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ArribaAbajoActo II

 

El teatro representa un vestíbulo que da sobre un jardín, en el cual se ve el pabellón donde ha perecido el joven DILLÓN. Se conoce que esta decoración es correlativa a la primera, y que la puerta del fondo del vestíbulo es la misma cuya fachada exterior se ha visto en el primer acto. A derecha e izquierda, en los segundos y terceros bastidores, puertas de distintas habitaciones. Una lámpara de varios mecheros, colgada de la bóveda, alumbra todo el interior del vestíbulo; el exterior está sumergido en la oscuridad, o sólo iluminado por una luz azulada, efecto de la luna. Un sillón, un velador y una mesa.

 

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Escena I

 

DILLÓN, su mujer, ISABEL, MARÍA.

 
 

Al levantarse el telón ya están todos en escena. DILLÓN, en pie delante de una de las puertas laterales y mirando con inquietud hacia el fondo, parece estar allí para impedir que entre nadie en el gabinete. Al otro lado ANA está tendida sobre un sillón, ISABEL a sus pies, y MARÍA le da a oler varios espíritus que hay sobre el velador inmediato.

 

DILLÓN.-  Me estremece el más leve ruido que interrumpe el silencio aumentando el horror de esta funesta noche. Si alguien desde la muralla o desde las casas vecinas nos hubiese visto trasportar aquí el cuerpo de nuestro desgraciado hijo, ¡ah! ¡éramos perdidos!  (ANA hace un movimiento de espanto.)  ¡Silencio!  (Llegándose a ella.)  Querida esposa, y tú, hija mía, en nombre del cielo sofocad vuestros sollozos, ahogad los gritos de vuestro dolor; temblemos si inspiramos la menor sospecha. ¡Ah! ¿Ignoráis que una ley severa condena a ser expuesto en un cadalso el cuerpo del infeliz que se ha suicidado?

ANA.-   (Levantándose.)  ¿Es posible?

ISABEL.-  ¡Padre mío!

DILLÓN.-  Su cadáver sangriento es entregado al verdugo, ultrajado por un populacho bárbaro y furioso, arrastrado ignominiosamente, y arrojado lejos de la ciudad, privado además de la sepultura.

ANA.-  ¡Hijo mío!

DILLÓN.-  Salvemos a lo menos, salvemos de esos horrores los restos de nuestro hijo; ocultemos su muerte, y esforcémonos, por un exceso de amor, a triunfar de la naturaleza.

ANA.-  Sí, sí, esposo mío: ¡silencio! No lloremos más.  (Procura contener las lágrimas.) 

MARÍA.-  ¡Pobre madre! ¡Qué desgraciada, Dios mío, qué desgraciada!  (JORGE entra por el fondo con una linterna en la mano, da algunos pasos, se detiene, escucha, parece lleno de temor.) 

ISABEL.-  Aquí está Jorge.



Escena II

 

Dichos, JORGE.

 

DILLÓN.-  ¿Y bien, Jorge?

JORGE.-  Ya son las dos; no metáis ruido; en medio del silencio de la noche, el menor movimiento podría despertar a los vecinos.  (Deja su linterna en el suelo.) 

DILLÓN.-  ¿Pudo salir Eduardo sin ser visto?

JORGE.-  Sí, señor. Lo primero que hice fue entreabrir con mucho tiento la puerta de la calle, y, tapando mi linterna, asegurarme de que no pasaba un alma al mismo tiempo. Entonces el señor Eduardo y Mauricio se fueron escurriendo a lo largo de la tapia; nadie puede haberlos visto.  (ANA e ISABEL le miran con asombro.) 

MARÍA.-   (A su padre.)  ¿A qué ha salido Mauricio?

JORGE.-   (Enfadado.)  ¿A qué? A acompañar a su amo... ¡de noche!

ISABEL.-  ¡Eduardo nos ha dejado, padre mío!

ANA.-  ¡Y en unos momentos tan terribles!

DILLÓN.-  ¡Ah! No le culpéis; es un modelo de amistad: le he suplicado que fuese a verse con algún sacerdote de nuestro culto, y que acordase con él sigilosamente los medios de poder dar sepultura en secreto a nuestro hijo.

JORGE.-  Y para que el señor Eduardo y Mauricio puedan entrar sin tener que llamar, lo cual sería peligroso, he dado a cada uno una llave, y al volverme he apagado las luces y cerrado las ventanas de todas las piezas que dan a la calle; hasta ahora todo está tranquilo en el barrio.  (Aparte a DILLÓN.)  Querido amo, mientras que vuelve el señor Eduardo, os suplico que os alejéis de este sitio; la vista de ese gabinete es demasiado penosa para vos y para la señora.

DILLÓN.-  Para ella, sí, Jorge; pero en cuanto a mí, yo debo...

JORGE.-  Nosotros nos quedaremos aquí: ¡María y yo cumpliremos con tan triste deber! ¡Obligad a las señoras a que hagan por descansar!

DILLÓN.-   (A su mujer.)  Ana, Jorge me dice que sería más prudente retirarnos a nuestra habitación.

ANA.-  ¡Por Dios! Yo te lo suplico... ¡Déjame al lado de mi hijo!  (Se dirige hacia el gabinete.) 

DILLÓN.-   (Deteniéndola.)  No, querida esposa; ¡ese espectáculo es demasiado doloroso!  (Hace señas a los demás para que le ayuden.)  Isabel...

ISABEL.-   (Cogiendo la mano de su madre.)  Os lo suplicamos, madre mía; venid, venid a vuestro aposento.  (DILLÓN e ISABEL se llevan, no sin trabajo, a ANA; JORGE se une a ellos para obligarla a retirarse.) 



