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Ricardo Gullón: crítico literario

Darío Villanueva





Sean mis primeras palabras de agradecimiento al Ayuntamiento de Astorga, por su invitación a intervenir en estas jornadas dedicadas a la escuela que lleva su nombre, porque, con su iniciativa, me da la oportunidad de cumplir una deuda de profunda admiración y agradecimiento intelectual que yo tenía para con uno de los miembros de la Escuela de Astorga, Ricardo Gullón, deuda que no había podido saldar en su momento tal y como hubiese sido mi deseo, porque pocas horas después de haber llegado dificultosamente a una Borgoña sumida en la nieve de febrero recibí la noticia de que había muerto en Madrid. Muy poco antes de mi viaje había hablado con él, como siempre, de Literatura; sobre las últimas entradas que me había encargado para una obra monumental, el Diccionario de Literatura que Ricardo Gullón planeó y llevaba literalmente dentro de su cabeza, y también habíamos tratado de otros proyectos literarios: un nuevo encuentro universitario en el que él iba a pronunciar las conferencias de clausura sobre dos de sus escritores de cabecera, Galdós y Juan Ramón.

Referirse a Ricardo Gullón crítico literario es, cuando menos, reductor, por cuanto su personalidad desborda con mucho esta faceta y, aun limitándonos a ella, Ricardo Gullón, además de crítico, era un gran emprendedor. Las empresas literarias por él urdidas, planeadas, cultivadas, desarrolladas y llevadas al éxito son, realmente, importantísimas en el ámbito de nuestra cultura, y yo pienso en su labor de auténtico agitador cultural en el Santander de los años cuarenta, en torno al diario Alerta, al grupo de Altamira y en tantas y tantas iniciativas más: así lo reconocen los santanderinos, con la justicia obligada por el caso. Pienso también en instituciones editoriales, como pueda ser la colección El escritor y la crítica, que publica la editorial Taurus, un instrumento que todos los amantes de la Literatura, por no decir los estudiosos o los profesionales de su enseñanza, han utilizado alguna vez, o también en un proyecto de varios años, en el que tuve el honor de colaborar directamente con Ricardo Gullón, que fue el mantenimiento consecutivo durante ese período de un curso en la Universidad Internacional Menéndez Pelayo de Santander, en donde tuvieron tribuna los escritores y los críticos para alcanzar ese entendimiento entre ellos a veces difícil, pero, en todo caso, no del todo imposible, porque tienen un punto de partida común, que es la pasión por el arte de la palabra.

La vitalidad de Gullón, de todo punto insólita, hace doblemente incomprensible la evidencia de su desaparición. Amortiguada ahora la emoción dolorosa del momento, ha llegado ya la hora de revisar y de valorar lo que este hombre significó en los distintos campos en los que dejó su huella, y una reunión como ésta, al amparo de su ciudad natal, creo que resulta enormemente favorable para abordar esta tarea, a la que yo quiero contribuir modestamente en la parcela que se me ha encargado. Voy, pues, a intentar trazar -quizá sólo esbozar- un retrato del Gullón crítico y maestro de críticos.

Últimamente hemos recuperado el debate sobre la naturaleza, la función y el estado actual de la crítica en España. Desde finales del año 1987 vienen menudeando reuniones en donde éste es el objeto de discusión central. En Madrid tuvo lugar, en esa fecha que antes mencionaba, un primer encuentro de críticos literarios, y las encuestas, las prospecciones, incluso los debates en los medios de prensa sobre este asunto -la función de la crítica literaria- no han dejado de incrementarse desde entonces. Muchos de los que han accedido a la palestra de esta discusión son los escritores más jóvenes entre los ya conocidos, a los que, por cierto, Ricardo Gullón prestó siempre un interés incomparable al de cualquier otro crítico de su generación y de su relevancia. Esta proximidad de Ricardo Gullón a la juventud es una de las características que mejor lo define y explica ese carácter de maestro, no sólo de críticos, sino también de escritores, que resultaría muy difícil negarle.

