Escena I
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DILLÓN, su mujer,
ISABEL,
MARÍA.
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Al levantarse el telón ya están
todos en escena.
DILLÓN, en pie delante de una de las puertas
laterales y mirando con inquietud hacia el fondo, parece estar allí para
impedir que entre nadie en el gabinete. Al otro lado
ANA está tendida sobre un sillón,
ISABEL a sus pies, y
MARÍA le da a oler varios espíritus que
hay sobre el velador inmediato.
|
DILLÓN.-
Me estremece el más leve ruido que interrumpe el silencio
aumentando el horror de esta funesta noche. Si alguien desde la muralla o desde
las casas vecinas nos hubiese visto trasportar aquí el cuerpo de nuestro
desgraciado hijo, ¡ah! ¡éramos perdidos!
(ANA hace un movimiento de
espanto.) ¡Silencio!
(Llegándose a ella.)
Querida esposa, y tú, hija mía, en nombre del cielo sofocad
vuestros sollozos, ahogad los gritos de vuestro dolor; temblemos si inspiramos
la menor sospecha. ¡Ah! ¿Ignoráis que una ley severa
condena a ser expuesto en un cadalso el cuerpo del infeliz que se ha
suicidado?
|
ANA.-
(Levantándose.) ¿Es
posible?
|
ISABEL.-
¡Padre mío!
|
DILLÓN.-
Su cadáver sangriento es entregado al verdugo, ultrajado
por un populacho bárbaro y furioso, arrastrado ignominiosamente, y
arrojado lejos de la ciudad, privado además de la sepultura.
|
ANA.-
¡Hijo mío!
|
DILLÓN.-
Salvemos a lo menos, salvemos de esos horrores los restos de
nuestro hijo; ocultemos su muerte, y esforcémonos, por un exceso de
amor, a triunfar de la naturaleza.
|
ANA.-
Sí, sí, esposo mío: ¡silencio! No
lloremos más.
(Procura contener las
lágrimas.)
|
MARÍA.-
¡Pobre madre! ¡Qué desgraciada, Dios
mío, qué desgraciada!
(JORGE entra por el fondo
con una linterna en la mano, da algunos pasos, se detiene, escucha, parece
lleno de temor.)
|
ISABEL.-
Aquí está Jorge.
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Escena II
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Dichos,
JORGE.
|
DILLÓN.-
¿Y bien, Jorge?
|
JORGE.-
Ya son las dos; no metáis ruido; en medio del silencio de
la noche, el menor movimiento podría despertar a los vecinos.
(Deja su linterna en el suelo.)
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DILLÓN.-
¿Pudo salir Eduardo sin ser visto?
|
JORGE.-
Sí, señor. Lo primero que hice fue entreabrir con
mucho tiento la puerta de la calle, y, tapando mi linterna, asegurarme de que
no pasaba un alma al mismo tiempo. Entonces el señor Eduardo y Mauricio
se fueron escurriendo a lo largo de la tapia; nadie puede haberlos visto.
(ANA e
ISABEL le miran con asombro.)
|
MARÍA.-
(A su padre.) ¿A
qué ha salido Mauricio?
|
JORGE.-
(Enfadado.) ¿A qué?
A acompañar a su amo... ¡de noche!
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ISABEL.-
¡Eduardo nos ha dejado, padre mío!
|
ANA.-
¡Y en unos momentos tan terribles!
|
DILLÓN.-
¡Ah! No le culpéis; es un modelo de amistad: le he
suplicado que fuese a verse con algún sacerdote de nuestro culto, y que
acordase con él sigilosamente los medios de poder dar sepultura en
secreto a nuestro hijo.
|
JORGE.-
Y para que el señor Eduardo y Mauricio puedan entrar sin
tener que llamar, lo cual sería peligroso, he dado a cada uno una llave,
y al volverme he apagado las luces y cerrado las ventanas de todas las piezas
que dan a la calle; hasta ahora todo está tranquilo en el barrio.
(Aparte a
DILLÓN.) Querido amo, mientras que
vuelve el señor Eduardo, os suplico que os alejéis de este sitio;
la vista de ese gabinete es demasiado penosa para vos y para la
señora.
|
DILLÓN.-
Para ella, sí, Jorge; pero en cuanto a mí, yo
debo...
|
JORGE.-
Nosotros nos quedaremos aquí: ¡María y yo
cumpliremos con tan triste deber! ¡Obligad a las señoras a que
hagan por descansar!
|
DILLÓN.-
(A su mujer.) Ana, Jorge me dice
que sería más prudente retirarnos a nuestra
habitación.
|
ANA.-
¡Por Dios! Yo te lo suplico... ¡Déjame al
lado de mi hijo!
(Se dirige hacia el gabinete.)
|
DILLÓN.-
(Deteniéndola.) No,
querida esposa; ¡ese espectáculo es demasiado doloroso!
(Hace señas a los demás
para que le ayuden.) Isabel...
|
ISABEL.-
(Cogiendo la mano de su madre.)
Os lo suplicamos, madre mía; venid, venid a vuestro aposento.
(DILLÓN e
ISABEL se llevan, no sin trabajo, a
ANA;
JORGE se une a ellos para obligarla a
retirarse.)
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Escena III
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JORGE,
MARÍA; y poco después
MAURICIO.
