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Revista política de diversas administraciones que ha tenido la República hasta 1837

José María Luis Mora



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Las obras sueltas que se publican en esta colección no tienen otro objeto por mi parte que presentar al pueblo mexicano el total de mis ideas políticas y administrativas. Ellas son la historia de mis pensamientos, de mis deseos y de mis principios de conducta, y se reimprimen tales como se publicaron en los períodos diversos que corresponden a la revolución constitucional de mi patria. Nada he creído podía variarse en el fondo de las ideas, y si se han hecho correcciones, ellas se han limitado a los innumerables defectos de estilo de que se hallaban plagadas mis primeras producciones, que no dejan tampoco de notarse en las últimas. Aun en esto no ha podido hacerse cuanto se debía: yo no tengo paciencia para ocuparme de palabras una vez que haya logrado exponer claramente mi pensamiento.

La colección se divide en cuatro partes:

1.ª Programa de la revolución administrativa que en sentido del progreso empezó a formarse en 1830, y que se pretendió plantear desde principios de 1833 hasta fines de mayo del año siguiente de 1834; con una vista rápida sobre la marcha política que la precedió y la que la ha sucedido hasta el presente año.

2.ª Discursos, disertaciones y otras producciones de menos monta sobre asuntos de todo género, publicadas en periódicos diarios y semanarios.

3.ª Producciones inéditas o publicadas fuera de los periódicos.

4.ª Trabajos parlamentarios y administrativos en desempeño de los encargos que se me han hecho como funcionario público.

El primer tomo comprende la 1.ª parte, que se divide en seis secciones. 1.ª Revista política de las diversas administraciones que ha tenido la República hasta 1837. 2.ª Escritos del obispo Abad y Queipo. 3.ª Disertación sobre bienes eclesiásticos presentada al gobierno de Zacatecas. 4.ª Diversos proyectos para arreglo del crédito público. 5.ª Posibilidad de pagar los gastos del culto, e intereses de la deuda interior con los bienes del clero. 6.ª Deuda interior y esterior de México.

La administración de 1833 a 1834 pertenece ya a la historia; el conjunto de aquella época en hombres y cosas no volverá ya a presentarse sobre la escena. Es pues necesario que la posteridad la conozca, y este resultado ciertamente no se obtendrá por la pintura que de ella han hecho en tres años consecutivos los hombres del retroceso, que nadie puede desconocer, son partes muy interesadas en su descrédito. La justicia exige que se oiga a todos para formar un juicio si no exacto, que a lo menos se aproxime a la verdad; y aunque yo no esté en todos los pormenores de la administración de aquella época, conozco perfectamente lo que se deseaba y los medios por los cuales se pretendía lograrlo. Será cierto si se quiere, como pretenden los hombres del retroceso, que el pueblo mexicano no ha nacido para gozar los beneficios sociales, ni recibir las instituciones políticas que los producen en Europa y los Estados Unidos; pero éste no es un motivo para calumniar a hombres que así lo creyeron, e inflamar contra ellos pasiones que no hacen honor a ningún pueblo. Estos hombres son mexicanos, y para hacerse escuchar de sus conciudadanos tienen a lo menos tanto derecho como los que hoy han tomado por su cuenta y riesgo el penoso trabajo de dar a la patria una constitución que no pedía.

Para evitar disputas de palabras indefinidas, debo advertir desde luego que por marcha política de progreso entiendo aquella que tiende a efectuar, de una manera más o menos rápida, la ocupación de los bienes del clero; la abolición de los privilegios de esta clase y de la milicia; la difusión de la educación pública en las clases populares, absolutamente independiente del clero; la supresión de los monacales; la absoluta libertad de las opiniones; la igualdad de los extranjeros con los naturales en los derechos civiles; y el establecimiento del jurado en las causas criminales. Por marcha de retroceso entiendo aquella en que se pretende abolir lo poquísimo que se ha hecho en los ramos que constituyen la precedente. El statu quo no tiene sino muy pocos partidarios, y con razón, pues cuando las cosas están a medias, como en la actualidad en México, es absolutamente imposible queden fijas en el estado que tienen.

Los escritos del obispo Abad y Queipo, hombre de talento claro, de comprensión vastísima y de profundos conocimientos sobre el estado moral y político del país, son el comprobante más decisivo de la antigua y ruinosa bancarrota de la propiedad territorial; del mal estar de las clases populares y de su número excesivo; en una palabra, de los elementos poderosos que el trascurso de los siglos y una administración imprevisiva han acumulado en México para determinar la crisis política en que hoy se halla envuelto este país. Su calidad de eclesiástico y el tiempo en que escribió explican por qué defendió en 1799 los privilegios del clero, contra los cuales se declaró en España en 1821. Esta defensa se ha publicado con el resto de sus obras porque así lo exigía la imparcialidad, y porque además es una excelente pieza literaria.

Las otras producciones que se hallan en este tomo son conducentes a fijar el concepto del público sobre el espíritu de la marcha política de 1833, especialmente en el ramo de crédito público. El dictamen de la comisión de la camara de diputados sobre arreglo de este ramo es una de las producciones parlamentarias más perfectas y cabales que se han presentado en México; y ha sido extendido por D. Juan José Espinosa de los Monteros, una de las primeras notabilidades del país. Todo lo demás es obra mía, sin otra excepción que el catálogo de curatos de D. Fernando Navarro, unas proposiciones de D. Lorenzo Zavala sobre crédito público y la liquidación de la deuda extranjera, formada por D. Guillermo O-Brien conforme a los vastos conocimientos que de ella tiene hasta 1827 y los que yo le he ministrado por lo que dice relación a los años siguientes.

París, 27 de enero de 1837.

J. M. L. Mora






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... Quaeque ipse misscrrima vidi et quorum pars magna fui.


VIRG. Eneid.                


Desde que apareció por segunda vez la Constitución española en México a mediados de 1820, se empezó a percibir en esta república, entonces colonia, un sentimiento vago de cambios sociales, el cual no tardó en hacer prosélitos, más por moda y espíritu de novedad, que por una convicción íntima de sus ventajas, que no se podían conocer, ni de sus resultados, que tampoco era posible apreciar. Este sentimiento, débil en sus principios, empezó a ser contrariado por una resistencia bien poderosa en aquella época, que, combinada con otras causas, produjo la independencia. Efectuada ésta, nada se omitió para contener el movimiento social y la tendencia a los cambios políticos que empezaba a ser más viva, pero que no salía todavía de la esfera de un deseo. Se quiso comprometer en el partido de la resistencia al general Iturbide, pero nada o muy poca cosa se logró en esto, a pesar de que el partido escocés que derribó el trono era el núcleo de semejantes deseos. La voz república vino a sustituir a la de imperio en la denominación del país; pero una y otra eran poco adecuadas para representar, mientras se mantuviesen las mismas instituciones, una sociedad que no era realmente sino el virreinato de Nueva España con algunos deseos vagos de que aquello fuese otra cosa.

A la voz república se añadió la palabra federal, y esto ya empezó a ser algo; pero este algo estaba tan envuelto en dificultades, tan rodeado de resistencias y tan en oposición con todo lo que se quería mantener, que no se necesitaba mucha perspicacia para prever la lucha no muy remota entre el progreso y el retroceso, y la ruina de una constitución que sancionaba los principios de ambos. El empeño irracional de amalgama entre elementos refractarios pasó del congreso al gobierno: de D. Miguel Ramos Arispe al Presidente Victoria. El primero pretendió unir en un solo cuerpo de leyes la libertad del pensamiento y de la imprenta con la intolerancia religiosa, la igualdad legal con los fueros de las clases privilegiadas, Clero y Milicia; el segundo estableció por regla de gobierno repartir por iguales partes los ministerios entre los dos grandes partidos que contendían por la posesión del poder. ¿Qué resultó de un tal estado de cosas? Un sistema de estira y afloja que pudo mantenerse por algún tiempo, pero que no podía ser duradero. Los Estados, instalados apenas, entraron en disputa con las clases privilegiadas, especialmente con el Clero. El Congreso general decidía la cuestión con arreglo a las circunstancias, es decir, arbitrariamente. Ni podía ser otra cosa, pues no había regla precedente para el caso, y la decisión era determinada casi siempre por la relación que el pro y el contra podría tener con la tranquilidad pública, según las aprensiones de los miembros del Congreso.

Otro tanto sucedía en el gabinete: los ministros sin principios fijos que reglasen anticipadamente su marcha en algún sentido, exponían su opinión al presidente sobre las ocurrencias del momento; éste resolvía lo que debía hacerse, y no dejaba de ser común que estos funcionarios después autorizasen con su firma una resolución contraria a la opinión que habían explicado y mantenían. Así se mantuvo hasta fines de 1826 el gabinete; no representando ningún principio político, tampoco era formado ni destituido de una vez. Como en el plan del presidente no entraba que los que componían el gabinete se hallasen acordes en la marcha administrativa, los ministros eran reemplazados sucesivamente y a proporción que se retiraban como cualquier empleado público, sin consulta y aun con repugnancia de los que quedaban. Entre tanto, el partido de los cambios y el de la inmobilidad por sólo la fuerza de las cosas se iban regularizando; pero ni el primero tenía un sistema arreglado para avanzar, ni el segundo conocía todavía bien los medios de mantenerse; el primero hablaba de libertad y progreso, el segundo de orden público y religión. Estas voces vagas eran entendidas de diversa manera por cada uno de los afiliados en ambos lados, que no cuidaban mucho de darles un sentido preciso, en razón de que las cosas por entonces eran de una importancia secundaria respecto de las personas.

La misma falta de plan en el cuerpo legislativo y el gobierno, y aun la versatilidad con que a la vez apoyaban o contrariaban el ataque o la resistencia, que tampoco versaban sobre puntos capitales, contribuyeron a mantener la paz. El partido que se veía desairado una vez conservaba la esperanza de ser apoyado en otra, y esto lo obligaba a ser más cauto y a combinar mejor los medios de adelantar su marcha o apoyar su resistencia.

A fines de 1826, el progreso estaba en lo general representado por los gobiernos de los Estados, el retroceso o statu quo por el Clero y la Milicia, y el gobierno general era un poder sin sistema que, por su fuerza muy superior, fijaba el triunfo del lado donde se cargaba en las luchas que, sin haberlas previsto ni calculado, encontraba al paso empeñadas entre el progreso y el retroceso, o, lo que es lo mismo, entre los Estados por un lado, y los obispos, cabildos y comandantes por el otro. Sin embargo, es necesario hacer al gobierno supremo la justicia de confesar que, a pesar de su falta de principios, en las ocurrencias del momento que era llamado a decidir, se declaraba casi siempre por el progreso. La materia sobre que versaban las cuestiones era determinada por la naturaleza de la marcha política.

Cuando los Estados empezaron a organizar sus poderes constitucionales, encontraban al paso una multitud de puntos en cuyo arreglo tropezaban sin cesar con las pretensiones del clero y de la milicia: las legislaturas expedían sus leyes, pero las clases privilegiadas se dispensaban de cumplirlas, eludiéndolas unas veces, y otras representando contra ellas a los poderes supremos. En aquella época, la resistencia que se oponía a los Estados procedía casi exclusivamente del clero; los militares se habrían entonces avergonzado de hacer causa común con el sacerdocio, y aunque éste obtenía algunas decisiones favorables de los poderes supremos, las más de ellas le eran adversas. Una lucha prolongada entre fuerzas políticas que se hallan en conflicto natural por su origen y por la oposición de sus tendencias no puede mantenerse indefinidamente; ella ha de terminar más tarde o más temprano por la destrucción de una o de otra: la constitución pues, que había creado una de estas fuerzas y querido mantener la otra, no podía quedar como estaba y debía acabar por sufrir una reforma fundamental. Ésta era la opinión general entre los hombres de Estado que, en aquella época, no abundaban, y tampoco se dudaba que la expresada reforma, supuesta la marcha de las cosas, debía ser en sentido del progreso.

Sin embargo, ni los hombres de este partido ni los del retroceso tenían todavía un programa que abrazase medidas fijas y cardinales; la imprenta periódica tampoco lo presentaba, y el resultado de esta falta era que los que se filiaban por ambos lados no sabían fijamente a qué atenerse y se encontraban frecuentemente discordes en el momento de obrar. De esto resultaba que ni uno ni otro partido tuviesen el sentimiento de sus fuerzas y que evitasen el entrar en lucha abierta, preparándose para la que debía verificarse en 1830, época designada para abrir la discusión de reformas constitucionales.

La marcha se habría prolongado pacíficamente hasta este año, y el término de la lucha, según todas las probabilidades, habría sido por el lado del progreso si, como había sucedido hasta entonces, hubieran continuado exclusivamente en acción sobre la escena pública las fuerzas políticas reconocidas en la misma constitución, es decir, los Estados por un lado y el Clero y la Milicia por el otro. Entonces los ciudadanos se habrían agregado según sus ideas e inclinaciones a estos centros constitucionales, y el triunfo habría sido adquirido a su tiempo por quien conviniese, de un modo pacífico y, sobre todo, legal. Pero este orden de cosas vino a turbarse por ocurrencias que desencajaron de sus cimientos el edificio social. Dos partidos extra constitucionales aparecieron sobre la escena pública a fines de 1826, con el designio de atraerlo todo a sí, desencajando de sus bases los centros de actividad (Estados, Clero y Milicia) y el poder neutro moderador (Gobierno supremo).

Los Escoceses y Yorquinos, tales como aparecieron este año y siguieron obrando en adelante basta la destrucción de ambos, tuvieron por primero y casi único objeto las personas, ocupándose poco o nada de las cosas: ellos trastornaron la marcha legal, porque de grado o por fuerza sometieron todos los poderes públicos a la acción e influencias de asociaciones desconocidas en las leyes, y anularon la federación por la violencia que hicieron a los Estados y la necesidad imperiosa en que los pusieron de reconocerlos por centro único y exclusivo de la actividad política. Los Estados y los Poderes supremos, el Clero y la Milicia fueron todos más o menos sometidos a la acción e influencias de uno u otro de estos partidos.

El partido escocés nació en México en 1813, con motivo de la Constitución española que se había publicado un año antes: el sistema representativo y las reformas del Clero, iniciadas en las Cortes de Cádiz, constituían su programa; el mayor número de iniciados en él era de Españoles por nacimiento y por sistema, pues de los amigos de la independencia o Mexicanos sólo se le adhirieron D. José María Fagoaga, D. Tomás Murfi y D. Ignacio García Illueca.

