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Roberto Dillón o El católico de Irlanda

Melodrama de grande espectáculo en tres actos y en prosa

Mariano José de Larra



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PERSONAJES
 

 
ROBERTO DILLÓN.
ANA DILLÓN,    su mujer.
PATRICIO DILLÓN,    su hijo.
ISABEL DILLÓN,   su hija.
EDUARDO,   amante de Isabel y amigo de Dillón.
DERMOD,   enemigo de Dillón, hombre falso, vengativo, etc.
MILORD FITZ WILLIAM,   diputado de la Corona de Irlanda.
JORGE,   criado antiguo.
MARÍA,    su hija, criada.
MAURICIO,    jardinero de Eduardo, prometido de María.
Un mozo.
Un asesor.
Un ministro.
Un oficial.
Un criado.
Jurados.
Amigos de Dillón.
Escribanos.
Alguaciles.
Guardia.
Pueblo.
Etc.
 

La acción pasa en Dublín, ciudad de Irlanda, a fines del siglo XVI, en el reinado de Isabel de Inglaterra. Los dos actos primeros en la casa de ROBERTO DILLÓN, y el tercero en una sala de las casas consistoriales.

 




ArribaAbajoActo I

 

El teatro representa el jardín de la casa de DILLÓN; un parapeto de unos dos pies de altura cierra el fondo; en medio una verja, del otro lado de la cual se ve la muralla, y diversos caminos que suben hasta ésta haciendo varios sesgos. Al horizonte el campo. En el interior del jardín, y a la derecha del actor, se ve la entrada de un vestíbulo que conduce a la casa; a la izquierda, enfrente de éste, un bonito pabellón de jardín, a la sombra de algunos árboles: hay varios bancos colocados a trechos.

 

Escena I

 

JORGE, MAURICIO.

 
 

Al alzarse el telón, MAURICIO, con un envoltorio en la punta de un bastón, llega por la muralla y se para delante de la verja.

 

MAURICIO.-   (Forcejeando para abrirla.)  ¡Oiga! Este pestillo no se levanta: no parece sino que la verja está cerrada. ¡Diantre! ¡Ah! ¡Toma! Ya sé en qué consiste; es que no está abierta. Llamaré...  (Da golpes.)  ¡Señor Jorge, señor Jorge!

JORGE.-   (De adentro.)  ¡Aquí está, aquí está!  (Sale del vestíbulo poniéndose el vestido.)  Aguarda un poco, me estoy vistiendo.  (Se abotona muy despacio.)  ¿Quién diantres llamará ahora? Me parece que el señor Dillón no espera a nadie y... Toma, toma, ¿no es Mauricio?

MAURICIO.-  Sí; soy yo, que estoy aquí.

JORGE.-  ¿Cómo? ¿Eres tú, muchacho?

MAURICIO.-  En persona, señor Jorge.

JORGE.-  ¡No es posible!

MAURICIO.-  Sí, señor. ¡Abridme, que os traigo buenas nuevas!

JORGE.-  ¿Buenas nuevas? Aguarda, voy por la llave de la verja.  (Entra en la casa y vuelve a salir.) 

MAURICIO.-  Daos prisa; estoy deseando abrazaros, y en particular a María.

JORGE.-   (Con una gran llave.)  ¡Pobre muchacho! Y María, que no le espera...  (Ríe.)  ¡Ah, ah, ah, qué contenta se va a poner! ¡Eh, eh, eh!

MAURICIO.-  ¡Buenas tardes! Señor Jorge, dejadme que os abrace.

JORGE.-  Ven acá, muchacho, ven acá.  (Se abrazan.) 

MAURICIO.-  ¡Eh, eh! ¿Y cómo está mi María, vuestra hija, eh, eh, mi novia?

JORGE.-  Como todas las muchachas cuando están esperando con ansia el día de boda.

MAURICIO.-  ¿Cómo? ¿Pues qué... tiene calentura, o?..

JORGE.-  ¿Calentura? ¡qué! ¡Está más gorda que una mula, y contenta como unas pascuas! Ríe, canta y charla más que cuatro.

MAURICIO.-  ¡Eh, eh! ¡Pobrecilla! Pues a mí... señor Jorge, me sucede todito lo contrario: cuando estoy enamorado, me seco y tengo una cosa... ya se ve... va para tres meses que no he visto a mi María... Cuidado que es una buena temporada para estar uno... ¿eh?

JORGE.-  Ya se ve; pero primero es la obligación. Dejaste a tu futuro suegro para ir a cuidar a un pariente anciano y enfermo; hiciste una buena acción; pero tu ausencia no te ha hecho perder ni un tantico así en el corazón de mi hija: ella sabe que eres un buen muchacho, un excelente jardinero; y sino ahí estaba el señorito Eduardo, tu joven amo, que se hacía lenguas de ti antes de marcharte a Edimburgo: ya sabes que fue a su casa a pedir a su familia su consentimiento para casarse con nuestra señorita. Mira, Mauricio, ten un poco de paciencia, y cuenta conmigo. Tu boda con María se hará al mismo tiempo que la del señor Eduardo con la señorita Isabel.

MAURICIO.-  En hora buena: no deseo otra cosa... ¡Qué feliz voy a ser!

JORGE.-  Ahora bien, ¿y esas buenas nuevas que me traes?

MAURICIO.-  ¡Toma!  (Tristemente.)  Mirad, la primera es que mi tío se ha muerto.

JORGE.-  ¡Ay! ¡Pobre hombre!

MAURICIO.-   (Enjugándose las lágrimas.)  ¡Ah! ¡Yo lo creo! ¡Pobre hombre! Gracias a Dios, hace tres días que tuvimos la desgracia de perderle.

JORGE.-  ¡Lo que somos!

MAURICIO.-  Eso digo yo... ¡Caramba! ya se ve, no podía durar mucho desde que había dado en la flor de tener un ataque de apoplejía todas las semanas.

JORGE.-  ¿Apoplejía?

MAURICIO.-  Sí: los médicos dieron en sangrarle tanto para que no se muriese, que no pudo vivir más. Y eso que... es preciso decir una cosa como otra; ellos llevaban ya la cura en muy buen estado, según decían, y era una gran cura aquella. Así es que óigalos usted; ¡ellos mismos lo decían! Sí, señor, que a no haberse muerto mi tío de este ataque, hubiera podido ir tirando algún tiempo más.

JORGE.-  ¡Mira tú que desgracia! Por un poco ya... y joven todavía.

