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Representación de la comedia nueva de don Manuel Eduardo Gorostiza titulada «Contigo pan y cebolla»

Mariano José de Larra

[Nota preliminar: Reproducimos la edición digital del artículo ofreciendo la posibilidad de consultar la edición facsímil de La Revista Española, Periódico Dedicado a la Reina Ntra. Sra., n.º 75, 9 de julio de 1833, Madrid.]

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Es un error en nuestro entender bastante general creer que las novelas tienen la culpa de las locas bodas y desatinados enlaces que en el mundo se hacen y se han hecho. No está todo el daño en las novelas: la mayor parte está en el corazón humano. El amor, ora le llamemos, como nuestros abuelos, que no veían más que el lado hermoso de las cosas, una noble pasión; ora le llamemos como nuestros despreocupados del día, que sólo ven el lado feo de las cosas, una vil necesidad rebozada; el amor existe en la naturaleza, y mientras exista podrá ocurrir en la vida frecuentemente que no se halle de acuerdo con el interés. Desde los tiempos fabulosos que se remontan a la más atrasada antigüedad, desde Píramo y Tisbe, desde Leandro y Hero, que ciertamente no habían leído ninguna novela moderna, son conocidos estos desastrados amores. La organización de una mujer es la verdadera novela perniciosa, y por desgracia es la que no se le puede quitar; éste es el libro donde aprende a amar. A una belleza fría, de quien nada reclame su insensible corazón, dénsele todas las novelas del mundo, y dénselas sin cuidado; nosotros respondemos de su inalterable tranquilidad y de su eterna sensatez: a aquella, empero, que ha recibido de la naturaleza el funesto don de una extrema sensibilidad, quítensele las novelas y será en balde; mientras no se le quiten los ojos, respondemos de que hará todas las locuras del mundo por seguir el objeto que una vez la haya deslumbrado. Por este estilo creemos que son la mayor parte de las locuras que hacen los hombres miserables; imperiosas leyes que impone la naturaleza y que paga el hombre.

Los autores dramáticos van, sin embargo, con los tiempos: la recogida educación de los jóvenes del siglo pasado autorizaba la tiranía de los padres, y Moratín creyó hacer un señalado servicio a su país dando El sí de las niñas. De entonces acá hemos andado con pasos agigantados, y las costumbres del día, más que de la tiranía de los padres, resiéntense de la licencia e insubordinación de los hijos. Esto no es debido tampoco únicamente a las novelas. Otros muchos libros ha sido preciso escribir; muchas revoluciones de todas especies han debido pasar por los pueblos; otros hombres, a más de los novelistas, habían tenido que nacer antes para dar este impulso extraordinario en poco más de medio siglo al entendimiento humano. El hecho es, con todo, positivo: el abuso existe y reclamaba urgentemente la férula del poeta cómico. En el siglo actual se pueden contar tantas desgraciadas víctimas de los enlaces poco meditados, como en el pasado de las obligadas reclusiones de entonces. Era, pues, preciso sacar a la plaza toda la ridiculez de aquellos jóvenes irreflexivos que todo lo abandonan por el amor, las más veces sin considerar si se hallan verdaderamente enamorados, o si sólo creen estarlo cuando exclaman: «Contigo pan y cebolla».

El señor de Gorostiza, poeta ya conocido en nuestro teatro moderno, se ha apoderado de una idea feliz y ha escogido un asunto de la mayor importancia. ¿Halo desempeñado como de su talento nos debíamos prometer? Oiga el lector el argumento, y podrá responder a tan atrevida pregunta.