La abolición de la constitución española en 1814 no aniquiló el partido: sus notabilidades procedieron de un modo más circunspecto, por temor de la Inquisición, y su vulgo, que consistía en una multitud de oficiales de los regimientos expedicionarios españoles, se constituyó en logias del antiguo rito escocés. Éstas empezaron a hacer prosélitos, a difundir la lectura de multitud de libros prohibidos y a debilitar, por una serie de procedimientos bien calculados, la consideración que hasta entonces había tenido el Clero en la sociedad; y se manejaron con tales reservas y precauciones que la Inquisición no tuvo ni aun sospecha de que existían. En 1819, era ya considerable el número de sus adeptos, pues los Mexicanos, desesperando por entonces de la causa de la independencia, empezaban a tomar gusto a lo que después se llamó la libertad.

El oidor D. Felipe Martínez de Aragón era el jefe de estas asociaciones, cuya existencia fue conocida y tolerada por el virrey Apodaca, que a impulso de ellas publicó la Constitución española en el siguiente año de 1820, antes de recibir la orden de la metrópoli para hacerlo. La Constitución fue considerada por los Mexicanos no como un fin, sino como el medio más eficaz para lograr la independencia; pero desengañados de que para realizarlo no les convenía reñir con los Españoles, sino al contrario, contar con ellos para todo, se resolvieron a hacerlo, y lograron por este medio la cooperación de algunos y la tolerancia de todos. En este punto, trabajaron con empeño y buen éxito el partido y las logias escocesas.

En 1821, en que ya se proclamó la independencia, hubo una excisión en el partido y en las logias. Los Mexicanos que en ellas se hallaban las abandonaron y los más de ellos se agregaron a la división independiente del general D. Nicolás Bravo, donde se formaron las primeras logias puramente mexicanas: ellas fueron el núcleo de las que después se difundieron por toda la República, y a las cuales se agregaron todos los Españoles que habían sido masones y quedaron en el país. El partido del progreso en aquella época estaba compuesto de un número muy corto de personas, y el Clero urgía por reparar las pérdidas que había hecho en el corto período constitucional de la dominación española. Las elecciones para el congreso constituyente estaban próximas, y se corría gran riesgo de que éstas fuesen en sentido del retroceso. ¿Qué hacer, pues, en este caso? Los que representaban el progreso admitieron, sin ser ellos mismos masones, la cooperación que les ofrecían las logias, y éstas se manejaron con tanta actividad que, sin violar en nada las leyes, lograron en las elecciones una mayoría bien pronunciada contra el Clero, que era por entonces la clase más empeñada en que el país contramarchase.

Las excesivas pretensiones del jefe de la independencia y la poca disposición del partido del progreso a condescender con ellas dio lugar a una multitud de pequeñas y mutuas hostilidades, que vinieron a parar en un rompimiento abierto. El Clero se declaró por el general Iturbide y lo aduló hasta el exceso. Los obispos, los cabildos, los frailes y hasta las monjas lo impulsaban de todas maneras a que repusiese las cosas (salva la independencia) al Estado que tenían en el año de 1819. Iturbide, a quien la historia no acusará de esta falta, cometió la gravísima de proclamarse emperador y disolver el Congreso; el trono se desplomó y a su caída contribuyeron a la vez las faltas del emperador y los esfuerzos de los Escoceses. Éstos, en su mayoría, proclamaron una república que, siendo central, no estaba en armonía con los deseos de las autoridades de las provincias, que de una manera o de otra se declararon por la federación y obligaron al Congreso a dejar el puesto.

Los Escoceses perdieron este punto importante de organización y más adelante la elección del presidente; la nación había salido ya de su tutela y ejercía por sí misma los actos de soberanía demarcados en sus leyes. Desde entonces el partido escocés empezó a fundirse en la masa nacional y las logias, sus auxiliares, dejaron de reunirse por sólo el hecho de haber perdido su importancia. La fusión continuó en los años siguientes, y este elemento de discordia, a mediados de 1826, había casi desaparecido de la faz de la República, cediendo el puesto a las fuerzas políticas creadas, o reconocidas, bien o mal, por la ley constitutiva.

Pero en este mismo año apareció como por encanto el partido yorquino, fulminando amenazas, anunciando riesgos, sembrando desconfianzas y pretendiendo cambiar de un golpe el personal de toda la administración pública en la Federación y los Estados. Los defensores de este partido, que han sido muchos y entre ellos hombres de un talento no vulgar, hasta ahora no han podido presentar un motivo racional ni mucho menos patriótico de la creación de un poder tan formidable, que empezó por desencajarlo todo de sus quicios y acabó cubriendo de ruinas la faz de la República, sin haber establecido un solo principio de progreso. Registrando la constitución, los periódicos, las producciones sueltas y los actos de la marcha del partido yorquino en todo el tiempo que dominó en la Federación y en los Estados, se encuentra un vacío inmenso cuando se pretende profundizar sus designios en orden a mejorar la marcha de las cosas, y se advierte bien claro lo mucho y eficazmente que en él se trabajó para los adelantos de fortuna y consideración relativos a la suerte de las personas.

Este partido, a diferencia de su contrario, estaba todo en las logias yorquinas, y sus elementos provenían de dos fuentes que nada tenían de común, a saber, los descontentos de todos los cambios efectuados después de la independencia y las clases ínfimas de la sociedad, que entraban a bandadas seducidas por un sentimiento vago de mejoras que no llegaron a obtener. Los jefes ostensibles de la asociación, a lo que parece, eran impulsados por un principio puramente personal: D. Lorenzo Zavala, D. José Ignacio Esteva y D. Miguel Ramos Arispe se creían como desairados de no tener la consideración ni la influencia que otras notabilidades disfrutaban en los negocios públicos, y el Sr. Poinset sufría grandes mortificaciones de que su patria no influyese en la política del país de una manera predominante.

Los Escoceses habían cometido graves faltas en el triunfo obtenido sobre el partido del general Iturbide; algunos actos de felonía y repetidos actos de injusticia y proscripción formaron una masa considerable de descontentos que suspiraba por una organización cualquiera para facilitarse la venganza. El presidente Victoria, que no se contentaba con el voto nacional, pretendía tener un partido que le fuese propio, como suponía lo era del general Bravo el Escocés, y, con este objeto, quiso hacer suyo el de Iturbide, organizando la sociedad de la Águila Negra, en la cual debería también admitirse una parte de los antiguos insurjentes. Poco o nada se hizo en esto, entre otras causas, por la incapacidad de Tornel, favorito del presidente; pero los elementos quedaron y se pusieron en acción al establecimiento de las logias yorquinas, cuyo primer efecto fue reanimar las escocesas medio muertas.

Ya tenemos aquí un partido frente del otro, ocupados si no exclusiva, a lo menos primariamente de las personas, y sacrificando a él el progreso de las cosas. La proscripción de los Españoles, con todas sus perniciosas consecuencias; las violencias en los actos electorales; los pronunciamientos o rebeliones de la fuerza armada contra las leyes y las disposiciones de la autoridad constituyen la marcha, o, mejor dicho, el desconcierto administrativo en los años de 1827 y 1828. De grado o por fuerza, las legislaturas y gobiernos de los Estados, lo mismo que los poderes supremos, se vieron obligados a dedicar su atención a tales ocurrencias, y se hallaron más o menos sometidos a la influencia de estas pasiones asoladoras puestas en acción por los Yorquinos y Escoceses.

En medio de tal desorden las personas de principios fijos y de ideas sistemadas en la marcha política veían con pena la facilidad con que los hombres públicos renunciaban sus convicciones de conciencia, o las sacrificaban a los intereses momentáneos de la lucha empeñada entre las masas. Estos hombres que nada podían hacer se reservaban para mejor ocasión, rehusando con firmeza adherirse a la marcha apasionada y ardiente de las partes beligerantes; pero a muchos de ellos que ejercían funciones públicas les era imposible prescindir de las cuestiones que la violencia de las cosas llevaba a su decisión, y los otros se hallaban más o menos afectados por los sacudimientos del torrente cuyos efectos se hacían sentir en todas partes. Se veían pues violentados a dar su dictamen sobre la conveniencia de medidas que habrían querido alejar de la discusión pública por la odiosidad de su materia y objeto. Claro es que personas que se hallaban perfectamente de acuerdo en la marcha progresiva de las cosas no siempre podían estarlo en la extrasocial relativa a las personas, e hiriendo esta última tan profundos y delicados intereses, la expresión de un voto o de una opinión enajenaba los ánimos de personas que, por otra parte, no estaban aún bien curadas de las antipatías ocasionadas entre ellas por las mutuas agresiones a que habían dado lugar las revoluciones anteriores. ¿Por qué D. Franco García, D. Juan José Espinosa de los Monteros, D. Valentín Gómez Farías y D. Andrés Quintana no se podían entender con D. José María Fagoaga, con D. Miguel Sta. María, D. Manuel de Mier y Terán, D. Melchor Muzquiz, y D. José Morán? Resueltas las cuestiones de organización social en que por desgracia no habían podido estar de acuerdo estas notabilidades, lo estaban y mucho en cuanto a la abolición de los fueros y privilegios, en cuanto a la libertad del pensamiento, en una palabra, en cuanto a todo lo que constituye la marcha del progreso. Pero el choque de los partidos puso a fuerza sobre la escena la cuestión de Españoles y otras de su género que parecían traídas a propósito para agriar de nuevo los ánimos, y esto levantó entre ellas un muro de separación que tarde y mal se destruirá. Así es como las notabilidades dichas y otras muchísimas abandonaron el campo o se aislaron en sus esfuerzos, y quedaron impotentes para obligar a los partidos de personas a ocuparse de las cosas.

El desorden se prolongó en la República lo que la lucha entre escoceses y yorquinos: los escoceses acabaron con la derrota que sufrieron en Tulancingo y los yorquinos con el triunfo que obtuvieron en la Acordada. La administración del general D. Vicente Guerrero fue para México un período de crisis en el que los elementos de los partidos que por dos años habían agitado el país acabaron de disolverse para tomar nuevas formas, adquirir una nueva combinación y presentar de nuevo las cuestiones sociales bajo el aspecto de retrogradación y progreso.

La administración de Guerrero no tuvo color ninguno político, ni con relación a los dos partidos que luchaban sobre cosas, ni por lo relativo a los escoceses y yorquinos que se habían ocupado de las personas. El motivo de esta situación vacilante es bien claro: siendo la más débil de cuantas administraciones ha tenido la República, no se ocupaba sino de existir buscando apoyo en cualquiera que quisiese prestárselo. Desde el principio se lo rehusaron todos y sólo duró algún tiempo, porque los hombres que debían formar los nuevos partidos lo necesitaban para establecer el vínculo de unión que entre ellos no existía y las condiciones bajo las cuales habían de caminar de concierto en lo sucesivo.

El retroceso se organizó bien pronto bajo el nombre de partido del orden y entraron a componerlo como principales elementos los hombres del Clero y de la Milicia que se llamaron a sí mismos gentes decentes y hombres de bien, y por contraposición dieron el nombre de anarquistas y canalla a los que no estaban o no estuviesen dispuestos a caminar con ellos o a lo menos a no contrariar su marcha. El partido del progreso o de los cambios no se pudo organizar tan pronto: muchos de los que pertenecían a él no veían en los esfuerzos para derribar a Guerrero otra cosa que un cambio de administración y una satisfacción dada al mundo civilizado contra los excesos cometidos en la Acordada; pero no sospecharon que se tratase de volver atrás en la marcha política, a lo cual contribuyó la cautela con que se manejaron los directores del partido retrógrado. D. Valentín Gómez Farías hizo inútiles esfuerzos para producir en los demás la convicción en que se hallaba él mismo y con justicia de que el cambio que se preparaba no era sólo para deponer a Guerrero, sino para consolidar el poder de las clases privilegiadas. Sin embargo, los elementos del progreso eran bastante fuertes y consistían como antes en los Estados y en la forma de gobierno.

A fines de diciembre de 1829 fue lanzado de la silla presidencial el general D. Vicente Guerrero por dos solas sublevaciones de fuerza armada perfectamente combinadas: a saber, la del ejército de reserva acaudillado por el vicepresidente D. Anastasio Bustamante, y la de la guarnición de México cuyo caudillo ostensible fue el general D. Luis Quintanar. El 1.º de enero de 1830 el general Bustamante tomó posesión del puesto conquistado y el ministerio quedó constituido a muy pocos días. El jefe ostensible de su política fue el primer secretario de estado y de relaciones interiores y exteriores D. Lucas Alamán, y sus compañeros de gabinete lo fueron D. José Ignacio Espinosa, en el ministerio de justicia y negocios eclesiásticos, D. Rafael Mangino, en el de hacienda, y D. José Antonio Facio, en el de guerra.

Grandes obstáculos tuvo esta administración para ser reconocida por la cámara de Diputados del congreso general y por las legislaturas y gobiernos de los Estados, entre otras causas, porque el senador Gómez Farías había difundido la alarma contra ella en el interior de la República, haciendo conocer los principios de su programa político tal como la misma administración lo desenvolvió más adelante. Esta alarma, sin embargo, si bien fue bastante para suscitar dudas, no produjo el efecto de una resistencia abierta. No parecía posible a los que podían hacerla que el general Bustamante renunciase a sus antiguos compromisos con los Estados de la Federación; ni a los de igual fecha contraídos con el partido yorquino, que desde la fortaleza de Acapulco donde se hallaba preso por las revueltas de Jalisco lo habían conducido de grado en grado hasta la segunda magistratura de la República. Bustamante, se decían, es hombre de honor, y si bien puede cambiar de partido y separarse de sus amigos para aliarse con los que hasta aquí han sido sus contrarios, no elegirá para dar este paso que sólo puede justificar la convicción, una circunstancia en la que no podría ser explicado tal cambio sino por el deseo de la posesión del poder. No es ésta la oportunidad de calificar la conducta del general Bustamante, pero sí lo es de advertir que los cálculos de la ambición no se hallan frecuentemente a la altura de los deberes de la gratitud; e, igualmente, que esta virtud fundada siempre en la benevolencia recíproca expresada por servicios y afecciones es una quimera entre cuerpos o partidos y está por su esencia limitada a las relaciones personales, a las que no se sabe haya faltado Bustamante, pues ha sido constante en sus amistades. Sin embargo, la confianza fundada en aquellas consideraciones obligó a los Estados, especialmente al de Zacatecas, que empezaba a ser considerado como el primero, a prestar el reconocimiento que se pedía con instancia y con signos visibles de temor. Los hechos posteriores son los únicos que han podido ministrar datos seguros para juzgar si entonces se procedió, o no, con acierto.

