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ArribaAbajoAdministración de 1833 a 1834

Desde el primero de abril de este año la revolución salió de la esfera de tal y pasó a la de un hecho perfecto, completo y acabado: los ciudadanos tenían una verdadera obligación de obedecer al gobierno. Los que opinaban por el progreso tenían el estímulo de la simpatía de opiniones para adherirse a él y los que tenían sentimientos de retroceso podían enhorabuena constituirse en oposición, pero dentro de los límites legales. No fue sin embargo así; la mayor parte de los que deseaban y se hallaban comprometidos a efectuar bajo la presidencia del general Terán las reformas que empezaban ahora a anunciarse en el nuevo orden de cosas renunciaron a sus deseos y compromisos de seis meses atrás para hacer la oposición en sentido contrario. ¿Sería convicción esta conducta de parte de los que la tuvieron? ¿Sería el orgullo personal ajado y ofendido por el desdén con que fue visto? Éstas son cuestiones que deben someterse al juicio de los hombres pensadores: el hecho es incuestionable, el motivo a otros toca el asignarlo, o a los interesados producirlo.

La parte de los vencidos que había estado por el retroceso no se contentó con hacer oposición, sino que comenzó a preparar la conspiración que estalló más adelante. Esta parte pertenecía toda al clero y a la milicia. La nueva elección en lo general era toda del partido vencedor; la menor parte consistía en hombres notables por sus virtudes y talentos, y la mayor, como sucede siempre, era vulgo, compuesto de hombres ardientes, atolondrados y de poca delicadeza en ciertas líneas, pero que en nada participaban del carácter pérfido, solapado y embustero del vulgo soldado-clerical que constituía la mayoría de los funcionarios en la administración anterior.

Desde que la administración de 1833 quedó constituida se empezó a notar entre los vencedores dos tendencias absolutamente opuestas provenidas de los diferentes objetos que se propusieron los que trabajaron de concierto en derribar la administración anterior. La parte militar propendía evidentemente a la dictadura y al poder absoluto de que se pretendía investir al nuevo presidente Santa Ana; la parte civil explicaba sin embozo su deseo de abolir corporaciones, fueros y privilegios con cuanto había sido el objeto predilecto de la marcha retrógrada de la administración Alamán. Estas tendencias estaban personificadas en el vicepresidente D. Valentín Gómez Farías; se hallaban sólidamente apoyadas en las cámaras de la Unión, y eran ardientemente deseadas por las legislaturas de los Estados.

Los militares vencedores y vencidos hicieron desde entonces causa común para defender los fueros de su clase y los del Clero contra los conatos de la nueva administración que tendían visiblemente a lo contrario; e impulsados por las notabilidades del partido retrógrado, organizaron una vasta conspiración que estalló a muy pocos días y en la cual se proclamaba dictadura para el general Santa Ana, fueros y privilegios para el Clero y la Milicia, y abolición de la constitución federal para los pueblos y los ciudadanos que no perteneciesen a aquellas clases. La confianza de los conspiradores era sin limites: ¿quién, se decían, podrá hacer oposición? No la Milicia, interesada en mantener los privilegios de que goza; tampoco el Clero, que va a asegurar los suyos; los hombres del retroceso (serviles) nada desean tanto como impedir las reformas; los amigos del progreso, de la anterior administración (liberales) aplaudirán a la caída de la nueva. El negocio, pues, está reducido a poner en fuga unos cuantos cívicos y a desalojar a paso de carga y tambor batiente, del palacio y de las salas de sesiones, a Farías y su comparsa de diputados, senadores, gobiernos y legislaturas de los Estados.

Nada había exagerado en ese cuadro, sino la pusilanimidad que se suponía en el vicepresidente Farías y en los nuevos gobiernos de los Estados; lo demás era la verdad misma, y se realizó en el orden y de la manera que se había concebido. El 25 de mayo se hizo el pronunciamiento en Morelia por un hombre despreciable (el coronel Escalada), y a este llamamiento fueron correspondiendo una tras otra las grandes y pequeñas partidas de tropa que se hallaban estacionadas desde aquel punto hasta las inmediaciones de México. El general Santa Ana, que se hallaba al frente del gobierno, pidió permiso al congreso para atacar por sí mismo a los sublevados y, habiéndolo obtenido, salió con todas las fuerzas que había en la ciudad, dejándola enteramente desguarnecida al vicepresidente Farías, que tomó el mando. Nadie ignoraba que estas tropas, lejos de cumplir con su deber, se reunirían a los sublevados, como se verificó al segundo o tercer día después de salidas de México.

El presidente Santa Ana no podía, pues, desconocer las disposiciones que tenían la publicidad más notoria. Deseaba ciertamente el poder absoluto, como posteriormente lo han probado todos los hechos de su conducta pública y privada; pero persuadido de que llegaría indefectiblemente al término sin necesidad de obrar de una manera activa por su parte, se abstuvo de manifestar sus deseos, limitándose a dejar correr las cosas para que las tropas que estaban a sus órdenes pudiesen adherirse al plan de los sublevados, que lo proclamaba dictador. Santa Ana creía que su división se pronunciaría luego que saliese de México, y ella lo habría hecho si su jefe hubiera dado el menor indicio de desearlo. Pasó sin embargo el primero y segundo día sin que nadie se moviese, y entonces Santa Ana, conociendo que su presencia embarazaba el pronunciamiento, se separó de sus tropas a algunas leguas de distancia bajo el frívolo pretexto de hacer un reconocimiento de que no había necesidad, pero con las miras reales de que cesase el obstáculo que su presencia oponía a los deseos de los jefes y defección de la tropa. Luego que el general Arista, segundo de la división, se vio solo y con el mando, proclamó el plan de los sublevados, y estando todo dispuesto y arreglado de antemano, el negocio fue de pocos momentos: se le dio parte a Santa Ana y éste, firme en su propósito de dejar correr las cosas, se mantuvo en un estado pasivo hasta saber el giro que tomaba este negocio en México, que no se dudaba sería el de declararse por los pronunciados; sin embargo fue todo al contrario.

El vicepresidente Farías había previsto los apuros en que iba a encontrarse, y aunque desprovisto de medios de resistencia, se armó de la energía que le es característica, y que fue lo único a que debió su salvación. Luego que en México se supo la defección de Arista y de las fuerzas de Santa Ana, los enemigos de la administración y los partidarios de la sublevación dieron el negocio por concluido a su favor, y empezaron a tomar sus medidas para el pronunciamiento de la ciudad sin cuidarse poco ni mucho de ocultarlas al gobierno. Los agentes de Arista y de la tropa sublevada llegaron cuando las cosas se hallaban en esta situación, ofreciendo grados y empleos a los jefes que depusiesen al gobierno. Éstos se prestaron a cuanto se exigió de ellos, sedujeron a las cortas partidas de tropa veterana que formaban la escasísima guarnición, y con parte de la gendarmería se reunieron el día 7 de junio con el objeto de pronunciarse, atacar el palacio y deponer al gobierno en el cuartel que se halla frente del costado de la Universidad, que comunica interiormente con el palacio y que se comprende en su recinto.

El vicepresidente se había ido quedando solo desde que se supo la sublevación de Arista; generales, jefes, tropa, diputados, senadores y hasta los ministros del despacho, lo fueron sucesivamente abandonando, de manera que la tarde del 7 de junio se hallaba absolutamente solo, reducidos sus medios de defensa a cosa de sesenta cívicos y al comandante general D. Juan Pablo Anaya. Esta crítica situación, lejos de abatir a Farías, redobló su valor cívico: mandó intimar la rendición al cuartel, dando orden de atacarlo en caso de resistencia; el comandante general se encargó de esta comisión, y salió a desempeñarla. Los sublevados cerraron las puertas y rompieron el fuego contra los cívicos que no pudieron de pronto corresponderles, porque en el aturdimiento de una defensa precipitada y sin jefes, se había olvidado hacerles cargar las armas. Cuando Farías, que se hallaba en el balcón de palacio, los vio retroceder, bajó precipitadamente a ponerse al frente de ellos; su presencia restableció el ataque, que terminó por la toma del cuartel, la prisión de los sublevados y la muerte de muchos de ellos, que perecieron en la refriega.

Obtenida esta ventaja, el vicepresidente, que hasta entonces se había abstenido de proceder contra nadie, expidió en uso de las facultades ordinarias del gobierno órdenes de arresto contra algunas de las personas que habían sido desde antes formalmente acusadas de conspiración, y mandó que se les formase la causa correspondiente. En seguida destituyó al general Victoria, que se había conducido de una manera equívoca en la crisis que acababa de pasar, y con la pequeña división de cívicos de éste, que se hallaba en Tacubaya, y los que existían en la ciudadela se formó una expedición contra Querétaro que se había sublevado e impedía las comunicaciones con los Estados del interior. Estas fuerzas mandadas por el general Mejía y las que por órdenes del gobierno llevó sobre Querétaro el general Cortázar restablecieron el orden constitucional en aquel Estado después de un sangriento ataque que acabó por la toma de la ciudad y la aprensión de los jefes. La capital de la República se vio también en pocos días en estado de no temer al grueso de las fuerzas sublevadas que se hallaban a las órdenes de Arista y Durán: ocho días bastaron al señor Farías para levantar, armar y regimentar cerca de seis mil cívicos resueltos a defenderla y capaces de cumplir con este empeño, como lo probaron en las muchas acciones y ataques que en lo sucesivo sostuvieron contra la tropa veterana y de que salieron constantemente vencedores.

Cuando el presidente Santa Ana tuvo noticia de la resistencia de México y de la energía que desplegaba el vicepresidente Farías para mantener las instituciones, entró en cuentas consigo mismo, conoció que la dictadura no era negocio tan fácil como se lo había figurado, y creyó más prudente disimular por entonces los deseos que hizo patentes más adelante. Afortunadamente para él, la indiferencia que con estudio había manifestado por el poder absoluto que se pretendía conferirle le abría la puerta para volver al partido del gobierno que a lo más podría acusarlo de faltas y omisiones que fundasen sospechas, pero no de actos que probasen complicidad con los sublevados. Santa Ana, además, es hombre que no da valor ninguno a sus promesas, ni conoce el que tienen en la sociedad los compromisos contraídos; así, pues, una falta más o menos en esta línea, o más claro, una promesa hecha con ánimo de violarla no podía detenerlo para adoptar la marcha que le sugería el cálculo del momento.

Ésta fue la de abandonar los sublevados a su suerte, y fugarse de entre ellos para presentarse en Puebla desde donde empezó a hacerles intimaciones sin otro efecto que el de irritarlos contra él, y dar con esto ocasión al cambio del plan en la parte que le era personalmente favorable. El encono que Santa Ana concibió de esta variación hecha en el plan revolucionario por Arista y Durán ha sobrevivido a la alianza del libertador con el partido retrógrado; de suerte que los hombres de este color, mientras Santa Ana ha tenido el mando, no han podido lograr de él restablecer a aquellos generales en sus empleos, a pretexto de que se habían pronunciado contra la Constitución federal que derribó después el mismo Sta. Ana. Ni el Sr. Farías ni los hombres del progreso se dejaron engañar: los descuidos y faltas cometidas en la división que sublevó Arista eran demasiado torpes para que dejasen de traducirse por complicidad del presidente, y éste conociendo todo lo falso de su posición hizo lo que hace siempre, es decir, exagerar su afecto y adhesión por el partido que pretende engañar. Sta. Ana volvió, pues, a México resuelto a prestarse a cuanto de él se exigiese, y lo hizo entregándose a los hombres más ardientes del partido del progreso que no habían podido lograr del vicepresidente Farías una lista de proscripción para el destierro de muchas personas, y que sin dificultad la obtuvieron del presidente. Pero éste ni aun entonces se olvidó de vengar sus resentimientos; víctimas fueron de ellos los generales Bustamante, Morán y Andrade y los señores Quintero y Santa María. Este acto mal dirigido y en el cual se cometieron no pocas injusticias, contribuyó por otra parte a realzar el concepto que había empezado a formarse de la energía del gobierno, y destruyó todos los focos de reacción. Los hombres del retroceso que se vieron amenazados tan de cerca hartos motivos tenían para ocuparse de sí mismos y no pensar en la revolución. Ésta, pues, quedó reducida a las sublevaciones militares de las cuales todavía se verificó una a las inmediaciones de Puebla, que engrosó las fuerzas de Arista y Durán y que animó a estos jefes para que se presentasen sobre aquella ciudad, persuadidos de que sería fácil tomarla. El general Victoria se hallaba encargado de la defensa de aquella plaza, y la firmeza de su conducta hizo olvidar la vacilación que pudo censurársele en la crisis de México. El honor de sostener un sitio contra fuerzas enemigas muy superiores, en el cual se dieron y recibieron fuertes ataques y que duró muchos días, debe partirse entre los cívicos de Puebla y Victoria su general. El sitio se levantó por fin: y la milicia privilegiada tuvo que sufrir esta humillación, principio de todas las otras que en una serie no interrumpida de victorias establecieron contra ella la superioridad de la cívica.

