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Revistas literarias

Vicente Llorens





A fines de 1833 y principios del año siguiente el síntoma más claro del cambio político que se estaba operando tras la muerte de Fernando VII fue, como dice Robert Marrast, la aparición de numerosos periódicos. El 20 de diciembre de 1833, La Aurora de España, periódico que había nacido un mes antes, publicaba esta noticia: «Se habla de siete periódicos nuevos más que han de ver la luz pública a principios del próximo mes, y los que se creen enterados en el negocio dicen que han de llamarse: El Diario de la Administración, El Cínife, El Siglo, El Ateneo, El Redactor, La Gaceta de los Tribunales y El Ladrón. Con ellos serán 18, si no contamos mal, los periódicos que verá Madrid en el año próximo. Dios los saque a todos a puerto, y les deje ver con vida la venidera Navidad de 1834»1.

Casi todos los mencionados se publicaron, en efecto, a principios de 1834. Pero casi todos también tuvieron vida efímera. El Siglo, fundado en enero, no pasó del mes de marzo; El Ateneo, que apareció en el mismo mes que el anterior, llegó al de mayo; El Cínife duró de febrero a marzo; La Gaceta de las Tribunales, de mayo a junio.

La desaparición de El Cínife y El Siglo, y de otros cuatro periódicos de Madrid no mencionados en la nota anterior -El Eco de la Opinión, El Nacional, El Tiempo y El Universal-, se debió a su hostilidad contra el Gobierno, según el censor nombrado por Javier de Burgos -antiguo afrancesado y colaborador de Calomarde, ministro ahora de Fomento con Martínez de la Rosa-, en vista de lo cual fueron suprimidos por Real Orden. No obstante su fugaz existencia, alguno cuenta en la historia literaria española. Entre los escritores que redactaron El Siglo, entonces muy jóvenes y poco conocidos, estaban Antonio Ros de Olano, Ventura de la Vega y José de Espronceda.

En el mismo año de 1834 y siguientes fueron apareciendo otros periódicos de mayor difusión y duración, de los que formaron parte como redactores o colaboradores destacados hombres de letras. Larra escribió para El Español, fundado por Andrés Borrego en 1835, y colaboró en El Mundo que Santos López Pelegrín lanzó en junio de 1836. Bartolomé José Gallardo fue colaborador de El Eco del Comercio, diario progresista dirigido por Fermín Caballero, que empezó a publicarse en 1834 y duró hasta 1849. El Porvenir, fundado en 1836 por Bravo Murillo, tuvo de director a Donoso Cortés y de redactor a Pastor Díaz. Tres años más tarde Donoso redactaba otro diario, El Piloto, juntamente con Alcalá Galiano.

El predominio del periódico en el comercio literario es casi absoluto en los primeros años de la década romántica. En forma de libro se edita poco fuera de la novela histórica. Ni siquiera obras poéticas, hasta la eclosión de 1840; y la mayor parte de las poesías recogidas entonces en volumen habían aparecido antes en periódicos de una u otra clase. En éstos, pues, se contiene la crítica literaria, la poesía, la narración breve, los artículos de costumbres. Razones económicas favorecen esta situación; el periódico es más barato para el lector, y puede ser más beneficioso para el autor, que a veces se ve mejor retribuido por sus colaboraciones que por sus libros.


«El Artista»

Entre los periódicos literarios del período romántico ocupa lugar preferente El Artista, que tuvo por modelo L'Artiste, de París. No sólo reprodujo el título, sino que imitó la presentación material (formato, tipografía) y las secciones en que se agrupaba el texto. Algunos artículos firmados por Madrazo y Ochoa son traducciones de otros publicados en la revista francesa. Hasta hay grabados que no son originales de los artistas españoles que allí figuran, sino de francesas que colaboraron en L'Artiste2.

Pero junto a estas semejanzas hay también diferencias. La poesía, que en la revista francesa apenas tiene importancia, en El Artista ocupa buen espacio. L'Artiste, que apareció en 1831, cuando las polémicas en torno al romanticismo habían cesado en Francia, no fue órgano de grupo o escuela literaria como la revista española, aunque esto no se dijera así al anunciarla. Bajo la pluma de sus redactores, El Artista se presentó como publicación innovadora, saliendo en defensa del teatro romántico francés y del romanticismo en general, y atacando a los clasicistas, a quienes denomina repetidas veces clasiquistas.

La revista, que empezó a publicarse en enero de 1835 y desapareció en abril de 1836, estuvo dirigida por el escritor Eugenio de Ochoa y el pintor Federico de Madrazo.

Eugenio de Ochoa (Lezo, Guipúzcoa, 1815-Madrid, 1872), sobrino, o hijo, de Sebastián Miñano, fue, como Espronceda y Ventura de la Vega, discípulo de Alberto Lista en el Colegio de San Mateo. En 1828 pasó a París, donde estudió en la Escuela Central de Artes y Oficios, hasta su regreso a Madrid en 1834. Ese año obtuvo empleo en la Gaceta, dirigida entonces por Lista, muy amigo de Miñano; empleo que desempeñó hasta 1837, para establecerse poco después en París. En El Artista publicó algunas poesías, que recopiló con otras años más tarde bajo el título de Ecos del alma, artículos de crítica literaria, cuentos y biografías de escritores españoles y extranjeros. Al mismo tiempo llevó a la escena dos dramas, Incertidumbre y amor y Un día del año 1823. Pero ninguna de estas obras alcanzó buen éxito y Ochoa hubo de dedicarse principalmente a la traducción de obras teatrales y novelas francesas, lo que motivó los amargos comentarios de su amigo Larra en el artículo «Horas de invierno». Sin embargo, el mismo año de la muerte de Larra dio a luz una novela histórica, El auto de fe. En París, Baudry le editó una colección de autores españoles antiguos y modernos. A mediados de siglo, en España, volvió a la crítica literaria; en su vejez, un par de libros de recuerdos personales y obras propias, más una traducción en prosa de Virgilio, completaron su producción.

Federico de Madrazo (Roma, 1815-Madrid, 1894), hijo del pintor José de Madrazo, hizo su aprendizaje en París trabajando con algunos compañeros de su padre, discípulo de David. A su cargo estuvo la parte artística de la revista, en la que aparecieron litografiados varios retratos suyos de escritores contemporáneos. A su regreso de Roma en 1842 se dedicó a tal género de pintura, que había de hacerle famoso. Siguió colaborando en otras revistas literarias, El Renacimiento, Panorama, Semanario Pintoresco Español. Más tarde fue director del Museo del Prado.

Muchos de los colaboradores de El Artista, muy jóvenes en su mayoría, eran escasamente conocidos o desconocidos por completo, pero no pocos de ellos alcanzaron pronto notoriedad. José de Espronceda, que había publicado poco antes una novela histórica y estrenado sin éxito una comedia, empezó a adquirir renombre como poeta a través precisamente de las páginas de El Artista. Patricio de la Escosura, militar de profesión, era autor de una novela histórica a la que hubo de seguir otra el mismo año que apareció la revista, y de varias obras dramáticas. Ventura de la Vega había publicado alguna poesía, pero estaba entregado como ninguno a la traducción de obras teatrales francesas. Mariano Roca de Togores pronto se daría a conocer con un drama histórico. Jacinto de Salas y Quiroga era autor de un reciente libro de versos. Otros, como Salvador Bermúdez de Castro, Joaquín Francisco Pacheco y Nicomedes Pastor Díaz, recogieron los suyos en volumen en fecha más tardía, para ocupar luego puestos políticos importantes. A la política se dedicó también después de señalarse como periodista combativo Luis González Bravo, que en El Artista colaboró fugazmente. No más asiduo fue como poeta Juan Florán, que en París había de tener su propia revista. El actor Julián Romea contribuyó con algunas poesías, y Luis de Usoz, el más culto de todos, con muy diversos trabajos. Muy jóvenes eran Pedro de Madrazo, hermano de Federico, crítico de arte, prosista y poeta; Leopoldo Augusto de Cueto, Jerónimo Morán, José Zorrilla Moral y Gabriel García y Tassara.

Antes de desaparecer la revista falleció Telesforo de Trueba y Cosío, cuya biografía puede verse en sus páginas con un retrato de Madrazo. Corta había de ser también la vida del conde de Campo Alange, militar que murió en la guerra carlista, asiduo crítico literario. Para que nada faltara, El Artista tuvo una colaboradora femenina, pero a ruegos de la interesada su narración en prosa «La madre o el combate de Trafalgar» sólo se publicó con sus iniciales: C. B., es decir, Cecilia Boehl, la futura Fernán Caballero. Aunque pocos, también se contó con la colaboración esporádica de escritores de época anterior: Juan María Maury, Bartolomé José Gallardo, Juan Nicasio Gallego.

Además de Federico de Madrazo hubo otros redactores sobre temas artísticos; Valentín Carderera en las artes plásticas y Santiago de Masarnau como crítico musical.

Valentín Carderera (Huesca, 1795-Madrid, 1880) fue pintor, escritor y arqueólogo. Ya en los nueve años que pasó en Italia hasta 1831 trabajó en misiones de conservación y restauración de viejos monumentos que luego prosiguió en España; así, por ejemplo, del Alcázar de Sevilla. En sus artículos se mostró defensor del romanticismo en el arte.

Santiago de Masarnau (Madrid, 1805-1882) emigró a Inglaterra con su padre, personaje palaciego perseguido como liberal en 1823. Espíritu profundamente religioso y de gran sensibilidad, Masarnau fue pianista y compositor. Aunque su romanticismo musical se acentuó posteriormente al relacionarse en París con Alkan y Chopin, empezó a manifestarse en su etapa de destierro. Según dice Pedro de Madrazo en estas páginas de El Artista, las obras que compuso a orillas del Támesis se caracterizaban por su tendencia «lúgubre, elegante, apasionada»3.