Escena III

 

JORGE, MARÍA; y poco después MAURICIO.

 
 

Luego que ANA, su marido y su hija se han entrado, JORGE corre hacia el jardín, como si se le hubiera olvidado alguna cosa.

 

MARÍA.-   (Corriendo detrás de él.)  ¡Padre, padre! ¡Ah! No, no os vais a estas horas; no me dejéis sola.

JORGE.-  ¿Y por qué no? Es preciso ir a observar lo que pasa por fuera.

MARÍA.-  ¡Ay! No, no, padre mío, quedaos aquí, o me voy yo con vos; ¡tengo tanto miedo!...

JORGE.-  Vamos, niña, es caso de que...  (Alto.)  ¡Chito!  (MAURICIO aparece en el fondo.) 

MARÍA.-  ¡Dios mío! ¿Qué es aquello?

MAURICIO.-   (En el fondo.)  ¡Chis!

JORGE.-  ¿Eh?

MARÍA.-  ¡Llaman!

MAURICIO.-   (A media voz.)  Señor Jorge, ¿estáis por ahí?

MARÍA.-  ¡Ah! ¡Es Mauricio!

JORGE.-  ¡Mauricio!

MARÍA.-  Ven, ven... Aquí estamos,

JORGE.-  Y bien, Mauricio, ¿qué hace tu amo? ¿Qué noticias nos traes?

MAURICIO.-  Nada bueno, señor Jorge. ¡Si supierais!

LOS DOS.-  ¿Qué?

MAURICIO.-  ¡Pobre señor Dillón! ¡Sólo un milagro de la Providencia le puede salvar!

MARÍA.-  ¿Qué dices?

JORGE.-  ¿Qué? ¿Se sabe ya por la ciudad?...

MAURICIO.-  ¿Si se sabe, eh? ¡Canario! Todito... ¿Qué digo? ¡De otra cosa se trata, pardiez!

LOS DOS.-  ¿De qué?

MAURICIO.-  ¡No corre más que una voz por todo Dublín! ¡Dicen que el muchacho ha sido asesinado!

LOS DOS.-  ¿De qué?

MAURICIO.-  Asesinado...

JORGE.-  ¿Pues qué, no hay más que?... ¿Y por quién?

MARÍA.-  Sí, ¿por quién?

MAURICIO.-  ¿Por quién, eh? Mientras tanto, ya conocéis que un asesinato cometido en una casa, cerrada, de noche... Señor Jorge, ¡somos perdidos, somos perdidos!  (Se oye un rumor confuso y lejano.) 

MAR.-  ¡Ay, Dios mío!

JORGE.-  Parece que se oyen voces alrededor de casa.  (MARÍA corre a escuchar al fondo.) 

MAURICIO.-  ¡Llamemos al señor Dillón!

JORGE.-  Aguarda... ¿A qué alarmar todavía a todo el mundo?

MARÍA.-   (Desde el fondo.)  Oigo gente correr por la calle. ¡Ah! ¡Alguien entra!

JORGE y MAURICIO.-  ¡Entran!

MARÍA.-  Tranquilizaos... ¡Es el señor Eduardo!

JORGE.-  Ahora sabremos...  (EDUARDO entra precipitadamente.) 



Escena IV

 

Dichos, EDUARDO.

 

EDUARDO.-   (Con la mayor turbación.)  ¡Jorge! ¡María! ¿Dónde está el señor Dillón?

MARÍA.-  Señor Eduardo, ¡qué cara tan asustada traéis!

EDUARDO.-  Os pregunto dónde está vuestro amo.

MARÍA.-  En el cuarto de la señora con la señorita.

EDUARDO.-  ¿No sabe todavía?... No, ya lo veo. ¡Santo Dios! ¿Cómo le diré?...

JORGE.-  ¿Cómo, señor Eduardo, será cierto lo que acaba de decirnos Mauricio? ¿Se cree que el señorito ha sido muerto violentamente?

EDUARDO.-  Sí, amigos. ¡Dichosos nosotros si no pasan las conjeturas que se forman de tan horrible suposición! Pero acusar...

TODOS.-  ¿A quién?

EDUARDO.-  Amigos míos, vosotros tenéis cariño a vuestro amo; si se viese en peligro de perder la vida ¿haríais todo lo posible por salvarle?

MARÍA.-  Sí, señor, sí; todo lo arrostraríamos.

JORGE.-  ¡Mi amo en peligro!

EDUARDO.-  Pues bien; Jorge, María, es preciso ayudarme por todos los medios posibles.

JORGE.-  Pero, ¿a qué?

EDUARDO.-  ¡No hay que perder tiempo! Tú, María, entra y procura con cautela sacar aquí a Isabel; es necesario que yo la hable.

MARÍA.-  Sí, señor.

EDUARDO.-  Vos, Jorge, colocaos en la puerta de la calle: mucho me temo que haya un motín. Si el tropel se aumentase avisadme.

JORGE.-  Entiendo.

EDUARDO.-  Tú, Mauricio, sal de casa, corre a las casas consistoriales, observa cuanto suceda, y vuelve a avisarme.

MAURICIO.-  Allá voy.

EDUARDO.-  Andad, amigos, andad; ¡quiera el cielo proteger mis designios!  (Los tres salen. JORGE y MAURICIO por el fondo, y MARÍA por un lado.) 



Escena V

 

EDUARDO.

