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Religiosas

José María Gabriel y Galán



     [Nota preliminar: Edición digital a partir de la de Obras completas, 6ª ed., Madrid, Aguilar, 1973, pp. 301-402 (1ª ed., 1941) y cotejada con la edición de Obras completas, Badajoz, Universitas, 1996, pp. 221-298).]





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Inmaculada

- I -

                               ArribaAbajoDime coplas, musa mía.
¿Me las niegas por vulgares?
¿Me reprendes la osadía
de que en coplas populares
quiera cantar a María?
 
   ¿Murmuras avergonzada
porque en la ruda tonada
de esta mortal criatura
no cabe la gran figura
de María Inmaculada?
 
   ¡Bien lo sé yo, musa mía!
El gran himno de María
no lo rima ni lo canta
miel de humana poesía
ni voz de humana garganta.
 
   Ni tú, porque eres tan ruda
que vives con la desnuda
Naturaleza en amores,
amante, extática y muda
de encinas, piedras y flores,
 
   ni esotra sutil y grave
musa de rica realeza
que dicen que tanto sabe,
daréis jamás con la clave
del himno de la pureza.
 
   Ese gran himno bendito
ya está en los cielos escrito
por Dios con cifras de estrellas...
¿Qué no sabrán decir ellas,
letras de un libro infinito?
 
   Pero escucha, musa mía:
la música reverente
del poema de María
es la total armonía
del Universo viviente,
 
   y todo lo que es cantar,
y todo lo que es bullir,
entero se le ha de dar,
porque cantar es amar,
porque agitarse es sentir.
 
   Y yo, corazón de arcilla,
que adoro tanta grandeza,
le debo mi tonadilla...
Negársela por sencilla
fuera negar mi pobreza.
 

- II -

   Yo he cantado cosas puras:
radiosas noches serenas,
empapadas de dulzuras.
de castos silencios llenas
y henchidas de hondas ternuras.
 
   Hele rimado cantares
al candor de las palomas
de mis blancos palomares
y a la miel de los aromas
de mis ricos tomillares.
 
   He cantado la blancura
de la azucena sencilla,
la purísima tersura
de la nieve de la altura,
que es la nieve sin mancilla.
 
   He cantado la pureza
de las fuentes naturales,
la gentil delicadeza
que en los blancos recentales
expresó Naturaleza:
 
   la sonrisa matutina
de los días abrileños,
la disuelta purpurina
con que tiñen la colina
los crepúsculos risueños;
 
   los arrullos guturales
y los ósculos caídos
en las caras celestiales
de los niñitos dormidos
en los brazos maternales...
 
   Cosas puras he cantado,
cosas puras he sentido,
y con ellas embriagado,
como un niño me he dormido,
como un ángel he soñado...
 
   Mas ni en mis noches divinas
con estrellas diamantinas,
ni en mis caseras palomas,
ni en la miel de los aromas
de mis natales colinas,
 
   ni en las puras azucenas,
ni en las fuentes de la umbría,
ni en las auroras serenas,
ni en las dulces tardes llenas
de profunda melodía,
 
   ni en los besos ideales,
ni en las mieles musicales
de las madres cuando cantan,
ni en las risas celestiales
de los niños que amamantan,
 
   encontró la musa mía
pobre símbolo siquiera
que con miel de poesía
interpretarme pudiera
la pureza de María...
 

- III -

   ¿Qué nombre darte, hechicero?
Nada me dice el grosero
decir del humano idioma,
ni cuando dice paloma
ni cuando dice lucero.
 
   ¿Cómo bosquejar tu alteza
con pobre imagen oscura
que ofrezca Naturaleza,
si no hizo Dios criatura
gemela tuya en pureza?
 
   Fuente de aguas celestiales,
crisol de amores humanos
que tus ojos virginales
depuran de los livianos
sedimentos mundanales;
 
   sol del más dichoso día,
vaso de Dios, puro y fiel;
¡por Ti pasó Dios, María!
¡Cuán pura el Señor te haría
para hacerte digna de Él!
 
   Manantial de los consuelos,
plenitud de los anhelos,
luz que toda luz encierra,
embeleso de los cielos,
alegría de la tierra...
 
   ¿Qué más decirse podría
en tu alabanza y loor,
después de decir que un día
fuiste sin mancha, ¡oh María!,
la Madre del Redentor?
 
   Corazón que ante tu planta
no adore grandeza tanta,
¡muerto o podrido ha de estar!
Garganta que no te canta,
¡muda debiera quedar!
 

- IV -

   Musa mía campesina,
que vives enamorada
de la fuente y de la encina,
de la luz de la alborada,
de la paz de la colina,
 
   del vivir de mis pastores,
del vibrar de sus sentires,
del pudor de sus amores,
del vigor de sus decires
y el callar de sus dolores...
 
   ¿No me has dicho, musa mía,
que te placen cosas bellas?
¡Pues viértete en armonía,
que es centro de todas ellas
la belleza de María!
 
   ¿No me dices, cuando cantas
el candor y la humildad,
que te placen cosas santas?
Pues María es, entre tantas,
la más grande santidad.
 
   ¿No tienes para la alteza
de cosas puras tonada?
¡Pues la esencia, la riqueza,
el sol de toda pureza
es María Inmaculada!
 
   ¡Rima y canta musa adusta!
¡Canta el misterio insondable
cuya grandeza te asusta!...
¡La divina Madre Augusta
con los pobres es amable!
 