La aportación de Madrazo, Carderera y Masarnau, la importancia que tuvo la parte ilustrada de la revista y su mismo título ponen de manifiesto una de las características que separan al romanticismo de la literatura anterior. El poeta se aparta del «literato» y se agrupa con el pintor y el músico. La literatura, que a fines del siglo XVIII comprendía tanto la poesía y el drama como la erudición y la prosa científica, queda ahora restringida principalmente a obras imaginativas en prosa o verso.

En Jovellanos «artista» quería decir todavía «artesano», como en Francia a mediados del siglo XVIII. Pero poco después se inicia la evolución que ha señalado Bénichou4. En 1762 un pintor, un arquitecto son ya artistas, pues a su obra contribuyen el genio y la mano. La propaganda revolucionaria francesa hacía llamamientos a poetas, músicos y pintores como artistas. Ahora bien, la democratización de la palabra va acompañada de evolución semántica contraria; el artista se convierte en un ser raro y privilegiado. «El déspota del día -dice un escritor de la época- es la palabra artista. El arte es casi un culto, una religión nueva que llega muy a tiempo, cuando los dioses se van y los reyes también»5. Casi al mismo tiempo los románticos alemanes glorificaban igualmente al artista, considerando que su visión de la realidad humana era más profunda que la del científico. «Sólo un artista puede adivinar el sentido de la vida», dijo, en uno de sus Fragmentos, Novalis, que era científico de profesión.

El Artista publicó verso y prosa que se alejaban del estilo anterior en muchos casos. Espronceda dio a conocer unos fragmentos del Pelayo que ya no eran seguramente como los que escribió bajo la tutela de Alberto Lista, y una «Canción del pirata» que no es tan sólo nueva por sus innovaciones métricas. A la luna rindió tributo poético, como otros, Pastor Díaz con acento quejumbroso e íntimo que no se encuentra en Meléndez, Ochoa, Patricio de la Escosura, Salas y Quiroga, Pedro de Madrazo, Zorrilla, García y Tassara, entre los colaboradores poéticos, añaden al tema o a la versificación de sus composiciones alguna nota más o menos feliz desconocida anteriormente.

Hay en la revista traducciones o imitaciones de románticos extranjeros. Un fragmento de El sitio de Corinto de Byron, traducido por Trueba y Cosío; otro del Manfredo del mismo escritor, imitado por Salas y Quiroga, a quien se deben igualmente dos traducciones de poesías de Victor Hugo.

Parece significativo que el cuadro de costumbres no tenga en El Artista la representación que en otras publicaciones, y que haya, en cambio, varias narraciones fantásticas. La creación imaginativa es, huelga decirlo, esencial en la concepción romántica que aspira a dar una imagen de la realidad lo más completa posible, sin excluir ninguno de sus elementos, tanto los normalmente perceptibles como los sobrenaturales; y en éstos se detiene a veces con preferencia por su carácter irracional y misterioso. Como es bien sabido, la épica moderna imitando a la antigua utilizó también lo maravilloso, hasta por motivos religiosos, pero más como aditamento ornamental o en función de contraste que por considerarle ingrediente constitutivo de la naturaleza, según creían los románticos. Los cuales, viendo reprimidas por la Iglesia y por la Ciencia ciertas creencias tradicionales o populares, supersticiones en suma, trataron de reivindicarlas poéticamente. Ya lo vimos al hablar de las ideas literarias de Blanco White6.

No es muy importante ni considerable en general la aportación romántica española a las creaciones de la fantasía, aunque cuente con excepciones tales como El estudiante de Salamanca. En El Artista hay algunas narraciones en prosa dignas de mención, entre ellas una de Espronceda, «La pata de palo», donde lo fantástico y lo humorístico se combinan de modo semejante al que se ve en otras obras románticas, principalmente alemanas; otra, «La mujer negra o una antigua capilla de templarios» de Zorrilla, narración más larga y complicada, escrita con torpeza de principiante, que no ofrece sino acumulación de elementos tétricos y sorprendentes en busca de un efecto.

Junto a lo fantástico también hay en El Artista, a cargo de José Bermúdez de Castro, una muestra de la tendencia arcaizante que tuvo en Agustín Durán uno de sus principales promotores: la narración en fabla antigua. Con resultado deplorable, como no podía menos de ocurrir dado el escaso conocimiento que se tenía del español antiguo. Deplorable también desde el punto de vista romántico, ya que partía de un pie forzado convencional opuesto a la sinceridad o espontaneidad que se exigía de la creación poética.

Era inevitable que en un periódico como El Artista, cuya orientación romántica había de enfrentarse con la autoridad y prestigio que aún gozaban en España los representantes del clasicismo, tuviera la crítica literaria carácter polémico y hasta tono burlesco. Basta recordar la denominación de clasiquistas que Ochoa aplicó a los viejos maestros, o el breve artículo de Espronceda titulado «El pastor clasiquino», en que satiriza la insinceridad de los modernos bucólicos y pone en ridículo a un consumado helenista que sabía hablar en prosa y verso, o séase Hermosilla. La despedida de los redactores en el último número de la revista dice así: «Hemos hecho una guerra de buena ley a Favonio, a Mavorte insano, al ceguezuelo alado Cupidillo, y a las zagalas que tienen la mala costumbre de triscar y a todas las plagas, en fin, del clasiquinismo. Pero esto hicimos mientras vivió este mal andante mancebo con peluquín; ahora ya murió. Requiescat in pace».

Frecuente es la crítica de obras dramáticas recién estrenadas, tanto francesas como españolas. De Ochoa son la de Lucrecia Borja de Victor Hugo, primera obra suya representada en España, y la de Angelo del mismo autor. A propósito de Lucrecia Borja vale la pena retener las siguientes observaciones sobre la actitud del público:

Cuando nuestro público se familiarice con la poesía grandiosa del género romántico, cuando a la sorpresa y al susto que ahora le causan los dramas de esta naturaleza suceda en su ánimo la meditación, creemos que le gustarán Lucrecia Borja y todas las obras de Victor Hugo, como también que en vez de dejar desiertos los teatros cuando se representan piezas de nuestros antiguos poetas, llenará aquéllos y aplaudirá estas últimas con delirio7.



Obsérvese que la reacción del público parecía ser la misma ante el nuevo teatro romántico y el viejo teatro español, y que ambos iban unidos en la reivindicación emprendida por los redactores de El Artista, que consideraban también romántico el teatro de Calderón y de otros ingenios de su época porque así lo habían dicho Schlegel y Durán. Ahora, al aparecer el romanticismo moderno, no ven en éste sino una prolongación de aquél, y tratan de favorecerlo ante la hostilidad del público contra uno y otro.

Más ceñida a la obra es la reseña del Alfredo de Joaquín Francisco Pacheco que hizo Espronceda, de la que hay referencia en otro capítulo, así como del extenso examen de Don Álvaro debido a Leopoldo Augusto de Cueto.

Luis de Usoz fue quien con buena argumentación rompió el fuego contra las reglas del clasicismo al reseñar la Talía española compilada por Durán. Poco después el conde de Campo Alange, comentando la traducción hecha por García de Villalta de El último día de un reo de muerte de Hugo, se mostraba favorable a «la revolución literaria que se ha extendido por casi toda Europa en los últimos años», y polemizaba con los adversarios del romanticismo, según puede verse en su contestación a El Eco del Comercio a raíz del estreno de Don Álvaro.

Pero Campo Alange es también autor de uno de los pocos artículos de crítica general, donde revela conocimientos nada frecuentes de la literatura europea de su tiempo8. No sé de otro que mencionara en España por aquellas fechas a Stendhal, escasamente conocido entonces en su propio país.

Notable es su opinión de que a las divisiones nacionales habrá de seguir una Europa, y aun otras partes del mundo, unidas no por la virtud sino por la necesidad. «Lo que antes se llamaba nacionalidad va cediendo el terreno por momentos a un interés más inmediato, más positivo. Las cruzadas no serían posibles en el siglo en que vivimos. Hasta ahora se ha dicho la nación: en adelante se dirá la humanidad». Junto al nacionalismo predominante en la época romántica, había asimismo, como ya se indicó a propósito de El Europeo, una tendencia universalista, a la que Campo Alange parece adherirse.

Después traza la evolución de la literatura española desde el siglo XVII hasta fines del XVIII en términos parecidos a los de otros críticos contemporáneos, aunque con alguna observación original, y pasa a examinar los males que a su juicio produjo el pedantismo dieciochesco queriendo imponer modelos fijos y la obligación de imitarlos.

Es curioso, dice Campo Alange pensando sin duda en Hermosilla, que los numerosos preceptos establecidos por los clasicistas enseñan acaso a conocer lo malo sin inspirar gusto por lo bueno. «El discípulo sacará las más de las veces de las obras elementales que le hacen estudiar un desprecio no pequeño a nuestros autores españoles [...] y una admiración sin límites hacia los escritores griegos y latinos que sólo le han sido citados para hacerle ver bellezas».

Para mostrar que aquellos escritores españoles antiguos no eran tan malos como suponían tales preceptistas, Campo Alange, dejando a un lado a La Harpe y Voltaire, vuelve los ojos a las ediciones y traducciones que de ellos se habían hecho en Alemania, país cuyos grandes escritores, desde Lessing hasta Goethe, no pensaron en imitar a nadie sino en estudiar la naturaleza. «Otros habían descrito al hombre exterior -dice con palabras que recuerdan las de Durán-; ellos se propusieron retratar el alma y sus debilidades». Así sucedió con Goethe, así con Byron y después con Lamartine y con Victor Hugo, «que aunque lejos todavía de alcanzar el lugar de los dos primeros, nos parecen dignos de admiración en algunas de sus obras».

También señala nuestro autor la historia de los debates a que dio lugar en Francia la aparición de los primeros libros en defensa del romanticismo hasta que el público, perdido su interés por la tragedia, acudió al drama romántico, aceptado ya por el Teatro francés.