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Luego que
ANA, su marido y su hija se han entrado,
JORGE corre hacia el jardín, como si se le
hubiera olvidado alguna cosa.
|
MARÍA.-
(Corriendo detrás de
él.) ¡Padre, padre! ¡Ah! No, no os vais a estas
horas; no me dejéis sola.
|
JORGE.-
¿Y por qué no? Es preciso ir a observar lo que
pasa por fuera.
|
MARÍA.-
¡Ay! No, no, padre mío, quedaos aquí, o me
voy yo con vos; ¡tengo tanto miedo!...
|
JORGE.-
Vamos, niña, es caso de que...
(Alto.) ¡Chito!
(MAURICIO aparece en el
fondo.)
|
MARÍA.-
¡Dios mío! ¿Qué es aquello?
|
MAURICIO.-
(En el fondo.) ¡Chis!
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JORGE.-
¿Eh?
|
MARÍA.-
¡Llaman!
|
MAURICIO.-
(A media voz.) Señor
Jorge, ¿estáis por ahí?
|
MARÍA.-
¡Ah! ¡Es Mauricio!
|
JORGE.-
¡Mauricio!
|
MARÍA.-
Ven, ven... Aquí estamos,
|
JORGE.-
Y bien, Mauricio, ¿qué hace tu amo?
¿Qué noticias nos traes?
|
MAURICIO.-
Nada bueno, señor Jorge. ¡Si supierais!
|
LOS DOS.-
¿Qué?
|
MAURICIO.-
¡Pobre señor Dillón! ¡Sólo un
milagro de la Providencia le puede salvar!
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MARÍA.-
¿Qué dices?
|
JORGE.-
¿Qué? ¿Se sabe ya por la ciudad?...
|
MAURICIO.-
¿Si se sabe, eh? ¡Canario! Todito...
¿Qué digo? ¡De otra cosa se trata, pardiez!
|
LOS DOS.-
¿De qué?
|
MAURICIO.-
¡No corre más que una voz por todo Dublín!
¡Dicen que el muchacho ha sido asesinado!
|
LOS DOS.-
¿De qué?
|
MAURICIO.-
Asesinado...
|
JORGE.-
¿Pues qué, no hay más que?... ¿Y por
quién?
|
MARÍA.-
Sí, ¿por quién?
|
MAURICIO.-
¿Por quién, eh? Mientras tanto, ya conocéis
que un asesinato cometido en una casa, cerrada, de noche... Señor Jorge,
¡somos perdidos, somos perdidos!
(Se oye un rumor confuso y
lejano.)
|
MAR.-
¡Ay, Dios mío!
|
JORGE.-
Parece que se oyen voces alrededor de casa.
(MARÍA corre a
escuchar al fondo.)
|
MAURICIO.-
¡Llamemos al señor Dillón!
|
JORGE.-
Aguarda... ¿A qué alarmar todavía a todo el
mundo?
|
MARÍA.-
(Desde el fondo.) Oigo gente
correr por la calle. ¡Ah! ¡Alguien entra!
|
JORGE y MAURICIO.-
¡Entran!
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MARÍA.-
Tranquilizaos... ¡Es el señor Eduardo!
|
JORGE.-
Ahora sabremos...
(EDUARDO entra
precipitadamente.)
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Escena IV
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Dichos,
EDUARDO.
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EDUARDO.-
(Con la mayor turbación.)
¡Jorge! ¡María! ¿Dónde está el
señor Dillón?
|
MARÍA.-
Señor Eduardo, ¡qué cara tan asustada
traéis!
|
EDUARDO.-
Os pregunto dónde está vuestro amo.
|
MARÍA.-
En el cuarto de la señora con la señorita.
|
EDUARDO.-
¿No sabe todavía?... No, ya lo veo. ¡Santo
Dios! ¿Cómo le diré?...
|
JORGE.-
¿Cómo, señor Eduardo, será cierto lo
que acaba de decirnos Mauricio? ¿Se cree que el señorito ha sido
muerto violentamente?
|
EDUARDO.-
Sí, amigos. ¡Dichosos nosotros si no pasan las
conjeturas que se forman de tan horrible suposición! Pero acusar...
|
TODOS.-
¿A quién?
|
EDUARDO.-
Amigos míos, vosotros tenéis cariño a
vuestro amo; si se viese en peligro de perder la vida ¿haríais
todo lo posible por salvarle?
|
MARÍA.-
Sí, señor, sí; todo lo
arrostraríamos.
|
JORGE.-
¡Mi amo en peligro!
|
EDUARDO.-
Pues bien; Jorge, María, es preciso ayudarme por todos
los medios posibles.
|
JORGE.-
Pero, ¿a qué?
|
EDUARDO.-
¡No hay que perder tiempo! Tú, María, entra
y procura con cautela sacar aquí a Isabel; es necesario que yo la
hable.
|
MARÍA.-
Sí, señor.
|
EDUARDO.-
Vos, Jorge, colocaos en la puerta de la calle: mucho me temo que
haya un motín. Si el tropel se aumentase avisadme.
|
JORGE.-
Entiendo.
|
EDUARDO.-
Tú, Mauricio, sal de casa, corre a las casas
consistoriales, observa cuanto suceda, y vuelve a avisarme.
|
MAURICIO.-
Allá voy.
|
EDUARDO.-
Andad, amigos, andad; ¡quiera el cielo proteger mis
designios!