   Yo la he visto sonriente
escuchando el balbuciente
decir de rudos cantares
que ante míseros altares
le rimaba ruda gente...
 
   Gente de sano vivir
que al sentirla Inmaculada,
le cantaba su sentir.
¡El del alma enamorada
es el más bello decir!
 
   ¡Madre mía! ¡Madre mía!
¡Que beba mi poesía
pureza de tu pureza!
¡Que aprenda a tomar belleza
de tu belleza María!
 
   ¡Que suba tu amor ardiente
del corazón del creyente
a la mente del poeta,
y oirás el himno ferviente
que el gran misterio interpreta!
 
   ¡Que el mundo pura te adore!
¡Que te cante y que te implore!
¡Que tú le mires amante
cuando rece, cuando llore,
cuando bregue, cuando cante!
 
   Y que a una voz concertada
diga ante tanta grandeza
la Humanidad prosternada:
¡Gloria a Dios en la pureza
de María Inmaculada!



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Adoración

- I -

                                         ArribaAbajoEstaba amaneciendo. En los espacios
del mundo sideral ya se borraban
las últimas estrellas que aún brillaban
como débiles chispas de topacios.
 
   Nada alteraba el general reposo
del mundo en la extensión de sombras llena
ni turbaba un acento rumoroso
el solemne silencio religioso
de la noche serena...
 
   Mansa, indecisa, vaga todavía
la luz matutinal ya despuntaba,
y en trémulos fulgores envolvía
un paisaje de abril que se esfumaba
en la vaga y borrosa lejanía.
 
   Iba a salir el sol. El horizonte
de luz amarillenta se teñía,
y de rumores se llenaba el monte
y el valle se poblaba de armonía:
y en el oscuro monte rumoroso,
surgiendo acompasada,
se iniciaba la intensa melodía
del sublime y grandioso
preludio musical de la alborada.
 
   Iba a salir el sol. Lo presentía
la gran Naturaleza,
que en el sereno despertar del día,
espléndida, sublime en su grandeza,
y henchida de vigor se estremecía.
 
   El soberano toque misterioso
de la mano de Dios la despertaba,
y a su sereno despertar grandioso,
con vigor portentoso,
la vida universal se reanimaba.
 
   De su jugo vital iban a henchirse
los gérmenes hundidos en la sombra;
al beso de la luz iban a abrirse
los cálices plegados de las flores
que al valle dan alfombra
y a las brisas suavísimos olores;
la tropa peregrina
de pájaros cantores, aún dormidos,
iba a cantar su estrofa matutina
al posarse en los bordes de sus nidos
la del radiante sol, luz argentina;
y las errantes brisas olorosas,
las frondas rumorosas,
las aguas transparentes
de los ríos, los lagos y las fuentes,
los cerros de la sierra...
¡Todo cuanto en la tierra
produce, con acentos diferentes,
trino, ruido, voz, eco o lamento
al sentir ya cercana
la luz del astro, que preside el día,
preludiaba con su gárrula armonía
el himno enunciador de la mañana!
 

- II -

   Y el sol salió. Sus vivos resplandores
se esparcieron en franjas ambarinas
y explosiones de luz y de colores,
de acentos y rumores,
palpitaron por valles y colinas.
 
   El coro de los pájaros cantores,
desatando sus lenguas peregrinas,
inundó de armonías el ambiente;
y para el gran concierto que a la aurora
dedicaba la gran Naturaleza,
el bosque dio su voz, honda y sonora,
su aroma dieron las gentiles flores,
la alondra dio cantares,
el rocío del valle dio colores,
el aura dio rumores;
soñoliento gemir, los anchos mares;
vapores, las cañadas;
la flauta del pastor, dulces tonadas,
y el Oriente, bellísimos celajes,
y el éter, vibraciones irisadas.
 
   Y aquella voz magnífica, una y varia,
que en sus senos encierra,
con toda la armonía de los cielos
los rumores que vibran en la tierra,
al cantar de la aurora sonriente
su himno de amor, magnífico y ardiente,
parece que decía:
¡Gloria al Dios cuya voz omnipotente
del caos hizo el día!...
 

- III -

   En medio del alegre y peregrino
concierto musical de la mañana,
un eco grave, dulce y argentino
se dilata en el valle... ¡Es la campana
de la ermita cercana!
 
   Impío, ven conmigo; y tú, cristiano,
ven conmigo también. Dadme la mano,
y entremos juntos en la pobre ermita
solitaria, pacífica, bendita...
Ante el ara inclinado
ved allí al sacerdote... Ya es llegado
el sublime momento...
¡Elevad un instante el pensamiento!
El dueño de esa gran Naturaleza
que admirabais conmigo hace un instante,
el soberano Dios de la grandeza,
el Dios del infinito poderío
¡es Aquel que levanta el sacerdote
en su trémula mano!
¡De rodillas ante Él! ¡Témele, impío!
¡De rodillas! ¡Adórale, cristiano!
Yo también me arrodillo reverente,
y hundo en el polvo, ante mi Dios, la frente.



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La pedrada

- I -

                                         ArribaAbajoCuando pasa el Nazareno
de la túnica morada,
con la frente ensangrentada,
la mirada del Dios bueno
y la soga al cuello echada,
 
   el pecado me tortura,
las entrañas se me anegan
en torrentes de amargura,
y las lágrimas me ciegan
y me hiere la ternura...
 
   Yo he nacido en esos llanos
de la estepa castellana,
cuando había unos cristianos
que vivían como hermanos
en república cristiana.
 
