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Origen y desactivación de la protectoría de indios en la Presidencia-Gobernación de las Islas Filipinas

Patricio Hidalgo Nuchera



RESUMEN

     A pesar de que todos los funcionarios reales debían velar por la defensa de los naturales, la realidad obligó a crear en todas las Indias la figura específica del Protector. El autor analiza los inicios de su implantación en Filipinas, destacando que el nombramiento no oficial de dos de ellos fue aprovechada por todos los estamentos de las Islas para solicitar la creación oficial del cargo, hecho que tuvo lugar el 19 de agosto de 1589. A continuación, estudia la lucha entre los bandos nucleados en torno al obispo y al gobernador por controlar la nueva institución. Y finaliza haciendo patente su desactivación, debido a la necesidad de la explotación de los naturales de las Islas.



LA FIGURA HISTÓRICA DEL PROTECTOR

     Desde que en 1945 Constantino Bayle publicara su estudio sobre el Protector de indios(113), la historiografía sobre el funcionamiento de esta figura burocrática ha ido ampliándose con diversas monografías(114). A modo de introducción, [214] podemos señalar que la defensa de los naturales recaía de un modo general y abstracto sobre todos los funcionarios reales, pero que para hacerla más próxima y real se creó la figura del Protector de indios. Las Casas fue el primero que desempeñó la protectoría a instancias del cardenal regente Cisneros (RC. 17 septiembre 1516) y las Ordenanzas de Granada de 17 noviembre 1526 refrendaban la vigilancia del tratamiento que recibían los indígenas.

     A pesar de estos antecedentes, la política de la Corona va a ser titubeante, pues si en un primer momento se autorizó al Protector a legislar y castigar(115), la injerencia del clero en las Audiencias y las fricciones con las autoridades civiles condujeron a que tres años más tarde sólo se les permitiera denunciar al rey abusos contra los indígenas(116). No obstante estas restricciones, la Corona opta a partir de esta fecha por investir a todos los obispos como Protectores de indios.

     Esta etapa episcopal del cargo va a durar hasta la década del 60, cuando la presión del Regio Patronato se hizo tan fuerte que se desligó al episcopado de [215] la protectoría. Sin embargo, la laicidad del cargo no produjo el fin de la fricciones antes vistas, por lo que la Corona se inclinó por su desaparición(117). Pero lejos de esto, el cargo no sólo siguió existiendo sino que un poco más tarde el virrey peruano Francisco de Toledo lo reglamentaba(118).

     Sin embargo, en 1582 (RC. 27 mayo), y bajo la justificación de que los Protectores provocaban daños y perjuicios a los indios, la Corona ordenó de nuevo la desaparición del cargo, encargándose los fiscales de las Audiencias de la defensa de los naturales. Esta vez sí fue obedecida, pero siete años después hubo de restablecer el cargo aduciendo que su desaparición había traído más inconvenientes que ventajas(119).

     Hacia 1620 la figura del Protector fue equiparada a la del fiscal de la Audiencia, aumentado así su consideración social; esto hizo que el cargo fuese objeto de compra, afectando tan negativamente a su verdadera finalidad que a mediados de 1648 (RC. 28 agosto) se optó por volver a sus primitivos estatutos y prohibir su venta.

     La Recopilación de Leyes de Indias de 1680 dedica todo el Título VI de su Libro VI a las funciones que desempeñaron los Protectores. Las leyes allí insertas especifican que, una vez nombrados por las autoridades indianas superiores, se les entregarán unas instrucciones (ley 1ª) y se les señalase un salario competente pagado en penas de estrados o en bienes de comunidad, a fin de evitar el que hubieran de llevar derechos sobre los indios (ley 3ª). Labor del Protector era dar cuenta periódicamente a los Virreyes y Presidentes de las Audiencias del estado de los naturales -si se guardaban las leyes, si aumentaba o disminuía su número, si recibían agravios y de quién, si les faltaba doctrina, si eran oprimidos, etc.-, al tiempo que proponía los remedios pertinentes a dichas autoridades, quienes a su vez debían remitir tales informes al Consejo de Indias (ley 12ª). Cuando los pleitos interpuestos ante las Audiencias fuesen entre naturales, el fiscal debería defender a una parte, mientras el Protector lo hacía con la otra (ley 13ª). También estaba dispuesto que si los pleitos comenzados ante las justicias locales hubiesen de ir a la Audiencia, se tratara de evitar que los indios saliesen de sus tierras, antes bien, deberían ser enviados los autos al tribunal, el cual, una vez resueltos, remitiría sus sentencias a las justicias locales (ibídem). [216]

     Por último, hay que señalar la doble distinción que Carmen Ruygómez realiza entre las tareas del Protector y las del Procurador o abogado. La primera, que mientras éstos actuaban a instancia de parte, los Protectores podían hacerlo de oficio(120); y la segunda, y ante la duda de cuándo debía intervenir uno u otro en un pleito, afirma que «allí donde se produjera un abuso por parte de españoles contra indígenas, debía intervenir el protector de los indios; allí donde litigaran indios y españoles en igualdad de condiciones debía mediar un procurador de los indios(121)».



LA DEFENSA DEL INDÍGENA EN FILIPINAS: PROTECTORES NO OFICIALES

     La primera petición sobre nombramiento de un Protector de indios en Filipinas fue efectuada en 1577 por los frailes agustinos Francisco de Ortega y Alonso de Castro al por entonces gobernador Francisco de Sande, motivada por las continuas vejaciones que sufrían los indios(122).

     Si bien Sande acogió positivamente la solicitud nombrando al efecto a un tal Espinosa, pronto los mismos religiosos se quejaron, aunque sin éxito, al gobernador del injusto proceder del sujeto elegido, ya que «con título de amparador lo único que hacía era ejercer el oficio de fiscal.(123)»

     Nada más conocemos de este tal Espinosa. Sí, en cambio, que Sande nombró en una fecha indeterminada, presumiblemente a fines de la década de los años 70, como nuevo Protector a Benito de Mendiola.

     Pasado a Filipinas en 1574 y avecindado en Manila, Mendiola estaba casado y, según los religiosos, era «hombre de bien y muy hábil y suficiente» para el desempeño de tal cargo(124). Según estos mismos religiosos, le fue señalado el insuficiente salario de cien pesos, por cuya razón hubo de dedicar su tiempo a [217] otros negocios, faltando al de los naturales. Parece ser que las dificultades económicas le persiguieron aun cuando ya no ejercía la protectoría, tal y como deducimos del memorial que el 27 de marzo de 1590 envió a la Corte. En él solicitaba una cédula de recomendación para que el gobernador de las Islas le concediese una encomienda de dos mil indios «por estar muy necesitado, teniendo su casa poblada con mucha familia...». Como méritos, Mendiola exponía el haber servido seis años el oficio de protector de naturales, así como los de fiscal y notario de la inquisición de las Islas(125).

     La petición de confirmación de Benito de Mendiola como Protector de indios va a ser aprovechada por todos los estamentos de las islas para solicitar la creación oficial de tal cargo en Filipinas, en una época, recordémoslo, en que tal oficio estaba suprimido en todas las Indias. Por una parte, contamos con una carta de dos religiosos agustinos de mediados de 1581(126) en la que se presiona a favor de tal nombramiento debido a los agravios que recibían los indios, sobre todo por parte de aquellas personas que, en teoría, debían defenderles; nos referimos a los alcaldes mayores nombrados por el gobernador y, por tanto, clientes suyos(127). Asimismo, pedían se le dotase de un salario suficiente para que no tuviese que ocuparse de otros oficios, ya que los cien pesos que le asignó el gobernador Sande eran insuficientes.

     Más importante es la presión que realiza el propio obispo de las Islas en orden a la confirmación de Mendiola, lo que en la práctica equivaldría a la creación oficial del cargo. A una primera petición de confirmación en 1582(128), siguió una segunda al año siguiente, adjuntando en ella un memorial del propio [218] candidato(129). En esta ocasión, Salazar fue más lejos y se atrevió a pedir que, en lo sucesivo, la facultad de nombrar Protector fuese cometida al obispo o, cuando más, a éste junto con el gobernador.

     Este deseo de controlar la nominación del Protector de naturales se encuentra asimismo en otro memorial que Salazar redactó hacia 1583(130). En él opinaba que el nombramiento no debía ser ejecutado por el gobernador, ya que ello coartaría su libre actuación. Y tras volver a solicitar para Benito de Mendiola la confirmación en su oficio, exponía los siguientes puntos: que el obispo fuese encargado de su nombramiento; que su salario fuese tasado por el Rey o en Filipinas, pero que si el monarca quisiera, él haría que lo pagasen los indios; que si el Rey no confiaba en que lo hiciese sólo el obispo, le cometiese su nombramiento junto con el gobernador; y que su cese corriese conjuntamente a cargo de ambas personalidades. De todo ello colegimos el deseo de Salazar de arrancar el cargo de protector, aunque fuese parcialmente, de la órbita de poder del gobernador y alejarlo de su clientela.

     Explicitada la contradicción de los bandos nucleados en torno al gobernador y al obispo respectivamente, podemos interrogarnos ahora hacia cuál de ellos se inclinaba la opinión del protector nominado. En un informe propio, Mendiola denuncia en tercera persona que la causa por la que el protector no acude «con calor» a los asuntos de los naturales radicaba en que dependía de la voluntad del que gobernaba. Como remedio, solicitaba que este oficio fuera confirmado por el Rey y dotado con un salario competente. Revelaba que a «el que ahora es» únicamente le daban cien pesos de ayuda de costa, necesitando por lo menos mil, por lo que debía acudir a otros negocios para sustentarse. De tal manera era insuficiente lo que cobraba -continuaba Mendiola- que si el año anterior el obispo Salazar no le hubiera concedido doscientos pesos, mitad para su sustento y mitad para gastar en los pleitos de los naturales, no hubiera podido hacer nada en absoluto(131). De lo expuesto por Mendiola deducimos que estamos ante un hombre que no pertenece -o quiere escapar- del círculo del gobernador, [219] y que desea apoyarse en el bando del obispo para contrarrestar las presiones gubernativas.

     Un tercer elemento interviene en la polémica: el procurador general de la ciudad de Manila. Gabriel de Ribera va a intentar un equilibrio entre los bandos enfrentados, al solicitar que el Protector sea nombrado por el Monarca en persona. Esto significa que Ribera es consciente de que la protectoría, sí se halla en la órbita del clientelismo del gobernador, está prácticamente anulada; sin embargo, tampoco se decanta porque pase a la órbita del obispo, sin duda porque teme fricciones entre ambos bandos. Leamos lo que escribió en uno de los dos memoriales que presentó a fines de 1581 ante el Consejo de Indias:

              «Suplico a Vuestra Alteza que porque los naturales de las dichas Islas son gente nuevamente convertida y pacificada y no tienen entendimiento ni uso para poder defenderse de los agravios que contra ellos se hacen, así por autoridad de justicia como en otra manera en que son muy agraviados, ni se atreven a pedirlo que se les debe por el gobernador y otras gentes poderosas que se sirven dellos y no les pagan su travajo y les toman sus haciendas y en pleitos que de ordinario tienen, es cosa necesaria y muy importante haya persona nombrada por Vuestra Alteza que tenga cargo particular de la defensa de los dichos naturales y que no estén agraviados, porque si la tal persona fuese nombrada por el gobernador como ahora lo es, no es de ningún efecto, que por tener respeto al gobernador que le nombró no acudirá al bien ni defensa de los dichos naturales, que por no tener otra persona son vejados y molestados de todos en general. Vuestra Alteza sea servido de mandar que esto se remedie y nombrar un protector general defensor con poder bastante para hacer sus negocios y pedir lo que les convenga, señalando para ello salario competente que se le pague de la Caja Real, porque de otra manera los dichos naturales por ser tan molestados y vejados y no tener quien los defienda se irán consumiendo y acabando, y las dichas Islas se despoblarán como se ha visto por experiencia en otras que ha muchos años que están descubiertas(132)».           

     En esta disputa, la Corte va a aprovechar el hecho de que en esta época el cargo de protector estuviera suprimido en las Indias para no tomar partido por ninguno de los dos bandos en conflicto. En efecto; el 5 de febrero de 1583 el Consejo dictaminaba la solicitud del capitán Ribera con un lacónico «por ahora no ha lugar», creyendo asimismo conveniente el que si se hubiese nombrado algún Protector se le destituyese, quedando el amparo y defensa de los naturales en manos del gobernador y del obispo de las Islas. A lo más que condescendió el Consejo fue a solicitar al Rey el envío de una cédula para que [220] tanto el gobernador como el obispo y la ciudad de Manila informasen de la necesidad que había en las Islas de tal oficio, así como de las personas que podrían desempeñarlo(133). Aprobado el dictamen del Consejo por Felipe II(134), al poco tiempo se solicitaba al gobernador Santiago de Vera, al obispo Salazar y a la ciudad de Manila la información mencionada(135).



CREACIÓN DEL CARGO DE PROTECTOR DE INDIOS EN FILIPINAS

     Tres años después de denegarse tanto la confirmación de Benito de Mendiola como la creación del cargo de Protector de indios, se vuelve a insistir en este último punto. En 1586 llegan a la Corte, traídos por el jesuita Alonso Sánchez, dos memoriales: el primero, redactado por todos los estamentos de las Islas, proponía que la figura del futuro Protector contara con autoridad y salario suficientes, con voz y voto en el cabildo y que tuviese a su cuidado la población china de Manila; asimismo, se inclinaba porque el cargo no recayese sobre el fiscal real ni sobre un regidor, alguacil mayor ni encomendero, sino más bien sobre un abogado(136). El segundo memorial estaba firmado por el obispo Salazar, quien estaba de acuerdo en que el cargo no recayese sobre el fiscal de la Audiencia aunque sí que lo fuese sobre el obispo, bien que sin llevar salario; en este caso, el prelado debería contar con la facultad de nombrar a alguien que le auxiliase, quien sí cobraría un salario señalado por él o por el gobernador; por último, Salazar solicitaba que el elegido lo fuese exclusivamente por el obispo o de común acuerdo entre él y el gobernador(137).

     Estas peticiones contaron con terreno abonado en la Corte, ya que el 10 de enero de 1589 habíase reestablecido la figura del Protector de naturales en Indias. Ello explica que, por fin, siete meses más tarde Felipe II accediera a su [221] creación en Filipinas. En la disputa explicitada, triunfó el bando del obispo, quien fue elegido primer protector oficial de Filipinas; a la vez, se ordenaba a la cabeza del bando vencido, el por entonces gobernador Gómez Pérez Dasmariñas, el mantener buena correspondencia con el vencedor(138).



PROTECTORES OFICIALES

El primer Protector oficial: Fray Domingo de Salazar

     El nombramiento del obispo Salazar como Protector de indios marca el inicio de la serie de los que podríamos denominar «Protectores oficiales», en contraposición a los Espinosa y Mendiola que nunca llegaron a ver confirmados oficialmente sus cargos.

