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Retrato de familia con violín

Sergio Ramírez






Mi bisabuelo Alejandro:

Un niño descalzo toca en la penumbra del atardecer su violín en la nave de la iglesia del caserío de Las Maderas sobrevolada por los murciélagos. Por la puerta mayor entra a ráfagas el viento de los llanos arrastrando briznas secas que vuelan como alfileres de oro hasta el altar apenas alumbrado por los pábilos de cera de castilla. La tropa de músicos forasteros llega a trote lento hasta la plaza donde sólo crece el monte en matojos, y subyugados por los arpegios de aquel violín solitario van bajando de sus humildes cabalgaduras para entrar uno a uno a la iglesia.

Es el mes de enero del año de gracia de 1855, en plena guerra civil. No sé si ese niño es huérfano, o tiene alguna familia que agobiada por la pobreza conviene en entregarlo a los músicos forasteros que bajan de Esquipulas, en las montañas de Matagalpa, de tocar en las fiestas patronales del Cristo Negro, y se resguardan en el caserío por temor a los peligros de la noche en la que medran gavillas de desertores armados. Deben seguir al alba siguiente su viaje hasta Masaya, con muchas leguas todavía por delante, y se llevan al niño en ancas, el violín envuelto en su cobija por única pertenencia.

Don Alejandro Ramírez

Don Alejandro Ramírez

El caserío, aislado en el páramo de tierra pedregosa, hostil a los siembros, está allí todavía, a la vera de la carretera panamericana que transitan los furgones de carga, atravesado por un río escuálido. Cerca, en la hacienda San Jacinto, se libraría al año siguiente la batalla decisiva contra los filibusteros de Byron Cole.

Es la primera noticia que tengo de mi bisabuelo músico Alejandro Ramírez, según el relato de mis tíos, músicos también igual que mi abuelo, uno de los muchos relatos contados en la rueda de todas las tardes en la tienda de mi padre en Masatepe, antes de subir las gradas de la iglesia al llamado de las campanas para tocar el rosario de las seis. Una dinastía de músicos que pereció porque ninguno de los cincuentidós primos de la siguiente generación aprendimos a tocar un instrumento.

Los músicos andariegos, pobres de solemnidad, entregaron al niño bajo la protección del doctor Rosalío Cortés, un médico jacobino que ejecutaba la viola en las veladas artísticas de su casa donde también alojaba a los enfermos mendicantes que tocaban su puerta.

Mi bisabuelo llamaba padrino a su benefactor aunque por ateo jamás se hubiera acercado a una pila bautismal y fue él quien lo dedicó a aprender solfeo y composición en la escuela de un contrario, el maestro Pedro González, católico de escapulario, quien también le enseñó a cantar salmos y motetes con los que pronto se estrenó en las iglesias.

En Masaya las orquestas vivían en guerra perpetua. Se disputaban los toques de los oficios religiosos, los bailes de gala y las retretas municipales; enemistados a muerte, los músicos no se dirigían la palabra y más de una vez llegaban a las manos en trifulcas que se escenificaban a media misa, o en las procesiones de santos. En las barreras de toros se ofendían con sones en cuyos aires festivos se adivinaba la injuria por la elevación burlona del agudo juguetón del clarinete, o el resoplido de la bombarda que fingía el hoceo de un chancho.

Mi bisabuelo entró en la guerra, recién fundada su orquesta Luces de Masaya, cuando empezó a usar las reglas de fuga, contrapunto y armonía, ignoradas hasta entonces. Su antiguo condiscípulo Filiberto Álvarez, que dirigía ya otra orquesta rival, se mofaba de aquellas innovaciones atrevidas, que calificaba de disparates, y más de una vez se amenazaron de muerte.

Un viejo folleto, Músicos nicaragüenses de ayer, dice que «las espinas que le clavaron las apartó con paciencia, jamás tuvo una queja amarga para nadie ni supo el adjetivo para contestar un insulto». Pero yo lo veo maquinador e intransigente, metido de cabeza en las riñas musicales, burlándose de sus enemigos artistas e imponiendo, entre sarcasmos, sus ideas reformadoras.

Se casó con Jesús Velásquez, a algún otro director de orquesta se la habrá disputado con valses y serenatas y de aquel matrimonio que debe haberse celebrado con pompa musical en la iglesia parroquial de Masaya, nacieron mi abuelo Lisandro, y años después Carlos, músicos los dos.

Poca fortuna le deparaba la música, un oficio que fuera de los halagos de la gloria provinciana no reservaba más que la miseria, como si quienes lo escogían se obligaran al voto de pobreza, precisados a aparejar menesteres de sastres, tenderos, guardavías, cocheros, telegrafistas, y a veces parceleros, alquilando la tierra para sembrar tabaco, o frijoles, y soñando siempre con la fortuna.

