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En los montes de encinas seculares |
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donde toda raíz profunda arraiga |
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donde tronco es columna inconmovible |
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y brazo de gigante toda rama; |
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allí donde en la vida se suceden, |
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cual recordando lo que nunca acaba, |
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el estallido de la yema nueva |
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y el caer funeral de la hojarasca; |
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allí, Señor, del tiempo |
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te siento Eterno el alma. |
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Con las pupilas y la mente hundidas |
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en los espacios de las noches claras; |
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en las orillas de los mares hondos |
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con el oído abierto a la borrasca; |
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junto a la base de la oscura sierra, |
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mirando el risco de las crestas ásperas; |
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sobre el perfil de la montaña ingente, |
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mirando el mundo de las tierras bajas, |
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allí, Señor del mundo, |
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te siente Grande el alma. |
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De la pradera en el riente suelo |
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pintado de violetas y gamarzas; |
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en el fogoso amanecer de oro |
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y en el sereno amanecer de plata; |
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oyendo al ave que cantando sube |
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y al regatuelo que rezando baja; |
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con una rosa cerca de los ojos |
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y un ruido de aire que entre frondas pasa, |
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así, por el sentido, |
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te siente Bueno el alma. |
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Y de ese insecto en los flexibles élitros, |
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y de esa fiera en las agudas garras, |
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y en esa escarcha que la tierra hiela, |
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y en ese rayo que el ambiente abrasa, |
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en ese sol incubador de vida, |
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en esa lluvia que mis surcos baña, |
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en esa brisa que fecundo polen |
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lleva en la punta de sus leves alas, |
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te siente Providente, |
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te siente Sabio el alma. |
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Sobre la peña del erial hirsuto |
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paladeando hieles las entrañas; |
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bajo la hiedra de heredado huerto |
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saboreando amores o esperanzas; |
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revolcando mis carnes sobre abrojos |
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cuando me acusa la conciencia airada |
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o en mi lecho campestre de tomillos |
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cantando paz de honrado patriarca, |
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allí, Padre del hombre, |
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te siente Bueno el alma. |
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Y no en los ruidos de los bellos días |
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ni en los silencios de las noches diáfanas; |
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y no en lo grande de tus grandes mundos |
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ni en lo pequeño que en sus senos guardan; |
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ni en esas cumbres de la vida eterna |
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ni en esos valles de la vida humana |
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es donde el alma que con sed te busca |
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bebe y se baña en tu visión más clara... |
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¡Mejor que fuera de ella |
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te siente dentro de su abismo el alma! |
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¡Quién fuera como él! Su edad primera, |
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gentil proemio de su vida entera, |
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fue un idilio inocente |
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de místicos amores |
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que a la virtud abrieron su alma ardiente |
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como a la luz del sol abren las flores. |
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¡Hermosa infancia aquella! |
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Canto sublime de la fe naciente, |
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áureo reinado de la Aurora bella |
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del alma de un creyente |
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que en la noche del mundo es una estrella. |
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Como otros niños, con afán distinto, |
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amenizan sus juegos y recreos |
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con guerreros trofeos |
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y empresas militares |
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que les enseña a fabricar su instinto, |
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el niño aquel, sincero, de seguro, |
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construía minúsculos altares |
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de su pobre casita en el recinto. |
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Y en el silencio del rincón oscuro, |
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pobre templo que abría la inocencia |
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al culto mudo del amor más puro, |
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vagamente sentido en la conciencia, |
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pasaba el niño las mejores horas |
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de la edad más feliz de la existencia. |
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Aquel era su juego, su alegría, |
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su gloria, su poema, su tesoro, |
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el deleite más hondo que sentía |
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y el más hermoso de los sueños de oro |
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que le pudo fingir la fantasía. |
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Dios era bueno, y grande, y poderoso, |
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y de los niños huérfanos el Padre |
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más tierno y amoroso... |
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¡Se lo oía decir él a su madre |
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cuando ésta hablaba del perdido esposo! |
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Dios había hecho el mundo |
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con todas las grandezas que tenía |
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por amor a los hombres solamente. |
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Un amor tan inmenso, tan profundo, |
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que, sobre el mundo que creado había, |
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pidió cosa más bella, |
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no fugaz como aquel, no transitoria... |
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¡Y creó Dios la gloria |
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tan solo porque el hombre fuera a ella! |
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En ella estaba Dios, de bondad lleno |
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y había que adorarle por ser bueno. |
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A esto se reducía |
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la incompleta, la noble Teología |
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del pequeño creyente |
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que a solas en su templo meditando, |
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más que un niño que piensa parecía |
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un extático orando... |
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La honda emoción ardiente y misteriosa |
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de su precoz adoración piadosa, |
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dulcemente le ataba |
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al altar de cartón de sus amores, |
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que a falta de riquísimos primores, |
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el pobre «sacerdote» engalanaba |
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con las del prado pequeñuelas flores. |
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Allí adoraba a Dios, allí soñaba |
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con vagas efusiones inefables |
