de herejes. Pero esta desgracia le llevó a conocer un mundo cargado de enredadas historias, un mundo de miserias y joyas; absolutamente incomprensible para él. No veía ya el momento de comenzar a narrar a los jóvenes las costumbres de esos hombres raros y fieros que se iban acercando lentamente quién sabe con qué ambición. Estaba seguro de que eran muy distintos de los otros que desde hace siglos venían visitando a los hamaikinos, o a menudo pasaban simplemente tocando a la ligera las costas de sus islas. Nóloc recordaba con especial cariño a sus ex compañeros de celda, cada uno con su lengua y silencio, pero unidos todos por la misma cadena de dolor e impotencia.

Después de treinta y siete días de viaje en mar abierto, contando desde las Canarias, el marinero Rodrigo de Triana largó su desesperante grito de ¡tierra!... ¡tierra!... ¡tierra!, rompiendo el silencio del alba, cuando avistó una isla por primera vez a poquísimas millas adelante. Pero de nada le sirvió a Triana haber roto la garganta, porque el premio estipulado se quedó en mano del mismo Colón, aduciendo que él había visto ya la tierra antes de salir de España y abundó en detalles para comprobar su condición de visionario. Fernando Colón explica este hecho así: «la Pinta fizo señal de tierra, al cual vio primero Rodrigo de Triana, marinero, y estaba a dos leguas de distancia de ella; pero no se concedió la merced de treinta escudos, sino al Almirante, que vio primero la luz en las tinieblas de la noche, denotando la luz espiritual que se introducía por él en las tinieblas».

Los expedicionarios bajaron a tierra en la isla Guanahaní, luego Colón la bautizó como San Salvador y es una de la serie de las Bahamas. Colón pisó acompañado por los dos capitanes y un notario, blandiendo el estandarte real como había prometido a los Reyes; mientras los desnudos isleños se agolpaban a su alrededor e hizo testigos a sus compañeros de que tomaba posesión de esa tierra en nombre de Fernando e Isabel. Luego describiría Colón a esta isla como de «árboles muy verdes y aguas muchas y frutas de diversas maneras... Es el arbolado en maravilla, aquí y en toda la isla son todos verdes y las hierbas como el abril de Andalucía; y el cantar de los pajaritos que   —85→   parece que el hombre nunca se querría partir de aquí, y las manadas de los papagayos y tan diversas de las nuestras, que es maravilla... Porque conocí que era gente que mejor se libraría y convertiría a nuestra Santa Fe con amor que no por fuerza, les di a algunos de ellos unos bonetes colorados y unas cuentas de vidrio, que se ponían al pescuezo, y otras cosas muchas de poco valor... En fin, todo tomaban, y daban de aquello que tenían, de buena voluntad. Mas me pareció que era gente muy pobre de todo. Ellos andaban desnudos como su madre los parió, también las mujeres... Cuando llegué aquí me enviaron dos muchachas muy ataviadas: la más vieja no sería de once años y la otra de siete; ambas con tanta desenvoltura que no la tendrían más unas putas... Ellos no traen armas ni las conocen, porque les mostré espadas y las tomaban por el filo, y se cortaban, con ignorancia. No tienen algún fierro; sus azagayadas son unas varas sin fierro, y algunas de ellas tienen al cabo un diente de pece, y otras de otras cosas... Yo estaba atento y trataba de saber si había oro, y vi que algunos de ellos traían un pedazo colgado en un agujero que tienen en la nariz. Por señas pude entender que, yendo hacia el Sur, había allí un Rey que lo tenía en abundancia... No se me cansan los ojos ver tan bellas verduras... y aún creo que hay en estas tierras muchas hierbas y muchos árboles que valen en España para tinturas y medicinas de especerías... Yo, placiendo a nuestro Señor, llevaré de aquí al tiempo de mi partida seis (nativos) a Vuestra Alteza para que deprendan a fablar», como hicieran antes con Nóloc otro capitán expedicionario que para algunos no fue sino el propio Colón en un viaje anterior, previo al montaje de la realeza española para el «oficial descubrimiento». Pero previamente, antes de dar a conocer al único mundo existente para ellos, tuvieron que cerciorarse de lo que había en el supuesto «nuevo mundo» y luego invertir en la propaganda del hallazgo. «El oro es excelentísimo -escribió Colón sobre lo que halló-; de oro se hace tesoro, y con él, quién lo tiene, hace cuanto quiere en el mundo y llega a que echa las ánimas al Paraíso».

Con el tiempo, Nóloc comprendería que con aquel feroz grito de Triana: no se descubría una nueva tierra, sino se encubriría o tragaba   —86→   para siempre su vieja tierra. Luego, imaginaría al marinero de la Pinta como a un dragón que al gritar tragaba su tierra con todo lo que había adentro. Y comenzó a ver en su propio mundo brotar los males que había padecido y visto durante su permanencia al otro lado del mar. No le dieron tiempo a explicar a los suyos lo que significaba el robo y el saqueo, como había aprendido de los compañeros judíos y moros que quedaron con las dos manos para taparse «su natura». El concepto de mentira y la palabra pronunciada para no cumplir después. No tuvo que explicar cómo unos podrían disponer de la vida de otros, ya que pronto los tripulantes comenzaron a saciarse instintivamente con las mujeres, niñas y ancianas. No encontraba palabras para explicar cómo «los peludos» podían matar sin declarar a alguien su odio o enemistad. Que la cruz que traía era el símbolo de su Dios, a quien ellos mismos lo habían matado en esos maderos entrecruzados y siguen matando sin cansancio en su nombre en el mundo que él conoció. A Nóloc le había llamado mucho la atención de que sólo unos pocos comían bien y tenían lindas casas, mientras los demás deambulaban por las calles y hambrientos; decían que por la falta de fe y maldecidos por Dios a través de los inquisidores. Pensó que también en poco tiempo empezaría a faltar comidas en Hamaika y que, los delincuentes que aspiran ahora que llegaron a ser conquistadores, no dudarían en arrasar sus hogares con el fuego furioso que recomendaba Torquemada para purificar las casas de los acusados de herejía. Nóloc que había escapado milagrosamente de la hoguera del mencionado Tomás de Torquemada, Inquisidor de la Corona de Castilla, debido a que su persona poseía importancia para la empresa de Colón y lo rescataron de la tortura que procuraba extirparle la estigmática herejía: un crimen de lesa majestad divina. Le explicaron aquella vez, antes de ser sometido al martirio, que por una bula llamada «Aaextirpanda» le debían torturar para desalojar de su alma el mal que hizo que él desconociera la existencia del único Dios, hechos que le hacía cometer un «crimen majestatis» y convertirse en «infame». Ah, que también le correspondía una sola tortura, pero que podía consistir en varias sesiones. Es decir, todas las que vienen después de la primera vez   —87→   no son otras torturas, sino «la continuación» de la primera. Si bien Nóloc había salido íntegro físicamente, no podía olvidar a los ex compañeros que terminaron en la hoguera o fueron marcados con la cruz amarilla cosida a la ropa, para vivir despreciado el resto de su vida.

Desconsolado, Nóloc veía destruirse en manos de «los peludos» todo su mundo, como desvastado por un huracán sin viento pero con espadas filosas y cruces mortales. El mundo que él descubrió le acompañó a su regreso y como una peste se abatió sobre su tierra. No imaginó jamás que el hambre y el dolor podrían cruzar tan inmenso mar. Si algo había en Hamaika era abundancia y signos de vitalidad por doquier. Por Nóloc habló el padre Bartolomé de Las Casas escribiendo que «será bien preguntarles que en tantos mil años que estas Indias están pobladas, si los enviaron de comer los españoles desde allá. Si cuando acá llegamos los hallamos flacos y trasijados y les dimos industria para que comiesen, porque vivían no comiendo y les trajimos de Castilla los manjares y los hartamos, o ellos a nosotros nos mataron nuestra hambre y libraron millares de veces la muerte...». Nóloc, al ver todo lo que pasaba a su tierra, recordó también las palabras de un moro que compartió con él la celda, que los españoles llamaban a su barbarie algo así como «guerra justa». Y esa doctrina significaba para ellos ser considerados infieles o infames, y eran sometidos quedando sin derechos algunos; además de ser despojados de sus bienes, sus tierras, sus dioses, sus culturas, y su vida. Asimismo, el padre Las Casas habló a los suyos por Nóloc también escribiendo: «guerra que se hace contra el derecho natural, contra el derecho divino y contra el derecho humano; sin más razón que la de sujetarlo al imperio de los cristianos, como obra propia de ladrones, salteadores y tiranos...».

1988



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ArribaAbajo Sargenta de López

En memoria de Ramona Ramírez, residenta sobreviviente de la guerra del 70', y sus padres y hermanos caídos en aquel genocidio de la Triple Alianza.

La tía Ra permanecía derramada de piel y hueso en el catre, desde que cumplió los 100 años y hacía ya más de 10 que no se levantaba para nada. Pero todavía le quedaba fuerza para incorporarse y comer respaldada por unos almohadones. Por momentos, gozaba de una lucidez y memoria formidables, no se cansaba nunca de relatar las vivencias de la Guerra Grande, como la llamaba ella para distinguir tal vez de la Guerra del Chaco o por la magnitud que le daba a aquélla.

Las otras tías que vivían con ella, las cuatro eran sus hijas y la menor tenía más de 70 años, todas solteras, se turnaban para atenderle en la cama a tía Ra, como si hubiera vuelto a ser criatura de pocos meses; pesaba ya muy pocos kilos y cualquiera la podía alzar o cambiar de cama; había perdido totalmente la vista al tiempo que se postraba para siempre; buscaba ansiosamente con quién hablar, mejor dicho, a quién pudiera escucharle; aunque, según unas de las tías-hijas, había noches   —90→   que no dormía y se pasaba hablando y discutiendo sobre la Guerra Grande consigo misma.

La tía Ra y sus hijas habitaban una pequeña casa de adobe y paja en las afueras de Tatakuá. Los sobrinos, que eramos más de 50 en el pueblo, nos peleábamos por ir a dormir con ellas y escuchar en la voz quejosa que surgía de su boca desdentada, aquellas espeluznantes y tristes historias de la guerra, que nos refería cada noche sin mencionar que ella misma era la heroína de cada hazaña, repitiendo exactamente cada palabra, cada silencio, cada suspiro como si hubiese aprendido de algún libro de relatos y no de haber vivido en carne propia.

Llegábamos en pandilla a cualquier hora, de siesta, de mañana temprano, días feriados o cuando ibamos a dormir en su casa. Las tías hijas nos esperaban con unos cigarros po'i preparados especialmente para nosotros, con hojas de tabaco desechadas y secadas de tal forma para que no nos hiciera daño o atorarnos con su humo. Para ver a tía Ra nos anunciaban alegremente las otras tías y entrábamos junto a ella, que siempre nos aguardaba ya sentada y con ganas de hacer pasar los ratos con nosotros. Quizás, la tía Ra a su vez se divertía con los sobrinos que le acribillábamos con preguntas, algunas insólitas que le hacían reír y después aconsejarnos que no debíamos preocuparnos por saber todo de una vez, que ya habría tiempo para hacerlo. Nosotros le interrogábamos una y mil veces de cómo fue a parar en la guerra siendo una mujer y si llegó a conocer al mariscal López, en qué circunstancia, y si también a la Madama Lynch. Pero tía Ra comenzaba desde el principio, de cómo vivían antes de la guerra. Según ella, para entender las causas de la guerra había que saber lo que era el Paraguay entonces.

