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Revista Española del Pacífico

Asociación Española de Estudios del Pacífico (A.E.E.P.)

N.º 5. Año V. Enero-Diciembre 1995

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Presentación



     Durante el presente decenio, los estudios e investigaciones sobre la presencia y los intereses españoles en Extremo Oriente y en el Pacífico en la época contemporánea han conocido un importante crecimiento. Crecimiento propiciado en gran medida por miembros de la Asociación Española de Estudios del Pacífico (AEEP). Fruto de este creciente interés fue la celebración, en 1989, por parte de la AEEP, de las I Jornadas realizadas en España para estudiar, desde una perspectiva histórica, la evolución de las relaciones hispano-japonesas.

     La presencia de España en el Pacífico -en Filipinas, Marianas y Carolinas- hizo que, durante el Sexenio y la Restauración, creciese el interés de Madrid por sus recién inauguradas relaciones (1868) con el Imperio del Sol Naciente, pasando éstas de ser estrictamente comerciales a estar marcadas por el temor y el recelo ante el auge y el vigor que estaba adquiriendo el Japón Meiji.

     El Japón del último tercio del pasado siglo estaba dejando de ser, para Europa, un país poblado de «nativos» susceptibles de ser colonizados y se estaba convirtiendo en una potencia imperialista en el Extremo Oriente. Este cambio llevó a las autoridades españolas a plantearse, como las demás potencias europeas, el problema de un presunto «peligro amarillo», ante la posibilidad de la pérdida de las colonias asiáticas y oceanianas en beneficio del Japón.

     Tras la pérdida de Filipinas en 1898 las relaciones hispano-japonesas dejaron prácticamente de existir, recobrando sólo cierta entidad, sobre todo por afinidad ideológica, durante el período en que la España de Franco se vinculó al Eje Roma-Berlín-Tokio. Esta relación se vería frustrada y truncada como consecuencia del incidente Laurel y de la actitud japonesa hacia los españoles durante la ocupación de Filipinas. Sólo con la guerra de Corea, en un contexto marcado por la Guerra Fría, España restablece relaciones con Japón.

     En los últimos decenios las relaciones se han visto reforzadas por la amistad existente entre ambas monarquías y por la pertenencia de ambos países al mundo económico-político occidental.

     El interés del estudio de las relaciones entre España y Japón -que no han sido tan escasas ni irrelevantes como se cree- viene dado por ser una muestra de la casi desconocida política exterior española en Extremo Oriente y, asimismo, de la relativa originalidad de las relaciones entre España y el país asiático, «vecinos» o potencias fronterizas en el Pacífico occidental durante varios decenios. [8]

     La REP ha reunido la mayor parte de las ponencias presentadas a las I Jornadas de 1989, a las cuales se han añadido nuevos trabajos sobre este mismo ámbito: con todos ellos presentamos un número monográfico que cubre un amplio período -entre 1868 y la actualidad- de las relaciones entre España y Japón.

     El número, el 5 de nuestra revista, puede dividirse en tres bloques:

     1) las relaciones hispano-japonesas en el contexto del imperialismo finisecular, desde sus primeros pasos hasta los primeros años del siglo XX, cuyo punto culminante es la guerra hispano-filipino-estadounidense de 1896-98. En este bloque, el primer trabajo -de L. Togores- se centra en los comienzos de estas relaciones, a remolque España, inicialmente, de otras potencias europeas, hasta su relativo afianzamiento en el decenio de los 80.

     M.D. Elizalde estudia estas relaciones en el marco de la política colonial española en el Pacífico, con referencia también a las posesiones españolas de Micronesia.

     B. Pozuelo las estudia en el contexto más general del Nuevo Imperialismo occidental de los años 80 y 90 del siglo XIX.

     A. Rodríguez analiza las relaciones concretas entre ambas potencias hasta el Acuerdo de límites de 1895.

     Dos trabajos se centran en la actitud de Japón ante la Revolución filipina de 1896: el de Ikehata S. estudia los intentos de ayuda japonesa a los nacionalistas filipinos; el de G.K. Goodman se refiere a la presencia de voluntarios japoneses en Filipinas y a la mitología surgida alrededor de esta ayuda.

     A través de la prensa de la época, V. Calderón de la Barca analiza la neutralidad de España en la guerra ruso-japonesa de 1904-05.

     Pone fin a este bloque el artículo de Kim Sue-Hee sobre la participación de Japón en la Exposición Universal de Barcelona de 1888, como muestra del creciente interés europeo por este país.

     2) En el segundo bloque se hace la historia de las relaciones hispano-japonesas entre los años 30 y 50, primero en el contexto de la política de los regímenes fascistas, de la Guerra Civil española y de la instauración del régimen de Franco en España, y luego en el de la II Guerra Mundial, con la caída de los fascismos, el giro de Franco y la Guerra de Corea.

     Fukazawa Y. estudia la actitud de Japón ante la Guerra Civil española y Franco, y establece un paralelo entre esta guerra y la agresión Japonesa contra China, ambas preludio de la II Guerra Mundial.

     Shiozaki H., siempre en el contexto de la Guerra Civil española, examina la actitud japonesa ante el conflicto y la adhesión de la España «nacional» al pacto anticomunista establecido por los fascismos.

     En este mismo contexto V. Ferretti estudia el papel de Italia en el reconocimiento japonés del gobierno «nacional» español.

     El trabajo de F. Rodao, que cierra este segundo bloque, estudia la influencia [9] de las iniciativas españolas respecto a Japón y a Asia en la consolidación de las relaciones hispano-estadounidenses desde el fin de la II Guerra Mundial hasta el fin de la de Corea.

     3) El tercer y último bloque contiene un trabajo de A. Silva sobre las relaciones -sobre todo económicas- entre Japón, convertido en una potencia económico-política mundial, y España en los últimos decenios, y las posibilidades de una mejora de la cooperación.

     A este bloque se añade un nuevo esquema de pronunciación de lenguas del Pacífico, dedicado esta vez, obviamente, al japonés, debido a C.A. Caranci.

     Completa el número monográfico una sección de NOTAS dedicada a Japón y la de RESEÑAS de libros, todos ellos sobre Japón.

El Consejo de Redacción [11]



In Memoriam

     El número 5, año V, de nuestra revista ya estaba compuesto y a punto de salir de la imprenta, cuando ocurrió el fallecimiento de nuestro Presidente y amigo, el Dr. José Luis Porras Camúñez, el 14 de febrero de 1996. La Junta Directiva acordó paralizar unos días las tareas de impresión para incluir unas líneas de recuerdo emotivo para José Luis Porras, que ya no volverá a estar entre nosotros, hablando y lanzando ideas sobre temas que a todos nos unen y vinculan: los estudios del Pacífico.

     Conocí a José Luis Porras el año 1981, cuando andaba inmerso en la búsqueda de un Director para su tesis doctoral. El título de tesis que él propuso era ambicioso y la primera vez que se trataba en profundidad, era un tema inédito: La posición de la Iglesia y su lucha por los derechos del indio filipino en el siglo XVI. Como era lógico, el doctorando buscó un director competente y experto, y se entrevistó con el Catedrático de la Universidad Complutense de Madrid, prof. Alberto de la Hera, especialista en Historia de la Iglesia en América y en Derecho Canónico. El prof. de la Hera le aconsejo que se pusiera en contacto conmigo, ya que al tratarse de un tema sobre las islas Filipinas, podría orientarle con más conocimiento en su futura tesis doctoral, y así, se inició nuestra larga y profunda amistad, una amistad sincera y sin tapujos, que nos permitió conocernos no solamente en el campo científico y económico, sino también en el humano, tan importante en la vida, y que a veces no valoramos lo suficiente.

     Al morir, José Luis contaba 66 años, que había cumplido el día 27 de diciembre. La presencia de los océanos estuvieron presentes y desde su nacimiento hasta su muerte. El tenso abrazo del Atlántico y del Mediterráneo lo vivió desde niño, en la ciudad de Ceuta donde nació el año 1929. Su inquietud intelectual quizá lo llevase a pensar, en alguna ocasión, la suerte de haber nacido en una ciudad española, situada en el norte del continente africano, y que desde 1415 sirvió a los portugueses para iniciar su expansión descubridora y que en los años les permitió llegar hasta la India, Malaca y las Molucas.

     La sólida formación como estudiante de Secundaria, la adquirió al cursar el Bachillerato en el Colegio de los Jesuitas en la ciudad de Sevilla, donde finalizó sus estudios en junio de 1947 con el riguroso y completo Plan 38, que incluía el durísimo Examen de Estado, que capacitaba una vez superado, para ingresar en cualquiera de las Facultades o Escuelas Técnicas existentes en aquellos años. Sevilla fue otra circunstancia en el interés de José Luis por los estudios ultramarinos. En aquel Bachillerato que tantos libros leíamos al cabo de siete años, quizá José Luis leyese biografías de personajes ligados a las [12] Indias: Colón, Hernán Cortés, Valdivia, Magallanes, etc. Su formación intelectual le permitió tener gran dominio de las Lenguas Clásicas, sobre todo del latín, que con gran soltura y dominio utilizó en la consulta de documentos en los archivos de Roma para la elaboración de su Tesis Doctoral.

     El Derecho y la Historia fueron sus inquietudes. Y para estudiar Leyes se trasladó a Madrid, cursando la Licenciatura en Derecho en la Universidad Complutense (años 1947-1952). Por vínculos familiares se especializó en el campo de Seguros. Para analizar estudios y conocimientos se trasladó a Francia y Reino Unido, trabajando en varias entidades especializadas en su campo profesional. A su regreso a España obtuvo el título profesional de Corredor de Seguros, iniciando su actividad con entrega, tesón y dedicación, que fueron cualidades características de José Luis.

     Entre los años 1966 a 1972 desempeñó el cargo de Director General para España de un importante grupo de Entidades Británicas de Seguros. Esos años le permitieron realizar desplazamientos al Reino Unido y simultaneando con las responsabilidades profesionales, realizó, también, consultas a los fondos históricos de los archivos y bibliotecas inglesas, relativas al área del Pacífico.

     Y aquí enlazamos con lo que hemos escrito al comienzo de estas pinceladas biográficas de nuestro desaparecido Presidente.

     José Luis quería ser Doctor en Derecho por la Universidad de Sevilla. Nunca le pregunté los motivos. Ahora al redactar estas líneas, pienso que quizá los recovecos psicológicos, los recuerdos de juventud le impulsaron a elegir Sevilla y no Madrid, para la colación del grado. Con un Tribunal mixto, de juristas e historiadores especializados, defendió su voluminosa Tesis de tres volúmenes (1.595 págs.). Fue una defensa difícil por la dureza crítica de algunos jueces; recordaba un Tribunal del siglo XVI en la Salamanca del P. Vitoria. Pero el doctorado, con gran dominio del tema, supo contestar a las oportunas objeciones de los miembros del Tribunal, y obtener así, el título de Doctor, en 1985.

     Y José Luis pasará a la Historia del Pacífico Español y, concretamente a la Historia de Filipinas, por la obra El Sínodo de Manila de 1582, publicado en la «Colección Tierra nueva a Cielo nuevo» Sínodos Americanos, nº 8. (Consejo Superior de Investigaciones Científicas. Madrid, 1988). Es una parte de su Tesis Doctoral. Se trata de un trabajo inédito, donde no solamente se analiza la postura de la Iglesia en Filipinas, sino también, la lucha del primer obispo del archipiélago, fray Domingo de Salazar, por la defensa de los Derechos Humanos del indio filipino.

     El prestigio científico de José Luis ha sido reconocido por varias Instituciones Internacionales, como la Micronesian Area Research Center University of Guam: de la International Law Association; la Asociación Española de Americanistas, y lo que a nosotros nos interesa: miembro fundador, secretario, vicepresidente y presidente de la Asociación Española de Estudios del Pacífico. [13]

     José Luis, juntamente con nuestro Vicepresidente el Prof. Antonio García Abásolo, catedrático de la Universidad de Córdoba organizó el pasado noviembre el Congreso de la Asociación, celebrado en la ciudad de Córdoba. A ese encuentro de elevado contenido científico, nuestro Presidente ya no pudo acudir y lo mismo le ocurrió con la visita de los alcaldes de las islas Marquesas, que con tanto entusiasmo preparó con la Dra. Mercedes Palau. En su mesa de trabajo ha quedado un proyecto, elaborado con tiempo suficiente, para preparar un Congreso o una Mesa Redonda, en 1998.

     José Luis nos ha dejado para siempre, pero su recuerdo por el entusiasmo y amor a los estudios del Pacífico permanecerá entre nosotros. Ha iniciado un «largo viaje» -más largo y eterno que el de Jasón, los Argonautas-, lo ha iniciado sin astrolabio cuadrante, ni cuaderno de bitácora, no los ha necesitado, lo único que se ha llevado es una copia de esas últimas cuatro palabras del lema de la Asociación «Hodie et cras concordia (hoy y mañana, concordia)».

     Ése es el mensaje que nos ha dejado a nosotros y los instrumentos de trabajo con que debemos actuar en esta nueva singladura de nuestra Asociación: Hoy y mañana, concordia. Ojalá lo cumplamos como lo hizo en vida José Luis Porras Camúñez.

Leoncio Cabrero

Catedrático de la Universidad Complutense y

Presidente de la AEEP



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Artículos

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El inicio de las relaciones hispano-japonesas en la época contemporánea (1868-1885)

Luis Eugenio Togores Sánchez

Universidad San Pablo-CEU de Madrid



1. LA APERTURA DEL JAPÓN

     Las noticias sobre las Guerras del Opio llegaron a Japón como muestra de una realidad cambiante. En el pasado, los contactos con españoles, portugueses y holandeses habían demostrado cómo los bárbaros europeos sólo podían traer desgracias al Imperio del Sol Naciente. Las guerras civiles durante el siglo cristiano, 1540-1640, convencieron al poder shogunal, entonces en consolidación, de la necesidad de una política de control y cierre del archipiélago a estas influencias perniciosas (1). En 1587 el cristianismo fue prohibido y en 1597 se produjo la primera persecución religiosa. En 1640 el Japón de los Tokugawa adoptará una rígida política de aislamiento nacional (2). Desde este momento, hasta 1844, el gobierno shogunal se sentirá libre de toda amenaza exterior.

     A principios del siglo XIX las noticias que comenzaban a llegar sobre los sucesos que ocurrían en China -el poder de las armas europeas, sus exigencias comerciales, la debilidad del gobierno manchú...- alarmaron al Bakufu haciéndole prever que muy pronto el Japón volvería, inevitablemente, a entrar en contacto directo con los europeos. La vieja ley que ordenaba disparar contra toda nave extranjera que se acercase a las costas del Japón fue abolida para evitar posibles incidentes, (3) aunque continuó sin permitirse que los «bárbaros» violasen las fronteras del archipiélago japonés.

     Es sobradamente conocida la cadena de acontecimientos que se inician [18] cuando, el 8 de julio de 1853, el Comodoro Perry -al mando de la flota de las Indias Orientales- se presentó en Uraga portando una carta del presidente Fillmore para el Bakufu, solicitando la apertura de las negociaciones de un tratado.

     El 24 de febrero de 1854 Perry anclaba a la vista de Edo, para luego amarrar ante Kanagama -por petición expresa de las autoridades niponas-, entregando un proyecto de tratado a las autoridades del archipiélago, así como diversos regalos. El 31 de marzo de 1854 se firmaba el «Tratado de paz y amistad entre los EEUU de Norteamérica y el Imperio del Japón».

     Tras los EEUU otras muchas naciones europeas se lanzaron a conseguir privilegios similares a los obtenidos por Perry. La crisis interior del sistema shogunal de los Tokugawa produjo un cambio que, en buena medida, fue detonado por esta actuación extranjera. El inicio en 1868 de la era Meiji supuso el abandono por el Japón del pasado feudal y aislacionista, para dar paso a un rápido proceso de modernización que le llevaría en muy pocas décadas a situarse entre las grandes potencias de la época (4).

     A raíz de los sucesos generados por las guerras del Opio, y las pugnas ruso-británicas por el control del subcontinente indio, la monarquía española se plantea la necesidad de levantar una estructura diplomática permanente y el logro de un sistema de tratados y acuerdos comerciales con los diversos reinos del Lejano Oriente: China, Annam, Siam y Japón... (5) La evolución de los sucesos que provocaron la apertura de China, la expedición franco-española a Cochinchina, el auge del comercio y los negocios, habían persuadido a España de la necesidad de mostrar una presencia diplomática efectiva en la zona que garantizase sus intereses en Asia Oriental.



2. LA NECESIDAD DEL INICIO DE LA APERTURA DE RELACIONES CON JAPÓN: LOS INTERESES FILIPINOS

2.1.- Las primeras propuesta y solicitudes de un Tratado.

     En 1858, el Cónsul General de España en China, Nicasio Cañete, dirigió una nota a la Primera Secretaría de Estado en la que se hacía mención del diferente espíritu que parecía reinar en Japón ante la presencia europea, «donde el Emperador manifiesta los mejores deseos de entablar relaciones mercantiles y de amistad con las naciones civilizadas» (6). En la nota se señalaba la reciente [19] firma de un tratado por parte de EEUU, por el que se había logrado grandes ventajas «entre las cuales figuran la abolición del monopolio comercial y el derecho de residir los agentes diplomáticos en la capital», abriéndose un mercado de más de cuarenta millones de habitantes. Señalando igualmente los éxitos por parte de Holanda y Portugal en este propósito (7). Informando de la gestión de Gran Bretaña para la consecución de un tratado, así como la llegada del Barón Gros y del Conde de Pontiátin con idénticos encargos de sus respectivas naciones.

     La necesidad de una correcta política comercial de España en la zona es señalada también por el cónsul en Shanghai, Gumersindo Ojea y Porras, a raíz de los nuevos tratados concertados con Japón. Afirmando que el archipiélago nipón -al igual que el norte de China- es el perfecto mercado para las producciones de Filipinas -a pesar de la competencia de Malaca, Siam y Annam-, resaltando la necesidad de la rápida firma de un tratado hispano-japonés que permita el acceso de los buques españoles a estos puertos.

