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Religión y talante

Ricardo Gullón





José Luis Aranguren

José Luis Aranguren

José Luis L. Aranguren es una de las sensibilidades auténticamente religiosas que es dable encontrar en este país; es también, por afortunada coincidencia, capaz de aspirar a la objetividad y de esforzarse en conseguirla venciendo, hasta cierto punto, temperamentales modos de ser y de ver. Advirtiendo con desusada perspicacia que la crisis de nuestro tiempo arraiga en zonas del alma donde no llegan las habitualmente realizadas para esclarecer sus causas se propuso buscar en otra dirección y analizar la actitud del hombre actual frente al problema religioso. Español y europeo por sentimiento e inclinación, su estudio abordó el sector del problema determinado por el título de su reciente libro: «Catolicismo y protestantismo como formas de existencia». Si la disposición tipográfica del rótulo destaca los términos «Catolicismo y protestantismo», el lector deberá entenderlos en inexcusable vínculo con el resto, puesto que ambos son estudiados «como formas de existencia», y no de otra manera:

Que no es el suyo libro de teología lo afirma el autor desde las palabras preliminares. Español y europeo, decía, y hombre de su época, la investigación es histórica en cuanto lo pasado sirve para explicar lo presente, la coyuntura en que nos hallamos inmersos, y, más concretamente, la situación en que esa coyuntura nos coloca. No estudia catolicismo y protestantismo en su teología ni en su dogmática sino como reveladores de diferentes disposiciones de ánimo. A cada una de estas formas de ser religioso las considera determinadas por inclinaciones temperamentales, por las Stimmungen, o como él dice con palabra bien escogida, por los talantes.

Talante equivale a estado de ánimo, y es, por lo tanto, cambiante y tornadizo. Pero aun siéndolo por esencia, no deja de tomar en cada persona un sesgo predominante, un sesgo característico de acuerdo con el temperamento y en simbiosis con él, influyéndose y condicionándose mutuamente. El talante religioso -que es el estudiado por Aranguren con más detenimiento- condiciona la creencia y, partiendo de ella, la diversa actitud ante Dios.

El drama en cuyo desarrollo todos los europeos somos personajes queda sintetizado en la grave interrogante propuesta a nuestra preocupación: «¿y no será precisamente la "condena" que pesa sobre los hombres de nuestro tiempo -sobre una buena parte de ellos, al menos- el tener que ser católicos dentro de una situación- que podríamos llamar de protestantismo secularizado, la situación efectiva del mundo actual?»

Nuestro tiempo está sacudido por ráfagas de angustia existencial y como consecuencia el hombre se siente arrastrado a la desesperación en alguna de sus formas. El libro de Aranguren tiende a demostrar que quienes la experimentan están dando muestras de talante protestante y, casi siempre, luterano. Pero sería preciso probar que sólo los protestantes viven desde esa angustia, en esa desesperación, y tal prueba falta.

Con habilidad dialéctica expone Aranguren las circunstancias motivadoras de la Reforma, atribuyéndola en gran parte al talante de Martín Lutero. Así es, sin duda. «La crisis de su época no fue radicalmente religiosa, como lo es la nuestra, sino teológica y eclesiástica», escribe Aranguren, y somete a pulcra disección la actitud y motivos del reformador, incapaz de ver las cosas sino a través de temperamentales deformaciones y de sentimientos.

Algunas de las mejores páginas de esta obra están dedicadas al análisis del talante luterano como causa primordial de la Reforma. Aranguren no cree que el protestantismo naciera de la voluntad de corregir abusos y corrupciones. Ese fue el ocasional punto de partida utilizado para promover lo que de todas suertes, dentro de aquella situación, se hubiera intentado. Si Lutero apostató es «porque su temple fundamental de ánimo consistía en angustia y desesperación», y porque los sentimientos de terror y superstición encontraran reparo y confortación en la idea de la fe justamente, de la justificación por la fe.

Según observa Denifle, este tipo de fe consiste más bien en esperanza. En muchos católicos la fe está también amalgamada con la esperanza, o por lo menos tan teñida de su coloración que apenas cabe distinguirla. Aranguren se adelanta a reconocer este hecho, matizando que en la actitud luterana «la vivencia de la esperanza» es refugio y salida de la desesperación. En realidad, la esperanza vivifica y sostiene la fe y al mismo tiempo se alimenta de ella, por lo que no es fácil considerarlas como instancias independientes.

