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Río caudaloso de gracia [fragmento]

Sor Úrsula Micaela Morata





Este mismo día a la noche, como todo aquel día me había hallado engolfada en el mar de sus misericordias, que aunque asistía a las comunidades era sólo en el cuerpo, mas toda mi alma se hallaba embebida y empapada en mi Dios, sentíale en lo más íntimo de mi alma. Cuando después de cenar daba las gracias la comunidad en el refectorio diciendo el salmo Laudate Dominum omnes gentes, laudate eum omnes populi... (Sal. 116, 1), sentía me decía mi amado en lo más íntimo del alma: El que está en mi gracia, no sólo me alaba y engrandece mi nombre como uno solo, sino como un pueblo lleno de muchas gentes: todas unánimes y concordes, alaban a su Dios y Señor con todas sus palabras y acciones y sentidos y potencias y respiraciones; me alaban y bendicen, reconociendo que sólo yo soy su dueño y señor; postradas siempre a mis plantas ríndenme su voluntad, no quieren otra que la mía y así merecen oír de mí el que les diga: quoniam confirmata est super nos misericordia ejus et veritas Domini; manet in aeternum (Sal 116, 2). Todas las cosas y bienes que el alma tiene, de mí le vienen, que soy el grande, el poderoso, el que doy la gracia y confirmo en ella. Sobre estas almas derramo yo mi misericordia, que es grande y doy con abundancia como Señor que soy de todo. Les comunico mis verdades con tan gran abundancia, que es como un río muy caudaloso; y abundantes corren sus corrientes, que siempre están manando y llenando el alma de los raudales de su gracia, que, sin cesar, siempre están corriendo y manando y caminan a la eternidad, donde gozará el alma de aquella luz inteligible y beatífica.

Díjome mi Dios: Si aquí regalo a tu alma tan abundantemente y te comunico los raudales de mi misericordia, la luz y claridad de mis verdades, ¿qué será cuando las goces eternamente? Quedó mi espíritu tan absorto y transformado en mi Dios, que yo no sé explicarme de lo que sentía y recibía.

Los afectos que me quedaron fueron de agradecimiento a mi Dios, conocimiento de mi bajeza y nada, y cuán ingrata y desagradecida soy a mi Dios, que, tan sin merecerlo, me regala y favorece tan singularmente. Al paso que crecía en mi alma este conocimiento, crecía el amor de mi amado tan ardientemente, que había menester decir que no podía más. Estuve muchos días de esta suerte y con grande gozo y porque me parecía que ya gozaba mi alma de la gloria.





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