Los Estados entretanto, excitados por el gobierno y animados por el buen éxito, entraron en un calor hasta entonces desconocido, levantaron fuerzas considerables, resistieron los ataques de la milicia privilegiada y acabaron por aniquilar la revolución. En Guanajuato fue donde ésta recibió el golpe mortal dado por la milicia cívica de Zacatecas, Guadalajara, San Luis y Mechoacán, comandada por el presidente Santa Ana y los generales Arago, Cos y Mejía; los restos de esta gran derrota fueron sucesivamente atacados y vencidos en todas partes, y éste habría sido el principio de una era nueva sin la defección del general Santa Ana, a quien el cielo y los hombres de las vejeces han dado la recompensa que merecía. Santa Ana regresó a México, y se dio todos los honores del triunfo que le acordaron los hombres de buena fe, que suponen sinceridad en los demás porque ellos mismos la tienen. Otros más cautos guardaban sus desconfianzas, y el éxito comprobó que eran fundadas, pues aun en aquellos días dio muestras nada equívocas del deseo que lo arrastraba a convertir en provecho propio un triunfo adquirido a nombre y a favor de la causa de la libertad o del progreso. Estos conatos quedaron sin efecto: Santa Ana no pudo rehusarse a sancionar las leyes que se le presentaron y, viendo que los ánimos le estaban totalmente enajenados, se vio obligado a plegar, pidiendo un permiso que se le acordó para retirarse a su finca.

Se ha explicado ya que la nación desde antes de la independencia se halla dividida en dos grandes partidos, que, por razón de sus convicciones, deseos y tendencias políticas, se denominan de progreso y retroceso; se ha explicado igualmente que los hombres de cada uno de estos partidos se han hecho la guerra entre sí no pocas veces por motivos personales que han prevalecido sobre las ideas políticas; por último, se ha visto que a la muerte del general Terán, y sobre todo cuando el triunfo de la revolución de 32 fue consumado, el partido del progreso se dividió en dos de ardientes y moderados, y que estos últimos, por las causas ya expuestas, igualmente se adhirieron al partido del retroceso sin adoptar sus principios. De este orden, o mejor dicho, de este desarreglo de cosas resultó que cada una de las masas contendientes se agrupase al rededor del hombre cuyas ideas presumía estar en armonía con los deseos que momentáneamente la ocupaban.

Los que se mantuvieron firmes en sus ideas de retroceso, sin más antecedentes que el conocimiento de la persona y un cierto sentimiento de servilidad y bajeza, reconocieron por su jefe al general Santa Ana, sin cuidarse de explorar su voluntad cuyos actos de desdén no fueron bastantes a destruir en ellos el instinto por el cual esperaban de aquel jefe su alianza y conservación.

Los sectarios del progreso moderado a pesar suyo, y no pudiendo hacer otra cosa, se declararon por el mismo general aunque con mil reservas, reticencias y protestas que manifestaban su disgusto, y la violencia que hacían a sus inclinaciones al efectuarlo. Los hombres ardientes de progreso y algunos moderados se confiaron al vicepresidente D. Valentín Gómez Farías, que aceptó el peso enorme que se le echaba sobre los hombros y la empresa gloriosa, a la par que llena de riesgos, de formar una nación libre y rica con los elementos de servidumbre y de miseria que se ponían en sus manos. Ésta ha sido la primera vez que en la República se trató seriamente de arrancar de raíz el origen de sus males, de curar con empeño sus heridas y de sentar las bases de la prosperidad pública de un modo sólido y duradero.

Bien merece ser conocido el ilustre ciudadano que apareció al frente de empresa tan gloriosa. D. Valentín Gómez Farías es uno de los hombres que llaman y fijan la atención del público, aun entre las notabilidades mismas del país: la inflexibilidad de su carácter, la severidad de su moral, la pureza de su conducta y lo ardiente de sus deseos de mejoras marcan y fijan desde luego la opinión que se debe formar de él. Nacido en la ciudad de Guadalajara, hizo una carrera literaria brillante, y su deseo insaciable de saber y de adelantar se manifestó desde luego por un estudio asiduo, no sólo en los ramos de su profesión, sino en todos aquellos que pueden perfeccionar las facultades mentales y disponen a un hombre para el ejercicio de las funciones públicas. Farías entró en ellas cuando la constitución española se restableció en el país, y desde entonces hasta mediados de 1834 no ha ocurrido suceso de alguna importancia, chico ni grande, en la República en que no aparezca su nombre, o haya dejado de estar sometido más o menos a su influencia: la Independencia le debió servicios importantes, el Imperio y la Federación han sido en mucha parte obra suya; contribuyó como uno de los primeros a la libertad y a la elección de Victoria; a él y a García se debió la de Pedraza, y la impulsión y energía de las grandes reformas políticas efectuadas de 1833 a 1834, cuyos rastros aún no han podido borrarse, es exclusivamente obra suya. Sus principios han sido en todas ocasiones los de progreso rápido y radical, únicos capaces de conformarse con el calor de su imaginación y con el temple enérgico de su alma, pero entre los medios de obtener este fin jamás ha entrado en su plan el derramamiento de sangre.

Farías es uno de los hombres que ven más claro en lo futuro, y que mejor se encargan de los riesgos de una empresa; éstos lejos de desalentarlo lo animan y le dan una energía de que hasta ahora nadie ha dado pruebas iguales en México; ella sin embargo no le hace traspasar los principios de la moral pública y privada, que es una barrera impenetrable para él, delante de la cual desaparece la fuerza indomable de su carácter. Dentro de los límites legales y por los medios que ellos autorizan, promueve incansablemente, y con una perseverancia de que no hay ejemplo en el país, cuanto conduce a realizar sus ideas favoritas de progreso; pero trátese de violar una ley, de faltar al derecho de otro, o de hollar ciertos deberes de moral privada cuya observancia constituye un hombre decente, y Farías renuncia a las esperanzas más lisonjeras y a los deseos más ardientes.

Acaso no hay hombre que haga más justicia a sus enemigos o contrarios, ni que esté más dispuesto a emplear útilmente las capacidades del país en el servicio público; reconoce, confiesa y respeta el mérito en cualquiera parte que se halle, y sus enemigos nada tienen que reprenderle sobre esto. Farías no conoce el deseo de honores, distinciones ni riquezas, ni tampoco la afectación de renunciar a estos goces: moderado en su porte, en sus placeres, y absolutamente ajeno de pretensiones, nada ha solicitado ni rehusado, y con el mismo empeño y eficacia se encarga de las funciones de alcalde de un pueblo que de las de primer magistrado de la nación, pasando de los puestos más distinguidos a los más modestos, o a la clase de ciudadano particular sin violencia ni disgusto; su ambición es la de influencia, reputación y concepto, la de hacer progresar a la nación por el camino más corto, y la de adquirir por este medio la estimación y aprecio, y no la servil sumisión de sus conciudadanos.

De todas estas virtudes dio pruebas nada equívocas en el período de su gobierno, corto en duración y fecundo en riesgos y sucesos importantes. En medio de una rebelión que se introdujo hasta el recinto del palacio, abandonado de todo el mundo, rodeado de sublevados y conspiradores, hasta en su mismo despacho; sin soldados, sin dinero y sin prestigio, sacó la constitución a puerto de salvamento, a las clases privilegiadas que la atacaban dio golpes vigorosos de que aún no han podido repararse; acabó con la rebelión derrotándola en más de cuarenta batallas, ataques y encuentros; estableció la superioridad del poder civil sobre la fuerza militar; sentó las bases del crédito nacional, sistemó la educación pública, creando de nuevo todos sus establecimientos; comprimió las tentativas de los Tejanos para separarse de México; fundó en la Nueva California una respetable colonia; suavizó la suerte de muchos de los que habían sido desterrados por la ley y por el presidente Santa Ana, y estableció como regla invariable de su administración que por delitos políticos no se había de derramar sangre. Diez meses fueron bastantes a Farías para atravesar esta senda, encumbrada de obstáculos y rodeada de precipicios, y dejar en ella rastros indelebles del poder de acción y de la fuerza de voluntad, para dar un impulso vigoroso a las reformas, y comprimir con mano de fierro poderosas resistencias.

Nada hubo de personal en este esfuerzo generoso, nada que no pueda ponerse a la vista del público, o de que Farías deba avergonzarse: investido del peligroso poder dictatorial y en la tormenta más desecha, él salió con las manos vacías de dinero y limpias de la sangre de sus conciudadanos; ninguno de los que han gobernado el país podrá decir otro tanto.




ArribaAbajoPrograma de los principios políticos que en México ha profesado el partido del progreso, y de la manera con que una sección de este partido pretendió hacerlos valor en la administración de 1833 a 1834

Cuanto se ha intentado, comenzado o concluido en la administración de 1833 a 1834 ha sido obra de convicciones íntimas y profundas de las necesidades del país y de un plan arreglado para satisfacerlas en todas sus partes. El programa de la administración Farías es el que abraza los principios siguientes: 1.º libertad absoluta de opiniones, y supresión de las leyes represivas de la prensa; 2.º abolición de los privilegios del Clero y de la Milicia; 3.º supresión de las instituciones monásticas, y de todas las leyes que atribuyen al Clero el conocimiento de negocios civiles, como el contrato del matrimonio, etc.; 4.º reconocimiento, clasificación y consolidación de la deuda pública, designación de fondos para pagar desde luego su renta, y de hipotecas para amortizarla más adelante; 5.º medidas para hacer cesar y reparar la bancarrota de la propiedad territorial, para aumentar el número de propietarios territoriales, fomentar la circulación de este ramo de la riqueza pública y facilitar medios de subsistir y adelantar a las clases indigentes, sin ofender ni tocar en nada al derecho de los particulares; 6.º mejora del estado moral de las clases populares, por la destrucción del monopolio del clero en la educación pública, por la difusión de los medios de aprender y la inculcación de los deberes sociales, por la formación de museos conservatorios de artes y bibliotecas públicas, y por la creación de establecimientos de enseñanza para la literatura clásica, de las ciencias y la moral; 7.º abolición de la pena capital para todos los delitos políticos, y aquellos que no tuviesen el carácter de un asesinato de hecho pensado; 8.º garantía de la integridad del territorio por la creación de colonias que tuviesen por base el idioma, usos y costumbres mexicanas. Estos principios son los que constituyen en México el símbolo político de todos los hombres que profesan el progreso, ardientes o moderados; sólo resta que hacer patente contra los hombres del retroceso la necesidad de adoptarlos; y contra los moderados, la de hacerlo por medidas prontas y enérgicas, como se practicó de 1833 a 1834.


ArribaAbajo1.º Libertad absoluta de opiniones, y supresión de las leyes represivas de la prensa

La libertad de opiniones no debe confundirse con la tolerancia de cultos: la primera es hoy una necesidad real e indeclinable en el país, que demanda garantías para su seguridad; la segunda puede y debe diferirse indefinidamente en razón de que no habiendo Mexicanos que profesen otro culto que el católico romano, tampoco hay como en otros países hechos urgentes que funden la necesidad de garantirlos. Nadie es hoy reconvenido en México por la simple expresión de sus opiniones políticas o religiosas emitidas por la vía de la palabra; éste es un hecho general y consumado de algunos años atrás, que ha venido a establecer una posesión a la que no podía atentarse sin poner en riesgo el orden social. Pero contra esta posesión y contra el hecho que la funda existen leyes vigentes cuya ejecución se halla confiada al clero y a sus tribunales, que nadie desconocerá son los menos imparciales, previsivos y conocedores del estado moral de la nación. Algunos casos de este celo inconsiderado ocurridos en la administración Alamán que contribuyeron no poco a la revolución de 32 probaban la posibilidad de evocar estas leyes olvidadas, y la necesidad de revocarlas.

En cuanto a las leyes represivas de la libertad de la prensa en lo político, hoy es enteramente averiguado que si no es por casos raros y en circunstancias pasajeras son nocivas e ineficaces. Nocivas porque establecen principios favoritos que se erigen en dogmas políticos, y que suelen ser y de facto han sido muchas veces errores perniciosísimos; porque destruyen o desvirtúan el principio elemental del sistema representativo que es la censura de los principios y de los funcionarios públicos; y porque, no pudiendo dichas leyes someterse a conceptos precisos, es necesario ocurrir a términos vagos (de incitación directa o indirecta a la desobediencia; en primero, segundo o tercer grado), términos que dan lugar a la irritación de las pasiones, consecuencia precisa de la arbitrariedad a que exponen a los jueces. Dichas leyes son ineficaces porque aún no se ha logrado atinar con el medio de que tengan efecto; si un escrito es acusado, la defensa repite y amplifica su contenido, se imprime también, y la autoridad lejos de disminuir aumenta los motivos de sus temores; si el impreso es absuelto, el gobierno queda mal puesto, y si es condenado, no importa, otros muchos dirán lo mismo empezando por la defensa; además, hasta ahora no se ha hallado medio de acertar con el verdadero autor, y éste queda siempre en disposición de repetir sus ataques y eludir los golpes de autoridad con que se le amenaza.

