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Republicanos: cuando dejamos de ser realistas [Selección]

Fernando Iwasaki Cauti



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ArribaAbajoPreboom, protoboom y posboom

A partir de lo que nos une, y sobre la base del respeto a las numerosas identidades nacionales que nos configuran, América Latina es sobre todo una tarea a realizar. Nuestras economías han sido orientadas hacia afuera, en función de servidumbre, y también nuestras culturas tienen sus vértices, todavía, en las capitales europeas, donde los aduaneros de la literatura, por ejemplo, brindan todavía su visto bueno para que una novela paraguaya pueda considerarse valiosa en Venezuela.


Eduardo Galeano                


Cada vez que se habla de la influencia de América Latina en la literatura española del siglo XX, siempre se piensa en lo que significó el boom latinoamericano para los lectores, la industria editorial y la propia narrativa española. Es decir, la irrupción de Mario Vargas Llosa, Julio Cortázar, Carlos Fuentes, Gabriel García Márquez, José Donoso y Guillermo Cabrera Infante. La importancia del boom es inapelable y la bibliografía al respecto copiosa1, pero a mí me haría ilusión recordar que en otros momentos del siglo XX la literatura hispanoamericana tuvo en España tanta o más influencia que durante los años del boom.

El primero de aquellos momentos fue el preboom -esencial para la evolución de la prosa y la narrativa española-, que transcurrió entre 1907 y 1936, cuando Madrid hervía de tertulias, bohemios, revistas, trifulcas, editoriales y colecciones de novela corta2. Al segundo lo llamaré protoboom y su importancia será poética, pues considero que hubo seis poetas latinoamericanos que han influido de manera decisiva en la poesía española del siglo XX. Y el tercer momento es el posboom, sin duda menos relevante que los anteriores, pero significativo porque nos sirve para comprender los curiosos y no siempre comprensibles caminos del mercado y de la literatura.

Si Barcelona fue la ciudad del boom, Madrid fue la ciudad del preboom3, porque en ella residieron los venezolanos Bolívar Coronado y Rufino Blanco Fombona, los chilenos Augusto D'Halmar y Joaquín Edwards Bello, los uruguayos Julio Casal y Carlos Reyles, los cubanos Alberto Insúa y Alfonso Hernández Catá, los peruanos Felipe Sassone y José Santos Chocano, los ecuatorianos César Arroyo y Hugo Mayo, los mexicanos Amado Nervo y Jaime Torres Bodet o los colombianos José María Vargas Vila y Luis Carlos López, entre otros raros y olvidados como la bellísima chilena Teresa Wilms, musa trágica de Valle-Inclán, Guillermo de Torre, Juan Ramón Jiménez, Gómez de la Serna y González Ruano4.

Nunca han vuelto a coincidir en España tantos poetas, críticos y narradores latinoamericanos como los que encontramos en Madrid a comienzos del siglo XX, pues por aquellos años el nicaragüense Rubén Darío reinaba absoluto en todos los cenáculos líricos, el cubano Eduardo Zamacois revolucionaba el mercado editorial español con «El cuento semanal», el guatemalteco Enrique Gómez Carrillo deslumbraba con su vida galante y sus crónicas literarias, el dominicano Pedro Henríquez Ureña sentaba las bases de la crítica moderna, el mexicano Alfonso Reyes se convertía en la primera autoridad filológica de la lengua española, el chileno Huidobro abría las ventanas de la poesía castellana y el peruano Ventura García-Calderón era quien introducía a los escritores españoles en los salones de París.

Ninguna de estas figuras pasó desapercibida, como lo demuestran los numerosos ensayos artículos y reseñas que les dedicaron los principales críticos y escritores españoles. Pienso en la sección «De literatura hispanoamericana» que Unamuno tuvo en la revista madrileña La Lectura de 1901 a 1906 y cuyas recensiones fueron reunidas en Letras de América y otras lecturas5; pienso en Rafael Cansinos-Asséns y su célebre Verde y dorado en las letras americanas6, pienso en las Letras de América de Enrique Díez-Canedo7 y sobre todo pienso en el rarísimo Ariel disperso de Benjamín Jarnés8. Hasta quienes pasaron brevemente por Madrid tuvieron sus momentos de gloria, como la poetisa argentina Alfonsina Storni y la actriz boliviana Blanca de la Vega -entrevistadas por César González Ruano9- y los retorcidos Alberto Hidalgo y Alberto Guillén, dos poetas peruanos que vinieron a España en busca de pelea10.