   Me enseñaron a rezar,
enseñáronme a sentir
y me enseñaron a amar,
y como amar es sufrir
también aprendí a llorar.
 
   Cuando esta fecha caía
sobre los pobres lugares,
la vida se entristecía,
cerrábanse los hogares
y el pobre templo se abría.
 
   Y detrás del Nazareno
de la frente coronada,
por aquel de espigas lleno
campo dulce, campo ameno,
de la aldea sosegada,
 
   los clamores escuchando
de dolientes Misereres,
iban los hombres rezando,
sollozando las mujeres
y los niños observando...
 
   ¡Oh, qué dulce, qué sereno
caminaba el Nazareno
por el campo solitario,
de verdura menos lleno
que de abrojos el Calvario!
 
   ¡Cuán suave, cuán paciente
caminaba y cuán doliente
con la cruz al hombro echada,
el dolor sobre la frente
y el amor en la mirada!
 
   Y los hombres, abstraídos,
en hileras extendidos,
iban todos encapados,
con hachones encendidos
y semblantes apagados.
 
   Y enlutadas, apiñadas,
doloridas, angustiadas,
enjugando en las mantillas
las pupilas empañadas
y las húmedas mejillas,
 
   viejecitas y doncellas
de la imagen por las huellas
santo llanto iban vertiendo...
¡Como aquellas, como aquellas
que a Jesús iban siguiendo!
 
   Y los niños, admirados,
silenciosos, apenados,
presintiendo vagamente
dramas hondos no alcanzados
por el vuelo de la mente,
 
   caminábamos sombríos,
junto al dulce Nazareno,
maldiciendo a los judíos,
¡que eran Judas y unos tíos
que mataron al Dios bueno!
 

- II -

   ¡Cuántas veces he llorado
recordando la grandeza
de aquel hecho inusitado
que una sublime nobleza
inspiróle a un pecho honrado!
 
   La procesión se movía
con honda calma doliente.
¡Qué triste el sol se ponía!
¡Cómo lloraba la gente!
¡Cómo Jesús se afligía!...
 
   ¡Qué voces tan plañideras
el Miserere cantaban!
¡Qué luces, que no alumbraban,
tras las verdes vidrïeras
de los faroles brillaban!
 
   Y aquel sayón inhumano
que al dulce Jesús seguía
con el látigo en la mano,
¡qué feroz cara tenía,
qué corazón tan villano!
 
   ¡La escena a un tigre ablandara!
Iba a caer el cordero,
y aquel negro monstruo fiero
iba a cruzarle la cara
con el látigo de acero...
 
   Mas un travieso aldeano,
una precoz criatura
de corazón noble y sano
y alma tan grande y tan pura
como el cielo castellano,
 
   rapazuelo generoso
que al mirarla, silencioso,
sintió la trágica escena,
que le dejó el alma llena
de hondo rencor doloroso,
 
   se sublimó de repente,
se separó de la gente,
cogió un guijarro redondo,
miróle al sayón de frente
con ojos de odio muy hondo,
 
   paróse ante la escultura,
apretó la dentadura,
aseguróse en los pies,
midió con tino la altura,
tendió el brazo de través,
 
   zumbó el proyectil terrible,
sonó un golpe indefinible,
y del infame sayón
cayó botando la horrible
cabezota de cartón.
 
   Los fieles, alborotados
por el terrible suceso,
cercaron al niño, airados,
preguntándole admirados:
-¿Por qué, por qué has hecho eso?...
 
   Y él contestaba, agresivo,
con voz de aquellas que llegan
de un alma justa a lo vivo:
-¡Porque sí, porque le pegan
sin hacer ningún motivo!
 

- III -

   Hoy, que con los hombres voy,
viendo a Jesús padecer,
interrogándome estoy:
¿Somos los hombres de hoy
aquellos niños de ayer?



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Desde el campo

                                         ArribaAbajoLuz ingrávida, hija blanca de la nada
que te ciernes en los ámbitos del cielo;
ancho círculo de brumas taciturnas,
horizonte de los días cenicientos;
negra sierra de grandeza inmensurable
que te elevas como monstruo gigantesco
con peana de boscosas montañuelas
y corona de pináculos de hielo;
valle ameno, rico nido de quietudes,
melancólica vivienda del sosiego,
donde apenas de la muerte y de la vida
vagamente se perciben los linderos,
que se borran en los diáfanos ambientes
del reposo, de la paz y del silencio;
sol que enciendes y dibujas con tu lumbre
los ardientes mediodías soñolientos,
las auroras con crepúsculos de nácar
y las tardes con crepúsculos de fuego;
soledades taciturnas de los páramos;
compañía rumorosa de los pueblos...,
por beber entre vosotros la existencia
ha ya mucho que a estos sitios vine huyendo
de la mágica ciudad artificiosa
donde flota el oro puro junto al cieno,
donde todo se discute con audacia,
donde todo se ejecuta con estrépito.
 
   Tal vez bulla entre vosotros todavía
una turba de sofistas embusteros
que negaban a mi Dios con artificios
fabricados en sus débiles cerebros.
Con el agua de la charca a la cintura
y en el alma la soberbia del infierno,
revolvían los minúsculos tentáculos
de sus mentes enfermizas en el cieno
y buscaban... ¡lo que encuentran tantos hombres
que con limpio corazón miran al cielo!
¡Qué grandeza la del Dios de mi creencia!
Y los hombres que lo niegan, ¡qué pequeños!
Solamente por amarle yo en sus obras
he corrido a todas partes siempre inquieto.
 