Repetía siempre tía Ra que ellos tenían en Tatakuá una Estancia de la Patria, una Biblioteca de la Patria y una Botica de la Patria. No había nadie que no supiera leer. Todos podían ir a la escuela gratuitamente y la Estancia les proveía de libros, ropas y alimentos. Claro que cada familia debía trabajar la mitad de la semana en la Estancia, para poder acceder a los beneficios comunitarios, el resto de la semana podía cada cual dedicarse a las actividades particulares. Decía también tía Ra   —91→   que cada familia podía utilizar la tierra hasta donde alcanzaba sembrar, nadie podía ocupar ninguna parcela para tenerla improductiva; la tierra desocupada pasaba a ser, inmediatamente comunal o a disposición de otra familia que podía cultivarla.

Había noches que tía Ra dormía poco y se pasaba la noche gritando consignas de guerra: ¡Viva la República del Paraguay! ¡Viva la Independencia Nacional! ¡Vivan los invencibles ejércitos de la República! ¡Gloria a la mujer paraguaya! ¡Atrás el invasor Imperio y sus cobardes aliados!

Otra noche no vivaba consignas pero se atrincheraba entre las frazadas o hacía elocuentes gestos de estar curando heridos en algún frente de batalla. Así como también agarraba su pantalla y empuñaba como un fusil apuntando al enemigo. De repente chistaba con la voz y nos hacía callar para escuchar los cañonazos en Paso Pucú, decía preocupadísima y no podía entender cómo nosotros no escuchábamos nada. Las otras tías, sus hijas, dormían lo más bien, ya acostumbradas a los desvaríos de su mamá Residenta. Nosotros, dormíamos sobresaltados con tantas historias sangrientas y relatos increíbles.

Cuando volvía en sí tía Ra, continuaba con la parte seria de su interminable historia. Le preguntábamos, entre tantas cosas, cómo ella sabía leer y escribir tan bien y sus hijas no. Tía Ra se incorporaba con más fuerza que nunca para contestar. Dijo que en su época de juventud nadie podía dejar de ir a la escuela, hasta llegar a leer y escribir a la perfección, para luego poder enseñar a los que no sabían hacerlo. Pero los aliados, recalcó furiosa, lo primero que destruyeron fueron las escuelas. Según ellos, allí se aprendía a querer al Paraguay con tanto fanatismo. Luego destruyeron las Estancias de la Patria y se repartieron entre ellos las tierras y las parcelas agrícolas y ganaderas comunitarias. Al último, la Biblioteca y Botica de la Patria, ya que quedaron poca gente para utilizarlas. De ahí que, nos contaba la Tía Ra, sus hijas jamás fueron a la escuela y ella no pudo enseñarles porque debía trabajar de sol a sol para procurarse los bocados. No entraba en detalles en muchas cosas, como no queriendo hablar de algunas cuestiones. Por   —92→   ejemplo, nunca supimos si tuvo marido o no, jamás habló de que tuvieron padre sus hijas. Lo que sí sabíamos que ella les tuvo, a las tías hijas, después de la Guerra, cuando volvió sargenta y condecorada por el propio mariscal López, según juraba ella. Para más datos, repetía una y mil veces el texto completo de su condecoración junto a otras heroicas mujeres: «Gran Cuartel General de Paso Pucú, setiembre de 1867. Recibid nobles hijas de la patria el reconocimiento y gratitud del gobierno y pueblo paraguayo. Mediante vuestro esmero esos valientes guerreros forman otra vez en las filas del ejército nacional. Habéis cumplido con dignidad y altura vuestra santa misión de llevar el alivio y el consuelo a los beneméritos de la patria que en su heroica defensa han recibido esas preciosas heridas que vosotras habéis curado con tanta voluntad y constancia. Francisco Solano López, mariscal presidente».

Algunas veces, la tía Ra parecía no querer hablar por nada del mundo y permanecía largos ratos como entretenida con su propio pensamiento o vaya a saber uno qué cosa. Para esas ocasiones nosotros teníamos reservados los comentarios adversos que recibíamos en la escuela sobre Madama Lynch o Solano López. Ella entonces interrumpía su ensimismamiento y refutaba como podía los ataques al Mariscal y su compañera. Decía que los aliados muy pronto empezaron a promover la traición, especialmente entre las mujeres célebres de la República y familiares propios de López. Según la tía Ra, las copetudas o fifís de la capital comenzaron su odio contra el Mariscal desde el día que volvió acompañado de Europa de Elisa Lynch. Ella sí que quería al Paraguay como si fuera su entrañable país, y no como esa Juliana Insfrán que conspiró durante toda la guerra a favor de los aliados, procurando por todos los medios que su esposo se rindiera en Humaitá, a cambio de salvar la vida y refugiarse en la Argentina. El general Martínez, uno de los mejores estrategas del Mariscal, en determinado momento de la guerra, aun contando con soldados y municiones, aceptó la rendición, creyendo que se salvaba con su esposa de esa forma, fue pasado por las armas por violar la consigna: «vencer o morir». Así se   —93→   lamentaba la tía Ra, queriendo aplastar nuestra mal intencionada opinión que la enfurecía y largaba su remordimiento contra los que habían colaborado con aliados. La familia de López tampoco quedaba al salvo, recordaba en forma lastimera que la madre del Mariscal, en los momentos más difíciles, para desanimarlo, negó que fuera él su hijo legítimo y pedía a los aliados que pusiera fin a su gobierno. El confesor de la familia, el padre Maíz, un hermano, la madre, entre otros, acordaron con los porteños aniquilar al Mariscal moral y físicamente; los primeros, acusándole de loco, asesino y delirante sin corazón; los aliados, de perseguirlo a sol y sombra hasta cazarlo y hacerle tragar su consigna.

A quien siempre mencionaba y maldecía tía Ra era a Pancha Garmendia, por conspirar antes y durante la guerra contra el Mariscal. Ella fue novia de López, decía, antes de que viajara a Francia. Cuando él volvió acompañado por Elisa Lynch, todo quedó sin efecto. Allí comenzó el odio de Pancha y otras damas que se sintieron menospreciadas por López, al elegir éste a una extranjera y para más, divorciada, decían las traidoras, comentaba llena de desprecio tía Ra una y mil veces. La traición a la patria no tenía contemplación para el Mariscal, tanto para los mismos familiares o ex pretendida. Tía Ra hablaba adoptando la voz y la firmeza de alguien que podía ser tranquilamente la Madama Lynch o Solano López. Levantaba el puño cerrado y fijaba la mirada ciega hacia la lejanía inexistente en su cuartucho. Pero ella recitaba desordenadamente proclamas, arengas, voces de mando, consignas contra los aliados y supuestos traidores. Creíamos que tía Ra vivía solamente para repetir la misma cosa, aunque a veces variando las versiones según la ocasión. Nosotros la veíamos tan reducida en su catre, como achicada o aniñada por tantos sufrimientos y alargada ancianidad. A medida que pasaban los años, tía Ra mermaba en kilos y aumentaba en delirios. Dialogaba por momentos con el Mariscal y por momentos con Madama Lynch. Juzgaba en tribunal militar a los traidores y sentenciaba con celeridad a los culpables. Salvaba de la muerte a los niños, ancianos y heridos. Volvía a reencontrarse con sus   —94→   padres y hermanos, se abrazaban y festejaban una victoria que sólo ella sabía cuál. Nosotros escuchábamos atentos y asustados, porque tía Ra hablaba sin parar y se dirigía exclusivamente a los que estábamos a su alrededor.

Tía Ra y sus padres, más tres hermanas más, se fueron a la guerra el día que su único hermano, de 13 años, abandonó la casa, junto a otros de su edad y menores también, para alistarse voluntariamente en el ejército. Ellas, aparentemente desconsoladas, siguieron al hermano para no encontrarlo nunca y regresar después ella sola, ascendida a sargenta pero perdiendo a toda su familia. Tía Ra quería que nosotros también entráramos a pelear en la guerra, al lado del Mariscal y que no nos dejáramos engañar por los traidores y legionarios. Nosotros le seguíamos el juego y enseguida nos distribuía en el campo de batalla. Uno caía herido, otro avanzaba sobre el enemigo, el resto cubría la retaguardia y ella arengaba, con los ojos llorosos, a los heroicos soldados paraguayos. Juramentaba la consigna de «vencer o morir» como si fuera ante Dios, pero aclaraba que era ante la patria. Ante el peligro se persignaba y luego levantaba su «laminé», así llamaba tía Ra a su fusil, en señal de una arrasadora victoria.

1990



  —95→  

ArribaAbajoTirado en la calle


Un hombre ha caído en tierra
como un bulto sangrante.


J. Prévert                


«Es un ladrón», comentó un anciano entre la gente agolpada, al ver el cuerpo tirado en la calle, bañado en sangre y aparentemente muerto. «Asaltó el banco de enfrente», agregó otro señor sin estar muy seguro y casi nadie le escuchó, ya que el desconcierto y la confusión se habían apoderado del centro comercial, aquella media mañana y cuando más público recorría las vidrieras de la zona.

«Habría que matar a todos», acotó a su vez un hombre trajeado y petiso, con aspecto de gallo paloma, buscando adeptos entre el gentío que observaba boquiabierto el ajetreo de policías y enfermeros, con sus respectivos patrulleros y ambulancias.

La avenida Principal se convulsionó con el tiroteo al principio y luego se paralizó con el cuchicheo de cientos de transeúntes, que dejaron las vidrieras por un instante y se dedicaron a presenciar el inesperado velorio callejero.

Llegó una ambulancia morguera y retiró el cuerpo sin vida del acriballado asaltante. Los custodias del banco asaltado retomaron su   —96→   puesto de trabajo, complacidos de haber cumplido con el deber y tal vez con la idea de un pronto ascenso en la policía.

Joaquín Verza había pedido licencia el día anterior en su trabajo, para cumplir una tarea encomendada por la dirección de su Movimiento revolucionario. Supo lo que debía hacer una hora antes de la fallida operación. Pero en ningún momento cuestionó nada, ya que él había jurado como miembro del Frente Estratégico y no podía oponerse a ninguna actividad planificada por la dirección.

Esa mañana, Verza salió de la casa en el mismo horario de siempre, sin comentar nada a su esposa que no iba ir a su trabajo, sin besar a los hijos para no despertar sospecha de nadie y hacer que pase como cualquier día más. Luego sabría, al reunirse con su compañero del Frente, que ese día la actividad era muy distinta a las realizadas hasta ese momento.

A Joaquín le tembló la mano cuando agarró la pistola que debía llevar para cumplir la tarea. Escuchó atento la planificación y ajustó su reloj a la hora del compañero. Revisó el arma descargando y destrabó el seguro. Llenaron de balas los bolsillos de sus trajes, prepararon los maletines de ejecutivos para entrar en el banco y miraron una vez más el croquis del local donde debían realizar el trabajo.