MAURICIO.-  ¡Ya se ve! Setenta y siete años no más, que ha sido una compasión: ya os podéis figurar que no habré tardado en dar la vuelta a la ciudad. Como que me esperaba mi jardín y María, y vos mismo... Pero no está ahí lo mejor; hay otra buena nueva que no esperaba yo tan pronto. Llegaba yo por una parte, y estaba llegando el señor Eduardo por otra.

JORGE.-  ¿Qué dices? ¿Ha llegado el señor Eduardo?

MAURICIO.-  ¡Toma! Si le he dejado a una legua de aquí. Mauricio, me dijo, vete, y en estando allá avisa mi llegada a la familia del señor Roberto Dillón; diles tantas cosas, y que no tardaré mucho más que tú en estar a los pies de la hermosa Isabel, y que el corazón, y el alma, y... ¡qué sé yo cómo dijo! El alma... pues... en fin, por ese estilo...

JORGE.-  Sí... ¿Y te estabas sin darme esa buena noticia? ¡Qué alegría para mis amos! ¡Oh! aquí todos queremos a ese señor Eduardo. Vamos, vamos a avisar a todo el mundo. ¡María! ¡María!

MARÍA.-   (De adentro.)  ¡Voy, allá voy!

MAURICIO.-   (Conmovido.)  ¡Eh, eh! Es su voz... ¡Cómo me late el corazón! Señor Jorge, llamadla otra vez.

JORGE.-  Preciso será llamarla. ¡María! ¡María!

MARÍA.-   (Lo mismo.)  Un momento, padre, un momento; me estoy poniendo el vestido de los días de fiesta para bailar esta noche. Ya me estoy acabando de vestir.

MAURICIO.-  ¡Eh, eh! decidla que no acabe: me gusta oír su voz.



Escena II

 

Dichos, MARÍA.

 
 

MARÍA sale muy despacio acabándose de arreglar el vestido.

 

MARÍA.-  ¿Qué sucede, padre, para tanta prisa? ¿Hay fuego?

JORGE.-  ¡Fuego, eh, fuego! Sí, señora, fuego.

MARÍA.-   (Mirando alrededor.)  ¿Dónde? Pues...

MAURICIO.-   (Escondiéndose detrás de JORGE.)  ¡Eh! ¡Qué guapota está!

JORGE.-   (Cogiéndola del brazo.)  Vamos, ¿qué miras? Tonta, ¿qué haces? Mira aquí enfrente de ti, levanta la cabeza... allí...  (La coloca enfrente de MAURICIO.) 

MARÍA.-   (Palmoteando.)  ¡Ah, ah, ah! ¿Qué veo?  (Riendo.) 

MAURICIO.-  ¡Eh, eh! Estás viendo a tu novio, María.  (MARÍA suelta una carcajada palmoteando de gozo, y MAURICIO llora enternecido.) 

MARÍA.-  ¡Ah, ah, ah! ¡Qué alegría!

MAURICIO.-  ¡Eh, eh! ¡Qué gozo!

JORGE.-  Eso es: llorad y reíd como dos tontos, mientras que yo voy a alborotar a todo el mundo para anunciar la próxima llegada del señorito Eduardo.

MARÍA.-  ¿Llega el señor Eduardo? Corred, padre, corred: mientras que vos los avisáis, yo charlaré aquí con Mauricio.

JORGE.-  ¡No veo de gozo! Ciertamente parece que la Providencia nos envía a nuestro querido señor Eduardo en una ocasión como ésta, en que tanta necesidad tiene toda la familia de consuelos... Hablad, hablad, hijos míos.  (Va a quitar la llave de la verja, y entra en la casa.) 



Escena III

 

MAURICIO, MARÍA.

 

MAURICIO.-   (Mientras que MARÍA acompaña hasta la puerta a su padre.)  (¡Tanta necesidad de consuelos!..) -¡María!

MARÍA.-  ¿Qué?

MAURICIO.-  ¿Qué quiere decir eso de consuelos? ¿Ha sucedido alguna desgracia en casa del señor Dillón?

MARÍA.-  ¡Ah! ¡Pobre Mauricio! Aquí no hemos tenido más que desgracias desde que te fuiste. Yo creo que nos han hecho a todos mal de ojo. Yo he dejado a mi padre marcharse solo, porque quería contártelo todo.

MAURICIO.-  Bien hecho, María: di, ¿y qué ha sucedido?

MARÍA.-  ¡Caramba! ¡Muchas cosas, cosazas! Mira, lo primero y principal, el señor Dillón tiene enemigos en la ciudad.

MAURICIO.-  ¡Toma! Eso ya lo sabía yo, y mi amo también. Como el señor Dillón es católico, como dicen, y su familia también, y tienen su creencia y su religión, distinta de las demás gentes del pueblo, que somos protestantes... y como aquí desde esta última persecución no creo que ha quedado más familia principal católica que ésta, creo que por eso la tiene entre ojos el lord diputado.

MARÍA.-  ¡El lord diputado! Ya... ¿Y sabes tú lo que dice a eso el señor Dillón? Dice que en lugar de meterse en la conciencia del prójimo, más le valía al diputado, ya que es el primer magistrado, administrar la justicia como la reina manda, igual para todo el mundo, sin distinguir de personas, ni si éste piensa así, o del otro modo.

MAURICIO.-  Y que tiene razón.

MARÍA.-  Ya se ve: mira, Mauricio, tú y yo tampoco somos católicos, y con todo y con eso todos los días me acuerdo de mis buenos amos en mis oraciones; y si todos los que los calumnian viesen como yo su bondad y su dulzura, y el cariño que tienen a sus hijos, y luego aquella honradez en todas sus cosas, y aquella caridad con los pobres, yo te aseguro que bien pronto tendrían todos a esta familia por un modelo de virtudes, en lugar de mirarla como un objeto de escándalo, que así dicen por ahí.

MAURICIO.-  Anda, déjalos que digan.

MARÍA.-  Y luego hay más: mis buenos amos tienen otros motivos de disgusto. ¿Ya conoces al señorito Patricio, el hermano de la señorita Isabel?

MAURICIO.-  ¡Toma! El hijo del señor Roberto Dillón.

MARÍA.-  El mismo: muy buen muchacho.

MAURICIO.-  Y que sabe más que un doctor.

MARÍA.-  Yo lo creo, es la esperanza de la familia.

MAURICIO.-  Y bien, ¿qué le ha sucedido?

MARÍA.-  No se sabe nada.

MAURICIO.-  ¡Oiga!

MARÍA.-  Ya te acuerdas de que él era siempre un poco tristón... melancólico... pero eso no valía nada: ¡con todo y eso era tan amable con toda la familia! Pues bien, Mauricio, el señorito Patricio está desconocido.

MAURICIO.-  ¡Bah!