     La labor protectora del obispo Salazar sobre los indígenas tenía que chocar frontalmente con la actuación de los alcaldes mayores, justicias, alguaciles y escribanos, todos ellos clientes del gobernador. La presión del obispo -por quien se ha inclinado el rey- va a ir encaminada a limitar muchas de las arbitrariedades de los nombrados. Este sentido hemos de darle al memorial que presentó a Gómez Pérez Dasmariñas en orden a una mejor administración de la justicia debida a los indígenas. Dictaminado por el gobernador, tanto el memorial de Salazar como las respuestas a sus peticiones fueron insertados en las ordenanzas que, sobre vejaciones a los indios, fueron promulgadas a mediados de 1592(139).

     Varias son las medidas que el obispo-Protector presentó al gobernador:

     1.ª- Que los alcaldes mayores no residiesen todo el tiempo en un pueblo, sino que repartan su estancia por todos los de su jurisdicción(140).

     2.ª- Que por causas civiles no fuesen sacados los indios de sus pueblos, antes bien, se difiera su determinación a las visitas; si, en cambio, se tratara de [222] causas civiles o criminales que no admitiesen dilación, los alcaldes mayores las debían ejecutar con la menor vejación, no sacando a los culpados cinco leguas más allá de sus casas. Esta petición la fundaba Salazar en que los indios arrastraban tras de sí a toda su parentela, abandonando y destruyéndose sus pueblos(141).

     3.ª- Que los indios fuesen presos por alguaciles de su misma raza aunque en sus pueblos existiera uno español. La razón de ello -opinaba Salazar- era que los españoles solían llevar más derechos que los indígenas(142).

     4.ª- Debido a que el arancel que hizo la Audiencia de lo que habían de llevar los jueces, escribanos, alguaciles y carceleros de los indios se había extraviado, Salazar proponía que se hiciera uno nuevo, especificándose en él si los alguaciles españoles deberían llevar algo más que los indígenas en atención a que, entre éstos, no había ejecuciones(143).

     5.ª- Que el gobernador nombrase los alguaciles que estuviesen al servicio tanto del alcalde mayor como del gobernador indio, así como que su número fuese moderado conforme a la calidad de los pueblos(144).

     6.ª- Que los alcaldes mayores de la comarca de la ciudad de Manila no tasasen los bastimentos por medio de aranceles, sino que éstos fuesen mandados hacer por el Gobernador; a la vez, que en los distritos de fuera de la capital no se efectuasen dichos aranceles sin dar primero aviso al gobernador(145).

     7.ª- Que los alcaldes mayores no concertasen con los alguaciles, escribanos, carceleros ni otros oficiales llevarles parte de sus derechos, sino que cada uno de los citados cobrase los fijados por el arancel(146).

     8.ª- Que los alcaldes mayores pagasen a los indios de quienes se sirvieran tanto en sus casas como fuera de ellas; igualmente, se pedía que, donde no fueran necesarios, no hubiese indios tánores, «que son los diputados para servir a la comunidad(147)». [223]

     9.ª- Que ni los escribanos ni los alguaciles ni otros oficiales pudieran contratar en los distritos de sus oficios(148).

     10.ª- Que los alcaldes mayores comprasen el arroz, vino, gallinas y todo lo demás de su sustento y oficio al precio de las tasas y no más barato. Para evitar que el arroz que comprasen lo revendiesen a terceras personas, se les debía tasar la cantidad que necesitasen. Igualmente, que el arroz que comprasen dichas autoridades fuese el que voluntariamente quisiesen dar los indios, y no echándolo por repartimiento entre éstos(149).

     11.ª- Que, con el fin de que hubiese mantenimientos en los pueblos, en todas las cabeceras y en algunos otros pueblos principales hubiese cada día mercado público, prohibiéndose comprar o vender fuera de allí(150).

     12.ª- Que los alcaldes mayores o cualquier otro juez guardasen, en las causas de indios que no fuesen graves o criminales, el nuevo orden mandado por el Rey, procediendo breve, sumaria y verbalmente, y procurando antes concertar a las partes. Y que, como los indios solían pedir una misma cosa muchas veces, hubiese un cuaderno donde se asentasen estos casos para así tener memoria de ellos(151).

     Una vez firmadas por el gobernador las ya citadas ordenanzas sobre las vejaciones de los indios, el obispo Salazar, por medio de Francisco Moreno, le volvió a efectuar dos nuevas peticiones(152):

     1.ª- Que los alguaciles españoles, si no prendían directamente a los indios, no les llevaran ningún derecho. Esta petición se basaba en que a Salazar llegó la noticia de que, aunque estos alguaciles españoles no podían prender a los indios -como estaba pedido y proveído en el capítulo tercero de su memorial-, sin embargo enviaban a indígenas en su lugar «a que hagan las prisiones y emplazamientos y llevan los derechos como si en persona fueran a prenderlos(153)».

     2.ª- Que se determinase el número de alguaciles que habían de tener el alcalde mayor y el Gobernador de la Pampanga, Calompit y Bulacán, ya que su número actual era excesivo(154). [224]

     Como dijimos más arriba, estas peticiones del obispo Salazar, efectuadas en su condición de Protector de naturales, fueron atendidas por el gobernador Gómez Pérez, tomando fuerza de ley al ser insertadas en las ordenanzas que a mediados de 1592 promulgó para el buen tratamiento de los indios. Mas, ¿cuál es su reflejo en la realidad histórica?. Es cierto que teóricamente estas medidas limitaban la actuación de los alcaldes mayores, alguaciles, escribanos y demás justicias; pero en la práctica, éstos continuaron con sus arbitrarias actuaciones, tal y como nos revelan la multitud de quejas existentes en los legajos del Archivo General de Indias.

     Complementariamente a estas ordenanzas de Pérez Dasmariñas fueron promulgadas unas instrucciones para los alcaldes mayores, en cuya génesis debió intervenir sin duda el obispo-Protector Salazar. Vamos a exponerlas a continuación.



Las Instrucciones para los Alcaldes Mayores

     En la copia de las actas del Sínodo celebrado en Manila en 1582 conservada en el Archivo de la Universidad manilense de Santo Tomás se hallan insertas dos instrucciones: una, referida a los Alcaldes mayores y, otra, a los Protectores de indios(155). Aunque sin fecha ni firma, podemos establecer que ambas pertenecen a una época posterior a 1582 por cuanto en uno de los capítulos de la instrucción citada en primer lugar se ordenaba que: «Por ningún delito, causa ni razón, se lleven a los indios penas pecuniarias, porque el Rey así lo manda en las instrucciones que dio al gobernador Gómez Pérez». Teniendo en cuenta que las instrucciones a que se refiere son las despachadas el 9 de agosto de 1589 y que su destinatario, el gobernador Gómez Pérez Dasmariñas, no llegó a Manila hasta el 8 de mayo de 1590, podemos deducir que las instrucciones insertas en las actas del Sínodo no debieron ser realizadas hasta después de esta última fecha(156).

     Ahora bien, ¿cuál es el motivo por el que estos documentos posteriores a 1590 se hallen insertos en las actas del Sínodo de 1582?. Porras Camúñez piensa [225] que tal vez se deba a que, en las copias que se hicieron posiblemente años más tarde, los amanuenses, por razones que desconocemos, los incluyeron en ellas. Hay que tener presente que las primitivas actas debieron quemarse en el incendio de Manila acaecido a la muerte del gobernador Gonzalo Ronquillo, aunque no las que el padre Alonso Sánchez redactó en Roma, que son esencialmente iguales a las copias que conservamos hoy en día, lo que demuestra -según el citado autor- que todas parten de un documento original que desapareció(157).

     Centrándonos en las instrucciones dirigidas a los alcaldes mayores, ¿no estarían en su génesis las peticiones del obispo Salazar realizadas en su condición de Protector de Indios?. Su complementariedad con las ordenanzas de Dasmariñas así parece indicarlo y no sería extraño que hubiesen sido obra del mismo gobernador y de la misma fecha que aquéllas.

     En cuanto a su contenido, las instrucciones a los alcaldes mayores constituyen una serie de normas a las que habían de sujetar sus conductas estas importantes autoridades provinciales. Así, se les encarga: tratar bien a los indios, especialmente a los principales; castigar con rigor los escándalos de los españoles; respetar a los religiosos; reunir a los indios dispersos en poblaciones y doctrinas para su mejor evangelización; velar que los naturales sean labradores y no regatones; vigilar que los indígenas elijan como sus gobernadores a personas capaces; no comprar a los indios mercancías a menor precio, sino al que valgan. No consentir que haya españoles en su distrito sin licencia expresa del gobernador; procurar componer los pleitos entre indios; cuidar de que en las cárceles haya división entre hombres y mujeres; no llevar a los indios penas pecuniarias. Cuando castiguen a un indio a servicios personales, les den un testimonio de la sentencia para que no exceda el tiempo de su condena. Se les prohíbe salir de su partido sin licencia del gobernador, so pena de perder todo su salario. Tener un libro donde asentar las penas de cámara, gastos de justicia, diezmos de oro u otro cualquier derecho perteneciente al Rey. Guardar en los procesos las ordenanzas de la Audiencia. Poder suspender las órdenes del gobernador cuando su ejecución conllevara daños a los indios. Vigilar que el arroz y el dinero de las comunidades no se malgastase en fiestas. Llevar de arancel: de los pleitos de menor cuantía, no más de dos reales, pero si los indios eran pobres, nada; de la elección de gobernadorcillo y sus oficiales, seis reales; de prender un indio en el pueblo, un cuartillo, pero si era a una legua, medio real, y un real si ocupase un día; por último, de visitar una comunidad, un peso. No nombrar tenientes en su partido si no fuera con licencia del gobernador. [226] Visitar en persona su distrito, no parando más de tres meses en un sitio. No consentir sangleyes en su provincia sin licencia del gobernador. No permitir que, sin licencia, el encomendero ni nadie saque indios ni les tomen nada a menor precio; y cuando fuese necesario sacarlos, sea en tiempo que no hagan falta en sus casas y sementeras. Tener una copia de la tasación de los tributos de su distrito y saber el modo de cobrarlos; y si en su cobranza el cobrador se excediera, le embargue lo recogido y avise al gobernador. Por último, y a fin evitar injusticias en los repartimientos de servicios personales, debían asentar en un libro los que cada indio realizase; asimismo, su valor debía ser tasado por escrito y pagado antes que cualquier otra deuda.



El segundo Protector oficial: Blas Escoto de Tovar

     La situación de los bandos nucleados en torno al gobernador y al obispo va a cambiar en 1593. En ese año, Salazar fue relevado de la Protectoría, oficialmente porque la multitud de ocupaciones le impedían el normal desempeño de aquélla(158). El que a la vez se encargase al gobernador el nombramiento de un nuevo Protector nos sugiere que ahora es el bando civil el que triunfa en la Corte. Por otra parte, la orden de deslindar el cargo de la persona del obispo iba acompañado de un punto de gran interés: se señalaba al Protector un salario competente pagado, no de la Real Hacienda sino a prorrata de los tributos de los naturales, así de los incorporados a la Corona como de los encomendados a particulares. Esta cláusula se nos antoja fundamental en el nuevo estado de cosas, pues el señalar el salario en proporción a los ingresos tributarios supone fijar el acento en la recaudación del tributo antes que en la situación social de los naturales. Es el primer paso en la desactivación de la protectoría, realizada, como vemos, por el bando civil de las Islas.

     Bien. Recibido el cese de Salazar en Manila una vez fallecido Gómez Pérez Dasmariñas -19 de octubre de 1593-, fue su hijo y sucesor en el gobierno el que resolvió nombrar como nuevo protector al licenciado Blas Escoto de Tovar. A este efecto, el 12 de abril de 1595 le fue expedido título de nombramiento, en el cual se le señalaban cinco cláusulas reguladoras del desempeño de su [227] misión: 1ª, guardar las instrucciones y ordenanzas que, juntamente con el título, le serían entregadas. 2ª, se le facultaba para nombrar lugartenientes que, en su nombre, ejerciesen la defensa de los naturales, tanto en las provincias más alejadas (tales como Cebú, Otón, Camarines, Ylocos y Cagayán) como en la propia capital. 3ª, podría disponer de un intérprete para el despacho con los naturales, pero sin que ello significara llevar sobre éstos nuevos derechos. 4ª, se le señalaba un salario anual de 1800 pesos de oro común, pagados -como estaba ordenado- de los tributos de los indios, a prorrata entre los incorporados a la Corona y los encomendados a particulares. Su cobro debería ir unido al del situado, ingresados en la Real Caja en cuenta aparte y pagados al Protector por tercios, o sea, cada cuatro meses. La 5ª y última cláusula le advertía de la incompatibilidad de ejercer cualquier otro oficio que le impidiese el de la protección.

     Dos meses después, el mismo gobernador que le había nombrado exponía en una serie de apuntamientos el perfil que habría de tener la figura del Protector de naturales(159): que el oficio de Protector se proveyese, con parecer del obispo, en persona de la mayor satisfacción y aprobación que se pudiera. Que no fuese suspendido de su oficio si no fuera por causas probadas. Que tuviese un buen salario. Que el Obispo fuese Protector universal de los indios y «dé calor al Protector seglar». Y que fuese favorecido por el gobernador.

     De esta misma época -mediados de 1595- debe ser el memorial que el escribano real de Filipinas envió a Felipe II, ya que en él traza un perfil muy similar al dibujado por el gobernador(160): el Protector debería ser escogido conjuntamente por el arzobispo y el gobernador. No se le podría remover de su oficio si no fuera por culpas conocidas. Que el salario fuera bueno. Que fuese muy favorecido en su oficio por el gobernador. Y, sobre todo, convenía que el principal Protector fuese el arzobispo y cada obispo en su obispado.

     Interesa destacar la importancia concedida por el escribano al estamento eclesiástico en la defensa de los naturales, ya que, a más de sugerir la conveniencia descrita, aconsejaba en otro apartado de su memorial que las visitas a la tierra se encargasen a los obispos. [228]

     Año y medio ejerció Blas Escoto la Protectoría. El cese vino motivado por su nombramiento el 15 de octubre de 1596 como visitador de las islas de los Pintados; mas una vez acabada la visita, fue repuesto en su antiguo cargo(161).

     En su nuevo título se le señalaban las siguientes cláusulas: jurar las instrucciones que, junto con el título, se le darían. Se le facultaba, a fin de acudir mejor a las causas, a nombrar un vice-protector y un intérprete, con la condición de no llevar derechos por ellos a los naturales. Se le señalaba un salario de 900 pesos de oro común, a pagar de la forma siguiente: 500 a prorrata de los tributos de las encomiendas del Rey y de particulares y los restantes de las partidas que se introdujeran en la Caja de Cuartas(162); el cobro de los primeros se realizaría a la vez que el situado y el salario se le haría efectivo por los Oficiales Reales cada cuatro meses. Finalmente, se le recordaba la incompatibilidad de su oficio con cualquier otro.

