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Revista Española del Pacífico

Asociación Española de Estudios del Pacífico (A.E.E.P.)

N.º 7. Año VII. 1997









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Presentación

     Un nuevo número, misceláneo, de la REP, el 7. En él incluimos una amplia variedad de trabajos sobre el Pacífico, Oceanía, Asia oriental, Insulindia, y la América del Pacífico.

     A. Sánchez y F. Rodao escriben sobre dos aspectos generales referidos al Pacífico español: el primero nos habla de la política presupuestaria del Ministerio de Ultramar y su desarrollo en los casos filipino y antillano en la segunda mitad del siglo XIX, cuando España trataba de ajustar, con escaso éxito, su sistema colonial a las nuevas realidades del contexto neoimperialista impuesto por las grandes potencias europeas.

     El segundo nos habla del Pacífico «postespañol», tras la pérdida de Filipinas y de las últimas colonias de Micronesia en 1898-1899, de lo que quedó de la cultura española en esa parte del mundo, en particular de la lengua y la religión, y cómo se mantuvo bien que mal más de tres decenios hasta el fin de la II Guerra Mundial.

     C.A. Caranci presenta otra entrega, la sexta, de los esquemas de pronunciación de lenguas oceanianas, dedicas esta vez a tres lenguas pidgin de Melanesia.

     A. Pérez escribe sobre los avatares históricos y la situación presente de la pequeña isla hoy australiana de Norfolk, repoblada con anglo-polinesios provenientes de Pitcairn -la isla de la «Bounty»-.

     J. Santaló estudia los intentos de reforma de la administración colonial española en Filipinas, cuya situación era desastrosa, en los años del Sexenio.

     R. Rodríguez-Ponga describe brevemente la situación de una minoría malayo-portuguesa, concentrada en la ciudad de Malaca, en Malaysia, que conserva diversos rasgos de la época de la dominación portuguesa de los siglos XVI y XVII.

     A. Muñoz estudia la presencia de los jesuitas en China, en los siglos XVIII y XVIII, en un campo peculiar: el arte, y, en concreto, la pintura.

     Finalmente, S. Plaza se centra en una de las realidades contemporáneas más llamativas y que más repercusiones pueden tener en el Pacífico: la influencia y la integración de ciertos países americanos en su cuenca, en este caso, de uno de los mejor situados, Canadá.

     El número contiene además sus habituales secciones de NOTAS y RESEÑAS.

El Consejo de Redacción

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Artículos

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El desarrollo de un modelo presupuestario particular dentro de la Administración central del Estado: la dinámica presupuestaria del Ministerio de Ultramar y los presupuestos de Filipinas y las Antillas (1863-1898)

Agustín Sánchez Andrés

(UCM)



     El proceso de concentración de competencias en materia colonial desarrollado por la Administración liberal durante el segundo tercio del siglo XIX, desembocó en 1863 en la creación de un organismo especializado dentro de la Administración central del Estado: el Ministerio de Ultramar.

     El nuevo ente ministerial centralizó la mayor parte de la acción del Estado hacia las colonias hasta su pérdida en 1898. En este sentido el organigrama de este ministerio hubo necesariamente de reproducir a grandes rasgos el esquema adoptado por el conjunto de la Administración central para la metrópoli. Extremo que, desde un principio, confirió al Ministerio de Ultramar un carácter singular en relación con los restantes departamentos ministeriales. Sin embargo, dicho particularismo alcanzó su máxima expresión en la peculiar dinámica presupuestaria adoptada por este ministerio, derivada en gran medida de su dependencia de los presupuestos de las Antillas y de Filipinas.

     Desde esta óptica pueden distinguirse dos etapas en la historia del Ministerio de Ultramar, cada una de las cuales se caracterizó por un modelo de financiación diferente, que, a su vez, determinó una dinámica presupuestaria desigual.

     La primera etapa, desarrollada entre 1863 y 1870, estuvo definida por la dependencia del Ministerio de los Presupuestos Generales del Estado. Durante la misma las dotaciones presupuestarias de la Administración central en materia colonial experimentaron una dinámica descendente, tanto en términos absolutos (respecto a la cantidad concreta asignada a este Ministerio), como en términos relativos (con relación a la dinámica presupuestaria paralela del conjunto de la Administración central del Estado).

     Entre 1870 y 1878 se extiende una etapa que podríamos definir como de transición. A lo largo de estos años se ensayaron una serie de medidas encaminadas a asegurar una financiación adecuada para el correcto funcionamiento de este departamento de la Administración central del Estado. Las bases de [12] lo que sería el nuevo modelo presupuestario del Ministerio de Ultramar habían sido ya perfiladas hacia 1874. No obstante, hasta 1878 no se produjo una regularización en los mecanismos de elaboración y aprobación de los presupuestos coloniales que permitiera la puesta en práctica del nuevo mecanismo de financiación del Ministerio.

     Desde 1878 el Ministerio de Ultramar gozaría de una amplia autonomía en materia presupuestaria, producto de su dependencia de los presupuestos coloniales elaborados por el mismo. Ello determinó la dinámica marcadamente ascendente de las dotaciones presupuestarias asignadas al Ministerio entre 1878 y 1898, tanto en términos absolutos como relativos.



LA DEPENDENCIA DEL MINISTERIO DE ULTRAMAR DE LOS PRESUPUESTOS GENERALES DEL ESTADO (1863-1870).

     En una primera fase, de acuerdo a los parámetros centralizadores que acompañaron en gran medida al surgimiento del Ministerio, la financiación de este departamento fue asignada a una partida específica de los Presupuestos del Estado. De esta manera, poco después de su fundación el Real Decreto de 25 de mayo de 1863 establecía en su artículo primero que los gastos de la nueva dependencia administrativa figuraran en una nueva sección (la novena) del Presupuesto de Obligaciones de los Departamentos Ministeriales, integrado en la letra A de los Presupuestos Generales del Estado. (1)

     La subsiguiente dependencia de los Presupuestos del Estado se extendería hasta el ejercicio 1870/71. En esta etapa la dotación del Ministerio de Ultramar fue la que sigue:

Año económico Presupuesto

Incremento-decrecimiento

Ministerio Pr. Estado
1863/64 405.145 ptas
1864/65 407.845 ptas +0.66% +2.11%
1865/66 408.095 ptas +0.06% +7.37%
1866/67 403.343 ptas -1.16% -3.31%
1867/68 377.845 ptas -6.32% -0.70%
1868/69 459.952 ptas +21.7% +0.72%
1869/70 321.072 ptas -30.07% 0,129

     Fuente: Elaboración propia. (2) [13]

     El estudio de las cifras anteriores pone de manifiesto la insuficiencia de los medios puestos a disposición de este organismo por el Estado a través de la vía de los Presupuestos Generales.

     Entre 1863/64 a 1870/71 las partidas para el Ministerio consignadas en dichos presupuestos disminuyeron en un 23,6% respecto a la cifra inicial, lo que contrasta con un incremento global de los Presupuestos de Gastos del Estado para dicho período del 9,88%.

     Si analizamos separadamente los diferentes ejercicios de esta etapa, observamos que en el período de expansión del Gasto Público que se extiende desde 1863 a 1866, el presupuesto del Ministerio experimenta una tasa media anual de crecimiento muy inferior a la de los Presupuestos Generales del Estado (0,36% frente a 4,74%), en tanto que en la coyuntura contractiva que marca los ejercicios 1866/67 y 1867/68, la tasa media anual de decrecimiento es superior a la del conjunto de los gastos del Estado (-3,74% frente a -2,01%).

     El fuerte incremento de la cantidad destinada al Ministerio de Ultramar en 1868/69 (21,70%) debe matizarse, pues proviene de la asignación del coste de una ampliación del Ministerio a los presupuestos de las provincias de Ultramar (la del personal de la Sección de Contabilidad del Ministerio, anexo a la nueva Sala de Indias del Tribunal de Cuentas del Reino). Esta partida, que sería sufragada finalmente por los presupuestos de Filipinas (3), desaparecería en el siguiente ejercicio al integrarse dicho personal en el Tribunal de Cuentas por un Real [14] Decreto de 14 de mayo de 1869 (4). En tanto que la cantidad aportada por el Estado en dicho ejercicio para el mantenimiento del Ministerio (excluido el capítulo anterior) se congela; coincidiendo, eso sí, con una prolongación de la coyuntura recesiva del Gasto Público (de manera que los nuevos Presupuestos del Estado solo supusieron un incremento del 0,72% respecto a los de 1867/68).

     En este contexto, la financiación del Ministerio de Ultramar se desploma en el ejercicio 1869/70, con una caída global respecto al presupuesto del año anterior de un -30,07%. En parte por el trasvase de parte de la mencionada Sección de Contabilidad al Tribunal de Cuentas, en parte por una nueva caída de las partidas presupuestarias destinadas por el Estado al Ministerio de Ultramar (-15,02%), pese al crecimiento de los gastos ordinarios del Estado en un 12,90% respecto al año anterior.

     El período 1863-1870 se caracteriza, por tanto, por una desatención presupuestaria creciente hacia el Ministerio de Ultramar, que pasa de suponer el 0,06% de los Presupuestos Ordinarios del Estado en 1863, a significar tan solo el 0,04% en 1870 (5).

     En el plano organizativo este extremo determinó la continua remodelación interna de este Ministerio a lo largo de dicha etapa, no sobre la base de criterios de racionalidad administrativa, sino como necesaria respuesta a los sucesivos recortes presupuestarios.

     En este contexto, el Ministerio de Ultramar para poder cumplir la amplia gama de funciones que le habían sido asignadas, como coordinador y, en muchos casos, gestor directo de los diferentes aspectos de la vida administrativa de las colonias ultramarinas, hubo de recurrir a dos mecanismos: la concentración -y, en algunos casos, superposición- de actividades, a partir de sucesivas reestructuraciones internas cada vez más restrictivas de cara a la plantilla (6), y la delegación de funciones, bien en otros organismos centrales del Estado (7), bien en la Administración periférica radicada en las colonias (8). [15]



LA TRANSICIÓN HACIA UNA NUEVA FÓRMULA DE FINANCIACIÓN (1870-1878)

Hacia el nuevo modelo presupuestario (1870-1874)

     En torno a 1870 las carencias presupuestarias del Ministerio de Ultramar y las repercusiones de dichas carencias sobre la organización interna del departamento, cada vez más restrictiva, amenazaban con colapsar el modelo centralizado de organización colonial, cuya consecución había constituido el objetivo para el cual se había creado este departamento en 1863.

     Por otra parte, el recrudecimiento de la guerra colonial en Cuba ponía de manifiesto la importancia, ahora más que nunca, de un control directo de la Administración colonial por el Gobierno de la Nación.

     No obstante, la necesidad de potenciar la actividad del Ministerio de Ultramar dotándolo adecuadamente, chocaba con el grave impedimento que suponían los apuros hacendísticos del Gobierno Provisional primero y de la Regencia después, embarcados en un programa de reducción de los gastos de la Administración central del Estado (gastos que pasaron de suponer el 1,51% del conjunto del Presupuesto de Gastos Ordinarios de 1868/69 a solo el 1,13% en el ejercicio 1869/70) (9).

     La solución que se adoptó frente a este problema consistió en cargar los costes generados por el Ministerio a los presupuestos de las provincias ultramarinas. En dichos presupuestos figuraron desde entonces las partidas necesarias para el sostenimiento del Ministerio.

     Esta fórmula revistió en principio un carácter mixto, en cuanto a que se realizó de forma conjunta con los Presupuestos Generales del Estado (en el ejercicio 1870/71) (10). Sin embargo, desde el Real Decreto de 29 de agosto de 1871, que sancionaba la desaparición de la Sección Novena de los Presupuestos Generales, la totalidad de los gastos inherentes a la existencia de un órgano especializado en materia colonial en el seno de la Administración central del Estado fue cargada a los presupuestos coloniales (11).

     Ello ponía fin a la ficción de un reparto de los costes generados por el organigrama administrativo de dichas «provincias», entre la metrópoli, que sufragaba los gastos del Ministerio, y las propias colonias, que afrontaban los costes, mucho más onerosos, de la infraestructura administrativa periférica. [16]

     Reparto ficticio, ya que, por una parte, las partidas para el sostenimiento del Ministerio no suponían una cantidad importante frente al conjunto de los gastos afrontados por los presupuestos de Ultramar (un 0,26% y un 1% del total del presupuesto de 1870/71, en los casos de Cuba y Puerto Rico respectivamente) (12); en tanto que, por otra, el conjunto de remesas enviadas desde Ultramar a la Península, bajo la eufemística denominación de «sobrantes de Ultramar», reembolsaba con creces los costes de mantenimiento del Ministerio (de hecho los gastos del Estado por este concepto entre 1863 y 1870, supusieron tan solo el 6,09% del total ingresado a través de los «sobrantes de Ultramar» en el mismo período) (13).

     Si bien desde una óptica económica la nueva situación no entrañaba cambios de importancia, ni para los presupuestos de Ultramar ni para los Presupuestos Generales de la metrópoli, desde una perspectiva ideológica el paso dado revestía una mayor significación.

     El reparto del coste de la Administración colonial entre los Presupuestos Generales del Estado y los Presupuestos Coloniales, mediante la adscripción a los primeros de los costes de la Administración central, representada por el Ministerio de Ultramar en Madrid, en tanto que correspondía a los segundos el sostenimiento de los órganos periféricos de dicha Administración, radicados en las propias colonias, siempre había tenido un carácter ficticio. Extremo que puede deducirse de la abismal diferencia entre el coste que suponía el mantenimiento de la estructura administrativa radicada en las propias colonias, dependiente de los presupuestos coloniales, respecto al del Ministerio que dirigía a la misma desde Madrid. Si embargo, por más ficticio que fuera, dicho reparto tenía una importante carga simbólica. Su supresión implicaba que, en adelante, la metrópoli no afrontaría ningún gasto proveniente de la administración de las colonias, limitándose a recoger los beneficios de su dominio sobre estos territorios, cuyas necesidades serían sufragadas con cargo exclusivo a sus respectivos presupuestos.

     Este extremo no dejó de ser percibido por algunos políticos republicanos que denunciaron las implicaciones del mismo. No obstante, sería el lobby colonialista quien llevaría a cabo la derogación del Real Decreto de 29 de agosto de 1871, reinstaurando la dependencia presupuestaria del Ministerio de Ultramar respecto de los Presupuestos Generales del Estado.

     El preámbulo del Real Decreto derogatorio de 10 de abril de 1872 defendía la asunción de tales partidas por el Tesoro de la Península, en función del [17] valor simbólico y político de dicha medida frente a las consideraciones económicas que habían determinado el Real Decreto de agosto de 1879. Creemos, sin embargo, que en la base de este decreto habría que buscar la oposición de este grupo a cualquier medida que pudiera interpretarse como una relajación del compromiso de la metrópoli con las colonias, en un momento en el que el endurecimiento de la guerra colonial amenazaba sus intereses:

           «Era también justo porque la Nación en general es quien debe sufragar los gastos necesarios para el ejercicio del Poder Supremo en todas sus esferas; (...) Era finalmente, político por la conveniencia y necesidad, hoy como nunca imperiosa de no separar ni aún aparentemente, en ningún terreno ni bajo aspecto alguno la representación en el centro del Gobierno de leales provincias españolas, tantas más caras, cuanto de este mismo centro más lejanas» (14).           