 

EDUARDO.-  ¡Acusar a un padre de la muerte de su hijo! ¡Cruel prevención!... funesta y bárbara ignorancia, ¡éstos son tus efectos! ¡Por ti los hombres, los hermanos, los hijos de un mismo Dios arden en el deseo de derramar su sangre! ¡Y hombres perversos, monstruos execrables, provocan estos odios insensatos! ¡Y combatiendo con estas armas sacrílegas, encuentran cómplices que ensalcen sus delitos! ¡Desgraciado Dillón! Sesenta años de virtudes y una vida entera irreprensible no bastan a salvarte... Eres católico, ¡y una sola palabra te ha proscrito!  (MARÍA trae consigo a ISABEL.) 



Escena VI

 

EDUARDO, MARÍA, ISABEL.

 

MARÍA.-  Sí, señora, el señor Eduardo es quien quiere hablaros.

ISABEL.-  ¡Eduardo!

EDUARDO.-  ¡Ah, querida Isabel!

ISABEL.-  Amigo mío, ¿por qué no entráis a ver a mi madre? ¡os aguarda con tanta impaciencia! ¡Ah! Venid... vos sois el único que podéis reanimar a mis padres, e inspirarles algún valor.

EDUARDO.-  ¡Algún valor! ¡Ah, Isabel, cuánto necesitan! Estáis muy lejos de figuraros la enormidad del peligro que amenaza a vuestro padre.

ISABEL.-  ¿A mi padre?

EDUARDO.-  Si los gritos de un populacho furioso no fuesen a instruiros dentro de poco de tan horrible verdad, os sería imposible creerme: yo mismo dudo aún si mis sentidos me han engañado. ¡Ah, Isabel, el odio es, el rencor sin duda quien busca, quien reclama una víctima, porque no está en la naturaleza el acusar a un padre del asesinato de su hijo!

ISABEL.-  ¡Cielos! ¿Qué decís?

MARÍA.-  ¿El señor Dillón?...

EDUARDO.-  ¡Isabel, la ternura de vuestra alma, la inocencia de vuestro corazón, vuestra juventud, y sobre todo la prudencia de vuestros padres, ha corrido hasta este día un velo entre vos y las preocupaciones crueles de los hombres! ¿Nunca habéis sabido hasta qué extremo puede llevar la prevención y la injusticia una imaginación extraviada y privada de la luz de la verdadera religión? ¿Nunca os habéis figurado siquiera a qué injusticias puede arrastrar el error? ¡Os estremecéis! Sí, Isabel; se dice que vuestro hermano iba a mudar de religión, y acusan a vuestro padre de haberle inmolado.

ISABEL.-  ¡Santo Dios!

EDUARDO.-  Sí, Dios... sólo a Dios se puede invocar contra tan horrible suposición.

ISABEL.-  ¡Un padre inmolar a su hijo! Eduardo, ¿es posible semejante crimen?

EDUARDO.-  No, Isabel.

ISABEL.-  Pues bien, mi padre se justificará.

EDUARDO.-  Es perdido si no conseguimos librarle de sus acusadores, de sus jueces, del populacho de esta ciudad. Yo he contado con vuestro cariño, con vuestro valor, con el imperio que os da el amor de vuestros padres, para salvarlos de la última desdicha.

ISABEL.-  Sí, Eduardo; hablad: ¿qué hay que hacer?

EDUARDO.-  Es preciso convencer a vuestro padre para que abandone su casa, que huya, que salga de Dublín.

ISABEL.-  ¿Durante la noche?

EDUARDO.-  Al momento; pero al mismo tiempo que unamos nuestros esfuerzos para llevarle lejos de aquí, respetemos el corazón de un padre; que no sepa nunca que se le acusa de un parricidio; no tendría valor para resistir a tan horrible acusación.

ISABEL.-  ¡Oh! No, no, que lo ignore... ¡mi madre sobre todo! Eduardo, ¡cuánto me conmueve vuestro amor a mi familia!

EDUARDO.-  Vamos, Isabel, no perdamos un instante.

ISABEL.-  Venid.  (Van a entrarse en las habitaciones, pero de repente se oye una confusa vocería, y se detienen espantados.) 

EDUARDO e ISABEL.-  ¡Santo cielo!  (JORGE llega corriendo con el mayor espanto.) 



Escena VII

 

Dichos, JORGE.

 

JORGE.-  ¡Ah! Señor Eduardo, somos perdidos.

EDUARDO.-  ¿Qué hay?

JORGE.-  La calle se llena de gente que se agolpa a nuestra puerta; todos hablan y se agitan. «Allí es... sí, señor... en casa del señor Dillón...» repiten mil voces confusas. En fin; todo anuncia una catástrofe, y no extrañaré que dentro de poco nos obliguen a abrir las puertas.

ISABEL.-  ¿Qué sería entonces de nosotros?

EDUARDO.-  No, no se atreverán antes de la venida de los magistrados; podemos aprovecharnos de ese mismo desorden; pero es preciso darnos prisa.  (Se oyen de repente grandes voces, y el ruido de varios vidrios rotos como a pedradas. Todos dan un grito de espanto.) 

EDUARDO.-  Isabel, por Dios, conservad vuestro valor. Yo corro a...  (Se oye ruido también en las habitaciones.) 

ISABEL.-   (Deteniendo a EDUARDO.)  Deteneos.  (DILLÓN y su mujer entran precipitadamente.) 



Escena VIII

 

Dichos, DILLÓN, ANA.

 

DILLÓN.-  ¡Santo Dios! ¿Qué tumulto es ése?

ANA.-   (Corriendo hacia ISABEL.)  ¡Hija mía!