La grandeza del catolicismo está en el reconocimiento del pecado como una fatalidad inherente a la condición humana «pecar y arrepentirse en vez del mero creer luterano, son los dos términos de la dialéctica católica». Se ha creído que el arrepentimiento de quien luego vuelve a caer en pecado no era sincero; lo cierto es que el hombre, a sabiendas de la debilidad propia de su condición, consciente de lo precario de sus buenos propósitos, los alberga y alienta y se arrepiente de haber cometido faltas que sabe no podrá evitar en lo sucesivo. El hermoso poema de Paul Claudel citado por Aranguren, y también algunas novelas de Greene ilustran brillantemente esta actitud. El arrepentimiento no garantiza la enmienda; y su eficacia no depende de la improbable modificación de las inclinaciones incitantes al pecado, sino del consuelo que proporciona al corazón, permitiéndole creer en la victoria final.

La mentalidad luterana tornó a parecer actual por la reviviscencia de la angustia existencial a través del pensamiento kierkegaardiano, donde la desesperación surge como la enfermedad mortal que conduce a lo absoluto. Kierkegaard, como Lutero, ignora la virtualidad del arrepentimiento y «al pensamiento especulativo opone el pensamiento existencial que penetra la vida entera, realiza la verdad conocida y la incorpora entrañablemente al propio cuotidiano vivir». De las afinidades observables entre ambos pensadores, importa señalar la forma patética de su religiosidad, fundada en la convicción, no ya de pecar y ser pecadores, sino de consistir en la culpa». El ser es culpa, es pecado, y, por lo tanto, desesperación.

Prescindo de reseñar las páginas dedicadas a la exposición del la doctrina calvinista y sus prolongaciones actuales y el sereno capítulo dedicado a la iglesia anglicana y el catolicismo inglés, porque obligado a limitarme prefiero pasar a puntos, no diré más sustanciales, pues todos lo son en análogo grado, dada la equilibrada arquitectura del volumen, donde cada párrafo es solidario de los restantes, sino más cercanos a temas que nos apasionan.

Apuntaré al pasar lo feliz de algunas fórmulas cuajadas en frases de iluminadora síntesis. «Caracterizábamos -dice Aranguren- a su tiempo el pensamiento católico como figurativo, el luterano como existencial, y abstracto el calvinista. El inglés debe ser definido como historicista». Con esta sobriedad, enuncia tesis cuyo desarrollo realiza con rigor. Pues quiero proclamar, porque es justo hacerlo, que José Luis Aranguren no se dispensa ninguna exigencia lógica en la trama de su argumentación, ni deja de apoyarla en un razonamiento tupido, enérgica y claramente estructurado.

Así en el estudio del jansenismo y Pascal, quizá no tan convincente como los anteriores, porque el caso es algo más discutible. Es certera la consideración del jansenismo como movimiento «dentro» del catolicismo, pero ¿está absolutamente probado que tendiera «a la soterreña corrosión del orden católico»? Si pensamos en Pascal o en la Madre Angélica, la respuesta afirmativa sólo puede darse amparándose en muchas cautelas. Este capítulo de «Catolicismo y protestantismo como forma de existencia», parece anunciar una fatalidad de su agudo autor: la propensión a situar en el protestantismo formas de ser religioso que no es del todo seguro queden fuera del catolicismo. Por ejemplo, la unamunesca.

No es una novedad hablar de la heterodoxia de don Miguel, y solicitando sus obras adecuadamente, con la inteligencia acuciosa, y la voluntad de probar esgrimidas por Aranguren, se encuentran textos sobre los cuales es posible fundar diversas teorías. En este caso la del talante luterano del autor de El Cristo de Velázquez. Como es sabido, la personalidad del gran escritor era esencialmente contradictoria y cien veces gritó el derecho a contradecirse y a vivir apasionadamente la contradicción.

Entre los textos aducidos por Aranguren hay un fragmento del Sentimiento trágico de la vida, donde ese derecho es proclamado con vibrante claridad, pero -dato curioso-, lejos de ser alegado de acuerdo con su peculiar sentido, se le esgrime para confirmar la tesis del supuesto luteranismo unamunesco.