     Dos importantes diferencias podemos detectar entre los dos títulos de Protector que recibiera Escoto de Tovar: la primera, la abismal cuantía de salarios, pues si en el primer título se le señalaron 1800 pesos anuales, en el segundo la cantidad asignada era exactamente la mitad; y la segunda, la diferente situación de sus haberes: mientras en el título de 1595 el salario recaía exclusivamente sobre los tributos de las encomiendas, en el de 1597 sólo se asentaban en este ramo 500 pesos, estando el resto sobre la Caja de Cuartas.



El tercer Protector oficial: Don Jerónimo de Salazar y Salcedo

     Si bien ignoramos exactamente la duración del segundo mandato de Blas Escoto como Protector, en cambio sabemos que en julio de 1599 el cargo era desempeñado por el fiscal de la Audiencia manilense Don Jerónimo de Salazar y Salcedo. Ya vimos anteriormente que la elección de Mendiola significó el primer paso en la desactivación de la protectoría; pues bien: la elección de Salazar y Salcedo constituyó el segundo. El mismo lo da entender en una carta de esa fecha, en la que exponía su criterio de que no debía él desempeñar tal cargo debido a que la mayoría de las causas de los indios eran criminales contra [229] la Real Hacienda, a la que él tenía que asistir como fiscal. Asimismo, informaba que ya Santiago de Vera, siendo presidente de la primera Audiencia, escribió lo mismo al Rey, quien le contestó que el fiscal sirviera la protectoría en lo que buenamente pudiera. En cuanto al funcionamiento de la protección, proponía el que, habida cuenta de las distancias entre las provincias y a que el Protector General residía en Manila, se nombrase por éste un teniente en cada provincia con algún salario pagado a costa de los encomenderos; de esta manera, los tenientes de Protector acudirían a la defensa de los indios de las provincias donde residieran y avisarían al Protector General en Manila sobre lo que convendría hacer(163).

     La petición del fiscal Salazar sobre el nombramiento de tenientes de Protector en las diferentes provincias nos revela que no habían sido nombrados hasta entonces -a pesar de que ya estaban previstos en los títulos de Protector despachados años atrás al licenciado Blas Escoto-, Sin embargo esta vez, y debido a su trabajo, Salazar y Salcedo nombró un solicitador con 200 pesos de salario y un intérprete con 80, ambos sueldos a costa de los encomenderos(164).

     Recibida la noticia en la Corte y aprovechando que el nuevo gobernador Pedro de Acuña se hallaba a punto de partir hacia Filipinas, le fue encargado que, en cuanto llegase a Manila, tratase de estos nombramientos con la Audiencia, de tal manera que si fueran necesarios se mantuviesen y se les abonasen sus salarios, «procurando que sean personas suficientes y de confianza para aquellos ministerios.(165)»

     En definitiva, creemos que el nombramiento en julio de 1599 del fiscal de la Audiencia como protector -¿no era acaso el fiscal el encargado de defender a la Real Hacienda contra las quejas de los indios?- supone la devaluación total del cargo de protector de unos naturales cuya explotación era necesaria en una gobernación donde los cortes de madera y la necesidad de remeros para las embarcaciones que unían las diversas islas eran servicios ineludibles.



LAS INSTRUCCIONES PARA LOS PROTECTORES DE INDIOS

     Para el desempeño de su misión, la ley 1ª, Título VI, Libro VI de la Recopilación de Leyes de Indias establecía que los Protectores de indios debían recibir [230] unas instrucciones u ordenanzas. Ya hemos visto cómo en los títulos de nombramiento del licenciado Blas Escoto como protector incluían la cláusula de prometer, guardar y cumplir las que, para el desempeño de su cargo, le fueran entregadas. Posiblemente sean estas instrucciones las que han llegado hasta nosotros insertas en la copia de las actas del Sínodo de Manila conservadas en el Archivo de la Universidad de Santo Tomás(166).

     Mencionábamos en páginas anteriores cómo en la copia de las actas citadas se insertaban, sin fecha ni firma y junto a otras dirigidas a los alcaldes mayores, unas instrucciones referentes a los Protectores de indios. Asimismo establecimos que debieron ser redactadas a lo menos una década después de celebrado el Sínodo y que su inclusión en la copia de las actas se debería a una interpolación realizada en una época posterior. Centrándonos ahora en su contenido, varias eran las disposiciones que regulaban la actuación de los Protectores de indios:

     -En cada provincia debía tener un sustituto pagado de su salario; la función de éstos sería la de defender a los naturales y darle aviso de lo que no pudieran remediar; asimismo, debían ser aprobados por el gobernador y tener una copia de estas ordenanzas.

     -Ni él ni sus sustitutos debían llevar derechos a los naturales.

     -Ayudar a éstos en sus pleitos con los españoles, pero en los que hubiere entre ellos mismos sólo debía componerlos y concertarlos, a no ser que fueran causas de menores, huérfanos, viudas o de esclavos.

     -Todos los viernes debía visitar las cárceles, herrerías, galeras... para ver si los indios tenían necesidad de su ayuda y protección.

     -Vigilar los repartimientos de indios, viendo si les pagan lo justo, se les hacen trabajar las fiestas y si algún encomendero se sirve de los suyos.

     -Ver si los españoles retenían por fuerza en sus casas a algunos indios, si les impedían casarse o si no les pagaban lo justo por su trabajo.

     -Juzgar los pleitos de los naturales según sus leyes y costumbres.

     -Vigilar la cobranza de los tributos.

     -Averiguar si los Alcaldes mayores agravian a sus indios o si les echan esquipazones y derramas.

     -Debía hacerse cargo de las penas que, en las residencias de las justicias, se aplicasen a los indios.

     -Solicitar que se junten en poblaciones los indios que anden derramados. [231]

     -Procurar que haya hospital para pobres, aplicando a ello los dineros de las comunidades.

     -Velar que las iglesias estén proveídas de lo necesario.

     -Averiguar si, por testamento, se debían algunas deudas o restituciones a los indios, para lo cual se ordenaba a los escribanos le diesen cuenta de ello dentro de los tres días de muerto el testador.

     -Vigilar que a los indios no se les lleven penas pecuniarias ni derechos excesivos en sus causas.

     -Se ordenaba que de los pleitos de indios se diese parte al Protector y que no se admitiese petición de aquéllos si no fuese avalada por éste.

     -Debía tener un registro de todas las órdenes reales dadas a favor de los naturales.

     -Asimismo, debía poseer una copia de las tasaciones de los tributos y de las ordenanzas de los alcaldes mayores.

     -Debía procurar que se pagase a los indios lo que se les debía, así como solicitar la ejecución de las sentencias dadas en su favor en las residencias de las justicias y alcaldes mayores.

     -Podía vetar ante el gobernador al alcalde mayor, encomendero o cobrador que considerase dañino para los indios.

     -Debía inquirir a los indios en secreto los agravios que sus encomenderos u otras personas les hiciesen, no fuese que por miedo a ellos no los denunciasen.

     Finalizaban las instrucciones advirtiendo al Protector que sería cesado si las incumplía y castigado a pagar los daños que, por su negligencia, hubiesen recibido los naturales.

     Leyendo estas instrucciones no cabe duda que la Corona ha asumido una gran concienciación teórica en favor del indio. Sin embargo, entre las competencias que delega en el Protector no figura la de legislar ni la de castigar, sino más bien la de informar y denunciar los abusos cometidos sobre los aborígenes filipinos. A lo sumo, y como hemos visto, se le permite ayudarles en sus pleitos contra los españoles y juzgar los habidos entre ellos mismos según sus leyes y costumbres. ¡Qué lejos quedaban los tiempos en que los protectores eclesiásticos -recordar las instrucciones a Hernando Luque de 1529- tenían unos poderes que les ponían por encima de las autoridades civiles!. Ahora, con unas prerrogativas acortadas y sin apenas poder coercitivo, no lograban sustraer al indio de la potestad de Audiencias y gobernadores. Una vez más, los intereses políticos se superponían a la defensa del estrato más débil de la sociedad colonial, que quedaba así sometido a la habilidad, al celo o simplemente al humor del Protector de turno. [232]



CONCLUSIÓN

     A lo largo de las páginas de este trabajo hemos asistido no sólo al origen sino también a la desactivación del oficio de Protector de indios en Filipinas. ¿Qué si no puede pensarse del hecho de que el primer Protector fuese un obispo, el segundo un laico -cuyo segundo título le recorta el sueldo a la mitad- y el tercero el propio fiscal de la Audiencia, encargado de defender a la Hacienda Real de las quejas de los propios indígenas?. Por tanto, mi tesis es que, paulatinamente y en un breve espacio de tiempo (1589-99), la labor práctica del Protector de indios en el archipiélago magallánico fue socavada en detrimento de intereses superiores coloniales: en Filipinas era absolutamente necesaria la explotación de los naturales para cortes de madera y para el remo de las embarcaciones que unían las diferentes islas de la Presidencia-Gobernación, aun más en una época -principios del siglo XVII- en que los holandeses amagan con tomar Manila. [233]



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Percepciones chinas sobre los españoles de Filipinas: La masacre de 1603

José Eugenio Borao

Universidad Nacional de Taiwan



     Entre la larga y triste historia de las masacres de chinos en Filipinas(167), la matanza de 1603 goza de un interés especial desde el punto de vista historiográfico, ya que, en comparación con todas las demás, está bien documentada por ambas partes, tanto la española, como la china. Además ambas fuentes coinciden en presentar los hechos secuenciándolos de un modo semejante.

     Al empezar hablando de la masacre, las fuentes -especialmente las chinas- tienen en cuenta un incidente remoto y quizás sin conexión, pero nunca ignorado: el que había habido una primera situación de tensión, en 1593, cuando [234] un grupo de 250 chinos fue forzado a remar en la expedición que el Gobernador General de las Filipinas, Gómez Dasmariñas, había levantado para la conquista de las Molucas. Al poco de zarpar, los chinos de la nave capitana se amotinaron y asesinaron a dicho gobernador, haciéndose con el barco. Semanas después, el hijo de éste, Luis Pérez Dasmariñas, que estaba en Cebú, quiso vengar la muerte de su padre en la cabeza de los auténticos responsables, para lo cual pidió la colaboración de las autoridades chinas de Fujian mediante embajadas, que fueron bien atendidas.

     El segundo episodio se sitúa, diez años después, en la primavera de 1603, en que tiene lugar la llegada a Manila de «tres mandarines» con una extraña misión: el reconocimiento de una montaña llena de oro, y poblada de árboles que producen oro. Los españoles en Filipinas, acostumbrados ya a intermitentes amenazas de conquista de las islas, especialmente, por parte de los japoneses, consideran sospechosa dicha visita, y llegan a la conclusión de que tal vez son la avanzadilla exploratoria de una conquista posterior en Manila por parte de los chinos, que en ese momento son casi diez veces más numerosos que los españoles.

     El tercer momento de la secuencia -el propio de la masacre- corresponde al otoño de ese mismo año en que tiene lugar un levantamiento de sangleyes, por motivos confusos, que iban desde el interés por sustituir en Manila la hegemonía española por la china, o bien el anticiparse a lo que las provocaciones españolas parecían conducir: la eliminación de los chinos. Tras unos primeros días de incertidumbre en saber del lado de quién iba a estar la victoria, la rebelión es aplastada por los españoles, quienes en compañía de filipinos y japoneses masacran a unos 20.000 chinos.

     Por último, un epílogo más o menos común, también es señalado por ambas fuentes: tras unas primeras acciones de conciliación por parte de los españoles y reacciones de indignación por parte china, se llega a un nuevo compromiso por ambas partes, y el fragor de lo ocurrido se desvanece fácilmente como si nada hubiera pasado, volviéndose a la situación de comercio y relaciones anteriores, permitiendo que nuevamente los chinos se instalen en Manila, aunque ahora, eso sí, quizás exista un cierto recelo en ambas partes por la experiencia anterior. [235]

     Hasta ahora dicha masacre -en lo que puedo conocer- no sólo ha sido poco estudiada, si no que en la investigación ha predominado el uso exclusivo o bien de las fuentes españolas (especialmente las traducidas en el Blair & Robertson) o de las chinas (mucho más limitadas), no habiéndose nunca comparado toda la documentación existente en ambas partes, especialmente rica para el caso español. Lo que ahora me propongo es el tratar de sumar a las ya conocidas fuentes españolas sobre esta masacre la información que aportan las fuentes chinas, para buscar un contraste que nos permita conocer mejor tanto [235] las causas próximas y remotas como las consecuencias de la tragedia de 1603, e insertar el proceso dentro de la política interna del emperador Wang Li.



Las fuentes

     Las fuentes españolas manuscritas que documentan la masacre se encuentran en su totalidad en el Archivo General de Indias y fueron publicadas casi completamente en el «Colin & Pastells», es decir, la reedición de la obra de Colin, hecha por Pastells en 1900(168). Algunas de ellas fueron reproducidas inmediatamente después, y traducidas al inglés, en el Blair & Robertson(169), así como nuevamente por Pastells en su obra conjunta con Navas(170). Las podemos diferenciar en dos tipos, las que aparecen producidas durante los hechos (ofreciendo un flash de la situación del momento), o poco después de estos (intentando dar una visión global de lo ocurrido). Hay un segundo tipo de fuentes españolas, las que se insertan dentro de libros casi contemporáneos a los hechos, y que sitúan el incidente dentro de una historia global, bien de Filipinas, para el libro de Morga(171), o bien de la conquista de las Malucas, para el libro de Argensola(172). Entre las primeras cabe citar principalmente las cartas e informes al rey de los funcionarios de la Audiencia Real de Manila, así como las de los superiores de las diversas órdenes religiosas. Estos documentos tratan de dar puntos de vista personales, y, aunque puedan ser rivales entre sí, no suelen ser contradictorios sino más bien complementarios. Naturalmente todos deploran la masacre, aunque como medida la puedan encontrar justificada (quizás, exagerada en su ejecución); y, a su vez, difieren principalmente en analizar las medidas que no la evitaron, o en las acciones que indirectamente la provocaron. Por su parte el [236] libro de Argensola intenta aunar todas las informaciones que habían llegado a la corte en los años inmediatamente posteriores a la masacre (su obra se publica en Madrid, seis años después de los acontecimientos), así como los informes personales de protagonistas de los hechos. Posiblemente, Argensola habría tenido al agustino Fray Diego de Guevara como principal informador, ya que al poco de acabar los sucesos se trasladó a Madrid, para asuntos de su orden. La obra del doctor Morga, testigo de los sucesos, trata estos de modo más breve, y simplifica los tópicos y conclusiones que se habrían ido forjando y definiendo en Manila inmediatamente después del alzamiento sangley (Morga abandona Manila en 1606, publicando su obra en México). Hay que tener también en cuenta que -como últimamente se ha puesto de manifiesto- Morga concibe su obra principalmente con fines justificativos personales, como, por ejemplo, su actuación cuando el hundimiento del galeón San Diego (1600)(173).