MARÍA.-  Lo que oyes. Desde que ha hecho amistad con un tal Dermod, un amigote del lord diputado, muy mal hombre, estoy segura de ello, porque su misma cara lo dice, es otro enteramente: yo, de buena gana creería que lo ha hechizado, Dios me lo perdone.

MAURICIO.-  ¿Hechizado?

MARÍA.-  ¡Vaya!

MAURICIO.-  ¡Bien podía ser! Ya se han visto casos...

MARÍA.-  Figúrate tú que no come, ni bebe...

MAURICIO.-  ¡Ay! De fijo. ¡Qué flaco debe estar!

MARÍA.-  En cuanto amanece sale de casa, y cuando vuelve se encierra. Siempre está triste, con una cara... Da miedo. Ya te puedes figurar cómo estará toda la familia; desconsolada. Darían cuanto poseen por averiguar lo que tiene.

MAURICIO.-  ¡Caramba! si estuviera hechizado...

MARÍA.-  Yo, mal haya si no creo que son cosas de ese maldito señor Dermod. ¡Picarón! La prueba es que él siempre anda escondiéndose para ver al señorito, temiendo encontrarle con alguno de la familia; y ¡luego tiene una cara de misterio y de mala intención!!!  (DERMOD baja de la montaña, y viendo la verja abierta entra y se adelanta lentamente con cierta zozobra.) 



Escena IV

 

Dichos, DERMOD.

 
 

MARÍA prosigue hablando sin ver a DERMOD.

 

MARÍA.-  Mira, como soy me alegraría de que vieses al tal camandulón, con su mirar torvo, con su boca torcida, que parece que siempre se está riendo, con sus cortesías hasta el suelo, y en fin, con su facha de condenado, y de...

DERMOD.-  (Deteniéndose a algunos pasos de María, y saludando en voz baja y con cierta dulzura afectada.) ¡Buenos días, hija mía!

MARÍA.-  (Volviéndose.) ¡Ay!

DERMOD.-  ¿Qué es eso, María? ¿Me tenéis miedo? Pues creed que la pureza, de mis designios...

MARÍA.-  ¿Miedo? Sí, señor, algo hay de eso.

MAURICIO.-   (Observándole.)  María, ¿es éste tu Dermod?

MARÍA.-  Sí; mírale bien.

MAURICIO.-  Le he conocido sólo con verle.

DERMOD.-  ¿Se puede ver a vuestro señorito?

MARÍA.-  Señor, yo no sé. Si queréis entrar en casa...

DERMOD.-  No, yo... yo... prefiero aguardarle aquí. Tened solamente la bondad de decirle que su amigo Dermod se ha prestado a sus deseos.

MARÍA.-  ¡Ah, es el señorito el que os busca! Voy a decirle que estáis aquí.

MAURICIO.-  (Y es verdad que tiene cara de pícaro.)

MARÍA.-   (A MAURICIO.)  Ven, Mauricio, ven: no quiero que te quedes solo con ese hombre.

MAURICIO.-  ¡Caramba! No, no, ¡Dios me libre!  (Coge su envoltorio y su bastón, y se entra con MARÍA en la casa.) 



Escena V

 

DERMOD.

 

DERMOD.-  El joven Dillón me ha enviado a llamar: esto es bueno. ¿Tendrá por fin el valor, o bien la debilidad de ceder a las lágrimas de Hortensia, a los deseos de su familia, que obra sin saberlo por mis mismas sugestiones; y en fin, a mi ascendiente? Sí: ya hace demasiado tiempo que lucha consigo mismo: llegó el momento de sucumbir: no ha sabido sofocar su amor, y su amor triunfará: Dillón renegará de su religión: estoy demasiado interesado en ello para abandonar en estos momentos la victoria. Se lo he prometido al lord diputado, y he presenciado yo mismo su gozo. ¡Qué triunfo para él si pudiese, gracias a mis esfuerzos, atribuirse a los ojos del gobierno y de todo Dublín la separación de la religión católica del hijo de la principal familia de la ciudad, de la única rica que ha podido resistir a las persecuciones! ¡Ah! Este sería un golpe mortal para la familia de Dillón, la venganza más segura y más cruel que puedo tomar de ella. ¡Inflexible anciano! ¡Cuán lejos estás de sospechar que al cumplir con tu obligación, al denunciar ante los síndicos a aquel mercader extranjero que mantenía relaciones con el famoso pirata escocés, al hacerle expulsar ignominiosamente de este pueblo, sólo recayó sobre mí el efecto de esta medida; que aquel hombre no era sino mi agente secreto, y que por consiguiente me has cortado la fortuna más rápida! ¡Ah! Tu celo te costará bien caro. No hay enemigo despreciable. Yo te arrebataré a tu mismo hijo, yo consumaré tu desesperación, y ¡ay de ti si llego a encontrar una coyuntura, un pretexto para acusarte! Pero alguien se acerca: ¡ah! es el joven Dillón.



Escena VI

 

DERMOD, PATRICIO.

 
 

PATRICIO se acerca lentamente con ademán triste y meditabundo.

 

DERMOD.-   (Observándole.)  ¿Qué significa ese aire taciturno y abatido?¿Si me habré lisonjeado demasiado pronto?  (Alto, cogiendo la mano a PATRICIO.)  ¡Vaya! Querido amigo, aquí estoy ya; me habéis enviado a llamar. ¿Os habéis decidido ya a ceder?... ¿Llegó el caso de dejaros en los brazos de una familia que os ofrece la mujer más amable y más hermosa de?...

PATRICIO.-  Dermod, os agradezco el interés que tomáis por mi suerte; pero, ya lo sabéis, la fortuna no es para mí; si alguna vez acaso llego a entrever la menor vislumbre de felicidad, sólo se me presenta rodeada de escollos y de precipicios, de obstáculos insuperables. ¡Ah! ¡Qué de esfuerzos he hecho desde los primeros años de mi juventud para lograr algún día esa dicha que no puedo comprar sino a costa del honor! Conmovido al oír las hazañas de nuestros guerreros, la gloria me deslumbró, y senté en mi interior el valor de los héroes. Una preocupación funesta, la diferencia de religión, que nos hace a los católicos de Irlanda viles esclavos de los reformados de Inglaterra, me obstruyó la carrera de las armas. Indignado de tan escandalosa injusticia, volví mis ojos hacia ese arte sublime, tal vez más poderoso que aquéllas, hacia esa elocuencia noble y enérgica que resuena desde el foro en todos los extremos del universo, que truena contra el error que persigue el vicio y que combate la mentira a fuerza de luminosas verdades. La misma preocupación me arrojó con brazo de hierro del santuario de las leyes. Siempre, siempre la misma preocupación viene a cerrarme todas las puertas. Mi corazón se ha exasperado, y he llegado a aborrecer una existencia de que no puedo hacer el uso que me dicta mi albedrío. Los hombres han llegado a serme odiosos, y yo mismo no sé a qué extremo me hubieran podido conducir mi abatimiento y mi desesperación, cuando el amor vino de repente a llenar, mi alma de un fuego nuevo para mí; creí hallarme trasportado a otro universo: Hortensia fue el ídolo de mis pensamientos, el principio de mi vida: ¡ah!, conocí, no sin estremecerme, que esta pasión terrible iba en fin a decidir de mi suerte.