     Con la abolición del edicto de 1637, las autoridades japonesas han permitido el acceso a los puertos nipones de buques mercantes occidentales, pero las naciones que carecían de tratado seguían teniendo vedado el poder comerciar con los puertos abiertos del Japón. Por lo que se pide al gobierno que inicie las negociaciones para la firma del tan necesario tratado que permitiría un flujo comercial entre Manila y Yokohama, sumamente lucrativo para las Filipinas (8).

     La llegada de la corbeta de guerra prusiana «Tetis» a Manila dará pie a que el Gobierno Civil Superior de las islas Filipinas reclame ante el gobierno metropolitano la necesidad de que se acelere la firma del acuerdo con Japón, señalándose los «inmensos intereses políticos y comerciales, ya decorosamente representados en una marina mercante numerosa y activa y en una marina militar que crece de día en día para adquirir la posición respetable que la corresponde, no quede por más tiempo rezagada en éste movimiento general...» (9), dadas las grandes ventajas comerciales que el mercado nipón puede representar para Filipinas, en la posibilidad de que el puerto de Manila se convierta en depósito de mercadería con este rumbo, recobrando su importancia por esta vía dentro de las grandes rutas comerciales del Asia Oriental -de las que por momentos se encontraba más marginada-, rompiéndose la extrañeza [20] de las otras naciones occidentales ante la apatía que mostraba España en todo los referente a esta parte del mundo.

     Resulta destacable la postura de las autoridades filipinas en la cuestión con Japón, frente a su actitud de apatía anterior ante cualquier extensión y consolidación de los intereses de España en Extremo Oriente.

     Estos propósitos se verán paralizados a raíz de una nota dirigida por el gobierno japonés -por medio del Ministro de los Estados Unidos en Japón- al Ministerio de Estado español, con fecha del 2 de mayo de 1861, a causa de la exaltación de la opinión pública en el archipiélago contra los extranjeros que puede generar un brote de xenofobia, rogando se suspenda toda negociación hasta nuevo aviso (10), por lo que se aplaza el de su S.M. el envío del Plenipotenciario para cuando se calme la infundada excitación de la opinión pública, si bien espera del gobierno japonés que no participe de los errores y preocupaciones del pueblos...» (11).



2.2.- Los intereses comerciales de las Filipinas y su actuación para el logro de un primer tratado

     Será nuevamente a instancias de Gobierno Superior Civil de Filipinas por lo que se reabrirá la cuestión del logro de un tratado hispano-japonés. La carta dirigida por la casa comercial, matriculada en Manila, Findlay Richardson y Cía. al Capitán General del archipiélago, manifestando las graves pérdidas que sufre el comercio filipino al no poder los barcos españoles, amarrar en los puertos nipones, resucitará la cuestión.

     Las autoridades y comerciantes filipinos comprendieron las posibilidades del comercio con Japón afirmándose en un documento remitido desde el Gobierno Superior Civil del archipiélago al Ministerio de Ultramar:

                «A medida que se desarrolla la navegación por el Istmo, queda Manila más y más rezagada en el movimiento mercantil, por su posición geográfica excesivamente lateral en la gran vía abierta entre China y Europa. El Canal de Suez de que tan grandes ventajas se prometía para Filipinas un antiguo e ilustre Director de Obras Públicas, el Sr. Montesinos, puede sernos completamente estéril por no tener estaciones para nuestros buques de vapor en la inmensa y borrascosa faja de mar que une al África con el Extremo Oriente. Demás de esto, mientras no varíen radicalmente las circunstancias políticas y, económicas de nuestro país, no podrán luchar nuestras empresas de Vapor, españolas, ni Filipinas con las de [21] esas naciones más poderosas y mejor situadas en el Mediterráneo, que están hoy en vísperas de acaparar todo el tráfico indochino» (12).           

     La alteración del estado de abandono y aislamiento del archipiélago se centraba sobre la formulación de dos premisas: la necesidad del aumento de la mano de obra para la agricultura filipina; y el desarrollo y la productividad del comercio español en Asia Oriental. Arribas cuestiones se vinculaban estrechamente para su solución al aumento de las relaciones con Japón.

     La primera cuestión, la falta de brazos para la agricultura -uno de los grandes y aparentemente insolubles problema de la economía colonial española durante el siglo XIX- es analizada desde la posibilidad de incrementar la emigración de japoneses al archipiélago:

                «(...) que en los tiempos antiguos inmigraban los japoneses en este Archipiélago en tanto mayor número que hoy los chinos. Otra circunstancia no menos importante es que aquéllos tienen verdadero amor a la agricultura, por cuya razón sus servicios serían sumamente útiles en este país. El cultivo de los campos pasa por el modelo del Oriente. Sus producciones (la de los japoneses) bastan para cubrir todas las necesidades de la población, a pesar de su increíble exuberancia. El carácter y las aptitudes de los naturales, ofrecen no menores ventajas sobre los de China» (13).           

     En lo referente a la cuestión comercial, sin lugar a dudas la que más preocupaba a los sectores de opinión que solicitaban un tratado con el Japón, los argumentos giraban entorno a las siguientes premisas:

                «Podrían establecerse nuestro comercio sobre bases muy sólidas. Nuestros tejidos catalanes hallarían en el Japón un vasto mercado, puesto que ya han hecho pruebas con muy buen éxito los fabricantes de Carcasona y Limoges. También conseguirán mucho los vinos españoles, puesto que el de Burdeos lo ha conseguido, así como los aguardientes, que Filipinas puede exportar en abundancia cuando se les asegure extracción. Los licores espirituosos están muy recargados en el arancel, dato que encarece la ilustración del Gobierno. También debe citarse la librería, no sólo por que nuestra lengua es bastante apreciada en el país, sino por que los libros europeos son los buscados con verdadera ansiedad. Además de estos productos podrían llevarse con más ventaja que de otra parte, cereales, añil, azúcar, jarcia, maderas tintóreas, conservas alimenticias, ganados, melazas, y otros de que abunda, importando en cambio sederías, marqués y porcelanas que son superiores a los de China y sumamente estimados en Europa, como V.E. sabe» (14). [22]           

     Tráfico mercantil que podría reactivar y promover los fletes españoles en aquellas aguas dedicados básicamente al cabotaje, pues:

                «(...) el Archipiélago Japonés se halla a diez o doce días de navegación de Manila en circunstancias normales, aún las extraordinarias son muy conocidas de nuestros marinos que fácilmente las dominan» (15),           

dedicando así parte de la flota del archipiélago a un comercio exterior hasta entonces casi totalmente acaparado por buques de bandera extranjera.

     Estas propuestas se verán apoyadas por las demandas de la Junta de Agricultura, Industria y Comercio de Filipinas, solicitando al Gobierno Superior Civil de las Filipinas que envíe un comisionado con carácter confidencial que presente ante el gobierno japonés la siguiente propuesta:

                «Los habitantes de las islas Filipinas y sus autoridades desean reanudar las relaciones de tan honrosa tradición con los japoneses; y en tanto español, por medio de un tratado, no contribuye a fundarlas sobre bases permanentes, las autoridades y comercio de Manila aceptaran con gratitud que el Gobierno del Japón, como medida interina, declare que los buques y productos de Filipinas son admitidos en sus puertos según las reglas acordadas para los buques y productos ingleses y de otras naciones (...) Firmado 3 de Mayo de 1867 = Exmo. Sr. Francisco de P. Cembrano (...)» (16).           

     Generándose así un tipo de diplomacia periférica, destinada a suplir las carencias de la administración metropolitana, sustituyendo así una acción exterior que parecía adormecida y hasta entonces inexistente en las Filipinas.

     Tras la oportunidad perdida durante la visita de los buques de guerra de alto bordo «Numancia» y «Berenguela», para transportar una legación española al Japón, con el adecuado decoro de acompañamiento naval que permitía la coyuntura favorable, el Capitán General de Filipinas -animado por la buena acogida de la corbeta «Narváez» (17)-, decidió asumir personalmente unas atribuciones diplomáticas propias del Ministerio de Estado.

     Con la excusa de acompañar al Japón a siete náufragos de esta nacionalidad, son enviados el capitán de fragata D. Claudio Montero, y el Teniente Coronel -Ayudante del propio Capitán General- D. Victoriano López Pinto con una carta dirigida al Ministro de Negocios Extranjeros del Japón:

                «(...) que los barcos de Filipinas puedan llevar a esos puertos japoneses ricos productos de nuestro país, como el azúcar, el abacú, las gomas, las maderas, los [23] algodones catalanes y tantos otros productos, y también que los barcos japoneses puedan venir a estos puertos filipinos así como a los españoles a vender por oro y plata los hermosos maques, las ricas porcelanas, el excelente carbón de piedra y tantas cosas como produce el Imperio del Sol Naciente» (18).           

     Lo que motivó una solicitud de apoyo al Ministro Residente de los EEUU en Japón, para que «les facilitase el acceso en entrevistarse personalmente con los tres Ministros de Negocios Extranjeros». Esta misión no logró ningún resultado dada su carencia de credenciales. Recibiendo las autoridades filipinas una negativa en los siguientes términos:

                «Participando que en atención a las circunstancias políticas de aquel Imperio que se halla en guerra civil y a las cortas atribuciones de que iban investidos no se pusieron en relaciones con el Gobierno, haciendo entrega de los náufragos a los Gobernadores de Yokohama, quienes les dispensaron la más benévola acogida dándoles las gracias en una comunicación» (19).           

     Quedando de esta manera el logro del deseado tratado en manos exclusivas del Ministerio de Estado, y especialmente del muy reducido cuerpo diplomático español en Asia Oriental, entonces bajo la dirección de Sinibaldo de Mas.



3. LA NEGOCIACIÓN Y LA FIRMA DEL PRIMER TRATADO DE ESPAÑA CON JAPÓN

3. 1.- Los problemas y carestías de la Legación española

     La firma de un tratado entre Japón y Suiza sirvió para que España volviese a plantear con insistencia sus deseos de apertura formal de relaciones.

     El gobierno español ordenó el envío de una legación investida de una plenipotencia que se dirigiría a Siam, Cochinchina y Japón, con el fin de completar la estructura de tratados internacionales en Extremo Oriente, que permitiera equiparar a España con las otras potencias occidentales con intereses en el área.

     La carestía, casi absoluta, de todo tipo de medios, tanto materiales -dinero, buques, instalaciones...- como humanos -diplomáticos, traductores, escribientes...-, desde un primer momento dificultaron estos proyectos, planteándose [24] la imposibilidad de ir a los dos primeros países por no existir líneas de vapores de comercio que sirviesen de transporte a los diplomáticos españoles, ni alojamientos para la Legación y carecer ésta de los recursos económicos que permitiesen cubrir las necesidades de protocolo, pues «sería preciso llevar regalos de gran valor para los dignatarios de aquellos países por ser costumbre establecida». Quedando la proyectada acción diplomática limitada al Japón, por ser un caso muy diferente -según valoraba el representante español en China-, por no requerirse regalos de valor y existir líneas de buques comerciales hacia este islario.

     Le fue encomendada esta misión a Heriberto García de Quevedo, que la tuvo que llevar adelante con grandes dificultades, especialmente de índole económica. La falta de medios materiales no sólo se contradecía con la política de prestigio tan cara para el gobierno de Madrid, sino que demostraba la absoluta carencia de fuerza de España en la zona -en unos momentos en que soberanía, derecho internacional, y fuerza naval y militar, estaban estrechamente unidos- invitando a otras potencias a una redistribución colonial que se mostraba como perfectamente factible.



3.2.- El logro de la firma del tratado

     García de Quevedo, consciente de la urgencia de aprovechar la coyuntura favorable que vivía el Japón, y convencido de la inutilidad de esperar un buque de guerra desde Filipinas, decidió viajar en el primer vapor que saliera de China hacia Yokohama (20).

     La Embajada partió imbuida de la perfecta percepción de la realidad, comprendiendo que había que «renunciar a la idea de celebrar un tratado basado diferentemente que los ya ajustados con las demás potencias europeas y que en caso de hacerlo sólo representaría gastos de personal al erario y ventaja ninguna al comercio nacional» (21).

     Inicialmente, el planteamiento español consistió en no pedir «ni una línea más que las demás potencias, pero que no podría conformarse con una menos». A lo que respondió el gobierno japonés que «si en efecto no había en él (tratado) alguna nueva exigencia, la negociación sería fácil y rápida», esperando sólo finalizar los tratados en curso con Suecia y Noruega, para dar rápida solución a este negocio con España (22). [25]

     Con la colaboración de la embajada norteamericana y por medio del traductor de la embajada francesa Du Bousquet se logró en sólo tres reuniones ajustar el texto del tratado, días 26, 29 y 31 de octubre, siendo de reseñar el cambio del holandés al francés en el texto que serviría de norma en caso de que la interpretación de los contratantes fuese diferente.

     El rápido éxito logrado por Heriberto García de Quevedo y el poco dinero desembolsado llevó a afirmar al representante español que éste «sería el tratado que menos dinero haya costado a España» (23).

     El Tratado fue firmado el 12 de Noviembre de 1868 y enviado a Madrid para su ratificación por medio del Segundo Secretario Otín.



3.3.- La ratificación del Tratado Hispano-Japonés de 1868

     Una vez llegado el texto del tratado a Madrid, la situación política en España se había visto notablemente alterada. El 18 de septiembre de 1868 estalló la revolución en Cádiz, el 28 del mismo mes los sublevados vencieron en el encuentro del puente de Alcolea, el 30 la Reina Isabel II cruzaba la frontera y se refugiaba en Pan. En el momento de la firma del tratado hispano-japonés, el plenipotenciario español representaba a la monarquía isabelina sin saber que hacía cuarenta y tres días que Isabel II se había visto obligada a dejar el trono de España. Una vez más, el pequeño cuerpo diplomático acreditado en Extremo Oriente, se encuentra al margen, olvidado, por sus superiores en el Ministerio de Estado (24). Las grandes distancias y las difíciles comunicaciones no son justificaciones del todo admisibles para comprender la situación especial que conllevó la firma de este tratado. El Plenipotenciario español firma un tratado con el Mikado en nombre de una monarquía y un gobierno que ya no existían (25).

     El nuevo Gobierno Provisional se enfrenta a esta situación sometiendo el texto del tratado al Consejo de Estado (26), con fecha 12 de febrero de 1869, solicitando a éste que informase sobre el mismo. La respuesta de este organismo fue favorable en lo referente a la letra del texto acordado por los negociadores [26] españoles (27). Siendo ratificado el citado tratado el 8 de Abril de 1870, y publicándose en la Gaceta de Madrid con fecha del 31 de Enero de 1871.

     Este Gabinete, llevado del mayor pragmatismo político, dio como válida la firma de un Tratado a todas luces contrario a derecho internacional, sobre la premisa del desconocimiento de la realidad europea existente en los países de Asia, la complicidad tácita de las potencias europeas acreditadas ante el Mikado y las dificultades y costes que llevaría la renegociación de un nuevo tratado con una monarquía que podría ver con malos ojos los acontecimientos revolucionarios ocurridos en España.



4. ESPAÑA, JAPÓN Y LAS POTENCIAS (1871-1885): SUS RELACIONES DIPLOMÁTICAS

     Desde un primer momento, tras la firma y ratificación del tratado de 1868, la presencia diplomática española en Japón fue reflejo del escaso interés que despertaba en España todo lo referente a Extremo Oriente. La diligencia mostrada por el Gobierno Superior de las Filipinas, y los sueños mercantiles de los comerciantes de Manila, desaparecieron con la misma facilidad con que se llegó a un acuerdo en la letra del tratado. Desinterés que se tradujo en una débil presencia diplomática, naval y comercial que llegó a ser tan drástica que llevo al Encargado de Negocios, en diciembre de 1870, a reclamar la urgente visita de un buque de guerra a aquellas aguas alegando motivos de prestigio y seguridad, aunque sin resultado.

     Esta triste situación no impidió que España lograse una relativa consideración ante el Tennô, fruto sin duda, tanto de la proximidad de las Filipinas, como del trato generalizado de cortesía que el gobierno japonés daba a todo el cuerpo diplomático occidental acreditado ante el Mikado.

     Con la llegada de Calderón Collantes al Ministerio de Estado el, entonces, representantes de España, Emilio Ojeda, centró su limitada capacidad de actuación en informar a Madrid, y a Manila, de los sucesos interiores del Japón. Siéndole encargado conocer la valoración de España a los ojos del Japón sobre la base sólida de la importancia de la colonia de Filipinas (28) y el logro del reconocimiento de Alfonso XII.

     Durante el desarrollo de una serie de entrevistas con los señores Terashimo -Ministro de Negocios Extranjeros- y Swakura encaminadas al reconocimiento [27] por el Japón de Su Majestad Alfonso XII quedó demostrada la apatía que sentía el cada vez más importante Japón en todo lo relativo a España. Situación que se agravaba por el poco «lisonjero prisma de la prensa extranjera» sobre nuestra nación, en la que las anormales circunstancias pasadas por España tenían gran culpa.

     Tras el logro del reconocimiento de Alfonso XII por parte japonesa -el primer gran objetivo de la política internacional de Cánovas- las relaciones hispano-japonesas volvieron a caer en la apatía, sólo interrumpida por el envío a mediados de 1880 de Sameshima Naonobu como Enviado Extraordinario y Ministro Plenipotenciario del Japón a Francia, con el mismo cargo en relación a España, con residencia en París (29). No será hasta el año 1882 cuando el Consejo del Imperio solicite la creación de una legación permanente del Japón ante la Corte de Madrid (30).

     Las cuestiones que centraron la atención de la diplomacia española en Japón entre 1875 y 1885 eran básicamente cuatro:

     -La renegociación de los Tratados, centrados en el problema de la libre circulación de extranjeros por el interior del país.

     -La defensa de las misiones y los cristianos nativos, así como de sus intereses en Japón. Acción en la que, al igual que en la anterior, se actuó en coordinación con las otras potencias.