Sin embargo, el más importante de los narradores latinoamericanos que dejó su impronta por aquel Madrid nocturno y bohemio fue Jorge Luis Borges, quien entre 1919 y 1920 vivió sucesivamente en Palma de Mallorca, Sevilla y Madrid. El joven Borges que se plantó en la tertulia de Cansinos-Asséns apenas había publicado un par de poemas en la revista sevillana Grecia11, pero ya tenía criterio e intuición suficientes como para valorar lo que Cansinos representaba:

Todos los sábados yo iba al Café Colonial, donde nos encontrábamos a media noche, y la conversación proseguía hasta el amanecer. A veces éramos veinte o treinta. El grupo desdeñaba todo el color local español: el cante jondo y las corridas de toros. Admiraban el jazz americano, y estaban más interesados en ser europeos que en ser españoles. Cansinos proponía un tema: la Metáfora, el Verso Libre, las Formas Tradicionales de la Poesía, la Poesía Narrativa, el Adjetivo, el Verbo. A su tranquila manera era un dictador, que no permitía alusiones hostiles a escritores contemporáneos y que procuraba mantener la charla en un nivel elevado.

Cansinos era un lector de gran amplitud. Había traducido el Comedor de opio, de De Quincey, los Pensamientos de Marco Aurelio, del griego, algunas novelas de Barbusse y las Vidas imaginarias de Schwob. Más tarde habría de emprender traducciones completas de Goethe y Dostoievski. También hizo la primera versión al español de Las mil y una noches, la cual es sumamente libre en comparación con la de Burton o la de Lane, pero es, a mi juicio, de lectura más placentera. Una vez fui a verlo y me llevó a su biblioteca. O quizás deba decir que toda su casa era una biblioteca. Era como abrirse camino en un bosque. Era muy pobre para tener estanterías, y los libros se acumulaban, uno sobre otro, desde el suelo hasta el techo, obligándole a uno a desplazarse entre columnas verticales. Cansinos representaba a mis ojos el pasado de aquella Europa que yo iba a abandonar -algo así como el símbolo de toda la cultura, tanto la occidental como la oriental-, pero tenía una perversidad que no le permitía llevarse bien con sus contemporáneos más importantes: consistía en escribir libros que elogiaban excesivamente a escritores de segunda y tercera categoría. En la época, Ortega y Gasset estaba en la cumbre de su fama, pero Cansinos creía que era un mal filósofo y un mal escritor. Lo que aprendí de él, primordialmente, fue el placer de la conversación literaria. Asimismo, me estimuló hacia lecturas más allá de los caminos trillados. Al escribir, comencé a imitarlo. Él escribía frases largas y fluidas, con un sabor que no era español, sino fuertemente hebreo12.



Párrafo aparte merece la presencia de autores latinoamericanos en las principales revistas literarias de Madrid, desde las modernistas como Helios (1903-1904), Renacimiento (1907) y Nuevo Mercurio (1907), hasta las de vanguardia como Cervantes (1916-1920), Cosmópolis (1919-1922), Tableros (1921-1922), Revista de Occidente (1923-1936), Tobogán (1924), Plural (1925), Atlántico (1929-1933), La Gaceta Literaria (1927-1933), Héroe (1932-1933) Cruz y Raya (1933-1936), Tiempo presente (1935) y especialmente Bolívar (1930) -dirigida por el peruano Pablo Abril de Vivero- y Caballo verde para la poesía (1935-1936), cuyo director era el chileno Pablo Neruda.