EDUARDO.-   (Precipitándose hacia DILLÓN, que al parecer quiere salir.)  Deteneos; que no os vean.

DILLÓN y ANA.-  ¡Eduardo!

EDUARDO e ISABEL.-  ¡Silencio!

JORGE.-  ¡Querido amo! Somos perdidos.

ANA.-   (A su esposo.)  Roberto, no entregues a nuestro hijo.

DILLÓN.-  Entregar a mi hijo, ¡nunca!  (Se oyen golpes fuertes afuera.) 

MARÍA.-   (Entrando.)  Señor, señor, quieren echar las puertas abajo, quieren romper las ventanas.  (Se oyen gritos del populacho. El espanto de la familia de DILLÓN llega a su colmo; cada cual parece buscar un medio de salvarse. De repente suena un estrépito espantoso de ventanas forzadas y vidrieras hechas pedazos. Todos dan un grito de horror. ANA se arroja en los brazos de su esposo; ISABEL se ampara de EDUARDO; MARÍA cae sobre una silla; JORGE permanece en el fondo. Momentos de silencio. Todos escuchan con la mayor zozobra: el ruido va disminuyendo.) 

JORGE.-  Parece que se alejan.  (Se oye el ruido de las armas de los soldados, que se suponen llegar hasta la puerta y dispersar la multitud. MARÍA se levanta y se acerca a su padre.) 

MARÍA.-   (Escuchando.)  Sí, sí; tranquilizaos, señor: oigo pisadas que parecen de soldados.

TODOS.-  ¡Soldados!

MARÍA.-  Sí... Y una voz ha gritado, «retiraos...».  (Escucha.)  Sí... «retiraos» dicen.

DILLÓN.-  Ya no hay remedio; es pública nuestra desgracia. Eduardo, ¿habéis visto a aquel sujeto? ¿Nos puede quedar alguna esperanza?

EDUARDO.-  No, amigo mío; ninguna: vuestra desgracia ha llegado al colmo, y sobrepuja todo lo que la imaginación más exaltada puede llegar a temer. No sé qué voz, qué espíritu infernal empeñado en vuestra perdición ha revelado la muerte de vuestro hijo. El odio, la ignorancia, el fanatismo, el furor la han pintado al momento con el más negro colorido; se han supuesto las circunstancias más atroces. Los magistrados están instruidos, y reunidos ya en las casas consistoriales se disponen a daros el golpe más terrible.

DILLÓN.-  ¿Los magistrados lo saben? Basta, Eduardo, basta; cierta es nuestra perdición. Sí, todo el oprobio que puede humillar a los hombres va a recaer sobre un anciano, sobre una madre, sobre una hija inocente. ¡Crueles! ¡Pondrán en un cadalso el cuerpo de mi hijo, y harán apurar las heces de la ignominia a una familia expirante! Será preciso abandonarlo todo, ¡amigos, parientes, patria!... Será forzoso huir, e ir a esconder a un desierto nuestra vergüenza, nuestra miseria y nuestro dolor.

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EDUARDO.-  ¡Ah! Ni aun podéis sospechar...

ISABEL.-  ¡Eduardo!

EDUARDO.-  Sí, amigos míos, es preciso huir; no os queda otro recurso. Huid; mi familia os ofrece un asilo en Edimburgo; yo mismo os conduciré a sus brazos, y nunca os abandonaré. Soy vuestro hijo, soy el esposo de Isabel, nuestra suerte será una misma. Venid, amigo, venid... Padre mío, favorecido por las tinieblas, aun podréis escaparos por entre la muchedumbre, o bien por la muralla. Sí; hasta ahora no se puede haber dado ninguna orden. Venid, probaremos este último arbitrio.

ISABEL.-  Sí, querido padre, venid.

DILLÓN.-  ¿Qué hacéis, hijos míos? ¿Y mi esposa?

EDUARDO.-  No os abandonará.

ANA.-  ¿Y por qué hemos de salir de esta casa? ¿Quién cuidará del cuerpo de mi hijo? ¿Quién implorará la piedad de los magistrados?

JORGE y MAURICIO.-  Nosotros, señora, nosotros.

EDUARDO.-  Acordaos de que pueden privaros de la libertad, y separaros piara siempre de vuestro esposo.

ANA.-  ¡De mi esposo!

DILLÓN.-  Pero, Eduardo...

EDUARDO.-  En nombre de lo que más améis, ceded a mis ruegos.

ISABEL.-  Padre mío, si me amáis, si tenéis compasión de mi suerte, dejaos llevar por Eduardo.

DILLÓN.-  Queréis...

ISABEL, EDUARDO, JORGE y MARÍA.-   (Con el mayor fervor.)  Os lo suplicamos.

ANA.-   (Sorprendida.)  ¿Cómo? Todos...

DILLÓN.-  ¡Qué misterio!

EDUARDO.-  Un solo instante puede completar vuestra ruina.

ANA.-  ¡Su ruina!  (A ISABEL.)  Pero qué, ¿corre tu padre algún otro riesgo?

ISABEL.-  Sí, madre mía, sí... Va en ello su vida.

ANA.-  ¡Su vida! Marchemos, marchemos.  (Se oyen pasos precipitados.) 

EDUARDO.-  ¡Silencio!...

MAURICIO.-   (Dentro.)  ¡Señor Dillón! ¡Señor Dillón!

MARÍA.-  Este es Mauricio.



Escena IX

 

Dichos, MAURICIO.

 

MAURICIO.-  ¡Señor Dillón! ¡Ah! Estáis aquí... ¡Gracias a Dios! No puedo más... he...