     -Intentos del logro de mano de obra japonesa para las labores agrícolas en las siempre necesitadas colonias españolas: Cuba y Filipinas.

     -El inicio de una serie de conversaciones sobre las Marianas y Carolinas (desde 1885). Territorios sobre los que Japón comenzaba a mostrar un interés creciente: génesis del Peligro Marillo, sobre la posibilidad de una acción de conquista por parte de la flota japonesa a costa de las posesiones españolas del Pacífico.



4.1.- El problema de la libre circulación de extranjeros por el interior y la renegociación de los tratados

     En Junio de 1871 el Ministro de Negocios Extranjeros del Tennô notificaba al jefe de la Legación española -con el año de antelación que marcaba el tratado- su deseo de la revisión de los acuerdos para el próximo 1 de julio de 1872. Esta solicitud se enmarcaba dentro de una serie de peticiones, a la totalidad [28] de las potencias, con el fin de denunciar los tratados desiguales firmados durante los primeros años de la forzada apertura del Japón.

     Con fecha 1 de Diciembre de 1871, el Encargado de Negocios de España en Japón, Tiburcio Rodríguez y Muñoz, informaba a Madrid sobre la designación de una Embajada Extraordinaria japonesa para Europa, transmitiendo la siguiente comunicación del Ministerio de Negocios Extranjeros japonés:

                «Tokei 14 del 10 mes del 4 año Meiji.= (...) Su majestad se ha propuesto nombrar para esta comisión a Suakura Tomoime. Vicepresidente del Ministerio con el carácter de Embajador Extraordinario y a Kido Takasuke, Consejero de Estado; Okubo Toshimichi, Ministro de Hacienda; Sato Hirofumi, Ministro Asistente de obras Públicas; y Yamaguchi Nawoyshi Ministro Asistente de Negocios Extranjeros en calidad de Vice-Embajador (...) El Gobierno de S.M. el Tennô aprovechará esta oportunidad para exponer ante el de España sus propósitos respecto a la revisión del tratado entre ambos países cuyo término esta cercano y solicitar su alta consideración en este asunto. (... ) Como quiera que la Embajada necesitará cierto tiempo para llevar a cabo su misión, el Gobierno de S.M. el Tennô se ve en la precisión de solicitar de los Gobiernos europeos su asentimiento a la prolongación del término anteriormente fijado para efectuar la revisión. Firmado Terashima Mumenori» (31).           

     El regreso de esta Embajada no supuso la revisión de los tratados; la actitud reacia de la casi totalidad de las embajadas y legaciones hacía imposible todo cambio por medio del sistema de revisión.

     El gobierno japonés adoptó una nueva línea de actuación centrada en provocar una serie de pequeños conflictos, por medio de los cuales se pretendía demostrar a los occidentales su carácter de nación plenamente soberana, libre de las intromisiones de los europeos en sus cuestiones. Se quería demostrar a Occidente que el Japón Meiji no era igual a la China de los manchúes.

     El primer conflicto diplomático se centró en la cuestión de «la libre circulación» por el interior del Japón por los extranjeros. En esta cuestión, España actuó coordinada con las demás potencias, dentro de la línea habitual de comunidad de intereses y actuación -bloque aparentemente monolítico- de los occidentales frente a los gobiernos asiáticos. Centrándose la pugna, no en relación «al derecho de circulación libre en el interior de Japón ejercido por los Extranjeros desde hace 13 años, sino del derecho de residencia y posesión que según dicho Sr. Ministro no era compatible con los privilegios de la extraterritorialidad», siendo esta medida injuriosa para el Gobierno de cualquier país y por tanto también para el Japón. [29]

     El Ministerio de Negocios Extranjeros nipón hizo clara alusión al Derecho Internacional, y al hecho de que la extraterritorialidad nunca era concedida a extranjeros en Estados libres y soberanos; poniendo los ejemplos de las naciones de Europa y América. Afirmando que esta irregular condición de la extraterritorialidad sólo podía ser impuesta a naciones conquistadas, no siendo éste el caso del Japón. Sosteniendo el derecho del Japón a juzgar a los extranjeros que incumplan las leyes mediante los tribunales locales en paridad con los nativos, acusando a la extraterritorialidad de ser un sistema de salir indemne de los delitos cometidos gracias a la complicidad de los Cónsules. Manifestando que de no ser así no se permitiría la libre circulación de occidentales por el país, y menos aun su asentamiento permanente en los territorios del Tennô.

     Las Potencias argüían en defensa de sus posiciones la gran diferencia de penas existente entre su código de leyes y los europeos, para así justificar la extraterritorialidad que estaba concedida en la letra de los tratados.

     Frente a esto Japón se negó a dar pasaportes para viajar por el interior del país, afirmando que se cancelaban los visados, no como en el pasado por política de cierre del país, «sino en el deseo que tenemos de examinar detenidamente una cuestión tan seria como ésta y al mismo tiempo para evitar los malos efectos que podrían ocasionar la precipitación. Es inútil hacer notar aquí que conforme a un principio general cada nación tiene el absoluto derecho y libertad de decidir en asuntos propios como lo exijan las circunstancias» (32). Llegando el Japón en su campaña diplomática a pedir la jurisdicción completa (33).

     Situación que produjo varios meses de tensiones entre los representantes occidentales y el Gobierno japonés. Llegando a autorizar el decano del cuerpo diplomático acreditado a viajar al interior del país de manera unilateral.

     La Legación española, actuó unida a las directrices marcadas por los intereses colectivos de las potencias -sin tener en cuenta la inexistencia de una comunidad española en Japón y por tanto su absoluto desinterés en visitar el interior del país- más preocupada por su prestigio y relaciones con las otras [30] potencias que por sus verdaderos intereses, aunque en este caso fuesen aparentemente coincidentes.

     En 1881, la cuestión aún seguía sin solventarse plenamente, produciéndose nuevas tensiones que generarán una nueva nota colectiva para disuadir al Mikado de revisar los tratados (34). España no volverá a firmar nuevos acuerdos con el Japón hasta el tratado de 1892.

     La acción exterior de España fue mediatizada -como en otras muchas partes de Asia Oriental- por la actuación de las grandes potencias, estando ligada su situación en el Japón, en materia de revisión de tratados, a la del colectivo de naciones occidentales. Estando en buena medida su suerte pendiente no de sus propios designios sino de la actitud de Gran Bretaña, Estados Unidos y Alemania, principalmente.



4.2.- España y la cuestión de las misiones en Japón

     La suerte de los cristianos y de las misiones en el Japón fue otra de las cuestiones utilizadas por el Gobierno del Tennô para afianzar su plena soberanía ante los occidentales, y presionar en la cuestión de los tratados.

     En el año 1869 el gobierno nipón diseminó por el país a tres millares de cristianos nativos -a los hombres les envió a trabajos forzados tras ser torturados y a las mujeres a la prostitución- sin que las reclamaciones diplomáticas lograsen resultados apreciables; en tanto que los misioneros exageraban las persecuciones -en especial los jesuitas- y el gobierno japonés las negaba en rotundo. Ante este nuevo problema, inicialmente, los diplomáticos extranjeros optaron por no convertirlo en cuestión capital -a diferencia de lo ocurrido en China o Annam- pues esto era en buena medida el deseo del gobierno japonés al adoptar estas medidas.

     El problema de los cristianos cobró nueva importancia a raíz de la encarcelación de dos dependientes del Consulado ruso por sospechas de practicar el cristianismo (35). La crisis con las autoridades rusas puso la adormecida cuestión de los cristianos en el orden del día, aunque el entonces nuevo representante del Zar en Yedo no afrontó el problema con el ardor que generalmente estas cuestiones despertaban; a pesar de que la prensa de los misioneros franceses intentó radicalizar las posturas.

     La Cámara británica de los Comunes presentó una interpelación, al igual que la Asamblea Nacional francesa, sobre el tema de las persecuciones de cristianos en el Japón. Hechos utilizados por el cuerpo diplomático ante el Tennô como prueba de la mala impresión que causaba en Europa esta actitud. Los [31] representantes de Gran Bretaña y Francia, junto al resto de los diplomáticos acreditados se entrevistaron con el Ministro de Negocios Extranjeros del Japón el cual dio «como siempre buenas palabras» pero ninguna respuesta. Ante las cuales el representante español manifestaba la siguiente opinión:

                «Nos separamos convencidos de que no las cumpliría, y al cambiar nuestras conjeturas sobre las diversas incidencias de la conversación todos los representantes vinimos a parar en la misma conclusión, a saber, que si el Gabinete de Yedo, que tan sensato y tan conciliador se muestra en otras cuestiones, se manifiesta tan obstinado y tan fuera de razón en la de los cristianos, debía atribuirse no tanto a falta absoluta de buena voluntad, ni a que haya necesidades políticas de alto orden que se opongan a la promulgación de la tolerancia religiosa (...) sino a que nuestra constante presión sin duda había picado su amor propio, al cual en ocasiones dadas todo lo sacrifican los japoneses, y por consiguiente que tantas menos probabilidades habría de que fuesen bien acogidas las demandas en favor de los cristianos cuando con más frecuencia y mayor empeño las hiciésemos. Era preciso pues variar de táctica, y ensayar la política de abstención (...) en los últimos cuatro meses hemos hecho caso omiso de la cuestión. Parece según el resultado que nuestros cálculos eran exactos-» (36).           

     Tres semanas más tarde, al despedirse ante el Mikado el Ministro de Italia, el Ministro de Negocios Extranjeros le entregó una nota -en su calidad de Decano del Cuerpo Diplomático acreditado en Japón- en la que se informaba que se había ordenado arrancar el edicto antes citado. Así, los cristianos presos en la cárcel de Owari fueron puestos en libertad cesando la persecución (37).

     Una vez más los diplomáticos españoles se limitaron a ir en perfecta coordinación con las demás potencias; cosa lógica, pues la crisis de los cristianos se desarrolló por los mismos años que la de la «libre circulación por el interior», siendo la cuestión de fondo, realmente, la revisión de los tratados.

     Si en las dos cuestiones anteriores España actuó de forma teóricamente igual al resto las potencias occidentales, de manera coordinada, las dos siguientes fueron diferentes; básicamente del exclusivo interés español y directamente relacionadas con sus posesiones coloniales en el Pacífico.



4.3.- La cuestión de la emigración de mano de obra japonesa a las colonias españolas (Filipinas)

     La carencia de brazos para la agricultura fue una constante en la economía de las posesiones españolas de ultramar. Generalmente, la cuestión se ha centrado en la demanda de brazos para la caña de azúcar por parte de la sacarocracia cubana, lo que llevó, en buena medida, a una mediatización de la política [32] exterior de España, por casi treinta años, en todo el Extremo Oriente, al servicio de esta necesidad antillana. Pero sin que esta primacía de lo cubano impidiese una necesidad similar -aunque en un orden de importancia política muy inferior- por parte de la aún poco desarrollada agricultura filipina.

     El interés de las Filipinas por el Japón ha quedado plenamente de manifiesto ya en sus deseos de acelerar el logro de unas relaciones que se presentaban sumamente prometedoras en materia comercial en unos primeros momentos; por lo que no resulta extraño que las autoridades e intereses comerciales filipinos fijasen sus ojos, durante un período, en la población nipona como base para un factible desarrollo agrícola del archipiélago, una vez que la demanda de mano de obra asiática desde Cuba había quedado casi neutralizada por causa de los impedimentos de los británicos, las dificultades en Macao, y sobre todo el crecimiento de la sublevación contra España en las Antillas.

     Será ya, en una nota del 15 de Julio de 1880, cuando el Encargado del Negocios de España haga su primera referencia al logro de un tratado de emigración con el Japón, en la línea del, por entonces, recientemente firmado con Annam.

     Los proyectos de cubrir la emigración a Filipinas con mano de obra peninsular, proyecto formulado por Canga-Argüelles, tuvieron que ser suprimidos por la oposición de la población blanca asentada en la colonia, basándose en lo perjudicial que sería para el prestigio de los españoles, la llegada masiva de emigrantes que lesionaría su prestigio en el archipiélago, al tiempo que por causa del número menguarían los privilegios que disfrutaban los peninsulares.

     Tras el fracasado proyecto de emigración nipona a las Marianas, se produce una casi completa paralización de contactos diplomáticos relativos a esta emigración. Será con la nota núm. 59 fechada en Yokohama el 14 de noviembre de 1888, cuando se vuelva a revitalizar los viejos proyectos de emigración annamita hacia Filipinas, resaltando el problema que suponía la numerosa emigración china existente en el archipiélago, que en momentos califica como más perjudicial que beneficiosa para el islario. Frente a los 90.000 varones de la colonia china, difícilmente asimilables por los naturales de las Filipinas, muy odiados por éstos, se pensó en la emigración familiar japonesa, que neutralizaría la permanente amenaza de revuelta china, exorcizando el peligro de esta numerosa comunidad, mediante su oposición, que en caso de sublevación optaría casi con seguridad por la causa española.

     El hecho de poder viajar entre 5 y 8 días del Japón a Filipinas fue otro tema atractivo para este tipo de emigración, dado los inmensos costes políticos y económicos que se habían sufrido durante los viajes desde China a Cuba y que en este caso no se producirían. Resultando esta población idónea para la producción del tabaco, caña de azúcar y arroz, así como para el cultivo del [33] algodón y la seda, cualidades que les hacían especialmente deseables, pues estas prácticas se unían a su docilidad, disciplina y obediencia.

     Una vez más las autoridades consulares españolas en Japón trataron con el Conde Okuma sobre la actitud del Gobierno Imperial ante los deseos de España de una emigración masiva de japoneses a las colonias españolas de Asia, respondiendo el gobierno nipón que su actitud sería aún más favorable que hacia la emigración hacia las Hawaii -sobre la que ya existía un tratado firmado de emigración-, Corea, China o Vladivostók.

     La cuestión volvió a quedar nuevamente en suspenso hasta que el finquero Felipe Canga-Argüelles en 1891 revitalizó el tema de la emigración japonesa a las colonias españolas de Asia. La política de expansión japonesa y la cada día más evidente amenaza nipona a la soberanía española en el Pacífico -el «Peligro Amarillo»- terminó por cambiar la hasta entonces pasivamente favorable postura oficial española ante la emigración nipona, tornándola en abierta oposición (38).



4.4.- El «Peligro Amarillo»: amenaza sobre las posesiones españolas en el Pacífico

     La Era Meiji venía a moldear un nacionalismo que formulaba la expansión imperialista bajo una triple voluntad: como camino obligado por la dinámica de la época; sistema para lograr prestigio internacional y poder ante las Potencias; y voluntad de una poderosísima clase militar y del propio Emperador de emprender una acción exterior expansionista que unificase el país frente a las revueltas de sectores tradicionales próximos al extinto sistema Tokugawa.

     Las autoridades españolas en Filipinas observaron cómo el país del Sol Naciente pasaba de ser un mercado potencial a convertirse en una amenaza para la soberanía española en el Pacífico.

     El viejo problema de la escasa presencia comercial, militar y naval de España en la zona se presentó de forma más aguda y realista ante el nueva Japón. Si España había temido una agresión china sobre sus territorios en el pasado, ésta había quedado exorcizada por la decidida acción de las potencias sobre el gobierno manchú haciendo imposible todo sueño expansionista por parte de China. El peligro ahora se presentaba con la forma del Japón, amenaza más real y próxima que la que había sido China unos años antes.

     La falta de presencia española en las aguas niponas y la debilidad de nuestra flota en Asia Oriental, fue valorada desde un principio por Japón en su justa [34] medida. Situación que queda perfectamente reflejada ya en 1875 en las notas de la Legación española en Yokohama, en relación a la pobre imagen de España a los ojos del gobierno japonés, situación acrecentada por las críticas a la situación peninsular vertida por «la prensa extranjera» (39), y puesta especialmente de manifiesto por la endémica falta de buques de guerra de visita por los puertos japoneses. Motivo por el cual se hicieron diversas gestiones para revitalizar la imagen de España, mediante la valoración de nuestro imperio colonial en Asia como reflejo de una nación poderosa. Este objetivo se logró con creces gracias a la visita del comisionado de Hacienda japonés, Kawagita, que llevo a escribir a Mariano Álvarez al Ministro de Estado en los siguientes términos:

                «El minucioso estudio que el señor Kawagita ha hecho del Archipiélago Filipino; y la documentación que ha adquirido sobre administración, comercio y demás facilitan al Gobierno japonés suficientes datos para proponer lo que crea conveniente para el fomento del comercio entre ambos países» (40).           

     Informe que fue más allá de lo deseado y que mostró al Mikado, no sólo la riqueza de las posesiones españolas en Extremo Oriente, sino también la debilidad de la presencia española en la zona.

     Pronto los diplomáticos españoles comprendieron la actitud y el papel que Japón deseaba ocupar en Extremo Oriente. Los conflictos por Corea y Formosa mostraron cómo el Japón no se contentaba con ser una más de las naciones asiáticas subyugadas a Occidente, sino que contaba con la voluntad y la fuerza para intentar situarse entre las grandes potencias por pleno derecho.

     El estudio de la fuerza militar del Japón fue ya desde temprano una constante de la Legación española en el archipiélago japonés. En octubre de 1876 aparece el primer informe sobre la potencia del Ejército japonés, siendo en 1878 el primero referente a los buques de vapor de la marina japonesa, para ser en febrero de 1880 el primer gran informe sobre la potencia militar de la flota japonesa (41).

     Durante la visita de la corbeta María de Molina, -primera visita de oficiales de la Armada española al Japón- el Vicealmirante Enomoto planteó los deseos del Japón de adquirir las islas Marianas para crear un presidio (42). A lo que Olleros -capitán de la citada corbeta- manifestó no poder contestar, por lo que se le pidió que dicha conversación quedase como de carácter privado. Petición que fue valorada en los siguientes términos: [35]

                La razón en que se funda este Sr. Ministro de Marina para decir que al Japón le convendría tener las islas Marianas carece por completo de fundamentos, pues la isla de Yeso que forma parte norte del Japón, está poco habitada y es justamente un país muy a propósito para los deportados. (... ) únicamente se pueden atribuir a su deseo de engrandecimiento para contrarrestar la preponderancia de China» (43).           