     Por su parte las fuentes chinas son todas ellas oficiales, y por tanto anónimas, más parcas que las españolas, y parecen menos autojustificativas que éstas, aunque no están exentas de apoyar uno u otro partidismo de la política interna china(174). Suelen reconocer las provocaciones realizadas por súbditos chinos en el extranjero, pero no aceptan que sean juzgados por no chinos. A veces ponen en boca de un funcionario de Fujian, a quien citan, determinadas acciones o palabras, pero en general se presentan como parte de un conocimiento nacido de investigaciones oficiales y transmitido también oficialmente. Al ser sucesos que ocurren fuera de China es difícil a los oficiales imperiales verificarlos, y por ello ofrecen explicaciones breves y distantes. No obstante, la masacre de 1603 tiene lugar en un momento de estabilidad de la dinastía Ming, con lo cual la capacidad de conocimiento y anotación de lo que ocurre en el exterior es mucho mayor que cuando -por ejemplo- las masacres de 1639, en vísperas de la desaparición de la Dinastía Ming, o la de 1662, en donde la masacre estuvo más asociada a la resistencia Ming -recluida en Taiwan, con [237] un Koxinga a las puertas de la muerte(175)- que al nuevo poder en China, el de los manchúes, que estaba todavía asentándose en China.



El incidente del 25 de octubre de 1593

     Veamos, en pocas palabras, cómo nos lo cuenta Argensola en el capítulo sexto de su libro(176). Señala que el Gobernador Gómez Pérez Dasmariñas preparó cuatro galeras para ir hacia las Malucas, pero se encontró con dificultades para proveerlas de soldados. Cuando ya sólo quedaba la capitana para proveerlas de soldados. Cuando ya sólo quedaba la capitana para completar «ordenó que de los chinos que venían a Filipinas para la contratación se sacasen 250 para armar la capitana, a los cuales se les pagase de la Hacienda Real dos Pesos cada mes a cada uno de ellos... y que sólo habrían de bogar en las calmas, si las hubiere». El Gobernador coaccionó al gobernador de los chinos para que consiguiera los 250 hombres, y al final estos salieron a la fuerza y a desgana. Por fin el 17 de octubre salía la armada camino de Ternate, pero -dadas las condiciones del tiempo- nada más salir la capitana se separó un poco, y hubo de echar mano de los remeros chinos, que poco acostumbrados a ello y espoleados por unos capataces bruscos y amenazantes, decidieron rebelarse el 25 de octubre, pues de morir preferían hacerlo en el intento de hacerse con el barco que no reinando para los españoles. Por la noche se alzaron y en poco tiempo mataron al Gobernador y a la mayor parte de los 80 españoles que allí iban.

     Las malas condiciones del tiempo permanecían, por lo que sólo pudieron ir hasta Ilocos, en donde fueron asaltados por los naturales. Luego abandonaron a algunos españoles que hallaron vivos en el barco, como Juan de Cuéllar, el secretario del Gobernador, y el padre franciscano Montilla, los cuales pudieron llegar a la costa. Después quisieron pasar a China, pero a donde llegaron fue al actual Vietnam, en donde «el rey de Tunquín les tomó lo que llevaban... y dejó perder la galera en la costa, y los chinos se dispersaron huyendo por diversas provincias(177)». Los españoles que sobrevivieron comunicaron la noticia a Manila. El resto de la armada que estaba en Cebú al mando del hijo del Gobernador, Luis Pérez Dasmariñas, volvió a Manila, nombrándosele a éste gobernador interino. [238]

     Curiosamente, poco después, en 1594, tiene lugar otro suceso extraño, que visto retrospectivamente podría parecer como un «ensayo» de lo que ocurrirá después. En este año fue cuando -por lo anterior dicho- los chinos suponían que la armada estaría en las Molucas, por lo que (dice Argensola, en su libro sexto),

              «se presentó en Manila un gran número de navíos de China, cargados de gente y armas, sin traer mercadurías ningunas como lo acostumbraban. Trajeron los navíos siete mandarines de los mayores Virreyes o Gobernadores de sus provincias... y fueron a visitar a Don Luis con grande aparato y acompañamiento de los suyos... diciéndole que iban a buscar a los chinos que se hallaban vagando por aquellas tierras sin su licencia(178)».           

     Dasmariñas les recibió y obsequió con una cadena de oro a cada uno, pero al final llegó a la conclusión de que habían venido a conquistar o saquear Manila, pero por hallar en ella la armada no lo hicieron, Argensola añade que, dado que los chinos que mataron a su padre eran de Quan Chou, Dasmariñas envió después allí a un primo suyo, Femando de Castro, a dar cuenta de lo sucedido en el motín contra Gómez Pérez Dasmariñas, pero el viaje quedó interrumpido por el mal tiempo. Es interesante mencionar que ni Argensola ni Morga señalan que Dasmariñas aprovechara la ocasión para hablar del asunto con los mandarines (como al parecer sí se deduce de las fuentes chinas, como ahora veremos).

     Por ejemplo, el Dong Xi Yang Gao es mucho más completo a este respecto, ya que indica que Luis Dasmariñas (denominado allí Maulin), inmediatamente después que hubo sustituido a su padre, envió unos sacerdotes a Macao para informar al gobierno chino del levantamiento, los cuales fueron portadores de una carta que se conserva traducida en las fuentes chinas); y, añade que, a continuación los magistrados de Fujian despacharon barcos mercantes para repatriar a aquellos chinos que habían estado en Luzón por un periodo de tiempo excesivamente largo (lo cual coincide con lo que explicaron los mandarines a Luis Dasmariñas, según Argensola). La crónica china continúa: «El gobernador de Luzón les proveyó [a estos barcos] de comida y también les entregó una carta (para el gobierno chino) y les dio un mensaje oral en donde mostraba sus quejas por la actuación de los chinos en contra del Gobernador -su padre- asesinado. También les entregó un edicto, sellado en una caja de oro, que junto con la carta anterior fueron envueltos en seda roja y enviados a China con un barco mercante(179). [239]



La llegada de los «tres mandarines» a Manila (mayo de 1603)

     Decíamos que el incidente que acabamos de narrar parece desconectado de éste que tiene lugar 9 años más tarde, pero su paralelismo es grande como veremos. Los sucesos concernientes a esta nueva llegada de mandarines están bien documentados en las fuentes españolas. Hay tres tipos de informaciones todas ellas complementarias. Las de los oficiales reales, es decir tanto las del Gobernador, Pedro de Acuña, como de los oidores de la Audiencia, Jerónimo de Salazar y Téllez de Almazán, que se muestran hostiles y recelosos con Gobernador. Las fuentes de los eclesiásticos, y, en tercer lugar, la información que los propios chinos dan de sí, y que ofrecen a consideración de las autoridades españolas. En particular, una carta escrita cuatro días antes en el mar por Chanchian, el jefe de la expedición china, y que es entregada al Gobernador, que la manda traducir enseguida; así como dos documentos más, correspondientes a sendas «peticiones de chinos al emperador chino» que acabaron en manos del Arzobispo Benavides, y que, convenientemente traducidos por éste, envió al Rey con una carta propia en donde -«enriquecida» tras sus propias pesquisas- hacía un análisis muy completo de la situación(180). Aunque en realidad, no sabemos si Benavides las hizo públicas, o no, y por tanto si deben considerarse como parte de la información que tenían entonces los españoles.

     Intentando ahora complementar todas las informaciones que tenían en sus manos los oficiales españoles, más las de Argensola y Morga escritas posteriormente, el incidente de los tres mandarines se podría secuenciar del siguiente modo.

     El día 23 de mayo (viernes), y tras varios meses de espera de naves chinas, llegan por fin 14 barcos de China, desembarcando en uno de ellos tres mandarines que ostentan una insignia de jueces. A continuación se presentaron al Gobernador -con gran pompa y un cortejo de unas 50 personas- al cual le entregaron una carta escrita cuatro días antes en alta mar. En dicha carta, que [240] firmaba Chanchian, jefe de la milicia de Fujian, se presentaban y explicaban el motivo de su viaje: verificar si había en Cavite una fabulosa montaña que anualmente producía 100.000 taeles de oro y 300.000 de plata, y a la que todo el mundo podía ir a excavar, y de la que los chinos llevaban a su reino gran cantidad de ese metal. Chanchian señalaba además que con él venía tanto una persona que había declarado al emperador la existencia de dicha montaña, y que se llamaba Tio Heng, como un eunuco llamado Cochay, enviado directamente por el emperador para investigar este asunto. Además de Cochay, el jefe inmediato de Chanchian, venía algún otro mandarín(181). Chanchian añadía que él personalmente no creía en la existencia de dicha montaña, y que suponía que todo era una mentira, pero que su obligación era venir a investigar este asunto. En resumen, venía a cumplir un enojoso deber y por ello el Gobernador no tenía nada de qué temer. Después el Gobernador les aposentó en casas especiales dentro de la ciudad. El hecho de que llevaran insignias de jueces y el gobernador lo consintiera es lo que más enojaba a los miembros de la Audiencia.

     Entre los días 24 a 26 de mayo (sábado a lunes), los mandarines empezaron a administrar justicia entre los propios chinos. Mientras tanto Salazar, el fiscal de la Audiencia, llevó a cabo sus investigaciones. En alguno de estos días, y con permiso del Gobernador, los mandarines trasladaron su cortejo a Tondo en donde estaban los sangleyes cristianos.

     El día 27 de mayo (martes), Salazar presentó un informe en una sesión pública de la Audiencia, que fue aprobado, y con él se dirigió al Gobernador para solicitarle se detuviera la actuación de los mandarines y pudiera seguir procediendo con las investigaciones de quiénes eran y a qué venían. La fricción entre la Audiencia y el Gobernador crecía. Es más, los oidores de la Audiencia se quejaban de haber estado siempre marginados en todo este asunto.

     En los días siguientes, la Audiencia ya no prosiguió con sus acciones, ya que a resultas de su presión el Gobernador había publicado un edicto prohibiendo a los mandarines la administración de justicia, y el pasearse ostentando la insignia de jueces. La víspera de marcharse hicieron el viaje a Cavite a inspeccionar la montaña, acompañados de un alférez llamado Cervantes, así como del gobernador delegado de los sangleyes, el chino Juan Bautista de Vera(182), que [241] al parecer siempre se había hallado presente en todos los actos. Allí, al no poder dar Tio Heng explicaciones satisfactorias de en donde estaba la montaña de oro, los españoles hicieron ademán de querer matarte, pero los mandarines consiguieron el perdón. Las sospechas de los españoles iban en aumento. El día de su marcha, los mandarines fueron recibidos y agasajados por el Gobernador con algunos regalos. Éste les despidió y ellos se disculparon por la confusión que habían creado y se volvieron a China.

     Pasemos ahora a ver qué dicen las fuentes chinas con la principal finalidad, de momento, de conocer mejor la identidad de los mandarines y de su séquito, así como de sus intenciones. Intentando aunar todas las diversas informaciones podemos llegar a la conclusión de que el mandarín que habló en nombre de los demás era Gan Yi-chen (Chanchian en la carta), el cual tenía el título de «centurión», y posiblemente era el jefe de la milicia de Fujian. El segundo mandarín (no mencionado en la carta) era Wang Shi-ho, que era el magistrado del distrito Hai Cheng, lugar de donde provenían muchos de los emigrantes chinos que llegaban a Manila. El tercer mandarín debe corresponder al eunuco Gao Tsai (el que aparecía mencionado en la carta como Cochai). Junto a esto tres dignatarios iban dos personas más Zhang Yi (Tio Heng en la carta) y Yang Ying-long, que eran los que habían ido a entrevistarse a Beiffing con el emperador, y le habían hablado de la presencia de la montaña de oro. Yang Yinglong, a su vez, era otro centurión al que le acusan las fuentes chinas de colaborar con Zhang Yi (que tal vez habría usado de su posición para conseguir la entrevista y ganar el favor del emperador). En efecto, el emperador permitió dicha expedición a Luzón a pesar de que varios cortesanos se habían opuesto a ello, por considerar ridícula la propuesta y que sólo traería problemas. Ciertamente, hasta aquí la información que los mandarines ofrecen en su carta parece bastante coherente con su actitud en el problema, según nos cuentan las fuentes chinas (que a su vez escritas debieron ser escritas por los propios mandarines).

     La lectura de las fuentes chinas indican además que también los dos magistrados Gan Yi-chen y Wang Shi-ho eran del mismo parecer que los cortesanos, oponiéndose a la expedición. De hecho, una vez acabada la embajada, este último mandarín se sintió tan mal al volver a Fujian, que murió poco después. Por su parte otros magistrados informaron al emperador de la conducta de Zhang Yi (Tio Heng), señalando que debía ser castigado por haber tratado de engañar al gobierno imperial, y hacerle jugar un papel ridículo más allá de las fronteras. El papel de Gao Tsai es más difícil de interpretar, pues en unas fuentes aparece como el superintendente de la expedición exploratoria enviado desde Beijing, y en otras como que ya estaba de intendente de impuestos en Fujian aprovechándose en beneficio propio del comercio marítimo chino. El Ming She Lu da una versión de la conducta de estos tres últimos personajes: «El diabólico [242] fujianés Zhang Yi, forjando intenciones malignas, propuso explotar una mina de oro en Luzón, pero, en realidad, lo que buscaba era cooperar con los eunucos y provocar a los bárbaros. Yang Ying-long es su colaborador... de hecho, a Zhang Yi ciertamente se le cortó la cabeza... y fue mostrada por las provincias costeras, para prevenir a otra gente como él»(183).

     Por último, vale la pena señalar que las fuentes chinas coinciden con las españolas en señalar que todo este viaje habría sido la causa próxima de las sospechas españolas y posterior masacre, que tuvo lugar 4 meses después. Pero, la cuestión a intentar tratar de resolver (aunque por ahora siga irresoluble) es si realmente la embajada había sido, o no, una avanzadilla que venía a estudiar las posibilidades de invasión de Manila, bien en forma pirática u organizada. De momento, los españoles no podían saberlo, aunque un exceso de suspicacias, podría convertirse en una situación insostenible, que acabase fuera de control. Precisamente, eso fue lo que ocurrió.



La masacre de 1603

La preparación

     El Gobernador Pedro de Acuña, tomó partido por la sospecha. De hecho, una vez que la masacre de que la vamos a hablar hubo acabado, el Gobernador escribió un memorial al rey el 18 de diciembre de 1603, en donde explicaba retrospectivamente su actuación durante la masacre. Empezaba señalando que la llegada de los mandarines le había hecho sospechar de una posible invasión china, por lo que su actuación, fue de tipo preventivo y defensivo, limitándose a lo siguiente: 1.- demolió algunas de las casas del Parián colindantes con la muralla de la ciudad, para crear un espacio libre, a la vez que reparó algunos de los desperfectos de la muralla, 2.- pidió a los alcaldes mayores del distrito y magistrados del Parián que enviasen una relación de los inmigrantes que había bajo su jurisdicción, las armas que poseían y si eran gente de confianza, o no; lo cual fue cumplimentado, 3.- realizó visitas de inspección, especialmente a los artesanos (herreros, etc.) con finalidades tanto rutinarias, como para pedirles que hiciesen flechas, arcos, picas, etc., para los almacenes reales. A la vez ordenó que éstas debían ser recogidas y transportadas en su totalidad, 4.- almacenó provisiones para el caso de un posible sitio, 5.- contrató con los sangleyes la construcción de un canal, con la finalidad de crear un foso defensivo de la ciudad para un momento dado. [243]

     A su vez, Acuña señala una distinción que también mencionan otras fuentes españolas: la diferencia entre los chinos mercantes, establecidos desde hace años en el Parián, y los últimos chinos que han ido llegando, vagabundos, gente inquieta, que no tiene nada que perder, y que por su pasada vida criminal en China, tampoco podrían volver a su país de origen(184). Sobre estos chinos, Acuña carga la responsabilidad de los hechos posteriores, ya que fueron ellos quienes consideraron sus preparativos como pretexto, para poner de su lado a los mercaderes y la «gente tranquila», persuadiéndoles de que las medidas que se estaban tomando eran para asesinar a los chinos(185).