¿Qué aportaron aquellos autores latinoamericanos a la literatura española del modernismo y la vanguardia? Para empezar, el modernismo y la vanguardia, que no es poca cosa13. En segundo lugar, el guatemalteco Enrique Gómez Carrillo creó la crónica literaria como género narrativo en español, al mismo tiempo que desperezó la entumecida escritura castellana desde la publicación de su célebre ensayo «El arte de trabajar la prosa artística»14. Aquel género volandero -la crónica literaria- se convirtió así en una genuina especialidad de narradores latinoamericanos como el peruano Félix del Valle15, el chileno Joaquín Edwards Bello16 y el argentino Oliverio Girondo17. Por otro lado, gracias a los poetas y escritores de América Latina -casi todos mundanos, políglotas y cosmopolitas- las revistas y editoriales españolas se abrieron a la literatura europea, a la vez que los propios autores españoles eran recomendados o apadrinados por escritores hispanoamericanos para ser invitados, traducidos y editados en París18. Finalmente, el cariño y la camaradería literaria, las lecturas y admiraciones mutuas, fueron determinantes para la supervivencia de la literatura republicana en el exilio19. Pienso en revistas como Los poetas del mundo defienden al pueblo español (1937), creada por Neruda en París; España Peregrina (1940), promovida por Bergamín en México o Los Anales de Buenos Aires (1946), dirigida por Borges; por no hablar de antologías como Laurel (México, 1941) de Octavio Paz y La poesía del siglo veinte en América y España, antología preparada por el chileno Antonio de Undurraga para la revista Caballo de Fuego (Buenos Aires, 1952).

El preboom enriqueció a la literatura española sin necesidad de transformarla, porque a los clásicos de traje gris no les molestó llevar una flor americana en el ojal de su escritura. En cualquier caso, gracias al preboom la literatura española volvió a mirarse el ombligo y descubrió agradecida que tenía dos.

No obstante, nada volvió a ser igual después del segundo impacto de la literatura latinoamericana sobre la española. Me refiero al protoboom, cuya naturaleza fue estrictamente poética, pero al mismo tiempo preparó la sensibilidad que permitió la eclosión del boom. Así, quisiera proponer que seis poetas de América Latina han influido y condicionado la evolución de la poesía española del siglo XX. Los tres primeros -Rubén Darío, Vicente Huidobro y Pablo Neruda- fueron descubiertos porque deslumbraron a sus contemporáneos españoles, mientras que los tres últimos -César Vallejo, Octavio Paz y Jorge Luis Borges- sólo fueron reconocidos como maestros por las siguientes generaciones.

Rubén Darío (1867-1916) no requiere que se acredite ni su importancia ni su magisterio, pues bastaría con los testimonios de la admiración de Valle-Inclán, Juan Ramón, los hermanos Machado y los poetas del 27. Incluso los denuestos de Unamuno y Cernuda valdrían para lo mismo, por ser quienes fueron Cernuda y Unamuno. Sin embargo, nadie como Federico de Onís comprendió mejor lo que representó Rubén Darío para la poesía en nuestra lengua, pues en su monumental Antología de la poesía española e hispanoamericana (1882-1932) estableció que gracias a Rubén América Latina se convirtió en un continente de cultura y gracias a Darío España entró en un renacimiento literario20.

Por otro lado, si Rubén Darío creó el modernismo, Vicente Huidobro (1893-1948) alumbró el creacionismo, la genuina estética de la vanguardia que en España pasó por ultraísta y que pobló la poesía española de máquinas, imágenes y metáforas cubistas. Cansinos Asséns fue el primero que advirtió las novedades que traía Huidobro21, quien en sólo un par de años colaboró en Grecia y Tableros, ridiculizó a Edwards Bello y Guillermo de Torre, publicó Poemas árticos (Madrid, 1918) y El espejo de agua (Madrid, 1918) y fundó la revista Creación (1921). Huidobro cambió el rumbo y la estética de la poesía española, y su magisterio rompió en los nuevos poemarios de Gerardo Diego, Eugenio Montes y Juan Larrea. Existen estudios muy rigurosos acerca de la poesía de Huidobro, pero a mí me haría ilusión convocar el sincero testimonio de alguien que lo disfrutó y lo padeció, porque la admiración de los contemporáneos a veces tiene más profundidad que los análisis filológicos:

¿Cuál fue el valor principal de Vicente Huidobro desde el punto de vista histórico? ...el valor revolucionario de hacer posibles otras cosas que vinieran después. Sin Rubén Darío, ¿no hubiéramos seguido en Núñez de Arce? Puede que sin los velos que descubrió o desgarró Vicente Huidobro siguiéramos en Rubén Darío.