EDUARDO.-  Y bien, ¿qué?

MAURICIO.-  Señor Dillón, vienen a prenderos.

TODOS.-  ¡A prenderle!

DILLÓN.-  ¿A mí?

MAURICIO.-  Toda la justicia viene detrás de mí. ¡Oh! y hay justicia en Dublín, hay justicia... Eso estremece.  (Consternación general.) 

EDUARDO.-  ¡Tan pronto!

MAURICIO.-  Y el mismo señor diputado de la Corona en persona: estaba en el consejo deliberando asunto de la mayor importancia, y el ruido del motín le hace tomar cartas en el juego.

ISABEL.-  ¡Dios mío!

MAURICIO.-  Conque así, ya podéis cerrar y atrancar bien las puertas.

EDUARDO.-  Querido amigo, es preciso tratar de salir de aquí a toda costa.

ISABEL.-  ¡Sí!

MAURICIO.-  ¿Salir? ¡Qué! ¿Por dónde? Toda la casa está rodeada de soldados... Ahora mismo acaban de dar orden de no dejar salir a nadie.

EDUARDO.-  ¡Ya es tarde!

ISABEL.-  ¡Qué va a ser de él!

JORGE.-  ¡Pobre señor!

ANA.-  ¿Qué hacemos?

DILLÓN.-   (Con serenidad.)  Resignémonos a la voluntad del Señor, y roguémosle que se digne ablandar en favor de mi hijo el corazón de los magistrados.  (Se oyen varios golpes.) 

UNA VOZ.-   (Dentro.)  En nombre del diputado de la Corona, abrid.  (Movimiento general de espanto.) 

DILLÓN.-  Jorge, ve a abrir la verja del jardín.  (JORGE vacila y mira a EDUARDO, que le dice que no con la cabeza; ISABEL está sumergida en la mayor desesperación. ANA parece tratar de adivinar por quién debe temblar.) 

DILLÓN.-   (Después de un momento de silencio.)   Andad, Jorge, andad; es forzoso obedecer.

JORGE.-   (Mirando a EDUARDO.)  Es forzoso... Querido amo... voy.  (Sale consternado.) 



Escena X

 

Dichos, menos JORGE.

 

ISABEL.-   (A EDUARDO en voz baja.)  Eduardo, ¿será preciso instruir a mi padre?

EDUARDO.-   (A ISABEL en voz baja.)  ¡Ah! Tal vez no se atreverán a acusarle... Esperemos.

ISABEL.-  Esperemos.

DILLÓN.-  ¡Ana, valor! Nuestro hijo fue culpable al disponer de una vida que el cielo le había dado; pero nosotros somos inocentes. Por grande que sea la prevención que puede existir contra nosotros, no hay corazón tan empedernido que pueda resistir al espectáculo que va a presentarse a los ojos de los jueces.  (Abre el gabinete.)  Allí, el cuerpo frío de un joven, la esperanza y el objeto del amor de su familia... ¡A sus pies, una madre, una hermana suplicándoles que respeten estos restos preciosos, y que no marquen con el oprobio los últimos años de un anciano! Si permaneciesen insensibles, el mismo Dios se ofendería de su dureza.

ISABEL.-   (Horrorizada.)  ¡Ya están aquí! ¡Madre mía!  (Se acerca a ella.) 

ANA.-  Mis fuerzas y mi valor me van a abandonar.



Escena XI

 

DILLÓN, ANA, EDUARDO, DERMOD, ISABEL, LORD DIPUTADO, JORGE, MARÍA, alguaciles, MAURICIO, dos cirujanos, escribanos, etc., y guardias.

 
 

JORGE entra el primero, enseñándoles el camino. Síguenle dos hombres con hachones encendidos y los soldados, que se colocan en el fondo. Enseguida los alguaciles, el escribano, dos jueces y dos cirujanos. DERMOD se ha entrado confundido entre todos, y está en observación entre algunos grupos. El LORD DIPUTADO aparece el último, entra con viveza y se detiene en medio del vestíbulo. ANA y su hija se arrojan a sus pies; JORGE, MAURICIO y MARÍA se inclinan respetuosamente. DILLÓN, inmediato al gabinete, señala la puerta abierta. DERMOD, en el fondo, imitando el ademán de DILLÓN, señala también el gabinete a los jueces. El LORD DIPUTADO dirige a todo el mundo una mirada severa. EDUARDO se mantiene al lado de ANA y su hija, dispuesto a levantarlas.

 

DILLÓN.-  Señor, no tratamos de disfrazar la verdad: mi hijo no existe; bien hubiera querido ocultar su crimen; la naturaleza, mi ternura paternal lo exigían así de mí. No creo que haya en el mundo un solo padre que me condene... Mirad a vuestras plantas a una familia sumida en la desesperación, cuyo honor, cuya suerte futura va a depender de vuestra humanidad.

LORD.-   (A las señoras.)  Alzad, señoras.  (EDUARDO las ayuda a levantarse.)    (A DILLÓN.)  De un magistrado no debéis esperar sino justicia, ni otra cosa de las leyes que el castigo del crimen.

DILLÓN.-  ¡Del crimen! ¡Ah, señor! ¿No está bastante expiado?