René Wellek y Austin Warren, autores de una de las obras clásicas en los estudios literarios, la Theory of Literature, publicaron su libro en los años cuarenta, y se tradujo a una primera lengua extranjera precisamente al español en el año 1956, por deseo expreso de Dámaso Alonso, que lo hace aparecer con un prólogo entusiasta en donde dice compartir todos los supuestos de este checo -Wellek- y de este norteamericano -Austin Warren-. Los dos autores a los que me acabo de referir justifican lo armónico de su colaboración mutua en la obra gracias a dos convicciones compartidas, la de que la investigación y la crítica son compatibles, y su negativa a abrir una trinchera entre la literatura contemporánea y la literatura pretérita. Otro tanto cabe decir de Ricardo Gullón, quien además de sus aportaciones historicistas sobre el Modernismo o la invención del 98, y de sus ensayos teóricos sobre la novela lírica o sobre el espacio narrativo, llevaba la segunda convicción de Wellek y Warren hasta sus últimas consecuencias. Lejos de situar la frontera de la contemporaneidad en un momento que garantizase una prudente perspectiva cronológica, Gullón proyectaba su vitalismo característico a la creación literaria última, que para él era un caudal incesante y continuo. Conocida es la actitud de algunos críticos, que se sienten inseguros ante la literatura nueva, diferente ya de aquella en la que está asentado el canon. Por esa razón se resisten con la terquedad pétrea del “molusco que quiere calcáreamente imitar a la roca”, según reza un poema que se me ha venido a las mientes porque el maestro Gullón se comportaba, ante la marea incesante de la nueva literatura, como el bañista que allí, en los versículos aleixandrinos, se fundía y se reconocía en el abrazo de las olas. Gullón es un ejemplo arquetípico de la crítica literaria viva, de la salida a la palestra de una “crítica pública” -por decirlo en los términos del asimismo no ha mucho desaparecido Northrop Frye- realizada por los investigadores literarios, y ejemplifica también la ruptura con un prejuicio sumamente perjudicial para el funcionamiento de nuestro sistema literario, doblemente absurdo en un país cuya etapa cultural más brillante en el siglo XX se fundamentó en la apertura de los intelectuales a la colaboración en los periódicos. De esta nuestra Edad de Plata venía Gullón, y pese a su protagonismo en los acontecimientos históricos de la República y la Guerra Civil pudo continuar en España y sostener, no sin dificultades y contradicciones, el estandarte de una vitalidad cultural que hizo flamear, desde el Santander de la primera postguerra, sobre un paisaje que semejaba a veces un secarral calcinado.

Uno de esos jóvenes novelistas españoles antes aludidos, Javier Marías, publicó no ha mucho un ponderado artículo titulado “Añoranza del árbitro”, en donde lamentaba la inexistencia en España de alguien dispuesto a desempeñar la función de un Georges Steiner, de un Arbasino, de un Gore Vidal, o de un Patrick Maurés en otras latitudes. Bien sé que no es fácil, ni tan siquiera conveniente, establecer comparaciones; una literatura, un sistema literario, no es nunca homologable a otro, ni tampoco es idéntica la idea que de él nos hagamos desde fuera del mismo a la idea que se pueda tener desde su seno. Pero no recelo en afirmar que no muy distinto que el de los mencionados era el papel de Ricardo Gullón entre nosotros.

Precisamente Steiner ha querido subrayar las diferencias existentes entre el lector y el crítico, resumiéndolas en una: el distanciamiento. Resulta difícil negar la conveniencia del mismo para la práctica de lo que, según otro gran crítico hispánico, Alfonso Reyes -al que, por una asociación absolutamente personal, siempre sitúo muy cerca de Ricardo Gullón-, comienza por una impresión de lectura, sigue con un análisis fundamentado, que él llamaba exégesis, y debe conducir sin excusa hasta el juicio, la “corona de la crítica”, según el polígrafo mejicano. Sin distanciamiento mal se puede dar otra condición irrenunciable para el crítico: la independencia, independencia del mismo principio de autoridad sobre el juicio propio; de la tiranía de los métodos; de todos los dogmatismos. Independencia de los intereses ajenos a la Literatura, y que son cada vez más poderosos en esta llamada sociedad posmoderna. Pero independencia también del escritor, pues su proximidad tergiversa los términos naturales de la relación crítica en extremo harto peligroso y llega a hipotecar lo poco que de voz propia le cabe al crítico literario, dando lugar a un triste espectáculo de ventriloquismo.