     Hecho que despertó una corriente de intranquilidad y temor entre los diplomáticos y oficiales de la Armada destinados en Asia Oriental.

     El almirante Durán en su informe expresó ya todas estas amenazas de forma acertada:

                «(...) cuando los sucesos parecen precipitarse en el imperio chino; cuando tenemos al Norte y como tocándolo el del Japón, de cuyos países han ido siempre las invasiones a Filipinas; cuando ambas potencias cuentan ya con fuerzas navales de vapor muy superiores a las muestras, y cuando, por último, los mismos representantes europeos se apresuran a pedir a sus respectivos países el aumento de sus escuadras en los mares del Oriente, claro es que necesitamos tener a nuestra vez en Manila a disposición de las autoridades superiores y bajo su mando, un buque cuando menos de gran potencia militar, que auxiliado por algunos otros de menor porte, puedan hacer frente a cualquier golpe de mano y ser como el núcleo de una defensa combinada y vigorosa» (44).           

     Solicitando la dotación de nuevos buques para la Armada, y en especial para el Apostadero de Manila, a riesgo de, en un futuro, ver cómo aquellas posesiones se encontrarían absolutamente indefensas ante una agresión exterior (45).

     La necesidad de mantener bajo control esta potencial amenaza produjo algunos efectos en la paralizada estructura colonial española. Una vez más la Armada se presentó como la única parte del aparato del Estado capaz de percibir y afrontar este tipo de problemas ultramarinos con un mínimo de realismo, junto a lo escaso de nuestra representación consular en Extremo Oriente.

     Dado que el cuerpo diplomático español en el Japón era escaso y carecía de conocimientos técnicos por causa de no estar entre su personal un agregado naval -a lo que se unía que muchos consulados se encontrasen en manos de diplomáticos extranjeros-, llevó a encomendar la evaluación de la capacidad militar japonesa a la Armada directamente. [36]

     Ésta, ante la imposibilidad de enviar un buque de guerra que visitase el Japón para:

                «(...) adquirir datos seguros acerca del aumento de su poderío marítimo, se le (la) faculta para que una vez cada año envíe a recorrer los principales puertos de estos Imperios algún Jefe u Oficial de cualquiera de los dos cuerpos de Ingenieros o General de Armada con la misión de observar aunque con carácter puramente privado cuanto pueda interesarnos de los adelantos que apliquen a sus marinas militares (46).           

     Desde esta fecha, en la correspondencia diplomática se observan una serie de informes sobre el crecimiento de la flota japonesa, los numerosos fuertes, faros, dársenas, diques, etc., que se construyen en todo el archipiélago con fines militares para culminar -al final de nuestro período de análisis- con la clara formulación en 1886 de un estudio comparado, por parte del jefe de la Legación en Tokio José Delavart, de las fuerzas de España y el Japón:

                «Si se comparan las, fuerzas navales japonesas con las de España y sobre todo con los que España mantiene en Filipinas, se verá cuán peligroso puede llegar a ser la vecindad de un pueblo más fuerte que nosotros en Asia y que en 20 años apenas de vida civilizada ha progresado mil veces más que España en 300 años de dominio en Filipinas (47)».           

     Situación que le llevaría a solicitar con urgencia la adscripción de un Agregado Naval a su Legación -como ya tenían las de Gran Bretaña, Francia, Rusia, Estados Unidos e Italia- para que analizase desde una óptica especializada la amenaza japonesa a la seguridad de las colonias españolas en Asia, que ya tras la crisis de Borneo y de las Carolinas se habían mostrado susceptibles de una fácil y poco costosa redistribución, por causa de la debilidad política y militar de España en el área (48).



5. EVOLUCIÓN DEL COMERCIO HISPANO-JAPONÉS, 1869-1885

     En la Real Orden del 29 de Septiembre de 1855 se daba carta de naturaleza a la resolución adoptada por las autoridades filipinas de comenzar a abrir al comercio exterior el archipiélago. A partir de la Revolución de Septiembre se dictaron diferentes disposiciones encaminadas al engrandecimiento y progreso mercantil de las islas. En este marco de cambios e intenciones liberalizadoras en materia económica se centran los proyectos y sueños respecto a la creación de un comercio con el cercano Imperio del Sol Naciente. [37]

     Estos proyectos están perfectamente expresados por el publicista Montero y Vidal, el cual afirmaba por aquellas fechas que:

                «Filipinas ocupaba una situación geográfica admirable para haberla convertido en centro de un gran comercio hallándose colocada entre la India y la China, el Japón y la Australia, y los puertos holandeses e ingleses del archipiélago de Java, Sumatra, Molucas, etc, distando sólo tres días en vapor del colosal Imperio Celeste, cuyos puertos, de algunos años al presente, van siendo excelente mercado de colocación para los azúcares filipinos, por carecer de este producto, pudiendo alguno de los importantes puertos del dilatado Archipiélago llegar a ser punto de escala del inmenso y lucrativo comercio que se hace entre los citados países» (49).           

     Ante las Filipinas se mostraba el mercado de 40 millones de japoneses (50), como artífice del sueño de revitalización de un comercio en declive en comparación con el creciente auge mercantil desarrollado por otros países en aquellas latitudes: la posibilidad de romper la paralización mercantil de las producciones filipinas -bejuco, tintarrón, nido, abacá...-, gracias a la proximidad entre ambos archipiélagos, por lo que se podría competir con teórica ventaja de precios con las producciones de Malaca, Singapore, Siam o del Reino annamita. Al tiempo que el añil, azúcar, almáciga, asta de búfalo, aceite de coco, carey, concha de nácar, balate, cueros, y sobre todo tabaco y licores, lograrían un nuevo y buen mercado entre el pueblo japonés. El desarrollo de este comercio -en un segundo momento- serviría de base para que productos metropolitanos -vinos, plomos, corcho, armas...- lograsen, vía Manila, ampliar el restringido comercio Peninsular en Extremo Oriente.

     El azúcar, se pensaba, sería puntal básico de este desarrollo por ser uno de los productos cuyo consumo había tenido un mayor crecimiento en los mercados de China y Japón desde la apertura de los puertos. En un informe del Gobernador General de la Filipinas al Ministerio de Ultramar se daban los siguientes datos sobre esta cuestión:

[38]

     A lo que se unía el éxito de una operación realizada por la Casa Findlay Richardson y Cía, que:

                «(...) envío desde uno de los puertos habilitados al sur de Filipinas un cargamento de azúcar moreno, en el buque Japan para Chang-hay de grano escogido pero de la clase no purgada que comúnmente se produce en Yloylo y Cebú. Parte de este cargamento fue transbordado por vía de prueba, desde Chan-hay a Yokohama por uno de los vapores que sostienen una comunicación constante entre los dos puertos. Para que V.E. pueda juzgar del resultado y del interés que puede ofrecer, no sólo al comerciante sino al agricultor Filipino, me permitiré cotizar los precios de compra y venta de este envío. Costando en Visayas $ 3.37,1/2 céntimos de pico, se ha realizado en Yokohama a $ 6.50 cmos. según me ha asegurado la referida Casa dejando, como es evidente, aun después de deducidos los gastos de flete, Seguros, trasbordo y segundo flete, una margen considerable de utilidad. Como las clases inferiores, como las del mencionado envío, son las que forman la base principal de la exportación azucarera de Filipinas, y continuarán formándolo hasta que se logre atraer más capitales y mayor número de europeos, a emplearse en mejorar el estado relativamente rudimentario de su cultivo y beneficios, el resultado de la operación que acabo de citar abre un nuevo campo para la salida de los azúcares de grado inferior de Filipinas y esto en una época en que el gran aumento del azúcar de remolacha en Francia, Alemania y Holanda amenaza extinguir, o por lo menos disminuir de una manera muy marcada, la exportación de azúcar de caña de las Colonias del Asia a Europa (51)».           

     Todo esto hacía presumir que ya sólo con este producto, junto al tabaco, arroz, y abacá, sería suficientemente rentable un comercio bilateral entre las Filipinas y el Japón, motivo para llevar adelante los costos de la negociación y firma del tratado.

     A estas perspectivas se unía el miedo a perder -por la Junta de Agricultura, Industria y Comercio- el mercado azucarero «que figura en la balanza de Filipinas por más de tres millones de pesos» (52) por causa del crecimiento de la producción del azúcar de remolacha en Europa, y de las nuevas plantaciones de caña en Java, Cochinchina, Camboya y las Mauricio, lo que les obligaba a adoptar una actitud diligente para dar salida a la producción de la colonia.

     Con este proyecto de tráfico, además, sería factible que fuese realizado por los buques comerciales del archipiélago; dado que el viaje era similar al cabotaje habitual entre las siete mil islas del archipiélago, dando opción a que la flota mercante local -cuyas características no la hacían idónea, por lo general, para largas travesías- relanzase un tráfico de valiosos fletes que por el momento no existían o estaban en manos de buques de otras naciones (53). [39]

     Pero en qué se cifraron estos proyectos tras la firma del tan deseado tratado?



5. 1.- Los primeros pasos del comercio con Japón

     Desde la firma del Tratado, ningún buque español, ni comercial ni militar, se dirigió a aguas japonesas. Será por primera vez en junio de 1870, cuando arribarán a Yokohama dos buques mercantes españoles, el «Altagracia» procedente de Saigón y el «Serafín» de Manila, ambos con cargas de arroz. Lo que arrancará un suspiro de alivio al Jefe de la Legación española en aquellas tierras pues «la prensa inglesa de esta localidad hacía diariamente chacota de nuestro tratado, llegando hasta decir, que todas las probabilidades eran de que ningún buque español se aprovechase de las ventajas por él obtenidas» (54).

     Tras esta primera visita, nuevamente se producirá una paralización absoluta del tráfico, que se verá rota por causa del primer buque japonés fletado para Manila, por el Ministerio de Hacienda japonés, con fecha 22 de julio 1872 -dos años después de la llegada de la «Altagracia» y el «Serafín»- con un cargamento de arroz (55).

     A peticiones realizadas por el departamento de Aduanas español al jefe de la Legación española en el Japón sobre el estado del comercio español, dada la carencia de todo tipo de comunicados, en aquella parte del mundo durante el año de 1879, éste contestaba que habría enviado algún tipo de informe:

                «(...) si entre este Imperio y España hubiera en realidad un comercio español; pero no arribando buque nacional alguno con cargamentos, es tarea imposible la de precisar datos de un comercio que aun no existe. Cierto que se hace un consumo de consideración de varios productos españoles, en especial vinos comunes y de Jerez, frutas secas, cigarros de La Habana, y cigarros, azúcar, cuerdas y abacá de Filipinas; pero todos estos productos llegan al Japón bajo bandera extranjera, inglesa en la mayoría de los casos, y deben figurar y de seguro figuran en los Estados del Comercio español con otras naciones» (56).           

     Por tanto se puede afirmar que el comercio hispano-japonés entre 1868 y 1879 -realizado de manera directa por casas de comercio matriculadas en Manila, y por buques de bandera española- fue insignificante, por no decir inexistente.

     En el quinquenio comprendido entre 1879 Y 1883 se puede ver la procedencia y destino de las importaciones y exportaciones de Filipinas en ese período: [40]

IMPORTACIONES (en pesos)

EXPORTACIONES EN PESOS

  (57)

[41]

5.2.- La Legación española en Japón y su acción en el fomento y evaluación del comercio

     La diplomacia española intentó impulsar el flujo comercial, dentro de una política mínimamente activa, propia de las labores encomendadas a la Legación. Manteniendo en 1876 conversaciones con el Jefe de la Hacienda nipona, Hawagita, en las cuales se acordó intentar incitar a los comerciantes japoneses a que enviasen buques con diversos productos a Manila, aunque sin lograr un resultado inmediato (58).

     Posteriormente se logró el envío de una comisión japonesa a Filipinas, gracias a Takahita, que emitió un informe favorable a la intensificación del comercio con el archipiélago filipino, pero que no llegó a dar tampoco resultado (59). Esta atención japonesa hacia el islario español se volverá a manifestar en 1886 cuando Minami, cónsul de Japón en Hong Kong, salga rumbo a las colonias españolas para estudiar éstas. En estos momentos la intencionalidad de las autoridades de Tokio ya no es estrictamente comercial; el fantasma de la redistribución colonial se abatía sobre España tras la crisis del norte de Borneo y los problemas con Alemania en torno a las Carolinas. Durante la década de los ochenta, y sobre todo en la de los noventa, Japón impulsó su acción mercantil sobre las posesiones españolas de Asia, aunque por razones no estrictamente comerciales, alterando considerablemente el panorama existente en el pasado decenio. El comercio entre Filipinas y Japón, el sueño comercial de Manila, había fracasado rotundamente, sin haber llegado siquiera a comenzar su andadura.

     En 1884 ante el deseo del gobierno español de crear un consulado de 2ª clase en Yokohama, con una dotación de 17.500 pts, el Jefe de la Legación española en Tokio, José Delavart, desaconseja este gasto por no ser necesario dado el escaso comercio español en estas aguas. Afirmando que el último quinquenio el comercio español había ocupado el doceavo lugar no llegando a los 18.000 yens de valor sobre un total de 29.000.000 yens de las importaciones, y a 2.500 sobre un total de 35.000.000 yens en exportaciones, llegando además estos productos en bandera extranjera, por lo que la recaudación consular fue de 160 yens en calidad de derechos de arancel. Sin figurar ni una sola casa comercial española matriculada en Yokohama y como únicos súbditos los marinos filipinos.



6. VALORACIÓN FINAL

     Las relaciones entre España y Japón, tras la firma del tratado -entre 1868 y 1885- se cifraron en un fracaso rotundo en relación a las perspectivas [42] que se habían trazado las autoridades y comerciantes filipinos al igual que los diplomáticos españoles destinados en Asia Oriental. A pesar del éxito en la rápida firma del tratado de 1868.

     Las cuestiones que ahora se suscitan quedan fuera del ámbito de las historias de las relaciones internacionales en su sentido más estricto. Enmarcándose más en el desarrollo interior del propio archipiélago, que en la acción exterior de la diplomacia y los diversos ministerios que se hicieron cargo de su dirección. ¿Por qué fracasaron los proyectos comerciales respecto al Japón? ¿Qué impidió el surgimiento de un «cabotaje» de Filipinas al Japón? ¿A qué se debía la inactividad del Gobierno Superior de las Islas, y de los comerciantes matriculados en Manila, durante el período de estudio? Estas y otras preguntas deben aún ser contestadas para poder comprender a la perfección el desarrollo de las relaciones hispano-japonesas desde una óptica estrictamente española. [43]



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Japón y el sistema colonial de España en el Pacífico

Mª Dolores Elizalde Pérez-Grueso

Departamento de Hª Moderna y Contemporánea

Centro de Estudios Históricos, CSIC

     El propósito de este artículo es plantear la cuestión de si Japón, en las décadas finales del siglo XIX, -no olvidemos las fechas pues años más tarde el planteamiento variaría-, fue una potencia imperialista, que quiso anexionarse los territorios coloniales de España en el Pacífico, temor que reflejaron las autoridades españolas de la época en su correspondencia; o si, por el contrario, el desarrollo de su potencial militar, que tanto asustó a los representantes españoles en el Pacífico, la política expansiva de los años 90 y sus intereses en Filipinas, Marianas y Carolinas, deberían encuadrarse en el proceso general de modernización y adecuación de su sistema político, social y económico a la realidad de su tiempo, que vivió la nación en la segunda mitad del siglo pasado, con el fin de convertirse en una nación fuerte, capaz de relacionarse en condiciones de igualdad con las grandes potencias, y con el propósito de alcanzar el respeto internacional y de contar con un perímetro de seguridad que la defendiera de posibles ataques exteriores.

     Para intentar responder a esta cuestión vamos a estudiar, en primer lugar, el proceso a través del cual Japón se convirtió, de una nación feudal, en un estado constitucional, industrializado e imperialista, y las razones que motivaron tal cambio: a continuación contemplaremos la política exterior desarrollada por el Japón Meiji en las últimas décadas del siglo XIX; para acabar analizando los intereses japoneses en las colonias españolas; y la percepción y actitud de las autoridades españolas ante estos hechos.



I. LAS TRANSFORMACIONES DEL JAPÓN MEIJI

1. Del Japón Tokugawa al Japón Meiji

     Al acercarnos a la historia de Japón uno de los hechos que más asombra al historiador es el tremendo cambio y la rápida transformación que vivió el [44] país en las últimas décadas del siglo XIX. En veinte o treinta años, vemos cómo una nación feudal en su organización política, en su estructura social, en sus modos económicos, y en sus mentalidades, se convierte, mediante un esfuerzo nacional, en una potencia moderna que adapta sus instituciones al sistema occidental y entra de lleno en la política mundial e imperialista.

     En los primeros años de la década de 1860 distintos sectores de la sociedad japonesa -fundamentalmente los grandes señores feudales, los samurais, los campesinos y artesanos menos afortunados, los daimios marginados y la nobleza de la corte-, comenzaron a oponerse cada día con más fuerza a la política seguida en aquellos años por el Shogunato y convirtieron al Emperador en el centro de unión de los grupos descontentos, en el símbolo de identidad de Japón, la fuerza aglutinadora de la nación alrededor de la cual se fue creando una tendencia partidaria de la veneración de su figura, como origen de un nuevo estado fuerte y preparado militarmente, capaz de enfrentarse a los extranjeros y oponerse a sus imposiciones. Su lema era «Sonno» (venerad al emperador) «Joi» (expulsad a los bárbaros) (60).