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que el alma entrevía |
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en una misteriosa lejanía |
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de dulzuras sin fin inenarrables. |
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La emoción religiosa |
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de su infantil contemplación piadosa, |
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algo difusa aún, algo incoherente, |
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en momentos de dicha misteriosa |
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llegaba a herir su corazón ardiente: |
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y entonces abstraído, arrebatado, |
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cual sublime vidente |
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que oye la voz con que el Señor le ha hablado, |
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como una estatua del amor que espera |
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la total plenitud del bien amado; |
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cual tierna alegoría refulgente |
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del alma enamorada |
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que su vuelo al tender buscaba Oriente |
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para lanzarse recta y de repente |
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a la región de la feliz morada; |
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como el santo que en éxtasis adora, |
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como asceta que ora, |
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como un arcángel que tendiera el vuelo |
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desde la tierra a la mansión del cielo, |
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así el niño quedaba |
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en sus raros momentos de desmayo; |
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y cuando el puro, el encendido rayo |
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de aquel amor de fuego se alejaba, |
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su alma sensible se quedaba fría, |
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muda, yerta, vacía..., |
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y el pobre niño, sin querer, lloraba |
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con hondo sentimiento |
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que su pobre razón no definía... |
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¡La nostalgia del bien es gran tormento! |
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Vagas como la pálida neblina |
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que empaña un rato la gentil mañana |
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hasta que en breve la disipa luego |
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luz del ardiente sol, luz argentina |
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que el mundo inunda con su luz de fuego, |
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así su caridad, su fe pristina, |
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sus vagas concepciones religiosas |
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iban cristalizando |
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en regiones más puras y radiosas |
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que Dios iba delante despejando. |
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Y así como el imán busca el acero, |
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cual van los ríos a la mar buscando, |
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su alma, su corazón, su ser entero |
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se alzó sobre su fe buscando oriente, |
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y sereno después partió ligero |
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hacia su centro natural sumiso: |
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a la iglesia de Dios, al sacerdocio, |
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y al martirio tras él, si era preciso. |
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Honra y consuelo de su madre amante, |
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que jamás concibió dichas mayores; |
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espejo de modestia y santo celo, |
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orgullo de sus sabios profesores, |
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gloria de su colegio, fiel modelo |
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de sencilla humildad, noble y sincera... |
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todo eso y algo más, el joven era. |
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Ya entonces meditaba, preocupado |
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de más seria manera, |
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que si por él fue un Dios crucificado, |
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morir él por su Dios bien poco era. |
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Y en el santo delirio |
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de su fiebre de amor, que era una hoguera, |
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soñaba que el final de su carrera |
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iba a ser el principio del martirio. |
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Yo no sé si lo fue. Por vez postrera |
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vile el solemne día |
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de su misa primera, |
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que yo a su lado oía... |
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El niño soñador era ya hombre: |
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un hombre que tenía |
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la fe tan pura y tan serena el alma |
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como si fuera niño todavía. |
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Ya estaba allí lo que anhelaba tanto; |
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lo que asustaba a la humildad ahora... |
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ya estaba ungido con el óleo santo;. |
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¡que viniera el martirio a cualquier hora! |
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Centenares de luces titilaban, |
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el oro del altar resplandecía, |
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las trompetas del órgano arrojaban |
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raudales de armonía, |
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y los fieles oraban |
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y el humo del incienso trascendía, |
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y una tropa de arcángeles dorados, |
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bellísimos, magníficos, alados, |
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que el Divino tesoro |
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del rico tabernáculo guardaban, |
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al fulgor de las luces que oscilaban |
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parecían batir sus alas de oro. |
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Con el santo temor de alma creyente |
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que el hálito de Dios siente cercano, |
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subió el misacantano |
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las gradas del altar resplandeciente. |
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«¡Ese sí que es altar!», dijo a mi oído |
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el eco amortiguado |
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de la voz de un recuerdo no perdido... |
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Y al ver al sacerdote allí postrado, |
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con su rica, sagrada vestidura |
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de la propia blancura del armiño, |
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me acordé con tristísima dulzura |
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de su altar de cartón cuando era niño, |
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y me hirió en las entrañas la ternura |
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del idilio inocente recordado |
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que yo mismo veía |
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en poema magnífico trocado. |
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Llegó al fin el momento |
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del sublime misterio: el celebrante |
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se inclinó y consagró, fijo y atento: |
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los ojos de su fe vieron delante |
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el divino portento |
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que ofuscó, que cegó su pensamiento; |
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y pálido, con miedo, vacilante, |
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con toda el alma en el misterio hundida, |
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con el santo terror de la criatura |
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que ve su pequeñez engrandecida |
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y elevada por Dios a aquella altura; |
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como rendido al infinito peso |
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de aquel divino y amoroso exceso; |
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con el alma anegada |
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en un mar de ternura dolorosa |
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e implorando la ayuda poderosa |
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de la bondad de Dios, nunca agotada, |
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pudo elevar, con mano temblorosa, |