En Ricardo Gullón se daban todas las condiciones positivas que vengo enumerando, y que voy a intentar desarrollar por menudo, siempre, claro está, dentro de los límites temporales que se me han concedido. Pero su apasionada vocación de lector, que no decreció incluso cuando sus condiciones físicas la dificultaban, lejos de compadecerse mal con la del crítico riguroso, la fecundaba constantemente, evitando ese riesgo de funcionarización que también amenaza a esta actividad crítica. El crítico Ricardo Gullón leía cada nuevo libro con el entusiasmo del neófito, más también con el distanciamiento que la erudición y la Teoría literaria le proporcionaba, y vertía su juicio en una prosa con entidad propia. Con su desaparición me sobreviene ahora a mí la añoranza, si no del árbitro, sí al menos del crítico necesario, excepcional y acaso irrepetible, y la añoranza, por supuesto, de una personalidad humana e intelectual inolvidable.

Una personalidad humana que ejerció sobre mí -se me permitirá este exceso personalista- un magisterio intensísimo desde el año 1973 hasta su muerte. Un magisterio iniciado, además, como algunos amores en períodos de guerra, epistolarmente. El primer contacto que yo mantuve con don Ricardo fue precisamente una carta que espontáneamente le envié después de haber leído un documento que me parece imprescindible para conocer a Ricardo Gullón crítico literario, una extensísima entrevista que le hizo en Texas Bárbara Bockus Aponte, autora posteriormente de un libro sobre la crítica de Ricardo Gullón, un texto de treinta páginas que apareció publicado en Cuadernos Hispanoamericanos a principios del año 1973. Estaba yo entonces recién licenciado, no era en absoluto una persona conocida en los ambientes literarios y académicos, pero la lectura de aquellas páginas me reveló la existencia de una personalidad con la que yo me sentí a absolutamente identificado. Podría haber suscrito todo lo que allí se decía, claro está, si hubiese tenido los conocimientos de que hacía gala el entrevistado. Pero en lo que yo podía comprender de lo que allí se decía había un acomodo exacto entre su manera de pensar la Literatura y la manera en que yo estaba empezando a intentar comprenderla y sistematizarla.

Precisamente a raíz de este congreso de Astorga he revisado la colección de cartas con Ricardo Gullón; no voy, por supuesto, a hacer uso de ellas, pero me he dado cuenta de cómo a lo largo de ese epistolario hay algo así como una dirección a distancia de mis trabajos, advirtiendo lo que de bueno don Ricardo veía en ellos, pero también avisando de lo que era perfeccionable. No me cuesta reconocer, en modo alguno, que estas apreciaciones, tan generosas por su parte, incidieron en el desarrollo posterior de mi propia trayectoria.

Hay un aspecto en el que me interesa, además, reparar, pues destaca en todas las obras críticas de Gullón: que su escritura, ágil y brillante, verdaderamente literaria, podría hacernos recordar en principio la crítica llamada “impresionista” de los grandes autores convertidos en exegetas de las creaciones de los demás si no a fundamentarse Gullón en las aportaciones más decisivas y sobresalientes de la Teoría de la Literatura, aplicada a la novela o a la poesía durante las últimas décadas, teoría de la que don Ricardo demostraba siempre ser un conocedor excepcional. Nada auténticamente importante en este terreno falta en sus completas bibliografías, pero, además, sentimos que no se trata de una información rutinaria, muerta, sino plenamente asumida por el crítico, sin que precise, sin embargo, hacer una constante referencia a ella en sus textos. Por todo, estamos ante unos estudios a la vez creativos, legibles y rigurosos, reveladores de una maestría incuestionable en quien era un excelente escritor, un agudo lector de los autores de la poesía y de la novelística en general y de la teoría correspondiente a estos géneros que entonces ya mostraba su desbordante riqueza. Destaca, no obstante, por razones perfectamente explicables, el dominio de las aportaciones anglosajonas aunque, como tendré oportunidad de comentar inmediatamente, Gullón gustaba siempre de realzar el valor de las propias aportaciones hispánicas, denunciando ese papanatismo colonialista por el cual muchas veces sucumbimos ante el encanto de aportaciones que nos vienen de la América del Norte, cuando en nuestra propia tradición esas ideas estaban ya vigentes desde mucho antes por obra de autores nuestros, autores de casa.