     La caída posterior del Gobierno Sagasta, que había propiciado dicha medida, y su sustitución desde junio por el equipo de Ruiz Zorrilla, con Eduardo Gasset y Tomás María Mosquera (autor del Real Decreto de 29 de agosto de 1871) como sucesivos ministros de Ultramar, así como los crecientes problemas económicos de los gobiernos radicales, condujeron a la no-observancia del Real Decreto de 10 de abril de 1872.

     De esta forma la Sección Novena no fue, finalmente, restablecida en los Presupuestos Generales del Estado de 1872/73 (Leyes de 26 de diciembre de 1872 y 28 de febrero de 1873) (15) pese a que inicialmente había figurado en el proyecto de presupuestos presentado a las Cortes el 11 de mayo de 1872 (16). En este sentido, tampoco los Presupuestos Generales de 1873/74, prorroga de los anteriores, incluyeron dicha partida (17).

     La cuestión de la dependencia presupuestaria del Ministerio de Ultramar no sería zanjada definitivamente hasta el régimen del general Serrano. En este contexto, una de las primeras medidas del nuevo ministro del ramo, Víctor Balaguer, fue el restablecimiento definitivo del Real Decreto de 29 de agosto de 1871 a través del Decreto de 19 de febrero de 1874 (18).

     Con ello, se ponía fin a la anomalía que suponía la adscripción de la dotación del Ministerio a los presupuestos de Ultramar pese a la vigencia del Real Decreto de 10 de abril de 1872 (de este afán regularizador, frente al confusionismo en materia presupuestaria existente en el período anterior, participa el [18] artículo tercero del Decreto, que extendía retroactivamente sus efectos a los ejercicios de 1872/73 y 1873/74) (19).

     El debate en torno a la conveniencia de una u otra vía presupuestaria para sufragar los gastos derivados de la existencia de un órgano centralizador del gobierno de las colonias quedaba cerrado de esta manera. En adelante, salvo durante el efímero retorno del Ministerio a la dependencia de los Presupuestos Generales del Estado en el ejercicio 1898/99, las partidas a cargo del mantenimiento del Ministerio de Ultramar dependerían de los presupuestos de Cuba, Puerto Rico y Filipinas, al igual que las derivadas del sostenimiento de la Administración periférica (20).



La inversión de la tendencia presupuestaria (1871-1878)

     Hasta 1878 no se producirá la definitiva estabilización del mecanismo de financiación del Ministerio creado por el Real Decreto de 29 de agosto de 1871 y establecido definitivamente a raíz del Decreto de 19 de febrero de 1874.

     La principal causa fue la inexistencia de nuevos presupuestos para Filipinas durante casi un decenio, lo que obligó a la prórroga de los presupuestos de 1868/69 hasta el ejercicio 1878/79. Al no consignar dichos presupuestos partida alguna para el Ministerio de Ultramar (21) fue necesario recurrir a créditos extraordinarios para sufragar la parte del presupuesto de este departamento que correspondía a dichos presupuestos (22).

     Por otra parte, el desorden paralelo provocado en la Administración colonial por la guerra colonial dilataba la presentación de los presupuestos de Cuba y Puerto Rico, de manera que los de 1871/72 (23) rigieron prorrogados hasta el ejercicio de 1874/75 (24), cuyos presupuestos fueron prorrogados, a su vez, hasta 1877/78 (25). [19]

     Ello determinó una cierta precariedad de la dotación del Ministerio de Ultramar, la cual debía ser sufragada proporcionalmente por los presupuestos de Cuba, Puerto Rico y Filipinas en un 50%, 16% y 34% respectivamente (26).

     Pese a ello, la dependencia del Ministerio de los presupuestos ultramarinos, colocaba a este departamento en una posición ventajosamente atípica frente al resto de las instituciones ministeriales.

     Ello era debido a que era el propio Ministerio de Ultramar el que, sin ningún tipo de interferencias desde el Ministerio de Hacienda, realizaba los presupuestos de las provincias ultramarinas y los presentaba a las Cortes para su aprobación.

     Al respecto, ya el art. 2 del Real Decreto fundacional del Ministerio de 20 de mayo de 1863 contenía implícitamente tal competencia (27), que no sería consignada de manera explícita hasta el Real Decreto de 25 de junio de 1863, cuyo art. 1 establecía como atribución del Ministerio de Ultramar con relación a las colonias «fijar o variar el presupuesto anual de ingresos y gastos» (28).

     Finalmente, este extremo sería recogido por el Decreto de 12 de septiembre de 1870, cuyo art. 26 determinaba que: «El Ministro de Ultramar redactaría con presencia de estos presupuestos (en referencia a los proyectos de presupuestos enviados por las intendencias coloniales) el general de las provincias ultramarinas, y lo presentará a las Cortes oportunamente, a fin de que sea discutido y aprobado» (29).

     Con ello se ponía fin a una importante laguna existente en la legislación, pues el Real Decreto 25 de junio de 1863 condicionaba la aprobación de estos presupuestos al acuerdo del Consejo de Ministros, reiterando lo prevenido por el Real Decreto de 30 de septiembre de 1851, sin citar el papel de las Cortes en dicho asunto. Tampoco el Real Decreto de 30 de junio de 1863 establecía claramente la participación de los cuerpos colegisladores en la aprobación de los presupuestos de Ultramar, si bien introducía la fórmula transaccional de someterlos al dictamen de una comisión de las Cortes (30). [20]

     Por otra parte, los arts. 27 y 28 del Real Decreto de 12 de septiembre de 1870 aumentaban la autonomía del Ministerio a la hora de elaborar estos presupuestos, arbitrando mecanismos de notable laxitud referentes a la posibilidad de prorrogar dichos presupuestos o a la ampliación, a través de créditos extraordinarios o supletorios, de las partidas iniciales. Mecanismos que el Ministerio utilizó en diversas ocasiones para aumentar los créditos inicialmente aprobados en los presupuestos de Ultramar (31).

     Entre 1871 y 1878, el escaso control del Ministerio sobre la Administración periférica de Ultramar, la anarquía presupuestaria subsiguiente, el incremento de los costes derivados de la guerra colonial y la congelación de los gastos ordinarios del Estado en dichos territorios (derivada del recurso continuado a la vía abierta por el art. 27 del Real Decreto de 12 de septiembre de 1870, recogido por el art. 85 de la Constitución de 1876, referentes ambos a la posibilidad de prorrogar los presupuestos de Ultramar durante varios ejercicios), impidieron al Ministerio de Ultramar aprovecharse plenamente del nuevo mecanismo de financiación establecido por el Real Decreto de 29 de agosto de 1871 (32).

     Pese a ello, el presupuesto del Ministerio de Ultramar se incrementó a lo largo del Sexenio hasta prácticamente doblarse. De forma que los presupuestos de 1875/76 supusieron un crecimiento del 99% respecto a las partidas consignadas en los de 1869/70 (33).

     Si bien es cierto, que dicho proceso coincidió con una coyuntura alcista del conjunto de las dotaciones dedicadas a Administración central por el Estado que afectó a la mayoría de los ministerios, el incremento de dicho concepto en el seno del Ministerio de Ultramar fue muy superior al de los restantes ministerios: Presidencia (58,2%), Gobernación (50,5%), Fomento (27,3%), Hacienda (21,3%), Marina (12,5%), Gracia y Justicia (11%), Guerra (9,7%) y Estado (1,9%) (34).

     La marginación presupuestaria creciente que había caracterizado al Ministerio de Ultramar a lo largo de la década de los sesenta, vía dependencia de los Presupuestos Generales del Estado, fue sustituida a lo largo del Sexenio por un ritmo de crecimiento de las disponibilidades presupuestarias muy superior al de los restantes órganos de la Administración central del Estado. La causa de este proceso habría que buscarla en la puesta en práctica del mecanismo [21] financiador arbitrado por el Real Decreto de 29 de agosto de 1871: la dependencia del Ministerio de los presupuestos de Ultramar, o lo que era igual, la delegación por el Ministerio de Hacienda en el propio departamento de Ultramar de la facultad de establecer las partidas destinadas a su sostenimiento.



EL NUEVO MODELO DE FINANCIACIÓN Y EL DESPEGUE DE LA DOTACIÓN PRESUPUESTARIA DEL MINISTERIO DE ULTRAMAR (1878-1898).

     A partir de 1878 se produjo la normalización en la presentación y aprobación de los presupuestos de las provincias ultramarinas. Ello posibilitó el despegue de la dotación presupuestaria del Ministerio de Ultramar entre 1878 y 1898, sobre la base de la autonomía presupuestaria derivada de los mecanismos anteriormente enunciados.

     En este contexto, las cantidades consignadas en los presupuestos ultramarinos para el sostenimiento de la Administración central en materia colonial a lo largo de este período fueron las siguientes:

Año Económico Presupuesto (ptas.) Incremento-decrecimiento
Presupuestos de:
Ministerio Cuba Filipinas
1878/79 721.995
1879/80 715.795 -0.85% 0.0% 0.0%
1880/81 684.350 -4.39% -30.6% -20.6%
1881/82 684.350 0.0% 0.0% 0.0%
1882/83 907.020 +32.5% -5.50% -19.8%
1883/84 895.100 -1.31% -4.71% -19.8%
1884/85 899.095 +0.44% 0.0% -6.80%
1885/86 945.250 +5.13% -8.78% +2.50%
1886/87 945.340 +0.009% +16.7% -3.13%
1887/88 899.175 -4.83% -9.98% 0.0%
1888/89 893.415 -0.64% +9.54% 0.0%
1889/90 976.545 +9.30% 0.0% +2.26%
1890/91 1.262.040 +29.2% -0.58% -0.60%
1891/92 1.145.455 -11.6% -0.91% 3.78%
1892/93 978.575 -14.5% -12.9% 0.0%
1893/94 1.030.160 +5.27% +18.65% ***
1894/95 1.126.160 +9.31% 0.0% ***
1895/96 1.208.852 +7.34% *** +8.98%
1896/97 1.293.196 +6.97% 0.0% +19.4%
1897/98 1.293.436 0.0% 0.0% 0.0%

*** Presupuestos prorrogados, pero con algunos capítulos adaptados en su porcentaje correspondiente a los presupuestos aprobados de otra provincia ultramarina.

Fuente: Elaboración propia (35) [22]



Dinámica presupuestaria del Ministerio y evolución del Gasto Público en Ultramar

     La primera consecuencia que podemos extraer del estudio de los datos anteriores es el alto grado de autonomía de las partidas presupuestarias asignadas al Ministerio de Ultramar, respecto a la evolución de los presupuestos globales de gastos de Cuba y Filipinas (que, en conjunto, aportaron el 85,2% del presupuesto total del Ministerio) (36). [23]

     Esta autonomía es constatable en la inexistencia, en la mayoría de los casos, de una correlación entre los principales incrementos del presupuesto del Ministerio y la existencia paralela de coyunturas expansivas en los presupuestos globales de gastos de Cuba y Filipinas:

          - Dicha correspondencia sí se produce en los ejercicios de 1878/79 (con un incremento del presupuesto del Ministerio de un 7,49%, paralelo a un aumento del Gasto Público en Cuba del 41,70%) y 1892/93 (5,27% y 18,65% respectivamente).

          - No aparece en cambio en 1882/83 (con un incremento de los gastos del Ministerio de un 32,5% paralelo a un recorte de los presupuestos de Cuba y Filipinas de -5,50% y -19,86% en cada caso); en 1885/86 (15,3% frente a -8,78% en el caso de Cuba, pese al incremento de 2,50% en el Presupuesto de Filipinas); en 1889/90 (9,30% frente a 0% y -2,66% respectivamente) y en 1890/91 (29,20% frente a -0,58% y -0,60%) (37).

     En tanto que en los ejercicios de 1894/95, 1895/96 y 1896/97 tampoco existiría una correspondencia directa entre el fuerte aumento de los presupuestos del Ministerio (9,31%,7,34% y 6,97% respectivamente) y un incremento correlativo de los presupuestos globales de gastos de las provincias de Ultramar en dichos ejercicios. Pues si bien el presupuesto de Filipinas creció en dichos años un 17,07%, un 8,98% y un 19,40% respectivamente (lo que supone una tasa de crecimiento medio anual para este trienio del 15,5%), el presupuesto de gastos de Cuba se mantuvo congelado desde 1892/93 (pese a lo cual cargó con el 34% del incremento de las partidas consignadas para el Ministerio entre 1894 y 1897).

     Todo ello puede apreciarse claramente en el gráfico adjunto (38).

     Por otra parte, el análisis de estos datos nos permite apreciar la existencia de una relación directa entre los grandes recortes presupuestarios del Ministerio de Ultramar y la existencia de coyunturas restrictivas del Gasto Público en Cuba y Filipinas. Este extremo es perfectamente apreciable en 1880/81 (en donde el descenso de las partidas asignadas al Ministerio respecto al ejercicio anterior, -4,39%, se corresponde con descensos globales de los presupuestos de gasto de Cuba y Filipinas de, -30,68% y -20,63% respectivamente); en [24] 1887/88 (-4,83% frente a -9,98% y 0%); de forma más matizada en 1891/92 (-11,69% frente a -0,91% y 3,78%); pero volviendo a acentuarse en 1892/93 (-14,57% frente a -12,96% y 0%).

     En conjunto, podemos afirmar que los incrementos presupuestarios del Ministerio entre 1878 y 1898 se produjeron de forma autónoma a la evolución de los propios presupuestos de gastos de Cuba y Filipinas (coincidiendo, incluso, con momentos de clara contracción del Gasto Público en Ultramar). En cambio sí parece existir una vinculación entre los recortes presupuestarios de las dotaciones asignadas al Ministerio de Ultramar y la existencia de coyunturas recesivas del Gasto Público en las colonias. Pero sin que este último extremo implicara, debido a lo expuesto anteriormente, que todo recorte del gasto en Ultramar supusiera un recorte automático de las dotaciones del Ministerio (como se desprende del análisis de los ejercicios de 1882/83, 1885/86, 1889/90 y 1890/91).

     Esta amplia autonomía de la dotación presupuestaria del Ministerio, respecto de las diferentes coyunturas atravesadas por los presupuestos de gastos globales de las provincias ultramarinas de las que dependía, supondría un elemento diferenciador más del período 1878-1898 respecto a la década de los sesenta (en donde sí existió una estrecha relación entre las oscilaciones ascendentes o descendentes de la dotación presupuestaria del Ministerio y la propia evolución de los Presupuestos Generales del Estado, de los que dependía entonces). La causa de este cambio en la dinámica presupuestaria del Ministerio [25] de Ultramar habría que buscarla nuevamente en la nueva vía de financiación arbitrada a raíz del Real Decreto de 29 de agosto de 1871, y regularizada definitivamente desde el ejercicio 1878/79.