Las leyes restrictivas de la prensa en lo religioso carecen absolutamente de objeto: hoy no se discuten dogmas en público, y cada cual vive y muere en los de su iglesia sin molestar a los demás; nadie se atrevería a iniciar una cuestión de esta clase porque se quedaría solo: unos verían con indiferencia y otros con desagrado semejante discusión, que en nada mejoraría el estado social y que ofendería hasta la delicadeza de una buena educación. Pasó el tiempo en que la masa del público se ocupaba de controversias; estas cuestiones se agitan entre un corto número de sabios y en libros que no lee la multitud porque no tiene gusto ni capacidad para ello. Lo dicho se entiende de impresos que versan sobre materias verdaderamente religiosas, y no de las que abusivamente se llaman tales, como la tolerancia y las reformas del clero en orden al fuero y bienes que goza por disposición de la ley civil. La libertad para discutir estas materias existe por las leyes vigentes y en orden a esto nada había que reformar.

Pero, se dice, el gobierno quedaría desarmado por la supresión de las leyes restrictivas de la libertad de la prensa en lo político, y los pueblos se alarmarían por la misma supresión en la parte religiosa: nada menos, y la experiencia es decisiva en contrario. Si algún gobierno se ha visto en grandes riesgos ha sido el del señor Farías; sin embargo se consolidó y mantuvo, a pesar de que se estableció por regla a que nunca se faltó el dejar imprimir cuanto se quiso, y el no denunciar ningún impreso de los muchos que en periódicos y folletos sueltos se publicaban todos los días contra la administración. En cuanto a lo religioso, D. Vicente Rocafuerte en su impreso sobre tolerancia tocó algunas cuestiones de dogma en sentido equívoco; sin embargo el folleto fue absuelto, reimpreso, repartido y leído con avidez en medio de los reclamos del gobierno y del clero, y en el seno de la tranquilidad más perfecta.

Verdad es que como no hay cosa tan mala que no sirva de algo bueno, estas leyes restrictivas podrán producir algún efecto como va dicho en casos raros y circunstancias pasajeras, pero la administración de 1833 creyó que las leyes deben tener por materia y objeto las ocurrencias comunes y frecuentes y no las fortuitas y extraordinarias, fundada en la reflexión sencillísima de que el legislador no tiene por misión el arreglo de las posibilidades sino el de las probabilidades, o en otros términos, que no debe proceder por la excepción de la regla general sino por la regla misma. Estas consideraciones determinaron al gobierno de 1833 a prohibir a sus agentes toda especie de persecución de los impresos, e hicieron aparecer en las cámaras proposiciones que sin la violenta disolución del congreso habrían sido convertidas en leyes para la absoluta libertad de la prensa, sin otra excepción que la del derecho de los particulares para provocar el juicio de injurias.




ArribaAbajo2.º Abolición de los privilegios del Clero y de la Milicia.- 3.º Supresión de las instituciones monásticas, y de todas las leyes que atribuyen al Clero el conocimiento de negocios civiles, como el contrato del matrimonio, etc.

La abolición de los privilegios del Clero y de la Milicia era entonces como es hoy una necesidad real, ejecutiva y urgente; derivada del sistema adoptado en sus formas y principios; de los intereses que éste creó y que, lejos de disminuirse o de debilitarse, se han difundido y fortificado; y del último de los hechos ocurridos en aquellos días por el cual constaba que estas dos clases se hallaban resueltas a poner en acción todo su poder, no sólo para la abolición de las formas federales sino para hacer desapareciesen con ellas las bases del sistema representativo. Este sistema había sido adoptado en México bajo la forma federal y no era justo, útil ni racional renunciar a él; así porque hoy ya no es materia de duda, que es el único que conviene a las naciones civilizadas y concilia de la manera más perfecta los intereses y goces sociales con el orden y seguridad pública; como porque, siendo la moda del siglo y hallándose ya medio-establecido en México, no podría hacerse desaparecer sin grandes trastornos, que nada dejarían establecido en contrario de sólido y duradero, y tendrían un resultado puramente dilatorio.

Éstas son verdades conocidas de todo el mundo, confirmadas por la experiencia y que no necesitan demostrarse. ¿De qué han servido las resistencias que a su establecimiento han opuesto en Europa las clases privilegiadas? ¿De qué las proscripciones de Fernando VII en España y de D. Miguel en Portugal? De nada, ciertamente, sino de enardecer los ánimos, de que se empeñe una lucha desastrosa que al fin y en último resultado no viene a terminar sino por el triunfo de la causa detestada, y de que los resultados sangrientos vengan a establecer aunque tarde la convicción de la ineficacia de los esfuerzos opuestos por la resistencia. De todos los pueblos que han emprendido establecer el sistema representativo se ha dicho que no estaban dispuestos para recibirlo, que sus hábitos modelados a antiguas instituciones no podían conformarse con las nuevas, que era necesario dejar los cambios al tiempo, que la masa no los deseaba ni conocía sus ventajas, y otras cosas por este estilo: éste es textualmente el lenguaje de las resistencias que han aparecido en cada pueblo a las épocas mencionadas. Y ¿qué ha sucedido? Échense una ojeada sobre la Europa y América, considérense los cambios ocurridos en una y otra de medio siglo a esta parte, y dígase de buena fe si han acertado los que se expresaban de la manera dicha y los que aunque en confuso pronosticaban los sucesos ocurridos y que han venido a quedar en la clase de perfectos, completos y acabados.

Estas consideraciones afirmaban en los hombres 33 la resolución de mantener a toda costa el sistema representativo y la forma federal sin disimularse las dificultades con que tenían que luchar y que consistían en los hábitos creados por la antigua constitución del país. Entre éstos figuraba y ha figurado como uno de los principales el espíritu de cuerpo difundido por todas las clases de la sociedad, y que debilita notablemente o destruye el espíritu nacional. Sea designio premeditado, o sea el resultado imprevisto de causas desconocidas y puestas en acción, en el estado civil de la antigua España había una tendencia marcada a crear corporaciones; a acumular sobre ellas privilegios y exenciones del fuero común; a enriquecerlas por donaciones entre vivos o legados testamentarios; a acordarles, en fin, cuanto puede conducir a formar un cuerpo perfecto en su espíritu, completo en su organización e independiente por su fuero privilegiado, y por los medios de subsistir que se le asignaban y ponían a su disposición. En esto había más o menos, no todos los cuerpos contaban con iguales privilegios, pero muy raro era el que no tenía los suficientes para bastarse a sí mismo. No sólo el clero y la milicia tenían fueros generales, que se subdividían en los de frailes y monjas en el primero, y en los de artillería, ingenieros y marina en el segundo: la Inquisición, la Universidad, la Casa de Moneda, el Marquesado del Valle, los Mayorazgos, las Cofradías y hasta los Gremios tenían sus privilegios y sus bienes, en una palabra, su existencia separada. Los resultados de esta complicación eran muchos, y todos fatales al espíritu nacional, a la moral pública, a la independencia y libertad personal, al orden judicial y gubernativo, a la riqueza y prosperidad nacional, y a la tranquilidad pública.

Si la independencia se hubiera efectuado hace cuarenta años, un hombre nacido o radicado en el territorio en nada habría estimado el título de mexicano, y se habría considerado solo y aislado en el mundo, si no contaba sino con él. Para un tal hombre el título de oidor, de canónigo y hasta el de cofrade habría sido más apreciable y es necesario convenir en que habría tenido razón, puesto que significaba una cosa más positiva. Entrar en materia con él sobre los intereses nacionales habría sido hablarle en hebreo: él no conocía ni podía conocer otros que los del cuerpo o cuerpos a que pertenecía, y habría sacrificado por sostenerlos los del resto de la sociedad, aunque más numerosos e importantes; habría hecho lo que hoy hacen los clérigos y militares, rebelarse contra el gobierno o contra las leyes que no están en armonía con las tendencias e intereses de su clase por más que el uno y las otras estén conformes con los intereses sociales. Si entonces se hubiera reunido un congreso, ¿quién duda que los diputados habrían sido nombrados por los cuerpos y no por las juntas electorales, que cada uno se habría considerado como representante de ellos y no de la nación, y que habría habido cien mil disputas sobre fueros, privilegios, etc., y nadie se habría ocupado de lo que podía interesar a la masa? ¿No vemos mucho de esto hoy, a pesar de que las elecciones se hacen de otra manera y se repite sin cesar que los diputados representan a la nación? He aquí el espíritu de cuerpo destruyendo al espíritu público.

Nada más inmoral que ocultar, paliar, disculpar, dejar impunes y defender contra los esfuerzos de la autoridad pública, los delincuentes y perpetradores de crímenes o delitos comunes, y perseguir como criminales a los que sólo faltan a obligaciones creadas por los reglamentos de las corporaciones. La razón de esto es muy clara: la sociedad no puede estar segura sin el castigo de un delincuente ordinario que ataca las bases fundamentales del orden público, y no queda ni es ofendida por la infracción de reglamentos de cuerpos que a lo más interesan a ellos solos, y sin los cuales puede pasarse. Sin embargo, el espíritu de cuerpo produce y sostiene esta inversión de principios a la cual no se sabe qué nombre dar: el cuerpo se cree ofendido y deshonrado cuando uno de sus miembros aparece delincuente, y de aquí el empeño en ocultar el delito o salvar al reo, en sustraerlo de las manos de la autoridad o en impedir su castigo. Pero falte el miembro a las obligaciones peculiares de su clase, y aunque éstas no interesen poco ni mucho a la sociedad se levanta una polvareda que muchas veces la autoridad pública no puede disipar. ¿Cuántas de estas cosas no se han visto en las corporaciones ya extinguidas? ¿Cuántas no se ven en las que todavía existen? ¿No es cosa tan extraña como absurda que se cierren los ojos sobre faltas graves, algunas de ellas vergonzosas, cometidas por los individuos del Clero, y se esté pendiente de que porten el hábito clerical? ¿Que se toleren todos los excesos a que se entrega el soldado con el paisano desarmado, y los abusos de poder que contra los funcionarios civiles cometen los oficiales y comandantes generales o particulares, y se les castigue severamente porque faltaron a la revista, porque profirieron una expresión menos comedida contra algún jefe, y otras cosas por este estilo? ¿Y quién, que haya visto a México, podrá disimularse que así se hace y se ha hecho siempre? Esto ha pervertido completamente los principios de la moral pública creando obligaciones que no debían existir, dándoles la importancia que no les corresponde; y desconociendo en muchos casos, con demasiada frecuencia, y respecto de determinadas personas, las que por su naturaleza son esenciales e indispensables a toda sociedad humana. He aquí de nuevo el espíritu de cuerpo desvirtuando la moral pública y extraviando las ideas que de ella deben tenerse.

Que todo hombre deba ser libre de toda violencia en el ejercicio de su razón para examinar los objetos y formar juicio de ellos, que pueda explicar este juicio sin temor de ser molestado, y que pueda obrar con arreglo a él en todo aquello que no ofenda el interés de tercero, ni turbe el orden público; son otros tantos principios de derecho social y de sistema representativo de muy difícil combinación con el espíritu de cuerpo. Los cuerpos ejercen una especie de tiranía mental y de acción sobre sus miembros, y tienen tendencias bien marcadas a monopolizar el influjo y la opinión, por el símbolo de doctrina que profesan, por los compromisos que exigen y por las obligaciones que imponen. Esto hace que los hombres filiados en semejantes instituciones adquieran ciertos errores que en ellas se inspiran, carezcan cuando los reconocen de la libertad suficiente para pedir sean removidas las causas que los producen, o se vean impedidos ellos mismos para reformar ciertos abusos cuando las circunstancias los pongan en el caso de hacerlo.

Ningún cuerpo perdona a sus miembros la censura de sus faltas o los esfuerzos que haga para su reforma. Se dice y se repite hasta el fastidio que es un mal eclesiástico, un mal militar, un mal canónigo, un mal doctor, un mal abogado, un mal cofrade: el que pide y solicita la reforma, del Clero, de la Milicia, del Cabildo Eclesiástico de la Universidad, del Colegio de Abogados o de la Cofradía; y se le hace un cargo de que en el ejercicio de las funciones públicas abandone los intereses de su cuerpo, por lo que es o él entiende ser un servicio al bien público. Supóngase a la nación dividida como lo está en una multitud de cuerpos y a los ciudadanos, filiados más o menos, en uno o muchos de ellos; supóngase también lo que es bastante frecuente, que estos cuerpos inmóviles e inmortales, en el trascurso de los siglos, por las revoluciones de los tiempos que se han obrado al rededor de ellos sin afectarlos, vienen a hallarse en oposición con los intereses nuevamente creados y que afectan a la masa de la nación: en semejante caso no es dudoso el partido que debe adoptarse, el de sacrificar los cuerpos a la nación. ¿Por qué, pues, no se hace? ¿Por qué para lograrlo se necesitan muchas veces revoluciones sangrientas? Porque los hombres de los cuerpos se identifican con los intereses que les son peculiares y con los dogmas de su símbolo particular; porque, aun cuando lleguen a formar una opinión que sea contraria a los unos y a los otros, temen hacerla pública y exponer su tranquilidad al espíritu tracasero y calumniador de estas asociaciones; porque en el puesto que ocupan, si las circunstancias los obligan a tomar un partido, no pueden declararse contra los cuerpos a que pertenecen sin provocar su indignación y quedar desde entonces expuestos a ser el blanco de sus persecuciones; en una palabra, porque los cuerpos ejercen sobre sus miembros una verdadera tiranía, que hace ilusoria la libertad civil y la independencia personal que a sus miembros corresponde como ciudadanos.