     Respondiendo a las demandas de este movimiento, en Junio de 1863, el Emperador ordenó al Shôgun expulsar a los extranjeros y los daimios más occidentales, que eran los más modernizados, comenzaron una política activa contra las grandes potencias. Además les fue comunicada la decisión de cerrar el puerto de Yokohama. Aquéllas, al conocer estas medidas, y dispuestas a no permitir nueva ofensas, decidieron intervenir: la escuadra británica, después del asesinato de un súbdito británico por seguidores del señor de Satsuma, y al no obtener respuesta a su petición de que fuera castigada aquella nación, bombardeó Kagoshima, capital de este han, una flota aliada de franceses, norteamericanos, ingleses y holandeses, entraron en el estrecho de Shimonoseki, cerrado al tráfico por el señor de Choshu, y destruyeron los fuertes costeros. Ante estas demostraciones de fuerza, el Emperador se vio obligado a revocar el decreto de expulsión, pero se negó a ratificar los acuerdos comerciales de 1858 firmados por el Shôgun. Las potencias mandaron una escuadra a Hyogo y enviaron un ultimátum diciendo que si los tratados no eran sancionados la guerra sería inevitable. Ante estos hechos, en noviembre de 1865, el Emperador se vio obligado a claudicar y a aceptar además la reducción de los derechos de importación. Con ello se llegó a una situación de paz en la política exterior, pero continuó la crisis interna (61). [45]

     Se fue haciendo evidente que el Shôgun no tenía autoridad suficiente para acabar con los actos de terrorismo, y mantener el orden; tampoco conseguía unificar las fuerzas del país, ni fortalecerlo suficientemente contra los extranjeros, y así se fue creando un vacío de poder. Por ello los representantes de la dictadura buscaron un acuerdo con los grandes señores: en 1863 la actividad política se trasladó a Kyoto, llegándose al compromiso de que el Shôgun dirigiría el gobierno en nombre del Emperador como figura principal, y que estaría asesorado en todos sus actos por un consejo de daimios de los clanes más importantes. Pero al cabo de un tiempo se hizo evidente que este sistema no tenía la necesaria cohesión, y que no funcionaba. Eran necesarios cambios muchos más profundos en la estructura del régimen.

     Los líderes de algunos clanes que ya habían emprendido reformas militares y económicas en sus feudos, aleccionados por los británicos y cuyos ejércitos eran mucho más modernos que los del Shôgun, fundamentalmente los de Satsuma y Chôshû, empezaron a ser contemplados como posibles jefes de unas nuevas fuerzas vigorosas, que fueran capaces de oponerse a los extranjeros y contaran con el respaldo del Emperador frente a los decadentes Tokugawa. A pesar del esfuerzo de éstos por conservar el poder y obtener el apoyo de los daimios, cada vez era más fuerte la agitación en su contra. Asesorados por técnicos franceses, intentaron un nuevo plan de modernización del estado, mediante reformas administrativas y militares, pero no consiguieron mejorar la situación, ni satisfacer a la población. En esta tesitura, el señor de Tosa, temiendo el creciente poder de los clanes más occidentales, propuso que el Shôgun dimitiera en favor de un consejo de daimios que gobernaría en nombre del Emperador, aunque el jefe de los Tokugawa seguiría actuando como primer ministro, y conservaría sus tierras. En noviembre de 1867 el Shôgun se mostró dispuesto a aprobar incluso esta propuesta. Pero ya nada podía salvar su poder. Los daimios más poderosos no aceptaron esta posibilidad.

     De esta forma, el movimiento que había surgido tras la apertura al exterior, y que había ido cobrando fuerza y aumentando partidarios, forzó un cambio de régimen. En enero de 1868, las tropas de Satsuma, Chôshû, Hizen, Owari, Tosa y Aki, declararon abolido el shogunato y proclamaron la restauración del poder del Emperador. Durante unos meses los miembros del clan Tokugawa ofrecieron una cierta resistencia, pero en mayo de 1869 se rindieron y el nuevo gobierno logró el control de todo el país. Comenzó así la era Meiji.

     La caída del shogunato estuvo motivada por una conjunción de factores: el movimiento popular que se desató en contra del shogunato, por considerar distintos sectores de la población que había traicionado la esencia de la nación al aceptar unos tratados denigratorios que les habían forzado a abrir en contra de su voluntad los puertos japoneses al exterior, fue aprovechado por los clanes del Oeste, los más modernizados y poderosos, que estaban resentidos por [46] estar dominados por los Tokugawa y no tener posibilidad de acceder al poder. Un sector de los daimios vieron en este movimiento, que nacía en un momento de debilidad interna del shogunato, una ocasión para atacarlo y cuestionar su liderazgo. Por ello pidieron, en nombre del Emperador, y defendiendo el patriotismo y el honor de la nación, «el cambio de gobierno que sus intereses y sus ambiciones les hacían desear desde hace mucho tiempo» (62). Estos clanes, apoyados por los samurais y por los grupos xenófobos, significaron el cauce a través del cual acabar con el Japón Tokugawa.

     Paralelamente, una serie de problemas económicos incidieron en la crisis. En los últimos años de este régimen se vivieron serias dificultades financieras. El shogunato no contaba con una fuente de ingresos suficientemente alta que le permitiera cubrir el necesario programa de modernización y reformas. Se recaudaban impuestos sobre la tierra, y a los comerciantes establecidos en puertos y ciudades, pero no se obtenía nada de las importaciones ni de las exportaciones. Por tanto, la solución para aumentar los ingresos fue elevar los impuestos a los campesinos, lo cual provocó el malestar entre esta clase, un incremento de la emigración ¡legal del campo a la ciudad, y frecuentes revueltas rurales. Por otra parte la administración estaba excesivamente burocratizada, y se daban muchos casos de corrupción y negligencia, con lo cual no todos los impuestos llegaban a las arcas del tesoro. Se sucedieron depreciaciones de la moneda. El Gobierno se vio forzado a recurrir a la clase mercantil, para obtener préstamos, con los que financiar los gastos que exigía la modernización y defensa del país tras su apertura a Occidente.

     Por otra parte el comercio de los extranjeros, la introducción de nuevos productos y la exportación de otros básicos para el consumo, provocó una nueva subida de los precios de aquéllos que tenían mayor demanda exterior (seda en rama, arroz, té) y la bajada de los bienes importados (hilo, algodón y productos de la industria mecanizada). Esta demanda exterior benefició aparte de los agricultores, pero la subida de precios perjudicó a muchos otros. «El proceso de ajuste de estas nuevas condiciones provocó tensiones sociales y económicas y el malestar de los afectados que veían al shogún como el causante de este proceso» (63). Así se iba llegando, de un desarrollo económico sostenido, a una situación explosiva.

     Paralelamente, se iba desmantelando la rígida estructura feudal. Los daimios cada vez estaban más endeudados, pues el mantenimiento de los retenes se llevaba la mayor parte de los ingresos que obtenían de sus tierras. Muchos de ellos ya no podían seguir manteniendo guerreros ni siervos adscritos. Además [47] cada vez llevaban peor su falta de poder real y su sometimiento a un clan de iguales. Los samurais a su vez, perdieron todo su sentido al no tener ninguna función, se fueron empobreciendo al disminuir sus estipendios y tuvieron que buscar nuevas ocupaciones. La nueva clase mercantil y financiera cada vez acumulaba mayor riqueza e influencia; sus actividades comerciales ayudaron a minar la economía de un régimen basado en la agricultura campesina y en pagos en especies; pero nunca intentaron arrebatar el poder a los señores. Muchos campesinos emigraron a las ciudades o se dedicaron al comercio o a trabajos industriales asalariados. Paulatinamente se fueron desdibujando las divisiones de clases y se rompió el sistema de relaciones del antiguo régimen.

     Así, las bases del shogunato fueron minadas por cambios políticos, económicos y sociales. El shôgun empezó a verse como un traidor. Fue criticado tanto por los problemas derivados del antiguo régimen, como por sus intentos de cambiarlo; por sus acuerdos con los extranjeros como por las medidas tomadas para defenderse de ellos. Por ello, cuando los clanes occidentales, dirigidos por un grupo de samurais, se levantaron contra el shogunato en nombre del emperador, apenas encontraron resistencia.



2.- El Japón Meiji

     El golpe de Estado coincidió, más o menos, en el tiempo, con la muerte del emperador Komei y la subida al trono de su hijo Mitsuhito. Éste fue restaurado como autoridad central de la vida política; sin embargo, en la práctica, permaneció como una figura simbólica, por encima de las luchas por el poder. El control del gobierno pasó a manos de una coalición conservadora, integrada por miembros de la corte y de los clanes Satsuma, Chôshû, Tosa e Hizen, que habían encabezado la revuelta contra los Tokugawa, y que se fueron convirtiendo en la nueva oligarquía que detentaba la autoridad.

     Aunque en su origen este grupo se había opuesto a la política del shôgun de firmar acuerdos con los extranjeros, al llegar al poder reconocieron que la debilidad militar y el atraso económico de Japón les dejaba a merced de la voluntad de las grandes potencias, y comprendieron que solamente una rápida modernización, el desarrollo de industrias, la potenciación de la economía y la adopción de métodos y medios occidentales en el campo militar, podrían permitir que Japón defendiera su independencia, ocupara un lugar entre las grandes potencias («conseguir un lugar entre los agresores, en vez de figurar entre las víctimas de la agresión») (64), y en última instancia consiguiera el objetivo [48] deseado: la derogación de los tratados desiguales. Por ello adoptaron una política definida en el lema «hacer prosperar al estado y fortalecer sus fuerzas armadas», que se concretó en un programa de reformas políticas, sociales, económicas y militares, que transformaron totalmente la nación. Como señaló Renouvin, los japoneses que habían apoyado el movimiento antiextranjero aceptaron el cambio de orientación y la apertura a Occidente, como el camino obligado para conseguir el poderío deseado para su país, y que éste desempeñara un papel destacado en las relaciones internacionales (65).

     Reformas políticas y sociales- Para llevar a cabo la modernización de la nación el primer paso fue emprender una serie de reformas fundamentales, que afectaron a la estructura de la sociedad y acabaron con la organización feudal del estado. Así, en 1869 se abolió oficialmente el feudalismo; los daimios entregaron sus feudos al Gobierno; la clase samurai desapareció, se acabó con las relaciones de servidumbre y dependencia; se reconoció la igualdad social ante la ley de las diferentes clases sociales y se proclamó la libertad individual.

     A continuación se abordó la centralización del estado. Los antiguos territorios de los han fueron considerados como prefecturas de un estado unificado, administrados por gobernadores nombrados por el poder central. A los antiguos daimios se les concedió una pensión, que ellos recibieron de buen grado, al igual que habían aceptado entregar sus tierras a un nuevo estado centralizado (66). Asimismo se procuró que los samurais, al perder su función, encontraran nuevos cometidos sociales, y se incorporaran a la administración central o local, a los negocios y al comercio, a la industria, adquirieran tierras, se hicieran oficiales del ejército, se emplearan como trabajadores, etc.

     Al nombrar el Gobierno central todos los gobernadores y altos cargos, la administración local quedó plenamente controlada; pero permitió dar cauce a las ambiciones políticas de las autoridades locales y de los antiguos samurais, al darles la posibilidad de formar parte de las asambleas locales, de aldea, o de prefectura, según un orden jerárquico, facultadas para la discusión, y donde podían expresar sus opiniones, pero que tenían un carácter meramente consultivo, [49] sin poder cambiar la política decidida en Tokio, y con un único poder de veto presupuestario.

     Respecto a las transformaciones políticas, los nuevos dirigentes se encontraron en la disyuntiva que oscilaba entre el deseo de conservar todo el poder y la tradicional inclinación al autoritarismo, y el convencimiento de que, para crear un estado moderno, era necesario contar con unas instituciones basadas en la representación nacional.

     Por ello, en 1868, convocaron a los delegados de todas las prefecturas a una asamblea consultiva, como resultado de la cual se promulgó la Cédula del Juramento, que era una declaración de cinco artículos, un tanto ambigua, en la que se apuntaba que la política del gobierno se basaría en una amplia consulta, que los individuos serían libres para perseguir la realización de sus aspiraciones personales, pero que los intereses nacionales serían antepuestos a todos los demás, y finalmente, que las «despreciables costumbres del pasado» serían abolidas y reemplazadas por las prácticas modernas llegadas de Occidente. Algunos meses más tarde se promulgó un primer borrador de organización política, el Seitaisho, que Hall define como una mezcla de formas burocráticas tradicionales y de nuevas ideas occidentales de representación y de división de poderes (67).

     A partir de entonces la vida política de Japón se organizó en torno de un órgano central de gobierno, el Consejo Político Supremo, con plenos poderes, auxiliado por seis ministerios encargados de la administración, shinto, finanzas, guerra, negocios extranjeros y negocios civiles. La participación popular se conseguía a través de dos cámaras, una alta, integrada por funcionarios gubernativos, y una baja, compuesta por representantes de las prefecturas. Como este sistema era bastante restrictivo, y había amplios grupos que no podían acceder a la representación en las cámaras, en los años setenta y ochenta se oyeron voces de distintos sectores (grupos de jefes de la restauración que habían sido relegados, ex-samurais con ambiciones políticas, campesinos y comerciantes enriquecidos...), reclamando una mayor participación, y el incremento de los derechos populares. Hubo varias revueltas y atentados, y comenzó la presión en favor de la creación de una asamblea elegida. Durante la década de los ochenta se estudiaron distintos modelos para crearla, se solicitó el asesoramiento de especialistas, se viajó a distintos países para observar el funcionamiento de sus instituciones, y se fueron poniendo en funcionamiento órganos de gobierno más representativos, como consejos consultivos de asistencia al gobierno. Asimismo se autorizó la creación de un partido liberal y otro progresista, que aunque sirvieron de contrapeso al poder ejecutivo, fueron [50] formaciones tan restringidas, que no representaron una amenaza seria para el poder constituido. Eran grupos socialmente conservadores, partidarios de reforzar el potencial militar con fines expansionistas, y que sólo estuvieron en desacuerdo con el gobierno en cuestiones poco importantes. No recogieron las peticiones de los campesinos, ni reflejaron el naciente movimiento obrero y sindical, o las asociaciones de izquierda (68).

     Finalmente, en 1889, fue promulgada la Constitución Meiji. En ella el Emperador fue legitimado como monarca absoluto y sagrado, por encima del estado. De él dependían directamente un consejo privado, y los ministros de marina y del ejército. Por debajo estaban el primer ministro y su gabinete, legalmente responsables ante él. No contemplaba una distinción clara entre el poder legislativo y el ejecutivo, y concedía al Emperador una importante capacidad decisoria en política exterior e interior. La administración local dependía del ministerio del interior, y los gobernadores seguían siendo nombrados por el poder central. La participación popular se canalizaba a través de la dieta, que constaba de una cámara de los pares, y de una cámara baja, que era un foro para la discusión de la política del gobierno, pero que no tenía derecho de veto (más que al presupuesto nacional), y no tenía posibilidades de iniciativa. El procedimiento electoral estaba cuidadosamente limitado, pues sólo tenía derecho al voto el 1 % de la población (69).

     Así, se ha dicho que el modelo político que configuró la revolución Meiji, si bien transformó un estado feudal en uno constitucional, sirvió para asegurar la monopolización del poder por parte del grupo social dirigente (empresarios, militares, altos funcionarios, terratenientes), pero no contempló las necesidades de representación política de otros sectores sociales implicados en el proceso de modernización (70). [51]

     Reforma educativa- El nuevo Gobierno también potenció la educación. Se creó un ministerio de instrucción pública; se abrieron 53.760 escuelas primarias, en las que la enseñanza era obligatoria de los 6 a los 10 años; se fundaron 32 liceos, 8 academias, varios colegios universitarios y la Universidad de Tokio. Igualmente, para impulsar la enseñanza de técnicas y áreas nuevas, se enviaron a las distintas provincias profesores y especialistas, japoneses o extranjeros. Todo ello posibilitó un alto grado de alfabetización e ilustración de la población, lo cual favoreció el proceso de modernización y la adopción de nuevas tecnologías y métodos de producción. Al mismo tiempo, el Gobierno estimuló el culto del shinto, que daba un tinte religioso al sentimiento nacional, y refrendaba la veneración a la familia imperial.

     Reformas militares- Otra reforma importante emprendida por el Gobierno fue la militar. Al abolirse los han y acabar con los retenes de los samurais, el poder militar se puso bajo el control de las autoridades centrales, lo cual dio fuerza y respaldo a su política. Así, se creó un ejército nacional unificado y se decretó el reclutamiento obligatorio. Gracias a esta medida el Gobierno se aseguró un potencial de 240.000 hombres con los que contar en caso de conflicto. Además confirmaba el fin de la clase privilegiada de los guerreros, a la que se equiparaba con el resto de los mortales, al reconocer que cualquier ciudadano podía prestar servicio en el ejército.

     Asimismo, para poder llevar a cabo su política internacional, preservar su independencia y fortalecer su capacidad defensiva, se impulsó la construcción de un ejército y una marina modernos. Para ello se contrataron instructores extranjeros que les enseñaran las últimas técnicas en cuanto a la organización, tácticas y equipamiento militar. De esta manera la flota se organizó siguiendo un modelo británico, y el ejército según el ejemplo prusiano. De igual manera, se encargaron barcos al extranjero, hasta que se pudieron fundar los primeros astilleros japoneses, y se importó maquinaria, armamento y municiones. Con estos cambios Japón dejó de ser un país débil e indefenso, y consiguió tener unas fuerzas armadas potentes y actualizadas, capaces de enfrentarse a las de cualquier otra gran potencia, tal como pronto demostraría.

     Transformaciones económicas- Respecto a las transformaciones económicas Chesneaux ha observado cómo en esta época en la que todo el Tercer Mundo se enfrenta con los problemas del take-off, el proceso original a través del cual la economía japonesa se modernizó súbitamente, se encuentra más que nunca de actualidad, y despierta la atención de economistas e historiadores (71). Verdaderamente, asombra contemplar el proceso por el cual, en un período de veinte años, Japón pasó de una economía agrícola y semifeudal a una moderna [52] e industrializada, capaz de competir con las grandes potencias ya en los años 1890 (72). Para conseguirlo, en un primer momento, el Gobierno japonés tomó un papel directivo de la economía, potenció personalmente la modernización, e impulsó todos los sectores de la producción. Buscó capitales con que financiar las reformas y técnicos que les enseñaran a llevarlas a cabo, y se dispuso a realizar con fondos públicos el primer esfuerzo para crear las bases de una economía moderna.