     Por su parte las fuentes chinas también se hacen eco de algunos de los movimientos de Acuña, pero presentándolos bajo un punto de vista ofensivo, a la vez que añaden algunos matices algo diferentes, y conectados con lo que les afectaba más directamente a ellos. Por ejemplo, en el Huang Ming Xiang Hsü Lu se señala que los españoles se venían preparando con anticipación para la masacre, ya que «empezaron a comprar a los chinos todos los objetos de hierro que poseían, y los chinos al ver que era una ocasión ideal para obtener beneficios, vendieron a los españoles todo el hierro que encontraron»(186) (punto 3 de Acuña). Esa misma idea se encuentra recogida en el Ming Shi, a la vez que se añade que «los chinos fueron obligados a registrar sus nombres y dividirse en grupos de 300 personas»(187) (punto 2 de Acuña).



El inicio: ¿rebelión sangley o pogrom chino?

     Otro asunto interesante a considerar es el de quién fue el primero que tuvo la iniciativa. Las fuentes españolas (Morga, Argensola, Acuña, etc.) son tajantes: los chinos se rebelaron. Benavides, el arzobispo de Manila señalaba en una carta al rey que Ia multitud de los chinos era tan grande, y entre ellos había gente baja y viciosa que hicieron circular el rumor (absolutamente falso, aunque no para ellos) de que los españoles iban a matarlos a todos, por ello provocaron una revuelta en la noche de la víspera de San Francisco. Se armaron y ese día mataron a un centenar españoles que fueron en su busca, como Don Luis Pérez de Dasmariñas»(188). El 18 de diciembre, cuando ya todo había acabado, el Gobernador Pedro de Acuña indicaba al rey que «a tenor de las investigaciones que se habían hecho... y en cuanto a lo que algunos implicados han [244] declarado, se sobreentiende que el levantamiento ha sido instigado desde China, y que había sido preparado con los tres mandarines que habían estado aquí, o con algunos de ellos».(189)

     Según las fuentes españolas (ya que las chinas no mencionan nada al respecto), los chinos también se habían venido preparando. Así Juan Bautista de Vera (el chino que había actuado como guía de los tres mandarines) había venido construyendo una zona más o menos fortificada, a media legua de Tondo (denominada por Argensola «el ingenio del azúcar»), en donde venía almacenando algunos víveres y armas.



El desarrollo

     Con respecto a la lucha entre los dos bandos, ésta se conoce bien ya que fue lo que más interesó relatar a los españoles. En síntesis (y siguiendo ahora principalmente a Morga) podemos secuenciarla del siguiente modo:

     Noche del 3 de octubre (viernes): El levantamiento estaba programado para el último día de noviembre, pero, viendo los sangleyes que se iba a descubrir, lo anticiparon al día 3 de octubre, en donde empezaron a reunirse en el «fuerte» de Tondo desde las once de la noche de ese día, llegando a los 2.000 hombres (o «según un sangley al que se le dio tormento, el número de los reunidos era de cuarenta capitanes de a ciento cincuenta hombres»). Esa noche, el chino Juan Bautista de Vera fue a ver al Gobernador para informarle de lo que sucedía, y éste al juzgar que Vera actuaba con doblez, lo apresó. Por eso, al no estar Vera presente entre los chinos, estos eligieron al sangley cristiano Juan Untae(190), ahijado de Vera, como cabeza del movimiento. Esa misma noche Luis Dasmariñas se fortificó en el monasterio de Binondo con un reducido grupo de soldados. Los chinos pasaron a la acción, quemaron algunas casas y se volvieron al «fuerte».

     Mañana del día 4 de octubre (sábado): Los españoles piden a los sangleyes del Parián (es decir, los más antiguos, pacíficos e identificados con los españoles, y algunos de ellos cristianos) que entren en la ciudad, pero no se atrevieron a ello por no saber al final la suerte del lado de quién caería, por lo que decidieron seguir en el Parián. Dasmariñas sale de Binondo y se dirige a Tondo, para fortificarse en la iglesia con 140 arcabuceros, pero en ese momento llegan 1.500 chinos. Hay una lucha por posesionarse de la iglesia. Mueren 500 chinos por lo que el resto se retira al «fuerte». Dasmariñas les persigue, pero perece en el intento. El desconcierto cunde entre los españoles. [245]

     Día 5 de octubre (domingo): Los chinos al ver que Vera no viene, matan a Untae, y amenazan a los del Parián, diciéndoles que han de unirse a ellos, a la vez que se dirigen a la ciudad, asolando lo que encuentran a su paso. En la ciudad se les ofrece una dura resistencia, y pierden muchos hombres. Por la noche se retiran al Parián y a Dilao. El Parián también ha continuado siendo objeto de la presión española para que se ponga de su lado. Algunos de estos chinos no pueden resistir la presión psicológica y se ahorcan, entre ellos un familiar de Vera. Ambas partes se preparan para un segundo asalto a la ciudad de Manila.

     Día 6 de octubre (lunes): Nuevo asalto y nueva resistencia. Un español, con ayuda de un cuerpo de japoneses hace una salida infructífera. Inesperadamente llega la armada de Pintados, entra por el río y cañonea las posiciones chinas. Los chinos, que ya han perdido 4.000 hombres, huyen de la ciudad, piden ayuda a China, y se dividen en tres grupos para internarse tierra adentro. Un grupo va a «los Tingues del Pasig, el otro fue a Ayonbon, y el tercero, que era el más numeroso, sale camino de la laguna de Bay, montes de San Pablo y Batangas»(191).

     Día 8 de octubre (miércoles) y siguientes: el sitio a la ciudad ha sido completamente abandonado por los chinos. Los españoles los persiguen. Al parecer, los dos primeros grupos son fácilmente aniquilados, pues no se habla más de ellos. El tercer grupo, hambriento y desarmado, devasta lo que encuentra a su paso, y Luis de Velasco les sigue con 70 hombres pisándoles los talones, y matando cada día a mucha gente. Al final, Velasco muere a manos de los chinos, y éstos se fortifican en San Pablo. Argensola añade que los nativos filipinos, en vez de tomar partido por los chinos, colaboraron en la matanza de éstos.

     Día 20 de octubre: se forma un nuevo destacamento en Manila, a base de españoles, japoneses, y 1.500 indios pampangos y tagalos, que poco después acabó con todos los chinos fortificados tanto en San Pablo, como en Batangas. La rebelión se considera sofocada. Día 22 de octubre: Juan de Vera es ajusticiado. Otros chinos corren la misma suerte a lo largo de los días siguientes. Sólo 300 son perdonados, pero fueron enviados a galeras, o a la reparación de la muralla. Hasta aquí las informaciones españolas.

     Por su parte, las fuentes chinas son mucho más parcas a la hora de dar los detalles de las operaciones, quizás por los pocos chinos que sobrevivieron, resultando además difícil establecer un claro paralelismo entre ambas narraciones, ya que citan acciones no mencionadas en las fuentes españolas, habiendo discrepancias notorias. El Ming Shi señala que los chinos cuando descubrieron [246] el plan de los españoles para masacrarlos, «se retiraron al Tsai Yuen (que podría ser traducido como «la plantación», y que debe referirse al estratégico «fuerte» construido por Juan Bautista de Vera, y denominado por Argensola el «ingenio de azúcar»(192)). Entonces el jefe de los españoles desplegó soldados para seguirles (podría referirse bien a las acciones de Luis Dasmariñas, o a la llegada de la armada de Pintados). Los chinos no tenían armas. Muchos murieron, y los sobrevivientes escaparon a la montaña Talun(193). Los españoles atacaron la montaña, pero los chinos se defendieron desesperadamente. Los españoles sufrieron una derrota momentánea, por lo que el jefe (¿el capitán de la expedición, el Gobernador?) se arrepintió de ello y les hizo propuestas para negociar la paz. Los chinos pensaron que ello era una treta, por lo que mataron a los mensajeros. El «jefe» estaba exasperado. Levantó el sitio de la montaña y se retiró a la población próxima, a la vez que estableció emboscadas en los alrededores. Los chinos estaban hambrientos, con lo cual descendieron de la montaña y atacaron la población(194), pero entonces fueron emboscados, y 25.000 chinos perecieron en la masacre»(195). El Dong Xi Yang Kao, ofrece otro desenlace del momento final de la masacre con ciertos tonos supersticiosos y apocalípticos. Dice que cuando los chinos bajaron del monte Talun, atacaron la población y se encontraron con la emboscada, siendo masacrados 10.000 de ellos, y otros que huyeron a los valles murieron allí de hambre, y añade:

              «Cuando estaban en la montaña Talun hubo una fuerte lluvia, y mientras estaban bajo ella vieron en el cielo a medianoche algo que brillaba en el cielo, también hubo un terremoto, y los chinos empezaron a tener miedo de manera que muchos se mataban entre ellos por error. Los españoles aprovecharon la situación y mataron a muchos. El mismo mes hubo también una inundación en Chang Chou, en la que más de 10.000 familias murieron ahogadas»(196). [247]           


La bajamar de la masacre

     Tras la masacre, los españoles llevaron a cabo tres acciones, por un lugar el intento de clarificar si el levantamiento había sido hecho, o no, en connivencia con China y en conexión con la llegada de los tres mandarines. Varios testimonios aportados por el Gobernador parecen indicar eso, pero su validez es dudosa ya que fueron obtenidos por tormento. Los oficiales reales, así como, por ejemplo, Argensola insisten en la misma idea. Sin embargo, es algo que nunca se presenta como suficientemente demostrado y que se insiste en ello con la finalidad principal de justificar la matanza. De ese modo, Juan Bautista de Vera habría sido más un chivo expiatorio que el responsable de un complot (tesis de Rizal).

     En segundo lugar los españoles proceden al inventario de los bienes de los chinos, los cuales fueron puestos a disposición de sus familiares, lo cual se comunicó mediante una embajada a Fujian; y, en tercer lugar, el intento de reanudación de las necesarias relaciones comerciales. Sobre esto último Argensola (que aquí parece copiar a ratos a Morga) explica que se envió al capitán Marco de la Cueva con el dominico Luis Gandullo a Macao, para informar a los portugueses de lo que había sucedido, y para que avisasen si oían «rumor de armada» en China. A su vez llevaron cartas para los «tutones, aytaos y visitadores» de la provincia de Guangdong y Fujian, explicando la actuación china y la respuesta española. No sólo en Macao ya se sabía lo ocurrido, sino que pronto llegó a Quan Chou la noticia de la presencia de los españoles en Macao y de su propósito, por lo que «los capitanes Guansan, Sinu y Guanchan, caudalosos y ordinarios con el trato en Manila», les fueron a ver. Estos hicieron sus conjeturas sobre la verdad de lo sucedido, recibieron las cartas para llevárselas a los mandarines, y animaron a otros mercaderes y navíos de Quan Chou para que se atreviesen a ir a Manila. El viaje de Cueva fue un éxito ya que, al poco de su vuelta -que tuvo lugar en mayo de 1604-, llegaron 13 navíos de China con los que se cargaron las dos naos que salieron ese año para Nueva España, en junio. Así acaban las narraciones españolas.

     Las fuentes chinas además de ser mucho más prolijas (ya que en este caso era a ellas a quienes les interesaba hacer una evaluación más completa de lo ocurrido) también son coincidentes con las españolas. Por ejemplo, el primer punto, el del inventario, podemos verlo recogido en el Dong Xi Yang Kao, en donde se señala que:

              «El gobernador español dio órdenes para que todas las posesiones de los chinos inmigrantes fueran puestas en grandes almacenes, con el nombre de los propietarios. Entonces escribió al magistrado de Fujian urgiendo a los familiares de los asesinados que fueran a Manila a recoger [248] las pertenencias. Pero, hubo un chino llamado Huang, que era buen amigo del gobernador, que, pretendiendo ser un familiar de los asesinados, tomó fraudulentamente algunas propiedades»(197).           

     Pero lo que es mucho más interesante es la evaluación final de lo ocurrido -por parte del emperador y de los oficiales de Fujian- a la hora de decidir si se restablecen o no relaciones. Disponemos de dos versiones de la actitud oficial que fue tomada ante la masacre, la primera está recogida en el Ming Shi, y señala lo siguiente:

              «El Magistrado Xu Xue-ju(198) envió un informe a la corte. El emperador se sintió conmocionado, y guardó luto por los muertos. Llamó a los magistrados oficiales para que fueran a investigar en el caso, y en el mes 12 del año 32 (1604), los oficiales presentaron sus conclusiones en la corte. El emperador dijo: «Zhang Yi, etc. ha engañado a la corte imperial y ha causado un conflicto en el extranjero. 20.000 personas y gente común han sido masacrados. Han traído desgracia a nuestro Imperio. No va más allá de los límites normales el ejecutarles. Se les debe cortar la cabeza y exhibirla por los mares. Pero el gobernador de Luzón asesinó a la gente sin permiso. Dejemos que los oficiales decidan qué castigo darle y que nos lo comuniquen.

   Entonces Hsu Hsue-ju escribió a las autoridades de Luzón, acusando al gobernador por la masacre, y exigiendo que las viudas e hijos de las víctimas fueran devueltas a China. Pero, por el momento, China no llevó a cabo ninguna expedición punitiva a Luzón. Después los chinos volvieron gradualmente a Luzón y los españoles, siguiendo viendo el comercio con China provechoso, no impidieron a los chinos el reestablecerse allí. Finalmente la población china volvió a crecer una vez más»(199).