Desde luego, sin él, sin los «ismos» franceses y aquel «ultraísmo» español tan absurdamente ironizado e incomprendido, no hubieran sabido por dónde tenían que ir Pablo Neruda, ni César Vallejo, ni Rafael Alberti, ni el segundo y tardío Federico García Lorca, que se acercó vacilante a la revolución lírica, como los anteriores: Mauricio Bacarisse, Rogelio Buendía y Heliodoro Puche, próximos al meridiano ultraísta, pero con una formación y procedencia modernista en unos y folklorista en Lorca.

A casi todos conocí, incluso a aquel Juan Larrea, que algunos jóvenes creyeron que había soñado o inventado Gerardo Diego, y de todos el de personalidad más fuerte y «conquistadora» era Vicente Huidobro, que iba para Rubén del creacionismo, y en cierto modo lo ha sido22.



Pablo Neruda (1904-1973) completaría la trilogía de poetas latinoamericanos que irrumpieron por deslumbramiento en la poesía española, aunque no descarto que sus grescas con Huidobro y Juan Ramón le granjearan la simpatía de otros poetas más jóvenes, como los miembros de la generación del 27. Así, nada más llegar a Madrid Neruda fue agasajado con una primorosa edición de los tres «Cantos materiales» de Residencia en la tierra23, que según Gómez de la Serna era un desagravio por los ataques de Juan Ramón24 y según Larrea un auto-homenaje preparado por el propio Neruda para irritar a Huidobro25. De cualquier manera, lo esencial es que la irracionalidad de los poemas de Residencia en la tierra conmovió a poetas de lo más heterogéneos -desde Rafael Alberti hasta Agustín de Foxá, pasando por Leopoldo Panero y Ángela Figuera- dejando a la poesía española de los años 30 y 50 transida de surrealismo y «cantos generales».

La guerra civil, el exilio y la censura retrasaron la difusión y asimilación de la nueva poesía hispanoamericana en España, circunstancias que perjudicaron especialmente el conocimiento de la obra del peruano César Vallejo (1892-1938), quien a pesar de sus amistades, publicaciones, colaboraciones en revistas y estancias en España26, no fue dilucidado y reconocido hasta la década del 40, gracias a las antologías y reediciones latinoamericanas de sus poemarios27. Sin embargo, en 1930 Gerardo Diego ya le había dedicado un bello poema -«Valle Vallejo»- y hasta César González Ruano reivindicó su descubrimiento28, pero la trascendencia española del autor de Los heraldos negros tuvo mucho que ver con su influencia sobre la poesía de Leopoldo Panero y la de Juan Larrea, quien además fue su valedor y su albacea literario29. Vallejo se convirtió así en uno de los poetas esenciales de la Poesía Social de los años 50 y la lluvia, la soledad y los huesos húmeros de su poesía arrasaron los versos de Blas de Otero, Gabriel Celaya, Salvador Pérez Valiente, Ángela Figuera, Leopoldo de Luis y los primeros poemas de José Hierro, Jaime Gil de Biedma, Ángel González, José Ángel Valente, Félix Grande y José Manuel Caballero Bonald, aunque nadie como Rafael Téllez ha escrito desde Vallejo.