(Los tres salen.
JORGE y
MAURICIO por el fondo, y
MARÍA por un lado.)
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Escena VI
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EDUARDO,
MARÍA,
ISABEL.
|
MARÍA.-
Sí, señora, el señor Eduardo es quien
quiere hablaros.
|
ISABEL.-
¡Eduardo!
|
EDUARDO.-
¡Ah, querida Isabel!
|
ISABEL.-
Amigo mío, ¿por qué no entráis a ver
a mi madre? ¡os aguarda con tanta impaciencia! ¡Ah! Venid... vos
sois el único que podéis reanimar a mis padres, e inspirarles
algún valor.
|
EDUARDO.-
¡Algún valor! ¡Ah, Isabel, cuánto
necesitan! Estáis muy lejos de figuraros la enormidad del peligro que
amenaza a vuestro padre.
|
ISABEL.-
¿A mi padre?
|
EDUARDO.-
Si los gritos de un populacho furioso no fuesen a instruiros
dentro de poco de tan horrible verdad, os sería imposible creerme: yo
mismo dudo aún si mis sentidos me han engañado. ¡Ah,
Isabel, el odio es, el rencor sin duda quien busca, quien reclama una
víctima, porque no está en la naturaleza el acusar a un padre del
asesinato de su hijo!
|
ISABEL.-
¡Cielos! ¿Qué decís?
|
MARÍA.-
¿El señor Dillón?...
|
EDUARDO.-
¡Isabel, la ternura de vuestra alma, la inocencia de
vuestro corazón, vuestra juventud, y sobre todo la prudencia de vuestros
padres, ha corrido hasta este día un velo entre vos y las preocupaciones
crueles de los hombres! ¿Nunca habéis sabido hasta qué
extremo puede llevar la prevención y la injusticia una
imaginación extraviada y privada de la luz de la verdadera
religión? ¿Nunca os habéis figurado siquiera a qué
injusticias puede arrastrar el error? ¡Os estremecéis! Sí,
Isabel; se dice que vuestro hermano iba a mudar de religión, y acusan a
vuestro padre de haberle inmolado.
|
ISABEL.-
¡Santo Dios!
|
EDUARDO.-
Sí, Dios... sólo a Dios se puede invocar contra
tan horrible suposición.
|
ISABEL.-
¡Un padre inmolar a su hijo! Eduardo, ¿es posible
semejante crimen?
|
EDUARDO.-
No, Isabel.
|
ISABEL.-
Pues bien, mi padre se justificará.
|
EDUARDO.-
Es perdido si no conseguimos librarle de sus acusadores, de sus
jueces, del populacho de esta ciudad. Yo he contado con vuestro cariño,
con vuestro valor, con el imperio que os da el amor de vuestros padres, para
salvarlos de la última desdicha.
|
ISABEL.-
Sí, Eduardo; hablad: ¿qué hay que
hacer?
|
EDUARDO.-
Es preciso convencer a vuestro padre para que abandone su casa,
que huya, que salga de Dublín.
|
ISABEL.-
¿Durante la noche?
|
EDUARDO.-
Al momento; pero al mismo tiempo que unamos nuestros esfuerzos
para llevarle lejos de aquí, respetemos el corazón de un padre;
que no sepa nunca que se le acusa de un parricidio; no tendría valor
para resistir a tan horrible acusación.
|
ISABEL.-
¡Oh! No, no, que lo ignore... ¡mi madre sobre todo!
Eduardo, ¡cuánto me conmueve vuestro amor a mi familia!
|
EDUARDO.-
Vamos, Isabel, no perdamos un instante.
|
ISABEL.-
Venid.
(Van a entrarse en las habitaciones, pero
de repente se oye una confusa vocería, y se detienen
espantados.)
|
EDUARDO e ISABEL.-
¡Santo cielo!
(JORGE llega corriendo con
el mayor espanto.)
|
Escena VIII
|
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Dichos,
DILLÓN,
ANA.
|
DILLÓN.-
¡Santo Dios! ¿Qué tumulto es ése?
|
ANA.-
(Corriendo hacia
ISABEL.) ¡Hija mía!
|
EDUARDO.-
(Precipitándose hacia
DILLÓN, que al parecer quiere
salir.) Deteneos; que no os vean.
|
DILLÓN y ANA.-
¡Eduardo!
|
EDUARDO e ISABEL.-
¡Silencio!
|
JORGE.-
¡Querido amo! Somos perdidos.
|
ANA.-
(A su esposo.) Roberto, no
entregues a nuestro hijo.
|
DILLÓN.-
Entregar a mi hijo, ¡nunca!
(Se oyen golpes fuertes
afuera.)
|
MARÍA.-
(Entrando.) Señor,
señor, quieren echar las puertas abajo, quieren romper las ventanas.
(Se oyen gritos del populacho. El espanto
de la familia de
DILLÓN llega a su colmo; cada cual parece
buscar un medio de salvarse. De repente suena un estrépito espantoso de
ventanas forzadas y vidrieras hechas pedazos. Todos dan un grito de horror.
ANA se arroja en los brazos de su esposo;
ISABEL se ampara de
EDUARDO;
MARÍA cae sobre una silla;
JORGE permanece en el fondo. Momentos de silencio.