La existencia y la multiplicidad de los cuerpos es un embarazo perpetuo al curso de la justicia. La diferencia de los fueros, las leyes que los constituyen y las personas que los gozan producen una multitud de intereses facticios, sin los cuales la sociedad podría pasar, y ocupan el tiempo y el estudio de los jueces en deslindarlos, definirlos y ponerlos de acuerdo: tiempo y estudio que debería estar empleado en cosas de una importancia real y de resultados sociales y positivos. Todavía si en el orden judicial los cuerpos no tuviesen otro inconveniente podría pasarse por el que va expuesto, pero está muy lejos de ser así. Las competencias de jurisdicción, la ineficacia de las leyes criminales y la falta de respeto a los tribunales civiles ordinarios, que son las fuentes de la justicia nacional, son consecuencias precisas del espíritu de cuerpo. Cuando éste domina, lo menos en que se piensa es en la conservación y seguridad de los derechos comunes: el empeño principal es sacar airoso al cuerpo, establecer su jurisdicción exclusiva y deprimir a la autoridad civil. Si estos fines se pueden conciliar con el castigo del delincuente y con la observancia de las leyes criminales y penales no se pone obstáculo a lo uno ni a lo otro; pero si como es más frecuente el curso de la justicia está o se cree estar en oposición con los intereses del cuerpo, aquél será sacrificado irremisiblemente a éstos; y esta inversión de medios y fines ¿quién podrá desconocer que es un mal gravísimo en la sociedad? Además la jurisdicción ordinaria, o lo que es lo mismo la nacional, pierde de su consideración y aprecio desde que se segregan de su conocimiento los negocios contenciosos, que por su número y calidad deben influir de un modo poderoso en las transacciones sociales y en la suerte de las familias, como sucede y sucederá siempre por la multiplicidad de fueros a que aspira de una manera irresistible el espíritu de cuerpo. Entonces se invierte todo el orden judicial, y aunque los nombres de las instituciones se conserven los mismos, la jurisdicción ordinaria se convierte en excepcional, y la excepcional en ordinaria. Mientras los cuerpos existan han de tener tendencias marcadas a producir estos desórdenes a que son irresistiblemente arrastrados por su propia constitución, y la autoridad civil y ordinaria ha de mantener con ellos una lucha perpetua que embarazará más o menos su marcha. ¿A qué viene, pues, mantener resistencias provenidas de asociaciones que, por otra parte, no interesan poco ni mucho al estado social y que, lejos de mejorar, empeoran la suerte de los particulares?

Los mismos inconvenientes, y aun mayores si puede haberlos, se advierten en el espíritu de cuerpo con relación al orden administrativo. Las leyes no pueden poner de acuerdo intereses de difícil y muchas veces de imposible combinación. Lo que a un cuerpo conviene al otro le perjudica, lo que uno pide con instancia el otro lo rehúsa con energía. Todavía, si alguno de los extremos en cuestión fuese favorable a la masa, ésta podría ser una circunstancia que determinase la elección; pero sucede no pocas veces que estas exigencias encontradas entre sí lo están todavía más con los intereses de la comunidad, y entonces vienen a aumentarse las dificultades de un cuerpo social enfermizo y cargado de tumores que se absorben los jugos destinados a nutrirlo. El gobierno, falto de leyes nacionales, y sobrado de las que organizan a los cuerpos, no sabe cómo marchar: se le pone en las manos una constitución atestada de declaraciones y principios que favorecen a la masa, se le dan funcionarios públicos y poderes organizados para obtener este objeto, pero se le mandan observar leyes que están en oposición con él y respetar tendencias que lo destruyen. ¿Qué ha de resultar de allí? Reclamos de pronto, disgustos más adelante y, al último, revoluciones sangrientas impulsadas, sostenidas y apoyadas por el espíritu de cuerpo.

El mayor obstáculo contra que tiene que luchar la prosperidad pública de las naciones es la tendencia a estancar, acumular y reunir eternamente las tierras y capitales. Desde que en la sociedad se puede aumentar indefinidamente una fortuna dada, sin que llegue la necesidad de repartirla, es claro que no se necesita más que el trascurso de algunos siglos para que los medios de subsistir vengan a ser muy difíciles o absolutamente imposibles en la masa. Este resultado es único y exclusivo de los cuerpos políticos, y una nación en que éstos llegan a multiplicarse, o aunque sean cortos en número, se hallan muy difundidos en la sociedad, ha abierto ya el abismo donde ha de sumergirse su fortuna pública. Los cuerpos por sí mismos tienden a emanciparse, a subsistir y a llenar su objeto; para todo les es necesaria la acumulación de bienes y generalmente prefieren los fondos territoriales. Inútil es cuanto pueda hacerse para impedirles su adquisición, y si de esto no hubiera otra prueba que los códigos españoles, ella sería bastante para demostrarlo: desde los siglos más remotos hasta el presente; y desde el Fuero Juzgo hasta la Novísima Recopilación, se ha hecho repetido y ratificado la prohibición de adquirir a las manos muertas; y desde entonces hasta ahora, semejante prohibición ha sido eludida y quedado sin efecto. ¿Por qué así? Porque no se ha extinguido en su fuente el origen de estos deseos siempre más activos y eficaces que las disposiciones de las leyes; porque se ha querido que cesen las resistencias dejando en actividad las causas que las producen. Desde que éstas han desaparecido en Europa, las otras han cesado, las leyes han recobrado su vigor y la prosperidad pública ha progresado sin obstáculo. Éstas son las tendencias, la marcha y los efectos sociales y resultados más visibles del espíritu de cuerpo, que contrarían, entorpecen y vienen por fin a hacer ilusorios los efectos que promete el sistema representativo y los resultados que, por su establecimiento, se buscan e intentan en el orden social. La experiencia de cincuenta años de revoluciones en Europa y los tristes desengaños adquiridos en México en el período trascurrido de la Independencia a fines de 1836 no dejan la menor duda sobre la imposibilidad de hacer marchar a la vez y en harmonía el orden de cosas que resulta de uno y otro. Esta imposibilidad era conocida en 1833 por todos los hombres de progreso, y la parte de ellos a quienes tocó la dirección de los negocios hallándose en la necesidad de elegir entre el sistema representativo federal, establecido en la constitución del país, y el antiguo régimen, basado en el espíritu de cuerpo, no vacilaron en preferir el primero al segundo, y aplicaron toda su fuerza y actividad para desvirtuar éste y robustecer a aquél. Ya el gobierno español había sentido todos los inconvenientes y obstáculos que oponen a la marcha social las clases privilegiadas y los cuerpos políticos, y todas sus medidas después de sesenta años estaban calculadas para disminuir su número y debilitar su fuerza. Todos los días se veía desaparecer alguna corporación o restringir y estrechar los privilegios de alguna clase, pero hasta 1812 quedaban todavía los bastantes para complicar el curso de los negocios. La constitución que se publicó en este año abolió todos los fueros con excepción del eclesiástico y militar, y ella tuvo en esta parte todo su efecto desde 1820, segunda época de su proclamación en México. Desde entonces la fuerza del espíritu de cuerpo bajó muchos grados de lo que antes había sido, pero los fueros conservados y los hábitos nacidos de la antigua constitución bajo el poder absoluto dejaron subsistir dos clases poderosas separadas del resto de la sociedad y pequeños cuerpos que, aunque sin fueros ni privilegios, contribuían a mantener la oposición a los principios y consecuencias del sistema adoptado. Desaparecieron, es verdad, los gremios, las comunidades de indios, las asociaciones privilegiadas de diversas profesiones como abogados, comerciantes, etc., los mayorazgos y la multitud innumerable de fueros concedidos a ciertas profesiones, personas, corporaciones y oficinas; pero quedaron todavía el Clero y la Milicia con los fueros que gozaban, y las Universidades, los Colegios, las Cofradías y otras corporaciones que, aunque ya sin privilegios, conservaban la planta de su antigua organización, de la cual son consecuencia forzosa las tendencias a destruir o desvirtuar el nuevo orden de cosas. Una simple ojeada sobre la constitución, aspiraciones y tendencias de estas clases y cuerpos bastará para hacer patente la oposición en que se hallan sus principios con los del sistema representativo y más aún con el federal.

El Clero es en su mayor parte compuesto de hombres que sólo se hallan materialmente en la sociedad y en coexistencia accidental con el resto de los ciudadanos. Por su educación sólo pueden tener para él importancia los intereses del cielo que hace consistir, no precisamente en la creencia religiosa y en el ejercicio de las virtudes evangélicas, sino en la supremacía e independencia de su cuerpo, en la posesión de los bienes que se le han dado, en la resistencia a someter las acciones civiles y las causas criminales de sus miembros al poder social, a sus leyes, a sus autoridades gubernativas y judiciales; por su fuero no reconoce más autoridades que las de su clase, únicas de quienes tiene que esperar y temer y a las que se halla sometido mucho más de lo que puede estarlo cualquiera ciudadano al poder civil; por el celibato se halla enteramente libre y aislado de los lazos de familia, primero y principal vínculo del hombre con la sociedad; finalmente, por la clase de sus ocupaciones y por sus leyes particulares debe renunciar a toda empresa lucrativa, y se halla en el extinguido del todo, el amor al trabajo y a los adelantos de fortuna que son consecuencia precisa de la industria personal y establecen, en segunda línea, los vínculos del hombre con la sociedad. El Clero siente una repugnancia invencible por la tolerancia de cultos, la libertad del pensamiento y de la prensa, porque estos principios y las instituciones que de ellos emanan son tales que destruyen o debilitan su imperio sobre las conciencias; detesta la igualdad legal, que hace desaparecer los fueros y jerarquías, y acaba con el poder y consideración que éstos y aquéllas proporcionan a su clase; resiste el arreglo del estado civil de los ciudadanos, que le quita la influencia sobre los principales actos de la vida y sobre la suerte de las familias en nacimientos, casamientos y entierros.

El Clero es un obstáculo permanente al aumento de la población, porque, receloso de todo establecimiento de extranjeros que por su naturaleza tiende a la libertad religiosa, emplea toda su influencia para resistir o poner trabas que hagan ilusoria la colonización. Para lograrlo fomenta la aversión del pueblo hacia los extranjeros, disculpa los atentados y violencias que contra ellos se cometen, amenaza e intimida a la autoridad y mina sordamente cuantas disposiciones se dictan en contrario. Los resultados de estos manejos son: que centenares de leguas de tierras permanezcan incultas e inhabitadas y sean presa de la potencia más vecina como lo son ya de los Estados Unidos y la Rusia; que el valor de dichas tierras sea perdido para la riqueza pública; que los capitales extranjeros de que en México hay tanta necesidad no puedan naturalizarse en la República, y que los que en él existen busquen destino en otra parte, porque sus dueños no quieren ir a un país ni permanecer en él para hacer profesiones de fe, ni ser vejados por los que creen que todo es lícito contra hombres que profesan otro culto. Resultado es también de estas repugnancias el atraso de la industria que no se aclimata por fabricantes pagados cuyos servicios siempre son faltos e incompletos por falta de estímulo, sino por hombres que se establezcan por su cuenta y enseñen prácticamente introduciendo los métodos y haciendo conocer las máquinas e instrumentos perfeccionados en Europa para el ejercicio de las artes industriales. Estos hombres, de los cuales hay una abundancia excesiva en las naciones más adelantadas de este continente y que en razón de ella misma no pueden hacer fortuna en su patria, lo que desean es emigrar a países nuevos y llevar su industria a donde pueda ser pagada, sin otras condiciones que la libertad de establecerse y la seguridad de disponer de sus productos. ¿Por qué, pues, no van a México o si lo hacen es en muy corto número y regresan a poco tiempo? Porque las autoridades influenciadas por el Clero desconocen las ventajas de su establecimiento y no quieren protegerlos contra las masas que les son hostiles por influjo del Clero mismo. Sin embargo, es cierto que el medio más rápido y seguro de poblar, hacer rico e industrioso un país pobre, atrasado y de grandes capacidades, es naturalizar en él cuanto sobra en otra parte y pertenece a estos ramos; abriendo la puerta y sosteniendo contra todas las repugnancias nacidas de la preocupación religiosa a los que con sus brazos, industria y capitales van a fecundar los gérmenes de un suelo virgen y nuevo. Los Estados Unidos y la Rusia, naciones nuevas ambas y de sistemas políticos opuestísimos, en poco menos de un siglo, han logrado ponerse al nivel de las primeras potencias y hacerse ricas, industriosas y respetables por sólo el establecimiento de extranjeros, querido verdaderamente y sostenido con firmeza contra las preocupaciones populares explotadas por las creencias religiosas. Al contrario la España, nación poderosa y rica, dueña de un mundo entero y de sus riquísimos frutos; desde el siglo XVI empezó a decaer hasta el estado en que hoy la vemos, porque su Clero, el más intolerante de Europa y padre del de México, convirtió en un sentimiento popular el odio a los que habían nacido en otra parte y profesaban diverso culto.