     Por otra parte, este extremo supuso que los gastos de la Administración central en materia colonial pasaran a representar, entre 1878 y 1898, porcentajes cada vez mayores de los presupuestos de Ultramar. De hecho, en 1878/79 representaban el 0,11% del presupuesto de Cuba, el 0,59% del de Puerto Rico y el 0,30% del de Filipinas; en tanto que en 1890/91 pasaron a suponer el 0,31%, 0,66% y 0,57% respectivamente; acentuándose aún más su incidencia en el ejercicio 1897/98, en el que llegaron a constituir el 0,46%, el 1,17% y el 0,55% respectivamente de aquellos presupuestos (39).

     Aunque estos porcentajes no supusieran una cantidad importante de dichos presupuestos, su continuo incremento indica que la posibilidad de establecer sus propias dotaciones presupuestarias, abierta por el decreto de agosto de 1871, fue utilizada por la burocracia del Ministerio para crecer desmesuradamente pese a la existencia paralela de una dinámica descendente en la evolución de los presupuestos de gastos de Ultramar.

     Este extremo sólo hubiera sido justificable en el marco de un proceso de transferencia de competencias a gran escala desde la Administración periférica, radicada en las colonias, a la central, situada en la metrópoli. Sin embargo este proceso no se produjo, al menos con la magnitud que hubiera justificado el volumen del incremento de las partidas destinadas al sostenimiento del Ministerio; pues la asunción de nuevas competencias por una Administración central cada vez más hipertrofiada (40), fue contrapesada por transferencias en sentido inverso hacia la Administración periférica (41), e incluso con la desviación hacia el presupuesto de otros ministerios del sostenimiento de alguno de los nuevos órganos del Ministerio (42). [26]



LA DINÁMICA PRESUPUESTARIA DEL MINISTERIO DE ULTRAMAR EN EL MARCO DEL CONJUNTO DE LA ADMINISTRACIÓN CENTRAL DEL ESTADO

     Finalmente, hemos de plantearnos si la tendencia alcista experimentada por la dotación del Ministerio de Ultramar entre 1878 y 1898 fue un proceso general, extrapolable a la totalidad de los ministerios, o un fenómeno circunscrito al propio Ministerio de Ultramar derivado de la particular autonomía presupuestaria de este Ministerio.

     Afortunadamente disponemos de los datos referidos a los presupuestos del resto de la Administración central del Estado a lo largo de todo el período. Ello nos ha permitido estudiar comparativamente la evolución de la dotación presupuestaria de los diferentes ministerios (43).

     Del análisis de los datos anteriores se desprende que sólo el Ministerio de la Guerra experimentó entre 1878 y 1898, un incremento presupuestario superior, en términos absolutos, al del Ministerio de Ultramar. Los ministerios de Fomento, Estado y Gracia y Justicia presentaron crecimientos presupuestarios inferiores en términos absolutos. En tanto que, los ministerios de Gobernación, Hacienda y Marina, así como la Presidencia del Gobierno, sufrieron reducciones en las cantidades globales destinadas a su Administración central a lo largo de esta etapa.

     Más significativo aún resulta el análisis comparativo del incremento-decrecimiento porcentual de la dotación de cada uno de estos ministerios a lo largo del período estudiado.

[27]

[28]

     Desde esta óptica, el crecimiento experimentado por las partidas destinadas al Ministerio de Ultramar entre 1878 y 1898, fue del 79,1 %; mientras que Fomento (con un 59,5%), Estado (44,3%), Guerra (40,6%) y Gracia y Justicia (2,8%) presentaron una tasa de crecimiento bastante menor para el mismo período. Los restantes ministerios sufrieron recortes en su dotación presupuestaria global a lo largo de esta etapa: Gobernación (cuyo presupuesto de 1897/98 representó un descenso del 10.1 % respecto al de 1878/79), Hacienda (-9,7%), Presidencia del Gobierno (-12,1 %) y Marina (-0,49%).

     En este contexto, las partidas destinadas al Ministerio de Ultramar pasaron de representar el equivalente al 6,7% del total de los gastos del conjunto de la Administración central del Estado en 1878/79, a suponer el 7,1% en 1890/91, el 10,6% en 1895/96 y el 11,2% de los mismos en 1897/98 (44).

     De los datos anteriores podemos inferir que el fuerte incremento presupuestario experimentado por el Ministerio de Ultramar entre 1878 y 1898, no fue un proceso extrapolable al conjunto de los restantes ministerios.

     La dotación del Ministerio de Ultramar creció, en términos absolutos, por encima de la de cualquier otro ministerio, a excepción del Ministerio de la Guerra; en tanto que su incremento en términos porcentuales, fue mucho más alto que el de los restantes departamentos ministeriales. Ello le permitió doblar su incidencia presupuestaria dentro del conjunto de la Administración central del Estado entre 1878 y 1898.

     Sólo en los casos de los ministerios de Fomento, Estado, Gracia y Justicia y Guerra se produjo, con ser menor, un crecimiento de los órganos centrales, reflejado en el aumento experimentado por sus dotaciones presupuestarias. A diferencia de lo observado para el Ministerio de Ultramar, los escasos estudios acerca de la dinámica presupuestaria de la Administración central parecen indicar que, en el caso de estos departamentos, dicho incremento presupuestario respondió en gran medida a un creciente proceso de concentración de funciones en dichos ministerios, proceso concordante con el progresivo centralismo administrativo que caracteriza a la organización del Estado español en el siglo XIX (45).



CONCLUSIONES

     Sin embargo, como hemos visto, este proceso no basta para explicar el ritmo de crecimiento de la dotación presupuestaria del Ministerio de Ultramar. [29] El vertiginoso crecimiento de la estructura y plantilla del Ministerio, reflejado por la línea ascendente de las partidas presupuestarias destinadas a este departamento se debió menos a una creciente centralización del gobierno de las colonias en tomo al Ministerio, que a la disposición de un mecanismo excepcional de financiación, como fue la adscripción de dichas partidas a los presupuestos de gastos de los territorios coloniales. Unos presupuestos elaborados por el propio Ministerio, sin intervención del de Hacienda y sobre los que el control de las Cortes y del Tribunal de Cuentas fue aún más laxo que en el caso de los Presupuestos Generales del Estado.

     Al respecto, resulta significativo el hecho de que mientras dependió de los Presupuestos Generales del estado, la dotación de la Administración central en materia colonial descendió progresivamente, hasta ocupar en 1870 el último lugar entre los distintos ministerios en el reparto de los gastos totales del Estado en Administración central, representando tan solo el 3,5% de los mismos.

     El Estado no quiso afrontar directamente los costes del mantenimiento de un estructura centralizada para el gobierno de los ámbitos coloniales, por ello cargó los mismos, al igual que los del resto de la Administración colonial, a los presupuestos de las propias colonias.

     Ello no se produjo sin una cierta polémica, derivada del carácter simbólico que tenía la asunción de tales costes por el presupuesto de la metrópoli. Resuelto este extremo entre 1870 y 1874 y regularizada la nueva vía presupuestaria a partir de 1878, el Ministerio utilizó la amplia autonomía presupuestaria que se le había concedido para crecer muy por encima del resto de la Administración central del Estado. Ello tuvo lugar sin que dichos incrementos presupuestarios respondieran a un proceso paralelo de ampliación de las competencias de este departamento.

     La principal conclusión que hemos extraído de todo este proceso es confirmar la tendencia de todo órgano administrativo a crecer desmesuradamente si la coyuntura presupuestaria es favorable al mismo. En el caso del Ministerio de Ultramar, la dependencia de unos presupuestos especiales, como eran los coloniales, que el mismo ministerio elaboraba, el escaso control ejercido por las Cortes y el Tribunal de Cuentas sobre dichos presupuestos y la resistencia de los gobiernos de la Restauración a cualquier medida que implicara recortar las actividades del principal nexo administrativo de las colonias con la metrópoli, provocaron la existencia de esa coyuntura favorable, prolongada a lo largo de dos decenios. [30] [31]



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La cultura española en Oceanía después de 1898

Florentino Rodao (46)

Universidad Complutense de Madrid



     Después de la Guerra Hispano-Norteamericana de 1898, ningún país parecía tener interés en mantener los restos de los más de tres siglos de presencia española en Filipinas y Micronesia. Los Estados Unidos deseaban obtener la confianza de la población en su dominio y, obviamente, prefirieron resaltar los valores negativos de los anteriores gobernantes españoles y las virtudes que ellos aportaban. Por su parte, tampoco el gobierno español tuvo excesivo interés en mantener esos lazos con sus antiguos dominios en el Pacífico por un cierto sentimiento de hartazgo y por los acuciantes problemas internos. No obstante, lo más extraño es que la herencia española se mantuvo relativamente bien durante las primeras cuatro décadas del siglo XX.

     En este estudio intentaremos explicar las razones de la conservación de esa herencia española en Micronesia centrándonos en Guam, su principal baluarte. Para ello, comenzamos con una visión preliminar del caso filipino para poder compararlo, siguiendo con un estado de la cuestión de esta presencia en el conjunto de los antiguos territorios españoles en Oceanía para centrarnos en Guam en los años previos a la Guerra del Pacífico. Para acabar, estudiamos este conflicto y sus consecuencias inmediatas como período clave en el punto de no retorno en la deshispanización de Oceanía. [32]



1. UNA POTENCIA COLONIAL DESAPARECE EN EL PACÍFICO

     Al contrario de Cuba, denominada «Joya del Imperio», la pérdida de los territorios del Pacífico fue un cierto alivio para España, entre otras razones porque tanto las Filipinas como Guam habían supuesto desde un principio una fuerte carga para el Erario. Madrid era claramente incapaz de mantener unos territorios tan alejados de la metrópoli y la derrota ante Washington fue la mejor señal de que era necesario abandonarlos. Tras las malas noticias referentes a la derrota de la armada en Cavite, siguió la necesidad de asumir un tipo de relación diferente, después, una reacción de alivio y, por último, vinieron las prisas, por abandonar las islas definitivamente. Así, una vez Estados Unidos decidió que quería mantener bajo su jurisdicción a Filipinas y a Guam, España decidió que no tenía sentido mantener el resto de Micronesia. En consecuencia, vendió al Imperio alemán no sólo las tres islas productoras de copra que éste deseaba, sino el «paquete» entero e inmediatamente se llegó a un acuerdo; tan pronto, que hubo que mantenerlo en secreto hasta que acabaran las conversaciones entre España y Estados Unidos y se firmara el Tratado de París. España fue también, de esta forma, se liberaba del Océano Pacífico, al igual que sus antiguos dominios se liberaban de ella. Tras esto, los antiguos territorios quedaron completamente olvidados en la consciencia de la sociedad española y, con el cambio de siglo, tanto las Filipinas como Micronesia pasaron a ser algo del pasado.



2. LA EVOLUCIÓN DE LO HISPANO EN FILIPINAS

     ¿Qué pasó en las Filipinas con la herencia hispana, o con la hispanización después de que las últimas tropas peninsulares abandonaran Manila? El fenómeno de «deshispanización» en estas islas, a pesar de su población numerosa, aún está poco estudiado. Se considera generalmente que el proceso de pérdida de la herencia española, tal como el lenguaje o la cultura, fue uniforme a partir de 1898; a saber, que los lazos culturales o el uso del idioma español fueron desapareciendo según fallecían las personas instruidas en el período español.

     No estamos de acuerdo con ese razonamiento para explicar la presente desaparición de lo hispano en Filipinas y, al contrario, pensamos que se mantuvo relativamente bien hasta la guerra del Pacífico. Para ello, veamos algunos datos sobre este país a lo largo de la década de 1930. En el plano político, la parte de la élite identificada con España (el denominado Spanish Party en la documentación norteamericana, integrado tanto por los mestizos como por ciudadanos españoles) tenía cierta importancia como grupo, tanto a nivel nacional como local, y precisamente el presidente de la Mancomunidad (1935-194l), Manuel L. [33] Quezon, había sido apoyado por ellos. A nivel económico, las empresas españolas tenían una importancia clave; la Compañía General de Tabacos de Filipinas, o Tabacalera, con sede en Barcelona, era la que empleaba a mayor número de personas en todo el Archipiélago y su participación y la de las empresas de los Elizalde, Roxas, Zóbel de Ayala, etc., era decisiva en la economía filipina, principalmente en sectores de exportación, como el azúcar o el tabaco.

     El aspecto sociocultural de lo que permanecía del período hispánico probablemente era lo más importante. La comunidad española puede ser descrita por su carácter expansivo, puesto que cualquier antepasado (aunque fuera muy lejano o inclusive un religioso) parecía ser excusa suficiente para identificarse con su cultura y para sentir apego a lo hispano. Este hecho fue una gran sorpresa para los gobernantes norteamericanos, quienes señalan en sus escritos la dificultad de diferenciar entre los súbditos españoles y los ciudadanos filipinos: «La comunidad española en Filipinas incluye españoles, muchos mestizos españoles y ciudadanos filipinos con antepasados españoles. Los mestizos y los filipinos de antecedentes españoles, socialmente y por afinidad de sentimientos, son miembros de este grupo, se consideran ellos mismos como españoles y participan activamente en las actividades de la comunidad (47). Tal sentimiento de orgullo de la sangre española les hacía sentirse más unidos a España en general, y prueba de ello es la forma en que la Guerra Civil se sintió entre ellos, tomando parte intensamente tanto a favor de los nacionales como de los republicanos, prueba de lo cual son los cerca de ochenta jóvenes que viajaron a la península a incorporarse al campo de batalla.

     El idioma español, por su parte, seguía teniendo un uso relativamente extendido en el archipiélago. El Censo de 1939 muestra alrededor de 416.000 personas capaces de hablarlo, frente a 4.237.000 que sabían la lengua inglesa. A pesar de la abrumadora proporción de angloparlantes frente a la de hispanoparlantes, es curioso constatar una franja de edad en el que estos últimos eran los más numerosos, y no precisamente la de los más mayores: la de los niños entre 0 y 5 años. Este dato lleva a pensar que el español era, más que el inglés, una lengua hablada por los filipinos en su casa, frente al inglés que se aprendía tras la escolarización. El estudio introductorio del propio Censo afirma: «El español aún tiene una base más estable que el inglés, particularmente si la enseñanza del inglés en las escuelas se paralizara (48)[34]

     Estos datos del Censo apoyan la persistente importancia de la lengua de la antigua potencia colonial. No sólo entre los 5.000 ciudadanos españoles sino también entre los propios filipinos, en cuanto seguía teniendo varios papeles en la sociedad: prestigio, una lingua franca entre sectores de la clase alta y media-alta y el deseo de mantener la identidad propia frente a los colonizadores. Este último papel es interesante de resaltar, puesto que el castellano, lengua de la antigua potencia colonial, llegó a ser una lengua utilizada con un cierto significado anticolonial (49). El español había sido asumido, de alguna manera, como algo propio.

     Por otro lado, pasando a un plano más antropológico, había un cierto sentido de orgullo por haber sido colonizado por una potencia europea, lo que hacía mirar con una cierta superioridad (o, al menos, sin sentimiento de inferioridad) a los norteamericanos. La cultura española tenía, como las demás europeas, la característica de lo clásico o, por expresarlo de alguna manera, de ser «La Cultura», frente a la modernidad representada por los Estados Unidos, vista de una forma peyorativa.

