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Retórica e invención de la realidad

Darío Villanueva


Catedrático de Teoría de la Literatura y Literatura comparada


Universidad de Santiago de Compostela. Seminario Emilio Castelar, Cádiz, 30 de noviembre de 2004.



Leído en la prensa: Una ley china vigente en la actualidad autoriza a los trabajadores para no comparecer en el tajo si la temperatura ambiente supera los cuarenta grados centígrados. Dados los reiterados incrementos térmicos que de un tiempo a esta parte se vienen atribuyendo al llamado «efecto invernadero», aquella filantrópica disposición laboral comenzaba a amenazar la posible viabilidad del «milagro chino», razón por la cual las autoridades, responsablemente, han decidido que los termómetros expuestos al público y los datos oficiales referentes a la temperatura reflejen de oficio diez grados menos de calor.

En las antípodas ideológicas de la China postmaoísta, me parece interesante reparar en la personalidad del ex-presidente norteamericano Ronald Reagan, que acaba de fallecer. En 1999 se publicó, con cierto escándalo, una nueva biografía suya, titulada Ducht (el apodo juvenil de Reagan) y escrita por Edmund Morris, donde se revela que la famosa Iniciativa de Defensa Estratégica del ex-presidente norteamericano, que los medios de comunicación enseguida denominaron «La Guerra de las Galaxias», estuvo basada en uno de los libros de ciencia ficción de Edgard Rice Burroughs, Una Princesa de Marte, a quien Reagan admiraba. Ello nos recuerda, por afinidad que no por coincidencia manifiesta, la conocida teoría de Jean Baudrillard cuando explica la política de disuasión practicada por las grandes potencias antes de la caída del muro sobre la base de que, en su contexto, la guerra atómica real quedaba excluida por anticipado «como eventualidad de lo real en un sistema de signos». Todos fingían creer en la realidad de la amenaza emblemáticamente sustanciada en los famosos «maletines nucleares», pero todos estaban al mismo tiempo seguros de la imposibilidad efectiva de la autoinmolación atómica desencadenada por los dos bloques.

Nada de nuevo hay en aquella revelación del biógrafo Morris, que no hace sino ratificar los asombrosos episodios contados por Lou Cannon en la obra President Reagan. The Role of a Lifetime (1991). A lo largo de sus campañas electorales de 1976 y 1980, Reagan, con la habilidad retórica que le caracterizaba, incluida una eficaz actio de viejo actor de Hollywood, repitió varias veces en sus discursos un relato que hizo también el 12 de diciembre de 1983 ante la convención anual de la «Congressional Medal of Honor Society» celebrada en Nueva York. Para enardecer el sentido patriótico de su auditorio, de antemano entregado, lo que constituyó uno de los ejes centrales de su política presidencial, Reagan narró un emocionante caso de heroísmo. Un bombardero B-17, en misión sobre Alemania durante la Segunda Guerra Mundial, fue alcanzado por los antiaéreos, con el resultado de que el artillero de la torreta quedara herido sin que sus compañeros de tripulación pudieran retirarlo de su posición. Al cruzar el canal, el avión empezó a perder altura y el comandante ordenó saltar. El joven herido, viéndose condenado a estrellarse contra el mar, comenzó a llorar y entonces el comandante se sentó junto a él, le cogió de la mano y le dijo: «Never mind, son, we'll ride it down together» («Tranquilo, hijo, nos hundiremos juntos»). Reagan, en su mitin, mencionó textualmente esta frase, y añadió que el héroe había recibido póstumamente la «Congressional Medal of Honor».