Antes de salir del «boliche», como llamaban a una oficina del Frente, hicieron una llamada telefónica a alguien de la dirección y tomaron el ascensor rumbo a la avenida Principal. Una vez en la calle parecían dos oficinistas o bancarios, vestidos impecablemente con pulcritud y caminando apurados con sus maletines cargados de basura para la ocasión. Un tercer hombre aguardaba en el coche a pocas cuadras del edificio de donde salieron Verza y su compañero. Se ubicaron en el asiento trasero del auto y partieron raudamente a cumplir la misión.

Joaquín Verza en vez de concentrarse en la difícil tarea que le esperaba, se fue pensando que hubiera sido mejor despedirse en forma de su esposa comentándole la verdad y besar a los niños por las dudas, pero él se sentía seguro al mismo tiempo y más con una pistola como la   —97→   que llevaba metida en su sobaco. Recordaba de paso su época de servicio militar, su habilidad con las armas y fundamentalmente sus condecoraciones como experto en tanques de última generación que poseía su cuartel. Luego enfilaron por su mente los viajes por el mundo estudiando las distintas experiencias revolucionarias y recibiendo así también variadas instrucciones militares. Pensó después que ese día era la oportunidad para poner en práctica todo cuanto sabía, más todavía se tranquilizó cuando se le ocurrió la idea de que lo que iba a hacer no era nada malo, sino todo lo contrario, iba a cumplir con su deber de militante revolucionario, comprometido con la patria, y la humanidad toda.

Bajaron del coche dos cuadras antes del banco e iban caminando por la avenida Principal. De a poco se fueron separando y llegaron como dos clientes más del banco, que nada tenían que ver entre ellos. El automóvil que les transportó hasta la proximidad del banco estacionó a pocos metros del mismo, esperándolos con el motor en marcha. El chófer estaba atento en su misión y disimulaba revisando el motor de su coche, con el capot levantado y un destornillador en la mano. Empezaban a llegar más gente al banco y la puerta seguía abierta como señal de que no había empezado la cosa. Sin embargo, repentinamente salieron corriendo pistola en mano, disparando contra el custodia que les había seguido, y en vez de maletines traía sacos de billetes cada uno. Estaban subiendo al coche cuando Joaquín Verza vio que el policía caía herido en la vereda y, en vez de huir más cómodamente, le despertó un impulso de odio por no haberle hecho caso en su advertencia de que podía matarlo si llegaba a seguirles, se acercó para rematarlo pero un tiro del uniformado caído se le anticipó certeramente, dándole en la frente y haciéndole saltar para atrás, cayendo muerto y devolviendo lo ajeno que estaba en su poder. El compañero huyó despavorido con el chófer, como debía esperarse después de un asalto.

Joaquín Verza quedó tirado en la vereda del banco, con su rostro irreconocible por la sangre que saltó de la frente baleada.

Las personas que estaban dentro del banco y padecieron el atraco   —98→   salieron con ataque de histeria y con ganas de seguir atacando al asaltante muerto.

Los que pasaban ocasionalmente, se quedaban sorprendidos al ver un cuerpo ensangrentado y sin que nadie se acerque por lo menos a cubrirlo. Muy pronto se volvió ensordecedora la sirena de los patrulleros y ambulancias que iban llegando al lugar del hecho, como diría después el informe policial. Recién cuando retiraron el cuerpo del asaltante, la avenida se fue normalizando lentamente como forma de decir, ya que un diario de la tarde trajo la crónica policial y reveló el nombre de Joaquín Verza, como «ladrón muerto por la policía». Además, un extenso artículo que denunciaba sus antecedentes políticos, relacionados con los sectores izquierdistas y guerrilleros de la década pasada. La avenida Principal no salió de su asombro por varios días, por los diarios y revistas seguían mencionando el hecho e hilvanando los ovillos posibles para enredar a los grupos de izquierda.

El compañero de Verza que sobrevivió a la operación, después de informar por teléfono al jefe de la dirección del resultado de la misión, se dirigió a la casa de Joaquín para informar a la esposa, que su marido había caído esa mañana mientras cumplía tarea como miembro del Frente Estratégico. La esposa también era adherente del Movimiento revolucionario, pero lejos de comprender hasta qué punto debió comprometerse su marido para realizar tan repugnante trabajo. Sabía de antemano que Joaquín ni remotamente podría idear algo terrible como el hecho de robar, pero lo hizo y sin pedirle su opinión siquiera. Para peor, le fue mal y dejó a sus hijos huérfanos, pensó mientras escuchaba algunos detalles de su caída y las recomendaciones sobre el tema que le había enviado la dirección del Movimiento.

Ella terminó de escuchar la pesadillesca noticia y sin asumir su veracidad, se dirigió al cuarto de los hijos y comenzó a besarlos sin motivo aparente para los niños. Estos se sorprendieron y preguntaron qué había pasado. La madre no sabía cómo empezar la historia, pero sus lágrimas evidenciaron la mala noticia y los tres se abrazaron fuertemente   —99→   para soportar el golpe, rodeados de peluches, cochecitos, payasos e incontables juguetes desparramados por toda la pieza. Quedaron todos perplejos y ahogados en sollozos y espantos. Abandonaron la casa y se marcharon hacia la morgue a reconocer el cuerpo de Joaquín. Sin lugar a dudas, era su cuerpo flaco y su rostro deformado por la bala que perforó su frente.

En su empleo el revuelo no fue menor. Cada compañero de trabajo apuntaba una virtud de Joaquín para subrayar más la sorpresa. Algunas compañeras lloraban sin pronunciar una palabra. El jefe del personal tampoco dudó de su honestidad y la imposibilidad de que Joaquín sea un vulgar ladrón de bancos. Dijo que ese día pidió licencia para revisación médica y muy pocas veces había faltado desde que entró a la empresa, hace tres años. Todos aprobaban con la cabeza y caminaban de un lado a otro. Alguien acercó un diario vespertino con grandes títulos: ASALTAN BANCO Y MUERE UN LADRÓN. Un subtítulo traía la duda: SE CREE QUE EL ASALTO FUE PLANIFICADO POR TERRORISTAS PARA RECAUDAR FONDOS. Los compañeros de trabajo de Joaquín no podían pensar que justamente él pudiera pertenecer a un grupo terrorista, teniendo un buen empleo, una hermosa familia y un inmejorable porvenir como profesional de la computación.

En la dirección del Movimiento la noticia cayó como una bomba lacrimógena, ya que los compañeros militantes solamente lloraban en silencio, hasta que llegó el jefe y sesionaron de urgencia para uniformar y afrontar al resultado negativo internamente, dentro del Movimiento, y externamente, con la opinión pública si llegara a trascender la verdadera identidad política de Joaquín Verza. Pero no hará falta, dijo el jefe, asegurando que no había ninguna posibilidad de vincular el hecho con el Movimiento, que hasta hoy lleva adelante una prédica democrática como cualquier partido burgués y sin cuestionar de fondo el corrupto sistema eleccionario.

-Pero todo eso está perfecto para el Movimiento y qué hay del compañero que entregó la vida... -preguntó el sobreviviente del asalto a la avenida Principal.

  —100→  

El jefe de la dirección pareció sorprenderse por la ingenua pregunta y se dispuso a aclarar la situación.

-Es sencillo y profundo el tema, dijo un poco dubitativo. Pero el compañero Joaquín, continuó más convencido, cayó como debe caer un revolucionario, cumpliendo al pie de la letra una misión y punto.

Todos parecían estar de acuerdo con el jefe y prefirieron que continúe el diálogo.

-De eso no tengo dudas, pude haber sido yo y no sé qué puede hacer el Movimiento para resguardar el buen nombre y la honorabilidad de sus militantes -siguió aguijoneando el seguro convencimiento de la dirección.

El jefe creyó oportuno cortar las cosas por la raíz y pensar seguidamente en el remplazante de Joaquín Verza para el Frente Estratégico.

Bueno, compañeros -habló en tono conciliador-, debemos pronto secar las lágrimas y continuar con todos los programas del Movimiento. Perdimos a un excelente cuadro y apreciado compañero, pero el duelo no nos puede paralizar nunca: la lucha continúa... Nadie intercedió para buscar una salida elegante al angustiado planteamiento del compañero que vio caer a Joaquín Verza, antes de huir con una parte de lo recaudado para la finanza del Movimiento.

La viuda de Verza me pidió que les dijera que necesita una sola cosa del Movimiento, a cambio de todo lo que dio su marido, que haga un comunicado explicando que él cumplía una misión política al asaltar un banco, recaudando fondos, y que no lo hizo como un vulgar ladrón. En síntesis, que no era para él sino «para financiar la revolución que proyecta nuestro movimiento», sugirió en forma explícita el compañero de Joaquín.

El jefe al escuchar todo esto, saltó de su asiento y se dirigió con gestos severos al que habló anteriormente.

-Hay cosas que el Movimiento jamás podría reivindicar como propias y menos el asalto de un banco. Sería un error muy grande   —101→   políticamente, tácticamente un suicidio y estratégicamente una capitulación sin que nadie nos pidiera -argumentó el vocero de la dirección.

No convencido por el argumento, avanzó un poco más sin saber el límite del cuestionamiento.

-Entonces, nuestro Movimiento también tiene doble moral como el capitalismo que combatimos. Por un lado, el liberalismo proclama que el centro de toda actividad humana y social es el individuo, su felicidad, su libertad y por el otro, la triste realidad: la desigualdad social, la explotación del hombre por el hombre, la falta de libertad y las condiciones infrahumanas en que viven y mueren nuestros pueblos. Y nosotros también usamos la doble moral. Por un lado, el Movimiento y su proyecto de revolución liberadora del capitalismo, y la lucha por un socialismo que traiga en sus manos la igualdad y la verdadera felicidad para todos. Por el otro, el Movimiento proyecta y realiza tareas delictivas renunciando a su autoría y condenando a los militantes a ser chivos expiatorios de su exclusiva responsabilidad -agregó por último antes de ser expulsado de la reunión, considerado por todos de estar fuera de su control y comprensible, por el shock que recibió al ver caer a su compañero abatido por la policía

La dirección siguió sesionando sin considerar la petición del compañero de asalto de Joaquín Verza. Fuera del recinto, él seguía argumentando su posición, mientras le daban un sedante y la razón para que pueda tranquilizarse.

-La revolución es la nueva moral que debe practicar nuestro Movimiento. Una sola moral e innegociable. Todas las actividades que proyecta el Movimiento deben ser necesaria y esencialmente reivindicables -sentenció antes de caer rendido por la acción incuestionable de los calmantes.

1988



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ArribaAbajoLa sombra y algo más


Sombra sube y me eres arrebatada
hasta tus confines perseguida,
te duermes. Y yo, vigilante,
escucho el pájaro rozándote...


Robert Ganzo                


Raquel se aproximaba bastante a lo que podría definirse como una mujer perfecta, sin que ello implicara necesariamente belleza o atracción irresistible. Más bien perfecta en lo que se refiere a su aspecto físico, con un cuerpo delgado y proporciones exactas. Un rostro casi pálido y fresco al mismo tiempo, una nariz que concentraba el equilibrio de su presencia, unos dientes llamativamente blancos y parejos. Una mujer que despertaba a su paso largos suspiros en los hombres que no la conocían y misterio en los que sí la conocían, como los vecinos o circunstanciales personas que llegaban a tratarla por algún motivo.