   Yo he pasado largas noches en la selva,
cabe el tronco perfumado del abeto,
escuchando los rumores del torrente,
y los trémulos bramidos de los ciervos,
y el aullido plañidero de la loba,
y las músicas errátiles del viento,
y el insólito graznido de los cárabos,
que parece carcajada del infierno.
Yo he gozado en la salvaje serranía
la frescura deleitante de los céfiros,
y he dormido junto al tajo del abismo
la embriaguez que le producen al cerebro
los olores resinosos de las jaras,
los selváticos aromas de los brezos
y la hipnótica visión de las alturas
que me hundía en las regiones de los vértigos.
Yo he bebido en los recónditos aguajes
de las corzas amarillas y los ciervos,
y he matado a puñaladas en el coto
al arisco jabalí, sañudo y fiero.
Yo he bogado en un madero por el río,
y he corrido con un potro por los cerros,
y he plantado en el peñasco la buitrera
y he arrojado los harpones en el piélago.
 
   Contemplando la armonía de la vida
bajo el ancho cortinaje de los cielos,
yo he pasado las de agosto noches puras
y las negras noches lóbregas de invierno
en la cumbre de colinas virgilianas
o en la choza de lentiscos del cabrero,
o en las húmedas umbrías de los montes
bajo el palio de follaje de los quéjigos.
Y han henchido mis pulmones con sus ráfagas
el de mayo, delicioso ambiente fresco,
el solano bochornoso del estío
y el de enero flagelante duro cierzo.
 
   A las puertas de los antros de las fieras
los impulsos violentísimos del miedo
me han llevado a guarecerme, acobardado
por la ronca fragorosa voz del trueno
que botaba en las gargantas de la sierra
y mugía en los abismos de los cielos.
 
   Y encajado como mísera alimaña
en la grieta del peñasco gigantesco,
he sentido la grandeza de lo grande
y he llorado la ruindad de lo pequeño.
 
   Y en la sierra, y en el monte, y en el valle,
y en el río, y en el antro, y en el piélago,
dondequiera que mis ojos se posaron,
dondequiera que mis pies me condujeron,
me decían: -¿Ves a Dios? -Todas las cosas,
y mi espíritu decía: -Sí, lo veo.
 
   -¿Y confiesas? -Y confieso. -¿Y amas? -Y amo.
-¿Y en tu Dios esperarás? -En Él espero.
 
   ¡Cuantas veces he llorado la miseria
de la turba dislocada de perversos
que en la mágica ciudad artificiosa
injuriaban a mi Dios sin conocerlo!
Si es verdad que no lo encuentran, aturdidos
de la mágica ciudad por el estruendo,
que se vengan a admirarlo aquí en sus obras,
que se vengan a adorarlo en sus efectos,
en el seno de esta gran Naturaleza
donde es grande por su esencia lo pequeño;
donde, hablándonos de Dios todas las cosas,
al revés de la ciudad de los estruendos,
lo soberbio dice menos que lo humilde,
el reposo dice más que el movimiento,
las palabras hablan menos que el movimiento,
las palabras hablan menos que los ruidos,
y los ruidos dicen menos que el silencio...


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Del charrete al baturrico

                               ArribaAbajoBaturrico, baturrico,
yo te digo la verdad,
que soy también un baturro
de castellano lugar
y los hermanos no engañan
a sus hermanos jamás.
 
   No apartes nunca tus ojos
de ese adorable Pilar,
que si los tiempos que corren
no hubiesen medido ya
lo fuerte que es una Reina,
que tiene un pueblo leal,
ya hubieran ido royendo
con diente frío y tenaz
los basamentos innobles
del bendito pedestal
donde la madre de España
quiso su trono asentar.
 
   ¡Bien en el cielo sabían
que en esta Patria inmortal
vivir con aragoneses
es vivir con lealtad!
 
   Pero mira, baturrico,
mira que el genio del mal
anda agotando las fuentes
que quedan sin agotar,
las fuentecitas que manan
agüicas como cristal
para que puedan los hombres
la sed del alma apagar.
 
   Y si estas fuentes se agotan,
los frutos se secarán
y va a quedarse la vida
como fructífero erial...
 
   Mira, mira, baturrico,
cómo quitándole van
a muchos hermanos nuestros
lo que ellos amaban más:
su rica fe vigorosa,
su instinto del ideal,
sus viejas virtudes sanas,
sus amores..., ¡su Pilar!...
 
   En ese de Zaragoza
bien sé que se estrellarán
con ira estéril las alas
del negro espíritu audaz;
que es la savia de ese árbol
sangre de gente leal,
y la red de sus raíces
tan lejos llega a arraigar,
que no es solo red de arterias
del corazón nacional,
sino de toda la Patria,
que vive de él a compás.
 
   ¡Pobre español, si lo hubiese,
que de su infancia en la edad
no oyó en su casa plegarias
a la Virgen del Pilar!
 
   Baturrico, baturrico,
yo te diré la verdad,
que a mis hermanos los charros
se la he predicado ya,
¡y ay de mis charros queridos
si la llegan a olvidar!
 
   De todo aquel patrimonio,
de todo el rico caudal
de nuestros tesoros viejo
nos queda uno solo ya:
nos queda la fe en el alma,
la savia del ideal;
¡nos queda Dios en el Cielo,
y en Zaragoza, el Pilar!
 