Mr. Casimir Delavigne, autor de Luis XI, es una prueba palpable de lo distantes que se hallan ya algunos académicos de la rigidez de principios de que aún no ha mucho tiempo blasonaban.



Para establecer las diferencias existentes entre clasicismo y romanticismo, debe tenerse en cuenta que si los clasicistas creen que las reglas de sus códigos son infalibles, necesarias e invariables, los románticos no pueden admitirlas porque «nada en el mundo está exento de la ley del movimiento; todo está sujeto a variación, hasta la forma de los pensamientos del hombre» (subrayado del autor). Cada siglo tiene su fisonomía particular y su literatura es independiente de la de otras épocas.

Después de una comparación entre el drama moderno y la tragedia clásica, en que se hace eco de opiniones ya conocidas, Campo Alange pasa a examinar uno de los cargos que se han hecho contra el drama y la literatura de los autores modernos: su complacencia en los horrores y en hacer gala de inmoralidad. «La moralidad de un drama no se cuenta por el número de muertos o adulterios, ni porque el traidor pierda la cabeza en el patíbulo antes de que caiga el telón». No hay que mirar sólo los medios. La moral del arte es más elevada que la de los salones, y no debe deducirse sino del fondo y de la intención que presidió a su nacimiento. «¿Podrá decirse, por ejemplo, que la Venus de Medicis ha sido hija de una imaginación lasciva? El que tenga otra manera de sentir es indigno e incapaz de apreciar justamente las producciones del arte».

Partiendo del principio de que la literatura es expresión de la sociedad a que pertenece, Campo Alange termina su artículo con la siguiente observación sobre la literatura española contemporánea:

Nuestra sociedad moderna, oprimida hasta ahora por el despotismo, agitada actualmente por mil opuestos intereses, despedazada por la guerra civil, carece aún realmente de formas y de colorido. ¿Es, pues, de extrañar que no los tenga tampoco nuestra moderna literatura?



Más polémico e irónico que el anterior es un artículo de Eugenio de Ochoa publicado bajo la rúbrica Literatura:

Enhorabuena suponga un poeta pagano que ve a Nereo levantarse en medio de las aguas para anunciar al robador de Elena los infortunios que acarreará a Troya su funesta pasión; pero no venga el católico Boileau a decirnos en el siglo XVII que en el paso del Rhin por las tropas francesas huyen tímidas las náyades delante de Luis XIV, por la gracia de Dios rey de Francia y de Navarra9.



Tratando de fijar el sentido de las palabras, Ochoa sólo quiere dar el nombre de clásicos a los autores antiguos que lo merecen, mas no a ningún moderno que intente apropiárselo por grande que se crea; a éstos tiene que llamarlos clasiquistas, alternando el nombre con los de preceptistas y rutineros. Ellos son los que hablan de las reglas del buen gusto; pero ¿quién es el divino legislador capaz de fijar límites al genio? Los clasiquistas creen que las reglas fueron dadas para in eternum por «Aristóteles, Horacio, Boileau, Mengs y Palomino», dice Ochoa, añadiendo por primera vez a las autoridades puramente literarias las de dos pintores.

En la caracterización de la poesía romántica introduce Ochoa el sentimiento religioso. «Cristianismo y poesía son inseparables, porque el cristianismo es una necesidad del corazón». Pero Ochoa, en vez de apoyarse como otros en textos de Schlegel o de Durán, transcribe parte del prólogo de Nodier a las Meditaciones de Lamartine, donde se dice que las musas del Parnaso clásico han perdido su atractivo por haberse presentado el cristianismo con tres musas inmortales, la Religión, el Amor y la Libertad.

Hoy en día romántico quiere decir inventor y clasiquista imitador. Y Ochoa pone este ejemplo: Los arquitectos romanos que construyeron los arcos triunfales de Septimio Severo, Constantino y Tito representaron a los soldados romanos con las armas que en efecto usaron; cuando bajo Luis XIV se hizo el arco de la Puerta de San Dionisio, los arquitectos colocaron en un bajo relieve a muchos soldados franceses armados y vestidos como los romanos. «Los artistas romanos fueron románticos; los franceses, clasiquistas; los primeros representaron la verdad, los segundos representaron la mentira». Argumentación impecable sí la verdad histórica se confunde con la poética.

En el artículo hay más de una alusión personal, que no es difícil entender. «Hay hombres que bajo pretexto de que nunca nombran a Aristóteles sin quitarse el sombrero, se creen con derecho a pasar por literatos; y lo más extraño es que pasan por tales, gracias a la mucha gravedad de sus individuos y al tono greco-dogmático con que repiten sus eternas vulgaridades». La alusión a Hermosilla -el nombre de Aristóteles, el tono greco-dogmático- no es la única que aparece en las páginas de El Artista, donde vimos otras de Espronceda y Campo Alange. Se comprende que el autor del Arte de hablar en prosa y verso, preceptiva clasicista adoptada como texto oficial en la enseñanza durante muchos años, fuese el blanco principal de los ataques románticos. Pero la actitud de los innovadores frente a Hermosilla, autor igualmente de una reciente traducción en verso de la Iliada (1831), guarda por otra parte relación con un aspecto del romanticismo español que merece subrayarse: la ausencia del helenismo romántico. No hubo en España poetas como Hölderlin, Shelley o Leopardi. Ni tampoco la antigua poesía griega fue considerada como ejemplo de originalidad digna de admiración e inspiración para los románticos españoles, conocedores tan sólo de la imitación latina. Todavía para un Menéndez Pelayo, aunque hoy nos parezca incomprensible, Shelley era un poeta clásico por su helenismo. La pobreza de los estudios griegos en España, que ya nacieron en el siglo XVI heridos de muerte, contribuyó sin duda a separar a la española de otras literaturas europeas de la edad moderna en más de un aspecto, desde la escasez de pensamiento filosófico hasta la ausencia de un teatro verdaderamente trágico.

Pero a partir del reinado de Carlos III se había producido un renacer de los estudios griegos, y después de Juan de Iriarte hubo, a fines del siglo XVIII y principios del XIX, algunos helenistas de calidad. Entre ellos, Estala y Hermosilla, amigos personales de Moratín. Sin embargo, fue Moratín, tan aquiescente al parecer con los gustos literarios de Estala, quien ridiculizó de mano maestra en la figura de don Hermógenes al prototipo del pedante que hace reír en El sí de las niñas. Naturalmente, no quería esto decir que Moratín se declarase enemigo de la cultura helénica. Pero si no a Estala, que murió en Francia, a Hermosilla lo conocían bien los ex alumnos del Colegio de San Mateo por haber sido allí profesor; y sabían no menos bien que se había singularizado por su servilismo ante Calomarde, como autor de El jacobinismo, incalificable diatriba en tres tomos contra los liberales, ya derrotados, y por su Arte de hablar en prosa y verso, preceptiva rígidamente clasicista, que si llevaba ejemplos de grandes escritores españoles, era más bien para censurarlos, exceptuando, claro está, a su amigo Moratín. A Hermosilla, pues, le corresponde buena parte de culpa por haber quedado el griego en la España de los románticos irremisiblemente ligado al neoclasicismo más estrecho, a la pedantería y al absolutismo político. El helenismo español hay que buscarlo si acaso entre los escritores clasicistas de la época anterior. Ochoa ya no traducirá a Homero sino a Virgilio; verdadera paradoja para un romántico.

Como vimos al tratar el duque de Rivas y volveremos a ver en la década moderada, varios escritores románticos que no desaparecieron prematuramente como Espronceda y Enrique Gil, acabaron arrepintiéndose del romanticismo de su juventud. No porque admitieran principios literarios opuestos, sino más bien por creer peligrosos, social y moralmente, los que habían sustentado antes. Con el tiempo, Eugenio de Ochoa, ya de suyo conservador, no sólo hizo burla de los «elegantes extravíos» de George Sand y de Dumas, a quienes tradujo, sino que los consideró subversivos. Lo que se creyó «inocente desahogo» de la imaginación romántica, no fue en realidad, según él, más que una audaz tentativa para subvertir el orden social, que «puso a este orden social, veinte años después, a dos dedos de su ruina»10.

Tal fue el efecto que produjo en Ochoa, como en otros, la revolución europea de 1848. Mas ya antes, el paso dado por la revolución progresista española en el verano de 1836 le impresionó de tal manera que vio próximo el triunfo de la anarquía. La carta que el 7 de septiembre de ese año dirigió al conde de Campo Alange, entre otras cosas de interés por referirse a varios escritores amigos, dice lo siguiente:

Llenaría a V. de pena y de indignación ver la absoluta relajación de toda disciplina en que se halla la tropa; infinidad de jefes y subalternos han pedido el retiro y le han obtenido11. Estamos en la mayor consternación y no sin fundamento, pues vivimos a merced de la soldadesca más desenfrenada, y un saqueo o una degollina de todo el que tenga una peseta es la perspectiva más probable que se nos presenta12.



Los sucesos de La Granja en agosto de 1836, que no fueron simplemente un motín de soldados borrachos y sargentos sobornados, sino la acumulación del levantamiento popular de media España contra el Gobierno Istúriz, impuesto por María Cristina, tuvieron, a mi modo de ver, no sólo importantes consecuencias políticas sino literarias. De allí arranca por reacción la tendencia más conservadora del romanticismo español, representada en primer término por Zorrilla, a quien habían de secundar hasta liberales exaltados de ayer, como Rivas, y moderados de hoy, como Ochoa.




«Semanario Pintoresco Español»

El 3 de abril de 1836 apareció en Madrid el primer número del Semanario Pintoresco Español, periódico literario ilustrado, como El Artista; pero mientras cada número de El Artista costaba cuatro reales, el Semanario Pintoresco se vendía a los abonados por tres reales al mes (más tarde, cuatro). Se iniciaba así en España el tipo de publicación periódica destinada a un público mucho más amplio que antes, a semejanza del Penny Magazine de Inglaterra y del Magasin Pittoresque, que empezó en Francia en 1833.

