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- XLVII -


ArribaAbajo   Yo me he asomado a las profundas simas
       de la tierra y del cielo,
y les he visto el fin o con los ojos
       o con el pensamiento.

   Mas ¡ay! de un corazón llegué al abismo
       y me incliné por verlo,
y mi alma y mis ojos se turbaron:
      ¡Tan hondo era y tan negro!




- XLVIII -


ArribaAbajo   Como se arranca el hierro de una herida
su amor de las entrañas me arranqué,
aunque sentí al hacerlo que la vida
      me arrancaba con él.

   Del altar que le alcé en el alma mía
la voluntad su imagen arrojó,
y la luz de la fe que en ella ardía
      ante el ara desierta se apagó.

   Aún para combatir mi firme empeño
viene a mi mente su visión tenaz...
¡Cuándo podré dormir con ese sueño
       en que acaba el soñar!




- XLIX -


ArribaAbajo   Alguna vez la encuentro por el mundo
      y pasa junto a mí;
y pasa sonriéndose, y yo digo:
       -¿Cómo puede reír?

   Luego asoma a mi labio otra sonrisa
      máscara del dolor,
y entonces pienso: -¡Acaso ella se ríe
      como me río yo!




- L -


ArribaAbajo   Lo que el salvaje que con torpe mano
hace de un tronco a su capricho un dios,
y luego ante su obra, se arrodilla,
      eso hicimos tú y yo.

   Dimos formas reales a un fantasma,
de la mente ridícula invención,
y hecho el ídolo ya, sacrificamos
      en su altar nuestro amor.




- LI -


ArribaAbajo   De lo poco de vida que me resta
diera con gusto los mejores años,
      por saber lo que a otros
      de mí has hablado.

   Y esta vida mortal... y de la eterna
lo que me toque, si me toca algo,
      por saber lo que a solas
       de mí has pensado.




- LII -


ArribaAbajo   Olas gigantes que os rompéis bramando
en las playas desiertas y remotas,
envuelto entre la sábana de espumas,
      ¡llevadme con vosotras!

   Ráfagas de huracán, que arrebatáis
de alto bosque las marchitas hojas,
arrastrando en el cielo torbellino,
      ¡llevadme con vosotras!

   Nubes de tempestad que rompe el rayo
y en fuego ornáis las desprendidas orlas,
arrebatado entre la niebla obscura,
      ¡llevadme con vosotras!

   Llevadme, por piedad, adonde el vértigo
con la razón me arranque la memoria...
¡Por piedad!... ¡Tengo miedo de quedarme
       con mi dolor a solas!




- LIII -


ArribaAbajo   Volverán las oscuras golondrinas
en tu balcón sus nidos a colgar,
y otra vez con el ala a sus cristales
       jugando llamarán;

   pero aquellas que el vuelo refrenaban
tu hermosura y mi dicha al contemplar,
aquellas que aprendieron nuestros nombres,
      ésas... ¡no volverán!

   Volverán las tupidas madreselvas
de tu jardín las tapias a escalar,
y otra vez a la tarde, aún más hermosas,
      sus flores se abrirán;

   pero aquellas cuajadas de rocío,
cuyas gotas mirábamos temblar
y caer, como lágrimas del día...
      ésas... ¡no volverán!

    Volverán del amor en tus oídos
las palabras ardientes a sonar;
tu corazón de su profundo sueño
      tal vez despertará;

   pero mudo y absorto y de rodillas,
como se adora a Dios ante su altar,
como yo te he querido... desengáñate,
      ¡así no te querrán!




- LIV -


ArribaAbajo   Cuando volvemos las fugaces horas
       del pasado a evocar,
temblando brilla en sus pestañas negras
una lágrima pronta a resbalar.

   Y al fin resbala, y cae como gota
      de rocío, al pensar
que, cual hoy por ayer, por hoy mañana,
volveremos los dos a suspirar.




- LV -


ArribaAbajo   Entre el discorde estruendo de la orgía
      acarició mi oído,
como nota de música lejana,
       el eco de un suspiro.

   El eco de un suspiro que conozco,
formado de un aliento que he bebido,
perfume de una flor, que oculta crece
en un claustro sombrío.