DERMOD.-  ¡Ah! Y por esta vez no hallasteis oposición; Hortensia os adora.

PATRICIO.-  Sí: ¡pero también se ha levantado entre nosotros esa barrera fatal! ¡Sé perjuro, me dicen, y serás dichoso! ¡Cómo si pudiese aspirar a la dicha quien no se estima a sí mismo, quien no posee el aprecio de sus semejantes!

DERMOD.-  Querido amigo, ¿llamáis perjurio al abrir los ojos a la luz de la verdad, el?...

PATRICIO.-  ¡Silencio! Dermod, respetemos mutuamente lo que nuestros padres han respetado. Si uno de nosotros gime en el error, sólo Dios puede juzgar nuestra causa.

DERMOD.-   (Algo cortado.)  ¿Con qué objeto, pues, me habéis llamado?

PATRICIO.-  Ya sabéis que la familia de Hortensia me ha prohibido la entrada en su casa.

DERMOD.-  ¿Cómo? Ella os abre los brazos; vos sois el que os negáis...

PATRICIO.-  Dermod, ¡todavía no desespero! No, el padre de Hortensia no puede desear mi muerte ni la desgracia de su hija: amigo mío, vos, que llevado de la piedad os ofrecéis a servirme de intérprete, en nombre de la amistad entregad sin demora esta carta al padre de mi querida.  (Se la da.)  Ahí va mi última esperanza. Si rehúsa mis proposiciones, no hay remedio para vuestro amigo.

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DERMOD.-  ¿Qué le prometéis para lograr la mano de su hija?

PATRICIO.-  Prometo, juro respetar la creencia de mi esposa, y respondo de que mis parientes participarán de mis sentimientos para con ella.

DERMOD.-  ¿Lo exigís, amigo mío? ¡Ah, cuánto más fácil sería y más seguro!...

PATRICIO.-  Por Dios, Dermod, dispensadme mi flaqueza.

DERMOD.-  (Cederá, cederá; dejemos obrar al amor.)  (Alto.)  Voy a ver a Hortensia y a su padre: ¿dónde nos veremos?

PATRICIO.-  En este mismo jardín.

DERMOD.-   (Sorprendido.)  ¡Aquí!

PATRICIO.-  Mi padre espera de un momento a otro a un amigo íntimo de toda la familia. Eduardo acaba de llegar, y yo no puedo separarme de aquí.

DERMOD.-  Basta: antes de una hora estaré de vuelta.  (Se oye ruido.)  ¿Qué es eso?

PATRICIO.-  Es mi familia; retiraos, ¡Ah! Si mi padre llegase a saber mi flaqueza... Adiós, adiós, amigo mío; en vuestras manos encomiendo mi esperanza y mi vida.  (DERMOD sale por la verja y sube a la muralla.)  Evitemos las miradas de mi padre, sobre todo las lágrimas de mi madre. Ocultémosles mis padecimientos. ¡Aquí están! ¿Dónde me esconderé? ¡Ah! Entraré en este pabellón... No puedo soportar ya ni su ternura ni su enojo.  (Entra en el pabellón, y DERMOD desaparece a lo lejos en el instante mismo en que sale la familia de DILLÓN de la casa.) 



Escena VII

 

DILLÓN, ANA, ISABEL, JORGE, MAURICIO, MARÍA.

 

ANA.-   (A su marido.)  Ya lo ves, esposo mío, nuestro hijo huye de nosotros.

ISABEL.-  Pero, madre mía, ¿qué tiene?

ANA.-  Isabel, tanto tu padre como yo lo ignoramos, absolutamente.

MARÍA.-  ¡Señor Dillón, señor Dillón! Mirad allá abajo el señor Dermod, ¡ese malvado que vuelve loco a nuestro señorito!

DILLÓN.-  María, te prohíbo que hables en esos términos de un hombre a quien apenas conocemos, y a quien mi hijo trata como amigo. ¿Por qué has de suponer en él el designio de perturbar la tranquilidad de una familia de que no puede tener queja?

ANA.-  Verdad es; pero confiesa que esa amistad tan extraña...

DILLÓN.-  Me da que pensar, lo confieso: sin embargo, puede ser inocente, y es una injusticia acusar a nadie sin datos... Querida Ana, tratemos de volver a nuestro hijo al seno de unos padres que le adoran por medio de la indulgencia y de la ternura. Pocas reconvenciones sobre todo: es preciso no exasperar un corazón que parece tan próximo a cerrarse a los dulces sentimientos de la naturaleza.

ISABEL.-  No lo creáis, padre mío, nunca ha dejado mi hermano de querernos.

JORGE.-  Si el amo quisiera hablar a su hijo, yo iría a mandarle...

DILLÓN.-  No, Jorge: ¡nada, nada de órdenes! Creería comparecer delante de un juez. Esperemos que él venga a hablar a su padre; la llegada de Eduardo torna la esperanza a mi corazón afligido: la tierna amistad que le une con mi hijo tendrá tal vez más imperio sobre él...

ISABEL.-  Sí, yo os lo aseguro: ya sabéis que Eduardo me da gusto en todo. Pues bien, yo le diré que es preciso que indague la causa de la tristeza de Patricio, y que le restituya a su familia si quiere verme feliz.

ANA.-  ¡Isabel!  (A su esposo.)  Roberto, no perdamos las esperanzas.

ISABEL.-  Dices bien; recobremos la alegría para recibir a Eduardo.

MARÍA.-  Tiene razón la señorita, todo saldrá bien.

JORGE.-  ¡Ah! En cuanto a eso de recibir al novio de nuestra señorita, creo que tendremos función, algo de baile, y...

ISABEL.-  Sí, madre mía, sí; ¡cuán agradable me sería sorprenderle!

JORGE.-  Se puede convidar a los amigos de la casa.

ISABEL.-  Sí, para un baile:  (Cortada.)  digo, si mamá lo permite.