Todos escuchan con la mayor zozobra: el ruido va disminuyendo.)
|
JORGE.-
Parece que se alejan.
(Se oye el ruido de las armas de los
soldados, que se suponen llegar hasta la puerta y dispersar la multitud.
MARÍA se levanta y se acerca a su
padre.)
|
MARÍA.-
(Escuchando.) Sí,
sí; tranquilizaos, señor: oigo pisadas que parecen de
soldados.
|
TODOS.-
¡Soldados!
|
MARÍA.-
Sí... Y una voz ha gritado, «retiraos...».
(Escucha.) Sí...
«retiraos» dicen.
|
DILLÓN.-
Ya no hay remedio; es pública nuestra desgracia. Eduardo,
¿habéis visto a aquel sujeto? ¿Nos puede quedar alguna
esperanza?
|
EDUARDO.-
No, amigo mío; ninguna: vuestra desgracia ha llegado al
colmo, y sobrepuja todo lo que la imaginación más exaltada puede
llegar a temer. No sé qué voz, qué espíritu
infernal empeñado en vuestra perdición ha revelado la muerte de
vuestro hijo. El odio, la ignorancia, el fanatismo, el furor la han pintado al
momento con el más negro colorido; se han supuesto las circunstancias
más atroces. Los magistrados están instruidos, y reunidos ya en
las casas consistoriales se disponen a daros el golpe más terrible.
|
DILLÓN.-
¿Los magistrados lo saben? Basta, Eduardo, basta; cierta
es nuestra perdición. Sí, todo el oprobio que puede humillar a
los hombres va a recaer sobre un anciano, sobre una madre, sobre una hija
inocente. ¡Crueles! ¡Pondrán en un cadalso el cuerpo de mi
hijo, y harán apurar las heces de la ignominia a una familia expirante!
Será preciso abandonarlo todo, ¡amigos, parientes, patria!...
Será forzoso huir, e ir a esconder a un desierto nuestra vergüenza,
nuestra miseria y nuestro dolor.
|
|
EDUARDO.-
¡Ah! Ni aun podéis sospechar...
|
ISABEL.-
¡Eduardo!
|
EDUARDO.-
Sí, amigos míos, es preciso huir; no os queda otro
recurso. Huid; mi familia os ofrece un asilo en Edimburgo; yo mismo os
conduciré a sus brazos, y nunca os abandonaré. Soy vuestro hijo,
soy el esposo de Isabel, nuestra suerte será una misma. Venid, amigo,
venid... Padre mío, favorecido por las tinieblas, aun podréis
escaparos por entre la muchedumbre, o bien por la muralla. Sí; hasta
ahora no se puede haber dado ninguna orden. Venid, probaremos este
último arbitrio.
|
ISABEL.-
Sí, querido padre, venid.
|
DILLÓN.-
¿Qué hacéis, hijos míos? ¿Y
mi esposa?
|
EDUARDO.-
No os abandonará.
|
ANA.-
¿Y por qué hemos de salir de esta casa?
¿Quién cuidará del cuerpo de mi hijo? ¿Quién
implorará la piedad de los magistrados?
|
JORGE y MAURICIO.-
Nosotros, señora, nosotros.
|
EDUARDO.-
Acordaos de que pueden privaros de la libertad, y separaros
piara siempre de vuestro esposo.
|
ANA.-
¡De mi esposo!
|
DILLÓN.-
Pero, Eduardo...
|
EDUARDO.-
En nombre de lo que más améis, ceded a mis
ruegos.
|
ISABEL.-
Padre mío, si me amáis, si tenéis
compasión de mi suerte, dejaos llevar por Eduardo.
|
DILLÓN.-
Queréis...
|
ISABEL, EDUARDO, JORGE y MARÍA.-
(Con el mayor fervor.) Os lo
suplicamos.
|
ANA.-
(Sorprendida.)
¿Cómo? Todos...
|
DILLÓN.-
¡Qué misterio!
|
EDUARDO.-
Un solo instante puede completar vuestra ruina.
|
ANA.-
¡Su ruina!
(A
ISABEL.) Pero qué, ¿corre tu
padre algún otro riesgo?
|
ISABEL.-
Sí, madre mía, sí... Va en ello su
vida.
|
ANA.-
¡Su vida! Marchemos, marchemos.
(Se oyen pasos precipitados.)
|
EDUARDO.-
¡Silencio!...
|
MAURICIO.-
(Dentro.) ¡Señor
Dillón! ¡Señor Dillón!
|
MARÍA.-
Este es Mauricio.
|
Escena IX
|
|
Dichos,
MAURICIO.
|
MAURICIO.-
¡Señor Dillón! ¡Ah! Estáis
aquí... ¡Gracias a Dios! No puedo más... he...
|
EDUARDO.-
Y bien, ¿qué?
|
MAURICIO.-
Señor Dillón, vienen a prenderos.
|
TODOS.-
¡A prenderle!
|
DILLÓN.-
¿A mí?
|
MAURICIO.-
Toda la justicia viene detrás de mí. ¡Oh! y
hay justicia en Dublín, hay justicia... Eso estremece.