     La religión católica ha quedado para lo último, no sólo por ser la principal influencia en la actualidad, sino también por su posición clave para mantener la identificación con lo español. La idea de la religión era el trampolín que unía a las Filipinas con España, puesto que en esos tiempos este país y su período de dominio significaban la religión católica (50). Una religión que según el punto de vista de muchos filipinos de aquellos tiempos era la verdadera. La religión católica, desde este punto de vista, era también el baluarte de la identidad propia frente a la de Estados Unidos, caracterizado en ocasiones por la «falta de moralidad (51)». Los grupos protestantes habían tenido un mayor predicamento desde la colonización estadounidense y parte de ese éxito se debía al argumento usado para ganar conversos: los filipinos serían más ricos y más prósperos si seguían el camino estadounidense, una de cuyas características principales era el protestantismo. La importancia de este mensaje, sin embargo, no ha de ser sobrevalorada en cuanto nunca superaron el 3% de fieles entre la población total en esos años.

     La conclusión tras esta serie de datos, en definitiva, es que la herencia hispana -o, por decirlo de otra forma, las contribuciones hispanas a la identidad de la nación filipina-, se había mantenido relativamente bien durante cuatro décadas. Además, es necesario resaltar que el mantenimiento de esta herencia [35] se debía al impulso dado desde las mismas Islas Filipinas, no desde la Península Ibérica: lo hispano había comenzado a andar por su propio pie desde 1898. El trampolín de esa identificación era la religión católica y tras ello estaba también el sentimiento, con claros tintes elitistas, de oposición anticolonial.



3. LA LIGERA HUELLA HISPANA EN MICRONESIA

     Para estudiar la huella española en Micronesia es necesario tener en cuenta la duración de la colonización española, ya que mientras en Guam el dominio efectivo duró más de dos siglos, en las Marianas del Norte o en otros lugares se limitó a unas décadas a lo sumo, y en otros, como en Kusaie (ex Kosrae), en los actuales Estados Federados de Micronesia, apenas hubo algunas visitas por parte de marinos de paso en el siglo XVI.

     Poco se recuerda de España en las Islas Carolinas. Un ponapeño probablemente expresó la idea más extendida sobre los colonizadores que han ido pasando por las islas: «los españoles nos enseñaron a rezar, los alemanes a plantar cocoteros, los japoneses a pescar y los americanos a ser soldados (52)». La idea está extendida, pero no parece que vaya mucho más allá el recuerdo del período español. Aparte de ello, siempre hay la posibilidad de recurrir a curiosidades: el nombre de las Marianas y de las Carolinas, los cimientos de la casa del gobernador español y un pueblo llamado Madrich en Yap y algunos detalles más. En Chuuk (ex Truk) y Belau (ex Palaos) no se puede encontrar traza alguna de esta presencia.

     De nuevo, la religión queda como la influencia más duradera. Los misioneros españoles han sido los más numerosos durante un buen período de tiempo. En el siglo XIX fueron los agustinos y, a partir de la I Guerra Mundial (durante el período alemán, desde 1898 hasta 1917), los jesuitas y las hermanas mercedarias. El apogeo de su presencia fue a principios de los años treinta y su número osciló entre las tres y las cuatro decenas de religiosos (53).



4. GUAM. INDIGENIZACIÓN, AMERICANIZACIÓN, DES-HISPANIZACIÓN.

     Guam ha sido un caso diferente, tanto por esas raíces hispanas profundas, ancladas anualmente por el Galeón de Manila, como por la importancia que [36] siempre ha tenido la Historia, inclusive en los tiempos actuales. El dominio español modificó profundamente la isla, tanto por el masivo declive de la población tras los primeros momentos -enfermedades nuevas y luchas contra los españoles, principalmente- como por el mestizaje que se dio a raíz de la derrota de los chamorros. Laura Souder afirma a este respecto: «Este proceso de adaptación y asimilación finalmente produjo una tradición cultural híbrida y estable que persistió con escasas modificaciones hasta los comienzos del siglo XX» (54). La identidad hispana pasó a formar parte de la cultura chamorra en un proceso de mestizaje parecido al que ocurría en América Latina o Filipinas, aunque quizás más intenso que en este último lugar por la disminución tan radical de la población y por su concentración en una sola isla.

     Llegado el fin de la presencia española e instalados los americanos, el proceso y las razones de la pervivencia de lo español fue parecido a Filipinas. La Iglesia católica había sido adaptada como algo propio y había adoptado los símbolos de la identidad local. No ser católico, de alguna manera, significaba apartarse de la sociedad, tanto por las creencias generales como por los ritos y costumbres que pertenecían a esa identidad. La misa o las novenas, por ejemplo, eran tanto actos religiosos como sociales. El uso del idioma español, a pesar de los escasos ciudadanos españoles (55), era algo socialmente prestigioso y, como tal, ampliamente extendido. Aunque en Guam no hay estadísticas como las mencionadas más arriba sobre las Islas Filipinas, parece que los miembros de la élite todavía usaban entre ellos el español hasta la II Guerra Mundial, en parte por «sentirse mejor» que hablando inglés, en parte por ese sentido anticolonial y en parte, obviamente, por demostrar su pertenencia a las clases elevadas de la sociedad. Estas familias «aristocráticas» en la sociedad chamorra, o manal kilo, eran los Martínez, Torres, Calvo, Pérez y Herrero, aunque el español también era usado por los Bordallo o los Artero para encumbrarse en esa escala social (56).

     La comunidad española parece haber sido tan expansiva como en Filipinas. Sólo había un laico entre los españoles residentes permanentemente a fines de los años 30 (Pascual Artero, un ex soldado establecido en las islas tras casarse con una joven Torres), pero consiguió ser uno de los más prominentes hombres de negocios de la isla a pesar de hablar muy poco inglés. Negociaba en [37] terrenos, criaba ganado y tenía otros negocios, empleando en total alrededor de cien personas (57). A pesar de su humilde origen social en Almería, su procedencia le ayudó mucho a que lo aceptase una sociedad en la que 1a forma más fácil de plantar una petición sobre la posición social era «probar el linaje español (58)

     En el caso de la religión, los gobernantes estadounidenses mostraron desde muy pronto su deseo de suprimir la influencia de los religiosos. Sacar de la isla a los agustinos españoles fue la primera medida tras tomar posesión los nuevos gobernantes, en 1899. Después, los capuchinos pudieron permanecer hasta la II Guerra Mundial; todos aprendieron chamorro en menos de un año (59), la mayoría fueron vascos y, según comentaba la antropóloga norteamericana Laura Thompson, estaban propagando «un tipo de catolicismo y cultura sur-europea (60)

     Esta influencia «sur-europea» se vio condicionada por sus superiores católicos, por los protestantes y desde el poder político. El propio Vicario Apostólico de Guam, alemán, intentó sustituir con religiosos de su país a los españoles y a los nativos, pero acabó siendo expulsado y, aparentemente, al año siguiente se envió un telegrama al Papa pidiendo únicamente religiosos españoles (61). Los protestantes, por su parte, no consiguieron alcanzar un número significativo de fieles, 750 baptistas frente a 22.000 católicos, según un censo posterior a la II Guerra Mundial. No obstante, el ataque desde el poder político fue el más difícil de evitar. En 1933 hubo, un cambio en la política de la Marina respecto a estos capuchinos a raíz de la visita de un almirante norteamericano, quien firmó que «la influencia del Sr. Obispo en Guam superaba a la del Gobernador (62)». De nuevo se decidió el envío de capuchinos de procedencia alemana y se promovió, además, una suscripción de firmas para enviar a Roma en contra la permanencia de los españoles (63). La experiencia alemana falló, aparentemente, [38] y desde entonces se siguió una política de enviar capuchinos americanos, que acabó dejando a los españoles en minoría en los momentos anteriores al estallido de la II Guerra Mundial: diez norteamericanos y dos sureuropeos.

     El nombramiento de un alemán como Vicario Apostólico recuerda al del irlandés O'Doherty como Arzobispo de Manila: ostentaban los cargos más elevados a pesar de la mayoría abrumadora de religiosos españoles. Es difícil saber con certeza las relaciones de la población con los religiosos anglosajones, pero Thompson incluye en su libro un comentario de un líder nativo de la Iglesia: «Los misioneros norteamericanos no saben la lengua nativa, no se mezclan con la gente y no están tiempo en la isla. Cuando ellos mueran, no será llorada su pérdida (64)».

     También hubo diferencias importantes entre la evolución filipina y la de Guam. El idioma español, por ejemplo, nunca había tenido en Guam una función de lingua franca porque todos los chamorros hablaban la misma lengua y, por otro lado, la élite chamorra (la más hispanizada y dispuesta a utilizar el español como forma de jactarse de su cultura) había sufrido una disminución importante a raíz de una epidemia en los años 20 (65). Los gobernantes norteamericanos, por otra parte, tenían una procedencia diferente: la Marina, y pueden ser calificados de más rudos y menos inteligentes que los Gobernadores civiles de Manila (66). En el caso de la religión, hacerse protestante no tuvo connotaciones de crítica a los frailes o al retraso de España frente a la modernidad de Estados Unidos. No es una afirmación basada en bibliografía y es necesario investigar más a fondo sobre esta cuestión, pero parece que, al contrario que en Filipinas, pudo ser una forma de protestar frente a ese catolicismo norte-europeo recién llegado. El mensual Guam Recorder, la única revista editada en la isla durante los años previos a la II Guerra Mundial, ofrece un semblante del reverendo Joaquín F. Sablán permite pensar en este hecho, además de ser la única persona que mantiene los acentos en su nombre (67).

     Guam, en definitiva, también mantuvo lo hispano hasta los años anteriores a la II Guerra Mundial de una forma semejante a lo ocurrido en Filipinas. Parte de la cultura chamorra había sido asimilada como tal por los chamorros guameños, el catolicismo era practicado con fervor por la mayoría aplastante de la población, siendo el eslabón principal en los lazos de Guam con España y, por último, la lengua española seguía ostentando un papel en la sociedad y no sólo en la colonia española. Era hablada por un pequeño pero influyente [39] segmento de la población, entre los cuales estaba el que quizás era el más importante empresario de la isla, Pascual Artero.



5. LA II GUERRA MUNDIAL Y SUS CONSECUENCIAS

     La Guerra del Pacífico parece haber sido el punto de no retorno en el declive de lo español en el Pacífico. Cuatro son las razones principales:

          A. Tanto en Filipinas como en Guam, las sociedades se vieron extremadamente alteradas por la experiencia bélica. La ocupación japonesa fue devastadora y aceleró el proceso de cambio en la personalidad y cultura chamorras. De nuevo, siguiendo a Laura Thompson, vemos que a partir de la colonización americana comenzó una segunda crisis histórica de la cultura chamorra y las condiciones de la isla durante la posguerra hicieron que este cambio asumiera agudas proporciones (68). El papel de lo español en esta transformación tuvo un papel escaso.

          B. La política de los Estados Unidos cambió después de la guerra: el área había de ser considerada un Lago Americano y, por ello, cualquier influencia externa era considerada sospechosa. Las vidas públicas y privadas de los guameños (chamorros e inmigrantes) fueron cada vez más reguladas a consecuencia de la Guerra Fría y de la importancia estratégica de la isla, entre otras razones (69).

          C. La vida económica de la isla cambió radicalmente. La oferta de trabajo para el Ejército o la Marina pasaron a hegemonizar la oferta laboral de la isla y las industrias nativas quedaron paralizadas. A primeros de enero de 1946, un total de 4.971 guameños estaban empleados a tiempo completo, ya fuese por las unidades militares o en estas industrias (70).

          D. La imagen de España empeoró. Su imagen internacional se debilitó después de ser aislada internacionalmente por razón de su reciente amistad con el Eje y con Japón. Con ello, la idea de los filipinos y probablemente de los chamorros sobre el período español cambió; si antes los aspectos positivos y los negativos estaban equilibrados, en la posguerra pasaron a dominar los negativos. La dictadura de Franco y la descalificación de España como estado paria enfatizaron la imagen de retraso de España y, consecuentemente, de la influencia que dejó sobre [40] la isla. Lo hispano dejó de ser símbolo de orgullo. Esta idea ha de ser elaborada más en profundidad, no obstante, porque el gobierno filipino defendió al régimen de Franco en las Naciones Unidas en los momentos de mayor aislamiento internacional, junto con países latinoamericanos. Parece innegable, no obstante, que la idea negativa de España no había estado tan extendida en la preguerra.

     El comportamiento pro-Eje del régimen franquista y de los españoles en Europa también tuvo su correlación en el Pacífico. El régimen de Franco tuvo un comportamiento claramente pro-japonés en los años anteriores al estallido de las hostilidades. En Filipinas, la comunidad española, mayoritariamente profranquista, había apoyado (o se había acomodado) a los japoneses, en parte por pro-fascismo, en parte por antiamericanismo, pues todavía se recordaba a Estados Unidos por haber «robado» las últimas colonias del Pacífico y de América a España (71). Es normal por tanto, que Washington tuviera dudas sobre la lealtad de la comunidad española en las Filipinas, aunque buena parte de ellos habían demostrado siempre sentimientos pro-americanos.

     En el caso de Guam, no obstante, Washington no podía tener dudas sobre la lealtad de los españoles. Ni había habido afiliados a Falange, ni había habido ningún tipo de politización y ni siquiera los religiosos habían predicado en castellano desde 1916 (72). Además, su comportamiento durante la guerra no puede ser considerado en absoluto como pro-japonés. En el caso de Pascual Artero, su hijo escondió en sus tierras al único marino norteamericano no localizado por las tropas japonesas tras la ocupación de la isla, George R. Tweed, y fue por ello el único condecorado tras acabar el conflicto, aunque mucha más gente hizo posible que estuviera escondido durante tres años. En el caso del Obispo Olano y su secretario, Jáuregui, fueron llevados a Japón a la fuerza al mes de ser ocupada la isla. De Tokio pudieron salir por medio de un intercambio y llegar a Goa, en la India. En este enclave portugués, Olano recibió el ofrecimiento de volver a España, pero lo rehusó para ir a Australia, desde donde pudo regresar a Guam poco después de la liberación (73). En Yap y Belau, además, seis jesuitas españoles fueron asesinados por las tropas japonesas en 1940 (74).

     No obstante, el declive de lo español en Guam fue semejante al de Filipinas. Quizás los norteamericanos no desconfiaran de los españoles como en Manila, pero las penalidades tras la guerra no se redujeron. Pascual Artero, probablemente, [41] fue el hombre de la isla con una mayor proporción de tierras confiscadas por las fuerzas norteamericanas, en parte porque, siendo extranjero, podía ser amenazado de deportación en caso de no acceder a las demandas. En el caso del Obispo Olano, se le conminó de nuevo a abandonar la isla con pocas horas de antelación; al contrario que en enero de 1942, en octubre de 1945, fueron los norteamericanos (75). La razón para esta ocasión no aparece clara en los diarios publicados tras la guerra, aunque se puede leer entre líneas cuando se refiere a la visita del Arzobispo de Nueva York, Francis Spellman, con una carta del Papa aconsejándole que renuncie a la Vicaría y un consejo de un obispo norteamericano referente a Nimitz, quien se había opuesto a su anterior entrada en Guam (76). La explicación más directa puede encontrarse en un manuscrito no publicado del padre Román de Vera sobre la Misión Capuchina en Guam que se encuentra, al igual que el otro que hemos citado anteriormente, en los archivos de la Orden en Burlada (Navarra). De Vera se refiere también a las órdenes de Spellman a Olano para que embarcase el mismo día y después se puede leer una frase que ha sido tachada: «Además, el Almirante (Nimitz) no quiere aquí españoles, que son franquistas y fascistas, y basta ya (77)».