ANA.-  Disponlo tú, querida Isabel; por hoy te cedo toda mi autoridad.

ISABEL.-  ¿De veras? Pues bien, ya veréis el uso que hago de ella. María, Jorge, Mauricio, vamos, pronto, escuchadme todos, voy a daros mis órdenes.

JORGE, MARÍA y MAURICIO.-  Aquí estamos, señorita, aquí estamos.  (Rodean a ISABEL, quien da a cada uno sus instrucciones.) 

ANA.-   (A su marido.)  Y tú, ¿no saldrás al encuentro a Eduardo?

DILLÓN.-  Ya tengo dadas mis órdenes con esa misma intención. Efectivamente Eduardo no es un extraño para nosotros; ya es uno de nuestros hijos, y voy a buscarle para traerle a tus brazos.

JORGE.-  Está entendido, señorita; nada se olvidará. En primer lugar, María va a disponer el cuarto del novio. En cuanto a Mauricio, puesto que él dice que le agrada más, no hay más que poner una cama, como de costumbre, en ese pequeño pabellón.

MAURICIO.-  ¡Toma! Es la habitación del jardinero, y puede uno cantar por la madrugada sin miedo de dispertar a nadie.

JORGE.-  En primer lugar, vuelo a convidar a la fiesta a todos los amigos de la casa, sobre todo a los más jóvenes, puesto que se trata de bailar. En cuanto a los preparativos de la función...

ISABEL.-  De todo lo demás yo me encargo con María y Mauricio.

UN CRIADO.-  Señor, los caballos están prontos.

ISABEL.-  ¡Hola! Padre mío, ¿vais a buscar a Eduardo?

DILLÓN.-  Sí, querida Isabel. ¡Qué! ¡Ya estás toda turbada! Vamos, no pierdas tiempo, da tus disposiciones para la función. Hasta después.

JORGE.-   (A quien MARÍA trae su bastón y su sombrero, mientras que un criado trae los suyos a DILLÓN.)  Vamos, vamos, no hay que perder tiempo.

ISABEL.-  ¡Cómo me palpita el corazón!  (DILLÓN abraza a su hija, saluda a su mujer, y sale con JORGE y el criado. MARÍA y MAURICIO se llevan a ISABEL, que parece estar conmovida; ANA DILLÓN los deja salir, y vuelve sus miradas hacia el pabellón.) 



Escena VIII

 

ANA, y poco después PATRICIO.

 

ANA.-  ¡Preciosa Isabel! Al menos ésa es feliz. ¡Ah! Si pudiera decir otro tanto de tu hermano... Está solo en el pabellón. Su padre teme preguntarle; tiene razón, y apruebo su modo de pensar; pero una madre no puede en ningún caso exasperar a un hijo: si yo lo llamase, ahora que todos están lejos...  (Mira si alguien viene. En el ínterin sale PATRICIO del pabellón, y cruza la escena como para entrarse en la casa.) 

PATRICIO.-   (Viendo a su madre, y deteniéndose.)  ¡Dios mío, mi madre!

ANA.-   (Volviéndose.)  Aquí está.  (PATRICIO parece titubear, y después hace un movimiento para alejarse.)  ¡Hijo mío!  (Se detiene, y parece no atreverse a llegar.)  ¿Ya no conoce mi hijo a su madre?

PATRICIO.-  ¡Ah, madre mía!  (Cae de rodillas, cubriendo de besos sus manos.)  Perdonadme; soy culpable, soy muy culpable: ¡sé cuántas penas os causa mi conducta! No merezco vuestro cariño: soy acreedor al enojo de mi padre: son justas todas vuestras reconvenciones: nunca serán tan grandes como las que me hace mi propio corazón.

ANA.-  ¡Cruel! Tu padre no está irritado; yo no te dirigiré otras reconvenciones que estas lágrimas que se escapan de mis ojos; pero tú has llenado de amargura el corazón de tus padres: eras su única esperanza, y ya ha desaparecido.

PATRICIO.-  ¡Ah! Tampoco yo tengo ya ninguna. Madre mía, Isabel no es culpable, no ha acibarado como yo vuestra felicidad. Apartad de un desgraciado vuestros ojos afligidos, y depositad en mi hermana sola todo el amor que repartís en el día entre los dos.

ANA.-  ¿Es decir, que no tiene a tus ojos precio alguno el cariño de una madre?

PATRICIO.-  ¿No tiene precio? ¡Madre mía! ¿Habéis conocido mi corazón, y podéis acusarle de tan cruel indiferencia? Soy un monstruo, yo que hago correr vuestras lágrimas, y sin embargo daría mi vida por enjugarlas.

ANA.-  ¿Será cierto, hijo mío?

PATRICIO.-  Si mi padre supiera cuánto le respeto, si supiese cuán encima del vulgo de los hombres le elevan a mis ojos su bondad y su virtud... Sin embargo, me cree un hijo desnaturalizado, y este corazón lleno de amor no sabe inspirar más que odio.

ANA.-  ¡Dios mío, qué idea tan cruel! ¿Nosotros aborrecerte? Mira a tu madre; contempla estas facciones alteradas por el dolor, estos ojos de tres meses a esta parte siempre llenos de lágrimas. Llega tu corazón al seno que te ha criado, y pregúntate a ti mismo si puedo aborrecerte.

PATRICIO.-  ¡Cómo! ¿Mi conducta culpable no ha apurado todavía todo vuestro amor?

ANA.-  Nunca, nunca: el amor de una madre no conoce término.  (PATRICIO se inclina sobre la mano de su madre y la besa con entusiasmo.)  Sí, hijo mío, sí; te amamos siempre, te amamos tal vez más, y padecemos como tú con tus penas. Pero, ¡cuánto menos amargas nos parecerían si te determinases a descubrirnos la causa de ellas! Óyeme: ahora estamos solos, nadie puede oírnos; yo guardaré tu secreto, si quieres ocultárselo a tu padre.

PATRICIO.-  ¡Santo cielo! ¿Qué exigís de mí?

ANA.-  ¿Tienes de nosotros alguna queja?

PATRICIO.-  ¡Dios mío, tanta bondad me abruma!

ANA.-  ¿Estás descontento con tu estado presente?

PATRICIO.-  ¡Mi estado! ¡Os suplico que no tratéis de penetrar en mi corazón! Yo os prometo que dentro de poco el triste espectáculo de mi dolor dejará de apesadumbraros; sí, mi suerte se va a cambiar, y hoy mismo.

ANA.-  ¿Qué quieres decir? Hoy mismo, ¿qué?...

PATRICIO.-  Hoy se acabarán mis penas.  (ANA le mira con inquietud. PATRICIO oculta el rostro volviéndose.) 