Pero he aquí que un periodista del New York Daily News, Lars-Erik Nelson, se tomó la molestia de consultar los registros de la citada condecoración, que se concedió 434 veces durante la segunda guerra mundial, y no encontró nada referente al caso por Reagan tan ponderado. Y cuando comentó este sorprendente hecho en su columna periodística, uno de sus lectores le escribió que el episodio recordaba una escena de la película de 1944 A Wing and a Prayer, protagonizada por Dana Andrews. Allí el piloto de un avión de la Navy encargado de tirar torpedos en el Pacífico Sur decide heroicamente acompañar hasta el final a su operador de radio herido diciéndole: «We'll take this ride together» («Haremos este camino juntos»), frase que se había quedado prendida en la memoria del joven Reagan. Cuando Nelson llevó el asunto hasta el gabinete de la Casa Blanca se encontró con una bizarra respuesta del portavoz Larry Speakes: «If you tell the same story five times, it's true».

Si cuentas una misma historia cinco veces, pasa a ser verdadera; argumento semejante al que se le atribuye a Bertrand Russel cuando afirmaba que los lectores de periódico suelen confundir la verdad con el cuerpo de letra doce. Ese potencial no solo ilocutivo sino también performativo que la Retórica tiene de hacer locutivamente real lo imaginario, o simplemente lo falso, aparece ya satirizado por Rabelais en el libro quinto, capítulo XXX, de Gargantua et Pantagruel mediante la figura del Ouy-dire, el Oir-decir, una especie de monstruo lenguaraz, que no puede ver ni moverse pero que convence con su labia a los sabios que en el mundo han sido, desde Herodoto, Plinio y Estrabón hasta Marco Polo y Pierre Testemoing, trasunto de Pedro Mártir de Anglería.

Semejantes procesos de credibilidad se habían dado ya en aquel momento dramático y crucial que representó la llegada de los españoles y otros europeos al Nuevo Mundo. Los fenómenos de maridaje entre historia y ficción, entre realidad y mito que entonces se produjeron son fascinantes, y han sido objeto de estudio por parte de investigadores como Irving A. Leonard, Roberto González Echevarría, Rosa Pellicer, Juan Gil, Catherine Poupeney Hart, Walter Mignolo, Beatriz Pastor, Enrique Pupo Walker o Fernando Aínsa, entre otros. Todos ellos nos mostraron hasta qué punto sobre aquella nueva realidad maravillosa e insólita de América se hizo una reiterada proyección de viejos mitos bíblicos, de la Antigüedad clásica o de la Edad Media, como por ejemplo el legendario reino del Preste Juan, enclave cristiano en África más allá de los dominios del Islam, o las tierras de Tarsis y Ofir, fastuosas de tesoros en cuanto poseedoras de las Minas del Rey Salomón.

En 1526 Sebastián Caboto parte de España con el propósito de alcanzar alguno de aquellos emporios, y ya en América envía a catorce de sus hombres, comandados por Francisco César, hacia el noroeste con ese objetivo. La expedición resulta un éxito, porque los comisionados regresan afirmando la existencia de tierras -cito- con «tanta riqueza que era maravilla, de oro e plata e piedras preciosas e otras cosas». Se basan para ello... en el testimonio de unos indios amables con los que se encontraron en las pampas de San Luis y Mendoza.

Comienza así uno de aquellos procesos de credibilidad descontrolada por el que personas cuerdas y serias se lanzan con riesgo de sus vidas en pos de quimeras fundadas en puros testimonios orales, en el «Oirdecir» bien adobado retóricamente de Rabelais. El apellido de tan crédulo capitán como fue el Francisco César al que acabo de referirme da nombre desde entonces a la «Ciudad de los Césares», que se consolida en el mapa de la ambición, de la codicia y del referente imaginario de los españoles por otros conductos, especialmente, el naufragio en el estrecho de Magallanes de la armada del obispo de Plasencia en 1540 y la tradición chilena y peruana de los llamados «Césares indios». Pero llega a adquirir, incluso, carta de naturaleza política cuando en 1589 el cabildo de Córdoba de Tucumán nombra a don Gonzalo de Ábrego gobernador de la Ciudad de los Césares, que aún no había aparecido, y en 1642 la Corte de Madrid ordena a sus autoridades del Río de la Plata que exijan «el pago de un tributo a los moradores de esa rica ciudad austral»... Nunca se cejó en el empeño de encontrarla, y solo en fecha tan tardía como 1783, gracias con toda certeza al influjo de las luces de la Razón, el cabildo de Santiago de Chile se niega a dar dinero al aventurero Manuel José de Orejuela porque ya se ha generalizado el convencimiento -cito de nuevo- de que «no hay, como se vocea por la tradición, en la parte austral de Chile tales Césares».