A pesar de este reconocimiento, muchos de los Estados no tardaron en externar signos visibles de oposición y disgusto; los principios de la administración que empezaban a ser conocidos y el interés personal de los que temían ser despojados produjeron por igual este efecto. D. Lucas Alamán no se arredró y, fundado en el principio ciertísimo de que las revoluciones no se hacen con leyes, impulsó o dejó obrar a los poderosos agentes de su administración, el Clero y la Milicia, los cuales comprendieron bien pronto de lo que se trataba y lo que debían hacer. Los dos grandes agentes del hombre son el pensamiento que dispone y la acción que ejecuta: el clero se encargó de dirigir el primero y la milicia de reglar la segunda; pero como no bastaba persuadir y obrar en sentido del retroceso, sino que era igualmente necesario que otros no persuadiesen ni obrasen en sentido de progreso, al clero tocó señalar los que no pensaban bien y a la milicia el perseguirlos.

Bajo estos principios se procedió a la destitución de las legislaturas, gobernadores y demás autoridades de los Estados, y a la elección de las personas que debían reemplazarlos. En el programa de la administración Alamán no entró el hacer cesar las formas federales (a lo menos que se sepa); las nuevas legislaturas de los Estados y sus gobiernos eran tratados con todas las consideraciones que exigían la urbanidad y el respeto; pero las expansiones de confianza, la franqueza de la amistad y el cariño se reservaban para las clases privilegiadas, y en los negocios graves se les daba parte voluntariamente y de preferencia, lo que no se hacía sino tarde y pro forma con los Estados. El Clero era la clase favorita de D. Lucas Alamán y de D. José Ignacio Espinosa; la Milicia lo era de D. José Antonio Facio; D. Rafael Mangino procuraba evadirse en cuanto le era posible de los compromisos de la marcha política, todo lo sabía, nada positivamente aprobaba: en fin, el total del gabinete sentía simpatías muy fuertes por las clases privilegiadas y una frialdad muy marcada respecto de los Estados. Todo era consecuencia precisa de los principios adoptados y nada en los primeros días era contrario a la constitución, sino la administración misma renovada en los poderes supremos y en los de los Estados por los actos de la fuerza.

Esta falta o nulidad de que tampoco estaba libre la administración que la precedió habría sido fácilmente olvidada, si la nueva hubiera acertado a combinar los intereses que la marcha constitucional de diez años había creado y fortificado en el país con los de la antigua colonia, todavía bien fuertes para sostenerse por largo tiempo, pero notablemente debilitados, si se hacía un cotejo de su estado actual con el que tenían al efectuarse la independencia. ¿La administración Alamán salió airosa de este empeño? ¿Satisfizo a las exigencias del país que debía satisfacer, cualquiera que fuese el título por el cual pretendía legitimar su misión? La resolución de estas cuestiones la dará D. Miguel Sta. María1, hombre cuyas simpatías por el personal de los hombres de aquella época (1830-1832) raya en delirio, y cuya detestación por los de 1833 se confunde con el furor.

Dice pues el Sr. Sta. María2: «Como las pasiones irritadas no son las reglas más seguras para discurrir con exacta lógica, no será nada extraño que algún patriota dogmatizante deduzca por consecuencia que toda esta Filipica3 ha sido lanzada por hombre que solicita favores de gobierno o cuya pluma es dirigida por motivos de personal interés presente o futuro. Si alguno tal dijere, sepa que se engaña hasta tocar en el extremo del error. El que extiende estas líneas debe a Dios infinita gratitud, porque desde muy temprano le inspiró el sentimiento de independencia, y no recuerda entre sus debilidades la de haber cometido el vil pecado de sacrificar su conciencia y razón a otro que al Criador de su existencia. Lo que ha escrito ha llevado por objeto sostener principios fijos, no personas mudables. Opina así porque tiene un horror invencible a ser miembro de una sociedad gobernada, sea cual fuere el pretexto, por regimientos y piquetes de dragones, y porque desea a su patria una república no de papeles y generales, sino de constitución viva, práctica, efectiva. No tiene inconveniente de exponer con igual franqueza sus sentimientos acerca de la administración pública4. Ninguna relación restrictiva lo liga para con los individuos que la han dirigido o dirigen, y felizmente en el caso, ni aun siquiera las consideraciones de una tímida delicadeza por motivos particulares.

»Juzga que su administración, en gran parte, merece la censura de una desaprobación severa, pero jamás convendrá en que haya sido motivo de provocación a revoluciones de bayonetas. Objeto sí de oposición ilustrada, patriótica y vigorosa, pero no blanco de los dardos disparados por la venganza y rencillas. Dirá abiertamente que ningún género de halagos o especie de temores le inducirían, puesto que en su mano estuviese, a contribuir con su voto para depositar la primera magistratura en el General5 que hoy la representa, y esto porque, a excepción del valor y decisión por la independencia patria, no reconoce en su persona las varias y eminentes calidades que se requieren para presidir a los consejos de la nación, y sí algunas de las opuestas. Tachará de altamente impolítica e insultante a hombres de honor y valor, la comunicación de aquel magistrado dirigida al señor gobernador del Estado de Veracruz con fecha 11 del corriente y publicada en el Registro oficial del 20. Ella induce la fuerte conjetura de que todavía a la hora de esta vivit sub pectore vulnus, y no da la más alta idea de la prudencia de una persona que, ocupando el primer puesto del sistema de gobierno que se proclamó en las circunstancias a que alude, no tiene discreción, en tal posición oficial, para dejar sus sentimientos escondidos en el corazón.

»Con relación a los señores ministros, el que esto escribe respeta el carácter personal de ellos y reconoce los talentos del principal6; pero juzga, asimismo, que el espíritu de la administración declinó a un sistema propio para enajenarse las simpatías políticas. Si un considerable número de hombres respetables por sus luces, por su carácter público, o calidades personales, han pronunciado su voto de reprobación contra el levantamiento en Veracruz7 y sus consecuencias, ciertamente no ha sido por conformidad de sentimientos con la administración, ni porque hayan prestado fe, explícita o implícita a las razones con que se ha pretendido sostenerla, sino porque condenan como ilegales, anárquicas y de peores resultados, oposiciones cuyos argumentos son indicados por las puntas de los fusiles.

»Los principios que la dirigieron8 fueron los de timidez unas veces y débiles condescendencias otras, entrando siempre en ellos una infusión de inclinaciones a conservar invariable el espíritu de antigüedad rutinera y una especie de horror a todo lo que lleva el nombre de innovación. Parece que los miembros del Gabinete, arredrados (y con razón) por la desenfrenada anarquía y facciones que habían precedido, retrocedieron espantados, y no cuidando más que de consolidar el poder de refrenarlas, quedaron allí estacionarios fortificándose con los dos baluartes de la milicia y clero, cuerpos que cuando son excesivamente complacidos, haciendo valer su importancia, por natural constitución se sienten irresistiblemente propensos a convertirse de auxiliares en principales. - Asentó por máxima fundamental la vaga y trivial repetición, que las innovaciones deben dejarse al tiempo: axioma verdadero si por el se quiere dar a entender que los progresos de aquéllas a la perfección y la mayor extirpación posible de los vicios de que adolece una sociedad deben esperarse del tiempo; pero inexacta en la práctica, si se quiere decir que el tiempo por sí solo introduce las innovaciones. Si el hombre no se resuelve a poner mano y a aventurar los principios de una fábrica nueva, inútil es esperarlo de sólo el tiempo, cuyos efectos son contrarios en el orden físico y en el moral. En aquél, la naturaleza trabaja incansable día y noche en la trasformación de las partes que la componen, cuando en éste, el curso de los años fortifica más y más las prácticas y errores aprendidos por una educación no corregida. Si los directores de las naciones no interponen, con prudencia, es verdad, pero con firmeza a la vez, el ejercicio de su autoridad contra los abusos, preocupaciones e intereses que en ellas se fundan, el tiempo no hará más que acumular absurdos sobre absurdos de la especie humana.

»Toda pasión dominante busca diligente argumentos para darse a sí misma excusas y razón, y la que sobresalía en el temperamento político de la administración encontró el suyo favorito en el principio de que no es cordura atacar hábitos y costumbres y ponerse en hostilidad contra las preocupaciones populares. Esta regla negativa de gobierno, como todas las de su género, es muy sabia cuando la prudencia la asocia con otras afirmativas. En efecto, no es discreción tocar a alarma y con lanza en ristre partir furibundo un gobernante a arremeter de golpe y a la vez contra todos los vicios, supersticiones y errores de los pueblos; pero tampoco es sabiduría alagar y fomentar aquéllos por temor de enojar a éstos. Si aquel principio hubiera de seguirse tan al pie de la letra como suena, el mundo de este siglo se estaría exactamente, con el del pasado y precedentes, por la necesidad de contemporizar con leyes bárbaras y hábitos defectuosos. O alguna vez se ha de tentar la obra de las reformas con actividad como en otros pueblos se tentaron, o, hablando sin rodeos, contentos con sola la independencia, resolvámonos a vivir por toda la eternidad plagados de los vicios de una colonia española.

»La simpatía de la administración por las ranciedades ultramontanas fue tan fuerte que rayó en pasión amorosa. Según su espíritu, las Decretales con sus comentadores debieran ser el único canon eclesiástico en materias de disciplina y gobierno económico de la Iglesia mexicana. - Por fortuna, murió al nacer la Delegación apostólica9 precursora de Nunciaturas y de quién sabe más cuántas bulas de la Curia romana. Tal vez el motivo de acogerla tan benignamente se fundó en la consideración de que todas estas cosas, como las máximas y doctrinas que salen detrás los Alpes, pero que no son ya de legítima importación en la mayor parte del orbe católico, son muy del gusto e inclinación de este pueblo10. Cierto es por otra parte que no es el mejor modo de corregir inclinaciones, estar presentando y permitir se presenten objetos que excitan las antiguas e incitan a nuevas de la misma especie. - La justicia obliga a decir aquí que la fuerte oposición a que pasasen aquellas letras se la debe al ministro11 de quien menos podía esperarse o exigirse, por no ser propio de su oficio entender de tales materias. - El ministro de la guerra.

»Puede decir lo que quiera el Registro oficial12, como es natural lo diga; pero en concepto de todo hombre que no haga uso vulgar de su cabeza, será eterna desgracia para la administración la tenaz resistencia con que se opuso a toda idea que inspirase a estos pueblos, el espíritu fraternal, cristiano y social de la Tolerancia religiosa13. Sí, desgraciado quedará el nombre del Ministro14 que, con celo inquisitorial, provocó a imposición de severa pena contra un individuo porque ejercitó su pluma en inculcar a sus conciudadanos la necesidad y conveniencia de aquel saludable principio. El Diario oficial se ha encargado de sostener lo contrario y hacernos creer a todos los estantes y habitantes de esta República que ha sido un deber del ministerio defender a todo trance la intolerancia religiosa, y que alta honra le ha venido por haberlo hecho sosteniendo una ley de la Constitución. ¡Miserable apología! Y puede asegurarse que en el mismo Gabinete no faltaba un ministro15 y cuyos talentos, y digámoslo, cuyos sentimientos no le permiten dar entrada en su ánimo a la convicción por tal género de prueba. ¿Por qué, en este punto como en otros, no han guardado armonía su saber y convencimiento con su conducta práctica? No es permitido explicarlo a quien no es dado penetrar los arcanos de las inconsecuencias humanas.

»¿En qué manera un ministerio mexicano cumple su deber constituyendose parte activa, y siguiendo un sistema afirmativo de oposición contra escritos y escritores de tolerancia? - Sosteniendo un artículo constitucional que prescribe eterna intolerancia; otro por el cual su revocación es prohibida a los nacidos, a los que de ellos nacieren, y a todas las posteridades que de éstos se vayan sucediendo por los siglos de los siglos. - Cumple su deber haciendo por sus fiscales uso del reglamento de imprenta en dos partes: primera, donde califica de subversivos los escritos que conspiren directamente a trastornar o destruir la religión del Estado (o la constitución de la monarquía, sigue, como reglamento de las cortes españolas); segunda, en el reglamento adicional de la junta gubernativa16, año de 21, el cual reza que ataca la base fundamental de la intolerancia el impreso que trate de persuadir que no debe subsistir ni observarse. - Por este reglamento ataca asimismo las bases fundamentales17 el que escriba que no debe haber monarquía según el plan de Iguala, o que no deben tener igualdad de derechos, goces y opciones los de allende con los de aquende los mares, y, sin embargo, no sólo se han escrito resmas de papel en contra de las dichas bases, sino que de hecho han sido desencajadas de los cimientos pro bono público y reemplazadas por otras. De suerte que si no es con respecto a la segunda inamovible por su mismo peso (la independencia) la falta de demasiado apego a esta parte del reglamento, cuando más dejaría el escozor de ligero pecado venial, y ya se sabe que las culpas leves se disimulan benignamente aun al ministerio más pecador.

»Con respecto al otro (es decir el reglamento de imprenta de las Cortes del año 20), hay que notar que el escribir sobre tolerancia religiosa en términos comedidos y respetuosos a la religión de la nación no es destruirla o trastornarla. Haría uno u otro el que provocara a su ruina, o a introducir desafecto, turbación y desorden en su observancia. Pero hay enorme diferencia entre decir que no es bueno sea católica una nación, y asegurar que sin dejar de ser buena católica, puede y debe, cuando lo exija la utilidad pública, tolerar otras comuniones, y más aquellas que aunque discrepen en algunos puntos dogmáticos, fundan su moralidad pública y privada en la fe de un mismo Salvador y en la creencia de un mismo Evangelio.

»Pero esto es dar bordadas y no fijar la proa al punto de la dificultad. Existen en la Constitución un artículo 3 y otro 171, y de su contenido se trata. - A ello pues frente a frente; y si lo anterior se ha dicho, más ha sido para indicar la clase de disposiciones reglamentarias en que se funda el supuesto deber ministerial de perseguir a los abogados de la tolerancia y oponerse a esta clase de escritos, que no por declinar una contestación directa. Se ha dicho también, porque sin grave omisión no debía pasarse por alto la observación de que aquellas razones se pueden alegar, y de hecho han sido alegadas con otras muchas a ellas parecidas, ante un jurado y en una gran publicidad: fueron divulgadas por la prensa, provocaron discusiones y papeles impresos en la capital de la nación, no menos que en los Estados, ¿y cuál fue el resultado? No sólo ni se turbó el orden ni se vieron indicios de funestas consecuencias por chocar contra hábitos e inclinaciones, ni causó escandalosa sorpresa oír tratar de la materia, sino que antes bien la absolución del jurado fue recibida con aplauso, convirtiose en una especie de triunfo para el escritor; y el impreso, circulado por toda la República, obtuvo los honores de una segunda impresión. ¿Y no pudiera ser que como ésta sean otras de las inclinaciones populares que tanto se respetan?