          

     La segunda, muy extensa, se encuentra conservada dentro del Ming Jing Shi Wen Bien, en donde aparece el informe del citado «delegado administrativo» de Fujian, Xu Xue-ju, en donde explica su actuación y el memorandum que envió al emperador, en particular el llamado «Informe al emperador Wan-li sobre la repatriación de los comerciantes chinos de Luzón»(200). Allí Xu Xue-ju empieza hablando en nombre propio para situar el problema, señalando después que envió un edicto-carta a Luzón en el que tras hacer un repaso a los prolegómenos del problema: reconocer el engaño de Zhang Yi como causa de la masacre, [249] y asumir la culpa por ello, no se aceptaba, sin embargo, la intervención española, por no tener permiso del emperador (hasta aquí casi repite el documento anterior). En consecuencia los magistrados de Fujian pidieron venganza al emperador, señalando que lo más injustificable de la acción española era que no se reconocía que el desarrollo de Luzón era en gran medida obra de los laboriosos chinos. Por no llegar respuesta del emperador, volvieron a enviarle uno y otro mensajes en los mismos términos, hasta que, por fin, el emperador dio respuesta negativa a una acción punitiva en base a cinco puntos: 1.- debido a la larga tradición comercial, los luzoneses eran como sus súbditos, 2.- el conflicto ocurrió fuera de China, y el enfrentamiento empezó de manera igualada, 3.- los mercaderes son gente humilde, por lo que no vale la pena declarar una guerra en favor de ellos, 4.- los mercaderes, al ir a Luzón, abandonaron sus familias, sin respetar la piedad filial, 5.- una expedición a Luzón sólo conseguiría agotar nuestras fuerzas. El tema ciertamente fue discutido en la corte creando una gran tensión, y sus ecos se prolongaron algún tiempo, hasta el punto de que los ecos de todo ello aun resonaban en 1605 en las cartas del propio Mateo Ricci(201).

     En consecuencia a Xu Xue Ju no le quedaba más remedio que advertir a los españoles -ya en el final de su carta- que debían estar agradecidos al emperador, que cambiasen su comportamiento y que devolviesen las propiedades de los masacrados. Sólo así el comercio sería reanudado. Pero, si no cumplían estos requerimientos entonces enviarían miles de barcos de guerra con las familias de los afectados, y se llamaría a mercenarios de países vasallos para que fueran a la conquista y reparto de Luzón. Así acababa la carta que envió a Filipinas(202).



Conclusiones

     Para entender mejor las causas que llevaron a la masacre, y en particular la presencia de los tres mandarines en Manila, causa próxima de la masacre, debemos hacer cuatro contextualizaciones (que además fueron perfectamente [250] intuidas por Benavides en la carta que envió al rey el 5 de Julio de 1603, y que iba acompañada de los dos singulares documentos que citamos al principio de este trabajo). En primer lugar conviene señalar que el periodo de tiempo en que estos acontecimientos tienen lugar está marcado por el crecimiento rampante de la piratería en los mares de China, así como por la prohibición expresa china de participación de sus súbditos en el comercio marítimo en un momento en que empezaba éste a internacionalizarse. Por consiguiente, la búsqueda por parte de los patrones chinos de soluciones alternativas y ventajosas era practica común. En estas circunstancias Manila se había consolidado como una base importante de exportación de plata en el Sudeste Asiático (gracias a la llegada desde Nueva España del «situado»), en un momento en que la demanda de este metal estaba en alza en China. Por ello, no es de extrañar el interés que despertara la frágil colonia de Manila entre sus vecinos, y la sensación de peligro que ésta pasó a tener, ante inesperadas llegadas de, principalmente, piratas japoneses, y desde 1600 de piratas holandeses (Olivier de Noort).

     En este contexto, los chinos van llegando a riadas a Manila con planes de establecerse, y aunque contribuyen a la consolidación de la ciudad por sus cualidades artesanales, cada vez más se presentan como una amenaza para los españoles, que sólo representan la décima parte de aquellos. La amenaza china había sido cierta en 1593, cuando los 250 chinos forzados a galeras asesinaron al gobernador; presumible cuando los siete mandarines, rodeados de gran pompa, y con motivos poco claros, se presentaron al frente de una armada en 1594; y muy sospechosa cuando otros mandarines repitieron en 1603 la aparición, y se dedicaron a hacer justicia entre los de su raza. Autores como Argensola no tuvieron dudas sobre sus intenciones, y en su narración añaden descripciones de cómo mientras los mandarines estaban en Manila vinieron ocho barcos de chinos a comerciar, que aseguraron a los españoles de los verdaderos propósitos de conquista de los chinos. Además, añade, que mientras los mandarines presionaban a Zhang Yi a dar explicaciones de dónde estaba la montaña de oro, éste respondía en voz baja indicando que -según los intérpretes o naguatatos (decía Argensola)- lo que había querido decir era que en Luzón había mucho oro y que valía la pena conquistar la isla.

     Posiblemente, en la figura de Zhang Yi (un «sillero y carpintero» según las informaciones de Benavides) se funden las imágenes del aventurero, perverso (como dicen las crónicas chinas) y soñador, o las de «un pobre perdido y desbaratado» (como lo reflejan los documentos chinos traducidos por Benavides), que, con el ir y venir de chinos de Quan Chou y Chang Chou a Manila, había visto una posibilidad de expansión de China y una ocasión de enriquecimiento personal, siendo capaz de inventarse su propia utopía: un lugar en donde había una montaña que producía oro, mito en que no sólo acabó creyendo sino que [251] obtuvo la autorización del emperador para investigar el lugar(203). Aunque los magistrados chinos le acusaban de «salirse con todo ello para buscar gente para hurtar y robar y ser corsario» (documentos chinos de Benavides). Este conflicto, que iba a tener lugar con los españoles -gente también acostumbrada a la búsqueda de El Dorado- no podía menos que estallar.

     En segundo lugar debemos fijamos en otro hecho que hizo posible la aceptación creciente de chinos en Manila. Los españoles, en particular, los provinciales religiosos admitieron que se había ido demasiado lejos en no obedecer las ordenanzas reales que prohibían el crecimiento de la población china más allá de los 6.000 chinos, norma que fue obliterada por los ingresos que producía cada nueva licencia. El Obispo de Nueva Segovia, Fray Diego de Soria, comentaba al respecto:

              «...era voz general que el número de chinos alzados alcanzaba a veintitrés o veinticuatro mil, aunque los oidores decían que no pasaba de ocho mil, cuyo número reducían los dichos oidores, por ser los principales culpables del alzamiento, por prodigar las licencias de los chinos para quedarse en Manila; licencias que vendían a 5 tostones cada una; y oidor hubo que sacó 60.000 tostones de las dichas licencias, equivalentes a 30.000 pesos»(204).           

     En tercer lugar, y volviendo ahora la vista a lo que pasa en China, vale la pena fijarse en un aspecto del reinado de Wan Li: su política de nombramiento de eunucos como recolectores de impuestos e intendentes de minas(205). Dicha política fue iniciada en 1596 y para 1599 estaba ya muy extendida. La motivación inicial venía del hecho de que la falta de legislación había producido en este aspecto una administración laxa y corrupta, por lo que se imponía una cierta auditoría, que se confió a los eunucos. Pero, los eunucos a la vez que extendieron [251] su autoridad, interfirieron en las funciones normales del gobierno civil, allí donde iban. Además, sin precedentes ni procedimientos claros para organizar un staff regular, se rodearon de rufianes y aventureros. En ocasiones, las operaciones de recogida de impuestos para las minas se convertían en formas de extorsión, por lo que eran saboteadas por oficiales rivales, y, más de una vez generaron problemas sociales(206).

     En este contexto, no parece difícil encajar y dar finalmente una interpretación a la figura del eunuco Gao Tsai. Sin duda los motivos de su actuación eran los de proteger las aspiraciones de aventureros como Zhang Yi u otros oficiales corruptos como Yang Ying-long, en contra tanto de los cortesanos de Beijing, como de los magistrados de Fujiian, no sólo Gan Yi-chen o Wang Shi-ho, sino especialmente Xu Xue-ju. Benavides lo vio así de claro desde el primer momento:

             «Porque el Rey tiene hechos hombres de oro y mugeres de plata y los anda conbidando y dando de beber y a enviado a cada Reyno de los suyos un eunuco de los sectos, y estos eunucos por sacar oro y plata para el Rey echan muchos tributos a los vasallos, y sientese tan oprimido con todo esto el imperio de la china que con toda publicidad nos dicen aquí los chinos que dentro de dos años poco más o menos a de haver comunidades y levantamientos en china»(207). [253]          

     Además la figura de Gao Tzai nos reaparece nuevamente en escena al año siguiente, el de 1604, cuando habiéndose enterado de la presencia de holandeses en las islas Pescadores, que venían con la pretensión de establecer comercio con China, envió una misión a dichas islas ofreciendo conversaciones, previa entrega de elevados presentes, tanto para él como para el emperador. Son nuevamente el Dong Xi Yang Kao y el Ming Shi que dan noticias de que el conbon (en realidad, el gobernador Xu Xue-ju) y los oficiales de la provincia de Fujian se opusieron a la actitud del eunuco enviando al touzy (almirante) Shen You-rong al frente de una armada, tanto para disuadir a los holandeses de su empeño, como para obstruir los planes de Gao Tzai(208). Sin duda los recientes sucesos de Manila habrían sido la última de las justificaciones que habría encontrado Xu Xue-ju para oponerse a la política del eunuco, esta vez por la fuerza, representada en la figura de Shen You-rong(209).

     En cuarto lugar, y para entender la explicación última de la incapacidad de los magistrados locales de Fujian para actuar en este problema según propios criterios, vamos a fijamos en la figura del propio emperador Wang Li y su estilo de gobierno, del que muchas veces se ha generalizado diciendo que fue de indolencia, irresponsabilidad e indecisión, que le llevó a ignorar los consejos desagradables y las reconvenciones de sus oficiales(210). Su inacción estimuló las facciones partisanas creando una reacción antagónica entre el emperador y sus cortesanos. El emperador se iba enclaustrando, y los negocios de la corte se trataban cada vez más sobre papeles, con lo que el emperador más de una vez dejaba de leer estos intencionadamente.

     Estas descripciones de Wan Li que acabamos de ver casan perfectamente con las dificultades -reflejadas en las fuentes chinas- con que los oficiales [254] chinos encontraron al querer paralizar la exploración de la «montaña de oro», y con el tener que verse obligados a cooperar con dicha aventura por puro cumplimiento del deber, sabiendo que indirectamente se podría estar protegiendo a aventureros indeseables. En consecuencia, durante la época del emperador Wang Li, las provincias costeras parecen estar demasiado lejos de Beijing, por lo que los mandarines se debaten entre su lealtad al emperador y los pequeños conflictos de intereses locales, y cuando estos ya han caído fuera de control, incluso personas como Xu Xue Ju (que se nos aparece como un honrado magistrado), buscan soluciones pragmáticas a la hora de poner punto final a los problemas sin solución, al menos eso parece confirmarse de la lectura del capítulo 47 del Guo Que, en donde el resumen global que se hace de todo lo que había pasado en los meses posteriores a la masacre es emblemático de la situación en los mares de China:

              «Los bárbaros tenían miedo de que China llevase a cabo una acción punitiva contra Luzón, por lo que enviaron algunos detectives a Macao. Sin embargo, los magistrados de Fujian y Guangdong no quisieron informar de ese hecho, sólo explicaron al emperador parte de la verdad, con lo cual el emperador sólo ordenó a los luzoneses: ¡no creéis más problemas! Y las cosas quedaron así»(211). [255]           




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La cultura indígena filipina en la segunda mitad del siglo XIX según los jesuitas

José S. Arcilla, S. J.

Ateneo de Manila

Quezon City, Philippines



     Expulsados de sus misiones y colegios en 1768, los jesuitas volvieron a Filipinas menos de un siglo después. En 1591, al ir por primera vez a Filipinas, ellos no tenían la intención de establecer una misión permanente, no descartando sin embargo la posibilidad de fundar una, que efectivamente establecieron, y que con el tiempo se irán añadiendo otras nuevas hasta que constituyeron una provincia independiente. Y después de 187 años de apostolado en las Islas, fueron expulsados, aunque en 1859 volvieron a reanudar su labor misional, esta vez con la real orden de reducir y cristianizar las tribus infieles de las islas meridionales de Mindanao y sus adyacentes(212).

     España nunca había sabido imponer una efectiva autoridad ni jurisdicción sobre dichas islas hasta la segunda mitad del siglo XIX, cuando el interés bélico manifestado por Inglaterra y Francia despertó a la corona española a esforzarse por consolidar su precario dominio sobre una región que siempre España había reclamado como suya pero sin nunca poder dominarla efectivamente. La introducción de cañoneros a mediados del siglo XIX finalmente capacitó al gobierno de Manila a solucionar militarmente el problema de los musulmanes que en los tres siglos precedentes habían infestado la colonia. En virtud del Patronato real, la corona española tenía listos misioneros celosos que implementaran los órdenes reales, y con la restauración de la Compañía de Jesús, tenía a mano un nuevo grupo para realizar su programa político en Filipinas.

     Diez jesuitas constituyeron el primer grupo de misioneros designados para Mindanao en 1859(213). Pero nada más llegar el gobierno de la ciudad los retuvo [256] para encargarles de la administración de la «Escuela pía,» un moribundo colegio de instrucción básica para niños. Naturalmente, contra la voluntad del rey, los jesuitas dudaban ante el cambio de sus órdenes hasta que, asegurados que el gobierno manilense asumiría toda la responsabilidad del cambio de su destino, aceptaron la propuesta y se encargaron del colegio, ahora, «Colegio Municipal de Manila» subvencionado por la ciudad(214).

     Sin embargo, los jesuitas nunca dejaron de interesarse en la cristianización de Mindanao. Tan pronto como pudo, el P. José Fernández Cuevas, superior de los jesuitas, se embarcó en el correo de Mindanao, buscando el sitio más a propósito para establecer una misión(215). Insistiendo sin embargo el gobierno en abrir la primera misión en Cotabato en el centro sur de Mindanao, coto reservado de los musulmanes, los jesuitas tuvieron que desistir de sus planes de establecerla en el norte donde el Islam no había penetrado. Una campaña militar contra los musulmanes estaba para concluirse y el nuevo gobernador de Mindanao, el Brigadier General Don José García Ruiz, insistió en llevar consigo misioneros para consolidar el avance español dentro del territorio mismo del Islam.

     Así pues, en 1861, cuatro jesuitas(216), dos sacerdotes y dos hermanos coadjutores, establecieron la primera misión de la Compañía moderna, pero no en el norte de Mindanao como hubiesen preferido. En las colinas ondulantes al sur de la orilla del brazo sur del Río Grande de Mindanao (o Pulangi), unos tirurayes, una tribu pacífica, sufrían frecuentes asaltos por parte de los musulmanes. Y los jesuitas decidieron quedarse y fundar su primera misión en el punto, la primera después de su expulsión más de un siglo previamente(217).

     El año siguiente, el segundo grupo de misioneros se encargó del nuevo municipio de Tetuán, barrio recién elevado y separado del puerto de Zamboanga, su matriz, pero sin parroquia ni párroco, y al mismo tiempo de la capellanía de la estación naval en la isla de Basilan a la extremidad SO de la península de Zamboanga. Seis años más, y los jesuitas llegaron a Davao en el sureste de Mindanao. Otras misiones se iban estableciendo en los años siguientes: Dapitan en el noroeste (1870), Surigao en el nordeste (1871), y Agusan en el norte central de Mindanao (1875). Quiere decir esto que en 15 años, los jesuitas [257] se establecieron por toda la zona costera de Mindanao, y sólo faltaba penetrar en el interior, lo que no tardaron en efectuar.