Matilde, hija de un padre que, según de la comedia resulta, no conoce sus inclinaciones ni su carácter, ama a don Eduardo de Contreras, joven de talento, rico, y que ocupa un puesto distinguido en la sociedad; pero ignora estas circunstancias, sin embargo de que entra en su casa con frecuencia. Anímase don Eduardo a pedir la mano de Matilde a don Pedro, quien gustosísimo se la concede; pero en el momento de convenir en tan deseado enlace, sabe la heroína que don Eduardo no es pobre; nota que no hay en esta boda los obstáculos que en las de sus novelas ha leído, desama de pronto a quien tanto amó y despide a don Eduardo. Éste, que conoce de dónde le viene el golpe, propone al padre, aturdido de tal mudanza, una ingeniosa ficción que ha de llevar a cabo sus deseos. Fíngese desheredado de un tío suyo, y desairado por don Pedro: aparenta la novelesca desesperación de un amante despedido, y estos extraordinarios medios hacen renacer el acomodaticio cariño de Matilde, que por lo visto sólo ama en casos dados. El padre sigue haciendo del negado, y cuando vienen por segunda vez entrambos a importunarle, se lleva a la niña de un brazo y despide para siempre al amador. Con esto por fuerza ha de subir de punto la frenética pasión de Matilde: inténtase una escapatoria, la cual se verifica sin maldita la oposición del padre, que está él mismo en el complot que se le arma, y cooperando a ella un pobre criado a quien no le vale su honradez. El padre no ha querido oírle por no verse comprometido a impedir el rapto, y le amenaza por una parte don Eduardo con tirarse un pistoletazo, y por otra Matilde con tragarse un veneno que posee, si no abre una reja, por donde se escapa nuestra deslumbrada, sin embargo de hallarse la puerta libre y desembarazada, y en atención, según dice ella misma, a ser de rigor el salir en semejantes casos por la ventana.

En el cuarto acto, que parece un acto de otra comedia, Matilde se halla el día de tornaboda en una miserable boardilla, pero en compañía de su constante esposo; no han comido la víspera, no se han desayunado aquel día: medios, Dios los dé; dinero, por las nubes; en una palabra, pobres de solemnidad y solemnes pobres; la infeliz Matilde tendrá que levantar la cama, que por más señas está a la vista del espectador en un estado de desorden propio del día; tendrá que barrer, que jabonar, que pasar hambres, que estar sola, porque su marido habrá de salir a buscar dinero. Matilde comienza ya a padecer los inconvenientes de su posición; humíllala el casero, humíllala una antigua compañera de colegio, marquesa, que vive en la misma casa, y que dice que una cosa es casarse, y otra enamorarse -en lo cual nos parece su señoría un si es no es verde y alegre de cascos-; humíllala, en fin, una vecinilla ordinaria entre cotorra y contrabandista; llora Matilde y conoce su yerro. Vuelve entonces su esposo, y vienen impacientes papá y el criado honrado; descúbrese la ficción, y se van todos muy convencidos de que para quererse mucho es indispensable por lo menos haber comido algo, verdad indisputable de todos los tiempos y países, y que no bastarán a echar por tierra todas las pasiones reunidas que pueden agitar a un mísero mortal.

Ya puede inferir el lector qué de escenas cómicas ha tenido el autor a su disposición. El señor Gorostiza no las ha desperdiciado: rasgos hemos visto en su linda comedia que Molière no repugnaría, escenas enteras que honrarían a Moratín. El carácter del criado y las situaciones todas en que se encuentra son excelentes y pertenecen a la buena comedia; del padre pudiéramos decir lo que dice la marquesa de su marido: ni es feo, ni es bonito; es un hombre pasivo, es un instrumento no más del astuto don Eduardo. Éste es un bello carácter: la carta que escribe es del mayor efecto y pertenece a la alta comedia. El lenguaje es castizo y puro; el diálogo bien sostenido y chispeando gracias, si bien no quisiéramos que le desluciesen algunas demasiado chocarreras, como la de los malhadados «fetos» por «efectos», la de la «cebolla» que «repite», etcétera, y otras que no queremos citar porque no se nos tache de rigorosos. Estas gracias son de mal tono, de no muy buen gusto y de baja sociedad, por más que el público las ría y las aplauda en el primer momento.