»En efecto, la Constitución contiene los artículos expresados, pero todo gobierno debe también contener en sí el gran don de la prudencia y un tacto de delicadeza para distinguir la línea hasta dónde llegan sus obligaciones por la observancia de ciertas leyes, y en qué circunstancias es indiscreción pasarla por una oficiosidad nociva a todo lo que pueda predisponer los ánimos e ilustrar la opinión pública con el fin de que sean reformados oportunamente, por exigirlo el bien general en juicio de la parte reflexiva de la nación. Aquí es en donde, si no arguye gran discreción en un gobierno, presentarse ahora con una iniciativa de tolerancia tampoco prueba su ilustración cegar a dos manos el manantial de las luces, y constituirse él mismo en obstáculo perpetuo para que en algún día pueda ocuparse la legislatura nacional en purgar a la Constitución del vicio con que la desgracia la perpetua intolerancia religiosa. - Sábese, hasta palparse aun con las manos, que esta inmensa y despoblada República está reclamando gente y con ella capitales, industria y en su sucesión abundancia de Mexicanos, y se sabe también que la intolerancia religiosa será el insuperable obstáculo que se oponga para satisfacer a aquel reclamo18.

»No se oculta tampoco que dichos artículos fueron importación venida de la constitución española y colocada en la nuestra por circunstancias del momento y empeño de algunos, aunque con oposición de otros, al paso que nadie que piensa ignora hoy día que esas leyes de perpetua prohibición, y con cláusula de 'que jamás se reformará', son más bien un comprobante del orgullo humano, que no monumentos de sabiduría. Desde luego, esa eternidad de mandamiento es voz sólo sonante y redundancia superflua, porque no produce efecto alguno. Si la experiencia demuestra que la conveniencia pública demanda la alteración o reforma de una ley, el legislador actual de una nación lo hará con el derecho que no tuvo su predecesor para imponer obligaciones hasta la consumación de los siglos. Gracias a este derecho, los católicos del imperio británico gozan hoy de una completa comunión política con todos sus compatriotas19. Pero, señor, reflexiónese que para cada templo no católico sería necesario preparar un regimiento que lo defendiera20 -o no sería necesario si no hay empeño en azuzar al vulgo-. Pero esto sí es bordear y desnaturalizar la cuestión; ninguno ha hablado de zanjas y cimientos de templos precisamente para este momento (y si alguno hablare, con no hacerle caso, es negocio concluido sin necesidad de acusaciones contra la prensa). De lo que se trata es de que no se haga oposición por parte del gobierno, para que se generalice la idea entre nuestras gentes de que bien podemos quedar los Mexicanos buenos católicos tolerando que otros que no lo son presten culto al mismo Dios de los cristianos, aunque no precisamente con todos los mismos ritos y con identidad de fe sobre todos nuestros dogmas. Trátase, en una palabra, de que no se impida ilustrar a la masa general sobre la compatibilidad de uno y otro. Preparados los ánimos, el tiempo llegaría, y quizá no muy tarde; y deduzcamos por conclusión que a pesar de los artículos 3 y 171 de la Constitución, la conciencia moral y constitucional de un ministerio, por nimiamente delicada que sea, en este punto queda pura de todo escrúpulo, sin necesidad de pasar a imprudentes oficiosidades.

»Todo gobierno civil, y en todas las partes del mundo católico o protestante, por muy complaciente que sea con las pretensiones del eclesiástico, es celosísimo de su autoridad suprema, y repulsa inmediatamente hasta el más remoto amago de invasión en sus derechos. Mucho menos incurre en la necia debilidad de constituirse él mismo instrumento de la usurpación que se le hace. La misma España, tan preciada de católica a su modo, nos da en esta parte ejemplos de imitación. Los escritos de un Jovellanos, de un Moñino, Campomanes, Covarrubias y otros fiscales, sus pedimentos al Consejo supremo de aquella nación y las producciones de los profundos jurisconsultos, sinceramente católicos, que florecieron en época en que todavía España conservaba parte de su poder y literatura, enseñan a los gobiernos católicos la sabiduría y firmeza con que deben sostener sus derechos, sin por eso hacer irrupciones dentro de los límites de la jurisdicción eclesiástica. Pero parece haberse descubierto que sus doctrinas no son análogas a los gustos e inclinaciones de estos pueblos republicanos. - De paso sea dicho: ese oficio de primer fiscal de una nación, conocido en algunas con los de fiscal del Consejo, de la Corona, abogado o procurador del Rey, demanda del que lo desempeña estar en continua atalaya y preparación para repeler cualquier ataque o maniobra disimulada con que se intente menoscabar los derechos de la suprema autoridad nacional. Por eso, este puesto es considerado como uno de los más eminentes en la magistratura togada, y no se confiere sino a personas que, por una larga carrera en el foro y práctica de negocios públicos, han dado pruebas de distinguidos talentos y granjeádose alto respeto y reputación21. El día que entre nosotros sea desempeñado tan elevado destino por magistrado de esta especie, la República será representada dignamente ante su primer tribunal de justicia.

»¿Y qué se dirá cuando, al revés de lo dicho, vemos el primer periódico de nuestro gobierno convertido en Diario de Roma y defendiendo él mismo el despojo de su autoridad? Vergüenza da a un Mexicano de sólo buen sentido leer en los Registros del 13, 23 y 25 de este mes, esos farragos y despropósitos con que se pretende sostener arrogantemente que un Reverendo Obispo tiene por sí y ante sí derecho de lanzar edictos prohibitivos de libros sin el examen y aprobación de la suprema autoridad. Si aquí parara la condescendencia, tal vez no argüiría más que reprensible debilidad o ignorancia de sus derechos, debilidad contra la cual puede y debe reclamar el cuerpo legislativo. ¿Pero qué nombre merecerá la connivencia, más bien la complicidad de que es culpable el diario oficial, cuando tan fácil se presta a la falacia, mala fe y vergonzosa maniobra con que se truncan las leyes y se embrolla su natural sentido para abusar de la impericia de la multitud, haciéndolas mandar precisamente lo contrario de lo que prescriben? Léanse en los dichos números los artículos de un Retirado y el firmado V., y sírvase el lector pasar la vista al mismo tiempo por la ley22. Si después de su vista no conviene el lector imparcial en la censura del que escribe, él mismo exige ser calificado de infame impostor.

»'Es verdad (dice el Registro oficial del 13) que por el art. 4, cap. 2 del decreto de abolición de la Inquisición, se manda que los jueces eclesiásticos remitan a la secretaría respectiva de gobernación la lista de los escritos que hubieren prohibido; pero a más de que estas mismas expresiones indican con demasiada claridad que deben mandarla después de haberlos prohibido, el fin de esa remisión, manifestado en el artículo 5, presenta una nueva prueba de que para su prohibición no deben obtener primero el beneplácito del gobierno.'

»Esto se llama jugar con voces del P. Goudin, en materias de grave importancia; y llámase también faltar al respeto del público que no es mentecato. La palabra prohibidos en el lugar en que se halla y enlazada con todo el tenor y objeto de la ley está significando muy naturalmente los libros prohibidos por calificación previa e iniciativa del juez eclesiástico, pero no prohibidos ad efectum obligandi, sino hasta que aquella calificación haya pasado y sido confirmada por los trámites subsecuentes. ¿Cuáles son éstos? Los que fraudulentamente se callaron. - 'Que se pase la lista (palabras de la ley) al consejo de Estado para que exponga su dictamen después de haber oído el parecer de una junta de personas ilustradas, que designará todos los años de entre las que residan en la Corte, pudiendo asimismo consultar a las que juzgue conveniente.' - Si los libros prohibidos por el juez eclesiástico lo son ipso facto y no necesita la prohibición, del beneplácito del gobierno, pregúntase ¿qué parte de la oración son aquí el dictamen del consejo, la consulta a junta una de personas ilustradas u otras que se juzgue conveniente? Excusados eran todos esos rodeos si el papel del Rey (digamos aquí Presidente), el del consejo, la junta, las cortes o congreso, está reducido al de notarios públicos, e impartir el auxilio del brazo secular.

»'El Rey (dice el artículo 5), después del dictamen del consejo de Estado, extenderá la lista de los escritos denunciados (aquí la explicación de prohibidos por el juez eclesiástico) que deban prohibirse (no dice que deben, ni tampoco que se han prohibido) y con la aprobación (deliberando, no llenando fórmula) de las Cortes, la mandará publicar, y será guardada como ley en toda la monarquía, bajo las penas que se establezcan.'

»Pues ahora, que se le pregunte al primer hombre que pasa por la calle y no tenga aire de necio, si no es cierto que el natural sentido de esta ley en lengua castellana, y aparte toda fullería, no es el siguiente: - Presente el juez eclesiástico lista de los libros que le parezca deban prohibirse, consulte el ejecutivo al consejo, quien, para proceder con más acierto, consulte a su vez a una junta de hombres ilustrados y a cuantos más les parezca sobre si merecen en efecto ser prohibidos todos, algunos, o ninguno lo merezca; pase el último resultado al legislativo en donde se sujete a su deliberación y por la aprobación, si la hubiere, se consume la ley, y sea publicada. - ¿A qué el dicho hombre repone amostazado, si se vienen a entretener con él proponiéndole cuestión que no ofrece la menor duda? Y si aconteciere que la tal persona tenga algunas letras, claro es que añadirá que sólo a un insensato se le hará creer que las Cortes de 1813, aboliendo la Inquisición, fueron menos precavidas para impedir el abuso de la autoridad prohibitiva de libros, que lo fue Carlos III en sus tiempos con respecto a la Inquisición de sus reinos. Sosténgase lo contrario y resultará que del humor, opiniones, o voluntad de un hombre dependerá exclusivamente la calificación de la lectura permitida; y ya se ve toda la gravedad de inconvenientes que de tal imprudencia se seguiría, por mucha que sea la ciencia y discreción de un prelado23.

»Que el gobierno se haya puesto de acuerdo con el Diocesano de Puebla, según se asegura en el artículo del Registro del 25, no contradicho, lo único que probará es que el gobierno ha hecho muy mal. Ni en el edicto prohibitivo consta tal acuerdo, ni el negocio es de los que se arreglan por acuerdos. Lo que es necesario que conste es que el gobierno cumplió de un modo público y oficial con los requisitos que las leyes previenen, y todo acuerdo que no se haya dado en esta forma, no produce otra cosa sino la responsabilidad del acordante. Lo que sí consta es lo contrario, comenzando por la contravención de la ley en no oír antes a los interesados o, en su defecto, a los defensores de ciertas obras que con la mayor injusticia y falta de delicadeza se han confundido en un mismo edicto con otras indignas de publicidad. ¿Con qué conciencia y propiedad se vienen a interpolar unas entre otras obras de inmundas obscenidades y grosera impiedad, con obras de asuntos dignos del estudio y examen del hombre para juzgar de ellos, y que han ocupado la atención, la pluma y la oratoria de eminentes Católicos Romanos respetables por su sabiduría y virtudes? ¿Qué tienen que hacer las obras sobre Inconvenientes del Celibato eclesiástico, Tolerantismo, la Apología católica de Llorente al lado del Origen de los Cultos, el Tío Tomás, el Tratado de los Tres Impostores, Cartas a Eugenia y otras de este jaez? Hay una especie de crueldad y tiranía en el ejercicio de una autoridad que descarga sobre obras del asunto de las primeras el mismo anatema con que son arrojados de la sociedad, sin apelación, execrables escritos marcados con el sello de la infamia, por el pudor, la religión y la dignidad de ser racional. - ¿Y a todo esto presta su cordial asistencia el Registro oficial24?

»En todo esto responderán algunos, lo que se está descubriendo es el empeño de que se deje correr el veneno de los malos libros, que los pastores no interpongan su autoridad para exterminarlos, y a vuelta de ello se relaje la moral pública. Descúbrese empeño de protestantismo, y sobre todo una pronunciada aversión al estado eclesiástico. - Esto se dice con más facilidad que se prueba, y su simple enunciación no es respuesta de convencimiento. - Dios no permita que la pluma que traza estos renglones se emplee jamás en abogar por aquella espuria libertad y orgulloso saber cuyos frutos son el desenfreno de costumbres, la degradación del ser humano y el triunfo de la impiedad. Cuiden enhorabuena los guardianes de la religión y de la decencia pública de que la sociedad cristiana no sea contaminada por la lectura de escritos perniciosos: éste es su deber, y la sociedad civil les estará agradecida si lo cumplen con celo ilustrado. Lo que se exige es que en el desempeño de aquella obligación den también el ejemplo de sumisión a las leyes públicas, que la prudencia y una larga experiencia han dictado como convenientes para impedir que bajo un pretexto sagrado no se ejerza la tiranía mental, y a vuelta de defender la religión no se confundan con ella opiniones, sistemas y principios personales. Ni en esto se menoscaba la dignidad eclesiástica. Todos somos hombres, y nada más fácil y frecuente que convertir nuestras pasiones e inclinaciones en deberes.

»El que escribe lo que desea es que no se dé motivo para que por los defectos de las personas se perpetúe la injusta imputación de que la Religión católica en sí misma es enemiga de la libertad, de las luces y de los progresos de la civilización. Miembro de su iglesia, anhela porque el Clero mexicano en su generalidad la honre por su sabiduría y virtudes, conciliándose así el respeto a sus personas y la veneración debida a las funciones de su alto ministerio. Hace votos porque aquella religión brille pura en el espíritu y verdad con que salió de manos de su divino Fundador, y porque la gravedad de sus ritos corresponda exactamente a la majestad de sus misterios. Desea, en fin, que jamás se la injurie con la nota de antisocial, intolerante y tirana25.

»Reasumiendo la historia de la administración, será también desgracia para ella la reprensible debilidad con que rindió los derechos del gobierno mexicano en el asunto, llamado de Patronato. Si no se sentía con fuerzas para sostenerlos, o por algunas circunstancias del momento no creyó oportuno hacerlo, tampoco debió abandonar el puesto y condescender tan de llano en ejemplares que se pretendan alegar como precedentes. Ello sería siempre en vario, porque todo Mexicano celoso de la autoridad de su Gobierno ha protestado contra un hecho que merece alta desaprobación. - No era necesario por la conservación de la Religión el que hubiese canónigos, y si es necesario para que haya un gobierno verdaderamente nacional, que ningún empleo o beneficio público sea conferido a sus súbditos sin su conocimiento y anuencia. Los señores beneficiados en el cabildo eclesiástico derramaron sus flamantes convites y tomaron posesión, con la gran satisfacción de no contar para nada con el Gobierno de su país. ¡Qué contraste con los tiempos de antaño, en que se oía resonar en el coro de la Catedral la solemne clausula de 'por gracia o dignación de S. M.!'