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la Hostia consagrada... |
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........................................................ |
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Yo adoré de hinojos |
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con el pueblo postrado: |
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y el solemne momento ya pasado, |
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al levantar los ojos |
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y ver al sacerdote reposado |
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y en tranquila actitud, como si orara, |
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vi también otra cosa... |
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vi caer una lágrima amorosa |
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sobre el paño blanquísimo del ara... |
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¡Qué bien se vive así! Pasan los días |
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sin dejar en el alma sedimentos |
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de insanas alegrías |
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ni de amargos tormentos... |
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Ni el placer emborracha los sentidos |
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con falsos espejismos, revestidos |
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de engañosa apariencia, |
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ni el dolor de vivir en este mundo |
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nos hace maldecir nuestra existencia. |
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¡Qué bien se vive así! Pasan las horas |
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tranquilas y serenas |
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cual ondas de arroyuelo bullidoras |
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que ruedan mansamente sobre arenas. |
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Ni mis pasos acecha un enemigo, |
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ni la calumnia sobre mí se ensaña, |
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ni me hiere a traición el falso amigo |
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que cuanto más me abraza, más me engaña. |
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¡Qué bien se vive así, sin ser testigo |
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de ese culto idolátrico del oro |
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que convierte en mercado la existencia |
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y nos hace vivir en la presencia |
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de miserias que ofenden el decoro |
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y escándalos que alarman la conciencia! |
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¡Qué bien se vive así; qué bien, Dios mío! |
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Ni me roba la farsa el albedrío, |
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ni tiene que estrechar mi honrada mano |
|
la mano del ladrón y del impío |
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al par que la del hombre honrado y sano. |
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¡Qué bien se vive sólo a Dios amando, |
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en Dios viviendo y para Dios obrando! |
*** |
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La atmósfera serena |
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de esta amorosa soledad amena |
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de los ruidos del mundo está vacía, |
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pero Dios está en ella y Dios la llena |
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con hálitos de amor y de poesía. |
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Al alma no acongojan |
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las diarias mundanas tentaciones |
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que en los abismos del pecado arrojan |
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tantos flacos vencidos corazones. |
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Jamás conturban tan augusta calma |
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los fantasmas del odio y la perfidia, |
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ni la codicia ruin que seca el alma, |
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ni el espectro amarillo de la envidia: |
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jamás se oye rodar por el vacío |
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la maldecida voz, hija insolente |
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de la boca podrida del impío |
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y la boca soez del maldiciente. |
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¡Qué bien se vive así! La vida entera |
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se desvanece en Dios, su Sumo Dueño, |
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y nos abrasa de su amor la hoguera, |
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y el bien es fácil, el vivir risueño, |
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sabroso el pan, reparador el sueño |
|
y dulce el esperar para el que espera. |
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Y en este grato estado |
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el espíritu está de Dios más lleno, |
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y el dolor suele ser más resignado, |
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y el placer es más puro y más sereno... |
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Calientan las entrañas |
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generosos deseos de ser bueno; |
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ansiedades extrañas |
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a que antes era el corazón ajeno; |
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misteriosas y nuevas impresiones |
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que tienen escondido |
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del alma en los más íntimos rincones |
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su delicioso nido; |
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sublimes explosiones |
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de amor universal, nunca sentido; |
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deseos de morirse resignado |
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a la Cruz abrazado; |
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infinita ternura |
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que hace llorar con llanto de dulzura; |
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fuego que el alma abrasa..., |
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salto desdén de la mundana escoria... |
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¡El hálito de Dios, que cuando pasa |
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nos deja la nostalgia de la gloria! |
*** |
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¡Qué bien así se vive, a Dios amando, |
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en Dios viviendo y para Dios obrando! |
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....................................................... |
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Mas, ¡ay!, cómo me olvido, |
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en estos pensamientos embebido, |
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de que este hermoso estado |
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del vivir «ni envidioso ni envidiado» |
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es para mí tan breve |
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que, pronto, sí, ¡desvanecerse debe! |
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Éste no es para mí perenne estado; |
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es, no más, un momento de reposo |
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al cuerpo y al espíritu cansado: |
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un descanso en un puerto |
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de este mar de la vida borrascoso, |
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¡un oasis en medio del desierto! |
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Después..., ¡después lo mismo! |
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¡A luchar otra vez por este mundo! |
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¡A saltar de un abismo en otro abismo, |
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con riesgo de rodar a lo profundo!... |
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Pero... ¿y si no rodara? |
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¿Y si Dios de la mano me llevara, |
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y humilde tras Él fuera, |
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y entre tantos abismos no cayera |
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y a la cumbre llegara? |
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¿Será más meritoria |
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la victoria sin lucha así lograda, |
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que la santa victoria |
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con lágrimas y sangre conquistada? |
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............................................................ |
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¡Oh, no; no vale tanto! |
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No se llega hasta el Dios tres veces Santo, |
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no se llega hasta Vos, ¡oh Dios Divino!, |
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por caminos de flores alfombrados. |
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¡Se llega con los pies ensangrentados |
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por las duras espinas del camino! |
Al excelentísimo e ilustrísimo señor don Pedro Casas y Souto, obispo de Plasencia.