Habitaba en Buenos Aires un departamento de categoría, ubicado en un barrio de nivel y edificio renombrado, desde que vino de Paraguay, siguiendo los pasos del dirigente estudiantil Primitivo Osuna, al ser liberado de la Cárcel de Seguridad por orden superior o por Rubioroch. Raquel debía encontrar la forma de vincularse con él de la   —104→   mejor manera posible, sin que despierte ninguna sospecha. Era imprescindible vigilar su movimiento dentro de la ciudad, ya que traía el objetivo de reestructurar el Comité Central del Partido 1.º de marzo, encomendado por su presidente en ejercicio pero encarcelado desde hacía quince años. Primitivo Osuna fue ganado ideológicamente por el alto y combativo dirigente Antonio Miranda, con quien había compartido la celda de Seguridad durante dos años.

Osuna debía contactar con urgencia con el resto de los miembros del Comité, para reorganizar con nuevos miembros y seguir la lucha hasta el final contra la dictadura. Logró reunir en una semana a los miembros titulares y los nombrados, desde la cárcel, por Antonio Miranda. Resolviendo llamar a una reunión ampliada para formalizar el flamante nuevo Comité Central y leer la carta enviada, para la ocasión, por los camaradas encarcelados en Asunción, varios de ellos ex integrantes de la dirección del Partido. Al final del encuentro, recomendaron a Osuna tomarse el tiempo para lograr su radicación y poner en regla sus papeles, para servir de intermediario entre Buenos Aires y Asunción.

A esta altura Raquel ya tenía bastante información para transmitir a su superior inmediato que era su tío, el coronel Guillermo Petersen, agregado militar en la embajada de Paraguay en Buenos Aires y quien financiaba los gastos y sueldo a la perseguidora de Osuna. Siguiendo los pasos del ex detenido estudiantil, Raquel marchó una madrugada rumbo a Migraciones, cuando llegó ya había una nutrida formación de interesados en la radicación. Recorrió la fila de punta a punta y no estaba Osuna por ningún lado. Esperó un buen rato en la fila y de repente vio, cuando ya amanecía, que venía llegando Osuna un poco asustado, tal vez por la cantidad de gente que estaba ya antes de él. Raquel abandonó su lugar en la fila y fue a ubicarse última. En eso llegaba Osuna y preguntó algo a un señor y le indicó el último lugar de la fila, detrás de ella. Raquel no tardó en echarle la primera mirada y constatar que era el mismo que le habían exhibido en la cárcel, a través de una ventana polarizada. Lo encontró mucho más atractivo de lo que   —105→   esperaba, muy recuperado en su apariencia y dispuesto a seguir sus correrías políticas, pensó. Raquel mostraba indiferencia y lo que menos hacía era interesarse por él. Osuna parecía tener más frío de lo que hacía y aguardaba en la fila callado y quemando un cigarrillo tras otro.

-Señorita, ¿usted sabe a qué hora empiezan a atender aquí? -le preguntó a la misma Raquel.

-No sé pero creo que a las ocho... -contestó un poco desganada y quedó como mirando a Osuna por si quería saber algo más.

Osuna entendió que debía buscar a otra persona para seguir averiguando algunas otras cuestiones de la radicación. Enseguida ya estaba conversando con otro señor de la fila y bastante fluidamente. Raquel se preocupó un poco por la oportunidad que perdió para iniciar el vínculo, pero comenzó a idear de cómo recuperar la conversación truncada, buscando el mayor disimulo para el inicio de una verdadera relación.

Osuna dialogaba con entusiasmo con un señor que parecía explicarle los trámites a seguir y se mostraban uno al otro las documentaciones. Le daba la espalda a Raquel y ella, por más que se esforzaba por escuchar algo, no sabía de qué hablaban ni qué pensaba hacer en Migraciones. Osuna, en un momento, volvió a mirar hacia adelante y se encontró casi de frente con Raquel, que había girado para atrás tratando de escuchar. Raquel, en el instante, metió la mano en la cartera y sacó un cigarrillo. Puso entre sus labios y trató de prender el encendedor que, ya sabía de antemano, no funcionaba. Osuna, en un reflejo de caballerosidad le acercó el fuego y encendió él también otro cigarrillo. Se miraban distraídamente y no sabían qué decirse.

-Me confirmaron, a las ocho comienzan a atender. Por suerte, yo sólo tengo que averiguar los requisitos para la radicación a un primo mío -comentó Raquel como queriendo dialogar.

-Sí, ya me había dicho el señor también. Creo que yo tendré para rato, porque voy a intentar averiguar e iniciar mi radicación -dijo en tono conciliador y buscando confianza en su interlocutora.

En ese ínterin pasaba un largo tren de carga y los dos se pusieron   —106→   a observarlo. Cuando parecía haberse reinstalado el silencio entre ellos, Osuna tomó la firme decisión de entablar una relación que podría beneficiarlo, en principio, en la obtención de la residencia por lo menos; ya que, además de ser una fina y atractiva mujer, parecía muy desenvuelta y entendida en los laberínticos trámites que a él le aguardaban.

-¿Usted no sabe cuáles son los documentos que se necesitan para conseguir la radicación? -preguntó mucho más confiado Osuna.

Raquel extrajo de su cartera un papel y empezó a leer, a media voz como para que no escuche nadie más que Osuna, la lista de requisitos imprescindibles: Cédula de identidad del país de origen, buena conducta, entrada al país, tres años de residencia ininterrumpida, certificado de domicilio, etc. Raquel levantó la vista y encontró a Osuna revisando su estropeada partida de nacimiento y se ruborizó al sentirse observado. Se excusó de no conservar su documento en forma y dijo que a él le faltaban algunos papeles de los que leyó Raquel, pero que trataría de suplirlos con algunos certificados médicos.

-En Buenos Aires estamos muchísimos paraguayos, podremos encontrar al médico compatriota que te pueda facilitar esos certificados -comentó muy interesada Raquel en solucionarle el problema y de pronto ya estableciendo un motivo aparente para el futuro vínculo.

Osuna agradeció el interés que expresó la circunstancial consejera y consideró que, antes de seguir la charla, por lo menos debían presentarse.

-Mi nombre Primitivo Osuna y le agradezco tanta gentileza hacia mí, señorita.

-El mío es Raquel Ortigoza y no tenés nada que agradecerme, sólo te comento lo poco que sé de haber vivido más tiempo que vos en Buenos Aires.

Osuna quedó muy bien impresionado y sugirió que el encuentro casual desemboque en una verdadera amistad. Raquel coincidió plenamente y le pidió que se olvidara del problema de radicación, que ella se iba a encargar de completarle los papeles. Todo, según Raquel, porque   —107→   le parecía Osuna una excelente persona y merecedor de aprecio y colaboración.

-No sé como agradecerle, señorita -dijo Osuna por cumplir con tanta generosidad de una prácticamente extraña.

-Disculpáme, Primitivo, pero a mí dejáme de tratar de usted, podés tutearme con confianza -le aclaró Raquel y borró la última distancia importante que los separaba.

Osuna asintió con la cabeza y sonrió en señal de conformidad con la sugerencia.

-Entonces, yo también te pido que me llames por mi apodo: «Mito» -agregó contento como un chico que enseña un juguete especial.

Cuando se dieron cuenta ya estaban atendiendo en las oficinas y se presentaron juntos para solicitar los requisitos. Les dieron varios formularios a llenar y una fecha de próxima presentación. Salieron de Migraciones y fueron a tomar algo en un bar de Retiro. Conversaron largamente e intercambiaron anécdotas con natural alegría y humor. Osuna le pidió su teléfono y su dirección, sólo obtuvo el primero. Raquel pidió lo mismo y no consiguió nada, por no acordarse él la dirección y vivir en una casa sin teléfono. Aunque Raquel ya conocía mejor que nadie, prefirió hacer bromas sobre la negativa de Osuna de darle su dirección. Antes de despedirse, fijaron una próxima cita a confirmar telefónicamente.

Ambos volvieron de Migraciones contentos y conformes de haber hecho algo importante. Osuna de avanzar en sus gestiones de radicación y Raquel, de haber establecido el primer encuentro con su objetivo. Ambos también decididos a convertirse en sombra mutua, una sabiendo perfectamente el motivo y el otro, sin saber pero queriendo serlo de sol a sol. Raquel comenzó con este encuentro sus primeros informes a su «tío Peter» que, a su vez, transcribía a su Jefe de Asunción. Osuna también se vio obligado a elevar informes a su superior inmediato, «Cda. Miguel Ángel Solís», que naturalmente retransmitía como nuevo responsable del Partido, a su Jefe encarcelado en Asunción, camarada Antonio Miranda.

  —108→  

Raquel describió a Osuna, en un informe, como una persona de buen ánimo y extremadamente mesurado en su diálogo. No se observó secuelas, aparentemente, de su detención y de haber pasado por las manos del Cuartel de Seguridad. Afable en todos momentos y poco atraído por el tema del país. Recibió «mi opinión», dijo, de que en Paraguay había muchas injusticias, a lo que él -agregó- respondió que esas cosas ocurrieron siempre en nuestro país y no sólo ahora. Un joven muy centrado y concentrado en su misión, seguramente. No habló de su pasado en ningún momento y casi nada de su futuro. Solamente al pasar mencionó que su intención en Buenos Aires era trabajar y seguir estudiando. Pero parecía poco preocupado por el sustento, ya que priorizó el tema de la radicación para comenzar en la Universidad. Estaba convencido de que nada se sabía de su pasado subversivo. Terminó Raquel su informe pidiendo orientación y reconocimiento de haber iniciado mejor de lo que esperaba su trabajo.

Osuna resumió su gestión en Migraciones como algo positivo y pronto a solucionar. Dejó para la posdata, que resultó más larga que el informe, el encuentro «con una compatriota que se ofreció para tramitar la radicación». Dijo que parecía una chica desinteresada y sin aspecto de que pueda significar un peligro para el Partido. Aclaró que él no le proveyó de ningún dato sobre su domicilio o algo que pueda comprometerlo. Solamente él tenía los datos de la persona en cuestión y puso a disposición del Comité. Resaltó la ventaja que le ofreció ella, en menos de 30 días podía ya tener su Documento Nacional de Identidad y radicación definitiva. De otra forma, gestionando él personalmente, tardaría de 90 a 120 días como poco. Por lo tanto, solicitaba la conformidad plena de seguir los trámites con la ayuda de la persona mencionada.