»Llegado es el caso de increpar a la administración el mortal pecado de no perseguir hasta el último extremo uno de los más horrendos atentados públicos de que pueda ser reo un militar, a quien habiéndosele encargado el mando de las armas atropella insolentemente las leyes civiles y militares. Militar a quien sus compañeros de armas, que no le son parecidos y honran al ejército mexicano, han reputado indigno de llevar el uniforme de la milicia. Ya se entiende que se hace alusión al crimen escandaloso cometido por un General26 en la Capital de Jalisco; crimen por el cual fueron insultados los respetos de la autoridad superior de un Estado, se dispuso despóticamente de la vida de un ciudadano y se ultrajaron los primeros derechos de la sociedad. Crimen, en una palabra, al cual se puede aplicar con exactitud. - Vicit pudorem libido, timorem audacia, rationem amentia.

»La administración tuvo el sentimiento de no encontrar ley penal contra un Comandante general culpable, ni tribunal establecido para juzgarle. - ¡Singular fenómeno, por cierto, el de una sociedad en donde no se encuentra alguna ley para castigar tamaño delito! -Aun suponiendo que aquel militar no hubiese cometido el atentado, sino precisamente bajo el carácter de comandante general, ¿por ventura esta calidad excluye, o más bien no incluye la de militar y la de ciudadano? ¿No hay ordenanzas y tribunales que juzguen al soldado, cualquiera que sea su grado y posición, cuando se convierte en déspota y viola las leyes militares? Y en todo caso, ¿no convino a la administración manifestarse acalorada y empeñada en rebuscar y escudriñar ley que comprendiese el caso para que de un modo u otro no quedase impune tan atroz hecho? Hubiera demostrado al menos con su ejemplo (y entonces sí venía muy a propósito), la extremada delicadeza de una conciencia constitucional. - Tal vez se recelaba que de este modo se hubiese suscitado insurrección en las fuerzas que mandaba el General delincuente. - Por muy graves que fuesen los temores, nunca debió sacrificarse a ellos la vindicta pública. Al contrario, el caso debió aprovecharse como una oportunidad de fijar por un castigo ejemplar el principio práctico, cuya observancia nos falta y es el origen de nuestros males, esto es, el principio de que la autoridad civil (o llámese de las leyes) es superior a la militar, y ésta no tiene otro destino sino ser el apoyo y defensa de la primera. Revolución por revolución valía más haberse decidido a pasar por aquélla, si a tal extremo hubieran llegado las cosas, que no quedarse expuesto a otra que se estaba asomando y en la que era de suponer que, aunque muy personales los motivos, la impunidad del atentado en Guadalajara se había de hacer valer como pretexto plausible. El Gobierno hubiera contado con toda la simpatía de la nación y esfuerzos de los Estados, se hubiera granjeado las afecciones, y en el triunfo de su causa, que hubiera sido popular, se habría fincado la supremacía de la autoridad civil.

»La extensión que se ha dado a este papel exige que se le vaya poniendo término, para que el cansancio que produzca, al punto a que ha llegado, no pase a fastidio del lector en cuyas manos por acaso cayere. Urge, por otra parte, la oportunidad con que se desea pueda contribuir en alguna manera (si tal fortuna tuviere) a que la República, libre de agitaciones por discordias intestinas, se ocupe de sus próximas elecciones, con orden, deliberación y plena libertad.

»Se ha censurado a la administración, y parece que, no sin fundamento, cierta presuntuosa confianza que la ha inducido a reputar exclusivamente por opinión pública la suya, y falta de aquella franqueza que bien es compatible con la prudente reserva en el manejo de los negocios públicos. - Personas imparciales y de muy respetable voto han visto con desagrado que la patria haya sido privada del fruto y celo desinteresado con que pudieran haberle servido algunos talentos militares tan distinguidos como comprobados. - Se han conferido destinos por relaciones muy personales, y no puede negarse que por ellas el servicio público, en puestos que llevan representación nacional y demandan no vulgares talentos con experiencia, no ha sido dignamente consultado.

»Siendo el objeto de este escrito examinar hasta qué punto la conducta de los ministros pudiera o no haber sido calificada por la nación motivo legal de la última revolución, y rectificar las ideas sobre el repetido derecho de insurrección, sería fuera de propósito entrar aquí en cuestiones de economía política. Suponiendo por el más errado el sistema económico que un ministro adoptase, jamás tal error autorizaría y menos justificaría revoluciones. Los sistemas políticos de economía y su aplicación a las circunstancias peculiares de una nación son materias en que se apura la verdad y conveniencia por debates entre hombres cuyos estudios y observación les dan derecho para ilustrar la materia. La opinión del que escribe se conforma con la de los que juzgan que, en la situación de nuestro país, tres son los grandes objetos que reclaman preferentemente la atención del Gobierno nacional y del de los Estados, respecto de los cuales los demás son subalternos: educación popular, tener buenos caminos siquiera de los principales, y atraer, por todos los medios y alicientes posibles, gentes útiles y laboriosas que, aumentando la población, dejen sucesión abundante de familias mexicanas.

»Es de creer que entre las censuras con que puedan ser castigadas estas reflexiones, no entrará la de parcialidad. Ellas han sido expuestas con la franqueza de una oposición, si se quiere ardiente, pero que repugna toda alianza con la fuerza y mucho más con tumultos militares, -tal, cual en otros países se suele hacer frecuentemente aun entre los mismos que estrechados por vínculos de amistad, pero conservando la independencia de su razón y conciencia, discrepan en ideas y sentimientos políticos-. El que ha extendido estas líneas concluirá repitiendo que si ha señalado la conducta política de los ministros como blanco de oposición verdaderamente patriótica y merecedora de severas reprensiones, jamás la indicará sin ponerse en guerra con su conciencia, como título legítimo de sublevaciones. La exaltación ha llegado hasta el punto de denigrar a la última Administración, poniéndola en paralelo con las de los tres años que le precedieron, y sacando airosas a éstas en la comparación. Entre sus extremos se interpondrán siempre el honor, la verdad y la justicia, y no permitirán que el primero se aproxime al segundo. La Administración de los años 30, 31 y 32 será juzgada en la historia bajo el carácter de Administración. Las de 27, 28 y 29, bajo el nombre de prostitución de demagogia. - Pero imputaciones como aquélla son desaogos hiperbólicos de nuestras pasiones irritadas, y como tales se disimulan. - Ni es justo olvidar que la obra de los Ministros fue la de construir de nuevo la nave del Estado, con los esparcidos fragmentos a que quedó reducida la antigua, por la horrorosa y prolongada tormenta que sobre ella descargó.»

Éste es el juicio que de la administración Alamán y de su programa político formó un hombre que nada era menos que enemigo del personal de las influencias de aquella época, pero que no podía desconocer las exigencias del país en orden a dejar libre, ya que no se quisiese ayudar, el curso del progreso. El tal juicio es bastante incompleto, pues nada se habla en el de la guerra del Sur, ni de las multiplicadas ejecuciones militares que, por sus circunstancias no muy conformes con los principios de la moral, contribuyeron a enardecer los ánimos y fueron el origen verdadero de los pronunciamientos armados de 1832. Pero tal cual es, no se le puede negar el carácter de un documento imparcial y auténtico, por el cual consta que la expresada administración no sólo ponía obstáculos al progreso, sino aun al status quo, y que empleaba toda la influencia que las leyes y el poder dan al gobierno y aun alguna extralegal para lograr el retroceso de la marcha política hasta un punto que no ha podido saberse, y que ignoraban tal vez los mismos que dieron el impulso.

La marcha política de un gabinete es la que siempre determina el carácter de la oposición que se le hace: las violencias provocan los sacudimientos, y la marcha retrograda pone en acción las fuerzas y elementos del progreso. Siempre que se quiera excluir del influjo en los negocios por actos de violencia, un partido político cualquiera que sea, más tarde o más temprano acabará por sublevarse; ésta fue la primera oposición que sufrió la administración Alamán; oposición de repugnancias, de resentimientos y de odios que éstos engendran. El partido Guerrero, arrojado de todos los puestos públicos de la Federación y los Estados, y vilipendiado en la cámara de diputados por los actos de la fuerza (pronunciamientos), no necesitaba saber cuál era el programa político de la administración para sentir las violencias y humillaciones que se le hacían sufrir.

Esta sensación de su mal estar determinó una reacción en que la administración se cubrió de sangre, y de la cual no pudo triunfar sino al cabo de un año, por actos que no dejaran muy bien sentada su reputación en la historia. En todo este período las cuestiones que llamaban la atención de preferencia y se discutían de una manera ardiente en los periódicos eran las de legitimidad. Estas cuestiones sediciosas por su naturaleza, pues jamás ha habido en el mundo un gobierno sobre cuyos títulos no puedan suscitarse dudas más o menos fundadas, tuvieron de particular que los defensores del general Guerrero fueron los primeros que proclamaron la nulidad de los actos que lo elevaron a la presidencia; contra los partidarios de la administración Alamán, que sostenían su legitimidad a viva fuerza. Pero de tales inconsecuencias sólo podrá admirarse quien no haya visto revoluciones: seis meses antes el idioma de estos partidos era absolutamente inverso y, a decir verdad, mucho más conforme con el carácter e inclinaciones de cada uno de ellos.

Entre tanto la administración no perdía tiempo en apresurar la marcha retrograda, y era poderosa y eficazmente auxiliada por el Clero y la Milicia: todas las medidas que se tomaban tenían una tendencia bien marcada a consolidar el poder de estas dos clases y a reponerlas en las pérdidas que habían sufrido los años anteriores. Los amigos del progreso, a pesar de que su mayoría sentía fuertes simpatías por el personal de la administración, empezaron a alarmarse; pero se les hizo callar y ceder por entonces a la vista del riesgo en que se estaba de que triunfase la revolución cuyo objeto ostensible era la reposición del general Guerrero. Realmente los promotores y partidarios de esta revolución no proclamaban otra cosa que el regreso a los hombres de 1829, y aunque no era de aprobarse lo que con ellos se había hecho, nadie fuera de los personalmente interesados podía desear un nuevo trastorno por sólo este motivo. La revolución, pues, no pudo triunfar y terminó con el arresto y ejecución del general Guerrero, por actos de cuya responsabilidad hoy nadie quiere cargarse. Así terminó la oposición armada contra la administración Alamán que parecía consolidarse no sólo por el triunfo material sino por la inmensa mayoría que obtuvo en las elecciones para el año de 31, aunque por medios no muy legales.

Los amigos del progreso, que hasta entonces no habían podido entenderse en razón de sus antipatías personales, empezaron entonces a trabajar sin combinación pero unísonos en el designio de contener la retrogradación de la marcha administrativa. El estado de Zacatecas, rico, bien gobernado y sin partidos extremados que hubiesen como en los otros trastornado el orden legal, se hallaba dirigido por dos hombres de una probidad intachable, de reputación bien sentada, de firmeza en sus designios y perfectamente de acuerdo en la marcha de progreso. Estos dos ilustres ciudadanos eran D. Francisco García, gobernador del Estado, y D. Valentín Gómez Farías, diputado en la legislatura del mismo, que además de la conformidad de opiniones y deseos, se hallaban unidos por el vínculo de una antigua y estrecha amistad. Las notabilidades del antiguo partido yorquino que estaban por el progreso tenían gran confianza en García y Farías, aunque ni uno ni otro habían pertenecido a dicho partido; y se hallaban dispuestas a obrar de concierto con ellos como lo hicieron en lo sucesivo D. Andrés Quintana, D. Manuel Cresuncio Rejón, D. Juan Rodríguez Puebla y D. José María Jáuregui. Las notabilidades del antiguo partido escocés eran menos tratables así por las antiguas antipatías, que no podían desaparecer de un golpe, como porque se creían triunfantes; sin embargo, como casi todos eran hombres de conciencia y probidad, sin entrar positivamente en convenios, censuraban fuertemente la administración, apoyaban los reclamos que se le hacían por la imprenta, y aplaudían los actos de la oposición en las cámaras y en las legislaturas y gobiernos de los Estados. Ésta era la conducta de D. José María Fagoaga y de su primo D. José Francisco, del general Morán, de los dos hermanos D. Felipe y D. Rafael Barrio, de D. Eulogio Villaurrutia, D. José María Cabrera, D. Joaquín Villa, etc., etc.: todos ellos y otros muchos obraban estrictamente en sentido de la oposición y desechaban los principios cardinales de la marcha administrativa. Otras muchas personas notables que no habían pertenecido en manera alguna a los partidos que acababan de extinguirse procedían del mismo modo, y entre ellas debe contarse como la primera el ilustre ciudadano D. Juan José Espinosa de los Monteros.

El Estado de Veracruz, aunque con muchos miramientos y de una manera muy comedida, era también todo de la oposición; su gobernador D. Sebastián Camacho, su Teniente D. Manuel María Pérez y su legislatura, en que se hacía notable D. José Bernardo Couto, veían con pena el retroceso, procuraban resistirlo y preparaban, aunque de una manera circunspecta, cuanto podía conducir a que la nación avanzase. Lo mismo sucedía en el Estado de Mechoacán y Chiuaua, y en los de Nuevo León, Tamaulipas y Coauila Tejas, entre otras causas por la influencia que en ellos ejercía el general Terán. En los Estados de México y Jalisco, sus gobernadores D. Melchor Muzquiz y D. Anastasio Cañedo pertenecían a la oposición, y en las legislaturas de ambos hubo constantemente una minoría respetable contraria al programa de la administración. Los Estados de Puebla, S. Luis, Durango, Chiapas, Querétaro y Oajaca estuvieron por la administración y sus principios; aunque en ellos mismos existían, fuera de sus legislaturas y gobiernos, poderosos elementos de oposición. D. José López de Ortigosa, gobernador de Oajaca, es por convicción y principios enemigo del progreso, pero uno de los hombres más útiles para las funciones públicas por su inteligencia, probidad y eficacia, y por su tino y acierto para elegir y plantear las medidas de gobierno. Los Estados de Guanajuato, Sonora, y Sinaloa no externaron miras algunas políticas: el primero, compuesto en su legislatura y gobierno de hombres pacificos, amigos del reposo, y que poco o nada sufrían personalmente de la administración, dejaba correr las cosas sin manifestar grandes deseos de variarlas ni grande empeño en sostenerlas; los otros dos en nada menos pensaban que en la marcha política, las cuestiones que en ellos se agitaban, no tenían otro motivo y objeto que la posesión del poder, por la cual contendían dos o tres familias ricas, poderosas y enemigas.