El Semanario Pintoresco Español llegó al año 1857, y fue dirigido en su primera etapa, desde su fundación hasta 1842, que es la que ahora vamos a ver, por Mesonero Romanos. Nadie quizá en mejores condiciones que él por su posición económica e independencia política, no menos que por sus dotes administrativas, para sacar adelante una publicación como aquélla, tan diferente de las anteriores. No fue empresa fácil. Años después, en 1841, justamente satisfecho por las dificultades vencidas, pudo decir que

el papel que hemos usado lo hemos pagado a precio justamente doble del excelente que usan en París el Museo de familias y el Almacén Pintoresco; que hemos intentado usar del extranjero y que se nos ha negado su introducción; que nuestra suscripción (que nunca ha pasado de dos mil suscriptores) ha tenido que hacer frente a tantos gastos como aquellas empresas, que siempre han contado más de treinta mil; que nos hemos visto obligados a dar a conocer los primeros en nuestro país el grabado tipográfico, y por consecuencia a usar los ensayos de nuestros jóvenes artistas y pagar su aprendizaje; que escasos de todos los necesarios utensilios hemos tenido que traer del extranjero a grandes costas y con no pocas incomodidades hasta las maderas preparadas para el grabado; que además de los frecuentes extravíos y faltas de los correos que ocasionaba la guerra, y de que se han quejado todos los periódicos menos el nuestro, no hemos hallado aún medio seguro de hacerle llegar regularmente a nuestras posesiones de América13.



El prospecto anunciador de 1836 nos dice claramente cómo entendía Mesonero el negocio que acababa de emprender, siguiendo la tendencia comercializadora de la literatura que la revolución industrial había producido en Inglaterra y Francia.

Dos medios hay en literatura para llamar la atención del público; el primero consiste en escribir muy bien; el segundo en escribir muy barato. En nuestra España acaso no se ha escrito más que para un número muy reducido de personas. Muchos discursos altisonantes, muchos terribles infolios; pero el pueblo ni puede costear infolios, ni comprende erizadas disertaciones. De esta suerte ha quedado reducido a manejar compendios mezquinos, novelas indigestas, y aun esto no siempre al alcance de todas las fortunas.



Nunca se había hablado así en España de la literatura como artículo de consumo. Si su comercialización no ha prosperado en nuestro país, añade Mesonero, es por culpa de los escritores.

La idea de vender mucho para vender barato y vender barato para vender mucho, que es la base más segura del comercio, no ha entrado nunca en la mente de los dedicados entre nosotros al ramo de librería. Los autores tienen la culpa. Ofendido su amor propio con la idea de dar sus producciones a bajo precio, han preferido vincularlas en un reducido círculo de individuos. De este modo, ¿qué han conseguido? Por toda ventaja el aprecio y la consideración de unos cuantos amigos o admiradores, y más frecuentemente la envidia y las críticas de muchos enemigos; mas para el público, para el verdadero público han vivido de incógnito, o sólo le han dado a conocer sus nombres en los carteles.



En su limitada esfera lo que intentaba un hombre como Mesonero, tan conservador, era una verdadera revolución: pasar de la mentalidad guerrera y aristocrática que había dominado en España durante siglos, impregnando a todas las clases sociales, a una mentalidad mercantil y burguesa. De ahí las dificultades.

Pero había otras, de momento. Aun concediendo que las circunstancias del país -esto es, la guerra civil y la revolución política en curso- no eran las más propicias para prestar atención a lo que no tenía interés inmediato, Mesonero no se desanima y prosigue en el anuncio de su revista: «No podemos menos de convenir en que los notables acontecimientos que hoy se suceden rápidamente en nuestro país, roban la atención general, dirigiéndola hacia un punto preferente que es la política [...]; pero el interés que obliga a todos a fijar su principal atención en las grandes cuestiones gubernativas ¿será de tal modo exclusivo que no permita al pueblo otros conocimientos más modestos, si bien no menos útiles, en los tesoros de las ciencias, de la industria, de las artes, de la literatura?» «¡Desgracia de nuestro país! En unos tiempos nada de política habrá de escribirse; en otro nada como no sea política».

Después de comentar que en otros países, como Inglaterra y Francia, hay multitud de periódicos no políticos, tanto en momentos de paz como en otros de agitación, señala Mesonero que el Semanario Pintoresco va a ser un gran paso para llenar el vacío existente y que sin seguir orden metódico buscará todo lo que pueda interesar la curiosidad pública en el estudio de la naturaleza, de las bellas artes, de la literatura, de la industria, de la historia, de las costumbres antiguas y modernas, y de otras materias.

El programa esbozado en el prospecto no dejó de cumplirse y tuvo seguramente alguna de las consecuencias previstas. Escribiendo más barato se tenían más lectores, y este empeño de los industriales del libro y del periódico contribuyó a difundir más que antes la producción literaria entre el público que sabía leer. Público no muy numeroso entonces en España, ni con muchos recursos, pero al que se intentaba captar mediante pequeños volúmenes, revistas para mujeres, periódicos baratos, folletines, obras por entregas. El público se reduce casi por completo a la incipiente clase media, a la que ni le sienta bien el nombre de burguesía (que no existía en español y hubo que importar más adelante), formada principalmente por funcionarios del Gobierno, militares, abogados y otros profesionales, pequeños comerciantes e industriales. Sólo más tarde empezará a haber un lector proletario, que al principio no conoce más que el folleto y el periódico o el pliego suelto, y no directamente, puesto que en muchos casos se limitaba a escuchar lo que alguno leía para todo un grupo.

Ya se comprende que la captación del mayor número posible de lectores imponía el uso en la obra literaria de un lenguaje común, asequible a la mayoría. Mesonero, claro está, no hubiera aceptado para su publicación en el Semanario el Polifemo de Góngora, que él mismo no podría entender seguramente; ni siquiera el lenguaje elevado del poema heroico y de la tragedia clásica, o el muy docto de ciertos prosistas. No era, pues, tan sólo la teoría romántica la que trataba de legitimar el vocablo corriente; por razones comerciales, la literatura de consumo al alcance de todos se orientaba en el mismo sentido.

El Semanario Pintoresco empezó muy modestamente y con escaso contenido literario. Mesonero era hombre cauto, de los que van por sus pasos contados. Durante los dos primeros años el periódico apenas fue sino una miscelánea de cosas muy diversas, con su correspondiente grabado, imperfecto todavía.

La fauna está ampliamente representada: la jirafa, el papagayo, el león, el elefante, perros de aguas, la cebra, el lince, la tortuga, los escorpiones, el cocodrilo, el pato, la araña, etc. También se nos informa brevemente acerca de la longevidad de los árboles, el banano, las semillas de las plantas. Así como sobre fenómenos curiosos: la prodigiosa memoria de un ciego, o útiles: los inconvenientes de la obesidad. Casi todo ello, y mucho más, tomado de publicaciones análogas extranjeras.

Ciudades y países de todo el mundo, con sus monumentos, atracciones naturales y costumbres ocupan gran espacio: el carnaval de Roma, El Escorial, Nápoles, minas de Méjico, Pekín, costumbres indias, las mezquitas turcas, la Alhambra, el Louvre, maravillas de Bagdad, los Alpes, cataratas del Niágara... Las biografías de personajes antiguos y modernos, españoles y extranjeros, no son menos frecuentes: Góngora, Daoíz y Velarde, Talleyrand, Tirso de Molina, Bolívar, el cardenal Cisneros, Goethe, Murillo, Pestalozzi, Meléndez Valdés.

Sección muy importante es la de divulgación científica o técnica: mecanismo del reloj, una gota de agua en el microscopio, Watt y la máquina de vapor, el nuevo espectáculo del Diorama, el daguerrotipo. Estamos en el siglo de los inventos y del progreso, y el Semanario no oculta su entusiasmo. A propósito de la Fantasmagoría, como se llamó a una variante de la linterna mágica, se enumeran con admiración varios inventos como las máquinas de vapor, los caminos de hierro, los globos aerostáticos, el alumbrado de gas, los buques submarinos, que hubieran dejado atónitos «no ya a Carlomagno o Francisco I, sino a Luis XIV». Supongamos que alguien le dijera a éste:

Señor, antes de tres siglos un carruaje sin caballos ni otro animal de tiro y movido por el calor del agua caliente recorrerá en tres horas la distancia de veinte leguas. Ese mismo vapor, haciendo el oficio de velas, impelerá rápidamente en los mares máquinas para cuyo movimiento no han sido suficientes hasta ahora todas las fuerzas humanas [...] Un hombre se elevará por el aire ayudado de un globo de tafetán inflado por un cuerpo invisible e impalpable. Ese mismo cuerpo invisible e impalpable alumbrará todas las calles de vuestra capital14.



Mesonero, que hubo de redactar noticias e informaciones de todas clases, continuó en el Semanario Pintoresco bajo el seudónimo de El Curioso Parlante sus artículos de costumbres, y en el periódico anunció la aparición del Panorama matritense, en que los fue recopilando. Por lo demás, la parte literaria se redujo al principio casi totalmente a la crónica teatral redactada por José de la Revilla, a los artículos históricos y de costumbres de Roca de Togores y a las abundantes y mediocres poesías de Romero Larrañaga. En los primeros números colaboró Eugenio de Ochoa con dos breves narraciones, antes de trasladarse a París.