   Y quíteme Dios la vida
antes del día fatal
en que con tristes clamores
tuviera yo que clamar:
-¡Ay de mis charros queridos,
que al Cielo no miran ya!
¡Ay de mis buenos baturros
que ya no tienen Pilar!


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La virgen de la Montaña

A mi querido amigo el virtuoso sacerdote don Germán Fernández.

- I -

                                ArribaAbajoEra un día quejumbroso de diciembre ceniciento
cuando yo subí la cuesta de la mística mansión:
el que aquella cuesta sube con angustias de sediento,
baja rico de frescuras el ardiente corazón.
 
   Era un día de diciembre. La ciudad estaba muerta
sobre el árido repecho calvo y frío del erial;
la ciudad estaba muda, la ciudad estaba yerta
sobre el yermo fustigado por el hálito invernal.
 
   Los palacios y las torres de los viejos hombres idos
en el carro de los tiempos de las glorias y el honor,
dormitaban indolentes, indolentemente hundidos
de seniles impotencias en el lánguido sopor.
 
   Era un día de infinitas y secretas amarguras
que a las almas resignadas se complacen en probar;
me apretaban las entrañas melancólicas ternuras
y membranzas dolorosas de los hijos y el hogar.
 
   Me caían en la frente doloridos pensamientos
de esta trágica y oculta mansa pena de vivir;
me pesaban en el alma los mortales desalientos
de las pobres almas mudas, fatigadas de sentir.
 
   Arrancaban de mi pecho melancolías piedades
y santísimos desdenes de confeso pecador;
la grotesca danza loca de las locas vanidades
que los hombres arrastramos de la fama en derredor.
 
   Las ridículas miserias del orgullo pendenciero,
las efímeras victorias de los hombres del placer,
las groseras presunciones de los hombres del dinero,
las grotescas arrogancias de los hombres del poder...
 
   Todo el mundo de las grandes epilépticas demencias,
todo el mundo de infortunios de la pobre Humanidad,
todo el mundo quejumbroso de mis íntimas dolencias
me pesaban en el alma con gigante gravedad.
 
   Era un día de amarguras cuando yo subí la cuesta
de la alegre montañuela que veía yo a mis pies
desde aquella blanca ermita que asentaron en su cresta
como nidos de palomas en pimpollo de ciprés.
 
   Como sábanas inmensas de longuísimos desiertos
se extendían, dominados por los brazos de la Cruz,
horizontes infinitos, infinitamente abiertos
al abrazo de los cielos y a los besos de la luz;
 
   horizontes que pusieron en las niñas de mis ojos
la visión de la desnuda muda tierra en que nací;
tierras verdes de las siembras, tierras blancas de rastrojos,
tierras grises de barbechos... ¡Patria mía, yo te vi!
 
   Me trajeron tu memoria las espléndidas anchuras
de las tierras y los cielos que se llegan a besar;
las severas desnudeces de las áridas llanuras,
las gigantes majestades de su grave reposar...
 
   Y una pena que atraviesa por la médula del alma,
una pena que mi lengua nunca supo definir,
me invadió para robarme la serena augusta calma
que refrena, que preside los espasmos del sentir.
 
   Pero a mí cuando la pena con su látigo me azota
no me arranca ni un lamento de grosera indignación;
por la misma herida abierta que caliente sangre brota,
brota el bálsamo tranquilo de la fe del corazón.
 
   Y por eso cuando siento que rugiendo se adelanta
la borrasca detonante que me quiere aniquilar,
ni su rayo me acobarda, ni su estrépito me espanta
porque sé dónde arriarme, porque sé dónde mirar.
 
   ¡Madre mía, madre mía! Cuando aquella tarde brava
yo subía por la cuesta de tu mística mansión,
como el látigo del viento que la cara me cruzaba,
flagelaba el de la pena mi sensible corazón,
 
   y por eso te miraba con aquella que conoces
tan recóndita mirada que te sé yo dirigir
cuando inician en mi pecho sus asaltos más feroces
las nostalgias taciturnas que me suelen afligir.
 
   ¡Madre mía!... Me contaron unos buenos caballeros,
moradores de tu hidalga y amadísima ciudad,
que son tuyos sus amores, y son suyos tus veneros
copiosísimos y santos de graciosa caridad:
 
   me contaron episodios de la bella historia tuya,
dulcemente convivida con tu amante pueblo fiel;
me dijeron que era tuyo; me dijeron que eras suya,
que te daban bellas flores, que les dabas rica miel,
 
   que el que suba aquella cuesta y en el pecho lleve agravios,
turbias aguas en los ojos y en los hombros dura cruz,
baja alegre sin la carga, con dulzuras en los labios,
con amores en el pecho y en los ojos mucha luz.
 
   ¡Madre mía, lo he gozado! Los dulcísimos instantes
que mis penas me tuvieron de rodillas ante Ti
fueron siglos de exquisitas dulcedumbres deleitantes
que los ríos de tus gracias derramaron sobre mí.
 
   Y el oscuro peregrino que la cuesta de tu ermita
como cuesta de un calvario rendidísimo subió
con la carga de miserias que en los hombres deposita
la ceguera de una vida que entre polvo se vivió,
 
   descendió de tu montaña con los ojos empapados
en aquella luz que hiende las negruras del morir,
y el espíritu sereno de los hombres resignados
que sonríen santamente con la pena de vivir.
 
   ¡Madre mía!, si esas mieles has tenido en tus veneros,
para el labio de un andante caballero de la fe,
¿qué tendrás en tu tesoro para aquellos caballeros
del hidalgo pueblo noble que es alfombra de tu pie?
 