En las cámaras de la Unión era donde se hallaban frente a frente, y luchaban todos los días los dos grandes principios de progreso y retroceso, puesto que en ellas se debatía y debía decidirse definitivamente la suerte de las clases privilegiadas Clero y Milicia, y las disputas o cuestiones que sin cesar se suscitaban entre estas dos clases y los Estados. La administración no iniciaba por sí misma las medidas que estaban en sus designios y convenían a su marcha política, sino en pocos y determinados casos; el temor de sufrir un desaire y un cierto género de rubor de confesarse patrono de las vejeces hacia tal vez que D. Lucas Alamán procediese de esta manera. Sea éste u otro cualquiera el motivo, el hecho es que todas las medidas que eran indisputablemente de retroceso fueron iniciadas por hombres obscuros que pertenecían al vulgo de los diputados y senadores. En semejantes casos la táctica del gobierno era aparecer neutro, alejar la discusión y obtener la medida por sorpresa. Jamás o muy pocas veces aparecían los ministros en las cámaras en semejantes discusiones, pues sus partidarios se habían anteriormente convenido en no llamarlos y en desechar las mociones que se hiciesen al efecto; cuando por algún accidente la oposición lograba una orden para que compareciesen, no tomaban parte en el debate y eran simples espectadores de lo que pasaba en él. Sin embargo, nadie se equivocaba por estos aparatos de neutralidad que la oposición calificaba de gazmoñería y que eran más frecuentes en los debates relativos al Clero.

La discusión por la imprenta era absolutamente imposible sobre semejantes materias: los periódicos de la devoción del gobierno estaban todos comprometidos a no hablar de ellas, y aun la discusión de las cámaras no podía ser conocida del público, en razón del famoso artículo que D. Miguel Ramos Arizpe introdujo en el reglamento de debates para que todo punto eclesiástico se discutiese en secreto. Además, las imprentas estaban todas comprometidas a no admitir producciones ningunas que se ocupasen de discurrir de los principios que la administración tenía y rehusaba confesar. Aunque las elecciones para el congreso general y las legislaturas de los Estados eran casi en su totalidad del personal del ministerio, de ellas mismas salió una fuerte minoría adversa a su programa o principios políticos.

Mientras vivió la revolución Guerrero, muchos de los hombres de esta minoría secundaron los proyectos de la administración, para desvirtuar la acción de la imprenta y otros medios de resistencia legal; de lo cual resultó que, cuando quisieron hacer una oposición legal, se hallaron ellos mismos desarmados y reducidos a emitir su opinión en una sesión secreta, delante de una mayoría reglada anticipadamente y bien resuelta a no dejarse persuadir. ¿Cómo hacer un llamamiento a la opinión pública cuando todas las puertas estaban cerradas: los periódicos, la imprenta y la discusión? Así se hallaron interceptados por un muro de separación del único auxiliar a que podían apelar; sin embargo no se desalentaron y, aunque perdieron todas las votaciones, lograron sentar las bases de una resistencia sistemática al programa de la administración, y hacer que ésta fuese más circunspecta en proponer por medio de sus partidarios medidas de retroceso.

Los jefes de la oposición en la cámara de Diputados fueron el Dr. D. Juan Quintero, D. Juan de Dios Cañedo y D. Francisco Molinos. D. Marcos Esparza figuraba también en ella, de una manera importante, como representante especial de la legislatura y gobierno de Zacatecas. En el senado la oposición era menos viva, pero existía y no dejaba de causar embarazos al ministerio a pesar de no hallarse sistemada ni tener un plan fijo de conducta. Las notabilidades de ella fueron: D. Domingo Martínez Zurita, D. Manuel Crescencio Rejón, los doctores D. Tomás Vargas y D. Simón Garza, hombre muy recomendable por su instrucción, firmeza y probidad.

El partido del retroceso o de la administración formaba la mayoría de ambas cámaras y sus jefes principales se hallaban en la de Diputados: D. Francisco Sánchez de Tagle, D. Juan Manuel Elizalde y los doctores Valentín y Becerra fueron los campeones más visibles de la marcha retrógrada; también figuraron en ella, aunque en segunda línea, D. Antonio Fernández Monjardín y D. Rafael Berruecos, hombres de conciencia y recomendables por el desinterés y convicción que presidía a la emisión de sus votos. El P. Félix Lope Vergara y el canónigo Arechederreta fueron los más notables del partido Alamán en el senado, y sus talentos como hombres públicos apenas podían colocarse en la esfera de medianos. A poco más o menos, éste era el personal de la marcha administrativa en los altos funcionarios de la Federación y los Estados. Por lo demás, el gobierno contaba con las dos clases privilegiadas, Clero y Milicia, compuestas en su mayoría de hombres de poco o ningún mérito, pero regimentados y sometidos a la obediencia pasiva por la cual no les es lícito opinar sino sólo obedecer. Contaba con la falange de los empleados que siempre son de quien los paga, y carecen por lo común de conciencia política, o la sacrifican al sueldo; contaba, en fin, con el cansancio que habían producido en nueve años tantas disputas y agitaciones sin fruto, y con la odiosidad de los desórdenes ocurridos y violencias cometidas, desde el año de 27 hasta el desenlace fatal de la Acordada, por las contiendas de poder entre escoceses y yorquinos.

Este aparato de fuerzas a primera vista formidables sedujo a los directores de los negocios haciéndoles creer podían emprenderlo todo, como lo hicieron entregándose a una confianza indiscreta.

A mediados de 1831 la oposición estaba ya formada en las cámaras, en las legislaturas y gobiernos de los Estados, y la multitud de elementos de opinión que existían contra la marcha retrógrada empezaban a ponerse en acción. Por entonces los que la componían se limitaron, como era natural, a impedir tomase cuerpo el retroceso: en esto estaban conformes pero no de concierto, pues no podía existir éste entre personas que tenían tantos motivos de odiarse, o no se había ofrecido la ocasión de conocerse; sin embargo, el tal concierto era necesario para que el resultado fuese más pronto, más eficaz y más seguro. Hubiera sido una insensatez buscarlo en las logias u otro cualquier género de reuniones numerosas y disciplinadas, pues además de haber caído y justamente en el último descrédito este medio de acción, la experiencia había manifestado su ineficacia para establecer nada que fuese sólido ni estable. La conformidad de opiniones y deseos debía ser la única base del concierto, y éste tampoco podía ser explícito, ni presentar el carácter de un convenio que impusiese obligaciones a los que debían obrar, o estableciese jerarquías ofensivas de la independencia personal o de la libertad de acción y opiniones en la resistencia política. El medio único era ir aproximando y poniendo en contacto poco a poco a los hombres que se odiaban o no se conocían, y para que se lograse contribuyó no poco la indiscreción del gabinete o de sus partidarios, que afectaban confundir la marcha del progreso con la del desorden, y pretendían hacer pesar la responsabilidad de los males sufridos anteriormente sobre hombres puros y sin tacha en su carrera pública. Verdad es que cuando se afectaba desdeñar las ideas de progreso no se tomaban en boca estos nombres respetables, ellas eran censuradas en personas poco aceptas a la nación y cuya reputación se hallaba manchada por actos que les hacían poco honor; pero los primeros tenían por dicho a ellos lo que se decía a los otros, y recibían la lección de la manera que se les daba, sin dar el menor signo de arrepentimiento ni de cambiar por ello de opinión.

Los principios, pues, de la administración, el modo de hacerlos valer y la conformidad de opiniones y deseos entre los hombres del progreso fueron poco a poco abatiendo las barreras que los separaban y estableciendo entre ellos relaciones que consolidaban la oposición.

D. José María Cabrera y el doctor D. José María Mora se hallaban ligados desde los primeros días de la independencia por una amistad que hacía más estrecha la uniformidad de opiniones que entre ellos existía en orden a los fines de la marcha política. En cuanto a los medios de llegar a ellos, no había siempre la misma uniformidad entre ambos, pero esto no obstaba a que se viesen y tratasen casi diariamente. Cuando a fines de 1829, empezaron a externarse los conatos para derribar al general Guerrero, Cabrera se declaró por ellos abiertamente, y fue después uno de los partidarios más decididos de la administración Alamán hasta que terminó la guerra del Sur en 1831. Mora por el contrario nunca pudo ver en esta administración y en la revolución de Jalapa que la dio el ser, sino una reacción más de cosas que de personas y en sentido de retroceso. El desengaño no se hizo aguardar mucho, pero la guerra del Sur no ofrecía nada de positivo sino la vuelta a los hombres de 29, y esto vino a embarazar toda resistencia legal. Mora, sin embargo, hizo una especie de oposición en el congreso del Estado de México, en el Observador, 2.ª época y en el Correo de la Federación. La tal oposición no tenía por objeto ni el restablecimiento de los hombres de 29 ni el sostén de los principios administrativos, que eran los dos grandes intereses del momento; claro es que ella no debía encontrar apoyo en ninguna parte y que debía acabar como acabó abandonando Mora la empresa cuyo menor inconveniente era la falta de oportunidad.

A mediados de 31 las cosas se hallaban en otro estado, y las concurrencias frecuentes de Cabrera y Mora se aumentaron con la presencia de D. Miguel Sta. María, que regresaba de Europa, y en ellas se fueron empeñando insensiblemente, aunque sin un designio positivo, en los intereses de la oposición que se hacía ya abiertamente a la marcha administrativa. Todos tres aplaudían, y afortunadamente se hallaban en el caso de hacerla servicios de alguna importancia. Cabrera era hombre bien relacionado y de sólida reputación entre las notabilidades del país; de influjo y concepto considerable en los Estados de Michoacán y Guanajuato, su talento claro y su conocido desprendimiento alejaban toda sospecha de error o parcialidad en la expresión de sus opiniones, las cuales por sólo este hecho venían a convertirse en otros tantos medios de acción; además, hombre de conciencia política y de convicciones profundas, obraba en sentido de ellas, aunque sin abandonar los compromisos contraídos con el personal de su partido, que fue el escocés, ni las profundas repugnancias que lo separaban del yorquino.

D. Miguel Santa María es uno de aquellos hombres que no vienen al mundo con mucha frecuencia y que por sus raras cualidades no pueden aparecer en parte alguna sin hacerse notables. Sta. María no es de aquellos hombres que se encuentran frecuentemente en el curso de la vida, con quienes se pueden entablar relaciones que, a pesar de un trato frecuente, a nada empeñan, no suponen compromisos duraderos y cesan con la misma facilidad conque se forman sin violencia ni disgustos. Quien por acaso o de intento ha llegado a ponerse con él en contacto debe necesariamente amarlo, aborrecerlo o admirarlo; o, en otros términos, ser su amigo, su enemigo o su sectario. Nadie más expansivo, más leal ni más franco en sus amistades, que nunca han pertenecido sino a las notabilidades del país; pero ninguno menos justo, ni más extremado en sus prevenciones y resentimientos contra sus enemigos reales o aprendidos. La violencia de sus pasiones en odio y benevolencia lo hace expresarse siempre de una manera fuerte aunque decente, contra los unos, o a favor de los otros. Santa María es indisputablemente reconocido como uno de los primeros escritores y hombres públicos del país; y sin ciertas pretensiones de bufonería en sus escritos, o de aristocracia caballeresca en sus maneras, que lo hacen declinar un tanto al ridículo, sería un hombre universalmente respetado. Sin embargo, su juicio recto sobre las necesidades del país, su deseo ardiente de verlo progresar y sus fuertes simpatías con el personal del antiguo partido escocés, le habían formado una clientela de admiradores entre aquellos que en todas partes se dispensan de pensar por sí mismos y se hallan dispuestos a recibir más o menos el impulso y dirección ajena, para obrar en éste o en el otro sentido.

El doctor Mora era un hombre con quien nadie podía equivocarse en orden a sus ideas, designios y deseos políticos; tenía muchos conocidos en el antiguo partido escocés, algunos en el yorquino; pocos amigos, pero todos ellos pertenecientes a las notabilidades de ambos, y más en el primero que en el segundo. Además, el gobierno y el congreso de Zacatecas sentían por Mora una verdadera confianza, y sin estar en correspondencia formal con las notabilidades de este Estado, trasmitía y recibía las noticias, ideas, designios y medios de adelantar la marcha política por conducto de D. Marcos Esparza, persona muy a propósito para este género de negocios, a causa de su actividad, secreto y celo por los intereses del Estado que doblemente representaba. Mora, en fin, había mantenido una correspondencia lánguida, aunque no interrumpida, con el general D. Manuel de Mier y Terán, que empezaba ya a ser considerado como el principal candidato para las próximas elecciones de presidente.

Sta. María, Cabrera y Mora concurrían con frecuencia sin designio político, y sólo por motivos de amistad; pero la conversación giraba siempre sobre la marcha política que todos tres reprobaban y deseaban se cambiase: los dos primeros no desconfiaban lograrlo de la administración Alamán, pero el último nada esperaba sino de la próxima elección. Estas conversaciones fueron insensiblemente empeñándolos en trabajar cada uno por los medios que estaban a su alcance para contener o cambiar la marcha política, en la presente administración o en la futura, fomentando la oposición en el seno del ministerio, en las cámaras, en los Estados y por la imprenta27.

Ninguno de ellos tuvo la necia pretensión de constituirse en regulador de la marcha política, pero todos y cada uno de los tres conocían bien que podían hacer servicios importantes a la causa del progreso, y el éxito probó que sus esfuerzos no eran vanos. La oposición que, como va dicho, había empezado en la cámara de Diputados y en el Estado de Zacatecas, de donde se había propagado a los demás, se extendió al senado y estalló en el ministerio mismo. Los señores Cabrera, Michilena y Vargas impulsaron lo primero, y el señor Sta. María lo segundo. El ministro Don José Antonio Facio, que hasta allí había tolerado sin aprobar la protección que se daba al clero, se opuso ya a ella abiertamente en lo sucesivo, y templó algo en orden a la predilección de la milicia por las fuertes declamaciones contra ella de Sta. María y de D. José María Fagoaga, cuya opinión es un poder político en el país. Mora contribuyó a lo uno y a lo otro, y desde entonces se renovó la estrechez de sus antiguas relaciones con Facio, muy lánguidas poco antes.

La oposición de la imprenta fundada por los señores Quintana, Rejón y Rodríguez Puebla, del antiguo partido yorquino o con simpatías por él, no había podido mantenerse contra los actos de violencia a que para comprimirla se entregaba el ministerio. Pero desde que estos señores y sus periódicos cesaron de proclamar la causa impopular de un partido derrotado e hicieron la guerra al ministerio, no por su origen sino por sus actos, contaron ya con otros apoyos que imposibilitaron las violencias directas de la autoridad; y en esto trabajaron bien y con buen éxito, D. Miguel Sta. María y D. José María Fagoaga. D. Vicente Rocafuerte apareció también en la oposición de la imprenta y su primer ensayo fue hacer la apología de la tolerancia religiosa, asunto que hirió en lo más íntimo a las afecciones ministeriales, y en el cual la mayoría del gabinete fue desairada en el empeño que tomó de que se condenase al autor y se prohibiese el impreso. Ni uno ni otro se logró entre otras causas por los esfuerzos reunidos de Mora y Facio, y por el valor cívico de Rocafuerte, del cual siguió dando pruebas nada equívocas en el Fénix de la Federación.