ANA.-  ¡Se acabarán tus penas, hijo mío!  (Se arroja en sus brazos, y le estrecha contra su pecho. Sale ISABEL.) 



Escena IX

 

ANA, PATRICIO, ISABEL.

 

ISABEL.-   (Alegremente.)  ¡Mamá, mamá! Venid a ver...  (Repara en su hermano y se detiene.)  ¡Ah! Estáis con mi hermano.  (Poniéndose entre los dos.)  Parece que estáis conmovida, ¡y él también! ¿Os ha confesado la causa de su tristeza?

ANA.-  No, hija mía, o se cree tu hermano demasiado culpable, o no conoce el corazón de sus padres.

ISABEL.-  ¿Qué decís? Esas reconvenciones van a aumentar su aflicción.  (A su hermano.)  ¿Sabes que ha llegado Eduardo?

PATRICIO.-  Sí, Isabel, y participo en esta ocasión de tu alegría.

ISABEL.-  Estamos disponiendo una función: espero que no nos dejarás hoy... ¡Oh! Yo te lo suplico por Eduardo y por mí.

PATRICIO.-  ¡Por ti! Sí, Isabel, me quedaré: seré testigo de tu felicidad y de la de mi tierna madre.

ISABEL.-   (A su madre.)  ¿Lo veis? Cede a una sola palabra que le he dicho. Pero venid, venid, porque, aunque me habéis cedido hoy toda vuestra autoridad, aun hacéis falta para disponer una porción de cosas.

ANA.-   (A PATRICIO.)  Hijo mío, nada exijo de ti: pero ten compasión de tu padre; ocúltale tu pena, o descúbrele la causa francamente.  (Se entra con ISABEL en la casa. Se ve a DERMOD venir hacia el jardín.) 



Escena X

 

PATRICIO, DERMOD.

 

PATRICIO.-  Mi madre tiene razón, ya es tiempo de poner término a mis pesares; pero, ¿cómo revelar la causa? ¡Oh, si el padre de Hortensia consintiese! Entonces se lo confesaría todo a mi padre. Pero si es preciso renegar...  (DERMOD entra.)  ¡Cielos! Entonces ya está decidida mi suerte.

DERMOD.-   (Lentamente.)  ¡Solo está! Vamos, es preciso triunfar.

PATRICIO.-  No me atrevo a preguntarle...

DERMOD.-  Amigo mío, os traigo temblando la respuesta que yo temía.

PATRICIO.-  ¿Rehúsan mis ofertas?

DERMOD.-  En cuanto llegué, toda la familia se reunió, y el temor y la impaciencia estaban pintados en las miradas que todos me dirigían. Saqué la carta fatal, y, faltándome el ánimo para hablar, la entregué silenciosamente a su padre. Disculpadme si no entro en los pormenores de una escena harto dolorosa; la conmoción que siento todavía os dice lo bastante.

PATRICIO.-  ¿Conque ya no hay esperanzas?

DERMOD.-  ¡Ninguna! Hortensia, abandonada al sentimiento, se ha decidido a ocultarse en un retiro; allí perecerán sin duda, víctimas del dolor, su juventud y su hermosura, y desaparecerán para siempre a los ojos de los hombres.

PATRICIO.-   (En la mayor desesperación.)   ¡Hortensia, Hortensia!

DERMOD.-   (Con energía.)  ¡Desdichado! ¿Y habéis de ser vos mismo su verdugo? En la flor de su juventud, adornada de todas las gracias, ardiendo por vos en el más fino amor, ¡la llevaréis a la tumba vos mismo con vuestras propias manos! No, nunca ha podido ella creerlo, ¡su corazón, su mismo amor la impiden acusaros de tanta crueldad! sus miradas me lo decían al separarme de ella, y en fin, ¡yo mismo quiero ver cómo os atreveréis a llevar a cabo tan horrendo crimen! Dejemos a otros corazones más insensibles enredarse en vanas discusiones; yo apelo de vos mismo, a vuestra propia conciencia, a la voz de la naturaleza, que resuena ya en vuestra alma. ¿Os manda Dios que inmoléis sin piedad a la criatura más perfecta? ¿Manda que bajéis los dos al sepulcro en lo mejor de vuestra vida? ¿Y cuándo? ¡Ah! amigo mío, ¿no conocéis que ese sentimiento que llena vuestra alma si no os decidís amargará vuestra existencia? Triunfad de vuestro terror, ceded a su imperio. Venid, venid a restituir la felicidad a una familia desesperada, venid a contemplar vos mismo aquella víctima sensible que muere si la abandonáis, y a quien una sola palabra vuestra puede salvar todavía de la tumba que la espera, y muy en breve... Venid.  (Procura arrastrarle.) 

PATRICIO.-  ¡Ah! ¿Qué es lo que me mandáis?

DERMOD.-  Que sigáis los impulsos de vuestro corazón.

PATRICIO.-  ¡Mi corazón! Si me atreviese a seguirlos, ya estaría a los pies de Hortensia; pero ¡abjurar! Dios mío, ¿con qué cara se lo confesaré a mi padre? ¿Cómo arrostrar sus miradas, su indignación tal vez? Amigo mío, nunca, nunca me atreveré.

DERMOD.-  ¿Nunca os atreveréis? Basta, ya he leído en vuestro corazón... Acabáis de dar vos mismo vuestro consentimiento a la amistad toca ahora concluir lo que empezó el amor.

PATRICIO.-  ¿Qué decís?

DERMOD.-  Sí, ya os comprendo, teméis el escándalo, no queréis afligir a vuestro padre, vaciláis entre el amor y la naturaleza; en hora buena, el cielo me inspira un medio para conciliar todos vuestros deberes. Esta noche, con el mayor silencio, con el más profundo secreto, sin pompa, sin testigos, nos reuniremos en el templo inmediato...

PATRICIO.-  ¡Ah!

DERMOD.-  Nadie lo sabrá. Vuestra misma esposa, satisfecha y tranquila, favorecerá nuestro misterio. Ya dichoso, cesaréis de afligir a vuestra familia, y renacerá para todos la felicidad. ¿Cómo? ¿Aun vaciláis? ¿Tembláis?

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PATRICIO.-  ¡Cruel!

DERMOD.-  Acordaos del dolor de Hortensia, de su amor... Reflexionad que tal vez expirante...

PATRICIO.-  Basta, basta, Dermod; Hortensia triunfó: corred: volad, no me deis tiempo para avergonzarme de mí mismo.  (Cae abrumado sobre un banco del jardín a la izquierda.) 