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¿Que cante al virtuoso |
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sabio varón de corazón piadoso? |
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No es mi musa la musa cortesana |
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de palabra del miel y áureo ropaje |
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que quema incienso a la grandeza humana; |
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es la ruda aldeana |
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que va vestida con honesto traje, |
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cantando la virtud en el lenguaje |
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que le enseñó Naturaleza sana. |
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Y porque ella es así, porque es sincera, |
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porque no es lisonjera, |
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porque es del bien la enamorada ruda |
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cantando la virtud es vocinglera, |
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mas delante del héroe es hosca y muda. |
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Ni mi musa acaricia los sentidos |
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de los hombres henchidos |
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del viento de la gloria inmerecida, |
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ni desgarra con épicos sonidos |
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los austeros oídos |
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de los grandes humildes de la vida. |
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Es de almas sin decoro |
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plegar las alas ante el trono de oro |
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donde se asienta la soberbia humana, |
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y pulsando el laúd, rodilla en tierra, |
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quemar inciensos y cantar a coro |
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con las legiones de la gente vana. |
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Pero es mayor pecado |
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cantarle al justo la canción sonora, |
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que su virtud celebra, |
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en lengua seductora |
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de meliflua serpiente tentadora |
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a quien solo humildad su diente quiebra. |
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Arrullen los juglares |
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el trono del soberbio con cantares, |
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y la turba servil de aduladores |
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queme todo su incienso en los altares |
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donde honor y virtud no son señores. |
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Pero la musa honrada, |
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cuando penetre en el desnudo templo |
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del alma de un humilde, ore callada |
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y escuche en las honduras del ejemplo |
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la armonía del bien allí guardada. |
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Y luego de aprendida |
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la música de Dios, que a gloria suena, |
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requiera el arpa que a cantar convida |
|
y ensaye en ella la canción serena |
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del alma recta, de virtud nutrida. |
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Mas no hiera el oído de los justos |
|
con ditirambos de clamor liviano, |
|
que en los senos de espíritus robustos |
|
suenan a ruido vano. |
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|
¿Qué le place a los grandes corazones |
|
un decir halagüeño, |
|
si ellos moran en diáfanas regiones |
|
donde el ídolo humano es muy pequeño, |
|
la voz de la lisonja desabrida, |
|
la trompa de la fama ronca y hueca, |
|
pobre la falsa vida |
|
y el mundo frágil como caña seca? |
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Las alas de la fama presurosa, |
|
esta vez no engañosa, |
|
también trajeron a mi abierto oído, |
|
que lo oyó con deleite inenarrable, |
|
el nombre esclarecido |
|
del justo patriarca venerable. |
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Y así como el idólatra del oro |
|
guarda siempre el tesoro |
|
de su morada en el rincón oscuro, |
|
yo de ese justo la adorable historia |
|
escondí en el rincón de la memoria |
|
donde suelo guardar todo lo puro. |
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Y en el silencio donde oculto he dado |
|
a su santa humildad, nunca he clamado: |
|
«¡Si supiera cantar almas tan santas!...» |
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Pero siempre muy quedo he murmurado: |
|
«¡Si supiera imitar virtudes tantas!» |
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|
|
Palabras indiscretas, |
|
qué hermosas habéis sido |
|
mientras fuisteis sencillas y secretas |
|
si osáis llegar al delicado oído |
|
del venerable anciano |
|
que sabe perdonar flaquezas tales, |
|
decidle que sois hijas de un cristiano |
|
y que amores filiales |
|
os arrancaron del rincón arcano |
|
donde estabais mejor que en las venales |
|
alas del viento charlatán y vano. |
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Bien sé que en la armonía |
|
que el justo oyera de la lira mía, |
|
fuera gárrula música liviana, |
|
hueca trompetería |
|
que no conmueve la muralla ingente |
|
de la humildad cristiana, |
|
que escucha el alma del varón prudente. |
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Pero más que la estrofa detonante |
|
con que el hijo leal celebre y cante |
|
las altas prendas de su padre amado, |
|
le place al padre amante |
|
oír la apasionada melodía |
|
del hijo enamorado |
|
de la virtud que de nutrirlo ansía. |
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Venerable Pastor que has conducido |
|
tu rebaño querido |
|
hollando con tus plantas los abrojos, |
|
por las ásperas cuestas de la vida: |
|
tú, que ya ves con anhelantes ojos |
|
la tierra prometida, |
|
desde las cumbres del dorado ocaso |
|
que ganas paso a paso |
|
con santa majestad de alma elegida, |
|
alza tus manos al clemente Cielo |
|
y alcánzale a tus hijos el consuelo |
|
de dilatar tu triste despedida. |
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¿No ves cómo te aman? |
|
¿No escuchas cómo a coro |
|
todos padre te llaman? |
|
¿Oyes cómo te aclaman |
|
celebrando tus puras bodas de oro? |
|
|
|
¿No ves cómo a tus puertas, |
|
siempre a la santa Caridad abiertas, |
|
se agolpan, rumorosas, |
|
las turbas de tus pobres, numerosas, |
|
que pan y bendiciones |
|
reciben de tus manos amorosas? |
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Ese rumor opaco y elocuente |
|
que tu nombre amadísimo murmura |
|
es el himno amoroso más ardiente |
|
que de la humana gente |
|
puede escuchar una conciencia pura. |
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El otro canto, el de la gloria humana, |
|
ya sonará vibrante |
|
cuando entres por las puertas de la Historia; |
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y otro más dulce que tu triunfo cante |
|
cuando te abra el Señor las de su gloria. |
|
El geniecillo riente |
|
que mis tonadas me inspira |
|
oyó complacidamente |
|
la ruda música ardiente |
|
de una canción de mi lira. |
|
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|
Su última nota bebió, |
|
subió a la cumbre del monte |
|
que el canto con él oyó |
|
y en el lejano horizonte |
|
sagaz mirada fijó... |
|
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|
Las alas apresurado |
|
batió en derechura al cielo, |
|
quedó en la altura parado |
|