Raquel fue llamada por su «Tío Peter», a raíz del informe, y fue advertida severamente sobre la comprensiva apreciación que hizo de Osuna, sin captar en él el alto grado de peligrosidad e importancia como objetivo. Le recordó las recomendaciones que mandó el Jefe de Policía. «Es un cuadro perfeccionado por el propio Antonio Miranda, para representarlo en todas partes y en todo momento». «Es un agitador   —109→   estudiantil de lo más difícil de controlar, no va al frente él sino organiza todo detalle por detalle». «Tiene conocimiento militar y experto en manifestaciones contra el Superior Gobierno». «No tiene vicios conocidos, salvo la debilidad por las mujeres». «Gran lector de novelas y poesía, famoso por citar en sus discursos callejeros y panfletos colegiales a poetas y personajes novelísticos». «Más de un compañero lo acusó públicamente de pedante y obcecado izquierdista». «Debe buscarse la forma de ganársele por el lado débil o sentimental, sin que eso signifique poner en riesgo el honor de nuestra representante». Raquel escuchó una vez más las recomendaciones y dijo que todo eso, precisamente, es lo que está haciendo. Que su informe solamente trató de ser real, no pudo corroborar las advertencias del Jefe de Asunción en la persona observada en la primera ocasión. El «Tío Peter» frunció la frente y dejó entender que Raquel se había puesto muy bondadosa con su objetivo.

De la misma manera, Osuna fue llamado a una reunión del Comité Central para tratar su informe. Le dijeron que obraban informes de Asunción advirtiendo que Rubioroch había puesto en marcha una persecución personalizada de los miembros del Partido. Que no debía olvidar que su liberación fue bastante dudosa, casi tramitada íntegramente por los personeros de la dictadura. Después de haber rechazado al abogado del Partido varios hábeas corpus y cualquier posibilidad de comunicación. Le recordaron también que estuvo en la misma celda del Cda. Antonio Miranda y que había pasado a ser confianza de él. No debía ser proclive a confiar en cualquiera, menos en lo que se refiera a documentación e identidad verdadera. Pero que tampoco era para adoptar una psicosis persecutoria, aunque nadie debía relajar la vigilancia y la seguridad.

Raquel y Mito volvieron a encontrarse. Eran dos sombras tras sus propios pasos. Dos flechas de sentido opuesto que se encontraban, se tocaban la punta pero sin chocar. Un fuego para los dos leños empuñados por desconocidos. Dos destinos antagónicos echados en un mismo camino incierto. Una luz surgida del positivo y negativo de la pasión oscura. Uno besaba como en sueño a la mujer, ésta besaba bien despierta   —110→   al objetivo. Hacían juntos, al mismo tiempo, una sola y distinta cosa. Juntos protagonizaban y relataban por separados. Buscaban juntos y encontraban por separados. Armonía de dos voces en distintas octavas. Sol y luna eclipsados por turno y simultáneamente. Juntos hacían una sombra para los dos y algo más...

1990



  —111→  

ArribaAbajoLa carcajada


Estaban por venir las aguas;
el señor incestuoso oró, cantó, danzó;
ya vinieron las aguas, sin que el señor
incestuoso hubiera alcanzado la perfección.


Creencia mbya                


En Yabebyry hasta hoy recuerdan a Noé Buenaventura sobre todo cuando llueve y crece el Paraná. Había llegado al pueblo una siesta de más calor, sin despertar curiosidad en nadie. Se aprovisionó en un almacén, como para ir a una guerra, llevando comidas enlatadas y varias herramientas de carpintería. Le comentó al almacenero que se instalaría en Yvypuâ, único cerro de la zona ubicado a pocos kilómetros del río Paraná, y que volvería periódicamente para aprovisionarse, canjeando pieles salvajes por alimentos y otras necesidades.

Le dijo al almacenero que se llamaba Buenaventura, sin que le haya preguntado, y que vino con la misión de salvar al pueblo de la Gran Lluvia que vendría, inexorablemente, a lavar las suciedades del mal. El dueño de la tienda se presentó como Nazario Reyes y prefirió referirse a la posibilidad de comprarle pieles, dejando de lado su desconcertante misión. Optó por pensar que si el forastero supiera que Yabebyry estaba   —112→   sufriendo la sequía más larga y cruel de su historia, perdiendo por esa causa todos los productos de su agricultura y algunas cabezas de su ganadería. Reyes se mantuvo prudente y Buenaventura partió al cerro, cargado como una mula con bolsas y bolsas.

El pueblo parecía no haberse enterado de que un extraño iba cruzando camino a Ybypuâ y que pronto sería el comentario infaltable de todos. Cuando se encontró delante de la iglesia, bajó sus pesados bultos, se persignó y juramentó algo referido a la Gran Lluvia que mencionara al almacenero. Siguió caminando con el sol a plomo y se detuvo delante de la comisaría, a pocos metros del centinela. Echó maldiciones a diestra y siniestra contra el gobierno: que no da de comer al hambriento y de beber al sediento, pero el soldadito creyó que se trataba de un borracho o loco más que pasaba por Yabebyry. Muy pronto ya estaba en la plaza mayor, rodeado de unos carreteros que hacían su siesta en la sombra de los frondosos cipreses, después de haber colocado sus frutos en manos de los acopiadores, explicando su misión e invitando a prepararse para cuando llegue el momento de zarpar.

La gente que, sin querer le escuchó, no pudo entender nada, no sabía si hablaba en serio o deliraba sencillamente en voz alta, después de unos tragos o por el efecto del calor infernal que azotaba enero. Pero Buenaventura dejó a su paso una polvareda de chimentos. Alguien echó a rodar que pasó por Yabebyry, mientras todos dormían su sagrada siesta, el anunciador de las lluvias y que habló con muchas personas que podrían atestiguar. Al rato ya estaban interrogando a Nazario Reyes y a los carreteros que ya marchaban a sus respectivas chacras. Quedaron un poco desanimados al saber que sólo había hablado de una gran lluvia que inundaría todo el pueblo, para limpiar todos los pecados y no para regar, precisamente.

Cuando la gente se estaba olvidando de Buenaventura, bajó del cerro con bolsas llenas de pieles de lagartos, venados y onzas, y las canjeó con Nazario Reyes por comestibles y una larga lista de materiales para construir una suerte de balsa o barco pequeño, según explicó detalladamente en el almacén de ramos generales. Reyes siguió aumentando   —113→   su sospecha de que Buenaventura estaba totalmente fuera de sus cabales, aunque en ningún momento dejó de ser coherente con lo dicho y lo comprado para el descabellado proyecto.

Pasó un tiempo y ya se comentaba en el pueblo que un viejo barbudo, aparentemente loco, vivía en la punta de Yvypuâ y que construía algo raro de madera. Grande como una casa pero sin tener forma definida todavía. El maderamen utilizado contrastaba con el precario rancho de empalizadas y hojas de palma. Buenaventura de sol a sol talaba árboles y labraba para convertirlos en tirantes y tablones. Solamente interrumpía su labor a la hora que debía revisar sus trampas, para retirar sus presas que le proveían de carne para secar y pieles para el trueque.

En Yabebyry caía una hoja y se convertía en la novedad del día, la figura de Buenaventura trastocó totalmente la normalidad y la modorra pueblerina. Sus casas coloniales, con alargadas galerías, se vieron pobladas de comadres y amigos conversando sin parar sobre la amenaza de la Gran Lluvia de Buenaventura. Para más miedo y confusión, «el loco de Yvypuâ» se pasaba los días construyendo apuradamente un barco para salvarse y también para los que se preparen espiritualmente, según prometió. La gente ensayó apodarlo de muchas formas: «el viejo del fin del mundo», «el marinero loco», «el fantasma del cerro», entre otras; pero el cura del pueblo, después de visitarlo y tratar de persuadirlo de que dejara el cerro y la construcción de la balsa, lo apodó «Noé» y desde entonces se lo conoce como Noé Buenaventura, una versión propia de aquel legendario personaje de la Biblia.

El rancho de Noé Buenaventura se convirtió rápidamente en un lugar de peregrinación para los curiosos y burlones. Bajaban casi todos riéndose de la ocurrencia e ingenuidad de Buenaventura. Él seguía lentamente construyendo su barco y parecía estar cada vez más seguro de que podría salvarse de la Gran Lluvia. En pocos días más, vino la tan esperada lluvia y se cortó la sequía que tanto le preocupaba a la gente y hacía que le prestaran más atención a Buenaventura. Volvió el optimismo en Yabebyry y los sembradíos recuperaron su verdor. Los   —114→   agricultores nuevamente retomaron su azada y plantaron confiados en el futuro, a pesar del negro augurio anunciado para el pueblo por el «loco de Yvypuâ».

Cuando bajaba al pueblo Buenaventura caminaba apurado hacia la tienda de Reyes, permutaba sus pieles y retiraba a cambio clavos de distintas pulgadas, piolas de varios grosores, alambres y algo para comer. Salía del almacén tan repleto de cosas, ¡como para no llamar la atención!, y comenzaba a hablar con el primero que se le cruzaba. Se santiguaba al pasar por la iglesia, sin atinar nunca a entrar, maldecía siempre al gobierno como responsable de todos los males al detenerse frente a la comisaría y sermoneaba en la plaza amenazando con la Gran Lluvia, la gente se reía y cada vez le prestaba menos atención. Con el tiempo, la figura de Noé Buenaventura pasó a formar parte de Yabebyry, ya sea caminando por sus calles o instalado en la altura de Yvypuâ.

Pasaron los años y la gente dejó de ir al cerro, perdió interés al no producirse nada raro en el pueblo y la lluvia caía regular y mansamente. Yabebyry entretenido en la lucha política, orquestada por el gobierno central y no dejando organizarse ni mínimamente a la oposición. Un sinfín de delaciones y apresamientos injustificados, remoción de autoridades y campañas electorales a muerte. Mientras, Noé Buenaventura ultimaba los detalles de su rudimentario barco, ampliando un sector para los animales que integrarían el salvataje.

Habían pasado más de veinte años de la llegada a Yabebyry de Buenaventura y más de cinco, de haber terminado el barco. Nadie sabía nada más de él y, últimamente las veces que bajaba al pueblo había dejado de predicar sobre la lluvia, ya que sólo era motivo de risas para todo el mundo. Parecía que él mismo había perdido el habla de vivir tan solo y alejado de la gente. Le habían crecido unas largas y canosas barba y melena. Su aspecto había envejecido mucho más de lo que podía tener en edad. La mayoría de los que fueron a compadecerlo en Ybypuâ ya murieron y otros tanto de los que no, también.

Hasta que llegó un tiempo que empezó a crecer el río, debido a la intensa lluvia en su naciente, y sin llover siquiera. Crecía de una forma   —115→   no vista nunca, pronto comenzó a desbordarse y cubrir los alrededores. Para empeorar, también empezó a llover en Yabebyry y no paró hasta llegar al cerro donde aguardaba Noé Buenaventura, desde hacía muchos años con su barco. Y botó su embarcación, cargada de muchos animales y él al timón. Dirigió su barco a Yabebyry y encontró al pueblo prácticamente hundido, mucha gente sobre el techo esperando la muerte, sin ninguna esperanza de salvación. Noé Buenaventura se acercó al tejado de Nazario Reyes y le alzó con su familia. Navegó siguiendo el mismo itinerario que hacía antes al salir del almacén. Al pasar por la iglesia que se veía solamente el campanario y la santa cruz, se santiguó y comenzó a reírse a carcajada en la cara de cada uno de los que le pedían socorro para subir al barco. Solamente recogió a los niños y los animalitos domésticos. Al pedido de auxilio del comisario que estaba sobre el techo dando órdenes, al intendente que seguía prometiendo oro y moro sobre la torre del Palacete Municipal, como si estuviera en plena campaña electoral y el cura rezando al compás de un redoble fúnebre en el campanario, Noé Buenaventura respondió con una interminable carcajada su venganza y felicidad, antes de orientar su destartalada embarcación hacia el caudal del río.