La peste del cólera morbus se llevó a mi bisabuela que no había cumplido treinta años, y diezmó también su orquesta. Se trasladó entonces con sus hijos a Masatepe, donde yo nací, al otro lado de la laguna volcánica que congrega en sus riberas a los antiguos poblados indígenas, y pudo formar otra vez su orquesta.

Tocando estaba una noche un baile de cumpleaños en la casa de la dama más opulenta del pueblo, doña Josefa Auristela Valerio, cuando descubrió entre las concurrentes a una muchacha triste y apartada que dejaba ver la prominencia de su vientre de embarazada bajo las sedas del vestido. Quiso averiguar quién era, y le informaron que engañada por un seductor, esperaba un hijo; doña Josefa Auristela se la había traído de Jinotepe para darle refugio y librarla de los suplicios de la maledicencia. Se llamaba Lorenzana Ocampo.

En un arranque de amor y compasión, tomó la hoja pautada de la partitura del vals que tenía en el atril, y al reverso escribió una esquela pidiendo su mano. Ella, sorprendida, recibió la hoja, la dobló para guardársela en el corpiño y le sonrió, huraña, de lejos. Él tomó entonces la batuta y el vals que estrenaba esa noche rompió con brío, aunque por fuerza dirigía de memoria, la partitura entre los senos de la desvalida. Ese vals vino a llamarse, por supuesto, Lorenzana.

Se casaron a los pocos días, y se dedicó a cuidar de ella, gentil con todos sus antojos de embarazada; la auxilió en el parto y vio su luna de miel postergada hasta que no pasaron los cuarenta días de reclusión y abstinencia que se prescribía a las mujeres después del alumbramiento.

Regresó a Masaya con su nueva mujer y su entenado recién nacido. Su hijo Carlos lo siguió. En 1893, el año de la revolución liberal, se llegó a un pacto para formar la orquesta La Aspiración, en la que se fusionaron dos tendencias rivales, la del maestro Leónidas Zúñiga, ejecutor de la tuba y el trombón, guerrero liberal; y la del maestro José del Carmen Vega, violinista del bando conservador, quien vivió y murió célibe, compositor del himno nacional de 1876 y prefecto de Masaya bajo el gobierno de don Pedro Joaquín Chamorro. Esta nueva orquesta no podía quedar en manos de ninguno de los viejos adversarios, y fue puesta bajo la dirección de mi bisabuelo, tercero en discordia. Murió en 1911.

Don Carlos Ramírez

Don Carlos Ramírez




Carlos, mi tío abuelo:

Mi tío Carlos, clarinetista y violinista, heredó no sólo la orquesta de mi bisabuelo, sino todas sus pendencias artísticas, porque las siguió habiendo, la última de todas, y la que mejor contaban mis tíos, con la orquesta de Alejandro Vega Matus. Carlos había estudiado armonía y composición con don Fernando Luna. Entró a la orquesta de don Hernán Zúñiga, y también formó parte, efímeramente, de la orquesta Vega Matus, en el bando opuesto; pero apenas tenía veintidós años cuando formó la propia, Liras Fernandinas. Igual que mi bisabuelo, compuso sobre todo música sacra, valses y mazurcas. Y una Sinfonía de las Américas.

La Unión Panamericana convocó en Washington 1948 un concurso continental, y mi tío Carlos se gastó en papel pautado todo lo que tenía, pues era necesario orquestar las partituras de un centenar de instrumentos. La sinfonía, según mis tíos que nunca lograron más que leerla en signos, copiaba el tráfago de los puertos marítimos y las estaciones ferroviarias, el pitar de los barcos, el resoplido de los trenes, todos los sonidos del progreso en las grandes ciudades donde mi tío Carlos nunca estuvo, porque jamás salió de Nicaragua. No ganó. La sinfonía nunca fue estrenada. El premio se lo dieron a un yanki de Chicago, una injusticia, según solían quejarse mis tíos.

Pero ganó otro concurso continental para componer el himno a la virgen de Guadalupe, que se canta siempre en el santuario del Tepeyac en México. Murió en Masaya, muy pobre y ya ciego. Unos años antes yo le había enviado desde la casa de Beethoven en Bonn una tarjeta postal que él enseñaba a quienes pasaban por la puerta de su casa en la Calle Real de Monimbó, donde se sentaba todas las tardes, vestido de blanco con exacta pulcritud.