Por setiembre de 1831 Cabrera y Sta. María perdieron ya la esperanza de que cambiasen de principios los hombres del ministerio: Facio, que había hecho cuanto podía para lograrlo empleando al efecto aunque infructuosamente todo su influjo que no era poco, acabó por desengañarlos; pero los aseguró que él mismo continuaría haciendo oposición vigorosa a la protección que se daba al clero, y aflojaría en la que hasta entonces había disfrutado la milicia. Esta promesa fue plenamente cumplida en su primera parte y casi del todo eludida en la segunda. Perdidas las esperanzas entre los hombres de progreso de sacar partido alguno del ministerio, ya sólo se trató de poner por entonces trabas a su marcha y de reservar las reformas para la próxima renovación de las cámaras y presidente. Lo primero se logró en gran parte, pues el gabinete ya sin unidad y con una fuerte oposición en las cámaras, que regenteaba el doctor Quintero con acierto y con constancia, se vio obligado a plegar manteniéndose a la defensiva; lo segundo se habría logrado igualmente si no se hubiera interpuesto la revolución del general Sta. Ana que todo lo echó a perder, introduciendo de nuevo la discordia en el seno de la oposición, como se verá más adelante.

A fines de setiembre se hablaba ya con calor de las personas que podrían considerarse como candidatos para la futura presidencia: el clero y alguna parte de la milicia se declararon por el general Bustamante; los antiguos escoceses hablaban débilmente del general Bravo; los antiguos yorquinos parecían inclinarse al general Sta. Ana, y la masa de la oposición aún no tenía candidato, pero presentó más adelante al general D. Manuel de Mier y Terán. Este general ha sido una de las notabilidades de más importancia política en el país, y reunía en aquella época un conjunto de circunstancias y condiciones, que hubiera sido imposible hallar en otro, para ocupar dignamente el puesto de primer representante de una nación. Terán era un sabio que podría haber ocupado un lugar distinguido en la Academia de las ciencias de París, y además era un hombre de la primera distinción por la regularidad de su conducta, por sus relaciones sociales, por la delicadeza de sus maneras y hasta por la belleza de su físico: tenía a su favor el haber militado siempre por la causa de la independencia y haberlo hecho con honor, pureza, inteligencia y acierto, en un período en que fueron bien raros los ejemplos de estas virtudes y muy frecuentes los de los vicios contrarios. Su sistema político era el de progreso, y aunque hasta 1827 había pertenecido al partido escocés y cometido faltas graves, su talento claro y juicio recto le hicieron conocer bien pronto que no debía servir sino a la nación; y se retiró de la escena para la Comisión de Límites, guardando sus amistades, renunciando a los odios y prevenciones de partido, y dispuesto a hacer justicia a todo el mundo. Terán sentía el amor de la gloria; pero, con bastante talento para conocer que ésta no podía adquirirse por las revueltas interiores, abandonó semejante teatro a los ambiciosos vulgares. No lo hizo así cuando la causa de la patria se halló en peligro por la invasión española; voló a presentarse en el campo del honor, donde recogió los laureles de un triunfo debido casi todo a su dirección y esfuerzos. Ni la rebelión de la Acordada, ni la de Jalapa, ni ninguna de las que la siguieron, fueron de la aprobación de Terán: a todas rehusó sus servicios, que prestó constantemente al gobierno reconocido, fundado en el principio solidísimo de que las convulsiones públicas sólo por excepción son medio de progresar28. Éste era el hombre que se trataba de presentar en la escena como candidato de la oposición a la próxima elección de presidente; pero, para hacerlo con seguridad y buen éxito, era necesario que diese a conocer sus designios políticos en orden a la marcha administrativa y que, al mismo tiempo, se le procurasen apoyos entre las principales notabilidades del progreso, muchas de las cuales aun todavía mantenían contra él algunas prevenciones.

El Dr. Mora que, especialmente desde 1827, se hallaba en perfecta conformidad con Terán un orden a designios políticos y al modo de realizarlos, mantenía con este general una correspondencia que se hacía un poco más activa en las crisis peligrosas de la República, pero que siempre era reducida a lamentar el estado del país sin designio ni plan combinado para darle dirección. Como en las cartas de Terán se manifestaba de una manera inequívoca la desaprobación más completa de los principios y de no pocos actos de la administración Alamán, se tenían bastantes seguridades de que la administración pública cambiaría igualmente bajo de su dirección29. Pero Santa María es hombre que en materias de esta importancia no se aquieta con presunciones por fundadas que ellas sean, y busca testimonios positivos sobre qué poder contar; además, para la elección de Terán era un elemento de superior importancia la cooperación del Estado de Zacatecas y de los Srs. García y Farías, sin los cuales nada podría lograrse; cooperación que no podría obtenerse si no previa una confesión explícita de los principios políticos que deberían reglar la nueva marcha administrativa. Mora se encargó, pues, de proponer las cuestiones a Terán y al mismo tiempo de instarle, como antes lo había hecho, para que entrase en correspondencia directa con los señores García y Farías, y lo hizo de manera que no pudiese ofenderse la delicadeza de aquel general. Después de largas contestaciones, que se prolongaron por algún tiempo, Terán convino en la necesidad de abolir los fueros del Clero y de la Milicia, en la de ocupar gradual y sucesivamente los bienes del primero, en la supresión de los regulares del sexo masculino, en la abolición de las comandancias generales y en la relegación de la fuerza veterana a las fronteras30.

Todo esto debía prepararse por la imprenta, promoverse por iniciativas de las legislaturas de los Estados y ser apoyado por el gobierno en las Cámaras del Congreso general cuando llegase el caso de hacerlo, y según las oportunidades que ofreciesen las circunstancias. Terán convino igualmente en la necesidad de abrirse comunicaciones directas con los Srs. García y Farías, cuyos deseos y sistema político se hallaban por actos públicos y auténticos en perfecta consonancia con las bases expresadas, y respecto de los cuales no se necesitaba otra cosa que inspirarles confianza en orden a la persona del expresado general. Esta resolución tuvo efecto en cuanto a D. Francisco García y no en cuanto a D. Valentín Gómez Farías por las razones que constan en carta de 17 de junio de 1832, escrita por el mismo Terán al gobernador de Zacatecas.

Cuando las cosas se hallaban en tal estado, Mora las puso en conocimiento de D. José María Fagoaga, para el cual nada tenía secreto, y cuyos consejos y aprobación solicitaba para obrar en grande y en pequeño. Fagoaga es el hombre de entendimiento más claro y de corazón más recto que existe en la República: sus ideas son precisas, su golpe de vista certero en los negocios públicos, no precisamente en orden al éxito de sus resultados materiales, sino en cuanto a sus ventajas e inconvenientes. El hábito de sujetarlo todo al análisis y el de discutir consigo mismo, en la tranquilidad que da una posición social asegurada y una alma sin pretensiones, han hecho que Fagoaga jamás se equivoque en las reglas de conducta que se ha prescrito, como hombre público y privado, en las circunstancias difíciles de la Nación y en las de sus relaciones particulares. Verdad es que en los primeros momentos los hombres ligeros lo han censurado de inconsiderado, y sus enemigos gratuitos lo han perseguido; pero todos han acabado por respetarlo, por reconocer en su persona una alma republicana con lenguaje monárquico, y en su reputación de saber y probidad un poder social de razón ilustrada, de consejo imparcial y de respeto público. Fagoaga siempre ha pertenecido a la causa del progreso, y sus ideas han sido las más absolutas en la línea especulativa; pero cuando ha llegado el caso de obrar, siempre se le ha visto sobrecogido de una timidez excesiva, fundada en la consideración de que las reformas provocan resistencias y empeñan luchas de que no se puede salir sino después de grandes desórdenes, con cuya responsabilidad rehúsa y ha rehusado constantemente cargar. Si se encontrase un medio de que las reformas produjesen sólo disgustos, no vacilaría un punto en adoptarlo; pero lo que él mismo ha tenido que sufrir personalmente, y la experiencia de lo que en veinte años ha pasado en el país, han producido en su ánimo tal desconfianza del suceso en las tentativas que se hagan para obtenerlo, que parece hacerlo propender a la causa de las vejeces.

Cuando Mora le declaró, pues, lo que había, no vaciló en aplaudir la elección que se proyectaba: en orden al programa de la nueva administración considerado en sí mismo, nada tuvo que oponerle, pero según sus ideas favoritas, se expresó de preferencia por las reformas militares, opinando que las eclesiásticas debían hacerse con más detención y en una escala imperceptible de progresión indefinida; por lo demás, convino en la necesidad indispensable de contener el retroceso a las vejeces. Así es como quedaron perfectamente de acuerdo las personas más notables que opinaban por el progreso en orden al programa político de la futura y proyectada administración.

Desde entonces todo el empeño debió limitarse a hacer comunes y populares estos deseos, a atacar vigorosamente los principios de la administración Alamán, y a desvanecer cuanto pudiera desvirtuar la popularidad del nuevo candidato a la presidencia. En orden a los dos primeros objetos se trabajó eficazmente por los Srs. Rocafuerte, Rodríguez Puebla y Rejón, en el Fénix de la Libertad, periódico de oposición, y en otras producciones de la prensa, especialmente en los Estados de Zacatecas y Jalisco. Las legislaturas de los mismos obraban en el mismo sentido en la parte que les tocaba, excitando y protegiendo a los escritores públicos; acordando las medidas que estaban en la esfera de sus atribuciones y haciendo iniciativas a las Cámaras, que tenían el efecto de entorpecer la marcha del ministerio. El Dr. Quintero, como jefe de la oposición de la Cámara de Diputados, y con la infatigable constancia que le es genial, seguía paso a paso las aberraciones del ministerio, aprovechando cuantas ocasiones se ofrecían de llamar sobre ellas la atención de la Cámara y los reclamos de la oposición. Por este tiempo la administración se vio obligada a plegar en una de las pretensiones del Clero: D. Francisco Pablo Vázquez, obispo de Puebla, presentó letras apostólicas que lo autorizaban como vicario apostólico para la reforma de los monacales; el ministro Facio se opuso al pase, e impulsado por Cabrera, Santa María y Mora, logró que el vicepresidente Bustamante llamase a la junta de ministros, para ilustrar la materia, a los diputados Quintero y Molinos; Facio triunfó por su resistencia y por las sólidas razones expuestas por Quintero, y el pase no se acordó.

No se manejó con la misma eficacia este ministro, en orden al atentado cometido por el general Inclán, en Jalisco, contra el impresor Brambila y las autoridades del Estado. Su parcialidad fue tan marcada, que, no pudiendo disculpar la conducta de Inclán, ni evitar fuese castigado si se le formaba causa, le procuró la impunidad, haciendo sostener al gobierno que no había ley para juzgar al culpado.

Este despropósito, la obstinación de Facio en sostenerlo, y la persecución tan encarnizada como ilegal que Alamán y el mismo Facio habían suscitado y mantenido contra D. Andrés Quintana Roo fueron los elementos de la reacción de 1832: reacción que introdujo de nuevo la discordia en la oposición, y ha causado una serie de trastornos que aún no es posible saber a dónde y cuándo terminarán. En efecto, al lado de la oposición legal se empezó a proyectar una revolución armada entre varios jefes de la Milicia y algunas personas del fuero civil gravemente hostigadas y resentidas, por las duras persecuciones que se les había hecho o se les hacía sufrir. Los fundadísimos cargos que la oposición hacía al ministerio eran el pretexto de esta reacción; pero el motivo verdadero de ella estaba en ese sentimiento de ambición, en el deseo de hacer fortuna, y en la insubordinación y falta de respeto a las leyes que caracteriza a nuestros jefes militares. En cuanto a las personas civiles, algunas se propusieron el progreso, y si erraron en los medios, su intención fue bien sincera, como lo acredita su constancia y padecimientos; pero otros, y fueron los más, no se propusieron un fin y objeto diverso del de nuestros militares. Los hombres más notables del proyecto de revolución fueron D. Antonio López de Santa Ana, los generales Arago, Mejía y Moctezuma, los coroneles Peraza y Landero, y los Srs. Rocafuerte, Quintana, Rejón y Rodríguez Puebla; también tuvo parte en semejante proyecto, aunque por motivos menos calificados, D. Francisco Lombardo. Respecto de la mayoría de tales personas, es fácil conocer cuál fue el objeto que se propusieron: ellos han sostenido la causa del progreso hasta abril de 1834, y desde esta época, con más o menos energía, y corriendo más o menos riesgos, han hecho resistencia al retroceso a cuyas manos había pasado el poder. Pero ¿cuál fue el objeto que se propuso el general Santa Ana y la falange de oficiales, coroneles, etc., que en 1833 gritaban libertad, destierros y proscripciones hasta el fastidio? No la defensa del sistema federal que la administración no atacaba, y ellos han abolido después; tampoco el progreso representado en la abolición de las clases privilegiadas, pues han hecho más para consolidar el poder de ellas, que lo que había hecho la administración Alamán; por último, tampoco fue el objeto del pronunciamiento de Veracruz, la destitución de los ministros y del personal de los hombres de 1830, pues han sido llamados a ocupar los mismos puestos, por el mismo Santa Ana y sus soldados, casi todos aquellos que, por hallarse en ejercicio de las funciones públicas, sirvieron de pretexto a aquella reacción. El Sr. Santa Ana sacará, pues, de estas dudas a los hombres que piensan en la República y tienen derecho a pedirle razón de su conducta.

Sea como fuere, la revolución armada estalló, y los principales elementos de oposición al gobierno se declararon contra ella. De esto, resultaron tres poderes en lucha, y todos ellos discordes: la administración Alamán con el Clero y la Milicia y su programa de retroceso; la oposición legal de las cámaras y de los Estados de Zacatecas, Jalisco, etc., con sus principios de progreso; y la revolución con sus soldados y sus miras personales en el jefe y la mayoría de sus adictos. La administración quiso hacer suya la oposición, ensayando el medio trivial y desvirtuado de inspirar temores sobre el orden público, y los riesgos que se corrían si se continuaba hostilizando al gobierno. Esta tentativa fue sin suceso, y los Estados de la oposición, especialmente el de Zacatecas, pidieron la destitución del ministerio bajo el concepto de un cambio de principios; en la Cámara de Diputados se deseaba lo mismo por los hombres de progreso, y sin un acto explícito y terminante que explicase este deseo, la marcha de la oposición tendía visiblemente a procurarlo. La revolución, por su parte, hacía los más visibles esfuerzos para hacer suya la oposición: el general Santa Ana escribía a todo el mundo, especialmente a los Srs. García y Camacho, gobernadores de Zacatecas y Veracruz, para interesarlos en ella; pero nada pudo lograr sino exhortaciones para que desistiese de la empresa y repulsas desdeñosas de las ofertas que hacía contra el gobierno.