En 1838 el Semanario contaba ya con otros colaboradores: José Somoza, Salas y Quiroga, los dos en prosa y verso; Francisco González Elipe, Fernando Corradi, Antonio María Segovia, Juan Antonio Sazatornil, Gil y Zárate, Salvador Bermúdez de Castro y Enrique Gil, ambos con poesías y crítica literaria; Zorrilla, Rodríguez Rubí. A los que siguieron el doctor Mateo Seoane (higiene y ciencias naturales), Ramón de la Sagra (educación), Fernando Merás (economía), y con alguna poesía, García y Tassara y el actor Julián Romea. En 1840 nos encontramos entre los firmantes de composiciones poéticas con algún nombre nuevo, como el de Carolina Coronado. Al año siguiente aparecen, entre otros, Vicente de la Fuente, José María Andueza, Navarro Villoslada, Hartzenbusch, Amador de los Ríos, Antonio Flores, Martínez Villergas, Eusebio Asquerino. Los más de ellos contribuyen con artículos históricos, narraciones, poesías o crítica literaria. Unos cuantos -Segovia, Clemente Díaz, Andueza, Vicente de la Fuente, Rodríguez Rubí- cultivan el género costumbrista.

Muchos fueron, como vemos, los que escribieron para el Semanario Pintoresco. Hasta escritores ya desaparecidos de quienes se saca a la luz algo inédito, Sánchez Barbero, por ejemplo, o que no residían en España, como José Joaquín de Mora y Juan María Maury. Pero hay algunas ausencias que llaman la atención, la más conspicua de todas entre los jóvenes, la de Espronceda.

La nómina de dibujantes y grabadores comprende, entre otros, a Genaro y Juan Pérez Villamil, Valentín Carderera, José Alenza, José Elbo, Calixto Ortega, Vicente Castelló.

En la crítica literaria la tónica general del Semanario Pintoresco es decididamente antirromántica, no obstante las poesías que aparecieron en sus páginas y los artículos de algunos críticos como Enrique Gil. La pieza más conocida, «El romanticismo y los románticos», cuyo autor es Mesonero Romanos, contiene una breve parodia de drama romántico titulada ¡Ella y él!, con una pareja de jóvenes amantes entregados a los delirios de la nueva escuela poética y a un amor que sólo podría terminar con el suicidio, pero que acaba del modo más saludable, ingresando él en el Ejército y casándose ella con un honrado mercader.

Hasta en esta ocasión asoma el nacionalismo literario; en semejante caricatura, destinada a ridiculizar al romanticismo, se habla de su origen español (Calderón y el teatro antiguo) para dignificarlo en cierto modo y achacar su corrupción (romanticismo exagerado) a Victor Hugo y sus imitadores. Todo lo cual lo despacha Mesonero en un santiamén, haciendo que Victor, el hijo del general Hugo, sacara al romanticismo del Colegio de Nobles de Madrid, donde estudió de niño (no dice que menos de un año, entre sus nueve y diez de edad), para extenderlo luego por todas partes y devolverlo corrompido a España.

Mesonero hizo lo posible para que no se tomara muy en serio el cuadro anterior, que él mismo leyó en el Liceo y divirtió a sus socios, pertenecientes en su mayoría a la comunión romántica. Más tarde añadió al artículo una coletilla para quedar bien con todo el mundo, elogiando los dramas románticos de algunos contemporáneos. Mas ni el oportunismo ni la urbanidad podían ocultar la profunda aversión que sintió por aquella nueva literatura en cualquiera de sus manifestaciones, tanto en el teatro como en la poesía y la novela. Sus artículos y referencias a la novela, en particular la de Victor Hugo, Balzac y George Sand, sin excluir a los imitadores españoles de Walter Scott, muestran su desconcierto y su repulsa no sólo por motivos literarios, sino principalmente morales. Le molestaba el barullo de la obra romántica, el estilo desigual, la exageración expresiva, y sobre todo su visión pesimista del mundo, que no dudaba en exponer los aspectos más bajos e innobles de la especie humana. Literatura, pues, subversiva, que ponía en peligro los cimientos religiosos y morales de la sociedad. De la sociedad española, se entiende, tan apegada a formas de vida tradicionales. En un artículo sobre la novela firmado con todas sus iniciales, Mesonero diferencia tres clases, la fantástica, la de costumbres y la histórica. Tras Walter Scott, la que hoy priva -dice- es la novela de costumbres, pero con funestos resultados por haberse servido de ella ingenios nada vulgares de un país vecino (Hugo, Dumas, Balzac, Sand, Soulié) para «derribar las opiniones recibidas hasta aquí como dogmas de moral, indispensables a toda sociedad bien ordenada»15.

La mejor réplica a estos y otros ataques contra Victor Hugo, la novela y el romanticismo, en nombre de la moral y la tradición, la dio el escritor mallorquín José María Quadrado, ortodoxo y tradicionalista como el que más, pero dotado de inteligencia y sensibilidad que no tenían Mesonero ni sus corifeos. Quadrado, en su artículo «Victor Hugo y su escuela literaria»16, aspira a ser justo con un autor que ayer fue un ídolo y hoy se ve denigrado. Para ello no necesita preguntarse por la misión que cumple o el edificio moral que levanta; su criterio es estético.

Cuando terminado el drama o la novela ha agitado deliciosamente el corazón en encontrados sentimientos y ha dejado indeleble sello en la imaginación, para nosotros su misión está ya cumplida, y su edificio levantado.



Respecto a la acusación de inmoralidad lanzada contra Victor Hugo, Quadrado piensa que la inmoralidad puede estar en la esencia de una obra, cuando el crimen se ve en ella patrocinado y defendido; o bien en sus formas accidentalmente, cuando se pinta el vicio mismo que no se recomienda o tal vez se reprende con colores harto vivaces y halagüeños a la humana debilidad. De la primera culpa encontramos inocente a Victor Hugo; de la segunda apenas encontramos quien esté exento.

A continuación pasa Quadrado a examinar Nuestra Señora de París, la más célebre hasta entonces de las obras de Victor Hugo. He aquí algunas de sus observaciones:

Libro singular en que un edificio es realmente el protagonista; y que semejante a este edificio, cuyo nombre toma y cuyas gigantescas formas anima, se presenta imponente y sencillo en su conjunto y prolijo y variado en sus adornos; obra menos del arte que del capricho, en que todos los géneros se confunden; mole aérea y sombría que pesa sobre el alma y a un tiempo la sublima, en cuyos cuadros y relieves enigmas terribles se adivinan, cuyas figuras y personajes, deformes en su mayor parte y mutilados, como las estatuas de aquel templo, no repugnan a la vista en su deformidad sino que la atraen y fascinan con encanto misterioso.



Prestando atención a otra obra,

¿Quién olvidará [dice] El último día de un reo a muerte, monólogo admirable de un hombre solo y de una sola idea, en el que se ven los síntomas de la agonía del alma con más certidumbre que los ve el médico en el rostro del moribundo; páginas terribles por las cuales una y otra vez giran los ojos, como la mariposa alrededor del fuego, por más que sepan que han de dejar en el corazón largo peso de dolor y de amargura? Gran fondo de sensibilidad y compasión hacia la humanidad doliente, largas vigilias pasadas en la consideración de sus miserias, arguye en su escritor esta obra a la cual no dudáramos atribuir grandes efectos morales, sí fuésemos fáciles en concederlos a las obras de imaginación.



Nada dice Quadrado de Victor Hugo como poeta lírico por no haber llegado a sus manos las Orientales. Como autor dramático cree que merece menos alabanzas que por sus narraciones, pero tampoco es justo acusarle de irreligioso, pues si no brilla la religión como alma de sus invenciones, tampoco corre en ellas el riesgo de verse ofendida o profanada; ni de antimonárquico porque aparezcan algunos príncipes manchados de sangre o encenagados en vergonzosos placeres. Shakespeare ya había concebido su Ricardo III, y desde la infancia del teatro el papel de tirano llegó a hacerse proverbial. Por otra parte,

¿quién acusará a Victor Hugo de haber hecho de nuestro Carlos I un mozo atolondrado en los primeros actos de Hernani y de Francisco I un seductor en El rey se divierte, que vea y aplauda a los reyes de Calderón y de Lope de Vega ir escalando de noche los balcones y penetrar aun en las alcobas nupciales?



Lo que quisiera Quadrado es que se juzgase a Victor Hugo con el mismo respeto e imparcialidad que a otros grandes escritores, como Byron y Goethe, y considera que

cuando llegue a la posteridad (porque llegará sin duda) el nombre de Victor Hugo, se dudará que en cinco años haya sido sucesivamente reputado como Mesías regenerador del mundo y de la poesía y como Anticristo de la literatura; se burlarán de tan ridícula apoteosis y de declamación tan furibunda, y no se comprenderá esta especie de maniqueísmo literario del día.



Si con la reacción actual -piensa, por último, Quadrado- se descubriera un bien, sí con ella la literatura española se sustrajese a influjos tiránicos y fuese de una vez espontánea, y, enmudeciendo el coro de los imitadores, los jóvenes pudiesen seguir los vuelos de su propio genio, habría razón para aprobarla.

Pero en los elogios desmesurados que a nuestros cómicos antiguos y a Calderón en especial se prodigan, y en las formas y asuntos prestados de sus obras que nuevamente prevalecen, se descubre la pretensión de sustituir a la llamada escuela de Victor Hugo otra escuela, que no por española es menos ajena de nuestras costumbres y pasiones, ni circunscribe menos el círculo abierto de la imaginación.



Así salía José María de Quadrado al paso de quienes, rechazando un teatro extranjero por ajeno a las costumbres españolas, proponían como único modelo otro, que aunque escrito en la lengua del país, nadie podría decir que representara más fielmente las costumbres de la sociedad española contemporánea.