   Mi adorada de un día, cariñosa,
-¿en qué piensas? -me dijo.
-En nada... -¿En nada y lloras? -Es que tengo
alegre la tristeza y triste el vino.




- LVI -


ArribaAbajo   Hoy como ayer, mañana como hoy,
       ¡y siempre igual!
un cielo gris, un horizonte eterno,
       ¡y andar... andar!

   Moviéndose a compás, como una estúpida
      máquina, el corazón;
la torpe inteligencia, del cerebro
      dormía en un rincón.

   El alma, que ambiciona un paraíso,
      buscándolo sin fe;
fatiga, sin objeto, ola que rueda
      ignorando por qué.

   Voz que incesante con el mismo tono
       canta el mismo cantar;
gota de agua monótona que cae,
      y cae sin cesar.

   Así van deslizándose los días
       unos de otros en pos,
hoy lo mismo que ayer... y todos ellos
      sin goce ni dolor.

   ¡Ay! a veces me acuerdo suspirando
       del antiguo sufrir...
Amargo es el dolor; pero siquiera
      ¡padecer es vivir!




- LVII -


ArribaAbajo   Este armazón de huesos y pellejo,
de pasear una cabeza loca
cansado se halla al fin, y no lo extraño;
pues, aunque es la verdad que no soy viejo,

   de la parte de vida que me toca
en la vida del mundo, por mi daño
he hecho un uso tal, que juraría
que he condensado un siglo en cada día.

    Así, aunque ahora muriera,
no podría decir que no he vivido;
que el sayo, al parecer nuevo por fuera
conozco que por dentro ha envejecido.

   Ha envejecido, sí; ¡pese a mi estrella!
harto lo dice ya mi afán doliente;
que hay dolor que, al pasar, su horrible huella
graba en el corazón, si no en la frente.




- LVIII -


ArribaAbajo   ¿Quieres que de ese néctar delicioso
       no te amargue la hez?
Pues aspírale, acércale a tus labios,
      y déjale después.

   ¿Quieres que conservemos una dulce
      memoria de este amor?
Pues amémonos hoy mucho, y mañana
       digámonos ¡adiós!




- LIX -


ArribaAbajo   Yo sé cuál el objeto
de tus suspiros es;
yo conozco la causa de tu dulce
secreta languidez.

   ¿Te ríes...? Algún día
sabrás, niña, por qué:
tú acaso lo sospechas,
      y yo lo sé.

   Yo sé lo que tú sueñas,
y lo que en sueños ves;
como en un libro puedo lo que callas
en tu frente leer.

   ¿Te ríes...? Algún día
sabrás, niña, por qué:
tú acaso lo sospechas,
      y yo lo sé.

   Yo sé por qué sonríes
y lloras a la vez;
yo penetro en los senos misteriosos
de tu alma de mujer.

   ¿Te ríes...? Algún día
sabrás, niña, por qué:
mientras tú sientes mucho y nada sabes
yo, que no siento ya, todo lo sé.




- LX -


ArribaAbajo   Mi vida es un erial:
flor que toco se deshoja;
que en mi camino fatal,
alguien va sembrando el mal
para que yo lo recoja.




- LXI -


ArribaAbajo   Al ver mis horas de fiebre
e insomnio lentas pasar,
a la orilla de mi lecho,
       ¿quién se sentará?

   Cuando la trémula mano
tienda, próximo a expirar,
buscando una mano amiga,
      ¿quién la estrechará?

   Cuando la muerte vidríe
de mis ojos el cristal,
mis párpados aún abiertos,
       ¿quién los cerrará?

   Cuando la campana suene
(si suena, en mi funeral),
una oración al oírla,
      ¿quién murmurará?

   Cuando mis pálidos restos
oprima la tierra ya,
sobre la olvidada fosa,
       ¿quién vendrá a llorar?

    ¿Quién, en fin, al otro día,
cuando el sol vuelva a brillar,
de que pasé por el mundo,
      ¿quién se acordará?




- LXII -


ArribaAbajo   Primero es un albor trémulo y vago,
raya de inquieta luz que corta el mar;
luego chispea y crece y se dilata
en ardiente explosión de claridad.