     La vuelta de los jesuitas en Filipinas en la segunda mitad del siglo pasado obedecía a exigencias tanto religiosas como políticas. La situación política en Europa sirvió de incentivo, y quiérase o no los misioneros jesuitas en Mindanao, actuaban como exploradores de un territorio hasta entonces cerrado y como agentes del gobierno colonial. Al valorar entonces su actuación mucho debemos matizar la postura y las percepciones de los jesuitas de la cultura indígena en la segunda mitad del siglo XIX. Hasta la revolución de 1896, ellos jugaban el doble papel de educadores de la juventud en Manila, al mismo tiempo que de misioneros activos en el sur de Filipinas. Dos de cada tres jesuitas se encontraban en Mindanao, mientras que los demás se ocupaban de la formación académica de la juventud en Manita. Siendo profesores del colegio, estaban en contacto con la élite y clase media; mientras que siendo misioneros, estaban en contacto con las tribus nómadas y los nuevos cristianos de las montañas de Mindanao reducidos en comunidades permanentes. Verdad que algunos de los profesores del colegio de los jesuitas en Manita visitaban las misiones en Mindanao durante las vacaciones veraniegas y casi todos apuntaron sus impresiones; sin embargo, no eran tan conscientes de la cultura y vida de la gente de Mindanao como sus hermanos misioneros que pasaban toda su vida en las misiones. A pesar de todo, buscaban unánimes un idéntico objetivo, aunque siguiendo diferentes métodos según el contexto y la sociedad en que se encontraban.



LOS JESUITAS Y LA INSTRUCCIÓN EN FILIPINAS

     De hecho, no les sorprendió a los recién llegados misioneros en Manila el que la ciudad les ofreciera la dirección de la moribunda Escuela pía. En España, antes de embarcarse para las Islas, les advirtieron precisamente esta posibilidad, y ellos tuvieron sus razones para aceptar la Escuela(218). Como lo explicaba el P. Cuevas, a los jesuitas en Filipinas incumbían tres tareas: administrar parroquias, dedicarse a misiones activas, y la enseñanza(219). La cura animarum permanente les era prohibida por sus Constituciones y el P. Cuevas ni pensó en dicha posibilidad. Abrir misiones activas y trabajar en ellas, esto sí que formaba [258] parte de su vocación. Y sólo esperaban finalizar algunos detalles administrativos antes de que los jesuitas se marchasen para fundarlas.

     ¿Qué decir de la enseñanza? La regla de la Compañía no la prohibía. En sus colegios, los jesuitas formarían aquellos que no aspiraban al sacerdocio ni a la cartera de medicina ni de abogacía. Sus colegios servirían de un modo especial de apoyo y sostén al gobierno y a la gente, cuyos hijos podrían formarse en «ideas sanas» sin necesidad de viajar a Calcuta, Singapore, o París para instruirse adecuadamente.

     Pero tal vez, más peso tenía la brutal realidad de la colonia que cualquiera consideración teórica y abstracta en convencer a los nuevos misioneros para dirigir un colegio de enseñanza. El P. Juan Vidal, uno de los primeros en Filipinas en 1859, dijo sin rodeos que en todo el archipiélago filipino no existía ningún establecimiento de instrucción digno de tal nombre(220). El mismo Gobernador General confesaba que había escuelas en la colonia, pero éstas no se podían comparar con las en Europa ni satisfacer a los vecinos de Manila. Además había que promover la educación de los indios que con una sorprendente destreza aprendían fácilmente a leer y escribir a pesar de que las escuelas estaban «insuficientemente subvencionadas con los fondos locales(221)

     Con más agudeza que el P. Vidal, el P. Cuevas criticaba las escuelas en Filipinas, diciendo que ellas no promovían el desarrollo intelectual ni literario, ni cumplían con sus deberes(222). Pasaban por alto la formación religiosa. Y aunque la colonia superaba a muchas naciones europeas en la capacidad de leer y escribir de la gente, las escuelas en Filipinas faltaban notablemente en su deber de formar a la juventud «histórica y humanísticamente. «La juventud apenas practicaba para «hacer comparaciones o indagar las causas» no desarrollaba la memoria, tanto que muchos de los indígenas no conocían ni sus propios nombres ni los de sus propios padres. Tampoco sabían distinguir los días de la semana(223). [259]

     Por consiguiente, en su plan de estudios para Filipinas, el P. Cuevas subrayó la necesidad absoluta de que el catequista, por ejemplo, presentara «ejemplos de similitud y comparación para aclarar temas dudosos.» La instrucción debe «cultivar las facultades morales del niño,» y las escuelas deben promover la formación de «hombres de principio, honestos, laboriosos, a fin de dar cumplimiento a la labor del Creador...» No escuelas de perfección, en otras palabras, ni al contrario tan estrechas ni superficiales, sino algo más modestas y adecuadas para satisfacer las necesidades de los indígenas. Los colegios deben enseñar «solamente lo que basta para una vida feliz y tranquila del labrador, del artesano, del soldado, del marinero, etc., incluso todo lo que se requiere para los que de derecho aspiran y se preparan para la carrera del comercio o de las más altas profesiones.» Mucho más importaba el que las escuelas inculcaran «los principios y las prácticas de la religión, amor a la patria, respeto a las autoridades, amor al trabajo, fomento de la vida de la familia, una conciencia de la importancia de la vida social y de la dignidad de la persona humana, es decir, promover la formación en la verdadera civilización cristiana(224)».

     En un subsiguiente debate sobre la lengua de instrucción en las escuelas filipinas, el Superior de los Jesuitas insistía que, tal como lo había siempre decretado la corona española, a los filipinos debía enseñarse el castellano. La Junta de Instrucción recién establecida para la reforma de las escuelas ya lo había secundado por un voto unánime, pero un miembro, el P. Fr. Francisco Gianza, O. P., futuro Obispo de Nueva Cáceres, había cambiado de parecer y retiró su voto. Temía, explicaba, los efectos consiguientes de tal medida.

     Si aprendiesen el castellano, preguntaba, cómo se podía frenar o restringir los filipinos que no lean libros y escritos anti-españoles o anti-católicos? Hasta entonces, los varios dialectos del país habían favorecido el regionalismo y era mucho más fácil reprimir todo intento de sublevarse. Pero, el día que se realizara, decía, la solidaridad nacional, cuando a la unidad de lengua se añade la unidad de aspiraciones, aquel mismo día se verá surgir un líder de valor persuadir a una muchedumbre sin número, ya que les será posible propagar y entender cualquier proclamación inflamatoria.

     Para remediar los temores del Dominicano, el P. Cuevas respondió que si los filipinos querían sublevarse, no necesitaban ni unirse previamente ni aprender para poder comunicarse en un mismo idioma. Además la ley quedaba aún en vigor, y no hubo ninguna otra opción que enseñar la lengua de Cervantes por [260] todas las colonias. De otro modo, ¿cómo mejorar la administración pública? Dada la ignorancia del castellano en toda la colonia, los oficiales civiles y eclesiásticos forzosamente dependían de intérpretes más o menos fieles, quedando las autoridades siempre un paso alejadas de la gente.

     Dicho de otra manera, para Gainza, la colonia era siempre una misión, donde la tarea principal, si no exclusiva, era propagar el Evangelio y establecer la Iglesia. Por consiguiente, cualquier peligro para la fe debía alejarse inmediatamente.

     Para el Superior de los jesuitas, la cuestión de la lengua implicaba algo más básico y fundamental, es decir, el papel de España en Filipinas. De mayor interés y aun mayor importancia era la formación académica considerada en sí misma. Por su naturaleza, toda política colonial, por mucho que oprima, siempre redunda en beneficio de la colonia. Con el tiempo, la explotación de los recursos coloniales ocasiona el desarrollo y crecimiento progresivo de los colonizados. Y llega un tiempo cuando estos, finalmente conscientes de su propia identidad y de sus riquezas, buscan y reclaman, si no su independencia, al menos la igualdad con el poder colonial y su propio lugar en la familia de naciones. El problema pues se reduce a la cuestión de saber sí el gobierno metropolitano reconoce o no esta trayectoria histórica y otorga la independencia de la colonia. Pero no es esta la misma cuestión que la del inevitable desarrollo colonial.

     En la segunda mitad del siglo pasado, las Islas Filipinas ya gozaban de una cultura algo parecida a la europea medieval en el año 1000 d. C. La colonia disfrutaba de una relativa paz y estabilidad política, la economía se presentaba cada vez mejor, y se sentía una unidad nacional diríase embrionaria. La colonia filipina ya estaba a punto de despegarse y modernizarse. ¿Sería entonces conveniente seguir con la política tradicional de aislamiento, apartando las islas de las nuevas corrientes modernas? O, por medio del español, ¿se permitiría a los filipinos ponerse en contacto con las más avanzadas ideas de las más progresivas naciones, aun con el riesgo de dejar entrar en la colonia toda clase de escritos anti-gubernamentales y anti-católicos? ¿Valía la pena afrontar este peligro?

     Afortunadamente, la Junta, con el P. Cuevas, confirmó la primera decisión de imponer el uso del castellano en todas las escuelas en Filipinas. Desafortunadamente, varias causas impidieron su plena realización. Siempre falto de recursos financieros, el gobierno de la colonia fue incapaz de proveer lo que un moderno programa de instrucción requería, el castellano no se propagó en el archipiélago, y no hubo el tiempo suficiente para obedecer a los mejores deseos del gobierno. En agosto de 1896, 30 años después, la revolución de Andrés Bonifacio estalló, y dos años más tarde, en el verano de 1898, los norteamericanos enarbolaron su bandera en Filipinas, poniendo fin a más de tres siglos de presencia española en el Oriente. [261]

     Sin embargo, en este breve intervalo de tiempo, los jesuitas habían dirigido dos centros de enseñanza. La Escuela Pía, unos años más tarde, el Ateneo Municipal de Manila, que en 1865, había sido elevado a colegio de enseñanza secundaria, produjeron la gran mayoría de los primeros ilustrados del país, mientras que la Escuela normal de maestros de instrucción primaria, establecida en 1865, había preparado casi todos los maestros en Filipinas.

     Una semana después de la inauguración de la nueva Escuela municipal bajo la dirección de los jesuitas, un corresponsal del Boletín Oficial de Filipinas publicado en Manila escribió que los métodos de instrucción en el nuevo colegio de los jesuitas «no pueden dejar de ser altamente beneficiosos para la familia y el país. El método de enseñanza con que instruyen no pueden ser mejor; en él concilian la claridad con la profundidad y hermanan á la vez la sencillez de la combinación con la dulzura de la explicación; lo cual no podrá menos de inspirar en el entendimiento de los jóvenes un vivo entusiasmo hacia el estudio y tal creemos lograrán sin transcurrir mucho tiempo los PP. De la Compañía(225)». Mucho más tarde, el más famoso alumno del Ateneo, el héroe nacional, José Rizal, reconoció que los años más provechosos de su juventud los había pasado en el Ateneo. En vísperas de la última distribución de premios, de los cuales había obtenido la mayoría, escribió:

              Había entrado en el colegio niño todavía, con escasos conocimientos de la lengua española, con un entendimiento medianamente desarrollado, y sin delicadeza casi en mis sentimientos. A fuerza de estudiar, de analizarme, de aspirar a más allá y de mil correcciones íbame transformando poco á poco gracias á los benéficos influjos de un celoso Profesor.           
   ... Cultivando la Poesía y la Retórica había elevado más mis sentimientos, y Virgilio, Horacio, Cicerón, y otros autores me mostraban una nueva senda por donde pudiera caminar para conseguir una de mis aspiraciones(226).

     No solamente Rizal, sino todos los alumnos formados en el Ateneo y la Escuela Normal habían encontrado una «nueva senda por donde... caminar.» Al alzarse los katipuneros contra el gobierno a fines de agosto de 1896, la primera reacción de la comunidad española en Manila fue acusar a los jesuitas de haber sido co-conspiradores, sino los iniciadores o los líderes mismos de la insurrección. Por medio de sus colegios, se propalaba, los jesuitas habían forjado la herramienta, el factor clave con que empezar la revolución. La Semana Católica, [262] una publicación semanal de Barcelona, apuntó a la «brillante Escuela Normal de Maestros de Filipinas» que «había influido la insurrección(227)».

     Los filipinos lo veían de otro modo. Para ellos, el deber del estado es promover la libertad de la persona, la libertad individual,

              ... esto es, libre individualmente, libre, si fuera posible, cada ser personal, lo cual sería el summum de la preponderancia del Estado. Esta libertad, que llamaremos moral, sólo puede traerla consigo una educación bien dirigida, y, sobre todo, sólida, así moral como intelectiva; único medio para que el criterio del ciudadano sea amplio y libre, para que en sus juicios, no sea perturbado ni por ideas vanas, ni por aprensiones, ni por energías pasionales. -- La revolución tagala es, pues, la más segura demostración del avance considerable que, ya antes de esa etapa, había dado el pueblo filipino en el campo de la inteligencia. -- Y ahora bien: a quién debemos ese avance tan notable, realizado en no largo trascurso de tiempo? Qué luz nos guió? Qué mano cariñosa asió la nuestra para conducimos?--           
... fuerza es deducir que el notable cambio hase verificado desde que la ilustrada corporación de hijos de Loyola tomó á su cargo la educación de nuestra juventud, desde que esa ilustre compañía fundó el Ateneo Municipal y la Normal(228).

     Esto es alabar a los ¡cielos! Pero, precisamente esto había sido siempre el objetivo de los colegios de los jesuitas, el norte que orientaba la formación que los jesuitas ofrecían en sus escuelas. Como lo había ya indicado el P. Cuevas al elevar la Escuela municipal al rango de colegio secundario, el fin era elevar las escuelas de su «postración o más bien de la nada en que yacían en esta desafiante colonia(229)».



LAS MISIONES EN MINDANAO

     Tan pronto como había solucionado los problemas de fundación de la misión de los jesuitas en Filipinas en Manila, el P. Cuevas se embarcó en el correo de Mindanao(230). Habíase informado previamente de la situación y las condiciones de Mindanao, y ahora iba a elegir el sitio el más a propósito para una misión. [263]

     Visitó primero el puerto y estación de Zamboanga, sitio ya evangelizado y no necesitando por el momento una nueva misión. Navegó también por las estaciones navales de Basilan, al SO de la península de Zamboanga, y Pollok, puerto en la bahía de Illana. Bien abrigado de todos los vientos, pero rodeado de los moros, Pollok no ofrecía condiciones de seguridad. Además, situado en una estrecha isla, no tenía posibilidades de expansión. Finalmente, el P. Cuevas llegó en el puerto de Davao al sureste de Mindanao, situado en la bocana del río del mismo nombre, con un clima húmedo y malsano, enlazado con el gobierno central de Manila por el único correo que llegaba sólo mensualmente. Las rutas en el interior eran peligrosas, teniéndose que cruzar zonas exclusivas de los moros. Como muestra, quizá del aislamiento de Davao, poco antes de llegar el jesuita, el único misionero recoleto en la región había desfallecido sin los consuelos sacramentales de la iglesia que había servido toda su vida, y sin tampoco saberlo sus hermanos de hábito --por falta de medios de comunicación.