Demos ahora otro salto temporal, esta vez de dos siglos hacia adelante. Como las biografías de Reagan documentan, el que luego sería por dos veces Presidente de los Estados Unidos se hizo un ávido consumidor de ciencia-ficción durante su etapa de Hollywood, época en la que estuvo especialmente interesado en uno de los temas favoritos del género: la invasión de nuestro globo por alienígenas, lo que reclamaba una unión de todos los terrícolas para defenderse dejando a un lado las minucias de nuestras diferencias de raza, religión e ideología.

Pues bien, cuando su primer encuentro en la cumbre, que tuvo lugar en Ginebra en 1985, Reagan sorprendió a Gorbachov proponiéndole un tratado de cooperación militar entre la Unión Soviética y los Estados Unidos para el supuesto de que nuestro planeta fuese objeto de una invasión por parte de los extraterrestres. Posteriormente se comprobó que esta moción no estaba en el memorándum que el gobierno norteamericano le había preparado a su Presidente, sino que se debió a la Minerva del propio Reagan. La respuesta de Gorbachov fue, asimismo, digna de un gran mandatario: declinó comprometerse, aduciendo que no tenía clara la posición de la teoría marxista-leninista acerca de la legitimidad de cooperar con los imperialistas contra una invasión interplanetaria. Reagan entendió, sin embargo, que esto era una disculpa de mal pagador, y así, al regresar a su país, contó la historia a los estudiantes de una «high school» de Maryland añadiendo que, en su valoración, con todo ello se había marcado un punto frente a Gorbachov y la Unión Soviética. Cuando tuvo noticia del episodio, Colin Powell, ya entonces diputado nacional consejero de seguridad, puso el grito en el cielo y se cuidó muy mucho de vigilar en adelante la aparición de referencias a los «little green men», los «hombrecillos verdes» invasores alienígenas, en las intervenciones públicas del Presidente. Identificó también la fuente de la proposición ginebrina a Gorbachov: el filme de ciencia-ficción estrenado en 1951 The Day the Earth Stood Still, protagonizado por Michael Rennie y Patricia Neal.

La actitud china mencionada al principio de mi conferencia representa una evidente negación de la realidad. Reagan fue, a lo que se ve, maestro en la retórica precisa para sustituirla por la ficción en cuanto punto de referencia para su política. Veamos otra modalidad del mismo proceso, consistente en profetizar el futuro de la realidad a partir de la mixtificación banalizadora del presente y la ficción del pasado.

Hace unos años, la aparición nocturna de un cometa, semejante al que en el año 1000 sugirió a los monjes de Lotharingia que el Juicio Final estaba a caer, reavivó el mismo sentimiento entre los miembros de la secta californiana Heaven's Gate, que en número de dieciocho hombres y veintiuna mujeres aparecieron muertos en su lujoso Rancho Santa Fe, entre los cuales se encontraba su líder, Marshall Herff Applewhite, uno de los históricos del ala más marginal de la New Age, la Nueva Era, que sigue teniendo en Paco Rabanne uno de sus voceros más acreditados en la actualidad.

Murieron todos convencidos de su destino mediante el expediente de ingerir salsa de manzana mezclada con fenobarbital. Eran entusiastas de Internet, rendían culto a los ovnis, y de hecho creían que el cometa Hale-Bopp venía seguido de un objeto volador no identificado que cuadruplicaba el tamaño de la tierra. En cintas de video dejaron sus explicaciones: les esperaba un mundo mejor en otra galaxia a la que les transportaría una nave espacial. Aquí, en el grupo Heaven's Gate como también en el grupo canadiense del Templo Solar que se inmoló en la hoguera de una casa de campo de Saint Casimir, se dan varias coincidencias que introducen un interesante aggiornamento en el apocaliptismo, mediante la irrupción de los ovnis (o de la nave Mir tan temida por Rabanne).