(Consternación
general.)
|
EDUARDO.-
¡Tan pronto!
|
MAURICIO.-
Y el mismo señor diputado de la Corona en persona: estaba
en el consejo deliberando asunto de la mayor importancia, y el ruido del
motín le hace tomar cartas en el juego.
|
ISABEL.-
¡Dios mío!
|
MAURICIO.-
Conque así, ya podéis cerrar y atrancar bien las
puertas.
|
EDUARDO.-
Querido amigo, es preciso tratar de salir de aquí a toda
costa.
|
ISABEL.-
¡Sí!
|
MAURICIO.-
¿Salir? ¡Qué! ¿Por dónde? Toda
la casa está rodeada de soldados... Ahora mismo acaban de dar orden de
no dejar salir a nadie.
|
EDUARDO.-
¡Ya es tarde!
|
ISABEL.-
¡Qué va a ser de él!
|
JORGE.-
¡Pobre señor!
|
ANA.-
¿Qué hacemos?
|
DILLÓN.-
(Con serenidad.)
Resignémonos a la voluntad del Señor, y roguémosle que se
digne ablandar en favor de mi hijo el corazón de los magistrados.
(Se oyen varios golpes.)
|
UNA VOZ.-
(Dentro.) En nombre del diputado
de la Corona, abrid.
(Movimiento general de
espanto.)
|
DILLÓN.-
Jorge, ve a abrir la verja del jardín.
(JORGE vacila y mira a
EDUARDO, que le dice que no con la cabeza;
ISABEL está sumergida en la mayor
desesperación.
ANA parece tratar de adivinar por quién
debe temblar.)
|
DILLÓN.-
(Después de un momento de
silencio.) Andad, Jorge, andad; es forzoso obedecer.
|
JORGE.-
(Mirando a
EDUARDO.) Es forzoso... Querido amo...
voy.
(Sale consternado.)
|
Escena XI
|
|
DILLÓN,
ANA,
EDUARDO,
DERMOD,
ISABEL,
LORD DIPUTADO,
JORGE,
MARÍA, alguaciles,
MAURICIO, dos cirujanos, escribanos, etc., y
guardias.
|
|
JORGE entra el primero,
enseñándoles el camino. Síguenle dos hombres con hachones
encendidos y los soldados, que se colocan en el fondo. Enseguida los
alguaciles, el escribano, dos jueces y dos cirujanos.
DERMOD se ha entrado confundido entre todos, y
está en observación entre algunos grupos. El
LORD DIPUTADO aparece el último, entra con
viveza y se detiene en medio del vestíbulo.
ANA y su hija se arrojan a sus pies;
JORGE,
MAURICIO y
MARÍA se inclinan respetuosamente.
DILLÓN, inmediato al gabinete, señala la
puerta abierta.
DERMOD, en el fondo, imitando el ademán de
DILLÓN, señala también el
gabinete a los jueces. El
LORD DIPUTADO dirige a todo el mundo una mirada
severa.
EDUARDO se mantiene al lado de
ANA y su hija, dispuesto a levantarlas.
|
DILLÓN.-
Señor, no tratamos de disfrazar la verdad: mi hijo no
existe; bien hubiera querido ocultar su crimen; la naturaleza, mi ternura
paternal lo exigían así de mí. No creo que haya en el
mundo un solo padre que me condene... Mirad a vuestras plantas a una familia
sumida en la desesperación, cuyo honor, cuya suerte futura va a depender
de vuestra humanidad.
|
LORD.-
(A las señoras.) Alzad,
señoras.
(EDUARDO las ayuda a
levantarse.)
(A
DILLÓN.) De un magistrado no
debéis esperar sino justicia, ni otra cosa de las leyes que el castigo
del crimen.
|
DILLÓN.-
¡Del crimen! ¡Ah, señor! ¿No
está bastante expiado?
|
LORD.-
Es preciso que a la sociedad se la dé una
satisfacción.
(A los cirujanos.)
Señores, entrad en esa habitación...
(Señala el gabinete.)
Registrad el cuerpo del desgraciado que ha dejado de existir, y dad vuestro
informe arreglado a la verdad.
(ANA hace un movimiento como
para dirigirse al gabinete.) Señora, quedaos aquí.
(Los cirujanos, precedidos de algunos
soldados, entran en el gabinete: enseguida un juez se adelanta como para
recibir instrucciones del
LORD DIPUTADO; éste le hace señal de
que aguarde y se vuelve hacia
DILLÓN.) Entregad al señor
todas las llaves de vuestra casa, y las de los muebles donde tengáis
vuestros papeles.
|
DILLÓN.-
¿A qué fin, señor? Ninguna relación
tiene esa orden con el suceso que os trae a mi casa.
|
LORD.-
Obedeced.
|
DILLÓN.-
Jorge, mi antiguo criado, os entregará las llaves; hace
veinte años que es el único depositario de ellas.
|
LORD.-
(Al juez.) Ya tenéis mis
instrucciones; acompañad a ese hombre.
(A
JORGE.) Vos guiad al señor, y
ejecutad sin réplica cuanto os prescriba.
|
JORGE.-
Perdón, señor diputado; pero en casa de mi amo no
puedo recibir órdenes sino de mi amo; si el señor me lo manda,
entonces...
|
DILLÓN.-
Sí, amigo mío; obedeced a los magistrados.
|
JORGE.-
Basta...
(Al juez.) Espero vuestras
órdenes.