- II -

   Bellísima cacereña,
hija del sol que te baña:
¡la Virgen de la Montaña
te guarde, niña trigueña!
 
   Te habrán dicho los espejos
que son tus labios muy rojos,
que son muy negros tus ojos,
que fuego son tus reflejos,
 
   que son tus trenzas dos lindas
cadenas de amor ardientes,
que son perlitas tus dientes
y tus mejillas son guindas.
 
   Te habrá dicho ese indiscreto
cortesano de mujeres
todo lo hermosa que eres,
porque él no guarda un secreto.
 
   Y un funesto genio alado,
sátiro, flaco y viscoso,
murciélago tenebroso,
tras los espejos posado,
 
   te habrá cantado: «¡Oh mujer!,
¿qué reina Venus mejor
para la corte de amor
donde el rey es el placer?»
 
   Y yo que te adoro tanto;
yo que te quiero más bella
que la loca reina aquella,
de esta manera te canto:
 
   ¡Qué angelical ermitaña
tuviera en ti, cacereña,
para su ermita risueña
la Virgen de la Montaña!
 
   ¿Ves la poética ermita
que irradia blancos reflejos?
Pues no la busques más lejos,
que allí la belleza habita.
 
   Linda garza y ribereña:
levanta el gallardo vuelo,
que estás más cerca del cielo
posada en aquella peña.
 
   Vive tu propio vivir,
deja del valle la hondura,
que si alas te dio Natura
te las dio para subir.
 
   Sube a la mística loma,
que no hay mansión deleitable
más llena de paz amable
que el nido de una paloma.
 
   Sube, que yo, cuando subes
por ese atajo risueño,
gentil alondra te sueño,
que va a cantar a las nubes.
 
   Sube, preciosa ermitaña,
que algo que no da Natura
se lo dará a tu hermosura
la Virgen de la Montaña.
 
   Que aunque el espejo te cuente
que son tus labios muy rojos,
que son muy negros tus ojos
y que es divina tu frente,
 
   nunca, con ruda franqueza
de amigo que se delata,
te dirá que él no retrata
lo mejor de la belleza.
 
   Yo puedo darte un consejo,
pues digo verdad si digo
que soy más honrado amigo
que el sátiro y el espejo,
 
   y sé mejor que los dos
cuáles son las más graciosas,
cuáles las más bellas cosas
que puso en el mundo Dios.
 
   ¿No sabes que los poetas
vivimos siempre cantando,
de la belleza buscando,
siempre las claves secretas?
 
   ¿Y no sabes tú, paloma,
que no nos placen las flores
ricas en vivos colores
y pobres en rico aroma?
 
   ¡Pues sube, linda ermitaña,
que algo que no da Natura
se lo dará a tu hermosura
la Virgen de la Montaña!
 
   Todos los años, estrella,
sé que subís a su ermita
y le hacéis una visita
tú y la primavera bella,
 
   y yo, que vivo buscando
bellas cosas que cantar,
tal visita al recordar
suelo decir suspirando:
 
   ¡Será un cielo aquella sierra
cuando, levantando el vuelo,
visiten a la del cielo
las vírgenes de la tierra!...



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Almas

(En la muerte del Padre Camara)

                                         ArribaAbajoYo de un alma de luz estuve asido,
luz de su luz para mi fe tomando;
pero Dios, que la estaba iluminando,
veló la luz bajo crespón tupido.
 
   Tanto sentí, que sollocé dormido,
y dentro de mi sueño despertando,
vi que el alma del justo iba bogando
por el espacio ante el Señor tendido.
 
   Y, faro bienhechor, polar estrella,
la mística doctora del Carmelo,
desde una celosía de la Gloria,
 
   «¡Ven! ¡Ven!», le dijo, ¡y la elevó hasta ella!
Entraron las dos almas en el cielo
y un nuevo sol brilló en el de la Historia.


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Soledad

- I -

                               ArribaAbajoCiego que ayer no lo fuera
sufre más negra ceguera
que el que en la sombra ha nacido.
Triste que ayer no lo era
dos veces hondo ha caído.
 
   Yo un día -¡lejano día!-
gocé de la compañía
de mis placeres mejores;
yo bebí de la ambrosía
del amor de mis amores;
 
   yo gusté la miel sabrosa
de un vivir feliz, sereno,
lleno de fe sustanciosa...
puro vivir, todo lleno
de grandeza religiosa...
 
   Pan el trabajo me daba,
la paz me lo equilibraba,
la fe me lo dirigía,
el amor me lo alegraba
y Dios me lo bendecía...
 
   ¡Santo vivir cuya historia
como una reliquia encierra
la llave de mi memoria!
¡Era lo que hay en la tierra
más parecido a la gloria!
 
   Y otro día -¡turbio día!-,
la misma mano que el cielo
de mis venturas teñía
con luz de rosa que un velo
de eterna aurora fingía,
 
   trajo nubes por Oriente,
vibró el relámpago ardiente
con cárdenos resplandores...
¡y el rayo cayó en la frente
del amor de mis amores!
 
   Y he sentido en torno mío
las tinieblas del vacío
con sus hondas ansiedades,
y he sentido todo el frío
de las grandes soledades...
 
   Y he gritado en la arenosa
solitaria inmensidad
con ronca voz clamorosa:
¡No hay soledad dolorosa
como esta mi soledad!
 