Mi abuelo Lisandro:

Mi abuelo Lisandro, violinista, se quedó en Masatepe, alternando sus toques en la iglesia y en los bailes con el oficio de telegrafista del pueblo. Todavía no tenía orquesta propia, iba a necesitar de sus propios hijos para formarla. Ellos son los personajes de mi novela Un baile de máscaras.

Don Lisandro Ramírez

Don Lisandro Ramírez

A los dieciocho años se casó con una huérfana de quince, Petrona Gutiérrez. Sobre los amoríos e inconstancias de mi abuelo he escrito un cuento, «Ilusión perdida», nombre que él puso al vals dedicado a la única mujer que no cedió al embrujo de sus serenatas con orquesta de cuerdas completa, un privilegio de seductor que sólo él podía concederse. Por todos los pueblos adonde era llamado para tocar en las funciones religiosas, prodigaba serenatas.

Ya casi ciego, mi abuela lo llevó una tarde hasta la puerta.

Allí va tu ilusión perdida le dijo, señalándole a la anciana que envuelta en su rebozo se alejaba rengueando penosamente por la calle.

No le gustaba que le recordaran su pasado escabroso ni los nombres de sus amantes que habían quedado, sin embargo, como títulos de sus valses. La leyenda decía que, fruto de uno de aquellos amores de juventud, un hijo suyo había nacido en Santa Teresa, otro pueblo vecino. Mi abuela nunca dejó de hostigarlo para que le revelara la verdad sobre aquel rumor que iba envejeciendo con ellos. A su muerte, ella, que lo lloraba a gritos, se dio un descanso para llamar a su lado a Pedro, mi padre.

Está bien le dijo, limpiándose las lágrimas con su tapado negro, vayan a traerme a esa criatura. Yo la voy a criar.

Muchos años soportó los desvaríos del compositor descarriado, al tiempo que la pequeña casa en que vivían iba llenándose de hijos que ella sustentaba fabricando rosquillas y puros chilcagre. Fueron catorce, diez sobrevivieron a las penurias y las pestes que asolaban al pueblo, y a las guerras civiles. Cuando visito alguna vez a mi tía Luz, sola ahora en esa casa, me cuesta imaginar cómo pudo haber cabido una prole tan vasta en aquella estrecha vivienda de taquezal de apenas dos aposentos.

Los hijos varones se hacían músicos a medida que crecían. Sólo mi padre, que había sido dedicado a tocar el contrabajo, el instrumento menos divertido y más enojoso de transportar, despreció el oficio. Las mujeres, todas muy bellas como todavía se las ve resplandecer en los retratos de familia, nacieron dotadas de voces melodiosas, de manera que los ensayos de la orquesta Ramírez, cada varón con su instrumento, las mujeres cantando, se convertían en fiestas que atraían al barrio entero.

Mi abuela, desde su tabla, donde cortaba el tabaco con una navaja de filo resplandeciente, y enrollaba los puros, pegando la hoja de capa con almidón, solía cantar también una canción que todavía yo recuerdo, oída de su voz:


Nací en las cumbres
de una montaña
donde es tibio el aire
y calienta el sol...



En 1931, el año del terremoto que destruyó por primera vez Managua, el Presidente José María Moneada le regaló a mi abuelo todos los instrumentos para su orquesta traídos de Estados Unidos. A lo largo de los años yo los he ido recuperando. Su propio violín, de brazo extrañamente corto, en su gastado estuche forrado de felpa roja; el chello desastillado de mi tío Alberto, ya sin cuerdas; el clarinete de mi tío Carlos José, el menor de los hermanos. Faltan el violín de mi tío Francisco Luz, y la flauta de mi tío Alejandro.

Para el entierro de mi abuelo en septiembre de 1956, fueron llegando en el tren y a caballo por los caminos enlodados, músicos de todas las poblaciones vecinas para tocar la misa de réquiem de Eslava. Los recuerdo bien. Era talvez unos sesenta músicos, más las voces del coro, muchos de ellos adversarios, miembros de las viejas orquestas siempre en guerra, ahora bajo la sola batuta de mi tío Carlos, que mucho más joven que mi abuelo, todavía conservaba bríos.

Mi abuela Petrona se admiraría siempre de aquella misa que hizo estremecerse a la iglesia, de los numerosos instrumentos, varios de ellos jamás vistos ni oídos en Masatepe, el fagot, el cornetín, el oboe, los címbalos. Mis tíos, que se sumaron a la orquesta, no dejarían de llorar mientras tocaban, perdidos entre la multitud de músicos.