Otra característica de esta secta milenarista, cuyos miembros murieron literalmente con los Nikes puestos, era su absoluta inmersión en la cultura trivial del consumismo norteamericano. Sabemos de sus días previos al suicidio colectivo: fueron al cine a ver La guerra de las galaxias, al zoológico y al acuario de San Diego, grabaron sus mensajes testamentarios, comieron pizza y también asistieron a la proyección de Secretos y mentiras de Mike Leigh. Me interesa destacar precisamente esta mediación fílmica. Los testimonios de los suicidas son muy claros al respecto: también les encantaba Star Trek y series televisivas que se centran en el tema de la conspiración, como Expediente X y Dark Skies. La infinita credulidad de estas sectas no era muy diferente que la de los miles de europeos que se echaron desesperados al camino cuando el año 1000, pero ahora no son predicadores desmelenados o clérigos visionarios los que los seducen con sus retóricas, sino, según cuenta Demian Thompson en El fin del tiempo (1998), las «profecías de 'tensión premilenaria' a las que dio forma Hollywood y han diseminado los medios de comunicación. En una sociedad en la que tan pocas personas saben tomar una postura ante el año 2000 y, no obstante, tantas son receptivas a la sugestión, las películas y las series televisivas abastecen, a un público formado por millones de personas, de dramas apocalípticos cuyos guiones ellas han ayudado a escribir».

El siglo XX, mortal como todos y ya finado, ha sido cruelmente mortífero -desde las dos guerras mundiales, con el Holocausto, Hiroshima y Nagasaki, hasta el terrorismo y la limpieza étnica- y un tanto mortuorio en el plano filosófico o conceptual. Nietzsche proclamó la muerte de Dios en 1883 para que la centuria siguiente se hiciera eco ampliamente de su dicterio, incluso mediante la llamada «teología sin Dios» o «teología radical» de Altizer, van Buren, Hamilton, Göllwitzer o Dorothee Stolle. Por su parte, Francis Fukuyama inauguró hace tres lustros el final de la Historia, que habría llegado a su culminación gracias a un statu quo supuestamente definitivo que Reagan suscribiría: la democracia liberal y la economía de mercado, si bien Fukuyama acabaría por matizar sus tesis de entonces admitiendo que la Historia no morirá definitivamente hasta que los avances de la biotecnología no consigan abolir los seres humanos como tales para que comience una nueva historia posthumana. Damian Thomson, al estudiar el milenarismo contemporáneo, ha abordado también El fin del tiempo, del mismo modo que J. H. Plum había ya analizado La muerte del pasado (1974). Frente a estas magnitudes mortales parece una bagatela la muerte de la Literatura según Alvin Kernan (The Death of Literature, 1990), la muerte de la novela que lleva anunciándose desde el otro fin de siglo, la muerte de la tragedia que dio título a uno de los libros de George Steiner (The Death of Tragedy, 1982) o la muerte del autor sentenciada por Rolland Barthes, en El susurro del lenguaje. Más allá de la palabra y la escritura.

Lo que a mí me preocupa es, precisamente, algo si no tan radical como la muerte de la realidad, sí al menos cercano a su apocalipsis. De nuevo Jean Baudrillard es de referencia obligada. El nos ha ilustrado acerca del «poder mortífero de las imágenes, asesinas de lo real», llevando hasta sus últimas consecuencias el mentado talante apocalíptico. No obstante, yo me ocuparé, sobre todo, de otro objetivo que Baudrillard también menciona, el estudio de «la suplantación de lo real por los signos de lo real», que, como veremos, no es cosa nueva, pero que sin duda puede adquirir en este nuevo siglo el carácter de una especie de sostenida maldición milenarista.