Después de haber tributado el debido homenaje de elogios que de nuestra pluma reclamaba imperiosamente la divertida comedia del señor Gorostiza, ¿nos será permitido indicar algunos de los defectos de que rara obra humana consigue verse completamente purgada? ¿Se dirá que nos ensangrentamos, que somos parciales, si ponemos al lado del elogio el grito de nuestra conciencia literaria? Quisiéramos equivocarnos, pero el carácter de la protagonista nos parece, por lo menos, llevado a un punto de exageración tal, que sería imposible hallar en el mundo un original siquiera que se le aproximase. Estas niñas románticas, cuya cabeza ha podido exaltar la lectura de las novelas, no reparan en clases ni en dinero; éste podrá ser su yerro; enamóranse de un hombre sin preguntarle quién es; ésta es su imprudencia: si sale pobre, verdad es, nada las arredra, y en las aras del amor sacrifican su porvenir; mas si sale rico, como ya están enamoradas, por esa sola circunstancia no se desenamoran. Por la misma razón, si tratan de escaparse y no tienen otro recurso, se arrojan por una ventana; mas si tienen la puerta franca, aquel paso ya no es ni medio verosímil. Esta exageración hace aparecer a Matilde loca las más veces; quiere ser el Don Quijote de las novelas. Pero acordémonos de que Cervantes, para huir de la inverosimilitud que de la exageración debía resultar, hizo loco realmente y enfermo a su héroe, y una enfermedad no es un carácter. Si la comedia pedía un carácter, era preciso no haber pasado los límites de la verosimilitud, pues pasándolos, Matilde no resulta enamorada, sino maniática; por eso en varias ocasiones parece que ella misma se burla de sus desatinos: lo mismo hubiera sucedido con Don Quijote si no nos hubiera dicho Cervantes desde el principio: «Miren ustedes que está loco». Peca además el plan por donde los más del mismo poeta: ya en otra ocasión hemos dicho que estos lances en que varios personajes fingen una intriga para escarmiento de otro son incompletos y conspiran contra la convicción, que debe ser el resultado del arte.

En Molière y en Moratín no se encuentra un solo plan de esta especie: el poeta cómico no debe hacer hipótesis; debe sorprender y retratar a la naturaleza tal cual es; esta comedia hubiera requerido una mujer realmente enamorada, y que realmente hubiera hecho una locura, como en El viejo y la niña sucede; verdad es que entonces no hubiera podido ser dichoso el desenlace, y acaso habrá huido de esto el señor Gorostiza. Éste era defecto del asunto, así como lo es también la aglomeración en horas de tantas cosas distintas, importantes y regularmente más apartadas entre sí en el discurso de la vida. Si Matilde no se ha de casar más de una vez con Eduardo, si esa vez que se ha casado no ha hecho realmente locura alguna, supuesto que Eduardo es rico, ¿de qué puede servirle el escarmiento y el ver lo que le hubiera sucedido si hubiera hecho lo que no ha hecho? A ella no, nos contestarán; a los demás que ven la comedia. Tampoco, responderemos; porque las que crean en novelas al pie de la letra, creerán al pie de la letra en la comedia, que es otra nueva novela para ellas: en la novela leen que aquel que se presentó incógnito se descubre ser luego hijo de algún señorón oculto, y en la comedia se descubre ser rico luego el pobre. Se enamorarán, pues, sin cuidado, seguras de que hacia el fin de su boda se ha de descubrir la riqueza del marido, así como creían que debían salir por la ventana por decirlo las novelas.

A pesar de estas observaciones, que no podemos menos de hacer, nos complacemos en repetir que es mayor la suma de las bellezas que la de los defectos de la comedia. El señor de Gorostiza ha adquirido un nuevo laurel, y nosotros quisiéramos que la obligación de periodista se limitara a alabar: mucho nos daría que hacer aun en este caso esta composición dramática.

En cuanto a la representación, podemos asegurar que no nos acordamos de haber visto en Madrid nada mejor desempeñado en este género.

Sepan los actores que ningún placer podemos tener mayor que el que nos proporcionan el día en que sólo elogios tenemos que escribir de ellos. Para el elogio corre nuestra pluma rápidamente. Cuando se trata empero de vituperar, sólo a fuerza de horas podemos dar concluido a la prensa el artículo más conciso.

Revista Española, n.º 75, 9 de julio de 1833. Firmado: Fígaro.

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[Nota editorial: Otras eds.: Fígaro. Colección de artículos dramáticos, literarios, políticos y de costumbres, ed. Alejandro Pérez Vidal, Barcelona, Crítica, 2000, pp. 85-90; Artículos de crítica literaria y artística, ed. José R. Lomba y Pedraja, Madrid, Espasa-Calpe, 1975, pp. 85-93; Obras completas de D. Mariano José de Larra (Fígaro), ed. Montaner y Simon, Barcelona, 1886, pp. 275-278.]