Mis tíos, los Ramírez:

Mi tío Francisco Luz, el mayor de los varones, tocaba el violín y componía esporádicamente. Hay sones de pascua suyos, de vieja data. Suya era una marcha que se tocaba en la iglesia al final del rosario, y que él había bautizado como El son de las rencas, porque acompañaba el andar de las viejas beatas al salir de la iglesia. Lo recuerdo sobre todo por ese su sentido del humor, director de las algaradas en la tienda de mi padre, donde todos se burlaban de todos y de quienes acertaban a pasar, para su desgracia, por allí, y experto, más que ninguno, en bautizar con apodos certeros a la gente del pueblo.

Mi tío Alejandro, flautista de maestría, el más callado de todos en su humor, y el que más bromas aguantaba; pero se desquitó de último, porque murió ya casi centenario, riéndose de todos los hermanos, que más jóvenes que él, se habían ido mucho antes, mi padre entre ellos.

Mi tío Alberto tocaba el chello, el contrabajo y el violín. Bebedor de largas jornadas, y muy bien parecido, recalaba en la casa de mis padres cada vez que se peleaba con alguna de sus amantes; dormía entonces en el mismo cuarto conmigo, ofreciéndome ejecuciones sentimentales con su violín en las noches, mientras lo veía llorar de cabanga.

Herido por su primera decepción amorosa y cada una de ellas, le inspiraba un vals, un fox-trot o un bolero, según la tradición familiar tardó muchos años soltero. En 1937, la mujer con la que quiso casarse fue entregada en matrimonio a otro pretendiente. La orquesta Ramírez fue contratada para tocar en el baile de bodas, y mi tío Alberto tuvo que sufrir la negrura de su destino, amenizando con su violín la fiesta de casamiento de su amada que, queriéndolo aún, bailaba, forzada, con su desposado. De aquel infortunio nació el vals Carmencita, como se llamaba la novia:


Una noche te conocí
y llorando quedé por ti
yo no sé qué tienen tus ojos
porque loco me volví...



Tocando en otro baile estaba, cuando alguien llegó a informarle que Carmencita acababa de morir en Jinotepe al dar a luz a su primer hijo, y él, arrebatado por el dolor, se desplomó sobre el atril.

Mi tío Carlos José, el menor de los hermanos, era entre todos el músico más versátil; tocaba el armonio, el acordeón, el banjo, la guitarra, el contrabajo, el clarinete y el saxofón. A la muerte de mi abuelo fue él quien heredó, junto con el nutrido repertorio de partituras musicales, el puesto de maestro de capilla de la iglesia parroquial donde cantaba en las funciones religiosas con voz de barítono.

También pasó a dirigir la orquesta Ramírez, a la que convirtió en 1957, por novedad y necesidad de los tiempos, en una orquesta de música tropical vestido él y los demás músicos con chaquetas de mangas de vuelos, y obligados moverse al son de los mambos, guarachas y merengues. Bohemio, como mi tío Alberto, componía corridos, pasodobles, boleros, valses, fox-trots, boogies, y después mambos, cumbias, cha-chás. Al final, se dedicó a la enseñanza de la música, consciente de que los músicos iban acabándose en el pueblo, y terminó, ya sin orquesta, arruinado por los disco-móviles, dirigiendo una banda de viento venida a menos que tocaba en las barreras de toros y en las procesiones. En la pared de su humilde casa del barrio Veracruz, había colocado una placa en la que se leía:


Carlos José Ramírez
maestro de música



El día de su entierro, sólo quedaban sus pocos alumnos principiantes para tocar, desafinados, el responso en la iglesia parroquial. Esa tarde me di cuenta que la orquesta Ramírez había terminado para siempre. Cuando bajaban el ataúd a la fosa, mi hermano Rogelio fue a pedir a los músicos de la banda de chicheros que tocaran el corrido Masatepe, compuesto por él, y que mi hermana Luisa, enterrada a pocos pasos, bailaba y cantaba de niña, vestida de hüipil, en las veladas benéficas organizadas por mi madre:


Masatepe tierra mía
rinconcito encantador
perfumado de jardines
valiente y trabajador.



Después, un borrachito, que lloraba su partida, reclamó, a gritos, que tocaran su bolero Loco. Pero ya llegaba la noche, el duelo se despedía, y no le hicieron caso.

Hay un niño que se apura en salir de la escuela cada tarde para no perderse las historias que cuentan en la rueda festiva de la tienda. Pronto subirán mis tíos las gradas del atrio para entrar en la iglesia. En mi retrato de familia hay siempre un violín que cabriola con su gemido en el aire del anochecer.

Managua, agosto de 1997.

Imagen de los tíos de Sergio Ramírez

Mis tíos

Partitura del «Himno a Rubén Darío»

Partitura de Misa de Gloria «María de Guadalupe»





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