DERMOD.-  (¡Triunfé!)  (Alto.)  Vuelo a llevar a vuestra querida la prenda de su felicidad. (¡Vamos a disponerlo todo para la ceremonia! ¡Mañana todo Dublín sabrá mi victoria!)  (Sale precipitadamente.) 



Escena XI

 

PATRICIO.

 

PATRICIO.-  ¡Santo Dios! ¿Qué es lo que he hecho? ¿Al fin he consentido? No, no; ¡no abuséis de mi enajenamiento, Dermod!  (Se levanta y le busca.)  ¡Dermod! ¡Cielos, marchó ya! Corramos... ¿Qué he de decirle? ¿Yo, yo he prometido ser apóstata? ¡Jamás! Padre mío, vos me perdonaríais, lo sé, pero vuestro corazón quedaría despedazado. ¡Ah! ¿Y quiero menos a Hortensia? ¿He de sacrificarla? ¡Mi desgracia ha llegado ya al colmo! De cualquier manera he de ser un bárbaro... ¿Yo perjuro? Tal vez está ya Dermod en el templo, y mañana... ¡Qué escándalo! ¿Dónde huiré? ¿Dónde me esconderé? La muerte, sólo la muerte  (Reflexionando.) , sí, la muerte; ya hace tiempo que me reclama como su víctima; ¡debo morir!  (Ruido fuera y en la casa.)  ¿Dónde estoy? ¿Qué ruido es éste? ¡A mí, a mí me buscan sin duda para abrumarme con sus reconvenciones, para llamarme perjuro!  (Llega hacia la verja para salir.)  ¡Huyamos! ¡Dios mío, mi padre!  (Retrocede hacia la escena, y se detiene espantado; DILLÓN, EDUARDO y algunos criados entran por la verja; ANA, ISABEL, MARÍA y MAURICIO vienen de la casa.) 



Escena XII

 

DILLÓN, ANA, EDUARDO, PATRICIO, ISABEL, MARÍA, MAURICIO, algunos criados, y después JORGE.

 
 

MARÍA y MAURICIO vienen, llegan los primeros y miran por la verja.

 

JORGE.-  Ahí está, señora, ahí está; él es.

EDUARDO.-   (Corriendo a ANA, y besándole la mano.)  Señora, permitidme que os dé el dulce nombre de madre.

ANA.-   (Cogiendo la mano de ISABEL y presentándola a EDUARDO.)  Sí, querido Eduardo; Isabel y sus padres os dan ese derecho.

EDUARDO.-  ¡Adorada Isabel! ¿Conque es cierto?...

ISABEL.-  Eduardo, yo siempre he creído todo lo que dice mi madre.  (PATRICIO está sumergido en su dolor; ANA lo observa.) 

MAURICIO.-   (A MARÍA.)  ¡Qué bien mandada es!

MARÍA.-  ¡Toma! Todas las chicas lo son cuando se trata de eso.

DILLÓN.-   (Cogiendo la mano de su hijo.)  Hijo mío...  (PATRICIO se estremece y trata de serenarse.)  ¿No abrazas a Eduardo, tu amigo, tu hermano dentro de poco?

PATRICIO.-  Sí, padre mío.  (Alzando la voz.)  ¡Querido Eduardo!

EDUARDO.-  ¡Caro amigo!  (Se abrazan.) 

ANA.-   (A su marido.)  Su corazón es el mismo.

PATRICIO.-   (Con tristeza.)  Vas a enlazarte con mi hermana... Mis padres te quieren... Eduardo, ¡sé para ellos un verdadero hijo! La felicidad de Isabel y de toda mi familia es mi primer deseo.  (Entra JORGE sofocado y sudando.) 

MARÍA.-  Ya está aquí mi padre.  (Coge su sombrero y su bastón.) 

JORGE.-  Todas las personas que la señorita me ha enviado a convidar van a ir llegando casi detrás de mí para dar la enhorabuena a la novia: ¿dónde se las recibirá?

ISABEL.-  Aquí mismo; todo lo tengo dispuesto ya para la función.  (PATRICIO se ha alejado a la llegada de JORGE; su misma agitación le hace vacilar, y se apoya contra un árbol.) 

ANA.-   (Que le observa.)  ¡Santo Dios!  (Corre hacia él.)  Hijo mío, ¿qué tienes?  (Todos se acercan y le miran inquietos.) 

PATRICIO.-  Madre mía, no os asustéis... No puedo negarlo; padezco demasiado; un fuego extraño me devora y me consume... Permitidme que me aleje... Yo perturbaría la función de mi hermana.

ANA.-  ¿Función? ¿Puede haberla para tu madre?

PATRICIO.-  ¡Adiós, padre mío! ¡Permitidme que bese vuestras plantas antes de dejaros!  (Se arroja a sus pies.) 

DILLÓN.-   (Levantándole.)  ¿Qué haces? Nunca tus padres te han cerrado su corazón.

PATRICIO.-  ¿Me perdonáis?

DILLÓN.-  Patricio, aquí todos te queremos: tú solo eres el que...  (ANA le hace señal para que no le diga ninguna palabra demasiado áspera.) 

ISABEL.-   (A JORGE.)  Ya me pesa haber pensado en esta diversión.

JORGE.-  Pues ya está aquí la gente.

PATRICIO.-  ¡Adiós, Isabel! Eduardo, ¡consuela a mis padres!  (Se aleja rápidamente.) 

ANA.-  Jorge, sigue a mi hijo, observa todas sus acciones, y no te apartes de él.

JORGE.-  No tengáis cuidado, señora; os avisaré si sucediese cualquier cosa.  (Se ve ir llegando la gente para el baile por diversas partes.) 



Escena XIII

 

ANA, ISABEL, DILLÓN, EDUARDO, MARÍA, MAURICIO, criados, toda la sociedad, y después JORGE.

 
 

Los criados traen sillas, que colocan a los dos lados, mientras que la gente va entrando y saluda a la familia de DILLÓN y a EDUARDO. Todo el mundo se coloca. Baile, etc. En el último término, en el momento en que concluye, se ve a JORGE que vuelve de fuera, y ANA sale a su encuentro.

 

ANA.-  Y bien, Jorge, ¿qué hace mi hijo?

JORGE.-  Tranquilizaos, señora; está mucho mejor, y al parecer más sereno: ha escrito, con bastante agitación, una carta que debe ser muy corta, según lo poco que ha tardado en escribirla.

ANA.-  ¿Una carta?¿A quién?

JORGE.-  Lo ignoro, porque se ha empeñado en salir él mismo para entregarla a un mozo. Enseguida se ha entrado en su cuarto, como de costumbre, y me ha suplicado que le dejase solo, porque tenía gana de descansar.