Don Miguel era ciertamente varón de angustias, desesperado a sus horas y tonitronante de vez en cuando; pero también -y sorprende como esto no lo ha captado Aranguren, cuyo oído es tan sutil para la poesía- hombre de paz en la costumbre, de la diaria seguridad en la presencia de Dios, del remanso en la dulzura del ambiente familiar. ¿Por qué de esta hermosa, noble y compleja personalidad ir aislando y separando algunos aspectos y por qué negarse a verla en toda su grandeza? Me apresuro a decirlo. Aranguren no lo niega completamente, pero quiere pensar en la existencia de dos Unamunos: uno real, eficiente y actuante, de idiosincrasia protestante, y otro que se quedó en esbozo y posibilidad, de humanista católico.

Aranguren alude, claro, a El Cristo de Velázquez, pero de pasada, como quien sabe que en este poema -y en muchas otras composiciones unamunescas- palpitan palabras que invalidarán la tesis expuesta, la tesis de un Unamuno protestante porque angustiado y desesperado, como si angustia y desesperación únicamente se pudieran sentir desde el talante luterano, y las de Unamuno no estuvieran, además suscitadas en parte, por su situación en el tiempo y el espacio. Aranguren se dejó llevar por el deseo de reducir la complejidad personalísima de Unamuno al arquetipo Kierkegaard-Lutero, y su demostración es brillante pero inexacta y parcial, porque al elaborarla prescindió de elementos sustanciales, reputándolos cosa de poca entidad que no valía la pena de tener en cuenta.

Antes de terminar este artículo, índice breve de sugerencias, parco resumen de una obra densa y por varios conceptos extraordinaria, quiero decir dos palabras sobre los últimos capítulos, dedicados a la situación del catolicismo en el mundo actual y a la lejanía y cercanía de nuestro tiempo a Dios. La fe católica, dice Aranguren, está «asediada, tentada por la desesperación. Pero hecha, tejida de ella, como quieren Lutero y Kierkegaard, no». La distancia entre luteranismo y catolicismo, advierte en otra parte, «se nos ha acortado mucho» -aunque no en lo relativo al dogma, sino a los talantes. Retengamos esta declaración, y preguntemos: ¿Cómo, entonces, no tener presente ese acercamiento al dictaminar en el caso Unamuno?

El hombre contemporáneo vive frente a Dios distintas actitudes: no suele instalarse en una instancia heroica, sino más bien en el cumplimiento del rito, en el sostenimiento a obligaciones que le aseguran, como contrapartida, la salvación. En tal actitud puede existir grandeza si el compromiso es consciente, claro y libre -y esa grandeza- llevó al autor a testificar, con la obra de Luis Felipe Vivanco, el hondo y ferviente poeta de la conformidad en la costumbre de la vida creyente y hogareña.

Puede también, claro, vivir en el heroísmo, pero los ejemplos son raros -no sólo en el sentido de infrecuentes, sino de extraños- y héroe resulta el protagonista de la novela de Graham Greene, La entraña de la cuestión, aunque evidentemente sea lo contrario de ejemplar. El punto de vista burgués tiende a confundir moral y religión, y convenimos, con Aranguren, en que hombres de moral impecable viven muchas veces a espaldas de la religión. Para Greene la vida cristiana es vida de situaciones extremas, que únicamente puede resolver la gracia divina. El tercer hombre me parece sobre todo una demostración cuidadosamente elaborada de que el burgués honesto, el buen ciudadano, el colaborador de las fuerzas del orden, es, en cuanto delator y si delator, más despreciable qué el más despreciable de los criminales. La sensitiva muchacha, en la inolvidable secuencia final lograda por Carol Reed en su película, expresa este desprecio con seca y dramática transparencia.

El sentimiento de ausencia de Dios «es una de las dominantes de nuestro tiempo», dice Aranguren. Y recuerda la simbología de El Castillo, de Kafka, coincidente con las sensaciones anotadas por Simone Weil, ese alma patéticamente traída hacia Dios, y llena de un amor por Él, que ciertamente hace pensar en figuras como San Juan de la Cruz y Santa Teresa.

Pide Aranguren, al terminar su libro, que los laicos disientan «de un cierto paternalismo clerical, según el cual la tarea del pensamiento religioso correspondería exclusivamente al clero, y se preocupen de una manera «viva, intelectual y activa por la religión». Así lo está haciendo él y en él saludamos una especie casi nueva en España, de intelectual católico laico, que considera como intransferible quehacer, como misión acaso, estudiar con exigencia y honestidad (desde su peculiar punto de vista, pero esforzándose por ser objetivo y por guardar en todo momento un razonado equilibrio de pensamiento y de lenguaje) los problemas de cuya sustancia se alimentan nuestras preocupaciones.





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