   La brilladora luz es la alegría;
la temerosa sombra es el pesar:
¡ay! en la oscura noche de mi alma,
      ¿cuándo amanecerá?




- LXIII -


ArribaAbajo   Como enjambre de abejas irritadas,
de un oscuro rincón de la memoria
salen a perseguirme los recuerdos
       de las pasadas horas.

   Yo los quiero ahuyentar. ¡Esfuerzo inútil!
       Me rodean, me acosan,
y unos tras otros a clavarme vienen
agudo aguijón que el alma encona.




- LXIV -


ArribaAbajo   Como guarda el avaro su tesoro,
      guardaba mi dolor;
yo quería probar que hay algo eterno
a la que eterno me juró su amor.

   Mas hoy le llamo en vano, y oiga al tiempo
       que le agotó, decir:
-¡ah, barro miserable, eternamente
no podrás ni aun sufrir!




- LXV -


ArribaAbajo   Llegó la noche y no encontré un asilo;
¡y tuve sed!... Mis lágrimas bebí;
¡y tuve hambre! ¡Los hinchados ojos
       cerré para dormir!

   ¡Estaba en un desierto! Aunque a mi oído
de las turbas llegaba el ronco hervir,
yo era huérfano y pobre... ¡El mundo estaba
      desierto... para mí!




- LXVI -


ArribaAbajo   ¿De dónde vengo?... El más horrible y áspero
      de los senderos busca:
las huellas de unos pies ensangrentados
      sobre la roca dura;
los despojos de un alma hecha jirones
      en las zarzas agudas
      te dirán el camino
      que conduce a mi cuna.

   ¿Adónde voy? El más sombrío y triste
       de los páramos cruza;
valle de eternas nieves y de eternas
       melancólicas brumas.
En donde esté una piedra solitaria
      sin inscripción alguna,
       donde habite el olvido,
      allí estará mi tumba.




- LXVII -


ArribaAbajo   ¡Qué hermoso es ver el día
coronado de fuego levantarse
       y a su beso de lumbre
brillar las olas y encenderse el aire!

   ¡Qué hermoso es, tras la lluvia
del triste otoño en la azulada tarde,
       de las húmedas flores
el perfume aspirar hasta saciarse!

   ¡Qué hermoso es cuando en copos
la blanca nieve silenciosa cae,
      de las inquietas llamas
ver las rojizas lenguas agitarse!

   ¡Qué hermoso es cuando hay sueño
dormir bien... y roncar como un sochantre...
Y comer... y engordar... y qué desgracia
      que esto sólo no baste!




- LXVIII -


ArribaAbajo      No sé lo que he soñado
      en la noche pasada;
triste, muy triste, debió ser el sueño
pues despierto la angustia me duraba.

      Noté, al incorporarme,
      húmeda la almohada,
y por primera vez sentí, al notarlo,
de un amargo placer henchirse el alma.

      Triste cosa es el sueño
      que llanto nos arranca;
mas tengo en mi tristeza una alegría...
¡Sé que aún me quedan lágrimas!




- LXIX -


ArribaAbajo   Al brillar un relámpago nacemos
y aun dura su fulgor cuando morimos:
       ¡tan corto es el vivir!

   La gloria y el amor tras que corremos
sombras de un sueño son que perseguimos:
       ¡despertar es morir!




- LXX -


ArribaAbajo   ¡Cuántas veces al pie de las musgosas
      paredes que la guardan
oí la esquila que al mediar la noche
      a los maitines llama!

   ¡Cuántas veces trazó mi triste sombra
       la luna plateada,
junto a la del ciprés, que de su huerto
       se asoma por las tapias!

   Cuando en sombras la iglesia se envolvía
       de su ojiva calada,
¡cuántas veces temblar sobre los vidrios
       vi el fulgor de la lámpara!

   Aunque el viento en los ángulos oscuros
       de la torre silbara,
del coro entre las voces percibía
      su voz vibrante y clara.

   En las noches de invierno, si un medroso
      por la desierta plaza
se atrevía a cruzar, al divisarme,
      el paso aceleraba.