En una de sus cartas, Gullón me criticaba -y tenía toda la razón- que me escudase a veces en citas de otros críticos, y él, no para halagarme pero sí, supongo, para quitar hierro a su objeción, me decía que confiase más en el propio valor de mis opiniones, que no necesitaban recurrir a autoridades ajenas. Y es verdad que, en aquellas épocas -y quizás, incluso, después-, ese es un vicio que reconozco, pero no creo que hoy deba sentir el peso de aquella admonición a la hora de traer aquí dos o tres citas de don Ricardo, porque me parece que es una manera de que su voz esté presente entre nosotros desde, claro está, sus escritos críticos, a los que fundamentalmente me voy a referir. Por ejemplo, para demostrar esta brillantez expresiva, este carácter de escritura auténticamente literaria de su prosa crítica, aunque el objeto sobre el que se vertía era la propia literatura, y no la realidad o la experiencia vital del autor, mencionaré un párrafo de su libro La novela lírica.

Gullón fue el gran introductor en lenguaje crítico español de este concepto genérico que los anglosajones venían usando desde hacía ya veinte años. Es un instrumento imprescindible para explicar esas novelas que menudean tanto en la literatura modernista y posmodernista, en las que, junto a lo épico, hay una impronta fortísima de caracteres propiamente líricos; son, por lo tanto, textos literarios híbridos, como también puede darse un teatro épico, o puede haber una poesía narrativa. Y en esta obra, que figura, en mi opinión, entre las grandes aportaciones de don Ricardo, hay una página admirable, donde se resume toda la teoría de la novela lírica mediante una metáfora que no me resisto a leerles. Ricardo Gullón se propone trazar un mapa de la novela lírica, y este mapa está formulado, que no dibujado, en los siguientes términos:

La cordillera central del sistema, la determinante del peculiar modo de percepción que nos importa, pues va ligada al predominio de la sensación, la constituyen los momentos de visión, momentos de intensificación del ser en que éste transciende sus fronteras, sus habituales limitaciones, y es capaz de sentir más y de sentir de otra manera. Momentos, visión, percepción y sensación son los puntos elevados de la cordillera, y traspuestos a la palabra, declaran su complementariedad.

Y cercanos a ellos, conceptos que son lagos o ríos: lago, la eternización de lo momentáneo, preservando en su claro ejemplo el instante fugitivo de la visión; ríos por donde corre la asociación libre de las sensaciones. Momento extendido en duración, percepción vocada a la intensión sobre la extensión, visión reverberante en el tiempo. El paisaje va emergiendo en la palabra según la verbalización despeja las brumas; el texto crítico refleja, o debiera reflejar y traducir las formas emergentes y sus matices.

La palabra interiorización las explica y los explica. Las registradas aquí dependen de ella. ¿Dependen? -Desde otro ángulo parece más riguroso decir que la producen.- La sensación tal vez se origina fuera, pero de seguro opera dentro. Quien la experimenta, ha de expresarla desde allí, lo cual, en términos de composición artística, quiere decir dos cosas: la construcción la hace el Yo y la substancia es personal; en consecuencia, la creación es subjetiva y al expresar algo eminentemente propio, tiende al lirismo.


(p. 44).                