Al margen de posibles hipérboles a que estos planteamientos puedan dar lugar, lo que sí es aceptado hoy en día ampliamente es que lo real no consiste en algo ontológicamente sólido y unívoco, sino, por el contrario, en una construcción de conciencia, tanto individual como colectiva. No queda más recurso, por ello, que admitir no sólo la convencionalidad del signo lingüístico, sino también un cierto carácter convencional de la propia realidad. De hecho, la moderna sociología del conocimiento entiende la realidad humana como algo constituido socialmente, y estima que su tarea científica consiste precisamente en intentar comprender el proceso por el que tal fenómeno se produce, en lo que el lenguaje desempeña un papel de capital importancia.

Para Marshall McLuhan, la historia de nuestra civilización comprendía, fundamentalmente, tres etapas: la segunda era la instaurada con la invención de la imprenta, cuando se rompe con la tradición anterior en la que la palabra oral era predominante. La máquina de Gutenberg, al facilitar la lectura individualizada de los textos, produce una desconexión social, una apropiación por parte de cada sujeto de los conocimientos que el escrito atesora. Este periodo de la Galaxia definida por McLuhan, que él llama moderno, da lugar posteriormente al periodo contemporáneo, que surge cuando la tecnología permite la transmisión de mensajes a través de las ondas, en conexión con las innovaciones electrónicas. Esta nueva galaxia de la transmisión del sonido, e incluso también de la imagen a través del éter iba a acabar con la galaxia anterior, de manera que los libros y la escritura estaban destinados a convertirse en residuos de una época pretérita. En esta clave, el pasado sería, a nuestros efectos, la literatura y el periodismo tradicional, y el futuro la comunicación audiovisual.

Lo curioso del caso, en la teoría de Marshall McLuhan, es que con este gran avance tecnológico de la radio, la televisión y los medios de comunicación audiovisual de masas a través de las ondas, se produce un regreso a situaciones premodernas; es decir, de nuevo la palabra oral se impone a la palabra escrita, y de nuevo la recepción de los mensajes, en vez de ser individualizada, reflexiva y racionalizada por cada sujeto, se hace de una manera colectiva, lo que permite fenómenos de sugestión universal como el que acabamos se vivió cuando muerte de Diana Spencer y el señor Ehmad al-Fayed y lo que favorece un renacer de la Retórica, que siempre es, según uno de mis autores favoritos, Charles Grivel, una «Retórica del efecto».

Hemos visto ya, a propósito de Ronald Reagan y de la secta Heaven's Gate, el poder creativo de realidades que el cine tiene, y en la mente de todos están numerosos ejemplos referidos a la misma facultad en el caso de la literatura. No podemos olvidar, sin embargo, la aportación de la radio en esta línea de invención de la realidad, para lo que es obligado recordar el programa que, sobre la novela de H. G. Wells La guerra de los mundos, Orson Welles emitió por la CBS el 30 de octubre de 1938, el día del Halloween, esa especie de carnaval americano propicio para las sorpresas y las bromas fantasmagóricas. Un breve inciso: recuérdese también la intensa actividad juvenil de Ronald Reagan como locutor radiofónico en Des Moines, Iowa, de donde se fue en 1937, a los 26 años, para introducirse en Hollywood. En efecto, antes que actor, Reagan fue un exitoso locutor en la emisora local de la cadena WHO, donde destacó por una curiosa especialidad. Consistía en la recreación de los partidos de béisbol jugados por los Chicago Cubs. Reagan los narraba desde Des Moines, jugara donde jugara el equipo, a partir de los telegramas que le iban mandando desde el campo a medida que el juego avanzaba. Lógicamente, la información era telegráfica y Reagan se encargaba de poner los detalles, el ornatus. Hubo una vez en que la comunicación telegráfica se interrumpió durante un cierto tiempo, pero el intrépido locutor no se amilanó y en ese lapso, más que recrear el juego, realmente lo inventó retóricamente.