     La herencia española pasó a la historia, quedó como una memoria del pasado. Los sueños chamorros de independencia, como afirma Van Peenen, prácticamente se acabaron (78)». En la sociedad guameña de posguerra se difuminó la idea de comunicarse en castellano para oponerse indirectamente al poder americano: la lealtad a las barras y las estrellas alcanzó proporciones fanáticas, según refiere Paul Carano en su historia de Guam (79). Tampoco tenía ya mucho sentido hablarlo para mostrar un status privilegiado porque el inglés invadió este espacio en la sociedad, al igual que muchos otros; las familias que antes habían usado el español en sus casas dejaron de usarlo y los niños ya no lo aprendieron más. Si lo hispano había tenido un significado anticolonial, lo mantuvo pero reducido a la mínima expresión. La única protesta en Guam con un posible tinte antinorteamericano fue organizada por el padre Óscar Luján Calvo, quien había estado muy asociado con Olano durante su estancia en Guam, cuando el marinero Tweed volvió a Guam, a causa de unos comentarios denigratorios hacia los chamorros en su libro (80). [42]

     Estos hechos no indican que Estados Unidos tuviera una política definida contra España en el frente del Pacífico. El régimen de Franco o la propia España no poseían suficiente fuerza como para hacer frente a la nueva potencia hegemónica o para llevar a cabo una política anti-estadounidense, si así se decidiera. Si España era débil entonces, más aún lo era en el Pacífico. Caso de existir una política por parte de Estados Unidos en esos momentos, no tenía que ser eminentemente anti-española o anti-algo, sino más bien pro-norteamericana. Había que fortalecer esa lealtad hacia Washington, por lo que era necesario cercenar las identidades alternativas.

     Esta es la cuestión principal, a saber, el hecho de que la cultura española hubiera sido aceptada por los nativos como la propia, «indigenizándola», y que hubiera llegado a formar parte de la identidad chamorra como tal. Si, al empezar la Guerra del Pacifico, la cultura chamorra presentaba una especie de equilibrio entre las aportaciones propias indígenas, las del pasado hispánico (filipinas, mexicanas y españolas peninsulares) y las del presente norteamericano, la mezcla fue recompuesta partir de 1945. A favor de la última parte. [43]



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Esquemas de pronunciación de lenguas del Pacífico (6): A) Pitigin de Papúa-Nueva Guinea; B) Pijin de las islas Salomón; y C) Bislama de Vanuatu

Carlo A. Caranci

AEEP



     Ésta es la sexta entrega de la serie cuyo título se indica arriba (81). Como se dijo en trabajos anteriores, con estas notas lingüísticas se pretende indicar al lector hispanohablante no-lingüista cómo pronunciar de forma aproximada los sonidos de lenguas oceanianas y del Pacífico. Hemos incluido en esta entrega el pidgin de Papúa-Nueva Guinea, el pijin de las islas Salomón y el bislama de Vanuatu, tres lenguas vehiculares de Melanesia con grandes semejanzas entre ellas, hoy lenguas oficiales en sus respectivos países.



A) PIDGIN DE PAPÚA-NUEVA GUINEA

     Se trata de una lengua «de contacto», un pidgin, que forma parte de los pidgins llamados neomelanésicos -como los otros dos incluidos en este trabajo-, originada entre los braceros de Nueva Bretaña que iban a trabajar a Queensland (Australia) a partir de mediados del siglo XIX y consolidado en los primeros veinte o treinta años del XX. Su léxico es, en casi un 85 por ciento, inglés, la gramática y la pronunciación de vocales y consonantes son melanésicas. Es lengua oficial de Papúa Nueva Guinea, oficialidad y adopción controvertidas, pues muchos lingüistas la rechazan por su carácter artificial y su pobreza; pero que en un país con varios cientos de lenguas ha llegado a [44] «demostrar» su utilidad por encima de éstas y del inglés. Es comprendida en todo el país, prácticamente, con variaciones regionales -algunas pronunciadas-; y los habitantes de Manus consideran que «su» pidgin es el más puro por contener más palabras melanésicas y menos inglesas. Lo hablan aproximadamente cuatro millones de personas.



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B) PIJIN DE LAS ISLAS SALOMÓN

     Lengua de las Islas Salomón, llamada pijin. Es un pidgin, es decir, una «lengua criolla», que se ha impuesto sobre las demás lenguas y dialectos del archipiélago. Se basa principalmente en el léxico inglés, aunque con fuerte proporción de términos de las lenguas locales, pero la estructura gramatical y la fonética es sobre todo melanésica. En las Salomón, con 385.000 habitantes, se hablan 87 lenguas más 13 dialectos, a los que hay que añadir el inglés. Esto explica que se hiciese necesaria, después de los primeros contactos con los europeos, una lengua vehicular. A partir del siglo XIX se forma el pijin, que comienza a adoptarse decididamente y a fijarse desde los años 30 del siglo XX, debido al uso que de él hacía la administración y, sobre todo, los misioneros. Los lingüistas tardaron en aceptar el pijin, al considerarlo un mero «broken English» o jerga, y la misma actitud tomaron ciertos sectores nacionalistas. Pero la necesidad de una lengua común acabó imponiéndose, pese a todas las críticas, en gran parte justas, contra el Pijin. Hay dos variedades de Pijin: una muy pobre, utilizada por los funcionarios -muchas veces no salomoneanos- para hablar con otros empleados; y una segunda, el verdadero Pijin, hablado por prácticamente toda la población y que tiene rango de lengua popular y aceptada, y de lengua oficial.

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C) BISLAMA

     Es la lengua oficial de Vanuatu, llamada también bichelamar [bilamaR] (de donde deriva el nombre de bislama). Es una lengua vehicular o de contacto, un pidgin, surgida en el siglo XIX de las relaciones entre europeos y las numerosas comunidades melanesias de Vanuatu, que hablaban lenguas diferentes (entre 105 y 115 lenguas, para 170.000 habitantes en 1997). A las lenguas melanésicas se añadieron el francés y el inglés de las administraciones del condominio franco-británico sobre lo que entonces se llamaban Nuevas Hébridas. Es una lengua muy semejante a otros pidgins melanesios, como el pidgin de Papúa-Nueva Guinea y el pijin de las Islas Salomón, que suelen denominarse en conjunto lenguas neomelanésicas -que algunos lingüistas no consideran verdaderas lenguas-. Se basa sobre todo en el léxico inglés, pero no faltan los términos franceses; la gramática y sintaxis es básicamente melanesia; se consolidó como pidgin en los años 30 del siglo XX. Es la lengua utilizada por prácticamente toda la población, lo que permite entenderse por encima de las lenguas melanésicas y del francés e inglés.

     En el esquema de pronunciación que sigue no se tendrán en cuenta las numerosas variaciones regionales de la pronunciación del bislama.

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Experimentos sobre la pequeñez de lo nacido: los indígenas de Norfolk versus el Estado australiano

Antonio Pérez



1. HISTORIA (1790-1996): PREJUICIOS Y PETRÓLEO MEMORIOSO

     Las reuniones del Grupo de Trabajo sobre Poblaciones Indígenas (82) de la ONU que se celebran a finales de julio en el Palais des Nations (Ginebra), se han convertido en el foro internacional indígena más variado y numeroso. A la 14ª sesión (1996), asistieron 236 organizaciones indígenas e indigenistas, entre ellas trece australianas (83), a las que habría que añadir una decimocuarta, objeto de estas notas: la Society of Pitcairn Descendants, de la isla de Norfolk.

     La Society of Pitcairn Descendants (SPD) fue formada en junio de 1977 por un grupo de 24 isleños de Norfolk (84), todos ellos descendientes de aquellas [54] tahitianas que, con los amotinados de la HMS Bounty y sus cuasi-aliados tahitianos, llegaron a la isla de Pitcairn el 23 de enero de 1790. Los objetivos de la SPD son de índole política autonómica antes que meramente culturales (85), pero llama la atención el énfasis puesto en la historia de sus derechos adquiridos y, sobre todo, en la autoctonía del sistema comunitario que desarrollaron en Pitcairn y que llevaron consigo a Norfolk como si se tratara de su patrimonio más querido.

     En efecto, en sus estatutos (cfr. nota4) se subraya que su autonomía se basa en la comunidad (# 2) y que el Poder es siempre delegado por ella (# 4). [55] Estas normas, concienzudamente democráticas, dícenos la Historia que provienen de los talantes del teniente de navío -luego, amotinado y pirata- Fletcher Christian y del marinero John Adams, en 1800 único inglés superviviente en Pitcairn. Christian era, según la misma Historia eurocéntrica, hombre de esmerada educación -se recalca que fue compañero de escuela del poeta Wordsworth-, mientras que, al parecer y por el contrario, Adams era un londinense pobre e iletrado. De lo que no cabe duda es de que ambos fueron hombres libres y cabales, como lo prueban su amotinamiento y, en el caso de Adams -no en el de Christian pues éste murió, querido por ingleses y tahitianos, dos años después de llegar a Pitcairn-, aún por encima de tan dignísima decisión, el que no fuera acusado ni víctima en las rebeliones de los «aliados» tahitianos, motines provocados por el trato brutal al que estaban sometidos y que costaron la vida a la mitad de los amotinados ingleses.

     Es moneda demasiado corriente atribuir el carácter democrático de las normas pitcairnianas y norfolkianas a aquellos dos personajes ingleses pero, con no menor razón, podríamos atribuirla a sus aliados/as polinesios. A fin de cuentas, las madres eran todas tahitianas (86) y es trivial suponer, en primer lugar, que fueron ellas las que transmitieron a la primera generación de pitcairnianos aquellos valores democráticos (87). En segundo lugar, como lo demuestran sus motines contra algunos de los amotinados de la Bounty, es obvio que los tahitianos, aunque sólo fuera por su número y por su -pensamos-, superior adaptación [56] al medio tropical isleño, debieron suponer una fuerza equiparable a la inglesa y, a largo plazo, superior a ella.

     Mientras las primeras generaciones de pitcairnianos afianzaban su sistema comunitario, la Corona inglesa decidió observarles anualmente (88), colegimos que no para aprovechar las enseñanzas sociales de su comunitarismo sino como caso ejemplar para la Eugenesia -por entonces naciente pseudociencia-. A partir de 1839-1855, Pitcairn comenzó oficiosamente a ser conocido como «the Experiment» (Denison, Selwyn; cits. en Society: 3). Mientras tanto, la colonia penitenciaria de Norfolk había sido abandonada pero, como el tráfago de balleneros hacía aconsejable mantener en esta isla una base permanente, la Corona decidió repoblarla con los pitcairnianos. De esta manera, mataba dos pájaros de un tiro: creaba una factoría y continuaba con un experimento «científico» (89).

     Sin embargo, los experimentos científicos tienen un coste político nada desdeñable. Con ello no nos estamos refiriendo a los costes sociales que pagaron los pitcairnianos (90) sino, visto desde la óptica inglesa, a que asegurarse la [57] pulcritud del Experimento implicaba, en palabras de W. Denison, Gobernador de Nueva Gales del Sur, concederles la posesión completa de Norfolk en orden «as to leave no room for other settlers»; de estas graciosas concesiones se derivan parte de los fundamentos legales de las reivindicaciones de la SPD (91).

     Por otra parte, el igualitarismo de los neonorfolkianos amenazó la continuidad de El Experimento sólo tres años después de comenzado. Su supuesto mentor, el gobernador Denison, visitó la isla en 1859 y, a la par que deploró los efectos deletéreos de «this petticoat govermnent» -léase, que las mujeres votaban en igualdad de derechos-, aprovechó para requisar el documento en el que se hacía a los pitcairnianos dueños y señores de Norfolk. A partir de aquel año, la administración colonial esperó el momento apropiado para eliminar todo trazo de autonomía en el gobierno de la isla de Norfolk. Tal ocasión llegó en 1896 y el pretexto utilizado -qué casualidad-, también tuvo que ver con el feminismo; a saber, la «excesiva indulgencia» con la que la Justicia de los norfolkianos había castigado a una madre que tiró a un pozo a su recién nacido -hijo ilegítimo- (92). [58]

     Durante todo el siglo XX, Australia olvidó sistemáticamente mencionar a la isla de Norfolk en su ordenamiento constitucional; no ocurría lo mismo con otras islas marginales cuales eran Cocos, Christmas y Papúa -ésta última, «inolvidable» por obvias razones de extensión y población-. Los norfolkianos poseyeron pasaporte británico hasta 1948 y australiano desde entonces pero, por mor de los continuos olvidos administrativos y constitucionales, si seguimos la letra de la Ley, teóricamente continuaban gozando de amplia autonomía dentro de la Corona inglesa.

     Todo cambió a principios de los 1970s, cuando los informes geológicos señalaron la existencia de combustibles fósiles en las aguas territoriales de Norfolk (93). Australia encargó instantáneamente el Informe Nimmo (cfr. nota 3); éste recomendaba la anexión pura y simple por lo que los norfolkianos intentaron recurrir a la ONU quien, debido a las presiones australianas, ni siquiera les oyó. No obstante, la United Nations Association de Australia, publicó en 1978 un estudio exhaustivo sobre el estatus de Norfolk; en él se subrayaba que «the official Australian stance on Norfolk Island is, in short, patently ludicrous». Según este mismo estudio, al absurdo general se añadía el específico de que el Departamento de Asuntos Exteriores de Australia se aferraba a la «metropolaneidad» de Norfolk «on the rather specious basis that no other member of the UN has ever proposed otherwise» (cit. en Society: 16)

     En febrero y diciembre de 1991, a través de dos referenda, los pitcairnianos de Norfolk rechazan por más del 80% ser integrados en electorado federal australiano alguno. El gobierno australiano ignora el primero por «prematuro» y califica de «irrelevante» el segundo. [59]

     En 1993, con motivo del Año Internacional de los Pueblos Indígenas, la SPD informa a la ONU que los pitcairnianos de Norfolk son los indígenas de esta isla puesto que son el primer pueblo completo que se establece en ella permanentemente, un «quite separate an district People». Desde entonces, la SPD ha proseguido su campaña de información internacional dejando muy claro que la autodeterminación que persigue no significa que busque la independencia (94).