Las tendencias del Clero son perniciosas a la educación pública e impiden su difusión y mejoras, porque las masas mejor educadas tienden visiblemente a emanciparse del dominio sacerdotal en que han estado por tres siglos, y esta emancipación disminuye el poder que sobre ellas se ha ejercido y aún no acaba de perderse. Se quiere que la educación nacional sea la propiedad exclusiva de los ministros del culto y que esté toda basada sobre las reglas monásticas en trajes, usos y habitudes; se quiere que las materias de enseñanza sean las de los claustros, disputas teológicas y escolásticas que han pasado de moda hace medio siglo y de las cuales hoy nadie se ocupa; y se rehúsa la enseñanza de los ramos antes desconocidos y de utilidad práctica, enseñanza sobre la cual deben formarse los hombres públicos de que hay tanta y tan grande falta en el país. Enhorabuena que México colonia de España haya podido pasar sin ellos, esto se entiende, ¿pero cómo podrá sostenerse lo mismo de México nación independiente, que debe gobernarse a sí misma y mantener relaciones con todas las potencias extranjeras que forman el mundo civilizado?

Si el Clero es un obstáculo para la educación que se da en los establecimientos públicos, no lo es menos para la que se recibe en los establecimientos particulares y privados que pudiera suplir a la otra: se embaraza cuanto se puede el que tengan efecto, poniendo a los empresarios y especialmente extranjeros, que son los más útiles, trabas y condiciones que no pueden superar y a que no es posible se sometan sino muy pocos; se juega la arma del descrédito y la calumnia con un aire de celo y devoción que surte casi siempre el efecto que se desea, porque los hombres sencillos, haciendo justicia a la buena fe con que se propagan estas especies, persuadidos por otra parte de que los ministros del culto son infalibles, y acostumbrados a someter a ellos la dirección de su conducta, no pueden sobreponerse a su influencia en materia que justamente reputan muy delicada.

La educación entorpecida en su marcha, mutilada en sus ramos y restringida en su extensión por los temores y resistencias sacerdotales, lo es todavía más en los medios de saber que obstruyen y paralizan los mismos. La introducción de los libros y su circulación sufren una persecución sorda pero constante y eficaz, que hace disminuir el número de lectores y compradores: el librero extranjero y el nacional ven arruinarse sus empresas aunque ellas versen sobre artículos no prohibidos por las leyes, porque las prohibiciones eclesiásticas retraen a los compradores y alarman o disminuyen la reputación del vendedor, que tiene que valerse de un tercero para expenderlos de una manera casi clandestina. No pocas veces pierde el librero su mercancía, porque los administradores de aduanas en un país en que hay leyes para todo, que se admiten o desechan a voluntad de quien la ha de aplicar, se toman la libertad de declarar vigentes las de la época de la Inquisición y retienen todos los libros que les parece. Los obispos hacen otro tanto para sus prohibiciones, pues ni las limitan como debía ser a sólo los libros que atacan los dogmas y la moral de la creencia católica, ni se contentan con expedir edictos, sino que se propasan algunas veces a recoger los libros por sí mismos. Los libreros e impresores hostigados y vejados no imprimen ni ponen en venta una multitud de obras inocentes a la par que útiles y necesarias, y el público se priva de lo que en ellas podría y debería aprender, porque no las hay, o son muy escasas y se venden a precio muy alto.

El influjo del Clero compromete la paz y armonía que debe reinar entre México y las naciones extranjeras que han celebrado tratados con la República. El odio a extranjeros y las vejaciones que éstos sufren, en consecuencia por los particulares y los funcionarios públicos mexicanos, como ya se ha probado, son en mucha parte originadas y sostenidas por el influjo del Clero. Estas vejaciones si fueran obra de accidentes imprevistos siempre producirían reclamos y causarían embarazos al gobierno, pero siendo como son el resultado del odio a extranjeros que ha erigido en principio una clase influente y poderosa que no se cuida de disimularlo, la nacionalidad de las potencias a que pertenecen los que las sufren aparece formalmente ofendida; y esto produce no reclamos sencillos sino hostiles a que por el mismo principio se rehúsa satisfacer. He aquí los preliminares de guerras desastrosas; y he aquí cómo México se ve hoy comprometido con la Inglaterra, la Francia y los Estados Unidos, por una serie de causas en que los súbditos de estas potencias nada son menos que inocentes, pero entre las cuales figura como muy principal el influjo hostil del Clero contra extranjeros y sus consecuencias desastrosas.

La educación, pues, del Clero, sus principios y su constitución misma se hallan en abierta y diametral oposición con los principios, organización y resultados sociales que se buscan y procuran por el sistema representativo, con los progresos de la población y de la riqueza pública, con la educación nacional, con los medios de saber y con la armonía respecto de las potencias extranjeras que produce la paz exterior. Excepciones honrosas de estas tendencias se ven en muchos de sus miembros, y el mal no es de las personas sino de las cosas mismas; es del cuerpo y no de los particulares que lo constituyen, y obrarían de muy diferente manera en diversa atmósfera y sometidas a otras influencias.

En los países en que el Clero no sea un poder fuerte capaz de luchar con el de la sociedad, está bien que se toleren las tendencias emanadas de su viciosa constitución: ellas serán reprimidas por el poder del gobierno y de la sociedad toda, y no podrán tener resultados efectivos y funestos que turben la marcha social o pongan obstáculo al ejercicio de los derechos privados; ¿pero es éste el caso en que se halla México? He aquí la cuestión de la cual el espíritu rebelde del Clero, explicado de mil maneras en 1833, forzaba a ocuparse todas las horas del día al gobierno de aquella época. Sería imposible enumerar en una revista como la presente las intrigas de Cuartel y Sacristía que se hicieron jugar entonces; esta relación pertenece a la historia y de ella nos ocuparemos a su tiempo. Para el asunto presente basta saber que ellas existieron, cosa en que nadie ha puesto la menor duda.

Para saber si el Clero de México es un poder capaz de luchar con el de la República, bastará cotejar el del uno con el de la otra y ver los medios de acción que se hallan a disposición de ambos. El Clero es una corporación coetánea a la fundación de la colonia y profundamente arraigada en ella: todos los ramos de la administración pública y los actos civiles de la vida han estado y están todavía más o menos sometidos a su influencia. Él ha dictado en parte las leyes de Indias y ha tenido bajo de su dirección el gobierno de los Indios y de las Castas que hasta la independencia han sido sus fieles servidores, a pesar de los esfuerzos del gobierno civil para emanciparlos. Los españoles y sus descendientes tampoco han escapado a sus redes tendidas en la educación y en la dirección de las conciencias. Cuanto en México se sabía, o era enseñado por el ministerio del Clero, o estaba sometido a su censura: la Inquisición, los obispos y los curas ejercían sobre la imprenta, la lectura y la enseñanza el imperio más absoluto; la dirección de las conciencias no se ha limitado a los deberes religiosos, sino que ha extendido su imperio a los sociales, conjugales y domésticos, a los trajes y a las diversiones públicas. Los virreyes, los magistrados, los jueces, los administradores de rentas, en una palabra, todos los hombres de gobierno han sometido por muchos años el ejercicio de las funciones públicas al dictamen de un confesor, que hoy todavía se hace escuchar e influye de una manera eficaz en los actos de la soberanía y en las personas que bajo su tutela los ejercen, actos que los eclesiásticos procuran queden en último análisis reducidos al deber religioso.

Sobre el poder que el Clero recibe de estos medios morales que los hábitos del país y su constitución originaria hacen tan eficaces viene el que las leyes le dan para el arreglo exclusivo de ciertos ramos importantísimos a la vida social. El nacimiento, el matrimonio y el entierro se hacen todos por arreglos, leyes y documentos eclesiásticos, que deciden de la legitimidad de la prole y, de consiguiente, de los derechos de sucesión, de la validez o nulidad del matrimonio, de los grados de parentesco, de las causas, ocasión y legalidad del divorcio, de la sepultura de los cadáveres, y de las cuestiones de salubridad y buen nombre adictas y dependientes de ella. A este poder legal debe añadirse el que el Clero disfruta por su riqueza, su organización e independencia, y por la inamovilidad personal y rentas cuantiosísimas que gozan sus jefes natos los Obispos y Canónigos.

La riqueza del Clero mexicano, como todos los ramos estadísticos del país, es todavía un arcano para el público; cuantas apreciaciones se han hecho de ella han sido y son necesariamente incompletas. Sin embargo, el estado que va en este tomo, aunque falto y diminuto, da por lo que en él consta alguna idea de lo que ellas podrán ser. Más de ciento setenta y nueve millones de pesos de capitales, y siete y medio millones de renta para un Clero que no llega a tres mil personas, y del cual los nueve décimos no perciben sino de ciento cincuenta a trescientos pesos anuales, suponen en una parte del Clero el imperio y el dominio, y en la otra la obediencia y sumisión. Este estado de cosas forma del sacerdocio mexicano un cuerpo compacto que se robustece por el fuero y por la absoluta dependencia y subordinación graduada que existe desde el último acólito hasta el arzobispo metropolitano. Este cuerpo tiene sus leyes, gobierno y magistrados independientes de la autoridad temporal, y que lo rigen no sólo en el orden religioso sino también en el civil; así pues, su organización lo constituye un poder público, cabal, completo, distinto de la sociedad en que se halla implantado, e independiente de ella por consecuencia forzosa. Cuanto en las leyes se dice de sumisión del Clero a la autoridad pública es vano e ilusorio, porque los cuerpos no se pueden someter y la acción de los magistrados sólo es eficaz respecto de los particulares, únicos capaces de sufrir el apremio y el castigo. ¿De qué sirve, pues, que las leyes proclamen una sumisión que ellas mismas hacen imposible, renunciando a los medios de realizarla? De nada sino de crearse obstáculos con que luchar perpetuamente como sucede y sucederá con el clero.

En efecto, ¿qué poder puede tener la República contra un cuerpo más antiguo que ella en el país, mandado por los obispos, sus jefes perpetuos absolutos e irresponsables, con renta cuyo maximum y minimum son de quince a ciento veinte mil pesos, y que tienen a su disposición un capital de cerca de ciento ochenta millones de pesos cuya parte productiva reditúa siete millones y medio? Una república que nació ayer, en la que todos los ramos de la administración pública se hallan fuera de sus quicios, y los hábitos de subordinación enteramente perdidos; una república cuyos fondos públicos no rinden sino el doble de los del clero y no alcanzan ni con mucho a cubrir sus presupuestos; una república, en fin, en la que todo es debilidad, desorden y desconcierto, ¿podrá sostenerse contra un cuerpo que tiene la voluntad y el poder de destruir su constitución, de enervar sus leyes y de rebelar contra ella las masas? No lo creyó así la administración de 1833-1834; por eso se decidió a destruir el poder de este cuerpo político y conservar al país por este medio tan único como eficaz, sus principios e instituciones. Desgraciadamente, los medios que se adoptaron fueron derivados de dos principios opuestos e incombinables entre sí, y esto produjo consecuencias desagradables que no han sido indiferentes para frustrar el resultado que se pretendía obtener36.

La segunda clase privilegiada que su Metrópoli ha legado a la República Mexicana es la milicia, tan incombinable con el sistema representativo como con la forma federal, y por lo mismo en oposición abierta, como el clero con la constitución de la República. Sujeta a las tendencias inevitables de todos los cuerpos, que van ya expuestas, con pretensiones, como el clero, de superioridad e independencia respecto de las autoridades creadas por las nuevas instituciones, la milicia deriva su poder especial del ejercicio de la fuerza brutal en veintiséis años de guerras civiles durante los cuales ha ejercido el imperio más absoluto. Leyes, magistratura, gobierno, personas y cosas, fondos públicos y particulares, todo ha estado más o menos pero realmente sometido al poder militar, ejercido bajo diversas denominaciones y formas. La milicia bien sea que ataque al gobierno, bien parezca que lo defiende, es y se considera a sí misma como un cuerpo independiente, que no vive en la sociedad sino para dominarla y hacerla cambiar de formas administrativas y principios políticos, cuando las unas o los otros sean o se entiendan ser opuestos a los principios constitutivos de esta clase privilegiada.

Nada parece más natural al militar mexicano que sublevarse contra una constitución y deponer a un gobierno que trata de someter la clase a que pertenece, ya sea sujetándola a las leyes que le son peculiares, o ya sea reformando éstas en todo o en parte. Los hombres de esta clase se creen con derecho exclusivo, o a lo menos preferente, a ocupar todos los puestos públicos y a consumir las rentas nacionales. Así se les ve quejarse con un aire de sinceridad que denota la más profunda convicción: ya de que se pretende abolir su fuero, ya de que se les destina a tal o cual punto que no les acomoda. Unas veces levantan el grito contra los cuerpos electorales porque nombran un presidente que no es soldado; otras, porque las instituciones, como lo eran los poderes de los Estados, consumen una parte de las rentas públicas; y no pocas, por las cantidades que se destinan a pagar la Milicia que, sin ser privilegiada, sostiene al gobierno contra la que lo es, y se halla rebelada como sucedió en 1833.