En 1970 el crítico José María Castellet publicó una antología que sirvió de presentación a una nueva promoción de poetas -«Los Novísimos»- que reivindicó la obra y la figura del mexicano Octavio Paz (1914-1998)30. El joven Paz había asistido al Congreso de Escritores Antifascistas de Valencia (1937), en 1941 publicó Laurel. Antología de la poesía moderna en lengua española31 y hacia 1970 su trayectoria como crítico y ensayista era tan importante como su obra poética32. De ahí que aquellos «novísimos» enamorados de Ezra Pound, Kavafis, Andy Warhol y el surrealismo, fueran seducidos por la poesía inusual de Octavio Paz, a veces pedernal y a veces metafísica, lo mismo discursiva que concisa y con versos que tenían el aliento de la prosa y poemas que tenían la ambición del ensayo. Una poesía tan europea y tan oriental a la vez, aunque siempre plástica y siempre luminosa, como la «Piedra de sol». Las siguientes generaciones de poetas españoles han perseverado en la lectura de Paz y no descarto que el estudio de su correspondencia, la edición de sus obras completas y la puesta en valor de sus admiraciones personales, siga ensanchando su magisterio dentro de la poesía española33.

El último de los poetas latinoamericanos del protoboom fue Jorge Luis Borges (1899-1986), a quien podríamos adjudicarle su propia definición: no fue simplemente un literato, sino una literatura34. En realidad hay una cierta justicia poética en el caso de Borges, pues cuando se marchó de España en 1920 era un novel inédito y cuando regresó a comienzos de los 60 lo hizo como ganador del prestigioso premio Formentor35. Desde entonces Borges es el gran clásico de nuestra lengua después de Cervantes, ya que ningún otro autor en español ha influido tanto sobre tantas literaturas del mundo36. Desde luego se ha escrito mucho sobre la influencia de Borges en la nueva narrativa española, pero quizás no lo suficiente en el caso de la poesía. Y conste que no hablo del poeta que fue Borges, sino del Borges que es una literatura. Sin aquel Borges no existiría esa última poesía española que tiene un sentimiento panteísta de la experiencia, que inventa su tradición a partir de poetas menores y olvidados, que rescata el mundo clásico para explorar la épica íntima, que ha convertido el soneto inglés en una métrica generacional, que recurre a las enumeraciones como recurso retórico, que piensa -¿como Heráclito?- que nadie lee dos veces el mismo poema, que reescribe los mitos para constelar de paganismo la vida cotidiana y que recurre al humor para decir las cosas más serias. Hasta en las reseñas, las intrigas y las trifulcas es visible la impronta de Borges en la poesía española37. En suma, que gracias a Borges existen los universos personales de poetas tan distintos como Felipe Benítez Reyes y Julio Martínez Mesanza, Luis García Montero y Luis Alberto de Cuenca, Juan Bonilla y Carlos Marzal, Jon Juaristi y José María Álvarez, José Luis García Martín y Lorenzo Martín del Burgo, Víctor Botas y Abelardo Linares, Miguel D'Ors y Juan Luis Panero, Javier Salvago y Vicente Tortajada o Francisco Bejarano y Eloy Sánchez Rosillo.

A diferencia de la narrativa, la poesía no cotiza en la bolsa de los premios y así los prestigios en poesía -menos mal- continúan dependiendo de la calidad de la admiración y no de la cantidad de la admiración. Por eso los poetas hechizados por otros poetas siempre trascienden, aunque las ventas y los homenajes indiquen lo contrario. Darío, Huidobro, Neruda, Vallejo, Paz y Borges fueron de aquella estirpe de poetas y por eso ellos son el protoboom: porque vinieron a España de visita y se quedaron a vivir en la poesía española.