En estas líneas encontramos una definición, conceptualmente impecable, de lo que la Teoría literaria entiende por novela lírica. No falta ninguno de los eslabones clave en esa estructura de pensamiento y, sin embargo, la expresión es realmente poética: se dibuja con palabras un mapa de un paisaje donde ríos, lagos, montañas, cerros, van construyendo este sistema de conceptos que, por supuesto, se podrían representar de manera mucho más árida y muchísimo más oscura, como desafortunadamente ocurre en muchos de los libros que la Teoría literaria, escrita por aquellos que no leen lo suficiente a Gullón, produce.

Los estudios literarios, al menos tal y como yo los veo, tienen cuatro líneas convergentes entre sí, que se necesitan las unas a las otras. En primer lugar está, por supuesto, la Crítica literaria, es decir, la atención que un lector capacitado presta a una obra o a un autor para desentrañar su sentido y para expresar el porqué esa obra o ese autor es capaz de producir en nosotros la emoción poética, la emoción literaria, la emoción estética. Luego, y no menos importante, es la Historia de la Literatura. Al fin y al cabo, la literatura es una producción social, cultural, y la memoria de la Humanidad no puede ignorar esto, hasta el punto de que la propia Historia nace cuando la escritura deja constancia, a través de la palabra, de lo que ha ocurrido. Igualmente existe la Teoría de la Literatura, que aporta ese sistema de grandes leyes, de grandes constantes en las que la Literatura se fundamenta, y es una disciplina sólidamente asentada en nuestra tradición cultural, nada más y nada menos que desde la Poética de Aristóteles. Y finalmente, de un tiempo a esta parte, desde hace aproximadamente cien años, es notable la importancia que tiene la Literatura comparada. Decía T. S. Eliot que ninguna literatura está completa en sí misma y que todos los escritores son nuestros coetáneos y, en cierto modo, también nuestros compatriotas, pues Homero, Shakespeare, Cervantes, Federico García Lorca y Cavafis, al fin y al cabo están situados al mismo nivel en relación a un lector que puede acceder al contacto y al comercio con ellos.

Pues bien, la trayectoria de Ricardo Gullón ensayista y estudioso de la Literatura sigue precisamente estos pasos, si bien, quizás, la Literatura comparada no tuvo en él un desarrollo específico tan amplio como las otras tres disciplinas, lo cual no quiere decir que no tuviese las condiciones necesarias para ser un gran comparatista; no hay que olvidar, por ejemplo, que nada más y nada menos que en el año 1945 publicó un libro, insólito en aquel momento en España, Novelistas ingleses contemporáneos, que suscitó toda una serie de intervenciones por parte de Eugenio d’Ors en la prensa dando información y discutiendo las aportaciones de los últimos escritores de esta lengua. También le interesaba a Ricardo Gullón un campo que el comparatismo cultiva, que es el de las relaciones entre las artes plásticas y la Literatura. Su libro De Goya al arte abstracto (1952) manifiesta esta preocupación y este interés, y aunque él en algunas declaraciones afirmó que le parecía difícil producir ensayos rigurosos comparando estas dos artes, pues este terreno le parecía reservado perfectamente a un ensayismo más ligero, en todo caso estoy totalmente convencido de que esta perspectiva del comparatismo nunca le fue ajena de modo absoluto.

La aportación de Ricardo Gullón a la Historia literaria está en el comienzo de su propia carrera, por la vía del género biográfico: la Vida de Pereda (1944), la biografía de Gil y Carrasco, titulada Cisne sin lago (1951), y posteriormente con su libro acerca de La juventud de Leopoldo Panero, que es del año 1985. Pero tiene dos obras fundamentalmente históricas: Direcciones del Modernismo (1963) y La invención del 98 y otros ensayos (1969). En esta última polemiza precisamente con ese intento de los historiadores de sistematizar en exceso lo que es un proceso mucho menos ordenado, mucho más espontáneo: el proceso de la propia Historia que se va haciendo a sí misma.