LORD.-  Es preciso que a la sociedad se la dé una satisfacción.  (A los cirujanos.)  Señores, entrad en esa habitación...  (Señala el gabinete.)  Registrad el cuerpo del desgraciado que ha dejado de existir, y dad vuestro informe arreglado a la verdad.  (ANA hace un movimiento como para dirigirse al gabinete.)  Señora, quedaos aquí.  (Los cirujanos, precedidos de algunos soldados, entran en el gabinete: enseguida un juez se adelanta como para recibir instrucciones del LORD DIPUTADO; éste le hace señal de que aguarde y se vuelve hacia DILLÓN.)  Entregad al señor todas las llaves de vuestra casa, y las de los muebles donde tengáis vuestros papeles.

DILLÓN.-  ¿A qué fin, señor? Ninguna relación tiene esa orden con el suceso que os trae a mi casa.

LORD.-  Obedeced.

DILLÓN.-  Jorge, mi antiguo criado, os entregará las llaves; hace veinte años que es el único depositario de ellas.

LORD.-   (Al juez.)  Ya tenéis mis instrucciones; acompañad a ese hombre.  (A JORGE.)  Vos guiad al señor, y ejecutad sin réplica cuanto os prescriba.

JORGE.-  Perdón, señor diputado; pero en casa de mi amo no puedo recibir órdenes sino de mi amo; si el señor me lo manda, entonces...

DILLÓN.-  Sí, amigo mío; obedeced a los magistrados.

JORGE.-  Basta...  (Al juez.)  Espero vuestras órdenes.  (En consecuencia de la orden del LORD DIPUTADO, el juez, dos soldados y JORGE delante, salen por la puerta que da a las habitaciones. Durante esta salida, que ha causado un movimiento general, se coloca una mesa, a que se sienta un escribano, y un juez se queda a su lado en pie, como para dictarle. EDUARDO hace sentar a ANA en un sillón. ISABEL, MARÍA, MAURICIO y él se quedan a su alrededor: DILLÓN está al otro lado. Los dos criados que traían hachones los han apagado; dos soldados quedan a la puerta del gabinete. DERMOD se va aproximando poco a poco al LORD DIPUTADO.) 



Escena XII

 

Dichos, menos JORGE, los cirujanos, el juez y los soldados.

 
 

Otro juez o asesor entrega al DIPUTADO un papel desdoblado; éste le recorre, dando algunos pasos hacia adelante.

 

DILLÓN.-  ¿Cuáles son, señor, vuestras intenciones acerca de mí y de mi familia? No parece sino que hemos cometido alguna acción culpable.

LORD.-  Eso, vos lo sabréis.  (EDUARDO e ISABEL le arrojan una mirada llena de horror.)   Tened la bondad  (Después de registrar el papel que tiene en la mano.)  de responder a las preguntas que voy a haceros. ¿No es cierto que solía vuestro hijo pasar fuera de casa la mayor parte del día?

DILLÓN.-  Sí, señor.

LORD.-  ¿Y salió ayer?

DILLÓN.-  No, señor; no se separó de nosotros en todo el día.  (El LORD hace seña al juez que está cerca de la mesa, y éste al escribano para que escriba: a cada respuesta de importancia se repite el mismo juego escénico.) 

LORD.-  ¿Recibisteis gentes por la noche? ¿A qué hora se retiró la concurrencia?

DILLÓN.-  A las nueve.

LORD.-  ¿Y a qué hora murió vuestro hijo?

DILLÓN.-  ¡Mi hijo! ¡Ah! Creo que fue hacia la misma hora.

LORD.-  ¿Estabais entonces con vuestra sociedad?

DILLÓN.-  Sí, señor; toda la familia se levantó para despedir a las gentes.

ANA.-  Querido, te equivocas... Nuestro hijo no estaba entonces con nosotros.

DILLÓN.-  Cierto, perdonad... ¡Estoy tan turbado!...

LORD.-   (Al juez.)  Notad que se contradicen.

EDUARDO.-  ¿Cómo? Milord... ¿un padre abrumado por el dolor puede tener presentes hasta las más mínimas circunstancias del horroroso acontecimiento que le ha privado de su hijo? ¿Habéis notado acaso que trate de engañaros? ¿Qué consecuencia podéis deducir de tan ligera equivocación?

LORD.-  ¿Olvidáis, caballero, que yo soy aquí el único que tengo derecho para hacer preguntas?  (A DILLÓN.)  ¿En dónde decís que ha perecido vuestro hijo?

DILLÓN.-   (Señalando.)  Allí, en aquel pabellón.

LORD.-  ¿Y dónde dabais vuestra función?

DILLÓN.-  En el jardín.

LORD.-   (Devolviendo al juez el papel.)  ¿Cómo? En el sitio mismo de vuestra reunión, en el mismo instante en que vuestra tertulia se recoge, y al mismo tiempo que vos estabais delante de ese pabellón... en fin, ¿expira vuestro hijo casi a vuestra vista? ¿Y queréis suponer que lo ignorabais?  (DERMOD se acerca y habla al oído al LORD DIPUTADO.) 

DILLÓN.-  Nada hay más cierto, señor.

ANA.-  Los gritos de nuestros criados fueron los que nos anunciaron tan horroroso acontecimiento.

MARÍA.-   (Acercándose un poco.)  Es la verdad, señor...  (Ve a DERMOD que habla al LORD.)  ¡Ah!  (Anda como espantada.) 

EDUARDO.-   (A MARÍA.)  ¿Qué tienes?  (ANA, ISABEL y EDUARDO miran a MARÍA con asombro. El DIPUTADO no ha reparado en ella, ocupado como está en escuchar a DERMOD y ver el proceso verbal de las respuestas de DILLÓN, que le enseña el juez.) 

MARÍA.-   (A ANA.)  Señora, ¡qué hombre he visto allí!

ANA e ISABEL.-  ¿A quién?