     Rosovosky ha resaltado la importancia del gobierno como inversor, pues fue responsable de algo más de la mitad del total de la inversión pública, lo cual posibilitó la modernización de la economía y el desarrollo de las industrias (73).

     Igualmente Allen le ha reconocido un papel fundamental como motor del cambio, aunque ha restado relevancia a su importancia como propietario de empresas industriales y comerciales, señalando que no tuvo gran repercusión como patrono directo de la fuerza de trabajo, y defendiendo que la proporción de gasto público sobre la renta nacional fue pequeña. En todo caso, es de destacar la importancia de su participación en los primeros años de desarrollo económico de Japón, y el impulso que dio a todos los sectores su inversión en infraestructura.

     Según Shinohara, en el desarrollo económico japonés de estos años se pueden observar unas ondas largas, interrumpidas por períodos de recepción (74). Así, ha fijado una primera fase alcista, entre 1870 y 1883, en la que se vivió una inflación de los precios y se establecieron muchas nuevas empresas, tanto en el sector público como en el privado. A ésta siguió la deflación de Matsukata (1883 a 1885 o 1887), durante la cual muchas firmas desaparecieron o fueron absorbidas. Finalmente el período que va de mediados de los 80 a mitad de los 90 fue una época de despegue, en la que se asentaron los inicios de la industrialización moderna. En ella hubo un rápido crecimiento de la industria de hilado de algodón, y una extensión de la inversión en ferrocarriles y suministro de energía. Se desarrollaron también las industrias del hierro, del acero, y de construcción de barcos. La exportación de productos textiles experimento un fuerte impulso. En 1897 se adoptó el patrón oro.

     A través de estas fases el Gobierno emprendió su política de reformas de la economía: en primer lugar abolló las restricciones en la libertad de empleo, de movimiento y de cultivo. A continuación promovió la creación de nuevas industrias y la mejora en la agricultura, adoptando tecnología occidental. [53] Fundó industrias textiles, de municiones, materiales de construcción y bienes de equipo, empresas mineras, etc. Asimismo importó maquinaria y adelantos técnicos, que prestaba a las autoridades de las prefecturas para que las utilizasen como modelo los productores de la localidad, o que vendía a plazos a los empresarios, dándoles todas las facilidades para que modernizaran sus industrias. Con el mismo objeto contrató técnicos extranjeros, que les asesorasen y enseñaran.

     Las razones por las que potenció la industrialización del país, pueden encontrarse, no sólo en el propósito de obtener beneficios, sino sobre todo en el deseo de conseguir nuevos métodos técnicos gracias a los cuales modernizar Japón y convertirlo en un país fuerte y competitivo; en la posibilidad que estas industrias ofrecían de proporcionar trabajo a los samurais y a las clases desocupadas; y en la intención de obtener unos productos que podrían sustituir a los que se importaban, y con ello mejorar la balanza de pagos (75).

     Este proceso le llevó a Allen a la siguiente conclusión: «puede afirmarse, con razón, que escasamente había alguna industria japonesa importante de tipo occidental durante las últimas décadas del siglo XIX que no debiera su establecimiento a la iniciativa del Gobierno (76)».

     Sin embargo, si el establecimiento y crecimiento de las primeras industrias modernas y el desarrollo de los servicios básicos se puede atribuir sobre todo al impulso del gobierno, la iniciativa privada pronto emprendió el mismo camino, y comenzó a establecer otras nuevas o a desarrollar las antiguas, cobrando ya una notable importancia desde la década de los 80; a lo cual contribuyó el hecho de que el Estado comenzara a trasferir muchas de las industrias que había fundado al sector privado, en condiciones muy favorables.

     Otro campo que también potenció el Gobierno, fue el comercio exterior y en especial las exportaciones. El interés en este caso se explica porque con ello pretendía equilibrar tanto la balanza comercial como la de pagos. En los primeros tiempos de la modernización económica, se importaban grandes cantidades de productos manufacturados y de bienes de equipo necesarios para llevar a cabo el programa de occidentalización y fortalecimiento del Estado. Esto exigía unos pagos importantes en moneda extranjera, que sumados a las cantidades que había que devolver por los préstamos exteriores, hacían que la balanza de pagos fuera claramente negativa. [54]

     En numerosas ocasiones durante los años 70 el mismo Estado se ocupó de hacer exportaciones en orden a obtener moneda extranjera. Por ejemplo, adquirió stocks nacionales de arroz, té y seda, y los vendió al exterior, empleando el producto de la venta en la financiación de las importaciones de productos de necesidad urgente.

     En los inicios de la apertura al exterior, las importaciones consistían en bienes manufacturados como textiles, productos metálicos, maquinaria, barcos, municiones, equipo para el ferrocarril, etc. Por el contrario las exportaciones eran fundamentalmente de productos en bruto: seda en rama (que suponía una importante fuente de ingresos, porque produjo unos beneficios de unos 5 millones anuales de yens, de 1868 a 1872, y unos 70 millones anuales de 1899 a 1903), té, arroz, cobre, y algunos bienes industriales como cerámica, abanicos, papel, laca y artículos de bronce.

     Sin embargo, como ha señalado Chesneaux, a fines de siglo, el comercio japonés dejó de tener una estructura puramente colonial, y las exportaciones de materias primas disminuyeron en beneficio de los productos manufacturados (77):

                          Período 1868-72 Período 1903-07           
Exportación de materias primas no alimenticias 23%          9'1%
Exportación de productos fabricados 1'9%       31'1%
Importación materias primas 4'1%           33%
Importación de productos fabricados 44'5%      25'5%

     En los primeros años de la integración de la economía japonesa en el comercio mundial se observa un déficit permanente en la balanza comercial, creciendo las importaciones mucho más rápido que las exportaciones. En estos años el comercio tenía una estructura propia de una economía no industrializada. Sin embargo a partir de 1880 esta situación fue cambiando, las exportaciones crecieron rápidamente y la composición del comercio exterior varió: a fines de siglo Japón ya exportaba productos manufacturados, textiles principalmente, y las salidas de materias primas y productos alimenticios iban disminuyendo. En cuanto a las importaciones de los productos semimanufacturados pasaron de suponer el 80% a un 52%, mientras que los alimentos y materias primas representaban un 45%.

     Además el Gobierno potenció nuevos métodos de comunicaciones, como el sistema postal y telegráfico, una línea de vapores o el ferrocarril, que desempeñaron un papel indispensable en el crecimiento económico. Asimismo [55] impulsó el desarrollo de la marina mercante y la creación de astilleros, y concedió subsidios a los servicios de barcos correo. También reorganizó la circulación monetaria y el sistema bancario, primero según el modelo americano de banca nacional, y posteriormente siguiendo las pautas europeas de banca centralizada.

     Para poder llevar a cabo esta política el Gobierno buscó fuentes con que financiar sus proyectos: En primer lugar contaba con los impuestos, especialmente el que gravaba sobre la tierra, que fue racionalizado y centralizado. Ahora debía ser pagado por el individuo, en vez de por la comunidad, directamente al gobierno central, y la cantidad dependía del valor de la tierra y no de la cosecha. Hall ha señalado que esta reforma supuso el fin de la propiedad feudal y el comienzo de una base agraria esencialmente moderna.

     Además obtuvo ganancias gracias a la confiscación de los bienes de los Tokugawa, y a la transmisión de las tierras de los han al Estado, lo cual supuso un importante trasvase de ingresos feudales, que le permitieron dedicar estos recursos a las nuevas actividades económicas. (Aunque sin olvidar que con estos traspasos también adquirió el compromiso de pagar unas pensiones a daimios y samurais, que llegaron a ser tan gravosas que tras unos años el Gobierno tuvo que transformarlas en obligaciones al Estado.)

     Igualmente, para redondear sus finanzas el Gobierno se vio obligado a solicitar préstamos a comerciantes e inversores japoneses, y a los bancos extranjeros; por ejemplo, uno de 2'4 millones de libras, que obtuvo del Banco de Inglaterra, y que supuso un elemento decisivo en la estabilización de la economía.

     Finalmente hay que señalar otros dos sectores que supusieron una importante fuente de financiación: primero, las nuevas industrias, pues aunque, como hemos visto, con su creación no se buscaba prioritariamente obtener beneficios, Allen ha señalado una relación entre la acumulación de capital y el auge de las manufacturas controladas por el Estado (78); segundo, fue fundamental el trasvase de capitales de la agricultura a otros sectores de la economía. A pesar de que hay una cierta controversia en este tema, parece indudable la contribución de la agricultura en la inversión en el resto de los sectores, durante las primeras etapas de modernización; circunstancia que se mantuvo constante hasta la segunda década del siglo XIX. En primer lugar el campo proporcionaba, como hemos visto, unos importantes ingresos al Estado: Madison los cifra en las cuatro quintas partes del total recaudado por vías impositivas, para el período 1868-1880, lo cual supone una cantidad muy considerable (79). Además la [56] agricultura contribuía al desarrollo proporcionando a los grandes propietarios y a los comerciantes e inversores en tierras, recursos financieros que se podían invertir en otros ámbitos (80).

     En este punto queremos añadir que la economía rural no evolucionó al mismo ritmo que la industria, la banca o el comercio. El proceso de modernización e industrialización en el campo, sólo benefició a los propietarios y a los comerciantes. Los pequeños propietarios y los arrendatarios siguieron viviendo en condiciones muy duras.

     Como contrapunto a estos avances en la reorganización económica, el Gobierno también se encontró con importantes problemas financieros: Tenía un gasto público muy alto, en parte debido al coste del proceso de modernización, y en otra a las pensiones de los daimios y samurais, a las indemnizaciones que tenía que pagar a la iglesia budista por su separación del Estado, o a las devoluciones de los préstamos. Y esta cuestión se agudizaba al estar limitadas las fuentes de ingresos, pues por los acuerdos impuestos por las grandes potencias, no se obtenían beneficios de las importaciones de productos extranjeros que entraban en el país. Además, a pesar de que las exportaciones iban creciendo, la balanza comercial era negativa año tras año, y el saldo de la balanza de pagos era aún peor, puesto que Japón tenía que remitir grandes sumas al exterior.

     Finalmente, como conclusión de las reformas económicas, queremos resaltar los logros conseguidos con ellas: Japón se convirtió en un estado moderno e industrial, equipado con los últimos avances tecnológicos, y capaz de producir productos manufacturados para uso interno y para la exportación. Su comercio exterior iba creciendo. Empezaba a invertir fuera de sus fronteras y a desarrollar una política de expansión imperialista. Tenía un adecuado sistema de comunicaciones, y se había convertido en una gran potencia militar y naval. Sus trabajadores estaban muy preparados y cualificados. En las dos últimas décadas consiguió un sistema monetario estable, y comenzó a frenar el gasto público, disminuyendo sus subvenciones a empresas económicas. Además a consecuencia de la guerra chino-japonesa, cobró una indemnización de 366 millones de yens, que pudieron destinarse a la preparación militar. Finalmente en 1899 se puso fin al régimen de capitulaciones y con ello a las restricciones [57] en materia arancelaria. Todas estas circunstancias colocaron a Japón, en los últimos años del siglo, en condiciones de desarrollar una política de expansión imperialista en igualdad con las grandes potencias.

     Bases para las transformaciones de la era Meiji- A la vista de un proceso de reformas tan radical, que verdaderamente transformó a la nación, de una sociedad feudal, en un estado moderno, numerosos historiadores se han preguntado si puede hablarse de una «revolución Meiji». ¿Hubo una verdadera revolución, en la que unas nuevas fuerzas sociales sustituyeron a las antiguas clases dirigentes y modificaron la estructura de la sociedad y del estado?

     Ésta es una cuestión polémica, a la que se podría contestar con un ambiguo sí y no. Sí, porque verdaderamente hubo una transformación total de la estructura social, de la organización política y de los medios de producción. No, porque no hubo una verdadera renovación de la clase dirigente, ni los grupos que llevaron a cabo estas transformaciones y los objetivos que perseguían en su proceso de modernización, tenían que ver con una revolución social, ni coincidían en absoluto con las motivaciones que pudo haber detrás de la revolución francesa de 1789, o de la rusa de 1917.

     Como ha señalado Chesneaux, el nuevo orden japonés fue instaurado por aquellos mismos daimios y samurais que dirigían los feudos en el antiguo régimen. La base social del Estado no se transformó en modo alguno, simplemente se amplió. Los antiguos señores feudales permanecieron en el poder y protegieron firmas comerciales importantes a quienes las reformas de 1868 ofrecían perspectivas de expansión económica. La «revolución» Meiji fue, por tanto, una revolución desde arriba en la que se cambiaron las formas del gobierno y a sus protagonistas, con objeto de dar el poder social a una nueva base más sólida, capaz de responder a las exigencias del mundo moderno y al desafío de Occidente (81).

     Hall también ha afirmado que no puede decirse que fuera una revolución, ni burguesa, ni campesina, al estilo de las occidentales, sino que los japoneses realizaron un cambio revolucionario en la estructura política y en la distribución del poder, sin llevar a cabo una revolución. Al hablar de las bases sociales del grupo que llevó a cabo el cambio de régimen y el proceso de reformas, ha señalado que entre ellos, había campesinos enriquecidos y comerciantes, pero que sin embargo, los jefes del movimiento procedían de la clase noble y samurai. La mayor parte de ellos eran miembros de los clanes más occidentales de Japón, los más poderosos y modernizados, con un tradicional antagonismo frente a la casa Tokugawa; casi todos pertenecían a familias de la clase inferior de los samurais, y no formaban parte de la aristocracia de la tierra. [58]

     Tenían un nivel de instrucción alto, y una preparación militar e intelectual notable, por lo que en su mayoría habían actuado como consejeros de sus daimios, como agentes diplomáticos u organizadores del ejército. En los años finales de la era Tokugawa se dieron cuenta de que Japón sólo podría fortalecerse para preservar su independencia frente a las grandes potencias, mediante un proceso que transformara de sus instituciones, su economía y su ejército, por lo que decidieron aglutinarse en torno al Emperador, en contra del Shogunato, para conseguir un cambio de gobierno mediante el cual construir un nuevo Japón.

     Por su parte Akamatsu ha señalado que en el cambio de régimen ocurrido en 1868 se puede observar una continuidad en la evolución económica, y una renovación en los dirigentes del gobierno. Del mandato de los nobles de la familia Tokugawa, el poder se desplazó hacia los daimios más reformistas y los oficiales de sus feudos. Según avanzó el proceso reformador, éstos fueron adquiriendo mayor influencia. De esta forma indicó que «el hombre de estado tipo Meiji fue el ex-oficial de rango inferior. El cambio de régimen fue posible por la transferencia del poder de una capa a otra dentro de la clase de la antigua nobleza militar, única que bajo los Tokugawa reunía a un gran número de hombres letrados. Meiji constituyó así una transformación radical, pero dentro de un círculo muy restringido de la sociedad japonesa» (82).

     A pesar de las transformaciones, el Japón moderno seguía aceptando una concepción jerárquica de la sociedad, y la existencia de «una nueva aristocracia» que dirigía los destinos del país, sin que existieran grandes presiones de los comerciantes, industriales o campesinos en demanda de una verdadera participación política (83).

     Asimismo, Allen ha recalcado que aunque las acciones del nuevo Gobierno Meiji consiguieron imponer una revolución social, es lícito suponer que ésta tuvo lugar sin habérsela propuesto como objetivo. No hubo, en los dirigentes del cambio, una decidida expresión de principios igualitarios, ni un propósito de una renovadora política social. Su idea predominante era el fortalecimiento del estado; los avances hacia la igualdad social fueron frecuentemente el resultado de medidas tomadas por otras razones prácticas, que consideraron imprescindibles para conseguir la modernización del país. Así, las barreras de clase fueron abolidas a consecuencia del deseo de asegurar la libertad de empleo, los cambios vividos por el campesinado fueron la secuela de la nueva ley de impuestos sobre la tierra, etc (84). [59]

     La conclusión, por tanto, sería que no se puede decir que hubiera una auténtica revolución política, social y económica intencionada, sino simplemente un profundo proceso reformador, en el que las clases dirigentes (antiguos samurais, miembros de los viejos clanes, empresarios y ricos comerciantes, altos funcionarios, etc.) tornaron el poder y transformaron la estructura del estado, para conseguir que la nación se fortaleciera y modernizara, y pudiera así enfrentarse a las potencias en condiciones de igualdad.

     En esta tesitura, surge una nueva pregunta. Entonces, ¿cómo explicar un proceso reformador tan profundo? ¿Hubo unas condiciones determinadas que lo propiciaron? Aquí es donde la respuesta es totalmente afirmativa. Los hombres que estaban llevando a cabo la transformación de Japón, se encontraron con una serie de circunstancias que lo facilitaron.

     En primer lugar tenían una formación intelectual, basada en el confucionismo, que hacía hincapié en la importancia del servicio al país, y en la dedicación del individuo a la sociedad. Aunque sus ambiciones personales fueron grandes, aceptaban que sus actividades estuvieran subordinadas a los intereses de la nación. Asimismo la disciplina feudal les había formado en la idea de servicio y obediencia a una autoridad superior, y estaban acostumbrados a la cooperación y esfuerzo colectivo. Contaban, por tanto, con una herencia de ideales sociales y emocionales muy apropiados para la tarea de la reconstrucción nacional. Poseían también un sentimiento muy desarrollado de orgullo y superioridad nacional, con unos valores culturales y morales comunes, y unas tradiciones que los definían como pueblo (85).