La oposición, entre tanto, seguía su marcha de una manera pacífica pero enérgica, con la calma que da la seguridad de obtener el triunfo, y que no podía ya cuestionársele en la próxima elección de presidente, que nadie disputaba al general Terán. Entre tanto, la administración, por un lado, y la revolución, por el otro, se esforzaban a persuadir a la vez que hacían conquistas sobre la oposición. La adhesión que los hombres del progreso profesaban al orden legal, la administración la traducía por una aprobación de su programa; y los ataques que a éste se daban eran interpretados en igual sentido por la revolución. El general Santa Ana se adelantó a asegurar que el Estado de Zacatecas había aprobado su conducta, enviándole al efecto comisionados; pero fue inmediatamente desmentido por actos públicos y oficiales de aquel congreso y gobierno, que provocaron los Srs. García y Farías. Como estas pretensiones se renovaban sin cesar por ambos lados, el Sr. Santa María creyó hacer un servicio público desmintiéndolas y fijando el verdadero estado de la cuestión; al efecto, publicó un impreso bajo el nombre de Monitor, obra clásica por la pureza de su lenguaje, la exacta precisión de sus ideas y la fuerza de un raciocinio vigoroso; y obra que no morirá jamás en la República mexicana. Sin embargo, el efecto no se obtuvo sino en parte, pues el autor, naturalmente cáustico e impetuoso, tuvo la indiscreción de prodigar ciertas voces indefinidas de canalla, etc., en que creyeron verse retratados algunos hombres de oposición, que desde entonces engrosaron el partido de Santa Ana; pero la desgracia de este resultado quedó bastantemente compensada con el golpe mortal que llevó la administración, y del cual murió a pocos días, cuando el general Bustamante cedió el puesto a D. Melchor Muzquiz, electo para reemplazarlo.

Desde principios de mayo, se habían retirado los ministros Alamán y Espinosa; Facio se hallaba ausente, y sólo quedaba Mangino, contra el cual no había grandes animosidades. El general Terán había instado de tiempo atrás por la remoción de los ministros31, no en odio de las personas, que no había motivo para tenérselos, sino como un acto que marcase el abandono de los principios hasta entonces seguidos, y la adopción de los de progreso que la oposición profesaba. No lo entendió así el vicepresidente Bustamante, a quien se hizo creer que sus concesiones debían limitarse al cambio personal, y verificado éste lo avisó a todos los Estados y personas notables que habían instado por la remoción del ministerio y permanecían adictas al orden legal. El general Terán recibió estos avisos por una carta particular de Bustamante32, e inmediatamente la contestó, proponiendo para reemplazar el ministerio destituido al general Muzquiz, a D. Francisco García y al doctor D. José María Luis Mora, sin contar para este paso con los interesados que todos lo habrían rehusado entre otras causas, por la imposibilidad de caminar con unas Cámaras, cuya mayoría se hallaba obstinada en persistir en su marcha de retroceso, y por cuyos actos habían sido provocadas la oposición y la revolución misma33.

La posición del general Bustamante en aquellas circunstancias era de las más difíciles en que puede hallarse un hombre: impelido por fuerzas y en direcciones opuestas a nada se resolvía; no podía ocultársele la necesidad de hacer concesiones, pero acostumbrado a recibir el impulso que se le había dado en dos años, no sentía en sí la fuerza necesaria para sacudir el yugo impuesto. El resultado de estas indecisiones era el de que se mantuviesen vacantes todas las secretarías del despacho, y esta circunstancia venía a agravar un estado de cosas ya por sí mismo muy malo. Resultado de esta conducta vacilante fue también el que en Zacatecas empezase a tomar boga el proyecto de llamar al general Pedraza para que desempeñase la presidencia de la República hasta la próxima elección. Los títulos de Pedraza a la suprema magistratura eran los más legales; pero ¡cuántas dificultades se ofrecían en el caso para hacerlos valer, y cuántos riesgos se corrían en el largo período que debía trascurrir desde que se le llamase hasta que pudiese presentarse en México! El general Terán expuso estas dificultades, y aunque el deseo del regreso del señor Pedraza era íntimo en el corazón de los señores García y Farías, que habían sido los principales promotores de su elección, se sobreseyó en él por entonces34. Sin embargo Terán no dejó de exponer al vicepresidente los riesgos que la República y él mismo corrían por su indecisión y por la repugnancia que dejaba traslucir, a la elección de ministros que obrasen en sentido de progreso35: este paso como todos los otros fue infructuoso pues Bustamante, hostigado ya, lo que deseaba era dejar el mando y aprovechar como lo hizo la primera ocasión que se le presentase para verificarlo.

Dos ocurrencias fatales vinieron a pocos días a cambiar absolutamente el estado de las cosas, a saber: la muerte del general Terán y el pronunciamiento del Estado de Zacatecas. La primera fue indudablemente un suicidio provenido del humor sombrío que se deja traslucir bien en toda la correspondencia de Terán de aquellos días, y al cual contribuyó como parte muy principal el estado político del país considerado en sí mismo y con relación a dicho general. La oposición o partido de progreso perdió un candidato que no podía reemplazarse y que era el vínculo de unión entre las dos fuertes secciones que la componían provenientes de los partidos escocés y yorquino.

Imposible era encontrar otro hombre que inspirase la misma confianza a ambas secciones y restableciese el vínculo perdido, especialmente estándose como se estaba en vísperas de la elección de presidente que la ley prohibía diferir y el tiempo no permitía combinar. Estas dos secciones, pues, cesaron desde entonces en las escasas inteligencias que empezaban a reunirlas y se repartieron entre la administración y la revolución, adhiriéndose a la primera los escoceses y la oposición de las cámaras, y a la segunda los yorquinos y los Estados de Zacatecas y Jalisco. Ninguna de estas secciones renunció a los principios de progreso, al contrario, cada una de ellas se prometía lograrlas del poder que iba a engrosar y pensaba dirigir en dicho sentido. Los escoceses y la oposición de las cámaras se hicieron dueños de la administración, nombrando al general Muzquiz de presidente interino y a D. Francisco Fagoaga por jefe del ministerio, al cual debía también pertenecer el doctor Quintero que lo rehusó obstinadamente. La fuerza activa y material de este poder se confió a los generales Bustamante y Facio: el primero contra las fuerzas de Zacatecas y de todo el interior, que militaban por la revolución y eran mandadas por el general Moctezuma (D. Esteban); y el segundo contra las de Veracruz, sometidas a los generales Santa Ana y Mejía. El partido de la administración así constituido presentó como candidato para la próxima elección de presidente al general D. Nicolás Bravo.

La parte de la oposición que se adhirió a la revolución tuvo por jefes a los señores García y Farías, y por punto céntrico administrativo el Estado de Zacatecas. La fuerza material de la revolución consistía en la división del general Santa Ana y en las milicias de los Estados de Zacatecas, Jalisco, Tamaulipas y S. Luis, que se pronunciaron por el plan que proclamó el primero de ellos, reducido a llamar al general Pedraza a la presidencia y a diferir todas las elecciones hasta que la revolución terminase. La sección de progreso que se adhirió a la revolución desconfiaba de Santa Ana y pretendía imponerle respeto con las fuerzas del interior de la República, con el prestigio de las autoridades de los Estados y con la importancia de los hombres notables que en ellas figuraban. La sección de progreso que se apoderó de la administración tenía los mismos temores respecto de Bustamante y de las tropas que mandaba, y pretendía asegurarse con el resultado de las nuevas elecciones que suponía favorables, con el respeto que inspiraban sus notabilidades y, sobre todo, con la consideración de que Bustamante, menos que nadie, podía rehusarse a un gobierno según el orden legal.

Así desapareció de la escena pública la oposición legal que representaba al progreso, y se dividió en dos secciones cada una de las cuales pretendía absorberlo todo. De esto resultaron cuatro partidos: dos por el lado de la revolución y otros tantos por el de la administración. La revolución y la administración disputaron con las armas en la mano y sobre el campo de batalla intereses mezquinos y antisociales, odios y resentimientos, por motivos de preferencia o exclusión y otros de pasiones muy personales; y la oposición no se avergonzó de abandonar el honrado puesto que había ocupado, perdiendo la fuerza que le daba su unidad y el respeto que le conciliaba la causa de los principios por descender a la arena a sostener en clase de auxiliar esta miserable lucha. Bustamante derrotó en el Gallinero las fuerzas de la revolución; y Santa Ana en San Agustín del Palmar y Puebla a las de la administración, viniéndose en seguida sobre México, al cual puso sitio, que le obligó a levantar el regreso de Bustamante.

La campaña continuó de México a Puebla con ventajas visibles a favor de la revolución, que triunfó finalmente por un avenimiento entre las fuerzas beligerantes procurado por el presidente D. Manuel Gómez Pedraza. El resto de este convenio (plan de Zabaleta) explica más que cualquiera otra cosa la clase de cuestiones que se ventilaban entre la administración y la revolución. Cambio total del personal de la administración pública en la Federación y en los Estados; ascensos militares prodigados por los jefes Santa Ana y Bustamante a las tropas de su respectivo mando, sin objeto, sin motivo y en contravención de las leyes por la sustancia y por el modo; nada de principios, nada de reformas políticas, nada que explicase o hiciese disculpables tantos desórdenes y tanta sangre vertida. He aquí el término de una revolución sangrienta, he aquí los motivos personales y las mezquinas pasiones que animaron a los contendientes y absorbieron e hicieron olvidar las cuestiones de principios. Nada hay que decir contra las intenciones del general Pedraza, sólo se trata de sus actos, que habrán sido enhorabuena impuestos o forzados, pero que de ninguna manera satisficieron a la expectación pública ni fijaron principio alguno permanente de pública utilidad.

El corto período de la administración del general Pedraza se pasó en las operaciones que debían efectuarse para verificar los cambios convenidos, y debe ser considerado como un estado de transición. El ministerio compuesto de los señores Gómez Farías, González Angulo, Ramos Arizpe y Parres, ni por los antecedentes de las personas, ni por las relaciones de amistad, ni por la unidad de plan y designios que se hubiesen sentado para la marcha política, presentaba el carácter de unidad que exigían entonces más que nunca las circunstancias; si a esto se añade el deseo loable del presidente de no ofender los derechos de las personas, y su excesiva timidez para adelantar la marcha de las cosas, se tendrá una idea cabal del carácter del gobierno que precedió a las ruidosas ocurrencias posteriores.

La nación estaba muy lejos de participar del reposo que se notaba en el ejecutivo; el sacudimiento que debía sufrir por el cambio absoluto del personal, desde el presidente de la República hasta el último ayuntamiento del más insignificante territorio, era por sí mismo demasiado resgoso en razón de la multitud de intereses con los cuales se iba a chocar; y a este estado de ansiedad y disgusto, ya por sí mismo muy extenso y difundido, vino a agravarlo la total exclusión pronunciada por el partido vencedor contra todos los que eran o se creían de la devoción del vencido.

A nada es comparable la irritación que tamaña falta produjo en los excluidos: los hombres más sensatos y moderados, y aun los que jamás habían tenido pretensiones a la influencia política en la marcha de los negocios, entraron en tal furor contra los vencedores, que desde entonces juraron su pérdida, y después nada han omitido para lograrla, aun cuando fuese sacrificando las convicciones políticas de toda su vida y los intereses nacionales. Las elecciones se verificaron en medio de este montón de combustibles: los vencidos abandonaron el campo, los vencedores las ganaron en su totalidad sin obstáculo, y la revolución quedó consumada por la instalación de todas las nuevas autoridades que fue completada por la del gobierno supremo el día 1 de abril de 1833.

Así acabó la administración del Sr. Pedraza, de este jefe tan odiado por los hombres de hoy, como mal e injustamente apreciado por todos, en las cualidades que lo caracterizan. D. Manuel Gómez Pedraza es hombre de un talento claro y profundo, como lo demuestran su conversación, sus escritos y la manera que tiene de tratar los negocios; su carácter es áspero, severo, y sus pasiones rencorosas: ellas le hacen concebir fácilmente prevenciones contra las personas, que no depone sino con suma dificultad. Esta propensión lo ha arrastrado en el año de 1827 a cometer enormes faltas de que será responsable a la historia, por la persecución sistemada contra los generales Negrete, Echavarri y Arana, y contra la generalidad de los Españoles. Las persecuciones que él mismo ha sufrido han imposibilitado un cambio en la alma sombría de este personaje; pero lo ha habido y muy grande en su conducta. Hoy se limita a rehusar sus relaciones y amistad a los que con razón o sin ella le inspiran desconfianza; pero se abstiene de perseguirlos e impide que lo hagan otros.

Nada más decente, patriótico y loable que la conducta de Pedraza en orden a la pureza y desprendimiento, dos puntos de moral civil hollados en México hasta el exceso por dos vicios antisociales: la malversación provenida de la codicia y el asalto a los puestos y empleos originada de la ambición de figurar. Pedraza en este punto posee virtudes dignas de los héroes de la antigüedad: su posición social, muy vecina a la indigencia, no ha sido bastante para que, como le han hecho otros, aprovechase las ocasiones de hacer fortuna que se le presentaban al paso en los altos puestos que ha ocupado. En medio de estas escaseces, y de hallarse excluido de su patria fuera de toda justicia, rehusó aceptar comisiones diplomáticas honrosas y lucrativas que se le ofrecían con empeño, y cuando regresó a su patria a desempeñar la presidencia, se renunció a sí mismo como particular y se admitió como presidente la renuncia del empleo de coronel y del grado de general de brigada con que se hallaba condecorado, quedando desde entonces en calidad de simple paisano. Será, si se quiere, un poco cómica la manera de hacerlo; pero el acto nada pierde de su mérito, ni deja por esta circunstancia de ser una lección viva y severa contra nuestros aspirantes, especialmente militares. Ellos para ocultar el embarazo que les causaba este acto de desprendimiento pretendieron ridiculizarlo, y cuando esto no surtió efecto, nada han omitido para sepultarlo en el olvido. Pedraza, como todo hombre que siente en sí mismo cualidades que lo ponen sobre la esfera vulgar, y vive bajo un sistema representativo, desea el poder de influencia y de concepto que da el mérito. Tampoco está exento de faltas en los medios que ha empleado para lograrlo, pero ¿están libres de ellas los que por esto lo censuran? ¿No las cometen todos los días y a todas horas mayores?



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