Quiero terminar estas reflexiones apuntando algunas ideas sobre el postboom o momento presente de la narrativa latinoamericana en España, momento que además coincide con una nueva discusión del propio concepto de «latinoamericano» aplicado a la literatura38. Vaya por delante que soy de los que piensan que sólo deberíamos hablar de «literatura en español»39, aunque no con el objetivo de posicionarse dentro del mercado internacional, sino para ser un ciudadano más dentro de la «República mundial de las Letras»:

Esta República mundial de las Letras tiene su propio modo de funcionamiento, su economía, que engendra jerarquías y violencias, y, sobre todo, su historia, que ocultada por la apropiación nacional (esto es, política) cuasi sistemática del hecho literario, aún no ha sido nunca verdaderamente descrita. Su geografía se forma a partir de la oposición entre una capital literaria (universal, por ende) y regiones que dependen de ellas (literariamente) y que se definen por la distancia estética que las separa de la capital. La República se dotó, por último, de órganos de consagración específicos, las únicas autoridades legítimas en materia de reconocimiento literario, o encargados de legislar literariamente: gracias a algunos descubridores excepcionales, desprovistos de prejuicios nacionalistas, se instauró una ley literaria internacional, un método de reconocimiento específico que no debe nada a las imposiciones, a los prejuicios o a los intereses políticos40.



Los autores del boom fueron quienes permitieron la visibilidad de la literatura latinoamericana, pero aquel reconocimiento tuvo consecuencias nacionales e internacionales que merecen una reflexión. En el plano nacional se formularon reproches -más ideológicos que literarios- que denunciaban la pérdida de «identidad» de unas novelas supuestamente concebidas para el consumo internacional41, pero a nivel internacional significó la conquista de una autonomía literaria que algunos interesados desean confundir con una «receta» o una «estrategia comercial»:

En otras palabras, los escritores que reivindican una posición (más) autónoma son los que conocen la ley del espacio literario mundial y se sirven de ella para luchar dentro de su ámbito nacional y subvertir las normas dominantes. El polo autónomo mundial es, pues, esencial para la formación del espacio entero, es decir, para su «literalización» y «desnacionalización» progresiva: sirve de recurso real no sólo mediante los modelos teóricos y estéticos que puede proporcionar a los escritores «descentrados» de todo el mundo, sino asimismo por medio de sus estructuras editoriales y críticas, que sostienen la fábrica real de la literatura universal. No hay «milagro» de la autonomía: cada obra llegada de un espacio nacional poco dotado, que aspira al título de literatura, sólo existe en relación con las redes y la potencia de consagración de los lugares más autónomos. Sigue siendo la representación de la singularidad, fundadora de la ideología literaria, la que ha impuesto la idea de la soledad creadora. Los grandes héroes de la literatura no surgen más que en relación con la potencia específica del capital literario autónomo e internacional. El caso de Joyce, rechazado en Dublín, ignorado en Londres, prohibido en Nueva York y consagrado en París, constituye, sin duda, el mejor ejemplo42.



La glosa anterior termina citando el caso de Joyce y a mí me gustaría empezar a hablar del postboom citando el caso de Roberto Bolaño, desconocido en Santiago de Chile, desterrado en México D. F. y consagrado en Barcelona.

En lo que quiero definir como postboom lo importante no es la ideología, ni la estética, ni la historia, ni las ventas, ni las identidades; sino esa autonomía que sólo es posible alcanzar a través del conocimiento, de la conciencia de nuestras vulnerabilidades y de la absoluta certeza de que todos seremos olvidados43. Así, contra la sofisticada figura del escritor terminator o «intelectual comprometido» del boom, Roberto Bolaño luchó como un «samurái romántico»44:

Cada mañana, luego de sorber un cortado, mordisquear una tostada con aceite y hacer un par de genuflexiones harto dificultosas, Bolaño dedicaba un par de horas a prepararse para su lucha cotidiana con los autores del Boom. A veces se enfrentaba a Cortázar, al cual una vez llegó a vencer por nocaut en el último round; otras se abalanzaba contra el dúo de luchadores técnicos formado por Vargas Llosa y Fuentes; y, cuando se sentía particularmente poderoso o colérico o nostálgico, se permitía enfrentar al campeón mundial de los pesos pesados, el destripador de Aracataca, el rudo García Márquez, su némesis, su enemigo mortal y, aunque sorprenda a muchos -en especial a ese sabelotodo que hace las veces de su albacea oficioso y oficial-, su único dios junto con ese dios todavía mayor, Borges45.