Gullón en cuanto crítico sobresale por su atención clarividente y fecunda a un conjunto selecto de obras y de escritores de nuestra literatura: Galdós, Unamuno, Juan Ramón, Antonio Machado. Decía Eugenio Coseriu que un lingüista que se precie de tal tiene que ser a la vez botánico y jardinero, debe ser capaz de percibir la teoría del lenguaje, pero también de descender al campo para entrar en contacto directo con la manera en que se habla, con la realidad de los hablantes.

Ricardo Gullón, en el terreno de los estudios literarios, era, efectivamente, un gran botánico y un gran jardinero, es decir, sabía hacer grandes construcciones teóricas pero, al mismo tiempo, no desdeñaba el cuidado de las rosas y los rododendros, y ahí están sus admirables ediciones de todos estos autores mencionados, en donde procura poner el texto en el estado de pureza que le corresponde y explicárnoslo mucho mejor que los que lo habían intentado hacer antes.

Y, finalmente, la Teoría de la Literatura: la última etapa de Gullón intensifica la presencia de lo teórico ante lo puramente crítico, sin llegar nunca a romper la ligazón entre una cosa y otra. Del estudio concreto de autores y de obras se puede dar el salto a esas invariantes literarias que la teoría establece. Y yo estoy pensando ahora en tres libros que son los preferidos para mí en la producción toda de Ricardo Gullón, Psicologías del autor y lógicas del personaje, Espacio y novela y el ya mencionado de La novela lírica.

Volvamos a Alfonso Reyes, a ese ensayo de muy grata y, creo yo, beneficiosa lectura, titulado “Aristarco o Anatomía de la crítica”, en donde afirma, como ya he mencionado, que la crítica comprende tres operaciones consecutivas, la impresión, la exégesis y al juicio, y que sólo se es crítico si se alcanza un grado de finura en el cumplimiento de esas tres etapas o fases. En cuanto a la impresión, resulta obvio que el crítico es un lector. Y Ricardo Gullón una y otra vez así lo proclamó. Es un lector cualificado, pero debe ser ante todo un lector apasionado. Si ese apasionamiento no existe, el crítico es un funcionario de la Literatura y el resultado de su trabajo adolece de esa sequedad y de esa falta de inspiración que en tantas y en tantas páginas desafortunadamente encontramos.

En relación a todo esto, me gustaría rescatar aquí -y es la segunda cita de don Ricardo que voy a hacer hoy- una página de su novela de 1934 Fin de semana, porque en ella se describe, en términos realmente emocionantes, la relación del lector con la obra:

Pensad en la conmoción que sufren los libros empolvados -esos que a nadie se le ha ocurrido abrir- de lo alto del estante, al contemplar de cerca a un posible lector: cada paso de éste un estremecimiento se les marca en el lomo con un zig-zag. ¡Qué envidia de aquel barbilindo que con sus guiños acaba de arrebatárselo! ¡Qué desilusión si el lector soñado es sólo el encargado de la limpieza y se limita a hacerles cosquillas con su plumero en los más estratégicos lugares!

Aquel volumen que está caído en el suelo, roto, maltrecho, sueltas las pastas y arrugadas las hojas, no se cayó. ¿Suicidio? No sé..., quizás...

Al entrar los saludo como a los viejos conocidos que nunca tenemos particular interés en ver y cuyo encuentro no deja de sorprendernos agradablemente. Hay júbilos que aburren pronto, no como otros que embriagan y que -algunos- no caen nunca en las lobregueces del no me acuerdo, y así, temo que al despedirme, estos silenciosos amigos siempre dóciles, que se dejan abrazar y no tienden la mano, noten en mi rostro la inefusión de los que tienen prisa en partir.

-Volveré- les digo sin pensarlo. Y en seguida me arrepiento de haber dicho esta palabra, que, una vez pronunciada, pierde condición de vocablo y se convierte en dogal de la voluntad.


(pp. 18-19).                


Esos libros de Gullón, que son viejos conocidos, nos recuerdan el inmortal soneto de Quevedo, cuyos cuartetos rezan así:


Retirado en la paz de estos desiertos,
Con pocos pero doctos libros juntos,
Vivo en conversación con los difuntos,
Y escucho con mis ojos a los muertos.
Si no siempre entendidos, siempre abiertos,
O enmiendan o fecundan mis asuntos;
Y en músicos callados contrapuntos
Al sueño de la vida hablan despiertos.