   Y no faltó una vieja que en el torno
       dijese a la mañana
que de algún sacristán muerto en pecado
       acaso era yo el alma.

   A oscuras conocía los rincones
       del atrio y la portada;
de mis pies las ortigas que allí crecen
       las huellas tal vez guardan.

   Los búhos, que espantados me seguían
      con sus ojos de llamas,
llegaron a mirarme con el tiempo
      como a un buen camarada.

   A mi lado, sin miedo, los reptiles
      se movían a rastras;
¡hasta los mudos santos de granito
       vi que me saludaban!




- LXXI -



ArribaAbajo   No dormía; vagaba en ese limbo
en que cambian de forma los objetos,
misteriosos espacios que separan
       la vigilia del sueño.

   Las ideas, que en ronda silenciosa
daban vueltas en torno a mi cerebro,
poco a poco en su danza se movían
       con un compás más lento.

   De la luz que entra al alma por los ojos
los párpados velaban el reflejo;
mas otra luz el mundo de visiones
       alumbraba por dentro.

   En este punto resonó en mi oído
un rumor semejante al que en el templo
vaga confuso al terminar los fieles
      con un amén sus rezos.

   Y oí cómo una voz delgada y triste
que por mi nombre me llamó a lo lejos,
y sentí olor de cirios apagados,
      de humedad y de incienso.


   Entró la noche, y del olvido en brazos
caí, cual piedra, en su profundo seno;
dormí, y al despertar exclamé: «¡Alguno
       que yo quería ha muerto»




- LXXII -



PRIMERA VOZ

   Las ondas tienen vaga armonía:
las violetas, suave olor;
brumas de plata, la noche fría;
       luz y oro, el día;
       yo, algo mejor:
      yo tengo Amor.

SEGUNDA VOZ

   Aura de aplausos, nube radiosa,
ola de envidia que besa el pie,
isla de sueños, donde reposa
       el alma ansiosa,
      dulce embriaguez
      la Gloria es.

TERCERA VOZ

   Ascua encendida es el tesoro,
sombra que huye la vanidad;
todo es mentira: la gloria, el oro.
       Lo que yo adoro
      sólo es verdad:
       la Libertad.
Así los barqueros pasaban cantando
       la eterna canción,
y al golpe del remo saltaba la espuma
       y heríala el sol.
-¿Te embarcas?, gritaban. Y yo, sonriendo,
      les dije al pasar:
-Ha tiempo lo hice; por cierto que aun tengo
la ropa en la playa tendida a secar.




- LXXIII -



ArribaAbajo    Cerraron sus ojos,
que aun tenía abiertos;
taparon su cara
con un blanco lienzo,
y unos sollozando,
otros en silencio,
de la triste alcoba
todos se salieron.

   La luz, que en un vaso
ardía en el suelo,
al muro arrojaba
la sombra del lecho,
y entre aquella sombra
veíase a intérvalos
dibujarse rígida
la forma del cuerpo.

    Despertaba el día
y a su albor primero,
con sus mil ruidos
despertaba el pueblo.
Ante aquel contraste
de vida y misterios,
de luz y tinieblas,
medité un momento:
¡Dios mío, qué solos
se quedan los muertos!

   De la casa, en hombros,
lleváronla al templo,
y en una capilla
dejaron el féretro.
Allí rodearon
sus pálidos restos
de amarillas velas
y de paños negros.

   Al dar de las ánimas
el toque postrero,
acabó una vieja
sus últimos rezos;
cruzó la ancha nave,
las puertas gimieron
y el santo recinto
quedose desierto.

   De un reloj se oía
compasado el péndulo,
y de algunos cirios
el chisporroteo.
Tan medroso y triste,
tan oscuro y yerto
todo se encontraba...
que pensé un momento:
¡Dios mío, qué solos
se quedan los muertos!

   De la alta campana
la lengua de hierro
le dio volteando
su adiós lastimero.
El luto en las ropas
amigos y deudos
cruzaron en fila
formando el cortejo.

   Del último asilo,
oscuro y estrecho,
abrió la piqueta
el nicho a un extremo.
Allí la acostaron,
tapáronle luego,
y con un saludo
despidiose el duelo.