Con todo, aunque gracias a Borges, Octavio Paz y los autores del boom, cualquier escritor del postboom podría reclamar como suya la tradición literaria de Occidente, creo que después de Roberto Bolaño deberíamos preguntarnos con sinceridad de qué tradición occidental estamos hablando. ¿De la tradición apolínea que precisa patrias e identidades, culturas oficiales y jerarquías culturales, sueños colectivos y tradiciones nacionales?46 ¿O de la tradición dionisíaca que defiende su derecho a ser ecléctica y nihilista, apátrida y extraterritorial, excéntrica e individualista?47 Octavio Paz, que fue un apolíneo estiloso, reflexionó así sobre la literatura latinoamericana en general y la argentina en particular:

Cuando Rubén Darío escribe Cantos de vida y esperanza no es un escritor americano que descubre el espíritu moderno: es un espíritu moderno que descubre a la realidad hispanoamericana. Esto nos distingue de los españoles. Machado creía que sólo sería universal aquella obra que fuese antes profundamente española; Juan Ramón Jiménez se llama a sí mismo «el andaluz universal». El movimiento de la literatura hispanoamericana se despliega en un sentido inverso: nosotros pensamos que la literatura argentina no es universal; en cambio, creemos que algunas obras de la literatura universal son argentinas48.



Por contra, Roberto Bolaño -que era un detective dionisíaco- dejó un apunte salvaje sobre el mismo asunto:

Con Borges vivo, la literatura argentina se convierte en lo que la mayoría de los lectores conoce como literatura argentina. Es decir: está Macedonio Fernández, que en ocasiones parece un Valéry porteño; está Güiraldes, que está enfermo y es rico; está Ezequiel Martínez Estrada; está Marechal, que luego se hace peronista; está Mujica Láinez; está Bioy Casares, que escribe la primera novela fantástica y la mejor de Latinoamérica, aunque todos los escritores latinoamericanos se apresuren a negarlo; está Bianco, está el pedante Mallea, está Silvina Ocampo, está Sábato, está Cortázar, que es el mejor; está Roberto Arlt, que fue el más ninguneado de todos. Cuando Borges se muere, se acaba de golpe todo. Es como si se muriera Merlín, aunque los cenáculos literarios de Buenos Aires no eran ciertamente Camelot. Se acaba, sobre todo, el reino del equilibrio. La inteligencia apolínea deja su lugar a la desesperación dionisíaca49.



El boom era rico en ideales apolíneos y proyectos platónicos, pero gracias a Roberto Bolaño el postboom ha nacido con ideales dionisíacos y perfumado de humanismo nietzscheano. De ahí el nihilismo identitario, la abolición de las fronteras geográficas y filológicas, y la necesidad individual de conquistar una autonomía literaria dentro de la República mundial de las Letras, sin renunciar a ser excéntricos y extraterritoriales en los términos definidos por Steiner50. ¿Cuántos escritores apolíneos morirán en el intento de ser dionisíacos? O como se preguntó el propio Bolaño en un encuentro de escritores latinoamericanos celebrado en Sevilla: «¿Cuántos se ahogarán? Yo creo que todos»51.

Estoy persuadido de que dentro de unos años nadie hablará de literatura española y literatura hispanoamericana como si se tratara de dos literaturas incompatibles, sino de literatura comparada en español o literatura en español a secas. Y esa iniciativa no partirá del centro peninsular, porque será la culminación de un proceso que comenzó en la periferia del mundo hispánico a principios del siglo XX y que en el siglo XXI terminará de transformar la literatura y los estudios literarios en nuestra lengua. Lo cual no es moco de pavo, tratándose de una literatura de servidumbre, más bien colonial, huérfana de identidad nacional y que aún depende de los aduaneros literarios para adquirir valor fuera de sus fronteras.