1990



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ArribaAbajo Postales del cielo

En memoria de mis abuelas Ángela y Lucía, de quienes aprendí lo poco que sé del cielo y el arte de contar.

La infancia es un territorio muy visitado por los sentimentales, pero poco explorado y más lejos aún de ser conquistado. Sin embargo, estamos los que creemos sentirnos en condiciones de aterrizarlo y describir su mundo de recuerdos y vivencias irrecuperables. El tiempo indolente nos fue arrastrando hacia un horizonte extraño y lejano que es la edad adulta. Nadie se arrepiente de haber crecido ni haber dejado atrás el sueño infantil, pero ¡qué hermoso hubiera sido que el mundo conservase su corazón y su memoria de niño!

El campesino tiene una infancia todavía más inexplorada y casi inexplorable. Pero yo recuerdo que pasé mi infancia de la mano de mis abuelas, aprendiendo todo cuanto hiciera falta para sobrevivir en un ámbito lleno de irracionalidades. Yo aprendí una oración para cada circunstancia o peligro. Especialmente, la de San Antonio, San Jorge, Santa Librada, San Onofre y otros. Jamás me preocupé por lo que podría sucederme, estaba seguro y armado de mis oraciones. Antes de cumplir   —118→   los diez años, ya andaba -a lomo de mi caballo «Malacara»- por las selvas trabajando y luchando por la subsistencia. Para mí era tan normal escuchar a mi lado el rugido de tigres o pumas. Total estaba seguro con la oración de mi santo-abogado. Montado en mi caballo me sentía por encima de los peligros y lejos de los miedos infantiles.

Mis abuelas me enseñaron también a hablar con los duendes de la siesta y genios de la noche. Debía simplemente conocer sus costumbres y amigarme con ellos. Al Jasyjateré, el más importante duende de la siesta guaraní, por ejemplo, no debía nunca imitar su conmovedor silbido que es su forma de hablar, pero sí pedirle o recomendarle el cuidado de mi rebaño, sembradío o animales predilectos. En cambio, el Pombero, el mayor genio de la noche, merodeaba la casa en busca de cigarros y huevos. Era invisible para la gente, pero dejaba oír, a veces, un espeluznante chiflido en señal de algún disgusto. Uno debía buscar la forma de satisfacer su enojo, si no podía pasar molestando toda la noche a las gallinas o matar a algunas de ellas.

Recuerdo una noche, estando con mi abuela Lucía alrededor del fuego, escuchamos que el vecino estaba descargando toda la pistola por alguien. Fuimos a ver que pasaba, el vecino, una autoridad del pueblo que portaba libremente una pistola en su cintura, al escuchar el aterrador graznido del Pombero, disparó a ciegas hacia el lugar de donde provenía el ruido. Mi abuela, muy molesta y preocupada, le recomendó al vecino que pidiera disculpas al Pombero y que le prometiera cigarros o miel todas las noches. El vecino, altanero como siempre, se rió de gusto de mi abuela y volvimos a casa. Al rato, otro ruido espantoso escuchamos, pero esta vez parecía una pelea de perros. Nos aproximamos a la cerca que dividía nuestra casa de la del vecino, con una linterna de cuatro pilas, alumbramos a los perros y vimos, con gran sorpresa, que el perro del vecino estaba peleando solo o con alguien invisible. En eso llegaba también el vecino y le dijo mi abuela que viera, con sus propios ojos, lo que hizo al «señor de la noche», Karaí Pyharé. Le pidió que nunca volviera a desafiar al Pombero, que esta vez por suerte se agarró con su perro pero la próxima, puede que tome represalia con   —119→   sus hijas, embarazándolas o raptándolas. El perro seguía peleando a muerte, revolcándose, subiéndose sobre el enemigo invisible o éste sobre el perro que parecía a punto de entregarse. Pasó el tiempo y el perro quedó tirado en el suelo, totalmente exhausto y tiritando de cansancio y agonía. No le dejó ninguna herida, rasguño o mordedura. Siempre supe que el perro era el único animal que podía ver al Pombero y demás duendes y genios. Con la muerte del perro del vecino, el pueblo extremó el cuidado para mantener buenas relaciones con Karaí Pyharé. Yo estaba tranquilo porque nunca le hice faltar un buen cigarro y el mejor huevo del gallinero.

Cuántas vivencias inexplicables compartí con mis abuelas. Una noche con una de ellas, Ángela, estábamos como siempre observando el cielo estrellado, jugando a «quién ve primero un satélite», se nos apareció en el horizonte, parecía bastante cerca, un disco de luces que cambiaba su color en forma intermitente. Duraba en el cielo lo que dura al pasar una estrella fugaz. Pudimos observar toda la familia, durante una semana, éste hermoso fenómeno que nos hizo olvidar los escasos y esporádicos satélites, que atravesaban todas las noches el cielo de nuestro pueblo. Nunca nadie supo qué fueron esas coloridas luces y ninguna radio lo mencionó en aquel entonces. Pero cuando vine a la ciudad conocí las luces sicodélicas que usaban los cantantes en su actuación o en los locales bailables en su iluminación. Lo que habíamos visto era algo así como una pantalla circular gigante, aun para la dimensión del horizonte, que aparecía de repente sin otra luz que la de la luna y ofrecía, a nuestros ojos habituados a mirar el cielo en blanco y negro, un abanico de colores intensos y puros.

Luego enfermó la otra abuela, Lucía, y la llevaron al hospital más cercano a mi pueblo, a 2 leguas. Vino la terrible noticia de que la abuela Lucía murió. Había sido que le tomó un derrame cerebral y no pudo soportar. Ese día que murió estaba lloviendo con todo, cuando la traían por la ruta de tierra, la camioneta quedó atrapada en un lodazal. Tuvieron que traer una yunta de bueyes para poder sacarla, después de varias horas. Nosotros en casa, habíamos preparado la mesa para   —120→   velarla y recogimos algunas flores de jazmín. Cuando anochecía, y sin parar un instante la lluvia, llegó la camioneta, después de seis horas de haber fallecido mi abuela. Y alguien gritó: «Volvió a respirar, saquen la mesa, preparen una cama». No podíamos creer, abuela Lucía seguía viva y tal vez para curarse pronto nuevamente. Aquí también la oración cumplió plenamente su misión, la misma abuela en cuestión me había enseñado que nada era imposible para la fe.

Igualmente, abuela Lucía permaneció varios días agonizando y con escasa perspectiva de vida. Pero luego mejoró y se recuperó parcialmente, ya que quedó hemipléjica y tirada para siempre en la cama. Se lamentaba, después, por no poder hacer nada por los nietos, ella se desvivía por nosotros: aseándonos, juntando en su capacho astillas, vidrios rotos, espinas y todo lo que pueda dañarnos en el patio o en el campo comunal. Dejó de esquilar las ovejas y tejer frazadas, jergas y ponchillos. Solamente le quedó intacta su memoria y sus recuerdos formidables del más acá y allá.

Abuela Lucía recordaba alternativamente los hechos, los sucedidos antes de su enfermedad y los otros, durante y después de su derrame cerebral. Decía que apenas murió quedó sobrevolando su cuerpo. Pudo observar a los que le lloraban y no podía comunicarse con ellos, para avisarles que ella estaba en paz y feliz. Un invisible vidrio divide a los muertos de los vivos, decía abuela y parecía no alcanzarles las palabras para explicar lo que vivió cuando murió varias horas. Dijo que veía todo lo que ocurría sin sonido y sin percepción de ningún sentido. Pronto se encontró corriendo sobre un campo de flores blancas, como lirios o jazmines, pero sin pisar tierra o cielo. Predominaba en los paisajes el blanco en todos sus matices, como el color tiza del horizonte, el color nieve del campo infinito, el color nube de las almas recién llegadas y el color humo del suave viento celestial. Nunca pudo saber quién le mandó de vuelta a su cuerpo, si Dios o alguien de su confianza, que la devolvió al frío cadáver que aguardaba en la camioneta varada en el barro. No quería recordar el momento en que se reincorporó a la vida y sentir la parálisis en la mitad de su abandonado cuerpo. Sentía, allende la   —121→   muerte, que nada le faltaba y que hasta un pensamiento le pesaba para el vuelo constante que hacía sin saber a dónde. Algo le atraía hacia atrás y eran sus restos que no se resignaban a convertirse en cáscaras inservibles.

Así narraba abuela Lucía al círculo de nietos que se formaba alrededor de su cama, a la noche antes de dormir. Pasó el tiempo, como dos años, y ella se curó un día. Movía todo el cuerpo y podía prácticamente caminar, para la sorpresa de todos. Pero no era otra cosa que su ansia de muerte. Al otro día, temprano, fallecía abuela Lucía definitivamente. Me quedé, entonces, con una sola abuela, Ángela. Ella andaba lo más bien varios años, hasta que una noche, mientras buscábamos satélites, nos dijo que veía que el cielo se estaba incendiando y que caía llamas por todo el mundo. Nos quedamos mirando entre todos y ella se fue a dormir. Al otro día vio a Jesús que le llamaba a pocos metros, vestido de túnica blanca y su corona de espinas florecidas. A veces salía corriendo porque sentía que le tiraban tierra como enterrándola. Otras, veía una cruz negra que atravesaba el horizonte o que se apagaba el sol como un candil sin aceite.

Así pasó abuela Ángela como seis meses sin dormir ni descansar. El médico diagnosticó «esclerosis múltiple» y una tía aseveró que fue consecuencia de una mordedura de gato, que la abuela sufrió de joven. Nadie pudo hacer nada, ella también murió una madrugada, después de una semana de agonía. Habrá visto, entonces, a Jesús que le llamaba, una cruz negra enorme cubriendo todo el horizonte, la tierra cayendo ruidosamente sobre su féretro y el sol extinguido como un seco candil.

Abuela Lucía me contó el mundo visto desde el cielo o la muerte. Abuela Ángela, en cambio me enseñó la muerte desde la vida, con su esclerótica imaginación o reveladora visión. Nadie sabrá nada a ciencia cierta sobre el más allá, pero que la infancia es una geografía inagotable no cabe duda.

1991



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ArribaAbajoEl tren sin horario


Conozco el tren
desvencijado y lento.
En el mismo tren,
el mismo que no cesa
de trajinar sufriendo.


J. M. Gómez Sanjurjo                


En las capueras el amanecer comenzaba con el grillo que taladraba la oscuridad. Le seguía el gallo que borraba con su aliento los bordes de la noche. Después los pajaritos se encargaban de repartir trinos como si fueran despertadores. Luego la luz del día hacía su entrada como una reina que expulsaba el sol cada mañana.

El primero en levantarse fue don Odilón. Prendió el fuego y enganchó la pava del mate para calentar el agua. También encendió el lampión y lo colocó sobre una repisa improvisada por el horcón. Miró la cumbre del cerro Hovy y vio que el sol recién pintaba de rojo. Pensó que era muy temprano pero igualmente llamó a su esposa para que se levante.