Estas convicciones erróneas de supremacía social de la clase militar privilegiada dependen de la debilidad unas veces, y otras de la connivencia del gobierno. Los jefes militares que han ocupado el puesto supremo, a virtud de revoluciones de soldados que ellos mismos han acaudillado, participan de los errores de esta clase, la temen porque conocen su poder, y le están reconocidos porque creen debérselo todo. Por este triple motivo todo se lo sacrifican. Además, las revoluciones que en veintiséis años han derribado los gobiernos más de diez veces, y sustituídoles otros, se han terminado todas de una manera militar; y el pueblo, incapaz de conocer el influjo que en ellas han tenido las causas morales, las ha adjudicado exclusivamente a la fuerza material que aparecía en ellas de una manera más visible37.

El error de la multitud ha pasado a la milicia que lo ha acogido con entusiasmo, y desde entonces se ha gritado y sostenido casi sin oposición que al Ejército se debe la independencia, la libertad, la federación y quién sabe cuántas cosas. No ha parado en esto el mal, sino que se ha pretendido hacer extensiva y vincular en la clase una gratitud que debería ser individual y terminarse en las personas que han hecho al país estos importantes servicios: así es como jefes escuros y despreciables pretenden recoger la herencia de honor y gloria, y sobre todo la de poder que apenas sería tolerable acordar a los que los prestaron. Lo absurdo de semejantes vinculaciones sólo puede escapar a la falta de reflexión y al hábito que contraen los pueblo de reconocer como un derecho el resultado de hechos repetidos, aunque éstos no reposen sobre un principio justo y racional.

De estos errores erigidos en principio, de la falsa aplicación que se ha hecho de ellos y de los hechos mal apreciados en las revoluciones del país en orden al influjo ejercido sobre ellos por la fuerza militar, ha resultado que los gobiernos no han creído poderse pasar de esta clase privilegiada; y como por otra parte no han podido someterla, han quedado enteramente a su dirección. Desde que esto sucede en un pueblo, es decir, desde que la milicia en lugar de ser obediente y sumisa se convierte en dominadora y directriz, ya no hay que pensar en que haya orden y concierto. La fuerza material en todas partes ha sido y es ciega y anárquica por su propia naturaleza: si ella, pues, no es dirigida por una mano vigorosa que sea bastante a contenerla y darla regularidad, caerá al azar sobre los pueblos, y los vestigios de su paso no serán reconocidos sino por los rastros de sangre, de ruina y desolación que habrá dejado tras sí. ¿Quién no ve en estos rasgos el cuadro de la anarquía militar que desde 1810 ha asolado la República? Esta fuerza brutal creada por las circunstancias y robustecida por ellas mismas, lejos de ser reprimida en su impulso ciego y desordenado por la autoridad pública, ha sido lanzada contra las leyes y los pueblos y no pocas veces en su reacción ha derribado el poder que la dio impulso pulverizando hasta sus bases.

En otra parte (México y sus revoluciones, tom. 1.º pág. 407 y siguientes) hemos demostrado los vicios de la constitución militar y los desórdenes sociales provenidos de la inobservancia de sus leyes y de la impotencia del gobierno: las observaciones que constan en aquel artículo, y no hay necesidad de reproducir, prueban que la Milicia mexicana privilegiada, por su misma organización y por los desórdenes originados de su indisciplina, que en ninguna suposición es dado al gobierno reprimir, es incombinable no sólo con la libertad pública, sino con el orden social en cualquier forma de gobierno.

Cuantas observaciones van hechas y forman el fondo de este parágrafo relativas a la naturaleza, carácter y tendencias de los cuerpos políticos, de las clases e instituciones privilegiadas, se tuvieron presentes en 1833, y en ellas creyeron ver los hombres de aquella época un espíritu rebelde contra las instituciones adoptadas, derivado del origen y antigüedad de estos cuerpos y clases que, precisamente por hallarse en absoluta consonancia con la antigua constitución del país, decían una oposición diametral a los principios y espíritu de la nueva. Estas convicciones eran públicas y conocidas, los que las tenían no hacían estudio de ocultarlas ni de la resolución en que se hallaban de obrar con arreglo a ellas; sin embargo, la marcha de la administración habría sido mucho más lenta si las clases privilegiadas, Clero y Milicia, excesivamente confiadas, no se hubieran adelantado a declararle la guerra proclamando el absolutismo puro. Desde entonces la cuestión varió de aspecto, y lo que hasta allí podía presentarse con el carácter de dudoso pasó a ser un hecho evidente e incuestionable. Por él las clases privilegiadas se pusieron en lucha abierta contra la constitución del país, contra el sistema representativo, contra todo lo que hasta entonces se había hecho y contra cuanto en lo sucesivo pudiese hacerse en beneficio de las masas.

La dictatura proclamada por el clero y la milicia no tenía ni podía tener otro carácter que el que ha tenido bajo el reinado de Fernando VII en España y bajo el de D. Miguel en Portugal. En el caso, pues, las obligaciones y los derechos del gobierno no podían ser cuestionables: hacer la guerra al enemigo hasta vencerlo y, vencido, desarmarlo de manera que para lo sucesivo no tuviese la voluntad ni el poder de rebelarse. Así se hizo en efecto, ¿y quién podrá dudar que el gobierno procedió en el caso como debía, arreglando su conducta a las exigencias públicas y obrando de la manera determinada por ellas? La milicia privilegiada, que se había sublevado toda, fue vencida y completamente disuelta; sus jefes fueron casi todos destituidos, muchos desterrados fuera de la República y otros dentro de ella misma, pero a considerables distancias. Desde que el triunfo fue completo ya no se trató de debilitar insensiblemente estas clases y los antiguos cuerpos que las apoyaban, sino de darles golpes mortales, que acabasen con aquéllas y éstos: las circunstancias eran urgentes, y si se dejaban pasar, se corría el riesgo de que el presidente Sta. Ana se apoderase de ellas e hiciese, como lo tiene de costumbre, una contrarrevolución cuyos resultados no fuesen favorables sino a él mismo. Se trató, pues, de aprovecharlas y se puso mano a la obra. El vicepresidente y las cámaras, obrando de concierto, dieron el impulso a los gobiernos y legislaturas de los Estados que lo secundaron con celo, con energía y con tesón.

El vicepresidente, a virtud de facultades delegadas por el congreso, había nombrado una comisión que se encargase del arreglo de la educación pública compuesta de los Sres. Quintana (D. Andrés), Espinosa de los Monteros, Rodríguez Puebla, Goroztiza, Couto (D. Bernardo) y Mora. Esta comisión, que después se trasformó en la Dirección General de Instrucción Pública y que con muchísima frecuencia era presidida por el Sr. Farías, fue en lo sucesivo una especie de consejo privado del gobierno, al cual se llevaban y en el cual se discutían y arreglaban como por incidencia todos los proyectos de reformas relativos a las cosas; en cuanto al ejercicio odioso aunque necesario de las medidas de policía concernientes a las personas, éste era negocio de D. José de Tornel y otros que, como él, tienen gusto por estas cosas, y para el caso admirables disposiciones. En las diversas veces que las materias expresadas se discutieron había por lo común algunos de los diputados y senadores más influentes, y en todas ellas Mora era uno de los que con más empeño procuraba convencer la indeclinable necesidad en que las circunstancias ponían a la administración de arrancar de raíz el poder a esos cuerpos privilegiados rivales de la autoridad pública y sus declarados enemigos. Ni en las cámaras ni en el gobierno había divergencia notable de opiniones sobre el fin, pero existían muy grandes sobre los medios de lograrlo. Se quería, es verdad, acabar con estas clases, pero garantido el fuero que las constituye, por la ley fundamental que según las formas establecidas en ella no podía sufrir variación sino en un período cuya menor duración es de dos años; se corrían grandes riesgos de que estos cuerpos en tan dilatado tiempo tuviesen el suficiente para emplear el poder que en todo él se les dejaba, en parar el golpe que debía acabar con ellos. La posición era difícil y debía terminar necesariamente en una de dos cosas, o en la ruina de la federación por las clases privilegiadas, o en la destrucción de estas clases por las fuerzas triunfantes de la federación. De todos modos la constitución debía acabar por desplomarse, en razón de que las fuerzas destinadas a sostenerla, lejos de conspirar al efecto, tiraban en direcciones contrarias o se hallaban en diametral posición. Los hechos acaecidos posteriormente han llevado al grado de evidencia material la exactitud de este cálculo político. Mora hizo cuanto pudo para que los hombres de acción se convenciesen de que no les quedaba otro arbitrio para salir del paso que un acto dictatorial de las Cámaras, del Presidente o de ambos poderes a la vez, por el cual se hiciesen desaparecer el fuero eclesiástico y militar, y el artículo de la Constitución que lo garantiza.

Este golpe de estado no habría tenido los inconvenientes ni riesgos de la ley de proscripción y habría sido infinitamente más útil. En él no había riesgo de equivocar al inocente con el culpado, ni la inevitable presunción de parcialidad e injusticia que pesa sobre todo gobierno que castiga por sí mismo a sus enemigos: por él la autoridad civil recobraba la acción directa y represiva que por derecho le corresponde sobre todos los ciudadanos, y arrancaba de cuerpos extraños y enemigos la que éstos le habían usurpado prevalidos de los errores de los siglos precedentes, y que ejercían en su perjuicio; por él, en fin, cesaba esa necesidad de reprimir sublevaciones periódicas que se reproducen sin cesar, son originadas de los intereses de las clases, mantienen y prolongan la lucha entre la civilización y las antiguas preocupaciones, y ponen al gobierno a cada paso en la necesidad de ejercer contra las personas actos severos e impopulares que debilitan su prestigio y la confianza a que es acreedor de parte de los ciudadanos. Todos convenían en la justicia de estas observaciones y en la necesidad de obrar de la manera indicada por ellas; pero un excesivo respeto a las formas constitucionales, que se hallaban amenazadas y han sido destruidas por enemigos a quienes se dio el tiempo de hacerlo, eran causa que no se adoptase partido alguno definitivo en una crisis política que, como la militar que la había precedido, sólo podía ser dominada por actos de resolución y vigor. Cuanto se hizo en el caso fue infructuoso: el Vicepresidente, por un principio moral de aplicación desgraciada, conviniendo en el fondo de la medida, creyó necesario diferirla al período constitucional; las cámaras no se ocuparon del asunto que tampoco tuvo grande publicidad; y las bases fundamentales de las clases hostiles quedaron en pie bajo la garantía de una Constitución que ellas mismas no tardaron en derribar.

No por esto se renunció al designio de hacerlas desaparecer del orden social por un camino más largo cual es el de debilitar por substracciones de fuerza lentas y graduales. El general Santa Ana no disimulaba sus simpatías por la milicia, mas viendo que no podía hacerla predominante y que era necesario ceder en algo, en los pocos días que desempeñó el gobierno después de la rendición de Guanajuato, le dio una nueva forma, en que si bien es verdad la dejaba menos fuerte de lo que había sido bajo la administración de Jalapa, le daba de nuevo una existencia que acababa de perder completamente en la derrota. Esta nueva creación no estaba en las facultades ordinarias del presidente; pero como éste las tenía por entonces extraordinarias y omnímodas, acordadas por el congreso, aprovechó la ocasión para dar nueva vida a la clase a que pertenecía. Sin embargo, la milicia no podía ser temible sino por el fuero que no acababa de abolirse; los ataques materiales al gobierno quedaban sin efecto en presencia de una fuerza superior que lo apoyaba y era la cívica; y como, por otra parte, era indefectible que tales sublevaciones habían de repetirse y terminar por nuevas derrotas, claro es que esta clase en el estado en que se hallaba no podía inspirar grandes temores. Las operaciones del gobierno mexicano para acabar con la milicia nada exigen de positivo sino la abolición del fuero, lo demás todo es negativo: no reclutarla, no pagarla, no emplearla, no castigar las deserciones. Esto y no más que esto es lo que basta, y la administración de 1833 no hizo otra cosa, reservando lo del fuero para un tiempo que no llegó.

En cuanto al clero fue necesario proceder de otra manera; ya que no se quiso darle el golpe mortal, se convino en un plan por el cual debía quitársele cuanto en el orden civil constituye su poder: los bienes raíces y capitales impuestos; la educación pública; el apremio para la exacción de los diezmos y para el cumplimiento de los votos monásticos; los registros de nacimientos, matrimonios y entierros; la intervención en el arreglo del contrato civil del matrimonio, y en el conocimiento también civil de las causas de divorcio; además, se resolvió la supresión de los regulares de ambos sexos. Todo esto se intentó, algo se hizo y lo más quedó en proyecto. Tratándose de privar a esta clase privilegiada del poder que recibía de la sociedad misma, lo natural era empezar por los bienes que son los principales constitutivos de su fuerza e independencia.