DILLÓN.-  ¡Extraña conducta! Esa carta debe encerrar algún arcano.

EDUARDO.-  Espero que consigamos aclarar ese misterio.  (Durante este tiempo la sociedad se dispone para retirarse.) 

DILLÓN.-  Jorge, saca luces.  (Se quitan los asientos; varios criados sacan hachones de viento; la sociedad se retira después de los cumplimientos de costumbre, y un lacayo alumbra cada grupo con un hachón; toda la familia de DILLÓN acompaña hasta fuera de la verja a los concurrentes más íntimos, que salen los últimos, hasta perderse de vista por entre los árboles: JORGE, MAURICIO y MARÍA salen también y hasta la verja, desde donde ven pasar los diversos grupos. Mientras que todos están a esta distancia sale PATRICIO furtivamente de la casa en un desorden moral extraordinario.) 



Escena XIV

 

PATRICIO, solo en el jardín, las demás personas fuera de la verja.

 

PATRICIO.-  Cesó el ruido del baile: todo el mundo se ha marchado; la oscuridad es profunda; vamos, prevengamos la deshonra. Todo lo he previsto; allí...  (Señalando al pabellón.)   Sí, allí será... No tendré testigos... No perturbaré el descanso de mi padre... Mañana... Es preciso... Vamos... Que no me encuentre ya Dermod a su regreso... Gente viene: ¡mi familia!  (Subiendo al pabellón.)  ¡Padre mío! ¡Querida madre! Adiós... Para siempre... ¡Adiós!  (Entra en el pabellón.) 



Escena XV

 

DILLÓN, ANA, ISABEL, EDUARDO, JORGE, MARÍA, MAURICIO.

 

JORGE.-  ¡Eh! ya se marchó todo el mundo; ¡se va haciendo tarde!

MARÍA.-   (Saliendo del vestíbulo.)  Todo está corriente en el cuarto del señor Eduardo.

DILLÓN.-  Vamos, hijos míos; entremos en casa; mañana la aurora alumbrará vuestros desposorios, y los vuestros también, amigos míos; y ese día será completamente feliz, tanto para vosotros como para vuestras familias. Jorge, cierra todas las puertas.

JORGE.-   (Con importancia.)  Es mi costumbre, señor Dillón; nunca me acuesto sin hacer antes mi visita general de todas las dependencias de la casa.  (DILLÓN aprieta amistosamente la mano de EDUARDO, mientras que su mujer abraza a ISABEL; EDUARDO da la mano a ANA; a ISABEL la acompaña su padre y van entrando en la casa.) 



Escena XVI

 

JORGE, MARÍA, MAURICIO.

 

JORGE.-  Ahora bien, es preciso tratar de dar cama a este muchacho.

MAURICIO.-  ¡Oh! Por eso no os apuréis, porque yo, si queréis, no me acostaré.

MARÍA.-  ¡Pues!

MAURICIO.-  Como soy, María; estoy tan contento y tan satisfecho... que estoy seguro de que no voy a dormir: conque así...

MARÍA.-  Cabalito; ¡para que amanezcas mañana con la cara tan larga, y con tantas ojeras!... Pues yo quiero que duermas.

JORGE.-  ¡Pardiez! Eso pronto está compuesto; no hay sino poner una cama.

MARÍA.-  Vos, padre, podéis ir cerrando las puertas, y entretanto yo haré lugar para ponerla en ese pabellón.

MAURICIO.-  Y yo voy contigo.

MARÍA.-  No es necesario.

JORGE.-  Vamos, despáchate...  (MAURICIO quiere seguirla; se establece entre los dos una pequeña lucha para impedírselo.)  Mientras que yo voy a buscar la llave grande para cerrar la verja.  (Entra en el vestíbulo de la casa, y MARÍA en el pabellón; DERMOD baja de la muralla y se dirige hacia la verja.) 

MAURICIO.-   (Solo.)  ¡Hola! ¿Quién pasa por allí? ¿No es un hombre?  (Se oyen gritos y ruido en el pabellón.)  ¿Qué voces son éstas? ¡San Jorge! ¿Qué será?

MARÍA.-   (Sale del pabellón.)  ¡Ay, padre mío, padre mío!

JORGE y MAURICIO.-  ¿Qué es eso, qué es eso?

MARÍA.-  ¡Un hombre!... ¡Un hombre asesinado!

JORGE.-  ¡Un hombre asesinado!

MAURICIO.-  ¡Dios mío!

MARÍA.-   (Señalando con espanto.)  Allí... allí...  (Corre hacia la casa.)  Señor Dillón, socorro, socorro.  (DERMOD se apresura a bajar hacia la verja. JORGE y MAURICIO entran en el pabellón.) 



Escena XVII

 

DERMOD.

 
 

Abre de repente la verja, pero no da un solo paso.

 

DERMOD.-  ¡Un hombre asesinado en la casa de mi enemigo! Observemos.  (Se queda junto a la verja. JORGE y MAURICIO salen del pabellón. Casi al mismo tiempo acude corriendo toda la familia, DILLÓN detrás de MARÍA.) 



Escena XVIII

 

DILLÓN, ANA, EDUARDO, ISABEL, JORGE, MAURICIO, MARÍA, DERMOD.

 

JORGE y MAURICIO.-   (Salen dando un grito de espanto.)  ¡Ah!

JORGE.-  ¡Es el señorito!

DILLÓN.-   (Precipitándose en el pabellón.)  ¡Un asesinato! ¡En mi casa!

JORGE.-   (Oponiéndose al paso de ANA, que acude con EDUARDO.)  ¡Ah, señora, no os acerquéis, yo os lo suplico!... ¡Retiraos!

ANA.-  ¿Yo no? ¿Por qué?

ISABEL.-   (Llegando la última.)  Madre mía, madre mía, mi hermano no está en su cuarto.

ANA.-   (A quien todos tratan de contener.)  ¡Mi hijo! ¡Ah! ¡Dejadme, dejadme!  (Corre hacia el pabellón; pero al llegar sale DILLÓN en un desorden espantoso. Al verle se detiene, y da un grito de horror adivinando su desgracia en los ojos de su esposo.)  ¡Ah! ¡Mi hijo ya no existe!  (Cae desmayada en los brazos de JORGE: EDUARDO la sostiene.) 

ISABEL.-   (Queriendo entrar.)  ¡Hermano mío!  (Corre hacia el pabellón, DILLÓN la contiene cogiéndola un brazo. Consternación general. DERMOD da algunos pasos, lo observa todo, y cae el telón al completarse este cuadro final.) 




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