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Rodríguez Buded: un dramaturgo en la tragicomedia realista

Gregorio Torres Nebrera






Rodríguez Buded y la generación realista del medio siglo

El teatro de Ricardo Rodríguez Buded se circunscribe a los últimos años de la década de los cincuenta y el comienzo de la década siguiente; sin embargo, su primer texto impreso fue mucho más temprano, en el núm. 3 de Revista Española (la extraordinaria empresa de los jóvenes escritores «del medio siglo», auspiciada por D. Antonio Rodríguez Moñino1), ocasión -septiembre/octubre de 1953- en la que se insertó la pieza corta en un acto Habitación 32 firmada, en colaboración, por Ramón Solís y Rodríguez Buded.

Se trata de un texto de fácil factura -en su primera mitad un mono-diálogo de una telefonista de hotel con una amiga y con los continuos y cambiantes clientes, al otro lado del hilo telefónico- que va derivando hacia una delicada tensión, una pequeña, casi pueril, dosis de angustia, y una satisfactoria esperanza que no evita que la inquietud se prolongue, ascensor arriba y ya bajado el telón, cuando el problema, que se creía cierto, ha resultado falso, maquinación tan sólo de la propia inseguridad, que necesita fortalecerse en la fe y en la confianza en el otro, como una exigencia ineludible en el digno ejercicio del amor de pareja. Hacia el final del texto, como umbral a la sorpresiva inflexión que soluciona una parte del conflicto, los autores ponen en boca del cirujano Renard (cirujano más de almas que de cuerpos) una frase que es casi el lema, la formulación, de lo que se quiere mostrar y demostrar en esta pieza corta: «Todo sería bello en el mundo si lo mirásemos con un poco de fe...». La telefonista Laura -una suerte de vulgar y algo histérica «condenada por desconfiada»- se ha dejado atrapar -imaginativa, injustificadamente- por unos celos que ratifican una básica inseguridad personal, que se advierte desde sus primeras palabras: cuando la amiga, con la que proyecta una excursión en el próximo festivo, le asegura que no irá una tal Mercedes, la muchacha comenta más tranquila que prefiere esa ausencia, pues la interfecta «mira a Miguel de una forma que no me gusta nada»; unos celos tan fáciles de prender en espíritus débiles, por lo que «más vale prevenir». En cambio, la fortaleza moral de que parece hacer gala el afamado médico Renard no se ve amenazada -¿o tal vez lo sea en cuanto llegue inesperadamente el «confiado» marido a la habitación 32?- por el resquebrajamiento de unos celos que rompen, tentadoramente, la relación de pareja. «Contra vicio, virtud» dice la máxima moral. Y basándose en ella, el Dr. Renard aconseja que la muchacha no reproche a su novio la posible y pasajera infidelidad («Hágame caso, no estropee ese cariño... Cuando vea a su novio no le diga nada... Castíguelo con algo que es lo que más duele a un hombre, castíguelo con su propia virtud, no le diga una palabra...»). Un consejo de médico, de honradez y comprensión, que el mismo personaje tendrá que aplicar a su propia conducta minutos después, cuando descubra lo que no sabe, la infidelidad de su esposa.

Una situación que ha servido para que dos seres se miren y se reconozcan en el espejo que la fatalidad les ha puesto en la cuneta de sus respectivos caminos. La mujer, dejándose llevar por su pueril desconfianza y bordeando una situación de la que luego se arrepentiría (está a punto de ceder, por despecho, a las invitaciones de un anónimo comunicante que intenta seducirla) y el hombre -la interrogante queda en pie, para después de finalizado el texto- debiendo responder a la hipótesis -ahora probable e inesperada certeza- ante la que minutos atrás sólo ha sabido titubear, como un indicio seguro de su propio autodesconocimiento, de la duda que tal vez subsista por debajo de la predicada confianza («No sé... acaso, o... no sé. Depende de cómo reaccionara... Pero, qué preguntas tan absurdas, señorita»; una respuesta que evita el Dr. Renard ante la posibilidad que le ha insinuado la telefonista de saber que su mujer le engaña).