     Finalmente, en agosto de 1996, la SPD asiste en calidad de Pueblo Indígena a la 14ª sesión del Grupo de Trabajo sobre Poblaciones Indígenas de la ONU. En sus declaraciones, subrayan que son «perhaps the smallest, youngest and most unique peoples on earth» (95) y datan desde 1896 su exactamente centenaria lucha por la autodeterminación -fecha en la que el Reino Unido decidió unilateralmente transferir a New South Wales aquella su hasta entonces colonia-. Además, se acogen a la definición de «pueblo indígena» desarrollada en un Informe de la ONU (96), para considerarse y ser considerados como el Pueblo Indígena de Norfolk.



2. COMENTARIO

2.1 La doble lógica de lo pequeño

     El problema planteado por la SPD -la desatendida reivindicación de su etnicidad-, no es único ni siquiera en Australia -los malayos de Cocos y los isleños de Christmas se encuentran en parecida situación-. Se inscribe en el [60] marco amplio de la renuencia estatal a reconocer a las minorías y en los horizontes cada vez más específicos de su repugnancia a admitir que algunas de esas minorías sean indígenas, sentimiento agravado cuando los indígenas son escasos numéricamente hablando.

     Es tópico popular que de muchos pueblos indígenas quedan tan escasos miembros que el mismo pueblo se encuentra al borde de la extinción. Pero el caso de los pitcairnianos de Norfolk sobrepasa los estrechos márgenes de las banalidades recibidas porque son un pueblo mínimo nacido en tiempos históricos -y, además, recientes y bien documentados-. Para los primeros sólo parece quedar la conmiseración ajena -y suponemos que la desesperación propia-, pero, con respecto al segundo, los sentimientos que suscitan no pueden estar más encontrados puesto que, por un lado, suponen la negación de que no volverá a surgir ningún pueblo indígena -lo cual provoca desasosiego en el universo de los lugares comunes-, mientras que, por el otro, son tan escasos sus individuos que parecen confirmar los prejuicios habituales sobre la imposibilidad de que «la Historia dé marcha atrás» -esa Historia que, para tantos amaestrados, se confunde con la narrativa de un Progreso continuo e irreversible que, además, es sinónimo de homogeneización-.

     La existencia de la SPD demuestra pública y notoriamente que la tasa de reproducción étnica -un instrumento útil para el estudio de otros pueblos indígenas-, no es un numeros clausus. O, lo que viene a ser lo mismo, que una sociedad puede partir de cero. Para que esta misma sociedad se reproduzca no es imprescindible que el número de sus individuos sea elevado sino, simplemente, que encuentren algunas facilidades físico-históricas. Ello, huelga añadirlo, no supone que el caso de Norfolk sea extrapolable a otros contextos -nada sería más de nuestro agrado que pudiera aplicarse al caso de, por ejemplo, tantos pueblos amazónicos que no han podido reproducirse por escasez numérica de sus componentes-.

     Lo que llama nuestra atención es que, a pesar de que un mínimo volumen de población no ha supuesto la desaparición de los pitcairnianos ni siquiera que esté amenazada su tasa de reproducción étnica -ni, perogrullescamente, ha impedido su nacimiento-, la lógica recibida tiende a amaestrarnos en el convencimiento de que los pueblos indígenas tienen que ser «suficientemente» (¿cuánto?) numerosos o, de lo contrario, no pueden ser reconocidos; es decir, como si los Estados no tuvieran potencia visual suficiente para reconocer a unos pocos indígenas sino que, aquejados de alguna clase de miopía sociológica, sólo pudieran apreciar grandes masas. Es más: como si los Estados no estuvieran en la obligación de acatar hasta los últimos detalles de sus propios censos. No de otra manera comienza la marginación.

     Pero, veamos qué ocurre cuando esta pseudológica aritmética se aplica a la lógica estatal: si la seguimos al pie de la letra, no deberíamos reconocer la existencia [61] de Estados pequeños. Cuando la evidencia histórica nos los pone delante (97), siempre nos queda el argumento de su imposible reproducción. Pero ocurre que, si bien el concepto de reproducción étnica está en perpetua discusión, no ocurre lo mismo cuando de la reproducción estatal se trata -se da por hecho natural y bendito y sólo se discute la oportunidad de su bendición perpetua-.

     Además, basándose en la supuesta naturalidad e ineluctabilidad de lo que no pasa de ser una muy moderna forma de organización política occidental, se suele ocultar o al menos desconfiar de todo aquello que la defina contingentemente. Por ejemplo, de la noción misma de creación de Estados -sea ella por partenogénesis, sea por aglutinación-, puesto que, relegándola al pasado histórico, viene en puridad a creerse en su generación espontánea -cuando no suele sustituirse por la más cómoda idea de su perpetua articulación; lo cual, en algunos casos, sólo describe el propósito de extender su poder a todo su territorio-. Por lo tanto, si de la mismísima creación estatal se duda, con doble (pseudo)razón se niega que pueda haber reproducción estatal. O, retornando a los Pitcairnianos: porque son pocos, se niega su existencia como indígenas lo cual sirve a algunos de contrapeso a su fe -no pueda llamarse de otra forma- en la existencia de microestados. Y cuando se impone la evidencia de que son pocos e indígenas, entonces se reniega de que puedan reproducir su sociedad. Con lo cual -una vez más, el contrapeso por no hablar de contradicción-, se mantiene la fe en la reproducción natural de los Estados, micros o macros. [62]



2.2. Virginidad y etnicidad

     Dejando aparte los problemas políticos suscitados por la SPD, nos resta por comentar un tema más cercano a la etnografía: el caso de las tierras vírgenes. Por no remontarnos más atrás, observaremos que, cuando comenzó la expansión europea, amén de los casquetes polares, todavía quedaban algunas islas y/o archipiélagos sin ocupación humana. En algunos casos -como el mismo Pitcairn-, los hallazgos arqueológicos nos demuestran que estuvieron habitados illo tempore; en otros, como Cabo Verde, no tenemos -por ahora- prueba alguna de antropización (98).

     Pero, en los 361 años que median entre los descubrimientos de Cabo Verde y de Kerguelen, los europeos colonizan prácticamente todo el planeta. Es muy conocido que estos empeños colonizadores comienzan habitualmente con la extinción de segmentos muy llamativos de la biodiversidad local (99); pertenece menos al conocimiento popular el proceso de creación de sociedades isleñas formadas a partir de elementos disparejos -blancos dominantes y otras razas, dominadas-, en un entomo inédito para todos y con una economía supeditada a las exigencias del comercio internacional -interimperial-.

     El choque entre un proceso primario como el colonizador -primario porque en él existe la esclavitud pura y dura- y un proceso tan aparentemente moderno, complejo o secundario como el de la globalización de la mercancía, encuentra en las tierras (ex)vírgenes una curiosa ilustración. Cómo se llegan a [63] crear naciones numerosas (100) a partir de «la nada», también es tema digno de estudio. Pero, desde el punto de vista antropológico, las más sustanciosas enseñanzas que nos pueden ofrecer las islas vírgenes giran alrededor de la creación de sus etnicidades -cuando es el caso-. El ejemplo de Norfolk nos muestra que, a partir del mantenimiento secular de normas democráticas, puede surgir una nueva etnia, sin que importe que sea doble su origen racial, su volumen demográfico, la extensión de su territorio o el nacimiento mixto de su cultura. [64]



BIBLIOGRAFÍA

     DENISON, William: Varieties of Vice-Regal Life, Longmans Green, Londres 1870.

     MARTÍNEZ COBO, José R., Estudio del problema de la discriminación contra las poblaciones indígenas; ONU [Doc. E/CN.4/Sub.2/1986-1987/4 addendas], Nueva York-Ginebra; 5 vols. [1º: 287 pp.; 2º: 358; 3º: 362; 4º: 418; 5º: 48]; 1986-87.

     SELWYN, Bishop, Archivos, en el War Memorial Museum de Auckland.

     SOCIETY OF PITCAIRN DESCENDANTS (comp.). A Political History of the Pitcairn People in Norfolk Island from 1856 to 1996. In Brief, and in Chronological Order Greenways Press, Norfolk Island, Pacífico Sur 28 pp. 1996.



     NB. Para más información: The Society of Pitcairn Descendants; P.O. Box 780; Norfolk Island, Oceania (Australia); Tel: *6723-22.642 y Fax: *6722-22.903. [65]



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La administración colonial española en Filipinas durante el Sexenio: toma de conciencia de una problemática particular y voluntad reformadora (1869-1879)

Jaume Santaló i Peix

Universitat Pompeu Fabra



                «(Desde 1865) nuestro comercio con el Archipiélago, ha permanecido en situación más o menos estancada.(...) La abolición de unas cuantas restricciones era de poco provecho permaneciendo sin alteración la mayor parte del sistema de administración colonial.

     La renta tabaquera no da, hace años, señales de progreso. Se saquea al Gobierno y la gente del campo está reducida a un estado de esclavitud... Uno no puede comprender la apatía del Gobierno Español.

     El servicio personal es con frecuencia objeto de abusos. El trabajo que se debe al Estado es muchas veces monopolizado por individuos, oprimiendo así a la gente del campo y descuidando las obras públicas.

(La corrupción) de los empleados de aduanas les lleva a enriquecerse de manera infamante y vergonzosa a costa de los comerciantes.

     Estos son puntos que sólo el Gobierno Español puede remediar cuando llegue a consolidarse. El estado actual del Archipiélago es un oprobio para España» (101)

          

[66]

                «El estado del Tesoro de Filipinas es realmente doloroso y alarmante. No es ya que el presupuesto se salde con un crecido déficit; No es que no se pueda atender a la construcción de vías de comunicación y otras obras que tanto se relacionan con la riqueza del país; No es que se encuentren dificultades para atender a los gastos más precisos y se ve el Gobierno obligado a pedir anticipos al banco, a las Comunidades religiosas y a los fondos locales: Es que ya se ha pasado por todos estos grados, porque el mal viene de muy atrás: Es que hace tiempo se están desatendiendo obligaciones tan sagradas como el pago a los cosecheros del tabaco... produciendo un descontento peligroso en las provincias colectoras de aquel artículo; Es que el mal está tocando a su periodo álgido; Es que se acerca el día en que no se podrá pagar al Ejército y la Armada, y esta situación (va) minando precisamente nuestra dominación en aquel Archipiélago y ha de dar lugar a serios y gravísimos conflictos si no se le pone pronto y eficaz remedio.

     Triste, pero forzoso, es confesarlo: somos pobres en Filipinas y como pobres tenemos necesariamente que obrar.» (102)

          

     La comparación de estos dos documentos me parece interesante por dos razones: la primera porque se trata de dos observaciones sobre el estado de las Filipinas hechas, una desde la perspectiva de la administración colonial española, y la otra desde la perspectiva de lo que podríamos llamar un «usuario» extranjero de tal administración, buen conocedor de la misma y representante del país con más intereses coloniales en el planeta en esos momentos. La valoración global de lo que ocurre en Filipinas no parece ser muy distinta.

     La segunda razón se ciñe al momento en que estas observaciones fueron hechas. Se trata de la recta final del Sexenio, un periodo en el que, entre otras muchas cosas, la cuestión de las reformas políticas y administrativas en las posesiones de ultramar estuvieron en el primer plano del debate político, aún cuando la insurrección cubana necesariamente las eclipsó de forma temporal.

     Por lo tanto, se puede tratar de dos buenos documentos para encabezar un artículo que quiere centrarse principalmente en el análisis de la situación de la administración colonial española de Filipinas en este último tramo de la política del Sexenio. [67]

     Para ello, me basaré fundamentalmente en una fuente de carácter oficial como son las Memorias de Gobierno de los Capitanes Generales -en este caso las de Rafael Izquierdo y Juan Alaminos, especialmente las del primero-, pero también utilizaré otro tipo de documentación, de carácter extraoficial, que podrá servir de contrapunto a las primeras. Se trata de la correspondencia privada y reservada que el ministro de ultramar Víctor Balaguer mantuvo durante su segundo paso por este ministerio con diversos individuos situados en la administración española de aquella colonia (103).

     Pero antes de entrar de lleno en el análisis de esta documentación, es necesaria una pequeña contextualización política de lo que el Sexenio significó para los territorios españoles de ultramar:

     El Gobierno provisional surgido de la Revolución de 1868 expresó rápidamente su voluntad de dar una salida definitiva a los problemas planteados por la no promulgación de las «Leyes Especiales» que la Constitución liberal de 1837 había reservado para el gobierno de las colonias de Ultramar (104).

     Así, la Constitución de 1869, fundándose en preceptos asimilacionistas, estableció la extensión de todos los derechos y deberes recogidos por ella a las provincias ultramarinas de Cuba y Puerto Rico, igualándolas, por lo tanto, a cualquier otra provincia de la Península. Si bien su posterior aplicación fue lenta y llena de dificultades en Puerto Rico y totalmente aplazada en Cuba a causa de la insurrección, hay que destacar el hecho que Filipinas salió aun más perjudicada, ya que quedó totalmente al margen de esta nueva legislación: la nueva Constitución establecía que el régimen por el que se gobernaban las provincias españolas situadas en el Archipiélago Filipino serían reformadas por una ley. Es decir, se continuaba en el régimen de «leyes especiales» para el caso filipino.

     Esta distinción entre territorios ultramarinos tenía gran trascendencia: significaba que, por primera vez, la política colonial española iba a dividirse en dos vías diferentes: una antillana y otra para el Pacífico y África. [68]

     En su estudio sobre las instituciones filipinas del siglo XIX, la profesora Celdrán recoge ampliamente los debates suscitados por estas cuestiones en las Cortes Constituyentes, y resalta que en el caso filipino fueron muy pocas las voces que se levantaron en contra de esta discriminación efectiva en la representación política y la extensión de los derechos constitucionales para el Archipiélago (105). Una de estas pocas voces -la del diputado Pellón Rodríguez- intuyó perfectamente lo que sucedería a raíz de este precepto constitucional, haciendo notar su desconfianza ante las promesas de la promulgación de una ley especial para el gobierno de Filipinas ya que -y ahora cito las palabras del diputado- «esta promesa se viene haciendo en todas nuestras Constituciones hace tiempo» (106).

     Los argumentos utilizados para sostener esta discriminación fueron siempre del mismo tipo: Filipinas no había llegado al estado de desarrollo político y social necesario como para acceder a unos plenos derechos políticos en consonancia con la Península. Y, para reforzar esta tesis, se exhibía el dato estadístico que mostraba que la población ilustrada filipina capaz de participar en la vida política no suponía más de un 5% del total del Archipiélago.

     Francisco Silvela en 1869 -como miembro de la Comisión del Gobierno durante el debate constitucional- y López de Ayala en las Cortes de 1871 -como ministro de ultramar- utilizaron estos argumentos. Unos argumentos que contaron con el inestimable soporte del filipinista Patricio de la Escosura (107) que, yendo más allá, afirmó que los que criticaban la acción del Gobierno en Filipinas lo hacían porque no tenían el más mínimo conocimiento de aquel país (108).