La facultad de dar destinos y empleos perpetuos con dotaciones cuantiosas, medianas y aun mezquinas; la de tener ocupada en trabajos de toda clase una multitud de artesanos y operarios; la de cobrar un rédito de capitales exagerados sobre las fincas rústicas de propietarios arruinados por cien causas diferentes; y la de fijar el precio y aplicarse los productos de todos los arrendamientos de fincas urbanas en todas las ciudades grandes y medianas, y en una parte muy considerable de los pueblos: cuanto en esta enumeración está comprendido pertenece a las facultades del clero, y por ella se ve que son de tal naturaleza por sí mismas, que aun sin suponer otras bastarían para constituir a esta clase en rivalidad con la Sociedad. Y ¿cuál es el origen de este formidable poder? La posesión de cerca de dos centenares de millones de pesos, en capitales, en fondos territoriales rústicos y urbanos, y el derecho de disponer de ellos y de sus rentas sin dependencia de la autoridad soberana. Se podría, se debería si se quiere, consumir en las necesidades eclesiásticas la renta que corresponde a estos capitales; pero ponerlos o dejarlos a disposición de una corporación que ha manifestado tantas repugnancias y un espíritu tan abiertamente hostil contra los principios y leyes de la administración sería en esto faltar a sus deberes y renunciar a los beneficios que del sistema ya establecido debían resultar a las masas. Por otra parte, la autoridad pública, quitando al Clero, los bienes en nada ofendía los principios de la justicia. En la 3.ª sección de este tomo está demostrado, por principios y por hechos, que el poder soberano puede disponer cuando lo crea conveniente, cuando lo juzgue económica o políticamente útil, de los bienes de todos los cuerpos y comunidades civiles aunque tengan la denominación de eclesiásticas. El gobierno, pues, convencido de estar en su derecho y de que sus deberes lo exigían, no vaciló en resolverse a obrar de la manera indicada.

El principio y regla de conducta que se propusieron los hombres públicos de aquella época en orden al clero fue reducirlo a su simple misión espiritual, dejándolo en ella absolutamente libre pero sustrayéndole al mismo tiempo todo el poder civil de que gozaba por concesiones sociales. El poder eclesiástico, reducido a los fines de su institución, obrando en la órbita puramente espiritual y por medios del mismo orden, es un elemento benéfico, necesario a la naturaleza humana y del cual no se puede pasar la Sociedad. Las creencias religiosas y los principios de conciencia son la propiedad más sagrada del hombre considerado como individuo, y la autoridad pública no puede, no debe prescribirlos, ni atacarlos mientras no tomen otro carácter. Pero si el principio religioso se convierte en un poder político, y saliendo de las vías de la convicción que le son propias, pretende ejercer sobre los ciudadanos una fuerza coercitiva, tener rentas, imponer contribuciones, gozar de un foro exterior y aplicar penas temporales, su degeneración es completa, y en lugar de auxiliar al poder soberano en el orden directivo, se convierte en su rival en la parte administrativa. No se debe permitir que llegue este caso; pero si el curso de las cosas, en una mala administración, las hubiese llevado allá, necesario es restablecerlas al estado primitivo; y el medio más seguro de lograrlo sin ofender las conciencias es, no de imponer preceptos al poder eclesiástico, sino de rehusarle la sanción soberana y la cooperación civil. Éste fue el principio político de la administración de 33, y ojalá las cámaras no se hubieran separado de él como lo hicieron en la ley de provisión de curatos. A virtud de este principio la percepción del diezmo, cuyos inconvenientes son confesados y reconocidos por un sabio obispo y han sido demostrados en la disertación sobre rentas eclesiásticas, dejó de ser una obligación civil; a virtud del mismo se hizo igualmente cesar la coacción que sufrían los regulares para la profesión monástica, coacción que fue sólidamente combatida por el Sr. Espinosa de los Monteros y cuyos inconvenientes morales y políticos se hallan enumerados en la obra titulada México y sus revoluciones (tomo 1.º, página 278 y siguientes).

Estas medidas indirectas, unidas a la ocupación de los bienes del Clero y a la reducción o supresión de monasterios, medida consiguiente al cortísimo número de regulares y prevenida en las antiguas leyes españolas, eran, como se verá más adelante, una necesidad política moral y económica.

Otras consideraciones hicieron se contase en el programa de las reformas proyectadas en 1833 la devolución al poder civil de los registros cívicos y los arreglos concernientes al estado de las personas. Un poder extraño al de la nación se hallaba de muchos siglos atrás en posesión de reglar casi por sí mismo el estado civil de los ciudadanos en orden a nacimientos, matrimonios y entierros, y esto causaba mil embarazos al poder público nacional. Desde que se adoptó el sistema representativo se empezó a hacer sensible la necesidad de arreglar y conocer civilmente el estado de las personas; para lo primero era necesario recobrar el poder que se había dejado ejercer al clero en el orden civil, y para lo segundo establecer los registros cívicos que no existen. La base del estado de las personas es el matrimonio y la legislación vigente sobre él es en México una mezcla confusa de disposiciones civiles y eclesiásticas difíciles de aplicarse, cuya ejecución se halla exclusivamente confiada a los ministros del culto. Éstos, como es natural, procuran someter el contrato civil a la legislación canónica, cuidando poco de la civil; y a la verdad que en ello tienen razón, pues no siendo de su instituto tampoco se les puede exigir que lo hagan. El resultado es que el acto más importante de la vida se hace no sólo sin intervención, sino aun sin conocimiento del magistrado civil que, por lo mismo, no puede cuidar se haga en regla y en el modo y forma que las leyes prescriben. El matrimonio en este punto se halla en un abandono inexplicable y cual no se conoce en el resto del mundo, pues aun en España el contrato se celebra ante escribano público y después se procede a lo demás. Siendo como es el matrimonio una necesidad social que ocurre con frecuencia, la Sociedad no puede prescindir del derecho de arreglarlo, estableciendo cuanto pueda requerirse: para su celebración, en orden a la habilidad o impedimentos de las personas; para su duración, fijando y garantizando los derechos y obligaciones de los casados entre sí y con la prole que tuvieren; para su recisión, designando los casos y situaciones que la exijan, los arreglos que deban seguirla y los tribunales civiles que deban pronunciarla. Y ¿qué hay de todo esto en México? Nada o muy poca cosa: todo desempeñado por autoridad extraña e incompetente en el orden civil. El Clero establece y pronuncia sobre los impedimentos del matrimonio, las obligaciones de los casados y las causas, ocasión y oportunidad del divorcio. Sólo la fuerza de la costumbre que hace al hombre familiarizarse aún con las cosas más chocantes puede hacer no salte a la vista la disonancia de que hombres que hacen profesión del celibato se ocupen de estas cosas. ¿Qué motivo tienen para conocerlas, ni qué garantía pueden prestar para reglarlas con acierto? ¡Los eclesiásticos ocupándose de los detalles de las causas de divorcio y fallando en ellas como jueces!, ¡como jueces civiles!

La administración de 1833 creyó de su deber poner un término a este estado de cosas, dejando al Clero para los efectos espirituales la posesión en que se hallaba, pero reservando a sus leyes y tribunales el arreglo y decisión de estas materias en orden a los efectos y fuero civil. El matrimonio es un contrato civil y un sacramento, perfecto y cabal en la una y en la otra línea. Debe, pues, bajo el primer aspecto ser reglado por las leyes y ser contraído ante el magistrado civil, y bajo el segundo perfeccionado y bendecido por el ministerio eclesiástico. De otra manera el gobierno civil deberá hacer una de dos cosas: o dictar leyes que unas veces serán y otras se interpretarán reglamentarias del sacramento, o someter el contrato civil a un poder extraño e incompetente para reglarlo. Cuando el sacerdote es a la vez ministro del sacramento y magistrado civil que autoriza el contrato; cuando la bendición de la Iglesia constituye sola la legitimidad del matrimonio, y de los hijos que de él nacen, es necesario que el poder temporal intervenga hasta en la administración misma del sacramento y que prevenga o castigue el abuso que el ministro del culto puede hacer de su poder espiritual. Esta triste necesidad constituye en una posición falsa al poder temporal, que siempre aparece débil ante un ministro espiritual que le rehúsa la sumisión debida, atrincherado en sus convicciones verdaderas o supuestas de conciencia. ¡Qué triste es empeñar una lucha por un motivo, tan pequeño bajo un aspecto, y tan grande bajo de otro!, ¡qué envilecimiento para la religión y para el Estado! Los negocios religiosos no se arreglan sino de conciencia a conciencia; y la bendición nupcial no tiene valor si no reposa sobre la fe del que la confiere y de los que la solicitan. El poder civil incompetente para crear e incapaz para destruir esta convicción, tampoco debe reglarla. Para él, el matrimonio no es ni debe ser otra cosa que un contrato civil, que celebrado bajo las formas y condiciones que la ley exija, y firmado y consentido por las partes, debe surtir sus efectos civiles en orden a los derechos y obligaciones de los contrayentes entre sí, de la prole y de la sociedad entera. Lo demás es negocio de la conciencia de cada uno, que se manejará en esto según las reglas que ella le dicte. ¡Cuántas dificultades quedarían prevenidas por esta sola distinción! El gobierno civil debe contenerse en lo que es de su competencia, no dar importancia temporal a la bendición nupcial, ni establecer las leyes del matrimonio sobre una base que no está a su disposición.

Otro tanto y por las mismas razones debe hacerse con los registros de nacimientos y entierros: el Clero tendrá o no tendrá los suyos para lo que pueda convenirle; pero ellos no se considerarán como documentos auténticos que hagan fe pública en los negocios civiles. En lo sucesivo el gobierno tendrá sus registros en cada municipalidad para inscribir los nacidos, casados y muertos; tendrá sus cementerios en que sepultar los cadáveres, que hayan o no recibido las oraciones de la Iglesia: no se prescribirá ni impedirá que se bendiga el terreno, ni se pondrá obstáculo a que se agrupen los sepulcros de personas que han profesado la misma creencia; pero el local deberá ser exclusivamente designado, mantenido y cuidado por la autoridad pública, y los cadáveres no deberán quedar insepultos, porque el ministro del culto con razón o sin ella rehúse las oraciones de la Iglesia. Éstos fueron los designios de la administración de 1833 para comenzar el arreglo del estado civil de las personas, y sus motivos son de tal manera plausibles, que hoy, sin oposición del Clero y por convicción universal, se ven reducidos a leyes puestas en práctica en la mayor parte de las naciones de la Europa católica tales arreglos. Esto es poco, pero al fin es un principio para lo demás.

Más ya vemos que se nos dice: si el Clero como cuerpo civil y clase privilegiada es tan poco conforme con las exigencias sociales, ¿cómo es que uno de los hombres de Estado, que conocía el país a fondo, sus necesidades y los medios de acudir a ellas, lejos de aconsejar la abolición de los privilegios del Clero, los sostiene con calor como el medio único y eficaz de mantener el orden público? La respuesta a esta pretendida objeción es fácil y sencilla: lo que es bueno y necesario en una época y para ciertas circunstancias es inútil y perjudicial en otra y para otras.

En 1799 el obispo D. Manuel Abad y Queipo sostenía, es verdad, la inmunidad personal del Clero, y de consiguiente la continuación de la existencia política de esta clase privilegiada. A este prelado, hombre de capacidad no vulgar, no podía ocultársele que el gobierno español había de ver con desdén las viejas pretensiones de independencia del Clero, basadas sobre las leyes que los eclesiásticos han expedido en favor suyo usurpando el poder civil. La defensa, pues, que hace de los privilegios de esta clase está toda basada sobre consideraciones políticas deducidas del estado del país y de sus exigencias sociales. Cuanto el señor Queipo dice sobre la necesidad de sostener esta clase política era entonces la verdad misma; y en aquellas circunstancias habría sido un delirio pensar en la abolición del Clero como clase privilegiada. Sólo el Clero podía mantener en aquella época los principios de sumisión y orden público en una población cuya mayor parte se componía de dos clases (indios y castas), envilecidas por la ley, excluidas de todos los beneficios sociales y sometidas a la parte más pequeña de la población, compuesta de los blancos. En una situación que el gobierno español no tenía la voluntad ni la fuerza de cambiar, esa especie de gobierno teocrático era lo único que podía mantener la sumisión de clases ignorantes y oprimidas. Pero ¡qué diferencia del año de 1799 al de 1833! Hoy no existen clases envilecidas de hecho ni de derecho como entonces; hoy no hay en las masas aquella estúpida admiración por los ministros del culto, ni aquella deferencia absoluta a sus preceptos e insinuaciones, condición indispensable en el caso y sin la cual no pueden ser dirigidas o gobernadas por la teocracia sacerdotal; hoy finalmente ha desaparecido esta diferencia de castas, que se han perdido en la masa general por la fuerza eficaz, activa y disolvente de las revoluciones, deferencia que traía consigo la dominación de la raza privilegiada sobre las envilecidas y el odio de éstas contra aquéllas por consecuencia forzosa. Así pues, la necesidad de conservar el orden público, que en el estado social de 1799 no podía llenarse sino por medio del Clero, hacia que a la presencia de tan gran bien desapareciesen todos los inconvenientes de tolerar esta clase privilegiada. Cuando en 1833 el orden social mismo reconstruido bajo otras bases, la dignidad del gobierno desconocida en el ejercicio rehusado del antiguo patronato, la bancarrota de la propiedad territorial provenida de los gravámenes de capitales de obras pías, y una deuda pública de cerca de ciento veintiocho millones de pesos, que es exigida y no puede ser pagada por los recursos ordinarios, constituyen un estado social en el cual no se puede prescindir de la necesidad real, ejecutiva y urgente de proceder a la total abolición del sacerdocio como clase civil.