y, apenas se hubo orientado |
|
tendió hacia el Norte su vuelo. |
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|
Cruzó las llanuras anchas |
|
de la desierta Castilla, |
|
manchas de mies amarilla, |
|
grises y estériles manchas |
|
de muerta, mísera arcilla... |
|
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|
Viejas villas y lugares, |
|
ciudades y caseríos, |
|
verdes, pomposos pinares, |
|
apretados encinares, |
|
luengos parajes baldíos... |
|
|
|
Y atrás el erial quedaba |
|
y atrás dejando la brava |
|
soledad de pardas sierras, |
|
ya volaba, ya volaba, |
|
por aragonesas tierras. |
|
|
|
Y atrás quedaban los blancos, |
|
los cabezos eminentes, |
|
protegidos en sus flancos |
|
por las rápidas pendientes |
|
de abismáticos barrancos. |
|
|
|
Y atrás quedaba la vega |
|
con el río que la riega, |
|
con la gente que la cuida, |
|
con las casas en que anida |
|
la rural legión labriega... |
|
|
|
Y atrás las viejas ciudades |
|
que despiertan las memorias |
|
de los tiempos de las glorias |
|
y las heroicas edades |
|
que nos pintan las historias... |
|
|
|
Y amainando mansamente, |
|
como amaina la corriente |
|
junto al borde de la poza, |
|
plegó el vuelo de repente |
|
sobre la gran Zaragoza. |
|
|
|
Y bajando disparado |
|
como blanca culebrina |
|
desprendida del nublado, |
|
con caída repentina |
|
de avión aliquebrado; |
|
|
|
como cosa que al bajar |
|
precipita su correr |
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sin poderlo remediar, |
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raudo el genio fue a caer |
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sobre el templo del Pilar. |
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Traspasó la vidriera |
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de una artística tronera, |
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y ante la Virgen, de hinojos |
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humillados alas y ojos, |
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exclamó de esta manera: |
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¡Señora! de la lejana |
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noble tierra castellana, |
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donde se os rinden loores, |
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traigo un mensaje de amores |
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a tierra zaragozana. |
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Para ante vos presentarlo |
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debiera dulcificarlo, |
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ponerlo en habla divina; |
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pero es más bello dejarlo |
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con su rudeza pristina. |
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Ved de qué modo os venera |
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y os ama el alma sincera |
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de un rimador de Castilla, |
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que en habla ruda y sencilla |
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lo canta de esta manera: |
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¡Virgen Santa del Pilar! |
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Desde este rincón querido |
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donde he escondido mi hogar |
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quiero mandarte prendido |
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mi espíritu en un cantar. |
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En esa tierra de hermanos |
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estuve hace pocos meses |
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bebiendo aromas cristianos |
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y estrechando honradas manos |
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de hidalgos aragoneses. |
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¡Nunca podré bien pagarte |
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la dicha de visitarte |
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que quiso darle el destino |
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a este pobre peregrino |
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de la piedad y del arte! |
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A ti el amor me llevó |
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¡y estuve cerca de Ti!: |
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mi espíritu te sintió, |
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pero verte, no te vi, |
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porque tu luz me cegó. |
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Ojos que tanta belleza |
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sorprenden en los arcanos |
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que incuba Naturaleza, |
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pequeños son y profanos |
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para admirar tu grandeza. |
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Perdona si al visitarte, |
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ciego, mudo y aturdido, |
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no supe ni saludarte, |
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que yo sólo puedo hablarte |
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desde lejos y escondido. |
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Escondido en las serenas |
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tranquilidades amenas |
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de estas húmedas umbrías |
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que están de ruidos vacías, |
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que de amores están llenas. |
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¡Aquí ya sé yo cantar! |
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¡Aquí ya puedo sentir |
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las grandezas del Pilar! |
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¡Aquí ya acierto a decir |
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sabrosas cosas de amar! |
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Si esa ciudad vencedora |
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no fuera merecedora |
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de tu regia rica silla, |
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yo te dijera: «¡Señora!, |
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¡vente a morar en Castilla!» |
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Y si este suelo querido |
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se hubiese al peso rendido |
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del Pilar abrumador, |
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¡tendrémoslo suspendido |
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con el imán del amor! |
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Yo no soy más que un poeta |
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que toscamente interpreta |
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las tonadas del lugar... |
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Permíteme que prometa |
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tu gloria no profanar. |
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Porque el himno de tu gloria, |
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para la humana memoria |
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sólo se concibe escrito |
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por el dedo de la Historia |
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sobre el espacio infinito. |
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Pero yo sé hacer cantares |
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con decires populares |
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y sentires del amar, |
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que en estos pobres lugares |