   La piqueta al hombro,
el sepulturero,
cantando entre dientes,
se perdió a lo lejos.
La noche se entraba,
reinaba el silencio;
perdido en las sombras,
medité un momento:
¡Dios mío, qué solos
se quedan los muertos!

   En las largas noches
del helado invierno,
cuando las maderas
crujir hace el viento
y azota los vidrios
el fuerte aguacero
de la pobre niña
a solas me acuerdo.

   Allí cae la lluvia
con un son eterno;
allí la combate
el soplo del cierzo,
del húmedo muro
tendida en el hueco,
¡acaso de frío
se hielan sus huesos!...

   ¿Vuelve el polvo al polvo?
¿Vuela el alma al cielo?
¿Todo es vil materia,
podredumbre y cieno?
¡No sé; pero hay algo
que explicar no puedo,
que al par nos infunde
repugnancia y duelo,
al dejar tan tristes,
tan solos los muertos!




- LXXIV -


ArribaAbajo      Las ropas desceñidas,
       desnudas las espaldas,
en el dintel de oro de la puerta
       dos ángeles velaban.

      Me aproximé a los hierros
       que defienden la entrada
y de las dobles rejas, en el fondo,
       la vi confusa y blanca.

      La vi como la imagen
       que en leve ensueño pasa,
como el rayo de luz tenue y difuso
       que entre tinieblas nada.

      Me sentí de un ardiente
       deseo llena el alma
¡como atrae un abismo, aquel misterio
       hacia sí me arrastraba!

   Mas ¡ay!, que de los ángeles
parecían decirme las miradas
      -¡El umbral de esta puerta
      sólo Dios lo traspasa!




- LXXV -


ArribaAbajo   ¿Será verdad que cuando toca el sueño
con sus dedos de rosa nuestros ojos
de la cárcel que habita huye el espíritu
      en vuelo presuroso?

   ¿Será verdad que, huésped de las nieblas
de la brisa nocturna al tenue soplo,
alado sube a la región vacía
       a encontrarse con otros?

   ¿Y allí, desnudo de la humana forma;
allí, los lazos terrenales rotos,
breves horas habita de la idea
       el mundo silencioso?

   ¿Y ríe y llora, y aborrece y ama,
y guarda un rastro del dolor y el gozo,
semejante al que deja cuando cruza
      el cielo un meteoro?

   ¡Yo no sé si ese mundo de visiones
vive fuera o va dentro de nosotros;
pero sé que conozco a muchas gentes
       a quienes no conozco!




- LXXVI -



Arriba      En la imponente nave
       del templo bizantino
vi la gótica tumba a la indecisa
luz que temblaba en los pintados

      Las manos sobre el pecho,
       y en las manos un libro,
una mujer hermosa reposaba
sobre la urna del cincel prodigio.

      Del cuerpo abandonado
      al dulce peso hundido,
cual si de blanda pluma, y raso fuera,
se plegaba su lecho de granito.

      De la postrer sonrisa
       el resplandor divino
guardaba el rostro como el cielo guarda
del sol que muere el rayo fugitivo.

       Del cabezal de piedra,
      sentados en el filo,
dos ángeles, el dedo sobre el labio,
imponían silencio en el recinto.

       No parecía muerta;
      de los arcos macizos
parecía dormir en la penumbra
y que en sueños veía el paraíso.

      Me acerqué de la nave
       al ángulo sombrío
como quien llega con callada planta
junto a la cuna donde duerme un niño.

      La contemplé un momento,
      y aquel resplandor tibio,
aquel lecho de piedra que ofrecía
próximo al muro otro lugar vacío,

      en el alma avivaron
       la sed de lo infinito,
el ansia de esa vida de la muerte,
para la que un instante son los siglos...


      Cansado del combate
      en que luchando vivo,
alguna vez recuerdo con envidia
aquel rincón oscuro y escondido.

      De aquella muda y pálida
       mujer me acuerdo y digo:
¡oh qué amor tan callado el de la muerte!
¡Qué sueño el del sepulcro tan tranquilo!