     Posteriormente, en 1873, el proyecto de Constitución Federal de la I República confirmó la discriminación de las Islas Filipinas manteniendo para ellas un estatuto de legislación especial» cuando en la misma constitución Cuba y Puerto Rico eran consideradas «estados» federados con las mismos derechos que los de la Península. [69]

     Parece claro, pues, que tras unos primeros momentos de profundo reformismo practicado fundamentalmente por el ministro de ultramar Moret, pero también por Becerra -abarcando el periodo que se extiende entre el mes de julio de 1869 y diciembre de 1870-, la posición oficial de los gobiernos del Sexenio respecto a Filipinas se basaba en el convencimiento de que las únicas y necesarias reformas que convenían allí eran las puramente administrativas. Y a ello se aplicaron con más o menos voluntad y fortuna.

     En sus Memorias de Gobierno, los capitanes generales Rafael Izquierdo y Juan Alaminos -que gobernaron el Archipiélago desde abril de 1871 a marzo de 1874- dan testimonio de esta problemática.

     De su lectura, pienso que primeramente hay una cosa importante a resaltar: siendo ambos unos militares de trayectoria progresista, y partícipes y defensores de los postulados de la Revolución de 1869, su comprensión de la política a ejercer en Filipinas les obliga a practicar un clarísimo viraje conservador (109). Siendo consciente de la contradicción en la que incurría, el general Izquierdo justifica su postura en unos términos muy parecidos a los argumentos que antes citábamos como los expuestos en las Cortes para justificar la discriminación política de Filipinas: «...aquí no hay ni puede haber partidos políticos, que la autoridad, cualesquiera que sean sus ideas en la Península, al llegar a estas Islas deja todo partido político para no ser más que español, que, considerando aquí el Gobierno como política, no puede hacerse otra que la conservadora.», y por esta razón alerta que «... Debe vivirse siempre prevenido; que toda reforma antes de intentarse debe ser muy meditada, porque dadas las condiciones del país y los recursos con que contamos podría producir una perturbación de gravísimas consecuencias... De la buena administración, de sostener levantado el principio de autoridad y de mantener el prestigio y la dignidad del nombre español depende la conservación de este rico territorio para la nación española (110)

     Es cierto que durante su mandato, el general Izquierdo tuvo que hacer frente a un hecho de suma gravedad para la dominación española del Archipiélago. [70] Me refiero a la insurrección militar de Cavite, un episodio de desafío a la autoridad española jamás producido anteriormente y que tuvo una importancia fundamental en la definitiva orientación conservadora en la política filipina de los gobiernos del Sexenio. Para Izquierdo, esta insurrección era la prueba más evidente de la inconveniencia de la extensión de las libertades constitucionales a la colonia asiática: Tras señalar a los mestizos y los españoles-filipinos como sus principales impulsores, y al periódico «El Eco Filipino» como principal difusor del ideario separatista, Izquierdo arremete contra la libertad de prensa que, si no de forma legal, se había aplicado «de facto» en Filipinas, y recuerda que para algo está la «legislación especial»: «Mi sucesor no deberá olvidar que la Constitución no alcanza a estas Islas, las cuales, según la misma Constitución, se rigen por leyes especiales. Que aquí existe la previa censura, que aquí no hay partidos políticos más que españoles, y por consiguiente, que no habiendo más política que la de Todo por España y para España, no puede permitirse ninguna clase de publicación que directa o indirectamente atente a la integridad de la Nación, a los poderes constituidos o al principio de autoridad». Reafirmándose en su convicción de que la Península y Filipinas no tienen las mismas necesidades, agrega: «La prensa local no debe ocuparse si no de las mejoras materiales del país, debe ser el apoyo de las autoridades y no el censor de ellas, por que, esto último que en España es muy conveniente, aquí perjudica como todo cuanto redunda en desprestigio de la Autoridad (111)».

     Pero tanto Izquierdo como Alaminos no se autoengañaban y sabían perfectamente que tal desprestigio de la autoridad tenía unas causas muy concretas y que la prensa solamente las ponía en evidencia: los abusos, la corrupción administrativa y la marginación efectiva de sectores muy significativos de la población filipina creaban un profundo malestar. En sus Memorias de Gobierno, los dos capitanes generales reconocen que el desprestigio español a ojos de los indígenas era causado por los numerosos abusos que sobre ellos se cometían principalmente con la satisfacción de las prestaciones personales. Por su parte, el principal motivo de agravio de los españoles-filipinos (es decir, los españoles nacidos en el Archipiélago, y en muchos casos con arraigo de varias generaciones) se fundamentaba en su marginación de los cargos públicos y de los principales puestos de todas las carreras, que eran ocupados siempre por peninsulares. Y finalmente, los mestizos -los cuales componían la mayoría del clero secular y una buena parte de la suboficialidad del Ejército de Filipinas veían como a los primeros se les apartaba del ejercicio de curatos en beneficio de las órdenes religiosas peninsulares (como fue el caso de Mindanao), y a los segundos se les negaba la promoción dentro del Ejército. [71]

     Este cúmulo de agravios era una buena base en la que podía arraigar fácilmente el descontento y la oposición a la dominación española en un contexto en el que la Revolución y el ensanchamiento de libertades en la Península permitió -al menos en un primer momento- la formulación y difusión de ideas emancipadoras también en Filipinas.

     Pero más importante aún para el desprestigio español en aquellas islas era la grave crisis de su Hacienda y la consecuente paralización de lo que se suponía que eran las funciones y obligaciones de una administración pública.

     El mal funcionamiento de una administración sin recursos se veía agravado por los constantes cambios de gobierno producidos en la metrópoli, con sus correspondientes relevos en el Ministerio de Ultramar y, por lo tanto, la modificación de objetivos y prioridades en las reformas a ejecutar. Esta falta de continuidad en la política metropolitana para Filipinas repercutía directamente, no sólo en la realización efectiva de las reformas, sino también en el funcionamiento diario y más básico de la administración. Cada cambio de gobierno en la Península conllevaba la substitución de la casi totalidad de los funcionarios destinados en Filipinas por nuevos empleados que, si bien eran afines al nuevo gobierno establecido, también eran completos desconocedores del funcionamiento de esa administración.

     Estos dos factores -una Hacienda al borde de la quiebra y una administración inestable, incompetente y a menudo corrupta- eran la causa principal del desprestigio de la dominación española en Filipinas y, a su vez, de la incapacidad metropolitana para dar un vuelco a la situación.

     Así lo entendía el capitán general Rafael Izquierdo: «A mi llegada a las Islas me encontré con una administración desquiciada por efecto de los constantes cambios de personal y malas condiciones de éste, con el principio de autoridad desconocido u olvidado,... (y) con la más basta conspiración que se haya conocido en Filipinas ya preparada y próxima a estallar. (...) Únase a esto la angustiosa situación de la Hacienda arrojando en sus presupuestos un déficit anual de más de 20 millones de pesetas y debiéndose más de ocho millones a los cosecheros de tabaco y se comprenderá fácilmente lo grave de la situación en que encontré el país.» (112)

     Y aquí saca a relucir un problema fundamental: Para una Hacienda cuyos ingresos a lo largo del siglo XIX fueron dependiendo cada vez más del estanco del tabaco, el mal funcionamiento de esta institución podía acarrear problemas gravísimos: «Entre las deudas del Tesoro figura una sagradísima. (...) Me refiero a la deuda con los pueblos cosecheros de tabaco. (...) Prohibir a los pueblos que se dediquen a otro cultivo que el del tabaco, obligarles a cultivarlo, [72] a quemar el malo, recogerles el bueno y luego no pagarles, es el colmo de la injusticia, y es motivo que los enemigos de España explotan con gran éxito.» (113)

     La presión de la Hacienda peninsular, la inadecuada solución hacendística dada al desestanco del ramo de alcoholes en 1862 y una constante presión de los costes de explotación del estanco eran, según el profesor Fradera, las causas que le habían llevado a la crisis, arrastrando con él a la hacienda filipina (114). Desde el inicio de la crisis en los años sesenta hasta su solución con el desestanco en 1882, tenemos un periodo de veinte años -incluidos los del sexenio- en el que esta crisis fue agravándose más y más y debió ser motivo fundamental de la desorganización de la dominación española en el Archipiélago.

     Izquierdo reconoce que, casi a hurtadillas, ha tenido que desviar fondos de las Cajas de la Administración Local hacía la Caja Central de Manila para poder cumplir con los mínimos, aún cuando era consciente de los trastornos que estas operaciones provocaban en las provincias: «No necesito recomendar a mi sucesor la mayor parsimonia en esta clase de operaciones, por que, desde luego comprenderá que estando destinados los fondos locales al fomento de los intereses morales y materiales de los pueblos, al distraerlos de esta aplicación se causa un perjuicio evidente, y sólo poderosísimas causas de alta política, de honra nacional o cuando de no recurrir a este medio pudieran resultar mayores perjuicios al Estado y al país, es cuando debe utilizarse este recurso.» (115) Parece claro, pues, que durante estos años se dieron estas poderosísimas causas a las que alude.

     Y éste fue el panorama que el penúltimo ministro de Ultramar del Sexenio, Víctor Balaguer, se encontró cuando accedió al cargo. Los informes confidenciales y reservados enviados por sus corresponsales refuerzan -ya para terminar- esta visión de casi absoluto descalabro de la administración española en Filipinas durante estos años que supuestamente tenían que haber sido los de la, sino equiparación política con la Península, sí al menos los de la puesta en práctica de profundas reformas en todos los terrenos. Pero la realidad era otra mucho más cruda. La obligatoriedad de las reformas no venía marcada por un intento de mejorar la condición de la población filipina y la rentabilidad de la colonia, sino para frenar un proceso de degradación que amenazaba con llevarla al colapso e incluso a su pérdida definitiva. [73]

     José Sahagún, un ex-funcionario de la Hacienda filipina con experiencia de años, advertía a Balaguer con una gran dosis de realismo: «Deseo como el que más que mi patria esté representada hasta con lujo en sus colonias como puede estarlo Francia, Inglaterra o Holanda. Pero hoy, en lo que hoy aquí se refiere, es absolutamente imposible. Crear nuevas atenciones siendo los ingresos los mismos o aún menos, indefectiblemente es crear déficit. Contrarrestemos esta ruinosa marcha nivelando uno con lo otro, haciendo economías dentro del presupuesto... y se conseguirá, además de entrar en una ordenada marcha, acrecentar nuestro prestigio hoy en decadencia por no satisfacerse a su debido tiempo obligaciones sagradísimas.» Evidentemente, cuando hablaba de obligaciones sagradísimas» se refería al pago a los cosecheros del tabaco: «Que (las nuevas construcciones y grandes reparaciones) no puedan llevarse a término en tan breve plazo como es de desear, es preferible a que se dé el caso de que un mestizo que toma una contrata, cumpla con lo marcado en ella hasta su terminación, se presente en tesorería en demanda de que se le satisfaga la cantidad por lo que la ha tomado y se le conteste que vuelva otro día por que no hay dinero, (debiendo) cesar el espectáculo de adeudar a los cultivadores de tabaco dos y tres cosechas.» (116)

     El testimonio del Alcalde Mayor de la provincia de Cagayán -la principal zona productora del estanco- confirma nuevamente esta situación: «El déficit de presupuesto se deja sentir gravemente. Estas provincias tabacaleras están arruinadas por completo por falta de pago de las cosechas.» (117)

     Esta desesperada situación de la Hacienda se vio agravada por el aumento de gastos militares que significó, por una parte la ampliación del número de tropas peninsulares en el Archipiélago a raíz de los miedos provocados por la insurrección de Cavite, y por otra parte a causa de la guerra que en 1871 se había iniciado contra el Sultanato de Joló.

     Así mismo, las luchas internas entre los peninsulares de diferentes opciones políticas destinados en Filipinas -reproduciendo las de la Península- tampoco contribuyeron en nada para la estabilización de la administración española del Archipiélago.

     Si a todo ello le sumamos el clima de oposición -ahora ya organizada ejercida por los mestizos, los españoles-filipinos y, según parece, por buen número de extranjeros (118), podemos hacemos una idea global de las graves dificultades [74] por las que atravesaba la dominación española de Filipinas durante ese periodo.

     El Gobernador Civil de Manila -uno de los corresponsales más asiduos de Balaguer al que, por otra parte, su partidismo político y excesivo patriotismo a menudo le hacía caer en los mismos errores que denunciaba- pedía reformas concretas -como la separación de la administración de gobierno y la de justicia, la sustitución de todos los gobiernos político-militares por gobiernos civiles de provincia, o la centralización de la fuerza de gobierno-, pero no dudaba en señalar también la crisis hacendística y la corrupción administrativa como la clave de los problemas: «La Hacienda está completamente perdida. La Caja de Fondos Locales es una verdadera caja de Pandora (...) Esta administración es un abismo en que desaparecen los fondos del estado. ¡Desfalcos sobre desfalcos: atropellos sobre atropellos; escándalos sobre escándalos! Que fije el Gobierno su atención en el tabaco, que la fije en las tallas, que resuelva estas dos cuestiones que son de vida o muerte para el Tesoro.» (119)

     Reformas administrativas como la que impulsó Balaguer durante su segundo ministerio -consistente en la creación de una Dirección General de Administración Civil, dividida en una de Hacienda y otra de Gobernación y Fomento dirigidas ambas por altos funcionarios designados directamente des del Ministerio de Ultramar- eran medidas importantes para la racionalización, civilización y mayor control desde la metrópoli de la administración colonial en Filipinas, pero no eran suficientes para enderezar una situación de quiebra económica que amenazaba con conducir inevitablemente a la pérdida de la colonia asiática.

     Sólo una reforma profunda de la Hacienda filipina -que tenía que pasar necesariamente por el desestanco del tabaco- sería capaz de enderezar la situación, e incluso expandir la dominación de la colonia y su rentabilidad en términos económicos. La mayoría de los corresponsales de Balaguer -y probablemente él mismo- así lo entendían y lo expresaban en sus cartas, pero esta reforma no pudo hacerse efectiva hasta unos años más tarde.

     La apertura del Canal de Suez (1869) y el definitivo desplazamiento de los intereses coloniales mundiales hacia el mundo asiático, la conciencia cada vez más clara -a raíz de la insurrección cubana- que el dominio sobre las Antillas tenía un fin no demasiado lejano, y el interés y la experiencia reformista acumulada por los diferentes gobiernos del Sexenio, fueron factores que ayudaron a situar definitivamente las Islas Filipinas en el mapa de los intereses españoles y a la elaboración de políticas de efectiva colonización y puesta en explotación del Archipiélago. [75]

     El posterior establecimiento de la línea de vapores de Barcelona a Manila, el desestanco y la creación de la Compañía de Tabacos de Filipinas fueron los principales impulsos que recibió el capitalismo español en Filipinas y la confirmación de este nuevo interés.

     Pero el Sexenio también puso las bases para que esta nueva explotación de lo que hasta el momento sólo habían sido potencialidades se asentara sobre unos fundamentos políticos conservadores, dividiendo de forma definitiva la política colonial española en dos modelos, uno para las Antillas y otro para Filipinas, que ya no se modificaría hasta su independencia en 1898. [76] [77]



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Notas en torno a la huella portuguesa en Malaysia

Rafael Rodríguez-Ponga



     Malaysia, y muy especialmente la ciudad de Malaca (o Melaka,en malayo), mantiene todavía hoy vestigios evidentes de la presencia portuguesa (1509-1641). En esa ciudad polifacética -con un área metropolitana de más de medio millón de habitantes de muy diversos orígenes- la huella hay que buscarla en unos puntos muy concretos: en el centro están los monumentos históricos que recuerdan la antigua presencia política y religiosa, mientras que en las afueras encontramos el barrio donde viven hoy los descendientes de los portugueses, que mantienen un habla peculiar.