     Los jesuitas querían fundar su primera misión en el norte de Mindanao donde no había llegado el Islam, y pensaban establecer colonias agrícolas que sirviesen de modelos que atrajesen las tribus infieles de Mindanao --y, si era posible, aun los moros-- e introducirlos a la agricultura sedentaria y demás artes de la vida permanente en comunidad. Pero en 1861, fue el gobierno que les concluyó sus planes, teniendo ellos que marchar al centro sur de la isla, como se ha dicho arriba, por razones estratégico-políticas ocasionadas por el secular conflicto con los moros.

     Los misioneros identificaron cinco grupos distintos en Mindanao: las razas indígenas apartadas en casi todos los montes, los moros mayormente en la zona suroeste de Mindanao, los cristianos en las zonas costeras, los comerciantes chinos siempre presentes en todos los rincones de Filipinas, y los oficiales civiles y navales.

     Eran estos últimos quienes paradójicamente ocasionaban los más de los problemas en las misiones. Salvo algunas excepciones, casi todo el personal español en Mindanao, del cual la mayoría eran masones, vivían en abierta oposición a la tarea misional, recelosos si no hostiles a los jesuitas y efectivamente neutralizaban los esfuerzos de los misioneros. En el suroeste de Mindanao, donde el Islam se había arraigado profundamente, se oponían clamorosos a la política de atracción y acomodación pacíficas de los jesuitas, prefiriendo usar la fuerza para sojuzgar a los moros.

     Donde, por el contrario, hubo cooperación entre el misionero y el oficial del gobierno según la ley, no fue tan difícil la labor de reducir las tribus infieles en [264] los montes. Tal fue el caso de la zona nordeste de Mindanao que, según los jesuitas, ya había sido «totalmente» cristianizada en 1885(231).

     Otra espina en el costado de los misioneros fueron los comerciantes chinos y algunos cristianos minoristas residentes en las zonas costeras. Procuraban aislar los infieles en sus guaridas inaccesibles o miserables chozas, a fin de robarles a discreción, venderles sus mercancías de primera necesidad a precios alzados, y engañarles con toda clase de caprichos. Los misioneros no cejaban de reclamar del gobierno ayuda para los monteses y prohibir a esos astutos comerciantillos subir a los montes o tratar con gente analfabeta.

     Hasta hace poco, «Mindanao» se identificaba a «Moro(232)». De hecho, sólo una pequeña porción de toda la isla era predominantemente mora: las provincias de Cotabato, Basilan, Sulu, y una parte de la provincia de Lanao. ¿Qué impresiones tuvieron los jesuitas de ellos?

     Al llegar por primera vez en Mindanao en 1861, ni los jesuitas ni el gobierno había formulado una política en relación con los moros. Nuevos en la región, algunos de los primeros abogaban por una política de no-intervención, por miedo a que cualquier intento de evangelizar a los moros enajenara o apartara los infieles más al interior de los bosques o en las cimas de las montañas, terriblemente temerosos éstos de los moros, sus enemigos y perseguidores con quienes no tenían trato.

     Pero los misioneros no pudieron evitar ponerse en contacto con los moros. El dialecto local matizado generosamente con palabras moras les convenció de que las relaciones al menos comerciales entre los dos grupos eran algo normal. Obligados a enfrentarse con el problema de la preponderante influencia de los moros, los misioneros buscaron un modus vivendi con éstos. En Tamontaka, el P. Guerrico suplicaba un justo y caritativo tratamiento de los moros(233). Si se convierten los moros, decía, mirarían a los infieles como sus hermanos en vez de como esclavos actuales o en un tiempo futuro, y se abstendrían de abusar o secuestrarlos. En sus conversaciones o coloquios íntimos los moros mismos [265] hablarían de la bondad de los jesuitas, y la buena voluntad que se fomentaría ciertamente facilitará o al menos ablandará la proverbial intransigencia musulmana. Por su parte, los monteses infieles, observando el cambio, depondrían sus recelos y temores de que les cautivarían o molestarían, y en consecuencia bajarían con menos dificultad de los montes.

     El principal objetivo de las misiones de los jesuitas en Mindanao eran los infieles nómadas y montañeses de Mindanao(234). Pero a su llegada a Mindanao en el último tercio del siglo XIX, las condiciones en el interior de la isla seguían idénticas a las que prevalecían cuando la llegada de Magallanes en 1521 o de Legazpi en 1565. «Pueblos» no había sino unas miserables chozas - o simplemente techos de hojas sin pared, sin calles, ni iglesias, ni tribunal, ni escuelas. La gente no tenía sementeras, por no tener la herramienta necesaria, ni aun el carabao, el ubicuo animal de trabajo filipino(235). Se sostenían de la caza, y sembraban el arroz echando la semilla en un pequeño agujero hecho en el suelo con una caña o cualquier palo, y cubriéndolo con el pie, todo esto después de quemar los arbustos y malezas(236). Después de la cosecha, el cogon(237) vuelve a crecer, y el bolo nativo no sirve para cortarlo. Por lo que la gente se veía forzada a trasladarse buscando otro sitio más fértil o menos difícil de labrar.

     Así que forzosamente no podían permanecer en comunidades fijas y, sin ninguna autoridad central, las tribus se peleaban sin cesar, razón por la que los moros las podían sojuzgar o secuestrar con una sorprendente facilidad.

     Ya se ve por qué la defensa contra los moros y otros enemigos prometida por los soldados o los misioneros les sirvió de poderoso aliciente para instalarse al lado de las misiones. Además recibían la ropa de los misioneros, se les enseñaba a construir mejores casas «con salas y particiones,» sembrar, manejar la azada y el hacha, leer y escribir, etc. También la casa misión les era el «depositario» de ropa y medicinas, la fuente de toda clase de ayudas en tiempos de sequía, hambre, epidemias, inundaciones, etc. Sobre todo, la misión les servía de baluarte contra los moros que los explotaban sin piedad, robando sus cosechas, esclavizando y secuestrando sus hijos si se resistían.

     Por otro lado, viviendo en comunidades permanentes y bautizados en la Iglesia Católica, ellos tuvieron el derecho de invocar la protección del gobierno. [266] En palabras del P. Saturnino Urios, varias veces superior local de las misiones de Agusan y de Davao, era deber de los jesuitas «hacerles hombres primero antes de cristianos(238)».

     La reducción fue el sine-qua-non de la evangelización de Mindanao. Sin embargo, a pesar de que fueron siempre atraídos por las ventajas materiales a la reducción, no les era fácil a los infieles abandonar el lugar de su nacimiento ni la tierra ancestral donde yacían los huesos de sus antepasados, ni mucho menos aceptar la autoridad o el poder de alguien que no fuese pariente ni miembro del mismo clan. Con el menor pretexto, desaparecían en sus escondrijos en los montes, dejando al misionero solito en la misión.

     Una de las causas más comunes de su fuga era el temor a los baganís. Faltando una autoridad suprema y central en la segunda mitad del siglo XIX, fue la ley del más fuerte o de la venganza la que imperaba en los bosques y selvas interiores de Mindanao. Y todo miembro de la tribu, además de proveer de comida a sus allegados, jugaba el de prestar apoyo en la defensa de la tribu. La muerte de un miembro de la tribu significaba una correspondiente pérdida para el bienestar del grupo. No teniendo tribunales de justicia con jurisdicción universal, la responsabilidad de vengar o solucionar la dificultad recaía sobre la tribu. Por supuesto que la venganza siempre sangrienta no tardaba, ni se requería el consentimiento del jefe o datu. La justicia tribal reclamaba el castigo instantáneo.

     Castigar y vengar era deber de los baganís, quienes observaban su propio código de honor. El que hubiese matado entre seis y diez veces, gozaba del privilegio de llevar la distintiva camisa roja, otro con entre once y veinte muertes la camisa y turbante rojos, y el baganí con más de veinte víctimas, el honor muy especial de adornar toda su persona y llevar todos sus armas enrojecidos. No era necesario matar por sí mismo. Bastaba incitar a otro y que la muerte se produjese, como ocurrió en el caso de un baganí de la tercera clase y muy temido de todos, porque había aniquilado toda una tribu. Pero nuestro héroe era más manso que un cordero, se decía, ni había manejado ni su lanza ni sus flechas en toda su vida. Habíase enfermado durante una peste y contagiando a sus prójimos, mató a todos los de su tribu.

     Para los misioneros esto no era más que un acto de homicidio. Ellos simpatizaban con el dolor, por ejemplo, de un viudo, pero nunca condonaban el que la muerte de su esposa fuera pagada por otra muerte del primero que encontrase por casualidad -- un esclavo, un miembro de la misma tribu, el perro de caza de un amigo, etc. Era el mismo «ojo por ojo, diente por diente» ya condenado [267] en el evangelio cristiano, y los misioneros lógicamente denunciaron los baganís como «asesinos de profesión.» Solamente con el tiempo, poco a poco, con la ayuda de la policía púdose oponer a la fuerza una mayor fuerza y fue posible erradicar una tradición tan sin razón. Obrando así, los misioneros efectuaron paulatinamente un cambio en los valores indígenas, primero, respecto de las víctimas potenciales que se libraron de una muerte segura, y segundo, entre las familias que empezaban a mirar la vida humana con otros ojos y apreciar la dignidad humana(239).

     Por el contrario los jesuitas eran casi unánimes en alabar la «docilidad», el carácter «pacífico», y la «sencillez» de los montañeses, quienes siempre manifestaban su «alegría y sus deseos» de aprender las oraciones cristianas, o «santiguarse» cuando llegaban los misioneros a sus tierras. Muchos de los jesuitas se consideraban ampliamente compensados por el amor con que eran recibidos durante estas excursiones. La «inteligencia» o la «capacidad para la virtud» entre los mejores de los montañeses siempre les ocasionaba una grata sorpresa. Claro que, a pesar de su celo y altruismo, los jesuitas eran, salvo algunas excepciones, europeos hasta los huesos, y para ellos los no-europeos eran de una raza inferior(240).

     Formaban otro grupo los musulmanes. Bien organizados política y socialmente cuando llegaron los jesuitas, ya tenían sus jerarquías y acataban sus propias leyes y autoridades públicas. Esta organización socio-religiosa les permitió resistir la reorganización y formación de la nueva sociedad propugnada por los misioneros, no obstante las ventajas que observaban en la vida de los nuevos cristianos con sus sementeras y escuelas, y la manera de portarse, vestirse, el estilo de comer, etc. de estos últimos. Claro que sus jefes no dejaron de vigilar que sus secuaces no se trasladaran a las misiones de los cristianos, aun fabricando falsedades e historias falsas, y a veces esgrimiendo el kampilan, especie de cimitarra local(241).

     Éste fue uno de los problemas que dificultaron la labor misional de los jesuitas en medio de los musulmanes. Pero a pesar de las declaraciones de muchos seguidores de Mahoma de que ningún musulmán se convierte al cristianismo o abandona su antigua religión, el hecho es que bastante gente sencilla [268] musulmana pidió bautizarse en el Iglesia Católica(242). Pero muchísimos otros, amenazados o intimidados por sus jefes y amos, vacilaban en dar el paso decisivo. Hubiera sido deseable que el gobierno de Manila hubiese seguido un a política clara de garantizar la libertad y protección de los que quisieran hacerse cristianos. Esclavos escapados a las misiones cristianas de sus amos no debían devolverse a sus amos. Pero al vacilar el gobierno, los misioneros tenían las manos atadas.

     En la última década del siglo XIX, las misiones de los jesuitas ya se encontraban en puntos estratégicos de Mindanao(243). Ellos realizaban frecuentes excursiones abriendo caminos. Los misioneros de Tamontaka en particular habían penetrado en la costa sur de Mindanao (hasta entonces nunca visitada por ningún español) encontrándola inesperadamente sin la preponderante presencia musulmana, y abrieron una nueva misión para los infieles de la zona. Si hubiera habido más misioneros, las tribus «que esperaban al evangelio» habrían abrazado inmediatamente el cristianismo. Igual que los primeros grupos que habían encontrado hace unos 30 años previamente, estas gentes eran nómadas y tímidas, encaramadas en las alturas inaccesibles para defenderse de los piratas moros. Llevando «solamente el traje de Adán,» se mostraban fáciles de convertir y como los demás fácilmente atraídos con las mismas promesas de protección y mejora de su vida material, y los acostumbrados regalos de ropa, comida, medicinas, medallas que apreciaban como potentes amuletos.

     Pero no pudo ser. En el verano de 1896, el movimiento clandestino separatista estalló en una sangrienta insurrección. Para el superior de los jesuitas en Filipinas, la subsiguiente confusión e incertidumbre política lo obligó a retirar a todos los misioneros de Mindanao, aunque si se les hubiese permitido, los jesuitas habrían preferido quedarse en su misión.

     Sabemos lo que pasó después de la marcha de los jesuitas. Mientras que los musulmanes en el sudoeste de Mindanao se aprovecharon del «power vacuum» al marcharse todas las autoridades españolas, las tribus cristianizadas en otras partes de la isla se mantuvieron fieles a su fe católica. Solamente fue por la falta de personal católico para reanudar la labor misional al terminar la guerra por lo que en las primeras décadas del siglo XX otros misioneros no católicos [269] pero con inagotables recursos financieros, pudieron plantar el protestantismo en unas islas exclusivamente católicas.

     En 1930, un antropólogo norteamericano llegó a lo que es hoy la provincia de Agusan del Sur. Encontró a los manobos todavía esperando a «su padre,» el P. Urios, para bautizarse. No sabían que su padre ya había fallecido tres años antes.

     Las cartas de los jesuitas de las misiones de Mindanao de donde sacamos las noticias no solamente de las misiones, sino de la historia todavía sin escribir de Mindanao, quizá no les gusten a la juventud del mundo moderno. Pero son un reflejo de un celo misionero sin límites, de una prontitud y disposición a morir en el servicio de Dios. No se puede negar que los jesuitas, y todos los misioneros en Filipinas, amaban de veras a sus neófitos y catecúmenos. Si no, ¿cómo explicarnos la constancia y el valor con que se enfrentaban a toda clase de riesgos?

     Las cartas nos ofrece otra clase de información. Se nota en ellas una condescendencia para con el «entendimiento limitado» o «poco desarrollado» de las tribus indígenas, un amago de «compasión» casi altanera respecto de los pobres ignorantes que no podían creer lo que observaban, un carabao, por ejemplo, tirando río arriba una barca cargada. En una ocasión un misionero tuvo que motivar a los «holgazanes» montañeses con el pago inmediato para que terminaran con la azada una camino que empezaron a allanar, pero que dejaron sin terminar. Finalmente, se palpa un justificado orgullo y gratitud por haber sido ellos los instrumentos con que se sirvió la divina providencia para iluminar a los infieles y librarlos de las garras de Satanás su amo en su vida oscurecida de supersticiones y errores para guiarlos a la luz del mensaje divino y --por supuesto-- también debido al «amor» y «benevolencia» del rey de España para sus vasallos.

     En Mindanao los jesuitas eran celosos misioneros; eran también leales españoles. [270]

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