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ArribaSalida de Emergencia

Y he aquí la conclusión a la que quería llegar, y es que uno de los factores capitales en la formación de las nacionalidades americanas fué la esfera de acción de las grandes ciudades. Toda región o territorio cuya capital tuviera que depender para su vida económica y social de otra capital colocada en mejores condiciones, tenía que ser región o territorio dependiente [...] Y reconociendo el valor de otros factores -en algunos casos grandísimos- puede decirse que Buenos Aires hizo a la Argentina; Montevideo, al Uruguay; Valparaíso y Santiago, a Chile; Lima, al Perú; Bogotá, a Colombia; Caracas, a Venezuela; Guayaquil, al Ecuador, etc. ¿De qué proviene aquí, en España, la fuerza del regionalismo catalán, lindero a las veces con el separatismo, sino de que Barcelona tiene más vida propia que Madrid, más población y verdadera independencia económica?


Miguel de Unamuno                


Después de casi veinticinco años de residencia en Sevilla, creo que puedo decir -parafraseando a Wilde- que España y América Latina son dos lugares muy parecidos separados por el mismo idioma. Nuestras miserias y grandezas son más o menos las mismas, aunque los presupuestos de aquí sean más espléndidos que los de allá. ¡Si hasta las más provincianas de nuestras trifulcas tienen un aire de familia inconfundible! Por eso quise comparar la historia de España con la de América Latina desde los años de la Independencia, y tengo que admitir que no esperaba hallar tantas simetrías, sucedáneos y coincidencias.

Creo que el nacimiento de las nuevas repúblicas hispanoamericanas se explicaría mejor como parte del proceso secular de la desintegración de España, que como resultado de un movimiento emancipador autónomo y consciente. De hecho, la desintegración de España comenzó en México y América del Sur, prosiguió en Cuba y Filipinas, continuó en el Sáhara Occidental y Guinea Ecuatorial, y quién sabe si terminará en Aragón o Andalucía. En realidad, políticamente hablando, españoles y latinoamericanos seguimos siendo hijos de nuestro patético siglo XIX, sólo que en España los líderes modernos sueñan con escindirse en varios países, mientras que los nuevos líderes hispanoamericanos todavía sueñan con arrejuntarse bajo una sola bandera. Como se puede apreciar, realista realista, no queda casi nadie.

¿No es curioso que quienes ahora mismo proponen que América Latina sea «una, grande y libre» tengan credenciales progresistas? ¿No es paradójico que las regiones ricas de Bolivia que exigen más autonomía sean acusadas de reaccionarias, mientras que las regiones ricas de España que exigen más autonomía son presentadas como revolucionarias? Las independencias hispánicas siempre han tenido trasfondos centrífugos y mercantilistas maquillados de justas reivindicaciones étnicas, culturales o religiosas, y sospecho que en cuanto caduque nuestro «franquismo» caribeño bolivariano, pasaremos por una «transición democrática» que terminará reclamando la independencia de Arequipa, la independencia de Guayaquil o la independencia de Chihuahua, aunque me digan que semejante pesadilla tampoco es realista.

Sin embargo, todos los despropósitos perpetrados en el terreno político se antojan incongruentes al lado de la fortaleza de la cultura, el pensamiento y la literatura en español. ¿Qué han tenido en común los grandes creadores de España y América Latina? Esencialmente dos cosas: libertad y apertura intelectual. Primero, porque fraguaron sus obras no sólo sin ayudas oficiales sino muchas veces en contra de la cultura oficial de sus respectivos países, y, segundo, porque fueron capaces de enriquecer sus acervos personales asimilando lo mejor de otras tradiciones nacionales, lingüísticas y culturales. Parece mentira que tenga que romper una lanza por algo tan obvio, pero ocurre que la libertad y la apertura intelectual no son del agrado ni de las culturas oficiales ni de los guardianes de las identidades nacionales, quienes vuelven a tener protagonismo en España y América Latina, aunque no sea realista imaginar una cultura aislada, impoluta y autosuficiente.

Cuando recién me instalé en Sevilla, descubrí que era imposible dejar de mirar España como latinoamericano; mas después de vivir aquí la mitad de mi vida, he descubierto perplejo que también puedo mirar América Latina como español. La verdad es que me hace ilusión tener la mirada del «otro» y al mismo tiempo la otra, pero lo que más me divierte es que un utopista me diga que no soy realista.





 
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