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saben a pan del hogar. |
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Y ya que endechas sutiles |
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no te cantan tus poetas, |
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oirás coplillas viriles |
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al son de las panderetas |
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y al son de los tamboriles. |
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Y yo haré que de dulzores |
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te den su rico tesoro |
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las gaitas de mis pastores, |
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que saben decir amores |
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mejor que las arpas de oro. |
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Los campos registraremos, |
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y en el valle más tranquilo |
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sencilla ermita te haremos, |
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y en ella amoroso asilo |
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y adoración te daremos. |
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A pobre mansión te envita |
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mi cielo, Virgen bendita; |
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mas tu ruda grey leal |
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sabe rezarte en la ermita |
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mejor que en la catedral. |
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Y allí, en el campo, a tus plantas, |
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cantan mejor tu grandeza |
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los hombres con sus gargantas |
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y Dios con músicas santas |
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que sabe Naturaleza. |
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Mi gente no te daría |
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coronas ni toca de oro |
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ni mantos de pedrería; |
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mas ¡cuán henchido tesoro |
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de amores te rendiría! |
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Alegrando estos caminos |
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vieras venir a millares |
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los rústicos peregrinos |
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de los lugares vecinos |
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y los lejanos lugares. |
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Vieras venir las doncellas |
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por estas campiñas bellas, |
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del dulce reposo amigas, |
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cortando flores y espigas |
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para adomarte con ellas. |
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Grupos de mozos forzudos |
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y de zagales talludos |
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con danzas te festejaran, |
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donde sus cuerpos membrudos |
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bravos vigores mostraran. |
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Y a lomos de sus asnillas |
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vinieran las viejecillas |
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a darte con fe leal |
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velas de cera amarillas, |
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roscas de pan candeal... |
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Si hay en la ofrenda pureza, |
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¿qué añadirá a su grandeza |
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la pompa y el esplendor? |
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¡Qué sublime es la pobreza |
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cuando festeja el amor!» |
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- II - |
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«Perdona, Reina gloriosa, |
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si acaso a ofenderte llega |
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mi invitación amorosa; |
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y tú, Zaragoza hermosa, |
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perdona a mi fe, que es ciega. |
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No ha visto que formular |
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su amorosa petición |
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es torpemente olvidar |
|
que una misma cosa son |
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Zaragoza y el Pilar. |
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No ha visto que era robarte |
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la más envidiable gloria |
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que el cielo quiso donarte. |
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¡No ha visto que era arrancarte |
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las entrañas de tu historia! |
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Sigue, pueblo venturoso, |
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sigue ostentando el hermoso |
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diamante de tu presea, |
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y ese Pilar suntuoso |
|
tu hogar, Zaragoza, sea. |
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Y sea en mi tierra bendita |
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cada alma una lucecita, |
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y cada pecho un altar, |
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y cada hogar una ermita |
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de la Virgen del Pilar.» |
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Almas grandes que pudierais remontaros, |
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poderosas, mayestáticas, serenas, |
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por encima de las águilas reales, |
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a purísimas atmósferas etéreas |
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donde el oro de las alas no se mancha, |
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ni oscurecen las pupilas vagas nieblas, |
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ni desgarran el oído los estrépitos |
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de los hombres que se hieren y se quejan... |
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Almas sabias que en las cimas de la vida |
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como nubes protectoras la envolvieran, |
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desgarrándose en relámpagos de oro |
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y lloviendo lluvias ricas y benéficas |
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para damos a los ciegos de los valles |
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luz que rasgue las negruras que nos ciegan |
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y caudales de rocíos salutíferos |
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que a las almas enfermizas regeneran... |
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Almas fuertes que pudierais desligaros |
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del mortífero dogal de las miserias |
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y llevarnos de la mano por la vida, |
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guarneciéndonos de santas fortalezas, |