Por las mismas causas, motivos y medios, la administración de 1833-1834 acordó y llevó a efecto la supresión de otros cuerpos, que la metrópoli había legado a la República: de ellos unos eran auxiliares y dependientes del Clero, como la universidad y los colegios; otros eran incompletos o inútiles para su objeto, porque éste no existía ya o había dejado de ser importante; y todos tenían tendencias más o menos fuertes contra el sistema establecido y contra las autoridades de él emanadas.

Pero ya vemos que se nos dice ¿cómo es que se pretende que una nación pueda pasarse sin clero, sin milicia, sin cuerpos ni asociaciones políticas? ¿No son esta clase de seres morales los que dan el lleno a las necesidades espirituales, los que defienden la patria y sostienen al gobierno, los que educan a la juventud, los que socorren a los necesitados encargándose de los establecimientos de beneficencia, y los que promueven la ilustración, fomentan la riqueza y sostienen la economía pública en todos los ramos que la constituyen? ¿No es natural al hombre civilizado el espíritu de asociación, y no es a este espíritu al que se deben cuantos adelantos ha hecho la especie humana en todas líneas? Siendo esto pues así, como no puede negarse, ¿no es un designio insensato proyectar y un acceso de furor frenético el empeño de extirpar de la especie humana el espíritu de cuerpo o de asociación? Esto se llama formar el fantasma para combatirlo después, o en otros términos, desnaturalizar la cuestión para defender después lo que no se ataca, y suponer victoria cuando no ha habido combate: así se alucina a los necios, y entre tanto las cosas se quedan como estaban, que es lo que importa a ciertas gentes que no viven ni deben su bienestar sino a la miseria, ignorancia y credulidad ajena.

Ningún pueblo ha podido pasar sin clero y sin milicia: ésta es una verdad que nadie combate; pero ¿quién se atreverá hoy a negar que el Clero puede existir sin fuero ni bienes que especialmente se le consiguen para que los administre, aplique e invierta de la manera que le parezca? ¿Pues que no hay clero católico sino en los países en que este cuerpo tiene fuero y disfruta de bienes propios? ¿Qué cosa es pues el sacerdocio de Francia, España, Portugal, Austria y de otras muchas naciones católicas y no católicas en que hay iglesias de la comunión romana, cuyos ministros están a dotación fija, carecen de foro público y jurisdicción coactiva? Lo mismo decimos de la milicia: cotéjese el ejército francés e inglés con lo que se llama ejército mexicano, y se verá su inmensa diferencia; sin embargo, los dos primeros no gozan fuero ninguno civil, y se hallan los ciudadanos incorporados en ellos sometidos a la jurisdicción ordinaria, cuando el ejército mexicano, con fueros y por ellos mismos, es el azote de la República que mantiene en perdurable anarquía.

La administración de 1833 no rehusaba la existencia ni la cooperación de los cuerpos políticos civiles, lejos de eso creó muchos que aún no han podido acabar de destruir la reacción militar y sacerdotal. Lo que no se quería era que hubiera clases ni cuerpos privilegiados, cuyos miembros estuviesen exentos de las leyes y obligaciones comunes y de la jurisdicción ordinaria; lo que no se quería era que hubiese pequeñas sociedades dentro de la general con pretensiones de independencia respecto de ella; por último, lo que no se quería era que los poderes sociales destinados al ejercicio de la soberanía se hiciesen derivar de los cuerpos o clases existentes, sino por el contrario, que los cuerpos creados o por crear derivasen su existencia y atribuciones del poder soberano preexistente, y no pudiesen, como los ciudadanos particulares, alegar ni tener derechos contra él. Cuando la organización y existencia de los cuerpos políticos es emanada de la constitución del país y se halla en conformidad con ella; cuando sus atribuciones son definidas y sus derechos no van hasta hacerlos independientes de la soberanía y de los poderes destinados a ejercerla; finalmente, cuando la fuerza material y moral del gobierno es superior no sólo a la de cada uno de ellos, sino a la de todos juntos: entonces los cuerpos son utilísimos, tienen lo necesario para ayudar a obrar el bien y son incapaces de entrar en competencia con la autoridad suprema, y producir los males y desórdenes que aquélla causa. De otra manera se rompe o no existe el equilibrio que debe haber entre el espíritu de cuerpo y el espíritu público, y desde que eso suceda no hay que pensar en unidad nacional. Lo dicho se entiende de los cuerpos considerados en general, pues en cuanto a las clases privilegiadas, clero y milicia, necesitaban arreglos especiales después de haber sido privada la primera del fuero y los bienes que disfrutaba, y abolida del todo la segunda para establecer bajo nuevas bases la fuerza pública que debería sustituirla.

La administración ocupada en destruir los obstáculos y vencer las resistencias que se oponían a su marcha, y en limpiar el terreno de los escombros del antiguo edificio que estorbaban para levantar el nuevo, no pudo pensar seriamente en el arreglo del Clero hasta marzo de 1834, es decir, dos meses antes de la reacción militar y sacerdotal, acaudillada por el presidente Santa Ana. Entonces se trató de hacerlo, pero en el modo de efectuarlo hubo diferencia de opiniones. El vicepresidente Farías, el Sr. Quintana, ministro de negocios eclesiásticos, y las personas de quienes se aconsejaba ordinariamente el gobierno, opinaron constantemente que todos los arreglos debían partir del principio de independencia absoluta entre el poder civil coactivo y el espiritual de conciencia y de convicción, y terminarse en la separación de las funciones que se deducen de la naturaleza de uno y otro poder. Esta opinión no era la de las cámaras: los señores Espinosa de los Monteros y Huerta, en la de Diputados, y el señor Rejón y las notabilidades del senado, conviniendo en la necesidad de que la autoridad soberana recobrase el ejercicio del poder público que había confiado al Clero, sostenían además que ella debía mantener todas las prerrogativas de que hasta la independencia había disfrutado el gobierno español, reconocidas en el último concordato y ejercidas a virtud del derecho de patronato.

El arreglo del Clero proyectado por el gobierno se halla reasumido en la sección quinta de este tomo. En él no se reconocen otros ministros del culto que los obispos, canónigos, curas y vicarios o auxiliares; otros templos que las catedrales, colegiata de Guadalupe, parroquias y ayuda de parroquias; a los altos funcionarios eclesiásticos y a las iglesias en que deben ejercer su ministerio se les asignan dotaciones inferiores a las que han disfrutado, pero todavía muy cuantiosas; se aumenta el número de obispos y de iglesias catedrales, y se facilita en consecuencia el ejercicio espiritual de las funciones apostólicas. Las parroquias quedarían, como es de su institución, para administrar los sacramentos, y, a efecto de aproximarlas a las necesidades de los fieles, su número debía de pronto aumentarse manteniendo las que existen y erigiéndose de nuevo con este carácter las misiones y las que hasta entonces sólo habían sido pilas bautismales. A cada una de ellas se le asignaba a lo menos dos ministros, con dotaciones competentes, y la facultad de percibir derechos por la pompa en la administración de los sacramentos y en las oraciones de los finados, todo con arreglo al arancel que se formase. Los ministros y el culto de las iglesias deberían hacerse con las dotaciones asignadas o que en lo sucesivo se asignasen por el gobierno; sin que éstas pudiesen consistir en fondos territoriales, ni en capitales que quedasen a disposición del Clero, sino en rentas provenientes de contribuciones que se votasen en los presupuestos anuales de los Estados y ayuntamientos. Los 30,031,489 pesos de bienes improductivos del Clero debían quedar para el decoro del servicio eclesiástico, y repartirse los que hubiesen pertenecido a los regulares entre las iglesias catedrales y las parroquias.

El gobierno debía establecer estos arreglos, pero no llevarlos a efecto por medios imperativos, sino en los que fuesen de su resorte como la prohibición de adquirir y tener bienes; lo demás debería ser obra de la persuasión y de rehusar se hiciesen otros pagos para el servicio eclesiástico que los que él mismo hubiese acordado o en lo sucesivo acordase: en esto consistía la sanción real y eficaz de semejantes disposiciones. Por lo demás, el gobierno debía renunciar a nombrar para destinos y puestos puramente eclesiásticos, a designar territorios, establecer ni autorizar jurisdicciones espirituales, a entrometerse en el ejercicio de éstas, establecer o interrumpir las relaciones que existen entre fieles, párrocos y pastores, dejando que los unos se entendiesen con los otros de la manera que pudiesen o quisiesen, en creencias, ceremonias y obligaciones de conciencia. Nada de esto era obra del momento, demandaba años, constancia y sobre todo calma de pasiones; pero como todo debía ser obra de un designio concebido y arreglado anticipadamente, se resolvieron estas bases como punto de partida.

Las cámaras, según va expuesto, se atuvieron al principio jurídico de patronato, que el Clero desde la independencia había rehusado reconocer al poder civil de la República. Con arreglo a este principio, se expidió la famosa ley de curatos, que el vicepresidente sancionó por fin. Esta medida que coincidió con el regreso del presidente Santa Ana al gobierno, y con su resolución de trastornar cuanto se había hecho, determinó la crisis que puso el poder en manos de la oligarquía militar y sacerdotal, y que ha conducido las cosas al estado en que hoy las vemos. El Clero sufría con disgusto, como se deja entender, que la autoridad civil retirase su sanción al pago del diezmo y a los votos monásticos, que recobrase los bienes y la jurisdicción que se le habían dado, y que se le privase del monopolio de la educación pública: todo esto lo veía con disgusto, pero no podía persuadir a nadie la incompetencia de la autoridad pública, que notoriamente obraba dentro su esfera. No fue lo mismo cuando se le impusieron preceptos positivos, cuando se le mandó obrar, cuando se pretendió nombrar los funcionarios eclesiásticos: entonces hubo ya escrúpulos, verdaderos o afectados, que provocaron resistencias de conciencia o que se decían tales. Esto produjo mártires, que son un fatal elemento para el gobierno que no ha sabido precaverlo o precaverse de él. Hoy no es posible saber cuál habría sido el valor de estas resistencias abandonadas a sí mismas y, sin el apoyo prestado por el gobierno que se hallaba en las manos de Santa Ana, es muy probable que ellas no habrían sido de todo el Clero, pues si bien es verdad que tales convicciones eran íntimas y profundas, en los señores Portugal, Zubiría y otros hombres austeros, ¿qué género de conciencia podía sugerírselas a D. Juan Manuel Irisarri y a otros muchos de su clase que le son muy parecidos? Sea como fuere, lo que no tiene duda es que los embarazos producidos por estas resistencias no valdrían ni con mucho las ventajas que se esperaba reportar de superarlas.

La organización de la milicia o de la fuerza pública debía ser la misma que en los Estados Unidos: un pie veterano compuesto de algunos cuerpos de la misma clase en las tres armas, situados en las plazas artilladas y en las fronteras, especialmente del norte, por la vecindad de la república Anglo Americana, y por las incursiones de los bárbaros; una milicia urbana o cívica para mantener la seguridad pública y la tranquilidad interior en los Estados, en las poblaciones y en los campos, y hacer todos los servicios necesarios al desempeño de semejantes objetos, algunos colegios militares para la enseñanza de las ciencias conducentes a la profesión, y una dirección general militar encargada de la parte facultativa y que fuese en la materia el consejo nato del gobierno. Éstas son las bases, a lo que pudo saberse de la nueva organización destinada a la fuerza pública. El número de cuerpos y de las plazas de que debían constar quedaba librado a las exigencias públicas, que siendo de su naturaleza variables, no podían ser sometidas a una medida fija y precisa. Nada de fueros, nada de privilegios ni exenciones de las cargas públicas, de la ley común, ni de la justicia y tribunales ordinarios, en los negocios civiles ni criminales. Sólo los delitos militares debían quedar sometidos a los consejos de guerra, y ellos debían ser definidos por ley de una manera precisa.

Este orden de cosas se hallaba ya establecido en su base, es decir, la milicia sin privilegios o cívica; ella existía por todas partes y había reemplazado a la privilegiada que se hacía desaparecer rápidamente, sin que hiciese falta para nada. Las exigencias públicas estaban satisfechas: entre ellas no se contaba la de una guerra exterior, que la administración Farías había sabido precaver, no por fanfarronadas militares, sino por actos administrativos de vigor, que tienen cumplido efecto cuando no se destruye a mano armada la constitución del país, ni se ofenden los intereses por ella creados. Aun cuando se supusiese la guerra de Texas sobrevenida, lo peor que podía haber sucedido es que las cosas llegasen al estado en que se hallan hoy: un ejército no puede servir sin ser pagado, y el de México no lo puede ser porque la milicia privilegiada destruye las fuentes de la prosperidad y crédito público, que son los medios de efectuarlo. Después de la independencia, la única vez que ha podido servir de algo esta milicia ha sido la presente: ¿y qué es lo que ha sucedido?... Dígase ahora que no tenía razón la administración Farías cuando obraba en sentido de abolirla, como perjudicial en lo interior e inútil e inservible para una guerra extranjera.