- II -

   Una noche, una doliente
noche de angustia empapada,
noche de místico ambiente,
que tenía el peso ingente
de la culpa consumada...,
 
   una noche religiosa,
fúnebremente sentida,
místicamente radiosa,
hondamente entristecida
y ardientemente amorosa...,
 
   muchedumbre de creyentes
doloridos, reverentes,
apiñados, silenciosos,
bajas las pálidas frentes,
turbios los ojos llorosos,
 
   llevaban, triste, adelante
del cortejo entristecido,
la imagen interesante
de la Madre más amante
del hijo más dolorido.
 
   La miré con alma llena
de luz y calor de fe;
la vi sola, la vi buena,
y al abismo de su pena
con el alma me asomé.
 
   ¡Gran Dios! Tan honda y oscura
la sima de la amargura
mi sentimiento entrevió,
que el vértigo de la hondura
mi mente desvaneció.
 
   Y así me dijo el sentido:
-Ésa no es extraña humana
que humano amor ha perdido:
¡es la Virgen soberana
que Madre de un Dios ha sido!
 
   Lo dio por la pecadora
loca y ciega Humanidad...
El Mártir ha muerto ahora...
¡la Madre de Cristo llora,
sin Cristo, su soledad!
 
   Si siempre ha sido el amor
la medida del dolor,
di, pecador, ¿dónde has visto
duelo de madre mayor
que el de la Madre de Cristo?
 

- III -

   ¡Madre mía, débil fui!
Por no ver el hondo abismo
de tu dolor ante mí,
miré dentro de mí mismo,
y ante otro abismo me vi.
 
   El abismo hondo y oscuro
del pecado más odioso
de este corazón impuro,
que es ingrato y veleidoso,
loco y ciego, torpe y duro.
 
   ¡Dulce estrella matutina!
¡Virgen de la Soledad!
¡Yo también puse una espina
sobre la frente divina
del Sol de la Humanidad!
 
   Si Madre de Dios no fueras,
¿cómo el crimen perdonaras,
ni en mis lágrimas creyeras,
ni al Hijo por mí rogaras?
 
   ¡Madre mía, madre mía!
Llorando yo soledades
que eran como una agonía,
dije que nadie sufría
tan horrendas ansiedades.
 
   Y hoy, que, al ver tu duelo santo,
vislumbré, anegado en llanto,
un punto de tu grandeza,
me han causado igual espanto
tu dolor y mi flaqueza.
 
   ¡Dolorida gran Señora!,
tu soledad, ¡ay!, ha sido
la segunda redentora
de este corazón herido
que en tu soledad te adora.



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Fe

- I -

                                         ArribaAbajo¡Señor! ¡Mi patria llora!
La apartaron, ¡oh Dios!, de tus caminos,
y ciega hacia el abismo corre ahora
la del mundo de ayer reina y señora
de gloriosos destinos.
 
   Hijos desatentados,
que ya la vieron sin pudor vencida,
la arrastran por atajos ignorados...
¡Señor, que va perdida!
¡Que no lleva en su pecho la encendida
luz de tu Fe que alumbre su carrera!
¡Que no lleva el apoyo de tu mano!
¡Que no lleva la Cruz en la bandera
ni en los labios tu nombre soberano!
¡Señor! ¡Mi patria llora!
¿Y quién no llorará como ella ahora
tremendas desventuras,
si fuera de tus vías
sólo hay horribles soledades frías,
lágrimas y negruras?
 
   ¿Quién que de Ti se aleje
camina en derechura a la grandeza?
¿Ni quién que a Ti te deje
su brazo puede armar de fortaleza?
 
   Solamente unos pocos pervertidos,
hijos envanecidos
de esa Madre fecunda de creyentes
pretenden, imprudentes,
alejarla de Ti: son insensatos;
olvidan tus favores: son ingratos,
desprecian tu poder: están dementes.
 
   Pero la patria mía,
por Ti feliz y poderosa un día,
siempre te ve, Señor, como a quien eres,
y en Ti, gran Dios, en Ti solo confía;
que es grande quien Tú quieres,
fuerte quien tiene tu segura guía,
sabio quien te conoce,
¡y feliz quien te sirva y quien te goce!
 
   ¡Señor! ¡Mi Patria llora!
Ebria, desoladora,
la frenética turba parricida
la lleva a los abismos arrastrada,
la lleva empobrecida...,
¡la lleva deshonrada!...
 
   ¡Alza, Señor, tu brazo justiciero,
y sobre ellos descarga el golpe fiero,
vengador de sus ciegos desvaríos!...
¡No son hermanos míos
ni hijos tuyos, Señor! ¡Son gente impía!
¡Son asesinos de la patria mía!
 

- II -

   ¡Señor, Señor; deténte!
¡No hagas caer sobre la impura gente
el rudo golpe grave
de la iracunda mano justiciera,
sino el toque süave
de la mano que funde y regenera!
 
   Y a Ti ya convertidos,
los hijos ciegos a tu amor perdidos,
aplaca tus enojos,
la noche ahuyenta, enciéndenos el día
y pon de nuevo tus divinos ojos
en los destinos de la patria mía.
 
   ¿No es ella la que hiciera
con los lemas sagrados
de la Cruz y el honor una bandera?
¿La que tantos a Ti restituyera
pueblos ignotos de tu fe apartados,
que con sangre de intrépidos soldados
y con sangre de santos redimiera?
 
   ¿Y Tú no eres el Dios Omnipotente
que quitas o derramas con largueza
gloria y poder entre la humana gente?
 
   ¿No eres prístina fuente
de donde ha de venir toda grandeza?
¿No eres origen, pedestal ingente
de toda fortaleza?
 