     En un reciente viaje a Malasia (en 1995), pude comprobar que la presencia portuguesa sigue viva, está arraigada y se mantiene con perspectivas de futuro, aunque es escasa. En estas páginas escribo unas notas rápidas sobre lo que he visto y leído.

     La historia de Malaca (120) es compleja. Según la tradición, fue fundada en el siglo XV por un jefe malayo. Pronto se convirtió en un gran puerto comercial, punto de encuentro de razas, lenguas y religiones, con predominio islámico. Los portugueses llegaron en 1509, al mando de Diego Lopes de Sequeira. En 1511, el virrey de la India, Alfonso de Albuquerque, tomó la ciudad y, a partir de ahí, Portugal controló el tráfico de especias desde Malaca hasta Arabia. En 1641, la conquistaron los holandeses, que la tuvieron en su poder hasta 1795, año en que pasó a manos británicas. Entre 1818 y 1825 volvió a pertenecer a Holanda, para ser después nuevamente colonia británica, hasta la independencia en 1957 de la Unión de Malaya, en la que se había integrado Malaca en 1946. [78]



MONUMENTOS PORTUGUESES

     En el centro de Malaca permanecen algunos restos de la ciudad antigua. Allí, el viajero puede contemplar la Porta de Santiago, única estructura que se mantiene en pie de la gran fortaleza conocida como A Famosa, que construyeron los portugueses en el siglo XVI y que destruyeron los británicos a principios del XIX. La Porta de Santiago forma parte de un entorno histórico-cultural, cuidado y valorado por las autoridades de la ciudad. Este monumento fue visitado por SS.MM. los Reyes Don Juan Carlos (heredero directo de los Reyes de Portugal, soberanos de Malaca) y Doña Sofía el 5 de abril de 1995, durante su viaje de Estado a Malaysia (121).

     Desde la Porta de Santiago, vale la pena subir a pie a la colina de San Pablo (St. Paul´s Hill), desde la que se tiene una buena vista de la ciudad. En la cima están las ruinas de la iglesia portuguesa de Nossa Senhora de Annunciada (cuya construcción inicial data de 1521), en la que se establecieron los jesuitas. Fue transformada en la segunda mitad del XVII en un templo de la Iglesia Reformada Holandesa bajo la advocación de San Pablo, por lo que hoy se la conoce solamente como Saint Paul´s Church. Dentro de la iglesia, hay lápidas de tumbas fechadas desde el siglo XVI, tanto de portugueses como de holandeses. En el centro, está la tumba vacía de San Francisco Javier, a quien hay dedicada una estatua junto a la entrada, en el jardín. Llama la atención y emociona ver el homenaje a este gran santo español, que tiene un monumento al aire libre, en un país de religión oficial musulmana, en el que los católicos representan sólo el 3% de la población.

     San Francisco Javier estuvo cinco veces en Malaca, la primera en 1545, la última en 1552. En total, vivió en esta ciudad unos doce meses y se alojaba normalmente en esta iglesia de los jesuitas. Al morir en China en 1552, su cuerpo fue llevado a Malaca y posteriormente, en 1554 a Goa. Fue canonizado en 1622. En 1747 Benedicto XIV lo proclamó patrón y protector de las Indias orientales.

     Junto a A Famosa está el colegio del Sagrado Corazón, al que acuden no solamente los católicos de muy diversos orígenes (portugueses, chinos, tamiles), sino tambien niños de otras religiones. En esos terrenos, en los que trabajaron los misioneros desde el siglo XVI, es significativo que funcione hoy esta institución católica viva.

     El edificio católico actualmente en uso más antiguo es la iglesia de S. Pedro, que fue construida en 1710, cuando los holandeses permitieron la libertad [79] de culto. Pueden encontrarse otras huellas de época portuguesa en el monte de San Juan, con los restos de la antigua iglesia; los restos de la Ermida do Rosário; así como diversos objetos (monedas, cañones...) en lugares diversos.



EL BARRIO PORTUGUÉS Y SU LENGUA

     Lejos del centro histórico, se encuentra el actual barrio portugués, conocido como Portuguese Settlement (122) en inglés, Perkampungan Portugis (123) en malayo o Chang di Padre (124) en el portugués local.

Allí, uno se hace varias preguntas. ¿Es posible que siglos después del fin de la presencia política portuguesa haya realmente una comunidad que habla portugués? ¿Cuántos portugueses hay en Malaca?

     En primer lugar, hay que decir que «portugués» puede usarse como un concepto muy amplio, que incluye a todos los que se consideran con algún antecedente portugués, aunque no hablen esa lengua y estén racialmente muy mezclados. Según me dijeron, quizás un 10 ó incluso hasta un 20% de la población de Malaca se considera a sí misma descendiente de portugueses en algún grado.

     En concreto, portugués se refiere a una pequeña minoría, unida, que ha conservado su sentido de comunidad portuguesa en la lengua, las costumbres, la religión, los bailes, las tradiciones. Están concentrados en el Perkanipungan Portugis y en algún lugar cercano, como Praya Lane. La existencia de este barrio ha sido fundamental para la pervivencia de la identidad del grupo como tal. De lo contrario, hubieran perecido entre la gran mezcla etnolingüística de Malaysia.

     Los portugueses de ese barrio con los que hablé me dijeron que son unos 2.000 ó 3.000. Graciette Batalha (125) daba la cifra de 2.500, que, por tanto, puede seguir siendo válida. Sin embargo, George Alcantra, que me vendió su libro (126) personalmente, dice que hay 4.500 portugueses curoasiáticos en Malaca y unos [80] 30.000 en el resto del país. Para John Holm (127) la comunidad lingüística está formada por 1.500 personas y para Sarnia Hayes Hoyt (128) sólo por 900.

     El barrio portugués fue fundado en 1935 por los sacerdotes Pierre François -francés- y Álvaro Martín Coroado -portugués-, con objeto de reunir en una misma zona a todos los portugueses dispersos en la comarca. Por ello se conoce como Chang di Padre, es decir, «Llano del Padre, Llano del Sacerdote».

     Está formado por hileras de casas unifamiliares, construidas de obra, bien techadas, con calles asfaltadas, electricidad, teléfono y demás servicios. El conjunto resulta limpio y armonioso, con los carteles bien puestos, si bien es modesto.

     Las calles tienen nombres de personajes portugueses vinculados a la historia de Malaca: Jalan Alburquerque, Jalan (129) Eredia, Jalan Sequeira...

     Junto al mar está la plaza portuguesa (Medan Portugis o Portuguese Square), inaugurada en 1985, con restaurantes y tiendas. Cerca están las barcas de los pescadores, la imagen de su patrón, San Pedro (por cierto, con el cartel en inglés: Saint Peter), y el convento y colegio de las religiosas canosianas.

     Los habitantes de este barrio han vivido normalmente del mar. La mayoría de las familias tiene origen pescador, pero últimamente se han diversificado, trabajando en otros oficios (como la carpintería), en el comercio o en la hostelería.

     Los restaurantes tienen nombres de evocaciones portuguesas: De Lisbon, D´Nolasco, De Costa. Los carteles están escritos en inglés, malayo y chino, lenguas que hablan los que visitan el lugar y quieren probar la comida típica. Estos restaurantes ofrecen también espectáculos folclóricos, con bailes y canciones propias.

     George Alcantra lucha por mantener la cultura portuguesa. Es dueño del restaurante De Lisbon, en el que ofrece comidas y bailes típicos y ha escrito un interesante libro sobre su barrio y las huellas portuguesas en Malaca. El grupo folclórico que allí actúa se llama Troupa de Malacca y fue fundado por Noel Felix.

     Las casas muestran ostensiblemente sus creencias religiosas: en los porches hay imágenes católicas (Jesucristo, la Virgen, algunos santos). Muchos llevan al cuello una cadena con una cruz y la enseñan con orgullo al visitante como signo de identidad. Todos son católicos. Lo son por fe y por mantener un rasgo distintivo y cohesionador, en un país oficial y mayoritariamente islámico, [81] pero que permite la libertad de cultos. Sus fiestas principales son para celebrar el día de San Pedro, el de San Juan, y, por supuesto, la Navidad.

     La religión ha sido un elemento decisivo. Por ello, su forma de hablar se conoce generalmente como cristâo, es decir, «cristiano». A veces aparece escrito como kristang o papia kristang «lengua cristiana»; y pueden leerse referencias a ellos como gente kristang «gente cristiana».

     Cristao (sic) es la denominación que más les identifica: así se lo he oído decir a ellos mismos, así lo he leído en la prensa malaya y así lo recogen los libros consultados.

     Cristao es, pues, el nombre de este pueblo mestizo y de su lengua. El término portugués es más bien una designación genérica de origen étnico remoto. Pero ellos mismos son conscientes de que ya no son de raza europea, dadas las numerosas mezclas raciales. Para evitar confusiones, suelen decir -en inglés- Malaysian Portuguese Eurasian «euroasiático malayo-portugués», con objeto de mostrar claramente su condición mestiza y, al mismo tiempo, que su origen en los siglos pasados no les impide ser ciudadanos de Malaysia.

     No existe, pues, en Malaysia un grupo racial portugués. Son mestizos, descendientes de portugueses, holandeses, malayos, chinos, ingleses... por lo que suelen insistir en que son euroasiáticos. Hay que destacar que en toda esa mezcla, el elemento más fuerte fue el portugués y el católico.

     Los holandeses se fundieron con ellos y olvidaron su lengua y su religión. Como dice G. Batalha, es una ironía histórica que los holandeses, que hicieron una dura persecución calvinista contra los católicos, acabaran fundiéndose con sus enemigos.

     Abundan los apellidos portugueses: Alcantra, De Silva, Theseira, Plera, Pinto, Nolasco, De Souza, Alvaca, Pedro, Santa María, Domingos, De Costa, Pestana. Otros habitantes del Chang di Padre llevan apellidos de otros orígenes. Además, en la prensa católica de Kuala Lumpur he encontrado otros nombres de origen portugués.

     Todos me dicen que el cristao es sólo una lengua de familia. En efecto, no he visto carteles en esta lengua, ni en portugués general, y todos hablan en inglés al forastero.

     El inglés y el malayo son las lenguas que se enseñan en el sistema educativo. Los niños aprenden el cristao en casa, con sus padres y abuelos, con los vecinos. Las personas mayores lo hablan con más frecuencia; los jóvenes y niños tienden más a usar el inglés. Algunos ya no saben hablar cristao, pero lo entienden, porque lo oyen a sus padres. Otros lo siguen hablando. Charles Frederick (quizás de remoto origen holandés o inglés), de unos diez años, me dice orgulloso que él sí habla portugués con su familia.

     En un hotel internacional del centro de la ciudad, una camarera nos oye hablar español y reconoce algunas de nuestras palabras, nuestros números. [82]

     Pero tiene clara conciencia de que su habla es distinta a todas. Me dice -en inglés- que ha aprendido el «portugués» con sus padres (con los que sigue hablando en esta lengua) pero que no entiende el portugués de los lusohablantes extranjeros.

     El cristao no es portugués propiamente dicho, sino una variedad criolla (crioulo), que ha sido estudiada y descrita recientemente por Alan N. Baxter (130). Forma parte del conjunto de herederos del portugués que han quedado en Asia, como resultado de su presencia histórica. El cristao de Malaca es la única variedad viva del malayo-portugués, que tuvo hasta este mismo siglo otros núcleos de hablantes en Java y Timor (131).

     La situación lingüística de Malaca es muy compleja. Además del malayo y del inglés (lenguas oficiales y de uso más o menos general), las respectivas comunidades hablan sus lenguas chinas e indias, así como cuatro papiamentos: el cristao; el malayo de bazar (Bazaar Malay); el baba (criollo de los descendientes de chinos hokkien y malayos); y el malayo acriollado de los chitties (descendientes de tamiles) (132).

     La profesora Batalha (133) estuvo en el barrio portugués de Malaca en 1974 y 1983. La mayoría de los datos y descripciones que ofrece son válidos también ahora, pero se observa una mejoría económica sobre la situación que ella vio entonces. Sigue siendo humilde el Portuguese Settlement, pero se advierte ya un cierto desarrollo económico.

     Según Batalha «o papiá conserva aínda aí grande vitalidade, mas é uma língua de minoría». Es cierto que es muy minoritaria, pero se sigue hablando todavía hoy y se transmite a los niños. Sin embargo, el entorno impone el inglés y el malayo. Batalha opina que «segundo tudo leva a crer, os filhos destes jovens de hoje ignorarâo por completo o dialecto de seus avós». La misma autora considera como un golpe fatal el hecho de que en 1981 se suprimiera la jurisdicción religiosa de la diócesis de Macao sobre los descendientes portugueses de Malaca y Singapur.

     Pero como ella dice y yo he visto, el apego sentimental a Portugal como madre patria es muy fuerte. Quién sabe si, tal vez, las nuevas generaciones mantengan vivo su espíritu de grupo vinculado a Portugal, pero abandonen al mismo tiempo su lengua, porque las que les resultan útiles son el inglés y el malayo. Además, la continua llegada de turistas o investigadores de lengua portuguesa les puede hacer pensar que su cristao ni siquiera es portugués. Si se [83] entrara en un proceso de desprestigio -y me temo que ya está en marcha- el cristao tendrá dificultades para sobrevivir. Como mucho, quizás, deseen aprender el portugués internacional, como elemento de vinculación con el pasado y con el actual mundo lusohablante, o -como apunta Batalha- el cristao tienda cada vez más a parecerse al portugués general.

     Hacer conjeturas es muy arriesgado. Lo que es una realidad es que en la Malasia actual hay algunos miles de personas que se describen a sí mismas como portuguesas, que hablan un criollo portugués al que llaman cristao y que son católicas. Ésta es una realidad indiscutible y emocionante, más de tres siglos y medio después del fin de la presencia política portuguesa en ese país.

     Y este es el gran dilema: ya no son sólo pescadores que viven dentro de su barrio nada más. Son dueños de restaurantes que reciben clientes malayos y turistas extranjeros; son empleados que van a trabajar a las fábricas o a los hoteles de la ciudad; son niños que van a la escuela a seguir el programa académico general. Y todo ello lleva consigo que les resulte imprescindible aprender el inglés y el malayo, en detrimento del cristao.

     Por último, hay que señalar que el portugués ha dejado otra huella lingüística muy importante: las numerosas palabras portuguesas que han entrado en la lengua malaya, hablada por 150 millones de personas, no sólo en Malaysia, sino también en Singapur, Brunei e Indonesia (en su variedad conocida como indonesio). Así, en esa parte del mundo han arraigado voces -que podemos reconocer con facilidad- como bendera «bandera», kereta «carreta, coche, automóvil», pantalun «pantalón» y paung «pan», que contribuyen a mantener despierta la memoria de la historia.

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