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saturándose de amores generosos, |
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regalándonos magnánimas ideas. |
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Almas buenas que sabéis de las torturas |
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de las pobres almas rudas y sinceras |
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que al querer de la miseria levantarse |
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desde arriba las azotan y envenenan |
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con el látigo estallante del escándalo |
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que repugna, que deprime, que avergüenza... |
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Almas grandes, almas sabias, |
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almas fuertes, almas buenas... |
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¡Nos debéis a los humildes, |
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nos debéis a las pequeñas |
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la limosna del ejemplo, |
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que es la deuda más sagrada de las deudas! |
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¡Lo amaba, lo amaba! |
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¡No fue sólo milagro del genio! |
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Lo intuyó cuando estaba dormido, |
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porque sólo en las sombras del sueño |
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se nos dan las sublimes visiones, |
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se nos dan los divinos conceptos, |
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la luz de lo grande, |
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la miel de lo bello... |
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|
¡Lo amaba, lo amaba! |
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¡Nacióle en el pecho! |
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No se puede soñar sin amores, |
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no se puede crear sin su fuego, |
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no se puede sentir sin sus dardos, |
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no se puede vibrar sin sus ecos, |
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volar sin sus alas, |
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vivir sin su aliento... |
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El sublime vidente dormía |
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del amor y del arte los sueños |
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-¡los sueños divinos |
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que duermen los genios! |
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¡Los que ven llamaradas de gloria |
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por hermosos resquicios de cielo!- |
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Y el amor, el imán de las almas |
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le acercó la visión del Cordero, |
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la visión del dulcísimo Mártir |
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clavado en el leño, |
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con su frente de Dios dolorida, |
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con sus ojos de Dios entreabiertos, |
|
con sus labios de Dios amargados, |
|
con su boca de Dios sin aliento..., |
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¡muerto por los hombres!, |
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|
¡por amarlos muerto! |
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Y el artista lo vio como era, |
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lo sintió Dios y Mártir a un tiempo, |
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lo amó con entrañas |
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cargadas de fuego, |
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y en la santa visión empapado, |
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con divinos arrobos angélicos, |
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con magnéticos éxtasis líricos, |
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con sabrosos deliquios ascéticos, |
|
con el ascua del fuego dramático, |
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con la fiebre de artísticos vértigos, |
|
la memoria tomando a los hombres |
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ingratos y ciegos, |
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débiles o locos, |
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ruines o perversos, |
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invocó a la Divina Belleza |
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donde beben bellezas los genios, |
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los justos, los santos, |
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los limpios, los buenos... |
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Y al conjuro bajaron los ángeles, |
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y al artista inspirado asistieron, |
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su paleta cargaron de sombras |
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y luces del cielo |
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alzaron el trípode, |
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tendieron el lienzo, |
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y arrancándose plumas de raso |
|
de las alas, pinceles le hicieron. |
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Y el mago del arte, |
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el sublime elegido, entreabriendo |
|
los extáticos ojos cargados |
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de penumbras del místico ensueño, |
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tomó los pinceles, |
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sonámbulo, trémulo... |
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De rodillas cayeron los ángeles |
|
y en el aire solemnes cayeron |
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|
todas las tristezas, |
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todos los silencios... |
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¡Y el genio del arte |
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se posó sobre el borde del lienzo! |
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Con fiebre en la frente, |
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con fuego en el pecho, |
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con miradas de Dios en los ojos |
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y en la mente arrebatos de genio, |
|
el artista empapaba de sombras |
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y de luces de sombras el lienzo... |
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No eran tintas que copian inertes, |
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eran vivos dolientes tormentos, |
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eran sangre caliente de Mártir, |
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eran huellas de crimen de réprobos, |
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eran voces justicia clamando, |
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y suspiros clemencia pidiendo... |
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¡Eran el drama del mundo deicida |
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y el grito del cielo!... |
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¡Y el sueño del hombre |
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quedó sobre el lienzo! |
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¡Lo amaba, lo amaba!: |
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¡el amor es un ala del genio! |
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Era venido el suspirado día, |
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por el dedo divino señalado, |