El verso “Si no siempre entendidos, siempre abiertos” remite con toda certeza a estos “silenciosos amigos siempre dóciles” que en la página literaria y no crítica de Gullón le dan sentido deslumbrantemente a la Literatura.

Creo que la primera condición del crítico literario que Reyes subrayaba -la cualidad de una persona capaz de experimentar vívidamente la impresión de la lectura- está plenamente realizada en Gullón, que fue un inteligente y entusiasta lector, siempre virgen, que se acercaba a cada nuevo libro como si fuese la primera vez que entraba en contacto con uno de ellos. Tal condición es característica de él y garante, por supuesto, de los resultados que su actividad logra.

Pero también me gustaría defender que Gullón, a pesar de la brillantez de su prosa y de la enorme sensibilidad que tenía como lector, nunca se sintió complacido con el mero papel del crítico impresionista, a los que, por supuesto, no despreciaba; pero él siempre sintió la necesidad de trascender esa impresión en una línea más rigurosa, más positiva y más sistemática. Las conversaciones con Bárbara Bockus Aponte, publicadas en Cuadernos Hispanoamericanos en el año 1973, abundan precisamente, con su énfasis clarísimo a favor de la exégesis de Alfonso Reyes, en esta dirección. Allí confiesa Ricardo Gullón que el ejemplo de grandes teóricos y de grandes lingüistas fue el que le guió para trascender la impresión hacia una sistematicidad de la lectura. En concreto menciona a Amado Alonso, al que, a este respecto, reconoce deberle más que a Dámaso Alonso, y luego, por supuesto, la experiencia norteamericana, con la lectura de los new Critics, que estaban muy próximos al texto pero intentando, en todo caso, sistematizar el proceso de la lectura. Sin embargo allí, en los Estados Unidos, Gullón entra igualmente en contacto con los formalistas rusos que, antes incluso de ser traducidos al francés por Todorov en los años 60, ya eran conocidos gracias a la presencia física de Roman Jakobson en las universidades americanas, o al famoso libro de Victor Erlich sobre el Russian formalism. Este formalismo representó para Gullón un verdadero deslumbramiento, y él mismo confesó haber dedicado muchas horas de estudio a los rusos, a los que, con una apreciación exacta de las cosas, acaba por preferir a los new critics norteamericanos. Es evidente que los formalistas rusos mejoraban a los new critics porque poseían una formación lingüística más rigurosa que los anglosajones y, al fin y al cabo, cuando se habla de Literatura se habla del lenguaje y nunca se pisa un terreno tan fuerte, a la hora de valorar la Literatura, que cuando se maneja un instrumental que venga directamente de la Lingüística.

Pero Gullón matiza estas declaraciones, tan honradas, acerca de cuáles eran las fuentes de esta intensificación exegética de su crítica literaria, porque, para él, la lectura de Ortega -Gullón decía que “Ortega nos enseñó a pensar a los de mi generación”- fue la que le abrió auténticamente el pensamiento en este sentido. En concreto, remite a Ortega el concepto de estructura, a las Meditaciones del Quijote, donde está la noción que luego los estructuralistas tanto utilizaron y tanto discutieron. Ese afán de reivindicar fuentes propias y de no incurrir en la ingenuidad de que lo ajeno es la revelación, la epifanía de la autenticidad, es una de las actitudes más gallardas, más mantenidas y más preciables, creo yo, de Ricardo Gullón.

Y luego está el juicio, la tercera condición imprescindible del crítico, según Alfonso Reyes. Gullón salió a la palestra de los medios públicos para ejercer la crítica que, según él, era una tarea que implicaba la ética del intelectual, poniéndolo al servicio de la cultura y de la sociedad a la que pertenecía. Para él, las virtudes del crítico eran la honradez intelectual, el rigor, la claridad y la sencillez, así como el que ejerciese su trabajo sin prejuicios y, por supuesto, con una especial simpatía hacia aquello que leía, hacia aquello que enjuiciaba.