-Ninfa, che ama, arriba, el viaje este día hina -dijo como advirtiendo en su castellano guaranizado.

  —124→  

Siguió don Odilón en la cocina dando vueltas, preparando el mate y acomodando unas bolsas bien cargadas y fardos de tabaco. Son productos que habitualmente mandaba a la ciudad por tren y recibía a cambio herramientas y alimentos. Aunque siempre acompañó a sus productos, ésta vez lo haría su esposa en compañía de su hijo y una ahijada que iba en busca de conchabo.

-Néike, Boní, hay que atar los bueyes -le dijo a su hijo para que prepare la carreta, que debía transportar a ellos y llevar los productos a la estación del pueblo.

Bonifacio se levantó y avisó a Elcira que dormía a su lado, en otro catre, para que le ayude en los preparativos. Don Odilón comenzó a cebar el mate y daba instrucciones a su esposa sobre la ciudad. Le explicaba qué debía hacer al llegar a Asunción, a dónde debía hospedarse, cómo llegar al acopiador de frutos del país, cómo viajar en los micros de la capital, qué comprar, qué traer y qué decir a fulano y mengano. Además, adónde llevar a Elcira para poder trabajar y así ayudar a su familia, que se quedará en Tuna y esperará todo de ella. Boní que no se vaya solo a ningún lado porque le podrían tomar para el Servicio Militar, aunque tenga recién trece años, no debía descuidarse.

Bonifacio seguía en la pieza y entreabrió la cortina, que hacía de puerta del único dormitorio que compartía toda la familia, para cerciorarse de que sus padres estaban entretenidos con el mate, caminó a tientas en la oscuridad, encontró el catre de Elcira y se le tiró encima.

-Qué te pasa, Boní -le preguntó un poco sorprendida.

-Me pasa algo, Elci, quiero hacer contigo lo que vimos la otra vez en el arroyo.

Una siesta que llevaban bueyes al abrevadero, encontraron a una vecina, que iba siempre a lavar ropas, revolcada con un hombre en la barranca y retorciéndose como dos víboras apareadas.

-Ya no puedo, Boní, hoy viajamos -contestó Elcira, pero el otro no escuchó nada y se metió bajo la sábana.

El viaje no fue obstáculo para imitar de buena forma lo que vieron en el arroyo. Elcira saltó de la cama y se rebuscó para aparecer por el   —125→   patio a los padrinos, que seguían alrededor del fogón sorbiendo mate. Bonifacio salió hacía el naranjal en busca de los bueyes y notó que ya casi del todo había aclarado el día. Sintió un gran alivio en su cuerpo y una pena inmensa en el alma, por la inminente partida de Elcira. Aunque le iba a acompañar, pensó que no podría fácilmente olvidarla después de un año de compartir juegos y juegos.

Don Odilón ordenó a las mujeres que se encargaran de las valijas y avíos para el viaje. Que él con Bonifacio se iban a ocupar de preparar la carreta y cargar las bolsas y fardos.

Pronto estaba todo listo y dejaron Tuna para dirigirse a la estación de Avaí, a 3 leguas. Debían llegar para las 3 de la tarde como mucho, ya que el tren salía a las 5. Salieron al mismo tiempo con el sol, hicieron un camino tortuoso y largas empalizadas casi infranqueables. Bonifacio picaneaba los bueyes y venía alentando durante todo el camino a los animales. «Vamos, Tigre, ya llegamos», le decía a su buey barcino. «Néike, Manso, adelante», al otro buey negro que hacía la yunta. Don Odilón iba de puntero tirando con su mula, eligiendo los mejores sectores el barroso camino.

Llegaron a horario a la estación. Se ubicaron en el andén, después de sacar los boletos de segunda clase. Mucha gente aguardaba la salida del tren. Se veía de todo. Ya estaban cargando en los vagones los bultos despachados. Alzaban jaulones de chanchos, gallinas, cabras, ovejas, patos, guineas, marruecos, carpinchos, venados y hasta yacarés. Sin contar las bolsas y bolsas de productos agrícolas, fardos y fardos de tabaco y caña dulce.

A todo esto, el legendario tren que cubría el itinerario de San Salvador-Avaí había comenzado su maniobra desde la mañana; haciendo cambio de dirección, primero, tomó agua varias horas, luego la carga de rajas y por último el calentamiento de la máquina. Hacían pitar cada hora al tren hasta salir y los maquinistas revisaban todos los detalles antes de emprender viaje.

El telegrafista descifraba sin parar el campanilleo del sistema Morse, Bonifacio observaba boquiabierto tan misteriosa comunicación.   —126→   Le llamó a Elcira y le hizo una broma de cómo debía escribirle desde Asunción, si es que no le olvidaba pronto. Elcira sonrió sin ganas y pareció que le dejó triste la idea. Don Odilón estaba terminando de aconsejar a doña Ninfa, haciendo gestos al por mayor y jugando con su rebenque. La gente murmuraba por doquier en la estación. Unos se despedían. Otros bromeaban con sus familiares que vinieron a despedirlos. Algunos se abrazaban. Varios lloraban en silencio. Nadie estaba indiferente, aún más cuando faltaba menos para la hora de salida. Alguien comentó, en voz alta e irónicamente, «nuestro tren tiene horario de salida pero no de llegada. Eso sí, de llegar llega seguro. Lo que no se sabe cuándo. Pensar que el Paraguay tuvo el primer ferrocarril en sudamérica, ahora tiene el último», agregó.

Cuando ya parecía eterna la espera, el jefe de estación hizo sonar la campanita y el tren pitó varias veces. La máquina aspiró dificultosamente y comenzó a moverse con lentitud. Doña Ninfa, Elcira y Bonifacio no terminaban de despedirse de don Odilón, que había seguido al tren hasta que agarró velocidad, apenas más rápido que el paso de un hombre. El tren iba meneándose de un lado a otro y entraban por las ventanillas restos de brasas que iba esputando con su trabajoso trajinar.

Bonifacio se acomodó en un asiento al lado de Elcira e iban mirando por la ventanilla sin hablar. Doña Ninfa se sentó con una señora de Avaí que era su conocida, tres asientos más adelante. Pasó el guarda y pidió que los bultos se sacaran del pasillo. Bonifacio no podía sacar de la mente los rostros desconsolados de la gente que había quedado en la estación, entre ellos el de su papá que parecía despedirse para siempre y no por un tiempo. Elcira prefería lagrimear en silencio y morder los labios para no delatarse de que estaba llorando.

El tren avanzaba como un torpe ciempiés y parecía asfixiarse de tanto en tanto, sobre todo en las arribadas. Traqueteaba con admirable esfuerzo y se desplazaba con exagerada parsimonia. La gente en cada asiento encontraba motivo para entretenerse: unos jugaban a las cartas, otros tomaban mate, algunos comenzaban a comer su provista,   —127→   varios contaban casos o sucedidos, el resto se conformaba con mirar el paisaje que lentamente iba dejando atrás el mentado convoy.

El invierno se hizo notar al caer el sol más tempranamente de lo habitual, con un trasfondo de amenazo de llovizna o torrencial lluvia. Cayó un viento que hamacaba a los árboles más altos y el tren se agitaba respiratoriamente en su marcha. El humo que despedía lo iba esparciendo el fuerte viento que arreciaba en el lugar. Bonifacio comentó con Elcira que gracias a don Odilón habían traído el poncho y que iba a ser de mucha utilidad para el frío. Doña Ninfa hablaba, entre mate y mate, con la compañera de asiento de cuanto tema iba surgiendo.

Comenzaba a oscurecer y recién habían pasado una estación (Pindoyú) y se aproximaban a la segunda, ubicada a 20 km (Tacuara). Cuando llegó la noche, vino el guarda y colocó varios faroles para alumbrar. Bonifacio aprovechó la luz y miró el techo del vagón que tenía varios focos, y los encontró que todos estaban llenos de agua, que se movía el contenido en ellos al ritmo del traqueteo del tren. En eso comenzó a relampaguear y a tronar como para caer el cielo. No se podía evitar de mirar el relámpago, ya que traspasaban los fogonazos el vidrio de las ventanillas. Cuando llegaron a la segunda estación, comenzaron a caer las primeras gotas y algunos rayos. El tren enseguida prosiguió su fastidioso itinerario y la lluvia volvió a parar. Pero el frío no daba tregua, entonces Bonifacio sacó el poncho de lana y extendió sobre Elcira, que estaba acurrucada hacia la ventanilla. Se quedaron los dos bajo la misma manta, ambos se arrimaron para abrigarse mutuamente. Bonifacio buscó la mano de Elcira y la encontró fría. La frotó un rato y luego prefirió buscar las piernas. Las ubicó bien apretadas entre sí y trató de introducir entre ellas su mano como una cuña. Elcira se hizo la dormida y dejó que Bonifacio recorriera su cuerpo con la mano necesitada de calor.

El tren en varios tramos, de pronunciadas pendientes, no podía seguir con su fuerza y retrocedía entonces con todos sus vagones. Juntaba vapor y brasas, y volvía a atropellar las arribadas para dejarse llevar, luego, pesadamente por la bajada.

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Cuando se dieron cuenta ya estaban en la tercera estación (Fasardi o km 37) y volvieron los relámpagos y truenos esporádicamente. A poco de abandonar esta estación volvió la lluvia con su inclemencia, ahora en forma copiosa y abrumadora. Para la sorpresa de algunos, entre ellos, Bonifacio y Elcira, comenzó a gotear y chorrear en el vagón. Los pasajeros, con toda naturalidad, quitaron sus paraguas y se colocaron sobre la cabeza. Doña Ninfa se cubrió la cabeza con un piloto que le facilitó la compañera de asiento. Bonifacio no sabía qué hacer, empezaba a mojarse y no tenían con qué cubrirse. Se pusieron el poncho sobre la cabeza pero pronto tuvieron que desecharlo porque se había mojado totalmente. Se levantaron del asiento y no encontraban un lugar en el vagón dónde no goteara. Pasó el guarda también con un paraguas y un perramus de plástico. Bonifacio se empapó como también Elcira, no sabían ya dónde ubicarse de la lluvia que llegaba a todas partes, dentro del vagón. Así pasaron un rato largo, la mayoría de los pasajeros viajaban en tren y con paraguas, hasta que escampó y llegaron a la cuarta estación (Charãrã). La madrugada había avanzado, Bonifacio y Elcira viajaban mojados hasta los huesos. Trataban de abrigarse con algunas sábanas de doña Ninfa pero el frío estaba en la ropa mojada y no en el vagón.

Después de un agotador trayecto llegaron al final del ramal, San Salvador, 63 km de Avaí, realizado en casi 12 horas continuas. Bonifacio y Elcira lo primero que hicieron al llegar a la estación, donde debían esperar el trasbordo que venía de Encarnación rumbo a Asunción, se cambiaron de ropa y se abrigaron con todo lo que tenían a mano, para contrarrestar la mojadura. Debían aguardar varias horas para hacer la combinación y viajar hacia Villarrica y Asunción. Pero la terrible novedad fue que, como llegaron muy atrasados, el tren de trasbordo ya había pasado 4 horas antes. Tuvieron que esperar tres días y tres noches hasta que retornara de Asunción a Encarnación, y de Encarnación hasta la estación donde estaban ellos.