La cultura del manuscrito seguía siendo fundamentalmente oral. Lo auditivo siguió, no obstante, dominando por algún tiempo después de Gutenberg. Sin embargo, pasados los siglos la impresión sustituyó la pervivencia del oído por el predominio de la vista, que tuvo sus inicios en la escritura, pero que solo prosperó con la ayuda de la imprenta propiamente dicha. La imprenta sitúa las palabras en el espacio de manera más inexorable de lo que nunca antes hiciera la escritura, y esto determinó una verdadera transformación de la conciencia humana.

El paso siguiente, fundamental en esta evolución de las tecnologías de la palabra y la comunicación, viene dado precisamente por la prensa escrita. El periódico democratiza radicalmente la palabra y la lectura a través de un soporte barato, que se difunde con gran facilidad y que habla, además, de la realidad más inmediata de sus destinatarios. Y en el marco de este nuevo momento de evolución tecnológica que representa la prensa escrita, Shaftesbury afirmaba que la incorporación de las nuevas técnicas de grabado había significado para la cultura inglesa del XVIII lo que el descubrimiento de la imprenta en su día. Así, mediante el grabado que evoluciona de la xilografía, la calcografía, la litografía o la xilografía de testa a la fototipia, irrumpe en la Galaxia Gutenberg la divulgación de la imagen sobre un soporte tradicional como es el papel.

La Galaxia Gutenberg, conforme a la profecía de McLuhan, empieza a perder su predominio con la comunicación eléctrica, como él la denominaba. El telégrafo fue un avance puramente instrumental y comunicativo. El paso más destacado a este respecto fue sin duda la radio, que después de los precedentes con Marconi, alcanzó con De Forest a principios del siglo XX su formulación definitiva. La televisión, por su parte, es un hallazgo de los años treinta, cuando el cine también se hace sonoro. Según McLuhan, esta nueva era de la comunicación representaba un regreso a las formas predominantes de la comunicación oral, formas por lo tanto contradictoriamente arcaicas y proclives a la Retórica. La gran urbe y el universo entero pasaban a ser aldeas globales, y más tarde o más temprano la palabra impresa iba a desaparecer.

Al margen del soporte tecnológico que se ponga al servicio de la comunicación, si ésta se fundamenta en el lenguaje verbal es inevitable que actúe en ella la función representativa de la realidad que Karl Bühler consideraba como una de las fundamentales. «Die Grenzen meiner Sprache bedeuten die Grenzen meiner Welt»: «Los límites de mi lenguaje significan los límites de mi mundo», escribió Ludwig Wittegenstein en su Tractatus Logico-Philosophicus, y si bien luego se retractó de este esencialismo lingüístico por el que se hace del lenguaje una especie de mapa a escala del mundo entero, en su obra de 1921 no dejaba de apuntar hacia una de las potencialidades que desde se siempre se le ha atribuido a esta facultad humana.

Efectivamente, antes incluso de la primera de las revoluciones tecnológicas que han afectado a la palabra -la que permitió a través de la escritura su fijación en signos estables y de fácil combinación y descifrado-, el ejercicio de ésta ha ido acompañado del poder demiúrgico no sólo de reproducir la realidad, sino también de crearla.

No es casual, pues, que en el libro del Génesis la creación del mundo se justifique en términos acordes con el Tractatus de Wittgenstein. Yaveh la realiza allí mediante una operación puramente retórica, cuando «Dijo Dios: 'Haya luz'; y hubo luz. Y vio Dios ser buena la luz, y la separó de las tinieblas; y a la luz llamó día, y a las tinieblas noche, y hubo tarde y mañana, día primero». Del mismo modo es creado el firmamento, las aguas, la tierra, y así sucesivamente.