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para que el Cielo oyera la armonía |
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del himno más sublime que ha cantado |
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el mundo, enamorado de María. |
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La mano augusta que grabó indelebles |
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en el seno de todo lo creado |
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las sabias leyes que la vida rigen, |
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la que movió el abismo de la nada, |
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la que del tiempo señaló el origen, |
|
la que la vida conoció increada, |
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la que en el caos derramó armonías |
|
y en el vacío modeló grandezas, |
|
y en los abismos encendió los días |
|
y con su luz iluminó bellezas; |
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la que en los días del vivir primeros |
|
selló los hechiceros |
|
secretos de las grandes maravillas, |
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la que en el cielo derramó luceros |
|
como en la tierra derramó semillas; |
|
la que en los montes despeñó torrentes; |
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la que en los valles ocultó palomas |
|
y desató las brisas y las fuentes, |
|
pintó los lirios y esenció las pomas: |
|
la que endulzó el sonoro |
|
de aves cantoras incontable coro; |
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la que a los ojos de belleza avaros |
|
les mostró de los días el tesoro |
|
con ocasos teñidos de escarlata, |
|
bellas auroras de oro |
|
y mediodías de bruñida plata... |
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La mano omnipotente |
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que hizo del limo la gentil figura |
|
de la primera humana criatura, |
|
carne hermosa con alma inteligente..., |
|
aquella sabia mano, |
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providente, magnánima, divina, |
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quiso en un ser, por ello soberano, |
|
compendiar la hermosura peregrina |
|
que vertió en lo divino y en lo humano, |
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y con la luz de todas las blancuras, |
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con la clave de todas las grandezas, |
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con el fuego de todas las ternuras, |
|
con la esencia de todas las purezas, |
|
con las mieles de todas las dulzuras |
|
y la cifra de todas las bellezas, |
|
graciosa, exuberante, |
|
casta, ideal, magnífica y triunfante, |
|
más sencilla y gentil que las palomas, |
|
más hermosa que el día, |
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más pura que la luz y los aromas, |
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más hermosa que el sol... ¡hizo a María! |
|
Y ¿cómo no creerla pura y bella, |
|
si morada de Dios iba a ser ella? |
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Y fue limpia morada |
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del que pasó por Ella, Cristo vivo, |
|
puras dejando sus entrañas puras... |
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¿Mancha el beso del sol la inmaculada |
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nieve de las alturas? |
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El Dios que la creó quiso que el mundo |
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sin su mandato Pura la sintiera... |
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Y el mundo bueno, con amor profundo, |
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la sintió como era... |
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Ancianos patriarcas venerables |
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videntes y profetas, |
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mártires incontables, |
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teólogos y poetas, |
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cenobitas y santos adorables, |
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filósofos y extáticos ascetas... |
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Mundo meditador, mundo creyente... |
|
¡Todos en santa universal porfía |
|
tuvisteis en el pecho y en la mente |
|
la fe de la pureza de María! |
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Pero faltaba el eco soberano |
|
de la voz del Señor, nota primera |
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del divino Poema mariano... |
|
¡Indigno de ella fuera, |
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sin preludio de Dios, un canto humano! |
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Y aquel sublime y venerable anciano |
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que el místico rebaño dirigiera |
|
con luces celestiales en la mente, |
|
con llaves áureas en la augusta mano |
|
el mártir generoso |
|
de alma de fuego y corazón piadoso, |
|
y corona de espinas en la frente: |
|
que vivió sangre santa derramando |
|
y se pasó la vida bendiciendo |
|
y descendió al sepulcro perdonando; |
|
el justo, el perseguido, |
|
el del ardiente corazón herido |
|
que en Santa Caridad se derretía, |
|
¡aquel fue el elegido |
|
para exaltar la gloria de María, |
|
para apagar el infernal rugido |
|
con el preludio santo |
|
del más sublime canto |
|
que de boca del hombre el Cielo ha oído! |
|
Oraba el justo con fervor profundo, |
|
callaba el cielo y esperaba el mundo... |
|
Arrobado en coloquios divinales |
|
con el más grande amor de los amores, |
|
paladeando mieles edeniales, |
|
bálsamo de agudísimos dolores, |
|
en los ojos el fuego de los llantos |
|
y el del amor dulcísimo delirio, |
|
en las sienes el nimbo de los santos |
|
y en la mano la palma del martirio, |
|
extático, magnífico, sereno, |
|
ebrio de Caridad, de gracia lleno, |
|
cuando del Cielo descendió el torrente |
|
de la divina inspiración gigante, |
|
tomó a sus hijos la mirada amante |
|
llena de amor ardiente |
|
y grande, mayestático, triunfante, |
|
con las mieles de todos los consuelos, |
|
en una voz que resonó en la anchura |
|
del ancho mundo y de los anchos cielos |
|
llorando de alegría y de ternura |
|
clamó radiante: «¡Inmaculada y Pura!» |
|
|
|
«¡Inmaculada y Pura!», repitieron |
|
los ángeles que asisten a María; |
|
y la creyente muchedumbre humana |
|
con voz de amores, honda y soberana: |
|
«¡Inmaculada y Pura!», repetía. |
|
¡Y toda la armonía |
|
con que sabe latir Naturaleza |
|
se derrama en la inmensa sinfonía; |
|
y del aire en el ámbito profundo |
|
y de las almas en la fresca hondura |
|
flotó un ambiente de ideal pureza, |
|
segundo redentor de todo un mundo |
|
puesto a las plantas de la Virgen Pura! |
|
|
|
Y herida nuevamente |
|
con honda herida la infernal serpiente, |
|
silbó blasfemias con su lengua impura |
|
moviendo al Cielo guerra, |
|
y su chata cabeza ensangrentada |
|
golpeó sobre el polvo de la tierra, |
|
con rabia loca de soberbia hollada |
|
y sus fauces cargadas de veneno |
|
polvo amasaron con su baba horrible, |
|
y el cuerpo innoble, en convulsión terrible |
|
se retorció sobre su propio cieno... |
|
|
|
¡Gloria a Ti, Madre mía, |
|
que con tus plantas al abismo huellas, |
|
y con tu luz disipas las negruras, |
|
áurea alborada del dichoso día |
|
de quien un rayo son las cosas bellas, |
|
de quien un rayo son las cosas puras! |
|
|
|
Gloria canto a tus plantas, |
|
sol del edén, de perfección dechado, |
|
de quién átomos son las cosas santas, |
|
que el Señor en la vida ha derramado; |
|
de quien son un reflejo peregrino |
|
las estrellas de luz resplandecientes |
|
y el coro de querubes refulgente |
|
que forman el divino |
|
nimbo de luz de tu divina frente: |
|
|
|
¡Dios te salve, María Inmaculada, |
|
de la gracia de Dios favorecida, |
|
y con todo el poder de Dios creada, |
|
y con todo el favor de Dios henchida, |
|
y con todo el amor de Dios amada, |
|
la sin pecado original nacida, |
|
la sin mácula Virgen coronada! |
|
|
|
Flor de las flores, adorable encanto, |
|
gloria del mundo, celestial hechizo... |
|
¡Dios no pudo hacer más cuanto te hizo! |
|
¡Yo no sé decir más cuando te canto! |