San Salvador siempre fue famosa como estación, ya que la gente pasaba a veces varios días esperando el trasbordo, aunque fuera internacional,   —129→   también se atrasaba habitualmente. El tren de Avaí había llegado a la 4:30 de la madrugada, debían esperar los pasajeros el tiempo necesario hasta que volviera el tren. Para entretenerse, alguna gente se acomodaba para cenar y otra, se disponía a jugar al chinchón o escuchar música con los arpistas de San Salvador, que se acercaban a actuar para los pasajeros, a cambio de algunas propinas o simples gastos de caña o cerveza. Para los desprevenidos en San Salvador, vendían como gallinas negras (ryguasú kambá) los memorables cuervos (yryvú).

Bonifacio y Elcira también se acomodaron en un rincón bajo una frazada, prestada por doña Ninfa de su compañera de viaje. Bonifacio rápido recobró su temperatura normal y se arrimó a Elcira en señal de querer recordar lo sucedido en el arroyo. Elcira se corrió de Bonifacio y se topó con la pared. Bonifacio siguió con su proyecto y pronto Elcira se dejó, una vez más, representar la escena de la lavandera en el abrevadero. Nadie se dio cuenta de que ellos, más que frío, tenían ganas de emular lo que vieron una siesta como dos niños traviesos que eran.

En la estación había innumerables braseros y en sus alrededores, los resignados pasajeros que deliraban por abordar el tren con rumbo a Villarica o Asunción. Transcurría la madrugada y la gente se divertía a pesar del frío. El arpa dejaba escapar la melodía quejosa del «Reservista purahéi» y una polca vibrante como «Llegada». Otro vociferaba ofreciendo chipas en todas sus variedades, pastelitos, lambreados, mbejú, cavuré y chicharrones. La gente esperaba mucho tiempo en San Salvador pero no pasaba mal, cada uno elegía como matar sus ratos.

Otros prefirieron caminar hasta Villarrica por vía férrea, antes de vararse por varios días aguardando el bendito trasbordo. Pero la mayoría no podía abandonar sus encomiendas y perderse el pasaje hasta Asunción. No quedaba otra cosa que esperar y esperar, con la mayor paciencia y resignación.

Los únicos que salieron beneficiados fueron Bonifacio y Elcira que lograron pasar juntos los últimos tres días. Llegaba la noche y doña Ninfa le sugería a su hijo descansar al lado de Elcira.

  —130→  

-Boní, m'hijito, descansá ahí con Elci que es como tu hermana.

-Bueno, mamá, si no tengo otro lugar no importa -decía Bonifacio todo compungido.

Esta situación se repitió durante tres noches en San Salvador, hasta que una mañana vino llegando el tren de Encarnación y pudieron al fin tomar el trasbordo. Este tren era mucho mejor y llevaba otra velocidad, superior al que vino de Avaí. Rápidamente llegaron a Villarrica y muchos de los pasajeros descendieron en esta ciudad. El resto siguió viaje hacia Asunción, aunque algunos bajaron también antes como en Sapucái, Areguá y Luque.

Tardaron como 8 horas más para llegar a Asunción, a 200 km de San Salvador; después de descarrilarse dos veces y tomar agua como una hora en Sapucái. Al llegar a Asunción doña Ninfa retiró sus bolsas de soja, maíz y fardos de tabaco, se dirigió al acopiador de productos agrícolas. Pudo vender su mercadería sin inconveniente y luego recorrió la ciudad haciendo compras. Bonifacio se quejaba de sus zapatos que le sacaban ampollas, ya que no estaba acostumbrado a calzar tanto tiempo y para peor, caminando con bultos a cuestas. Tuvo que sacárselos pronto y andar por la ciudad como si fuera en su chacra, descalzo sobre el asfalto.

Doña Ninfa se dirigió por último, antes de hospedarse en una pensión recomendada por don Odilón, a la casa de herramientas agrícolas y ferretería general. Se presentó, al dueño del comercio, como esposa de don Odilón y explicó el motivo de su visita.

-Aquí le traje, señor Arellano, a mi ahijada Elcira para su servicio -ofreció doña Ninfa como si fuera un producto más de su cosecha.

-Muy agradecido, señora, así me había prometido don Odilón y así lo cumplió -contestó muy contento mientras observaba de reojo la flaca figura de Elcira.

Bonifacio asistía a la conversación como distraído y mirando de vez en cuando a Elcira, que parecía muy acongojada por no tener otra alternativa que quedarse en manos de un señor extraño.

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-Aunque no parece, señor Arellano, pero Elcira ya cumplió los 15 -añadió finalmente doña Ninfa y dio por terminada la presentación de su ahijada.

Se despidieron pero antes le pidió a Elcira que no se olvidara del Tuna y su familia. Bonifacio sólo tragó en la garganta algo duro, miró por última vez a Elcira y se refugió en un doloroso silencio.

1992



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ArribaMorir después


Y de golpe comprendo
que mi patria
[...]
se ha vuelto este pedazo de sombra...


R. Bareiro Saguier                


Desde el levantamiento de Concepción, durante la revolución del 47, Lázaro Rivas se puso al frente de una montonera que apoyaba incondicionalmente a los rebeldes, en su lucha contra la dictadura moriniguista. El Paraguay estaba ocupado por el enfrentamiento total entre dos bandos que pugnaban, ciudad por ciudad, pueblo por pueblo, valle por valle y selva por selva, por conservar el poder los gubernistas y por derrocarlos del mismo los insurrectos.

Lázaro Rivas no tardó en contar con mil quinientos hombres para lo que mande la revolución, pero los jefes de Concepción se entretenían, a pocos metros del Palacio de Gobierno, no pudiendo acordar la toma definitiva de Asunción. En el ínterin, las fuerzas oficialistas enviadas por Morínigo sobre Concepción, engañadas y evitadas por los rebeldes, ya estaban regresando a la capital y, sin proponerse siquiera, estaban encerrando a los sublevados y poniendo a tiro para la marina que   —134→   estrenaba sus ametralladoras automáticas, que hizo, llegar Perón a la dictadura en sus guardacostas King y Murature.

Lázaro Rivas entraba y salía de cualquier ciudad o pueblo sin encontrar resistencia alguna; ya que su fuerza era muy superior a todos los caudillos que apoyaban al gobierno. No obstante, Rivas llevaba adelante una disciplina ejemplar dentro de su tropa, conformada por hombres de todas las edades, cansados de los atropellos de Morínigo y sus criminales secuaces. Jamás permitía que sus hombres abusaran de nadie en una toma de pueblos o ciudades, en ocasiones de aprovisionarse de las grandes tiendas y acopiadores del país. Las mujeres debían estar a salvo de cualquier ofensa a su pudor, por más que sean novias o esposas de los colorados que se fugaban al ver entrar a las fuerzas revolucionarias. Así también a los niños había que tratarlos de la mejor manera posible, sin que se espanten de los tiros y forcejeos que se producían habitualmente, cuando los rebeldes ingresaban a un pueblo. Y si alguien violaba estas reglas fundamentales, era encarcelado por el Tribunal del Pueblo o pasado por las armas, en algunos casos.

No era costumbre de los rebeldes respetar a la familia de sus enemigos, sino vengarse cruelmente o tomar represalias en forma salvaje. Saqueando las casas o haciendas, violando a todas las mujeres, raptando niños y quemando ranchos y comercios. Así la cadena de venganzas no tenía fin, cada bando por turno se saciaba el odio y el bajo instinto en la humanidad de los inocentes. Había ciudades y pueblos que sufrían de día el asedio de los oficialistas, acusados de colaborar con la insurrección, y de noche, tildados de delatar a los rebeldes, avasallados por algunas montoneras rabiosas y necesitadas de víveres y apoyo popular.

Lázaro Rivas era un comandante de montonera excepcional, tenía conducta y honor para luchar contra la dictadura asesina: era temible para sus enemigos y adorado por la gente de los pueblos, por su generosidad a la hora de repartir provisiones y bondad, al momento de aplicar justicia a todos: seguidores, enemigos y pobladores. Rivas y su tropa tomaban Caazapá, Iturbe, Yuty y otros pueblos cada vez que   —135→   querían y ponían, en todas las ocasiones, a disposición de la Junta del Gobierno Provisional Revolucionario, establecido el 3 de abril de 1947, en Concepción. Pero los jefes rebeldes querían llegar primero a Asunción y después coordinar los focos sublevados en el interior del país. Cada región tenía su montonera aliada de la revolución, pero cada una sin relación con las otras de la misma tendencia y surgidas todas bajo la misma causa de Concepción.

Lázaro Rivas gozaba de gran prestigio en la zona, por su coraje al vencer a la fuerza militar de la dictadura y autoridad moral, por defender la libertad y los derechos de los campesinos oprimidos por Morínigo. Era tan bien considerado por los pobladores de la región que lo apodaron comandante «niño» Rivas, por su especial sensibilidad hacia los niños y los más débiles. Aunque, a veces, burlado por sus propios seguidores por perdonar a sus enemigos y adversarios políticos. Rivas, sin embargo, no se cansaba de predicar e imponer, con la fuerza de su autoridad, disciplina y honor a su tropa de hombres arrastrados por la violencia y la desesperación.

La poca noticia que llegaba de Asunción desalentaba a los seguidores de Rivas. Decían que cómo podía ser que en una semana, a escasos metros del Palacio de Morínigo, no se tomaba el gobierno y convocar a los rebeldes de todo el país en apoyo al Gobierno Provisional Revolucionario. Pero los cabecillas del levantamiento ya estaban discutiendo, antes de tomar el poder, quién iba ser el nuevo presidente del Paraguay; mientras, Morínigo pedía tregua y se aposicionaba para aplastar la revolución que le tenía en jaque. Rivas entendía perfectamente lo que ocurría, pero no podía hacer nada. No contada con medios de transporte para trasladar a su tropa de montañas a la ciudad, además de que la mayoría de sus hombres no había visto nunca una ciudad como Asunción, y menos aún tenía preparación para la forma de lucha que se llevaba entonces en un terreno como la capital.

«Niño» Rivas comenzó a explicar que la revolución ya perdió su tiempo de ganar la guerra civil contra Morínigo, por lo tanto, la tropa debía estar alerta para la retirada o resistencia en caso de ser atacada   —136→   por las fuerzas de la dictadura. Durante esa confusión, algunos caudillos pasaron a favor de Morínigo y reclutaron a muchos campesinos pynandí, con promesas de que iban a quedarse con todo el dinero de los liberales, febreristas, comunistas y rebeldes en general, una vez llegados a Asunción y después de haber pisoteado a los revolucionarios, atrincherados alrededor de la cancha de Olimpia.

El comandante Lázaro «niño» Rivas esperó hasta lo último, al ver que Asunción fue recuperada por Morínigo y se aprestaba a barrer con todos, asumió la derrota con resignación e ironía. Reunió a su tropa y despachó su arenga final.

-Camaradas, compañeros y hermanos, la revolución está perdida y nos aguarda la muerte si seguimos en este lugar. Si les parece, podemos elegir morir ahora o después.

1992