(En consecuencia de la orden del
LORD DIPUTADO, el juez, dos soldados y
JORGE delante, salen por la puerta que da a las
habitaciones. Durante esta salida, que ha causado un movimiento general, se
coloca una mesa, a que se sienta un escribano, y un juez se queda a su lado en
pie, como para dictarle.
EDUARDO hace sentar a
ANA en un sillón.
ISABEL,
MARÍA,
MAURICIO y él se quedan a su alrededor:
DILLÓN está al otro lado. Los dos
criados que traían hachones los han apagado; dos soldados quedan a la
puerta del gabinete.
DERMOD se va aproximando poco a poco al
LORD DIPUTADO.)
|
Escena XII
|
|
Dichos, menos
JORGE, los cirujanos, el juez y los soldados.
|
|
Otro juez o asesor entrega al
DIPUTADO un papel desdoblado; éste le recorre,
dando algunos pasos hacia adelante.
|
DILLÓN.-
¿Cuáles son, señor, vuestras intenciones
acerca de mí y de mi familia? No parece sino que hemos cometido alguna
acción culpable.
|
LORD.-
Eso, vos lo sabréis.
(EDUARDO e
ISABEL le arrojan una mirada llena de horror.)
Tened la bondad
(Después de registrar el papel que
tiene en la mano.) de responder a las preguntas que voy a haceros.
¿No es cierto que solía vuestro hijo pasar fuera de casa la mayor
parte del día?
|
DILLÓN.-
Sí, señor.
|
LORD.-
¿Y salió ayer?
|
DILLÓN.-
No, señor; no se separó de nosotros en todo el
día.
(El
LORD hace seña al juez que está
cerca de la mesa, y éste al escribano para que escriba: a cada respuesta
de importancia se repite el mismo juego escénico.)
|
LORD.-
¿Recibisteis gentes por la noche? ¿A qué
hora se retiró la concurrencia?
|
DILLÓN.-
A las nueve.
|
LORD.-
¿Y a qué hora murió vuestro hijo?
|
DILLÓN.-
¡Mi hijo! ¡Ah! Creo que fue hacia la misma hora.
|
LORD.-
¿Estabais entonces con vuestra sociedad?
|
DILLÓN.-
Sí, señor; toda la familia se levantó para
despedir a las gentes.
|
ANA.-
Querido, te equivocas... Nuestro hijo no estaba entonces con
nosotros.
|
DILLÓN.-
Cierto, perdonad... ¡Estoy tan turbado!...
|
LORD.-
(Al juez.) Notad que se
contradicen.
|
EDUARDO.-
¿Cómo? Milord... ¿un padre abrumado por el
dolor puede tener presentes hasta las más mínimas circunstancias
del horroroso acontecimiento que le ha privado de su hijo?
¿Habéis notado acaso que trate de engañaros?
¿Qué consecuencia podéis deducir de tan ligera
equivocación?
|
LORD.-
¿Olvidáis, caballero, que yo soy aquí el
único que tengo derecho para hacer preguntas?
(A
DILLÓN.) ¿En dónde
decís que ha perecido vuestro hijo?
|
DILLÓN.-
(Señalando.) Allí,
en aquel pabellón.
|
LORD.-
¿Y dónde dabais vuestra función?
|
DILLÓN.-
En el jardín.
|
LORD.-
(Devolviendo al juez el papel.)
¿Cómo? En el sitio mismo de vuestra reunión, en el mismo
instante en que vuestra tertulia se recoge, y al mismo tiempo que vos estabais
delante de ese pabellón... en fin, ¿expira vuestro hijo casi a
vuestra vista? ¿Y queréis suponer que lo ignorabais?
(DERMOD se acerca y habla al
oído al
LORD DIPUTADO.)
|
DILLÓN.-
Nada hay más cierto, señor.
|
ANA.-
Los gritos de nuestros criados fueron los que nos anunciaron tan
horroroso acontecimiento.
|
MARÍA.-
(Acercándose un poco.) Es
la verdad, señor...
(Ve a
DERMOD que habla al
LORD.) ¡Ah!
(Anda como espantada.)
|
EDUARDO.-
(A
MARÍA.) ¿Qué tienes?
(ANA,
ISABEL y
EDUARDO miran a
MARÍA con asombro. El
DIPUTADO no ha reparado en ella, ocupado como
está en escuchar a
DERMOD y ver el proceso verbal de las respuestas
de
DILLÓN, que le enseña el
juez.)
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MARÍA.-
(A
ANA.) Señora, ¡qué
hombre he visto allí!
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ANA e ISABEL.-
¿A quién?
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MARÍA.-
¡El señor Dermod! ¡Está hablando con
el lord diputado!
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ANA.-
¡Dermod! ¿Qué vendrá a hacer
aquí?... María, ¡mira si puedes avisárselo a mi
esposo!
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MARÍA.-
Dejadme a mí.
(Se hace un poco atrás, procurando
no ser vista; pero
DERMOD la sorprende, y lo hace reparar al
LORD DIPUTADO.)
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LORD.-
(A
MARÍA.) ¿Quién sois
vos?
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MARÍA.-
(Temblando.) ¡Yo! Yo,
señor... yo me llamo María; soy la hija de Jorge, y la novia de
Mauricio... y... y la criada de la casa.
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LORD.-
¿Y adónde ibais?
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MAR.-
Señor... iba...
(ANA,
ISABEL y
EDUARDO procuran hacerla señas para que
calle.)