La crítica literaria, cada vez más abundante en el Semanario Pintoresco, no siempre fue de la mejor calidad. Al lado de las inteligentes observaciones de un Enrique Gil sobre la poesía de Rivas o de Espronceda, tenemos los mediocres artículos de Salvador Bermúdez de Castro o las insensatas consideraciones de Ramón de Navarrete. En el desigual panorama crítico hay un aspecto, sin embargo, que conviene señalar. Mesonero no duda un momento en incluir en su revista, como acabamos de ver, artículos cuyas opiniones literarias se oponen totalmente a las suyas. El Semanario no fue órgano de una tendencia o grupo; atento a sus intereses económicos y literarios, fue una revista de todos y para todos.

Una parte de las poesías publicadas, también de valor muy desigual, fueron recogidas después por sus autores en forma de libro, o se sacaron de libros recientes, como en el caso de Zorrilla y de José Joaquín de Mora, de quien se reimprimen varias de sus Leyendas españolas, acabadas de aparecer. Extraño parece, por otra parte, que no se reproduzca una sola poesía de autores españoles antiguos, no obstante figurar en estas páginas las biografías de varios de ellos. A lo sumo se llega al siglo XVIII, a Nicolás Fernández de Moratín, pero de ahí no se pasa. Cierto que tampoco suelen aparecer en otros periódicos literarios, quizá por considerarlas fuera de lugar en tales publicaciones destinadas a las novedades, o por creerlas conocidas del público a través de reediciones de autores antiguos. Ocurre, sin embargo, que estas reediciones son muy escasas, y se tiene la impresión de que el lector de esta época no pasó mucho de las antologías en su conocimiento de la poesía antigua. En todo caso es rasgo distintivo del período romántico, que tanto proclamó la excelencia de la poesía dramática española, su olvido de la poesía lírica, o su ignorancia.

El Semanario Pintoresco de esta época apenas contiene traducciones poéticas. Sólo hay una importante, la que hizo en verso H. V. (que no quiso declarar su nombre) de Parisina, de Byron, en 1841.

También es de notar que por estos mismos años haga su aparición, juntamente con la poesía de las lenguas literarias regionales, la vulgar y dialectal. Hay versos en andaluz a cargo de Rodríguez Rubí y hasta José María Andueza presenta una composición en andaluz malagueño. Lo cual tiene que ver con el pintoresquismo costumbrista, mas no con el renacimiento de las lenguas vernáculas en el siglo XIX, provocado precisamente por el romanticismo.

Otros artículos en la parte literaria de la revista tienen interés más que nada por su valor informativo, como la historia del teatro español de Mesonero, que incluye el de su tiempo. Los hay igualmente valiosos en la parte histórica y arqueológica, en biografías y descripciones de antiguos monumentos, firmadas por Valentín Carderera, Casas-Deza y Amador de los Ríos.

Informaciones sobre los debates del Ateneo, las sesiones del Liceo, la situación teatral, obras recién publicadas, son frecuentes; el Semanario Pintoresco Español es el gran repertorio de que hay que echar mano para formarse idea de la vida intelectual y artística de Madrid en esta época. Hasta en detalles al parecer nimios, Mesonero no desaprovechaba ocasión para fomentar la afición a las letras y al libro. Con motivo de las Navidades, más de una vez lamenta que los editores españoles no hubieran introducido la costumbre seguida en otros países de regalar libritos como los Forget me not y Keepsakes ingleses o los Albums franceses.

Entre nosotros no han tenido aún entrada estos obsequios intelectuales, y materializando más la costumbre de los aguinaldos, nos hemos limitado a los obsequios manducables de Nochebuena.






«No me Olvides»

De mayo de 1837 a febrero de 1838 salió en Madrid una pequeña revista semanal, titulada No me Olvides, cuyos números constaban de un pliego de ocho páginas en cuarto, y cuyo precio de suscripción no pasaba de cuatro reales al mes. Publicación, pues, muy modesta, que en modo alguno podía compararse por su presentación con El Artista, impreso en excelente papel con bellas litografías, y cuyo precio era de cuatro reales por número. Sin embargo, del No me Olvides no puede prescindirse en la historia del romanticismo español.

Su fundador y director fue Jacinto de Salas y Quiroga (La Coruña, 1813 - Madrid, 1849). Hijo de magistrado, cursó también Leyes. Se educó en su ciudad natal, en Madrid y en un colegio de Burdeos. Muy joven pasó a América del Sur y en Lima obtuvo algunos premios poéticos. En 1832 regresó a Europa y dos años después publicaba en Madrid un volumen de poesías. A su colaboración en El Artista hay que añadir posteriormente la de otros periódicos literarios, como el Semanario Pintoresco Español. Además del No me Olvides fundó la Revista del Progreso. En 1842 sustituyó a Espronceda en su puesto diplomático en Holanda. Un año antes de morir, completamente olvidado, publicó la novela El Dios del siglo17.

Sus Poesías, que aparecieron a principios de 1834, llevan esta dedicatoria, bien demostrativa del optimismo que despertó en él, como en tantos otros, la desaparición del régimen absolutista: «Al pueblo español en la época de su regeneración política y literaria». Y a la dedicatoria sigue una breve introducción en la que Salas expone sus ideas literarias, que ya no podían ser las del clasicismo después del efecto que todavía muy joven le produjo el descubrimiento de la nueva literatura inglesa y francesa.

Tenía yo apenas diez y ocho años, y acababa de salir de un colegio de Francia; mi imaginación estaba exaltada, pero con esa exaltación que puede dar la lectura de Boileau, compasada, fría, monótona. Cayó en mis manos Childe Harold, las demás obras de Lord Byron, las Meditaciones de Lamartine y las Orientales de Victor Hugo, y un nuevo mundo se ofreció a mi vista.



Para Salas, el fundamento del genio poético es la libertad; por eso quisiera que el poeta no caminase siempre por el sendero que han trazado sus mayores.

En la poesía de Salas, triste y melancólica, que gira casi siempre en torno al amor y la soledad, es visible la huella de los tres poetas románticos mencionados en la introducción, sobre todo la de Victor Hugo, a quien tradujo con frecuencia, y a quien dirige una poesía escrita en francés.

Como el propio Salas, varios colaboradores del No me Olvides habían escrito antes para El Artista: Eugenio de Ochoa, Pedro de Madrazo, Pastor Díaz, Jerónimo Morán, Zorrilla. A veces la poesía o el cuento que ahora publicaban en un semanario había ya aparecido en el otro.

Pedro de Madrazo, hermano del pintor Federico, futuro consejero de Estado, académico de la Historia, de Bellas Artes y de la Lengua, resulta ser uno de los colaboradores más románticos. Así al menos lo muestra en «Una impresión supersticiosa», narración o más bien reflexiones inspiradas por una estampa veneciana, con las que trata de interpretar la superstición por su raíz humana y su relación con la naturaleza. Todo en el universo, según Madrazo, se dirige al hombre con un lenguaje inefable. «¿Qué cosa más natural y sencilla que imaginar que este esfuerzo de la naturaleza para penetrar en el hombre va acompañado de una significación misteriosa?» La razón no puede explicar lo que pertenece esencialmente a la poesía. «El destino escrito en los astros, los presentimientos, los sueños, los presagios, esas sombras del porvenir que nos cercan, a veces no menos terroríficas que las sombras de lo pasado, pertenecen a todos los países, a todos los tiempos, a todas las creencias». Dondequiera que la naturaleza interviene todo parece cobrar nueva vida; de ahí el valor que tienen las ruinas.

Todo lo que no está civilizado, todo cuanto existe libre del artificioso dominio del hombre, habla a su corazón. Sólo las cosas que él ha adulterado para su uso son mudas: porque están muertas. Pero esas mismas cosas se reaniman, vuelven a tomar una vida mística, cuando el tiempo desgasta y destruye su utilidad. La destrucción, pasando sobre ellas, las vuelve a su relación con la naturaleza... Por eso los edificios modernos son monumentos mudos; por eso las ruinas tienen voz.



De los demás colaboradores del No me Olvides varios, como Manuel de Assas, Pedro Luis Gallego, Sebastián López Cristóbal, apenas se sobrevivieron literariamente, ni aportaron nada notable al periódico. La contribución de otros fue muy escasa; a una sola poesía se reduce la de El Solitario, Enrique Gil y Ferrer del Río; a dos la de Hartzenbusch; a un artículo cada uno Donoso Cortés y José Somoza, el primero histórico-político, el segundo de costumbres.

Más asiduos fueron Miguel de los Santos Álvarez, Campoamor, Fernando de la Vera y José Joaquín de Mora; aunque éste, todavía emigrado por tierras americanas, colaboró seguramente sin saberlo. Salas, amigo suyo, pudo tomar las cuatro poesías que aparecen en su revista de la edición de Cádiz de 1836, y sus dos artículos de los escritos jurídicos que publicó en Chile.

Miguel de los Santos Álvarez figura con un cuento, Los jóvenes son locos, tan atrabiliario como otras narraciones suyas, y con cuatro composiciones poéticas, una de las cuales, «Pobres niños», recogió Valera en su conocida Florilegio de poesías españolas del siglo XIX.

De Campoamor dijo Cabañas que «disiente un tanto del tono general de la revista» por dogmatizar ya contra los jóvenes como un viejo sesudo, no obstante sus veinte años de edad18. Y también, añadiría yo, por apartarse del tono romántico predominante en el semanario, tanto en las cinco poesías que allí aparecen como en el artículo «Acerca del estado actual de nuestra poesía», en donde trata de precisar a su modo el concepto del romanticismo.

Aunque impugno aquí el romanticismo, no se crea que impugno el romanticismo verdaderamente tal, sino ese romanticismo degradado cuyo fondo consiste en presentar a la especie humana sus más sangrientas escenas, sueños horrorosos, crímenes atroces, exageraciones, delirios y cuanto el hombre puede imaginar de más bárbaro y antisocial; esto no es romanticismo, y el que lo cree está en un error; el romanticismo verdadero tiende a conmover las pasiones del hombre para hacerle virtuoso; el romanticismo falso que usurpó este nombre, y es el que he expuesto anteriormente, sólo tiende a pervertir la sociedad.