     Además contaban con instituciones políticas y económicas que podían ser fácilmente adaptadas a la nueva sociedad. Por una parte la Casa Imperial, que supuso un cauce para conseguir el cambio político, apoyándose en ella para conseguir la lealtad de toda la nación. Además existía una clase social con prestigio, capaz de aglutinar y obtener el respecto del resto de la población. Aunque se preocupaban de mantener su poder, no eran excesivamente conservadores, [60] ni estaban rígidamente cerrados, por lo cual las personas de talento podían acceder a posiciones dirigentes. Estos hombres se involucraron personalmente desde el Gobierno, en el proceso reformador, interviniendo en la importación de tecnología y en la creación de nuevas empresas que aumentaron el poderío nacional. El resto de la población también estaba preparada para el despegue. Los campesinos estaban capacitados para el desarrollo de una agricultura industrializada y comercial. Había una clase de artesanos muy diestra. que abastecía regularmente a los antiguos daimios y a los comerciantes. Existía un grupo mercantil y financiero acostumbrado a dirigir los intercambios comerciales y a financiar nuevas actividades.

     Finalmente las condiciones económicas favorecieron este cambio. Recientes trabajos han demostrado que durante el siglo XVIII y principios del XIX, tuvo lugar un desarrollo agrícola, industrial y comercial continuado. Además, existía un excedente de la renta agrícola -condición necesaria para la acumulación de capital y el desarrollo industrial- que tras la abolición del feudalismo pasó al Gobierno central en forma de impuestos, quedando por tanto disponible para invertir en nuevos sectores de la economía (86).

     Allen ha señalado otra circunstancia que favoreció el desarrollo económico: «En el proceso de transición de la economía anterior a la nueva tuvieron suerte: hubo una gran demanda exterior del único producto que más apropiadamente podían suministrar: la seda en rama. La gran expansión del mercado americano les permitió construir un comercio exterior sólido sobre las bases de este producto. Así pudo exportar mientras preparaba sus industrias de manufactura a gran escala».



II. LA POLÍTICA EXTERIOR DEL JAPÓN MEIJI

     Respecto a la política exterior de este nuevo Japón, observamos una ambivalencia inicial. Verdaderamente, los hombres que habían realizado el cambio deseaban oponerse a la apertura, expulsar a los extranjeros y negarse a aceptar las condiciones impuestas por las grandes potencias. Habían sido en su origen violentos xenófobos. Sin embargo, al llegar al poder, comprendieron que la única manera de construir un Japón fuerte, capaz de hacer frente a las amenazas exteriores, era aprendiendo las técnicas de Occidente, y adoptando sus métodos militares. El ejemplo de China les quedaba muy cercano. Si no querían tener que someterse a las duras condiciones impuestas en el país vecino, [61] más valía pactar y negociar de forma pacífica, hasta que llegaran a alcanzar un status de igualdad.

     En esta tesitura, en los próximos años, tuvieron que hacer muchas concesiones a las naciones hegemónicas, pero, al mismo tiempo, aprendieron de ellas, consiguieron su apoyo en el proceso de reforma y se beneficiaron de sus mejores técnicos en campos diversos, lo cual les facilitó una rápida modernización. Así, contaron con consejeros norteamericanos para su desarrollo industrial y para la organización de un sistema de correos, o la creación de centros agrícolas; los británicos les ayudaron a crear una nueva marina, bien preparada y equipada, y a desarrollar los ferrocarriles y el telégrafo; ingenieros británicos colaboraron en la construcción de obras públicas; juristas franceses y alemanes les asesoraron en temas legales, y en la redacción de una nueva constitución; los alemanes también les aconsejaron a la hora de formar un ejército y crear universidades y escuelas de medicina, etc. De esta forma, en los años 90 había en Japón cerca de 3000 especialistas extranjeros, enseñándoles las técnicas más modernas. Sin embargo hay que subrayar que el gobierno japonés no perdió de vista en ningún momento que éste era un sistema necesario para lograr ser una nación fuerte e independiente, pero que la dependencia del extranjero acabaría en cuanto hubieran aprendido lo suficiente para conseguir sus objetivos por sí mismos. Además este aprendizaje de las técnicas occidentales, no llevó pareja una asimilación de su cultura. Siguieron afirmando sus valores éticos y espirituales frente a los de fuera, y se esforzaron por preservar su identidad y su esencia cultural. «Los valores sociales del confucianismo y las ideas políticas del shinto fueron utilizadas, como superiores a los occidentales, en apoyo del sentimiento de orgullo y prestigio nacional del Japón» (87).

     Respecto a los objetivos de su política exterior, el prioritario era situarse al mismo nivel de las grandes potencias, ocupar un lugar de igualdad entre las naciones hegemónicas. O como se ha dicho más gráficamente, no ser segunda entre primeras. Su propósito era eliminar los tratados injustos y anular las condiciones impuestas por los países más poderosos. Querían alcanzar una consideración y un respeto internacional, para con ello asegurar su posición y su independencia y que ninguna otra potencia pudiera imponerles nuevas humillaciones.

     Una vez consolidada su reorganización interna, y modernizado su ejército y su marina, el siguiente objetivo era conseguir el dominio sobre un perímetro de seguridad, obtener el control de una zona fronteriza y de aquellos puntos que pudieran ser utilizados como puentes para una eventual invasión de Japón (88). A estas motivaciones respondieron las acciones emprendidas en su acción exterior. [62]

     La preocupación por su seguridad llevó al gobierno a procurar la posesión de las islas más cercanas, que de caer en manos de una gran potencia, podrían servir como bases desde las que lanzar una ofensiva contra el archipiélago japonés. En este punto compartimos el criterio expuesto por Allen -y refrendado por Renouvin-, de que «no fue tanto el apetito territorial, como el deseo de alcanzar una consideración y una seguridad», lo que impulsó su política de anexiones.

     De esta forma, a partir de la década de los años 70, mientras preparaba un ejército y una marina modernos y poderosos, y colocaba al país en condiciones de defensa, el Gobierno japonés inició paralelamente una ofensiva exterior, que le aseguró una zona de protección estratégica: en 1873 ocupó las islas Bonin, al sur de Yokohama, sin resistencia por parte de los norteamericanos que habían tomado posesión de ellas durante el viaje de Perry. Años después se anexionó las Ryu-Kyu, pese a las protestas de los chinos. En 1874 envío una expedición naval a Formosa como represalia por un incidente entre los habitantes y marineros japoneses. En 1875 se hizo con las Kuriles, para lo cual tuvo que ceder la isla de Sajalín a los rusos, y consiguió definir claramente la frontera en Siberia.

     El siguiente paso debía ser conseguir el control de Corea, que suponía la costa desde donde una potencia extranjera podría atacar Japón con más facilidad. Además este territorio tenía el aliciente de poseer ricas minas de hierro, que serían muy útiles para la industria, y de producir unas cantidades de arroz, que eran importantes para el consumo japonés. Sin embargo el gobierno, en los años 70, no se decidió a llevar a cabo una expedición de conquista. Pese a que esta opción tenía muchos partidarios, se consideró que retrasaría la modernización interna y tendría un coste demasiado elevado, además podría causar la enemistad de Rusia, en un momento que el país aún no estaba preparado para un enfrentamiento exterior. Por tanto, se resolvió postergar esta acción, y, usando la misma política de amenaza naval que los occidentales habían utilizado en Japón, se limitó a firmar unos tratados de comercio que le dieron derecho al acceso a tres puertos; además en abril de 1885 llego a un acuerdo con China para intervenir conjuntamente en Corea, en caso de disturbios.

     De esta manera, vemos, cómo en las décadas de 1870 y 1880, Japón consiguió hacerse con un perímetro que aseguraba su posición y le protegía de la amenaza exterior. No consiguió, sin embargo, la revisión de los tratados, pero sí obtuvo el reconocimiento de las grandes potencias, que le contemplaron desde entonces como un estado constitucional, que había adoptado unas formas jurídicas y políticas siguiendo el modelo occidental, que había modernizado su industria y su comercio, y que poseía unas fuerzas armadas poderosas y bien equipadas. Por ello las demandas de Japón respecto a la abolición del derecho de extraterritorialidad comenzaron a ser tenidas en cuenta, y en 1894 se llegó [63] a un acuerdo según el cual esta prerrogativa desaparecería en 1899. La plena autoridad arancelaria no la recobraría hasta 1911.

     A mediados de la década de los 90, Japón inició un giro en su política exterior, comenzando una etapa de expansión más agresiva. Cuando la nación se encontró preparada para ello y aprovechando la cláusula firmada en 1885, con motivo de los desórdenes ocurridos en Corea en 1894, el ejército japonés desembarcó en este reino, vasallo de China. Demostrando una total superioridad militar, ocupó Corea y Manchuria meridional; desembarcó en Formosa y en Shandong, y comenzó una ofensiva contra Pekín. Estos hechos obligaron al gobierno chino, que no había obtenido el respaldo de las grandes potencias, a firmar el tratado de Shimonoseki, por el cual cedía su soberanía sobre Corea, Formosa, la isla de los Pescadores, y la península de Liao-Tung. Sin embargo en este último punto entró en conflicto con las aspiraciones rusas, cuyo gobierno, apoyado por Francia y Alemania consiguió la revisión del acuerdo, para que Liaotung siguiera abierta a su expansión.

     Pero Japón, que temía ver amenazada su influencia sobre Corea, insistió, años más tarde, en su propósito de controlar la Manchuria meridional, gracias a la cual podría respaldar su posición en la zona, y de donde podría obtener además alimentos indispensables para su creciente población, y minerales necesarios para su industria. Para conseguir este objetivo estaba decidida a llegar incluso a una guerra con Rusia. Contaba con un ejército ya preparado, y con la ventaja de un teatro de operaciones muy cercano a sus bases. Necesitaba además asegurarse el control del mar. Por ello, para evitar una posible ayuda de la marina francesa a las tropas rusas, consiguió, en 1902, una alianza con Inglaterra (89), que se comprometió a intervenir en el caso de que Rusia obtuviera el apoyo de «otra potencia» (pero no si Rusia iba sola a la guerra). Una vez asegurados sus triunfos, Japón inició las hostilidades con un ataque a Port-Arthur. El resultado de todo ello fue la firma del tratado de Portsmouth, que le dio a Japón el control de aquel puerto, del ferrocarril sudmanchuriano y de la parte meridional de Sajalín, además de autorizarle a establecer oficialmente un protectorado sobre Corea.

     Con la victoria de Japón sobre una de las grandes potencias que le habían obligado a abrir sus puertos al comercio internacional, y a aceptar unas condiciones denigratorias sin posibilidad de reacción, concluyó el cielo de transformación en una potencia moderna e imperialista, y comenzó una nueva etapa de su política exterior. Además, estos éxitos significaron la mayoría de edad de Japón a los ojos del mundo. Sus fáciles triunfos sorprendieron a las grandes [64] potencias, y les demostraron el rápido dominio de las técnicas de la guerra moderna que había alcanzado por la nación nipona. Pusieron también de manifiesto que a partir de entonces Japón era una fuerza con la que había que contar en el área del Extremo Oriente (90).

     He aquí un punto que consideramos abierto al debate y a la reflexión. ¿Por qué eligió Japón una política de expansión imperialista? ¿No pudo limitarse a asegurar su territorio con unos acuerdos o garantías internacionales? Como respuesta sólo cabe plantearse qué alternativas tenía Japón en el Pacífico de los años los 90: En pleno apogeo del imperialismo, en el que las grandes potencias se estaban repartiendo mercados y áreas de influencia en esta zona, los dirigentes japoneses llegaron al convencimiento de que para conseguir la igualdad con las naciones hegemónicas y mantener intacto su territorio, era necesario asegurarse un perímetro defensivo, y afirmar suposición internacional, demostrando su poderío militar y el auge de su comercio y de su economía, y estando dispuesto a correr el riesgo de la guerra, si ello era preciso, para conseguir sus objetivos. De esta forma, su política expansiva, quedaría explicada, más que por el deseo de aumentar su imperio y poseer colonias, como la vía para obtener la seguridad territorial y el reconocimiento internacional que deseaba.

     También queremos resaltar aquí, que no hay que olvidar que el éxito de esta política exterior, y el hecho de conseguir un lugar entre las grandes potencias, en gran medida se debió a las reformas políticas, sociales y económicas que hemos estudiado, y que permitieron a Japón competir en condiciones favorables en el complejo mundo de las naciones imperialistas, con un alto desarrollo industrial y un creciente comercio exterior.



III. LOS INTERESES DEL JAPÓN MEIJI EN LAS COLONIAS ESPAÑOLAS DEL PACÍFICO

     ¿Qué significaron las colonias españolas del Pacífico para el Japón Meiji y por qué motivos se interesó por ellas? En primer lugar el Gobierno japonés tuvo interés por potenciar el comercio directo con estas islas. Quiso también afianzar sus rutas comerciales y de comunicaciones por el Pacífico. En este propósito respaldó la apertura de una línea que uniera Filipinas y Japón, fomentó las rutas que hacían escala en las Marianas y las Carolinas, e intentó establecer estaciones navales y de carboneo en estos puntos. Además consideró que estos archipiélagos podrían convertirse en un posible destino hacia donde canalizar su exceso de población y los sectores desocupados. Por ello [65]

sugirió potenciar la emigración de mano de obra hacia estos lugares, y tanteó la posibilidad de crear allí unas colonias de poblamiento y explotación, que podrían cultivar plantaciones de copra, café y algodón.



1.- Comercio y Compañías en las colonias españolas

     El interés por potenciar el tráfico con las colonias españolas, se encuadraba dentro del impulso general que desde medios gubernamentales se estaba tratando de dar al comercio exterior y a las exportaciones, para con ello compensar el déficit de su balanza comercial, y conseguir ocupar una posición desde la que pudiera competir en condiciones de igualdad con las potencias occidentales. En esta tesitura las Filipinas, las Marianas y las Carolinas ofrecían unos incentivos, que hicieron que las autoridades japonesas favorecieran el intercambio con estos territorios.

     Eran unas islas situadas muy cerca del archipiélago japonés, con las que no sería difícil entablar comunicaciones; poseían materias primas que interesaban a Japón, y suponían un mercado potencial donde vender sus productos manufacturados, pues existía demanda para ellos, y la industria japonesa consideró que en determinados ramos podría competir favorablemente con las importaciones de otras naciones. Además ofrecían la considerable ventaja de que se podría iniciar con ellas un comercio directo, sin necesidad de depender de la mediación de comerciantes o barcos extranjeros, con lo cual ambos se ahorrarían los cánones consiguientes (91): El comercio de Japón, tanto de exportación como de importación, hasta el presente viene haciéndose con bandera extranjera, o sea, por negociantes ingleses, alemanes, franceses, norteamericanos y suizos, lo cual es un perjuicio para este país, que vendiendo sus productos en los puertos abiertos al comercio extranjero a precios relativamente bajos, tiene que adquirir en los indicados puertos, a los citados negociantes y a precios subidos, los productos extranjeros, perdiendo por lo tanto, la gartancia que podrían tener los comerciantes japoneses si ellos enviasen directamente a los mercados de Europa y América los productos del país, y pudiesen importar por su cuenta los productos de las otras naciones» (92). Este contratiempo era fácil de evitar en el comercio con las posesiones españolas. [66]

     Por esta serie de motivos, en la década de los 80 las autoridades japonesas se manifestaron dispuestas a favorecer la corriente comercial entre su Imperio y las posesiones españolas: «Este gobierno, que empieza a ocuparse con preferente atención de cuanto se relaciona con su comercio y desea a todo trance prestarle su decidido apoyo, y en la inteligencia de que aparte del negocio de la seda que indispensablemente ha de hacerse con Europa, considera que para los demás productos del país los mercados que más ventajas pueden ofrecer son los de las próximas posesiones españolas y las de la América española, en todo el litoral bañado por el Gran Océano» (93).

     De esta manera iniciaron conversaciones con los representantes españoles, para potenciar de forma conjunta las relaciones comerciales entre ambos países. Igualmente, enviaron a Filipinas un barco cargado de los productos que les parecía que podían tener más salida en aquellas islas.

     En esta tesitura, los diplomáticos acreditados en Tokio recomendaron aprovechar la coyuntura favorable para introducir sus productos en el mercado japonés, y se interesaron especialmente por la importación a Japón de abacá, tabaco, hierro y plomo, y por la compra de arroz y carbón: En la entrevista con el Viceministro de Asuntos Extranjeros, comencé por exponerle la próspera situación de España, que le permite dedicar una atención preferente a las colonias, y le hice ver que la legación está estudiando los productos japoneses que podrían tener salida en Filipinas, y me referí especialmente a los carbones y al arroz. Pasé luego a hablarle del abacá, producción principalísima de Filipinas, y le manifesté mi deseo de que el gobierno japonés se sirviera directamente de una casa española para el suministro que necesitaran sus arsenales y su marina. Hasta ahora lo han venido haciendo por casas extranjeras... Dejé para lo último abordar la cuestión del monopolio y arrendamiento del tabaco... Me atreví a preguntarle al Vizconde Aoki si el Gobierno consideraba el monopolio como un recurso y en caso afirmativo si estaría dispuesto a entenderse con una casa española que presentase un proyecto; el Sr. Viceministro me contestó que la idea no era nueva, y que ya obraba en su poder otro proyecto presentado por un súbdito holandés... entró en algunos detalles, no ocultándome las dificultades que había de tropezar por la organización tradicional de la industria japonesa; prometió sin embargo estudiar el asunto...» (94), discutiéndose cuestiones con tal espíritu inquisidor que el representante español quiso ver en ello síntomas de que el proyecto empezaba a madurarse. [67]

     Para potenciar el mercado del tabaco, meses después de esta entrevista, llegó a Tokio un agente de la Compañía Tabacalera de Filipinas, que obtuvo la colocación inmediata de una importante cantidad de tabaco, y recibió más pedidos de los que podían satisfacer, tratando también de conseguir el título de proveedores de la Casa Imperial (95).

     De forma paralela, uno de los principales capitalistas de Japón, el Sr. Tawasaki, propietario de las minas de Takashima, se interesó por las subastas de carbones en Filipinas, pues pensaba que su mineral podía competir con ventaja, en precio y calidad, con los de Australia, que surtían a la marina y a las colonias extranjeras. Igualmente el Presidente de la Cámara de Comercio en Tokio, Sr. Shibusawa, constituyó una sociedad para la explotación e importación del abacá de Filipinas (96); otros comerciantes quisieron ocuparse de la importación de frutas, fibras, tejidos y sacos para contener arroz, y de la exportación de productos manufacturados japoneses.