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LORD.-
(Reparándolo.) Dejadla
hablar, señora: María, respondedme, y decidme la verdad.
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MARÍA.-
¡Pardiez! Iba a decir a mi amo que se anduviese con
cuidado.
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LORD.-
¡Con cuidado! ¿Por qué?
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MARÍA.-
Porque... está ahí el señor Dermod.
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LORD.-
¡Está bien!
(MARÍA vuelve
atrás.)
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DERMOD.-
Ya lo oís, milord.
(Todos están asombrados, excepto
ISABEL y
EDUARDO cuyo horror se aumenta. Los cirujanos
salen del gabinete, y se fija sobre ellos la atención
general.)
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Escena XIII
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Dichos, los cirujanos, y poco después
JORGE, el juez y los soldados que salieron
anteriormente.
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El juez entrega el reconocimiento firmado por
los cirujanos al
LORD DIPUTADO, quien lo lee por lo bajo.
Suspensión general.
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LORD.-
(A los cirujanos.)
Señores, somos de un mismo parecer: ¿habéis verificado
exactamente las circunstancias notadas en la muerte violenta de ese joven?
(Responden con la cabeza
afirmativamente.) ¡No queda la menor duda!
(Echando a
DILLÓN una mirada severa.)
¡Qué horror!
(Movimiento general de sorpresa.
JORGE, el juez y los soldados entran al mismo
tiempo. El juez entrega varios papeles al
LORD.
JORGE se acerca a su amo.)
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JORGE.-
(A
DILLÓN.) Señor, todo lo han
registrado, pero en particular el cuarto de vuestro hijo, de cuyos papeles se
han apoderado.
|
DILLÓN.-
¡Ah, Jorge, mi sorpresa iguala ya a mi dolor!
|
LORD.-
(Dando a un juez un fragmento de una
carta, que este último enseña a
DILLÓN.) ¿Reconocéis
en ese fragmento de una carta la letra de vuestro hijo?
|
DILLÓN.-
Sí, señor; sí... ésta es su
letra.
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LORD.-
(A quien el juez ha devuelto el papel.)
Oíd... ¡Ésta prueba es terminante!
(Lee.) «Exigís de
mí que renuncie a la religión de mis abuelos... ¡Ah! Si me
dejase llevar de mi inclinación...».
(La sorpresa y el asombro de la familia
de
DILLÓN llegan al extremo.)
«¡Cuán dulce me sería volar a vuestros brazos! Pero,
¡ay, qué vínculos es preciso romper para formar ésos
tan deseados! ¿Y tendré valor para romperlos?... No:
provocaría la ira de mi padre, y esta ira sería el decreto de mi
muerte».
(Devuelve la carta al juez.)
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ANA.-
¡De su muerte!
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EDUARDO.-
¡Infeliz!
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ISABEL.-
¿Qué has hecho, hermano mío?
(El
LORD los observa a todos.)
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ANA.-
(A su esposo.) Roberto,
¿comprendes tú?
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DILLÓN.-
(Al
LORD.) ¡Cómo, señor,
mi hijo ha escrito esas palabras! ¿A quién?
|
LORD.-
Puesto que insistís en vuestra supuesta ignorancia, voy a
cerraros todas las salidas. La profunda tristeza que todo el mundo ha reparado
en vuestro hijo, era efecto de su deseo de abjurar...
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DILLÓN y ANA.-
¡De abjurar!...
|
LORD.-
Y del miedo, del temor que le inspirabais.
|
DILLÓN y ANA.-
¡Nosotros!
|
LORD.-
Esta noche misma debía abjurar. ¡El templo estaba
ya abierto, los ministros avisados; todavía arden los candelabros que
debían alumbrar esta augusta ceremonia! Ahora bien, según resulta
de vuestra propia confesión no le habéis dejado salir; a las
nueve os quedasteis solo con vuestra familia... ¡y entonces
pereció vuestro hijo precisamente cuando se le estaba esperando ya al
pie de los altares! Ese fragmento nos revela el resto del misterio; y esta
declaración, resultado del reconocimiento de las heridas, confirma la
idea de que no se ha suicidado. ¿Quién, pues, le ha muerto?
|
ANA.-
¡Santo Dios!
|
DILLÓN.-
¡Quién le ha muerto!
|
LORD.-
¡Vos!
|
TODOS.-
(Horrorizados.) ¡Ah!
(ANA se deja caer sobre su
asiento; su hija se cubre la cara; no pueden ser mayores el horror y la
consternación.)
|
DILLÓN.-
¡Santo cielo! ¿Qué he escuchado? ¡Yo
degollar a mi hijo!
(Volviéndose hacia el
gabinete.) ¡Oh, hijo mío, levántate, ven, ven a
responder a los acusadores de tu padre!
|
EDUARDO.-
¿Es posible? ¿Y esa odiosa mentira se ve repetida
en la boca de un magistrado?
|
DILLÓN.-
¡Bárbaro! ¿Sois padre, y os atrevéis
a suponer ese delito?
|
LORD.-
¡Suponerle! Miserable... ¡Tuvisteis un testigo!
|
TODOS.-
¡Un testigo!
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LORD.-
(Señalando a
DERMOD.) ¡Hele aquí!
|
TODOS.-
¡Dermod!
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DILLÓN y EDUARDO.-
¡Impostor!