Ya tenemos aquí los dos romanticismos, el bueno y el malo, el moral y el subversivo, que tanto dieron que hablar en la España literaria de entonces, para llegar a la conclusión de que los únicos románticos verdaderos fueron los antiguos escritores españoles. Como vemos, Campoamor ya aparece alistado desde su juventud en el bando de los antirrománticos.

Pero hay otro colaborador, Fernando de la Vera e Isla, que en número anterior del No me Olvides expresa ideas opuestas a las de Campoamor. Su artículo «Moralidad del romanticismo» empieza diciendo: «Error es, tan grave como común, atribuir al romanticismo la desmoralización que, de día en día, se va apoderando de la sociedad». Otras son las causas, cuyo examen pertenece más bien a la filosofía que a la literatura.

En el siglo pasado la sociedad experimentó rudos y repetidos vaivenes, se estremeció sobre sus cimientos, y por último fue desplomándose pedazo a pedazo, hasta que no quedó de ella más reliquia que el polvo de hoy y los recuerdos de ayer; en el siglo presente fue necesario reconstruirla, y para tamaña empresa el genio que debía llevarla a cabo sólo encontró escombros y sangre.

Aquellos hombres que no ven más castigo digno de un crimen que la muerte, no han probado jamás ni son capaces de concebir los tormentos que despedazan diariamente un alma, que consumen las agonías de una vida abrasada por las pasiones, cuyos recuerdos son remordimientos de hiel, cuya existencia es un purgatorio y cuyo porvenir es un infierno. Pero las almas sensibles y generosas que ven un castigo mil veces más atroz que la muerte en la maldición de un hijo, en haber sido el instrumento de su muerte sin poder legarle ni un beso, ni un recuerdo, no envidiarán jamás la suerte de una Margarita de Borgoña, de una Lucrecia Borja, aunque ambas fueran reinas y poderosas, antes bien las detestarán, y he aquí los efectos morales del romanticismo.



El llamado romanticismo inmoral y subversivo, con todos sus horrores, produce, pues, según se desprende del artículo de Vera, un efecto de compasión y repulsión, en todo caso saludable y moral, ante el dolor y el crimen, semejante al de la antigua tragedia, no menos terrible y sangrienta que el drama romántico.

Con todo, el más ferviente apologista del romanticismo, entendido a su manera, es, como podía esperarse, Salas y Quiroga; pero la defensa de la nueva literatura va unida en él significativamente a la defensa de la juventud.

He aquí llegado el día en que, indignados de las atroces calumnias con que seres vulgares cubren el nombre de los jóvenes del siglo, infaman la virtud más pura, insultan la más santa de las causas, nos presentamos nosotros con osadía a plantar el pendón sagrado que reúne a los entusiastas defensores de la juventud ofendida, de la juventud calumniada, de la juventud cuyo corazón contesta con sus virtudes y generosidad a la detracción y la impostura19.



La tónica juvenil era la propia del romanticismo, como lo fue de todos los movimientos innovadores, políticos y literarios, a partir de la Revolución francesa. Desde la Revolución, decía el escritor francés Jouy, se ha perdido el respeto al viejo; y ya hemos visto a Ochoa en El Artista identificar al clasicismo con los viejos y al romanticismo con los jóvenes. Con la excepción de Trueba, Florán y Cecilia Boehl, colaboradores poco asiduos, algo mayores que los otros, los demás, al empezar a publicarse El Artista, el 1.º de enero de 1835, tenían esta edad: Masarnau y Usoz, veintinueve años; Ventura de la Vega y Escosura, veintisiete; Espronceda, veintiséis; Pastor Díaz, veintitrés; Roca de Togores y el conde de Campo Alange, veintidós; Salas y Quiroga, veintiuno; Salvador Bermúdez de Castro, veinte; Ochoa y Federico de Madrazo, los directores de la publicación, diecinueve. Y aún quedaba Pedro de Madrazo con dieciocho, y Zorrilla, Morán y García Tassara con diecisiete20.

No obstante las apariencias, a muchos de ellos no se les hubiera podido acusar de jóvenes frívolos. Al menos su concepto de la literatura no podía ser más serio, según dice, con su habitual retórica, Salas en el artículo citado.

Era mengua de los siglos, escarnio de las generaciones, el ver que la literatura de todas las edades era sólo un juguete, un pasatiempo, el placer de un instante, cuya huella se borraba entre los hombres cual se borra en el cielo la huella de la luna21.



La razón es que si vemos al mundo presa de la maldad, si vemos llover sobre nosotros infortunios y dolor, y nuestra alma se deseca en medio de la corrupción, no bastará «a las almas sensibles y fogosas de la juventud del día» proporcionar recreo. «Hay una necesidad más grande, más sublime para todo ser dotado de un alma generosa: consolar al desgraciado, llevar la vida al corazón abatido». Poesía, por consiguiente, de consuelo y amor. Es lo que decía por estas mismas fechas Pastor Díaz de la poesía de Zorrilla, siguiendo probablemente conceptos de Lamartine.

Se comprende que Salas se opusiera al satanismo romántico. En el examen del drama de Gil y Zárate Carlos II el Hechizado, escribe en su revista:

Hombres insignes llamaron a la poesía recreo de la imaginación, y sólo en nuestros tiempos de filosofía y observación se ha descubierto que la misión del poeta es más noble, más augusta. En los escandalosos tiempos que alcanzamos, cuando los lazos sociales se van de día en día aflojando más, cuando la tendencia del siglo nos arrastra a la anarquía del pensamiento, anarquía que precede siempre a la ruina de los imperios, cuando el germen de la incredulidad y el escepticismo está haciendo estragos, es preciso que el escritor público se revista de toda su dignidad para oponerse al torrente que lo va todo arrasando y que lejos de adular las pasiones populares se alce tremendo como sacerdote de paz que es a predicar una religión de fraternidad22.



Carlos II el Hechizado le parece a Salas un drama admirable, muy propio del romanticismo del siglo, pero un mal ejemplo por pertenecer «a esa escuela satánica que, según nuestro pobre criterio, debe ser abandonada totalmente».

Salas y Quiroga no coincide, sin embargo, con los clasicistas que acusaban también de inmoral al romanticismo y le negaban toda excelencia. La misión de la poesía romántica, según Salas, era predicar una religión de amor y fraternidad. Hasta el final de su corta vida se opuso a todo lo que en la sociedad de su tiempo iba contra el idealismo consolador que consideraba propio del romanticismo. En su última obra combatirá el afán de lucro, el dinero, por haberse convertido en el verdadero Dios del siglo, según el título de su novela.

A Salas y Quiroga le correspondió, naturalmente, el mayor esfuerzo como redactor del No me Olvides. Noticias, comentarios, artículos, poesías, cuentos, reseñas de libros y obras teatrales. A su contribución poética, que no es la que más favorablemente le distingue, hay que añadir algunas traducciones de Victor Hugo, «este poeta que el vulgo estúpido cree insultar llamándole romántico», por quien Salas sintió entusiasta admiración. Además de traducirle, Salas dedicó un artículo en su revista a la aparición en París de Les voix intérieures.




«El Iris»

Dirigido y editado por Francisco de P. Mellado, y redactado principalmente por Salvador Bermúdez de Castro, el semanario El Iris se publicó de febrero a noviembre de 1841.

En el primer número es donde Espronceda publicó «El ángel, y el poeta», fragmento inédito del Diablo mundo, y una parte de la poesía «A la traslación de las cenizas de Napoleón». Con la de Espronceda hay colaboraciones de otros románticos amigos suyos. De Ros de Olano «El ánima de mi madre», cuento fantástico. De Miguel de los Santos Álvarez una narración, «Agonías de la Corte», de estilo tan personal como todas las suyas. De Eugenio de Ochoa, varias poesías y un fragmento de sus Memorias. Hay también poesía de Pedro de Madrazo, Enrique Gil, Patricio de la Escosura, García y Tassara, Campoamor, Romero Larrañaga, Juan de la Pezuela y Eusebio Asquerino; y «Dos visitas al Príncipe de la Paz», de Alcalá Galiano, que no incluyó en sus recuerdos posteriores. Con los mencionados hay otros colaboradores en prosa o verso menos conocidos: Francisco Cea, Bernardino Núñez de Arenas, Francisco Orgaz, Juan Manuel Azara, Francisco González Elipe, Ramón de Satorres, Fulgencio Benítez.

El tono romántico que predomina en la revista se acusa más con una traducción del alemán verdaderamente única en la época, la de una narración de Jean Paul Richter, precedida por unas observaciones del traductor, Félix Espínola, el cual dice, entre otras cosas:

El género fantástico, racional, no el género postizo que han pretendido aclimatar los franceses en Europa, sino el profundo juicio de los escritores alemanes, consiste en dar campo, en hacer sensibles estas vicisitudes de la vida del alma, cuando el sueño, el magnetismo o cualquiera exaltación nerviosa rompen por un momento esta incomprensible cadena que une a la materia con el espíritu en lazo estrecho y pasajero23.



Fuera del relato de Jean Paul, no hay más traducción que la de «A Judea, melodía hebrea», de lord Byron, hecha en verso por Pedro de Madrazo, autor de una «Balada alemana», no sabemos si traducida o imitada.