MARÍA.-  ¡El señor Dermod! ¡Está hablando con el lord diputado!

ANA.-  ¡Dermod! ¿Qué vendrá a hacer aquí?... María, ¡mira si puedes avisárselo a mi esposo!

MARÍA.-  Dejadme a mí.  (Se hace un poco atrás, procurando no ser vista; pero DERMOD la sorprende, y lo hace reparar al LORD DIPUTADO.) 

LORD.-   (A MARÍA.)  ¿Quién sois vos?

MARÍA.-   (Temblando.)  ¡Yo! Yo, señor... yo me llamo María; soy la hija de Jorge, y la novia de Mauricio... y... y la criada de la casa.

LORD.-  ¿Y adónde ibais?

MAR.-  Señor... iba...  (ANA, ISABEL y EDUARDO procuran hacerla señas para que calle.) 

LORD.-   (Reparándolo.)  Dejadla hablar, señora: María, respondedme, y decidme la verdad.

MARÍA.-  ¡Pardiez! Iba a decir a mi amo que se anduviese con cuidado.

LORD.-  ¡Con cuidado! ¿Por qué?

MARÍA.-  Porque... está ahí el señor Dermod.

LORD.-  ¡Está bien!  (MARÍA vuelve atrás.) 

DERMOD.-  Ya lo oís, milord.  (Todos están asombrados, excepto ISABEL y EDUARDO cuyo horror se aumenta. Los cirujanos salen del gabinete, y se fija sobre ellos la atención general.) 



Escena XIII

 

Dichos, los cirujanos, y poco después JORGE, el juez y los soldados que salieron anteriormente.

 
 

El juez entrega el reconocimiento firmado por los cirujanos al LORD DIPUTADO, quien lo lee por lo bajo. Suspensión general.

 

LORD.-   (A los cirujanos.)  Señores, somos de un mismo parecer: ¿habéis verificado exactamente las circunstancias notadas en la muerte violenta de ese joven?  (Responden con la cabeza afirmativamente.)   ¡No queda la menor duda!  (Echando a DILLÓN una mirada severa.)  ¡Qué horror!  (Movimiento general de sorpresa. JORGE, el juez y los soldados entran al mismo tiempo. El juez entrega varios papeles al LORD. JORGE se acerca a su amo.) 

JORGE.-   (A DILLÓN.)  Señor, todo lo han registrado, pero en particular el cuarto de vuestro hijo, de cuyos papeles se han apoderado.

DILLÓN.-  ¡Ah, Jorge, mi sorpresa iguala ya a mi dolor!

LORD.-   (Dando a un juez un fragmento de una carta, que este último enseña a DILLÓN.)  ¿Reconocéis en ese fragmento de una carta la letra de vuestro hijo?

DILLÓN.-  Sí, señor; sí... ésta es su letra.

LORD.-   (A quien el juez ha devuelto el papel.)   Oíd... ¡Ésta prueba es terminante!  (Lee.)  «Exigís de mí que renuncie a la religión de mis abuelos... ¡Ah! Si me dejase llevar de mi inclinación...».  (La sorpresa y el asombro de la familia de DILLÓN llegan al extremo.)  «¡Cuán dulce me sería volar a vuestros brazos! Pero, ¡ay, qué vínculos es preciso romper para formar ésos tan deseados! ¿Y tendré valor para romperlos?... No: provocaría la ira de mi padre, y esta ira sería el decreto de mi muerte».  (Devuelve la carta al juez.) 

ANA.-  ¡De su muerte!

EDUARDO.-  ¡Infeliz!

ISABEL.-  ¿Qué has hecho, hermano mío?  (El LORD los observa a todos.) 

ANA.-   (A su esposo.)  Roberto, ¿comprendes tú?

DILLÓN.-   (Al LORD.)  ¡Cómo, señor, mi hijo ha escrito esas palabras! ¿A quién?

LORD.-  Puesto que insistís en vuestra supuesta ignorancia, voy a cerraros todas las salidas. La profunda tristeza que todo el mundo ha reparado en vuestro hijo, era efecto de su deseo de abjurar...

DILLÓN y ANA.-  ¡De abjurar!...

LORD.-  Y del miedo, del temor que le inspirabais.

DILLÓN y ANA.-  ¡Nosotros!

LORD.-  Esta noche misma debía abjurar. ¡El templo estaba ya abierto, los ministros avisados; todavía arden los candelabros que debían alumbrar esta augusta ceremonia! Ahora bien, según resulta de vuestra propia confesión no le habéis dejado salir; a las nueve os quedasteis solo con vuestra familia... ¡y entonces pereció vuestro hijo precisamente cuando se le estaba esperando ya al pie de los altares! Ese fragmento nos revela el resto del misterio; y esta declaración, resultado del reconocimiento de las heridas, confirma la idea de que no se ha suicidado. ¿Quién, pues, le ha muerto?

ANA.-  ¡Santo Dios!

DILLÓN.-  ¡Quién le ha muerto!

LORD.-  ¡Vos!

TODOS.-   (Horrorizados.)  ¡Ah!  (ANA se deja caer sobre su asiento; su hija se cubre la cara; no pueden ser mayores el horror y la consternación.) 

DILLÓN.-  ¡Santo cielo! ¿Qué he escuchado? ¡Yo degollar a mi hijo!  (Volviéndose hacia el gabinete.)  ¡Oh, hijo mío, levántate, ven, ven a responder a los acusadores de tu padre!

EDUARDO.-  ¿Es posible? ¿Y esa odiosa mentira se ve repetida en la boca de un magistrado?