     Los hombres de negocios españoles también se interesaron por abrir empresas en Japón. En la embajada se recibieron muchas cartas de industriales solicitando información sobre las condiciones para establecerse en aquel archipiélago, y sobre las posibilidades de su mercado. La primera que se decidió a hacerlo fue la firma de Gil y Remedios, que fundó una Casa en Yokohama en 1888 (97). Pronto le siguieron otras, como las de Odón Viñals (98) y Juan Casas, ambas de Barcelona, y que se dedicaron, una a la exportación e importación con la Península, y otra con Filipinas (99); o la sociedad de Santiago Gisbert, que exportaba vinos a Japón (100).

     Como resultado de estas iniciativas, pronto floreció un intercambio de productos entre los países, en el que España enviaba a Japón productos de la tierra, como aguardientes, licores, jerez, vino, aceite de oliva y azafrán, y otros artículos más elaborados como calzados, balanzas y pesos, cables para buques, tapones de corcho, plomo y productos textiles; desde Filipinas se exportaban fundamentalmente materias primas: café, fruta fresca, azúcar blanco y moreno, tabaco cortado, aceite de coco, y fibras vegetales: lino, cáñamo, yute, añil y tintes. [68] A su vez Japón vendía a la Península y a sus colonias de Oceanía productos manufacturados principalmente, tales como seda, algodón, abanicos, fósforos, esteras, biombos, pinturas, jabón de tocador, paraguas, quitasoles, termómetros, cristal, cuero, papel, madera y objetos de laca, porcelana y loza (101).

     Respecto a las colonias menores del Pacífico, el Gobierno japonés quiso exportar a estas islas carbón, sabiendo de los problemas que la escasez de este mineral frecuentemente causaba a estas divisiones, propuso a las autoridades españolas que en vez de tener que llevarlo desde Filipinas, después de haberlo comprado en Australia, los barcos japoneses que frecuentemente recalaban en Marianas y Carolinas, podrían encargarse de vendérselo a un precio ventajoso, comprometiéndose además a mantener en ellas unos depósitos permanentes (102).

     Asimismo las islas de la Micronesia despertaron el interés de los japoneses debido al negocio de la copra, en auge en aquellos días. Este asunto animó a varias pequeñas empresas a establecerse en estos archipiélagos, para dedicarse a recoger y secar la carne del coco, y enviarla regularmente a Japón, donde se empleaba para obtener jabón, aceite vegetal y piensos (103). [69]

     Finalmente hubo también una compañía que se dedicó a comerciar con pescado seco, que recogía en Carolinas y posteriormente vendía en China, y por la que se interesó personalmente el Ministro de Negocios extranjeros japones, vizconde Enomotto, solicitando el respaldo de las autoridades españolas a las actividades de esta empresa (104).



2.- Líneas de comunicaciones

     Como consecuencia del interés mostrado por potenciar el comercio entre Japón y las islas españolas, ambos gobiernos se encontraron con la necesidad de contar con una línea de vapores que comunicara regularmente estos puntos, y los dos se esforzaron porque este proyecto se realizara bajo la bandera de su país.

     Ya desde mediados de la década de 1880, los diplomáticos españoles acreditados en Tokio, comenzaron a llamar la atención sobre el hecho de que, para impulsar el tráfico con aquel archipiélago, -que tanto podría beneficiar a la industria de la Península y a los productores de Filipinas- era necesario establecer una línea española, que partiendo de Europa, y deteniéndose en las colonias, conectara directamente con Japón. Entonces no se había firmado aún el contrato con la Transatlántica, por lo que los representantes españoles, propusieron que esta compañía, que aspiraba a monopolizar el tráfico con las posesiones de las Antillas y del Extremo Oriente, llegara hasta los puertos japoneses. Una vez que se hubo firmado el contrato, y se hizo evidente que este proyecto no se iba a hacer realidad, volvieron a escribir al Gobierno, subrayando la conveniencia de crear urgentemente una línea española, tanto más cuanto compañías inglesas y japonesas estudiaban proyectos para comunicar Japón, Filipinas y las costas asiáticas (105).

     A pesar del poco eco que sus propuestas obtuvieron en Madrid, los embajadores españoles no cesaron de insistir en que el comercio de las posesiones españolas requería un servicio directo de vapores, señalando que era esencial para los intereses españoles que éste estuviera bajo pabellón rojo y gualda, por [70] lo que sugerían dos posibles soluciones: la más lógica y conveniente seguía siendo que el mencionado servicio se encuadrara dentro de la compañía Transatlántica, pues subvencionada ésta por el gobierno, le sería fácil, con un pequeño aumento de sus flotas y de la subvención, extender sus viajes a los puertos de Japón, a la ida y a la vuelta de las posesiones oceánicas. De no convenirle esta ampliación de sus líneas, proponían conceder algunas ventajas a la empresa de Francisco Gil, que se había mostrado dispuesta a hacerse cargo de estos fletes entre Manila y Yokohama, haciendo escala en Kôbe, Nagasaki, Emey, Shanghai y Hong Kong (106).

     Había ya cierta premura en sus apreciaciones, pues advertían del propósito de la compañía «Nippon Iusen Kaisha» de crear una línea de vapores entre los puertos antes mencionados, recalcando que el proyecto japonés nunca podría llenar los fines españoles: «Es importantísimo, es necesario, el establecimiento de la línea de navegación a que me refiero, pero es tan necesario o más para nuestros intereses que los barcos que hagan la travesía lleven bandera española». «Sería una amenaza para el porvenir que Japón realizara el proyecto. Es por tanto urgentísimo que la compañía Transatlántica extienda su línea general de Barcelona a Manila hasta este Imperio» (107).

     Sin embargo ninguno de estos proyectos llegó a buen puerto. A pesar de las reiteradas recomendaciones de los embajadores en Tokio, la Compañía Transatlántica no mostró interés por extender sus rutas a Japón, y la iniciativa de Francisco Gil, una vez que se supo que la apertura de la línea japonesa era inminente, no obtuvo el suficiente respaldo en medios gubernativos, ni por parte de los comerciantes de Filipinas (108).

     El Gobierno japonés, por el contrario, mostró una atención preferente a este asunto, y apoyó personalmente el proyecto de la compañía Nippon Iusen Kaisha, logrando por fin hacerse con una línea propia, que unió los puertos japoneses con los principales mercados de Asia y de las islas del Pacífico, lo cual facilitó enormemente la expansión de su comercio, sin tener que depender de vapores extranjeros. Este interés por las rutas de comunicaciones, se reflejó también en el propósito gubernamental de establecer unas bases navales estratégicamente situadas, que les permitieran repostar con seguridad. En este sentido presentaron varias solicitudes para crear en las islas estaciones carboneras (109). [71]



3.- Emigración y colonias de poblamiento

     Otro motivo de interés, en este caso compartido, fue la posibilidad de enviar a las colonias españolas mano de obra. A los japoneses les interesaba porque, dado el aumento del crecimiento demográfico, ello supondría un alivio para su población y permitiría encontrar una ocupación para los trabajadores desocupados. Por ello preguntaron a las autoridades españolas cómo sería recibida una inmigración de braceros en Filipinas (110), y solicitaron permiso para establecer colonias de poblamiento en islas no ocupadas de las Marianas y las Carolinas.

     Los españoles estudiaron detenidamente esta cuestión. En 1888 el Embajador español en Tokio señaló las ventajas que podría ofrecer la inmigración de japoneses a las Filipinas: Este archipiélago tenía necesidad de mano de obra. Conocidas eran las pegas de la colonia china, e impensable una emigración peninsular para dichos fines. Por tanto los japoneses podían resultar la población que buscaban. Eran gente de carácter pacífico y espíritu trabajador, sin fanatismo religioso, que daban una gran importancia a la agricultura y que podrían asimilarse fácilmente a la raza indígena de Filipinas. Además contaban con el visto bueno del Gobierno japonés, que favorecía el proyecto y daría facilidades para su realización.

     Sin embargo, por parte española el asunto quedó en el aire y no se dieron nuevos pasos para fomentar esta inmigración hasta 1891, año en que Felipe Canga-Argüelles, que había sido secretario del Gobierno General de Filipinas, y que entonces era concesionario de una explotación agrícola-minero-forestal de 10.000 hectáreas, en la isla de la Paragua, se interesó por la posibilidad de exportar maderas a Japón, y, a la vez, conseguir una colonización de familias de labradores japoneses para cultivar arroz, maíz, tabaco, algodón, café y cacao en sus posesiones.

     Al recibir la solicitud de Canga-Argüelles, el Embajador en Tokio escribió al Ministro de Estado, manifestándole que no había a su entender peligro alguno en el establecimiento de esta colonización por tratarse de campesinos muy trabajadores, que irían acompañados de sus familias. Otra seria su opinión de tratarse de una colonización de chinos...

     Después de estudiar el asunto, en Madrid se llegó a la conclusión de que sí sería positiva una inmigración de familias campesinas que pudieran asimilarse con los indígenas filipinos, y se elaboró un informe proponiendo las bases para regular la inmigración japonesa a Filipinas (111). Pero este plan no llegó a llevarse [72] a cabo, porque los representantes españoles, asustados por el creciente poderío de Japón, consideraron que una presencia significativa de japoneses en sus colonias podría ser nefasta para el futuro de los establecimientos españoles en el Pacífico, y tener funestas consecuencias en el porvenir.

     El Gobierno japonés también estuvo interesado en establecer colonias de poblamiento en Marianas (112) y en las Carolinas (113), y en tal sentido hizo varias propuestas al Gobierno español. Pero en Madrid, después de consultar la opinión de sus autoridades coloniales, totalmente contrarias al proyecto, en el cual veían una clara amenaza para su dominación, nunca consintieron en ello.

     Como conclusión de este punto queda una pregunta por hacer: una vez estudiada la política exterior desarrollada por Japón en las últimas décadas del XIX, y definidos sus intereses en las posesiones españolas, cabe plantearse si el Gobierno japonés tuvo pretensiones imperialistas y expansionistas sobre Filipinas, Marianas y Carolinas; si verdaderamente quiso establecer en estas islas unas colonias o extender un protectorado sobre ellas, y si esto hubiera sido posible.

     Desde nuestro punto de vista la respuesta a estas cuestiones es negativa. Exceptuando los repetidos intentos de compra de alguna de las islas más septentrionales de las Marianas, que contemplando su posición se comprende fácilmente que estuvieran incluidas en el perímetro de seguridad que deseaban obtener, nos resistimos a creer que en los años 80 y 90, -volvemos a subrayar las fechas del período objeto de estudio-, Japón quisiera anexionarse los territorios de España en el Pacífico. Observando estos años desde la perspectiva del desarrollo general de Japón Meiji, parece que sus objetivos en política exterior, no eran tanto aumentar su imperio, como conseguir una zona de seguridad que actuara como muralla defensiva; crear un ejército capaz de defender la [73] nación y de hacerse respetar, desarrollar su comercio exterior, alcanzar un poderío político y económico similar al de las grandes potencias, que le permitieran obtener la consideración de los demás países, y le garantizara su posición nacional e internacional.

     En este contexto, sus intereses por las islas españolas, en los años 80 y 90, fueron simplemente comerciales, navales y estratégicos, como puntos con los que se podría potenciar el intercambio directo y la exportación de sus productos; donde se podrían crear colonias de poblamiento y explotación; y que podrían resultar interesantes para establecer en ellos estaciones navales y carboneras. Intereses que se pueden englobar perfectamente en su propósito de desarrollar su comercio exterior, en la intención de controlar sus rutas de comunicaciones por el Pacífico, y en su deseo de aumentar su participación en las cuestiones internacionales, y resaltar su importancia en el concierto entre las potencias.

     Por contra, no pensamos que se dieran las condiciones necesarias para hacerse con las colonias españolas, ni desde el punto de vista interno de Japón, que tenía otros intereses prioritarios, ni desde una óptica internacional, pues los objetivos y acuerdos de las grandes potencias respecto a este área, difícilmente hubieran permitido tal acción (114).



IV. LA ACTITUD DE LAS AUTORIDADES ESPAÑOLAS ANTE EL JAPÓN MEIJI

     Cuando el Gobierno español decidió impulsar las relaciones con Japón, a mediados de los años 80, sus representantes en Tokio se esforzaron por mejorar la consideración de España en Japón, difundiendo la imagen de una nación poderosa con un gran imperio colonial, al que dedicaba un interés preferente: procuraron sentar las bases para un desarrollo del comercio entre los dos países; [74] se interesaron por establecer unas líneas de comunicaciones que unieran las islas españolas del Pacífico con Japón; estudiaron la posibilidad de potenciar una emigración de japoneses a sus colonias; y se preocuparon de firmar unos tratados que definieran la posición de cada potencia y el marco de sus relaciones.

     Sin embargo, en los primeros años de la década de los 90 observamos un cambio de actitud en las autoridades españolas. (115) Ante el tremendo desarrollo económico y militar que estaba adquiriendo Japón, y ante su política expansionista y sus acciones en el exterior, los ministros plenipotenciarios, los cónsules y los gobernadores destacados en el Pacífico, comenzaron a contemplar con alarma el creciente poderío del Imperio del Sol Naciente, y a temer que este estado de cosas pudiera amenazar a las colonias españolas.

     Se empezaron a recibir en Madrid informes alarmistas sobre la capacidad de Japón, el incremento de su poder militar, los presupuestos dedicados a modernizar la marina y el ejército (116), el desarrollo de su comercio en Filipinas, [75] su control de la línea marítima que unía el archipiélago japonés con las colonias españolas (117), etc. advirtiendo de las funestas consecuencias que esta serie de hechos podrían tener sobre los territorios bajo soberanía de España.

     Como consecuencia de estos informes se decidió adoptar una política defensiva respecto a Japón, destinada a mostrar el poderío de España y a contrarrestar cualquier acción japonesa contra las islas españolas. Esta política fue desarrollada en dos frentes: el diplomático, que se ocupó de mantener unas buenas relaciones entre los dos gobiernos, de firmar unos acuerdos que fijaran los límites respectivos en el Pacífico (118); de obtener un respaldo de las grandes potencias que garantizara la seguridad de sus colonias frente a cualquier acción ofensiva de Japón (119); de resaltar ante las autoridades japonesas la importancia de España como estado fuerte con un puesto destacado en el concierto de las naciones, e incluso de mejorar la imagen de su legación en Japón, dando fiestas y recepciones, etc.; y segundo, desde el flanco militar, haciendo planes para mejorar el estado de defensa de sus colonias y mostrando ante Japón su poderío militar (120), razón por la que se enviaron varios barcos de la Escuadra española a visitar los principales puertos japoneses (121).

     Paralelamente se decidió frenar radicalmente la influencia japonesa en las colonias españolas, no favorecer la emigración de braceros, ni permitir el establecimiento de colonias de poblamiento o explotación, controlar rígidamente a [76] los japoneses ya asentados en estos territorios, y no autorizar la creación de estaciones carboneras. La consigna era defender el sistema colonial por encima de cualquier otro interés.

     Y aquí surge una nueva cuestión. ¿Cuánto hubo de acertado y positivo en la actitud de las autoridades españolas ante el desarrollo del Japón Meiji, y hasta que punto su reacción se correspondía con la realidad?

     En la correspondencia de los diplomáticos y militares españoles se refleja un claro temor, continuas advertencias y una constante alarma ante el desarrollo japonés y sus acciones en el exterior, por las repercusiones que todo esto pudiera tener sobre las posesiones españolas. Temor que, fuera exagerado o se ajustara a la realidad, determinó en gran medida la adopción de una política gubernamental defensiva respecto a Japón y condicionó las medidas que se tomaron en relación a estos archipiélagos.

     Aparecen aquí dos cuestiones que recientemente ha planteado Antonio Niño (122), y que pensamos que se pueden aplicar perfectamente al caso de las relaciones entre España y Japón en los años finales del siglo XIX.

     Por una parte, el problema de hasta que punto analizando únicamente la documentación diplomática conservada en los archivos de asuntos exteriores españoles se puede obtener una impresión certera de la realidad. En esta ocasión a través del estudio de la correspondencia de las autoridades españolas la impresión que se obtiene es que Japón tenía la intención decidida de anexionarse las islas bajo soberanía de España, objetivo que no consiguió gracias a la política desplegada por el Gobierno y sus representantes. Cuestión ésta, que una vez contrastada con el proceso vivido por Japón en estos años y las motivaciones que había detrás de sus acciones, resulta más que discutible.

     Por otra, nos parece interesante plantear la incidencia que tuvieron la percepción de la realidad, la imagen adquirida del país y los perjuicios creados en torno a él, en el proceso de toma de decisiones y en la adopción de una política y unas medidas determinadas en relación a Japón a las colonias españolas del Pacífico (123). [77]

     En este sentido nosotros creemos que por parte de las autoridades españolas y de sus representantes diplomáticos, hubo una percepción un tanto exagerada y distorsionada de la realidad (124), que condicionó la creación de una imagen de Japón como potencia agresiva que amenazaba peligrosamente la supervivencia de nuestras colonias. Imagen que tuvo una enorme repercusión en España, y que se reflejó en los muchos artículos y dibujos que aparecen en la prensa de la época sobre «el peligro amarillo». Y que determinó la adopción de una política exterior totalmente restrictiva y defensiva, cuando en la realidad probablemente los intereses y las intenciones japonesas por las islas españolas del Pacífico, en los años 80 y 90, no requerían tales extremos.

     Sin embargo, hay que reconocer que el exceso de celo de las autoridades españolas, no perjudicó al sistema colonial de España en el Pacífico. Antes bien, con las medidas adoptadas reforzaron sus posibilidades defensivas y contrarrestaron cualquier posibilidad de amenaza por parte de Japón. En el complejo mundo de fines del XIX, con la marca imperialista luchando por repartirse cualquier espacio que quedara libre, siempre era más prudente adoptar una actitud de firme defensa de sus posesiones coloniales.

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