Con todo esto, la crítica literaria, que corrió casi exclusivamente a cargo de Lúculo, seudónimo quizá de Bermúdez de Castro, es adversa al romanticismo. O, mejor dicho, al romanticismo de los dramaturgos franceses contemporáneos, a pesar de que la moda del drama de Victor Hugo y Dumas, a la que todos se plegaron pocos años antes, había pasado. Pero aún seguían traduciéndose obras francesas que los teatros de Madrid consumían tan vertiginosamente en un par de noches como las piezas nacionales. La predicación constante de Lúculo para que los dramaturgos españoles abandonasen definitivamente a los franceses y volvieran los ojos a los maestros del siglo XVII era ya general, como indicaba José María Quadrado en el artículo del Semanario Pintoresco que se mencionó anteriormente. Aunque ahora Lúculo hubo de enfrentarse con una réplica de Hartzenbusch. La cuestión venía a plantearse otra vez, como en los tiempos de la polémica calderoniana de Boehl y Mora, partiendo igualmente del supuesto, que la realidad desmentía a diario, de que el público, en contraste con los escritores, se sentía atraído por los antiguos dramas españoles. La misma manera de decirlo que tuvo Lúculo parece, sin embargo, demostrar lo contrario. «Cuando vemos desenterrar una comedia de nuestro antiguo teatro no podemos menos de agradecer tal esfuerzo a la empresa que lo ejecuta. Es una opinión tan vulgar y tan irreflexivamente admitida que las obras de los grandes ingenios del siglo XVII no pueden presentarse con aceptación en la moderna escena, que hay cierto valor en chocar contra un sentimiento general. Sin embargo, dos veces hemos visto este ensayo y dos veces ha sido favorable en nuestro entender. El Príncipe dio hace algún tiempo la comedia de Calderón intitulada A secreto agravio, secreta venganza, y el teatro se llenó y el público entendió y aplaudió». Y ahora ha venido a ocurrir lo mismo con una comedia de Moreto.

Pues bien, la obra de Calderón no es que se acabara de llevar a escena formando parte de repertorio alguno; la sola vez que se representó dos meses antes fue con motivo de un acto muy solemne celebrado en Madrid y descrito en estas mismas páginas de El Iris: la «exhumación y traslación de los restos mortales del célebre don Pedro Calderón de la Barca» desde la iglesia del Salvador, que iba a ser demolida, al cementerio extramuros de la puerta de Atocha. El traslado se efectuó el 18 de abril de 1841, con asistencia de las autoridades civiles, eclesiásticas y militares y banda de música; y tras la misa de Réquiem en las Calatravas por el obispo de Córdoba, presentes el duque de la Victoria, el ayuntamiento y la diputación, la conducción de los restos fue acompañada por un piquete de caballería de la milicia nacional, los pobres del Asilo de San Bernardino, los niños del Colegio de San Ildefonso con su rector, y música del regimiento de Coraceros. El carro fúnebre iba tirado por cuatro caballos; la urna estaba coronada por un atributo alegórico representando la antorcha, el clarín y la lira con las cuerdas rotas entrelazadas con una corona de laurel. A uno de los lados una inscripción tan desdichada y ridícula que da grima reproducirla:


Si los restos de ingenios venerados
entre ruinas sumió el oscurantismo,
hoy salva a Calderón el patriotismo.



Hubo responso en la capilla por el arzobispo electo de Valencia, acta notarial y composiciones poéticas de Julián Romea, Bretón, Pedro de Madrazo, Juan Nicasio Gallego, Rodríguez Rubí, Ventura de la Vega. Aquella noche es cuando en el teatro del Príncipe se representó A secreto agravio, secreta venganza, y una Apoteosis de Calderón por Zorrilla. También en el Liceo se dio Casa con dos puertas mala es de guardar. Tantae molis erat... Todo esto hizo falta para llevar a la escena una obra de Calderón, y olvidarla después, como a otras, durante meses y aun años24.

En la crítica de obras recientes Lúculo no parece más consecuente en sus ideas que acertado en sus juicios. Las Poesías de Gregorio Romero y Larrañaga son, a su modo de ver, ejemplo de una evolución digna de alabanza.

Entró el poeta en la senda exagerada del romanticismo francés [...], pero a medida que su talento se fortificaba, íbase purificando el gusto del naciente escritor, y al empaparse en la lectura de nuestros antiguos autores, adquiría insensiblemente la gala de la elocución, la riqueza de las imágenes, la pureza y la transparencia del estilo.



Por motivos parecidos le parecen de gran interés los Cantos del trovador de Zorrilla. El autor ha sabido explotar la riqueza legendaria de España y «ha bebido en fuentes puras y sanas, en los grandes modelos que nos ha dejado el siglo XVII». En cambio, no es tan grande la estimación que siente por los Romances históricos de Rivas, a pesar de haberse inspirado en fuentes españolas antiguas tan puras y sanas como las de Larrañaga y Zorrilla.




«El Pensamiento»

De mayo a octubre de 1841 se publicó este «periódico de literatura y artes», dirigido por Miguel de los Santos Álvarez. Entre sus colaboradores se contaron Espronceda, Ros de Olano, Enrique Gil, García y Tassara y Estébanez Calderón.

De Santos Álvarez tenemos versos (una canción amorosa, un soneto), dos breves narraciones («Agonías de la Corte», que dio también en El Iris; «Dolores del corazón») y reseñas teatrales, además de la extensa presentación que hace de la revista. Presentación que basta por sí sola para dar una idea, no siempre favorable, del desenfado humorístico que campea en la mayor parte de sus obras. «Después de todo lo dicho y antes de lo que está por decir, bueno será que los lectores de El Pensamiento se den por saludados y que comenzando por las lectoras diga yo aquí algo de alguna cosa». Pero no dice cosa alguna que tenga sentido, y menos sobre la orientación del periódico a su cargo.

Si en El Artista encontramos alguna de las primeras poesías que dieron nombre a Espronceda, en El Pensamiento aparece, junto a una breve e insignificante composición de 1832, un fragmento de su última obra, El diablo mundo. Versos que avaloran las páginas del periódico más que su prosa, aunque ésta no sea desdeñable. Tal el recuerdo romantizado de su viaje juvenil «De Gibraltar a Lisboa», y el artículo titulado «Política general».

Antonio Ros de Olano es autor de varias poesías y de narraciones cortas. Alguna de éstas, como «El escribano Martín Peláez, su parienta y el mozo Caínez», que califica de cuento fantástico, o el «Lance fantástico y satisfacción sofística», ofrece ya cierta semejanza con su tardía novela El doctor Lañuela. Otras veces nos enfrentamos con una visión grotesca de la realidad. En las «Escenas de la guerra de Navarra», al describir la cena de la soldadesca Cristina en un campamento, Ros de Olano se aparta del realismo costumbrista. Podría pensarse en Quevedo, pero sus modelos, más que literarios son pictóricos.

Aquello era un gran cuadro, no para Vernet, que es amanerado y metódico en su fingido desorden, sino para un pintor flamenco con sus tintas chocantes, sus términos vislumbrados que se huyen, su naturalidad grotesca.



Enrique Gil, colaborador asiduo, apenas contribuye como poeta. En sus artículos se ocupa del pensamiento de Luis Vives, de libros históricos, como la colección de Viajes publicada por Navarrete, la historia de las Comunidades de Maldonado, los trabajos de la Sociedad de Anticuarios del Norte de Copenhague, o mezcla la descripción con la historia en «Una visita a El Escorial». Artículos que si revelan la curiosidad intelectual del autor, también nos hacen ver que no se limitaba a exponer ideas ajenas. Así en el caso de Luis Vives, cuyas opiniones en De Institutione Feminae Christianae sobre el amor y la mujer le asombran por su desconocimiento de la naturaleza humana y de la perfectibilidad de la especie. ¿Cómo calificar de bastarda la pasión de Dante y Beatriz, de Romeo y Julieta? «¿De innoble tachaba el sentimiento que durante las tinieblas de la Edad Media esclareció la historia con las proezas de la caballería?», dice el romántico autor de El señor de Bembibre, novela histórica de asunto medieval.

Hay poesías, en cambio, de Ildefonso Ovejas y un fragmento épico de García y Tassara, el cual, en la reseña de un libro de Romero Larrañaga, felicita al autor por haber dejado de cultivar el género caballeresco con «la inaguantable manía feudal», y haber acudido a «las fuentes verdaderas de la moderna poesía, que están en la meditación y el sentimiento». Este género -añade- es el que ha de «unir nuestra literatura con la literatura europea, que al través de las reacciones parciales de nacionalismo, propende, como la Europa, a la unidad»25. También de Tassara es otro original artículo titulado «De la influencia social de Francia en España», en que rechaza como causa de dicha influencia la instauración de la dinastía borbónica.

La crítica de teatros, ya de Miguel de los Santos Álvarez o sin firmar, es desigual. Discretas y con cierta gracia las observaciones a un drama sentimental de Ramón de Navarrete, Don Rodrigo Calderón. Más significativo es el siguiente pasaje sobre Alejandro Dumas: «Recordamos todavía la profunda impresión que los dramas de Dumas produjeron cuando empezaron a representarse en nuestros teatros». La fiebre e irritación de la juventud hallaba alimento y simpatía en sus producciones con sus caracteres extraordinarios e ideas desorganizadoras. Pero

aquella situación apasionada y violenta de los ánimos innovadores debía por necesidad pasar y efectivamente ha pasado; los ojos se apartan ya con disgusto y hastío del aparato de magnífica inmoralidad en que reposaron con tanta inocencia26.



Consideraciones éstas en cierto modo coincidentes con el comentario que acompaña a unos sonetos de Juan de Arguijo reproducidos en el periódico.

Cansados de esa literatura infernal y subterránea, de esa poesía febril y mortuoria que aqueja las imaginaciones de las turbas de malos poetas que pululan allende y aquende el Pirineo, por efecto de una natural reacción nos agrada refrescar el alma y templar el sentimiento en esa otra poesía clásica, pura y vigorosa, al par que sencilla, que nos legaron nuestros padres27.



Y esto se dice en un periódico redactado por quienes no mucho antes formaban parte de la juventud romántica. No se trataba, sin embargo, de una vuelta al clasicismo, sino «de una natural reacción», como ellos mismos indican. Cansancio del romanticismo, o, si se quiere, de una moda literaria originada principalmente por el teatro de Dumas y Victor Hugo.







 
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