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MAURICIO.-
(Apartando a todo el mundo.)
Esperad... Sí, sí... Toma, cierto, el señor estaba... Me
acuerdo de su vestido... le conozco.... Ayer noche le vi detrás de la
verja... Todavía estaba allí cuando el señor Dillón
salió del pabellón.
|
EDUARDO.-
¿qué dices?
|
LORD.-
Da testimonio.
|
MAURICIO.-
Sí, señor; y el señor, que lo ha visto
todo, puede decir lo mismo que yo cómo ha pasado.
|
DILLÓN.-
(A
DERMOD.) ¡Ah! ¡Si eso es
cierto, caballero... Si fuisteis el amigo de mi desdichado hijo, debéis
tener compasión de su padre! ¡En nombre del cielo decid la
verdad!
|
DERMOD.-
Oídla, pues. A las nueve salí del templo, donde se
esperaba ya a vuestro hijo, y me dirigí a esta casa para llevarle
conmigo y conducirle al altar. Llego y oigo a lo lejos gritos y gemidos.
Empiezan a agitarme horrorosos presentimientos... Acudo temblando, y apenas
llego a la verja, cuando oigo resonar las voces de muerte y asesinato. Entro.
La señora y su hija aparecen y se precipitan hacia ese pabellón;
dirijo yo también mis miradas hacia él, y veo salir a
Dillón trémulo, pálido, desfigurado: a su aspecto todo el
mundo se detiene; y la señora, adivinando en sus facciones el crimen que
acaba de cometer, exclama: «¡Mi hijo ya no existe!» Asombrado
entonces de tantos horrores, me apresuré a alejarme de esta guarida del
crimen, creyendo que el cielo y que los hombres me mandaban reclamar la
venganza: juro no haber dicho una sola palabra que no sea verdad.
|
EDUARDO.-
¡Miserable! La calumnia más atroz no sería
tan funesta como tu pérfida verdad.
(DILLÓN y su mujer se
quedan anonadados.)
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LORD.-
¿Qué podéis responder a eso?
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DILLÓN.-
Nada, señor.
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ISABEL.-
(Precipitándose en los brazos de
su padre.) ¡Padre mío! ¿Os dejáis acusar por
ese monstruo? ¡Ah! Todos somos testigos de que adorabais en mi
hermano.
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JORGE, MARÍA y MAURICIO.-
Sí, sí, señor, todos.
|
EDUARDO.-
Milord, no podéis insistir en tan espantosa
acusación; la naturaleza os lo prohíbe, y ultrajáis al
cielo si no la desecháis. ¡Hacéis a los hombres más
feroces que los mismos monstruos de las selvas! ¡Ama el tigre los frutos
de su amor, y un padre los degollaría! ¡Una madre dejaría
destrozar el hijo que ha criado en su seno! ¡Una madre, y la más
cariñosa, la más respetable! ¿Será posible? Sesenta
años de virtudes nunca desmentidas, la más inalterable dulzura,
el amor de padre más puro, el más ardiente, ¿no
serán bastantes a librar a un hombre de una sospecha que ultraja a la
humanidad, y cuya verdad, si fuese posible, trastornaría el orden de la
naturaleza? No, no es posible... Vos mismo no lo creéis. No
podéis creerlo... Ningún magistrado admite semejante delito.
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ANA.-
¡Ah, señor, desechad tan horrible calumnia!
(Toda la familia y los criados tienden
sus manos hacia el
LORD DIPUTADO.)
|
LORD.-
Nada puedo escuchar, ni menos separarme de mi deber. Sois
acusado, los hechos hablan; podéis defenderos en los tribunales.
(A su séquito.)
Asegúrese al señor y a su familia, y que se traslade el cuerpo de
la víctima a las casas consistoriales.
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ANA.-
¡Santo Dios!
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ISABEL.-
¡Padre mío!
|
JORGE, MARÍA y MAURICIO.-
(Echándose a los pies del
magistrado.) Señor, ¡piedad!
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LORD.-
(A los suyos.) Obedeced.
(Los tres criados se levantan sumidos en
la más profunda aflicción. Un juez, varios soldados y otras
personas entran en el gabinete.
DILLÓN se ve al mismo tiempo rodeado de
soldados que deben conducirle.)
|
DILLÓN.-
Querida esposa, hija mía, soy inocente. Tranquilizaos
sobre mi suerte. Dios no permitirá que el justo sucumba: empero si tal
fuese su voluntad... ¡ah! sólo le pido que aparte de vosotras esta
prueba cruel.
(Las dos se deshacen en lágrimas.)
Amado Eduardo, ¿vendréis a defenderme?
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EDUARDO.-
Yo juro perecer con vos, o justificaros.
(El
LORD DIPUTADO y cuantos le acompañan salen.
DILLÓN se coloca él mismo entre sus
guardias, y sale echando sobre su familia miradas llenas de amargura y de
dolor. Su mujer quiere dar algunos pasos para seguir a su esposo, pero al mismo
tiempo el juez y los soldados que entraron en el gabinete salen de él:
síguenlos dos hombres que llevan el cadáver. A semejante vista
ANA exhala un grito de dolor apartando la vista, y
el telón cae en el momento en que los mozos salen del gabinete, y antes
que el cuerpo del joven
DILLÓN ofenda la vista de los
espectadores.)
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