   ¿No es toda humana gloria
dádiva generosa de tu mano?
¿No viene la victoria
delante de tu soplo soberano?
 
   ¡Señor, oye los ruegos
que ya te elevan los hermanos míos!
¡Ya ven, ya ven los ciegos!
¡Ya rezan los impíos!
¡Ya el soberbio impotente
hunde en el polvo, ante tus pies, la frente!
¡Ya el demente blasfemo, arrepentido,
cubre su rostro, el pecho se golpea
y clama compungido:
«¡Alabado el Señor; bendito sea!»
 
   Y los justos te aclaman,
alzando a Ti los brazos, y te llaman;
y porque España sólo en Ti confía,
al unísono claman
todos los hijos de la Patria mía:
 
   ¡Salva a España, Señor; enciende el día
que ponga fin a abatimiento tanto!
¡Tú, Señor de la vida o de la muerte!
¡Tú, Dios de Sabahot, tres veces Santo,
tres veces Inmortal, tres veces Fuerte!...



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Ciegos

- I -

                                         ArribaAbajoNo le dieron el cetro la intriga,
ni la torpe ambición, ni el engaño,
ni la sangre que vierten los hombres
que se roban el oro y el mando.
Dios los puso de todos los tronos
en el trono más puro y más alto,
y subió como siervo que sube
con al cruz del deber al Calvario.
¡Y subió con el santo derecho
  del Príncipe santo,
sin las náuseas del odio en el alma,
sin la mueca del triunfo en los labios,
  sin mancha en la frente,
  sin sangre en las manos!...
Era el trono, entre Dios y los hombres,
  dulcísimo lazo,
pararrayos divino del mundo,
  concordia entre hermanos,
  faro en las tinieblas,
  orden en el caos.
 
   Y el Ungido miraba a sus hijos,
y lloraba de amor al mirarlos...,
  ¡tan débiles todos!...,
  ¡todos tan amados!...
 
   Y tornaba los ojos al cielo,
  y alzaba los brazos,
y del cielo a raudales caían,
al subir la oración de sus labios,
  luces en su mente,
  bienes en sus manos...
y en la grada más alta del trono,
  mirando hacia abajo,
  temblando de amores,
  de amores llorando...,
soberano, radiante, divino,
  sublime, inspirado,
como blanca visión de los cielos,
como Padre de amores avaro,
que a sus hijos quisiera traerles
  la gloria en pedazos...,
  dulce, generoso,
  solemne, magnánimo,
derramaba la luz de su mente
  y el bien de sus manos,
inundando de efluvios de cielo,
  del mundo los ámbitos.
 

- II -

   ¡Se resiste la mente a creerlo!
¡Se resiste la lira a cantarlo!
La legión de los hombres impíos,
la legión de los hijos ingratos,
ante el trono del Príncipe justo,
  del Príncipe sabio,
ante el trono del Padre amoroso,
  del Padre injuriado,
congregados por vientos de abismos,
  rugieron, gritaron...
  ¡Lo mismo que aquellos
que escuchaba el cobarde Pilatos!
Y rodó la corona del justo,
y a la cárcel al justo llevaron,
¡y vive en la cárcel, por ellos gimiendo,
  por todos orando!
 
   ¡Se resiste a creerlo la mente!
¡Se resiste la lira a cantarlo!
  Y una sola cuerda,
que responde al pulsarla mi mano,
solo quiere cantar esta estrofa,
que repite con ecos airados:
  «¡Ay de los impíos!
  ¡Ay de los ingratos
que coronan de agudas espinas
las sienes de un santo,
la frente de un Padre,
la cabeza de un débil anciano!...»



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Las sequías

                                         ArribaAbajoDespués de larga sequía
que atormentara los campos,
copiosas y frescas lluvias
  los bañaron.
 
   Y agua tomaron las fuentes
y agua embebieron los surcos,
y se alegraron las flores
  y los frutos.
 
   Y esta oración insensata
mis labios al Cielo alzaron,
torpe rosario imprudente
  de mis labios:
 
   «¡Señor que riges el mundo
con paternal Providencia,
que abarcas los anchos cielos
  y la tierra!
 
   ¡Señor que pintas los lirios,
y haces puras las palomas,
y los ocasos serenos
  arrebolas,
 
   y vivificas los gérmenes
y cuidas los libres pájaros,
y llenas de luz radiosa
  los espacios!
 
   Eres, Señor, más piadoso
con esta tierra agostada
que con los secos eriales
  de las almas.
 
   Cuando la tierra que hollamos
los rayos del sol calcinan,
con lluvias consoladoras
  la reanimas.
 
   Pero jamás a las almas
que se marchitan sedientas
con rocíos de ideales
  las refrescas.
 
   ¡Señor! ¿Por qué más piadoso
con esta tierra liviana
que con los páramos muertos
  de las almas?»
 
   Y dentro de mi conciencia,
que oyó mi clamor impío,
sonó una voz poderosa
  que me dijo:
 
   «Al beso del sol fecundo,
la tierra hacia el Cielo exhala
los ricos jugos que encierran
  sus entrañas;
 
   y el Cielo que los absorbe,
los cuaja en frescos rocíos
y en lluvias se los devuelve
  convertidos.
 
   Pero las almas ingratas
que en hálitos de oraciones
al alto Cielo no elevan
  Fe y amores,
 
   no esperen que el alto Cielo
la sed que las mata apague
con amorosos rocíos
  de ideales...»

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