DILLÓN.-  ¡Bárbaro! ¿Sois padre, y os atrevéis a suponer ese delito?

LORD.-  ¡Suponerle! Miserable... ¡Tuvisteis un testigo!

TODOS.-  ¡Un testigo!

LORD.-   (Señalando a DERMOD.)  ¡Hele aquí!

TODOS.-  ¡Dermod!

DILLÓN y EDUARDO.-  ¡Impostor!

MAURICIO.-   (Apartando a todo el mundo.)  Esperad... Sí, sí... Toma, cierto, el señor estaba... Me acuerdo de su vestido... le conozco.... Ayer noche le vi detrás de la verja... Todavía estaba allí cuando el señor Dillón salió del pabellón.

EDUARDO.-  ¿qué dices?

LORD.-  Da testimonio.

MAURICIO.-  Sí, señor; y el señor, que lo ha visto todo, puede decir lo mismo que yo cómo ha pasado.

DILLÓN.-   (A DERMOD.)  ¡Ah! ¡Si eso es cierto, caballero... Si fuisteis el amigo de mi desdichado hijo, debéis tener compasión de su padre! ¡En nombre del cielo decid la verdad!

DERMOD.-  Oídla, pues. A las nueve salí del templo, donde se esperaba ya a vuestro hijo, y me dirigí a esta casa para llevarle conmigo y conducirle al altar. Llego y oigo a lo lejos gritos y gemidos. Empiezan a agitarme horrorosos presentimientos... Acudo temblando, y apenas llego a la verja, cuando oigo resonar las voces de muerte y asesinato. Entro. La señora y su hija aparecen y se precipitan hacia ese pabellón; dirijo yo también mis miradas hacia él, y veo salir a Dillón trémulo, pálido, desfigurado: a su aspecto todo el mundo se detiene; y la señora, adivinando en sus facciones el crimen que acaba de cometer, exclama: «¡Mi hijo ya no existe!» Asombrado entonces de tantos horrores, me apresuré a alejarme de esta guarida del crimen, creyendo que el cielo y que los hombres me mandaban reclamar la venganza: juro no haber dicho una sola palabra que no sea verdad.

EDUARDO.-  ¡Miserable! La calumnia más atroz no sería tan funesta como tu pérfida verdad.  (DILLÓN y su mujer se quedan anonadados.) 

LORD.-  ¿Qué podéis responder a eso?

DILLÓN.-  Nada, señor.

ISABEL.-   (Precipitándose en los brazos de su padre.)  ¡Padre mío! ¿Os dejáis acusar por ese monstruo? ¡Ah! Todos somos testigos de que adorabais en mi hermano.

JORGE, MARÍA y MAURICIO.-  Sí, sí, señor, todos.

EDUARDO.-  Milord, no podéis insistir en tan espantosa acusación; la naturaleza os lo prohíbe, y ultrajáis al cielo si no la desecháis. ¡Hacéis a los hombres más feroces que los mismos monstruos de las selvas! ¡Ama el tigre los frutos de su amor, y un padre los degollaría! ¡Una madre dejaría destrozar el hijo que ha criado en su seno! ¡Una madre, y la más cariñosa, la más respetable! ¿Será posible? Sesenta años de virtudes nunca desmentidas, la más inalterable dulzura, el amor de padre más puro, el más ardiente, ¿no serán bastantes a librar a un hombre de una sospecha que ultraja a la humanidad, y cuya verdad, si fuese posible, trastornaría el orden de la naturaleza? No, no es posible... Vos mismo no lo creéis. No podéis creerlo... Ningún magistrado admite semejante delito.

ANA.-  ¡Ah, señor, desechad tan horrible calumnia!  (Toda la familia y los criados tienden sus manos hacia el LORD DIPUTADO.) 

LORD.-  Nada puedo escuchar, ni menos separarme de mi deber. Sois acusado, los hechos hablan; podéis defenderos en los tribunales.  (A su séquito.)  Asegúrese al señor y a su familia, y que se traslade el cuerpo de la víctima a las casas consistoriales.

ANA.-  ¡Santo Dios!

ISABEL.-  ¡Padre mío!

JORGE, MARÍA y MAURICIO.-   (Echándose a los pies del magistrado.)  Señor, ¡piedad!

LORD.-   (A los suyos.)  Obedeced.  (Los tres criados se levantan sumidos en la más profunda aflicción. Un juez, varios soldados y otras personas entran en el gabinete. DILLÓN se ve al mismo tiempo rodeado de soldados que deben conducirle.) 

DILLÓN.-  Querida esposa, hija mía, soy inocente. Tranquilizaos sobre mi suerte. Dios no permitirá que el justo sucumba: empero si tal fuese su voluntad... ¡ah! sólo le pido que aparte de vosotras esta prueba cruel.  (Las dos se deshacen en lágrimas.)   Amado Eduardo, ¿vendréis a defenderme?

EDUARDO.-  Yo juro perecer con vos, o justificaros.  (El LORD DIPUTADO y cuantos le acompañan salen. DILLÓN se coloca él mismo entre sus guardias, y sale echando sobre su familia miradas llenas de amargura y de dolor. Su mujer quiere dar algunos pasos para seguir a su esposo, pero al mismo tiempo el juez y los soldados que entraron en el gabinete salen de él: síguenlos dos hombres que llevan el cadáver. A semejante vista ANA exhala un grito de dolor apartando la vista, y el telón cae en el momento en que los mozos salen del gabinete, y antes que el cuerpo del joven DILLÓN ofenda la vista de los espectadores.)