Mas, en términos muy similares al Génesis judeo-cristiano, la llamada «Biblia» de las civilización maya-quiché, el Popol-Vuh o Libro del Consejo, narra la Creación de este modo: «Entonces vino la Palabra; vino aquí de los Dominadores, de los Poderosos del Cielo [...] Entonces celebraron consejo sobre el alba de la vida, cómo se haría la germinación, cómo se haría el alba, quién sostendría, nutriría. 'Que esto sea. Fecundaos. Que esta agua parta, se vacíe. Que la tierra nazca, se afirme', dijeron [...] así hablaron, por lo cual nació la tierra. Tal fue en verdad el nacimiento de la tierra existente, 'Tierra', dijeron, y enseguida nació».

Este poder demiúrgico de la palabra como creadora, más que reproductora, de la realidad, se fortaleció con la escritura, al proyectar aquel efecto desde el momento de su primera enunciación a través del tiempo y el espacio, pero también se vio incrementado con la segunda revolución tecnológica de la imprenta y lo está haciendo de forma redoblada con los avances de nuestra era de la comunicación audiovisual digitalizada y su propia Retórica.

La «apariencia de verdad» de que habla don Quijote en el capítulo 50 de la Primera Parte, basada en detalles concretos y menudos, ya se puede colegir que se incrementa considerablemente en los medios audiovisuales, los cuales añaden a los signos verbales, que son simbólicos en cuanto no motivados, los iconos de los cuerpos, paisajes, objetos y sonidos de la realidad, ya sea ésta genuina o artificialmente reproducida. De ahí que, como Pierre Bourdieu afirma en su opúsculo Sur la televisión, ésta que pretende ser un instrumento de registro deviene un instrumento de creación de realidad, convirtiéndose en árbitro del acceso a la existencia social y política, especialmente en este siglo nuestro, pues ha abandonado su actitud pedagógico-paternalista de los años 50, cuando parecía quererse a sí misma como una herramienta de culturalización a base de documentales, adaptaciones de obras clásicas, o debates de altura, tendentes a formar los gustos del gran público, para someterse demagógicamente a ellos, en una especie de espontaneísmo populista cuyo paradigma es el talk-show, tranches de vie, exhibiciones sin velo de experiencias vividas, con frecuencia extremas y capaces de satisfacer todas las formas de voyeurisme y de exhibicionismo. Recuérdese la experiencia americana de la «TV-verdad» consistente en la filmación ininterrumpida, a lo largo de 11 meses de 1971, de la vida doméstica de la familia Loud, antecedente directo del programa de la productora Endemol El Gran Hermano, cuyo título remite a la famosa novela de George Orwell 1984.

Los medios audiovisuales tienen hoy en sus manos, con redoblada intensidad, la capacidad de crear realidades: guerras y paces, héroes y villanos, presencias y ausencias. Por ello no es del todo descabellada aquella pregunta: ¿ustedes creen realmente que los astronautas norteamericanos llegaron a la luna? El propio Jean Baudrillard ha escrito un brillante ensayo sobre estos supuestos inspirándose para su título en la comedia de Giradoux: La guerre du Golfe n'a pas eu lieu (1991).

Siendo como es este asunto tan antiguo como la Humanidad, adquiere no obstante nuevas y preocupantes dimensiones en la era posmoderna que vivimos, con su invención de la llamada realidad virtual. Reflexionemos, como ya se ha hecho ya, en lo que de autocrítica o de palinodia tiene la severa admonición incluida por Jean Baudrillard en su ensayo Le crime parfait (1995): «El auténtico escándalo consiste menos en atentar contra las costumbres que en hacerlo contra el principio de realidad». Autocrítica y palinodia porque este filósofo de la posmodernidad se ha empeñado, con el mismo afán destructivo de Foucault o Derrida, en demostrar que la tecnología audiovisual y las nuevas plataformas comunicativas han arrumbado de una vez por todas con nuestra facultad de discernir entre verdad y mentira, la historia y la fábula.

En gran medida, pues, las fronteras de la nueva semiosis coinciden con las fronteras entre realidad y ficción. Y dependen de la Retórica y de la Ética del demiurgo que puede crearla, no reproducirla, mediante los poderosos signos que están a su disposición y los nuevos instrumentos tecnológicos listos para desparramarlos poderosamente por toda la aldea global.





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