Los cómputos de la tarea crítica de Gullón se sitúan, creo yo, en torno a los mil artículos, publicados en múltiples revistas y periódicos, que van desde El Faro Astorgano o La Mañana de León al principio de su carrera, hasta los diarios españoles más importantes de los años 70 y 80 y, entre medias, todas las grandes revistas, tanto a este como al otro lado del Atlántico.

Pero el juicio de don Ricardo tenía una función, que era facilitar la permeabilidad de la obra al lector, aproximarla a él, por lo que se mostraba siempre muy cauto, y refractario a ejercer la crítica de varapalo, a la que los hispánicos somos tan dados. Para él, el juicio tenía que existir en la crítica literaria; otra cosa sería una enorme contradicción, porque, etimológicamente, crítica significa ‘enjuiciamiento’. Pero el enjuiciamiento tenía que ser implícito, o se podía coartar la libertad del lector proponiéndole de manera pugnaz una apreciación negativa o positiva hacia el libro del que se trataba. Era el lector el que, leyendo la crítica de Gullón y con los elementos que allí se le facilitaban, podía llegar a la conclusión de si el libro merecía ser leído o no.

Y voy a concluir. No debe dejar de ser mencionada aquí Bárbara Bockus Aponte porque, al fin y al cabo, además de esa entrevista tan larga y tan influyente en la vida de algunas personas como quien les habla, es autora de toda una monografía sobre la obra crítica de Gullón, que es el mismo tema que yo he estado intentando desarrollar en estos minutos que ya se hacen demasiado largos. Pues bien, esta autora atina, por supuesto, en la percepción de la personalidad de don Ricardo -el libro está escrito en 1975, cuando aún le quedaban muchos años de fecunda vida y de gran aportación a nuestra crítica y a nuestra teoría literaria-, cuando destaca en él una especial e intensísima fusión entre vida y Literatura. Efectivamente, no conozco a ningún crítico literario en el que el ejercicio de esta tarea manase de una autenticidad tan convincente y tan contagiosa como en el caso de Ricardo Gullón. Esta fusión después de que durante algunos decenios se intentase establecer una frontera insalvable entre vida y Literatura, creo yo que es una de las grandes aportaciones de Ricardo Gullón a nuestra tradición cultural.

Junto a esa autenticidad tampoco olvidaré nunca su apertura intelectual. Todos tendemos a fijarnos en posiciones que nos resultan cómodas y lo nuevo es rechazado casi inconscientemente en cuanto que viene a empañar ese statu quo en el que tan amablemente nos habíamos instaurado. El talante de Ricardo Gullón era proclive a una incesante renovación, fruto de su inagotable inquietud.

Y, finalmente, no concluiré sin recordar la poderosa capacidad de discipulaje que él tenía. Era, al parecer, irresistible entre alumnos que tuvieron la suerte de conocerlo y tratarlo personalmente, pero yo puedo certificar, desde el Finisterre gallego, que ese poder de discipulaje surcaba los océanos, superaba las mesetas y las montañas y arraigaba allí donde había alguien que entraba en contacto con la personalidad intelectual y humana de Ricardo Gullón.






Bibliografía citada

BOCKUS APONTE, Bárbara, “Conversaciones con Ricardo Gullón”, Cuadernos Hispanoamericanos, 274 (1973), pp. 23-52.

———, La obra crítica de Ricardo Gullón, Madrid, Insula, 1975.

GULLÓN, Ricardo, Fin de semana, Madrid, PEN, 1934. La novela lírica, Madrid, Cátedra, 1984.

MARÍAS, Javier, “Añoranza del árbitro”, El País, 1 de febrero de 1990.

REYES, Alfonso, La experiencia literaria, Buenos Aires, Losada, 1942.

STEINER, Georges, Lecturas, obsesiones y otros ensayos, Madrid, Alianza, 1990.

WELLEK, René y WARREN, Austin, Teoría literaria, Madrid, Gredos, 1953.



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