Esta primera pieza de la que es coautor Ricardo Rodríguez Buded nos advierte ya sobre dos ingredientes constantes en la producción escénica de este autor que conozco2: un trasfondo ético muy fuerte, y, emparejado con él, una disección de las conductas humanas en compañía, especialmente en el microcosmos de la pareja y de la familia. Ello se ve palpablemente en los tres títulos que logró ver representados -dos en el restringido ámbito del teatro de «cámara y ensayo» y el tercero (y último) en la más amplia recepción del teatro comercial-: La madriguera (1960; «Teatro Nacional de Cámara y Ensayo»; Teatro María Guerrero, bajo la dirección de Modesto Higueras), Un hombre duerme (1960; «Dido Pequeño Teatro», Teatro Goya, dirigida por José María de Quinto) y El Charlatán (1962; también en el Teatro Goya, en el mismo lugar y en el mismo año en que meses después se daría a conocer La camisa de Lauro Olmo, y probablemente bajo la dirección del mismo Buded).



Ricardo Rodríguez Buded suele enmarcarse -pese a su opinión en contrario3- dentro de la historia del teatro español de este siglo, en el capítulo dedicado a la llamada «generación realista», grupo de autores que, en el terreno del teatro, se correspondería con el de los narradores del medio siglo, o del neorrealismo y del realismo crítico, que justamente se iniciaron en la mencionada Revista Española, verdadera revista generacional, donde las haya. Otro compañero de promoción, Carlos Muñiz, definía así al grupo en el que se ubicaría Rodríguez Buded:

El término generación realista aglutina bajo ese nombre a un grupo heterogéneo de autores aparecidos hacia la década de los cincuenta. Se trata de autores de variada tendencia, cuyo único elemento común es la adopción de una actitud abiertamente crítica ante la realidad sociopolítica española4.



Y sobre su breve historia, el mismo lúcido (y un tanto desencantado) testigo subrayaba algo que explicaría, junto a su propio silencio, el mayor y anterior del autor de La madriguera:

Se marchitó aunque dejara la simiente para futuros florecimientos en épocas propicias. Por otra parte existieron circunstancias sociopolíticas que posibilitaron -porque así convenía al poder público autocrático- que se marchitase prematuramente.

No deja de ser harto expresivo que ninguno de los dramaturgos de ese grupo vivamos actualmente del teatro, sino dedicados a los más variopintos menesteres5.



Palabras similares de Rodríguez Buded responden a la pregunta sobre su ausencia de la escena española:

Realmente, he estado muy apartado del mundo del teatro. He seguido su trayectoria, eso sí. Y no he dejado de escribir totalmente, si bien mi dedicación a este trabajo ha sido escasa. Otra clase de trabajo, que constituye mi profesión, ha ocupado casi todo el tiempo6.



En efecto, la nómina de esa «generación realista» -encabezada por el prolífico Paso y el respetado y crítico Sastre- estaría constituida por un grupo de autores nacidos en la década de los veinte, y primeros años de la década siguiente, como -y los cito por orden cronológico de nacimiento- Olmo (1922), Mañas (1924), Martín Recuerda (1925), Rodríguez Méndez (1925), de Quinto (1925), Medardo Fraile (1925), Muñiz (1927), Gómez Arcos (1933), López Aranda (1935), etc.7- Ricardo Rodríguez Buded (1928) fue de los pioneros8 (como acabamos de ver con ese texto inserto en Revista Española) y tal vez el primero que resolvió quedarse en silencio. Este temprano silencio, dejando inédita cualquier evolución, como la que hemos conocido, a través de los textos estrenados o publicados, en los casos de Olmo, Rodríguez Méndez, Martín Recuerda o incluso Muñiz, explica que un crítico e historiador de nuestro teatro reciente, César Oliva, deje recluido el nombre de Rodríguez Buded a los límites del «genuino realista», alineándolo incluso con «ambientes buerianos»9, vinculación que el mismo Buded no deja de reconocer implícitamente, cuando admite que el primer estreno de Buero y los inmediatamente siguientes «incidieron de algún modo en lo que después escribimos la llamada generación realista», si bien señala una presencia más cercana del teatro y del ejemplo de Alfonso Sastre, aunque reconoce igualmente que la «profundización filosófica» que entrañaba el primer teatro sastreano «no aparece en nuestras obras»10. En la ya mencionada entrevista mantenida con Buded por Patricia O'Connor y A. M. Pasquariello en la revista Estreno, el autor de La madriguera comentaba, con respecto al incierto futuro de la «generación realista», algo que coincidía en buena parte con las razones expuestas por Muñiz:

pasó que, en aquellos años, decir la verdad en nuestro país constituía un grave problema. La censura institucionalizada no lo permitía; la censura espontánea y gratuita de empresarios y gentes bien instaladas en el mundo teatral lo consideraba peligroso para sus intereses. Lo cierto es que nos encontramos frente a una carencia absoluta de estímulos y una amplia diversificación de dificultades. Resultaba, pues, prácticamente imposible llevar adelante una tarea que fuera medianamente compensadora11.



La situación del teatro español unos pocos años antes de las fechas en que empiezan a darse a conocer los dramaturgos de la «generación realista» con sus primeros estrenos (a excepción de Escuadra y La mordaza de Sastre, que son del 53 y 54 respectivamente, los primeros en colocar un texto en un escenario comercial fueron Mañas en 1956, con La feria de Cuernicabra, y Muñiz, en 1957, con El grillo12), era diagnosticada así -hablando por cierto de «cuerpo enfermo de nuestra escena», al iniciarse precisamente la temporada 53/54- por José María de Quinto (un hombre del grupo) desde las páginas de la ya mencionada y fundamental Revista Española, núm. 4:

El teatro -si se juzga desde un ángulo real y práctico su situación- va mal. El signo predominante, en estos tres últimos meses de temporada, continúa siendo el de la evasión engañosa.



El pesimismo inicial de la valoración de de Quinto se sustenta sobre una visión del teatro que resulta básica -evoluciones o disidencias aparte- para los dramaturgos realistas, al velar sus primeras armas13:

La dimensión social-política del teatro ha sido olvidada. La fábula, en casi todos los casos, devora el testimonio. La mímesis, el traslado, la imitación de la realidad, apenas si se ha dado, y cuando ha aparecido ha sido muy pálidamente. Pasan los años y, pese a la aparición de tragediógrafos como Alfonso Sastre y Buero Vallejo, los escenarios continúan entregados al mero divertimiento. El drama-testigo no parece lograr carta de naturaleza entre nosotros, se ve desasistido no ya sólo de los conjuntos comerciales, sino -inexplicable, injustamente- por los teatro oficiales.



Son estas palabras de de Quinto toda una declaración de principios de por dónde debía orientarse -en su opinión- la escena que trasplantase la realidad inmediata con perspectiva de testimonio, primero, y de denuncia y corrección, después. Ataja la fácil e irreal justificación de echarle la responsabilidad del bajo nivel del teatro comercial a la escasa exigencia del público, pues en opinión del crítico «el público está ávido de verdad teatral», y los éxitos comerciales de aquella temporada -Escuadra hacia la muerte, Madrugada, La salvaje o La muerte de un viajante (en versión de López Rubio)- lo demuestran. A la altura del medio siglo José María de Quinto encuentra que el panorama del teatro en esa temporada 53-54 es de bajísima altura tanto en el apartado del llamado «teatro comercial» como en el lugar que deben ocupar los «teatro nacionales» u oficiales, en los que «una línea fofa, blanda, absolutamente ineficaz, que aparece claramente definida», caracteriza la labor de esos teatros, con una serie de montajes «cada vez más empobrecidos», para concluir que sólo el reducto de los llamados «teatros de cámara» permite un resquicio al teatro de alguna calidad, de modo que -dicho con toda razón- «la historia por escribir del teatro de este momento en España tendrá que recurrir, si es fiel, a la labor de estos grupos»14; y fue precisamente en ese ámbito de los «teatros de cámara» en el que se dieron a conocer la mayoría de los autores que hicieron promoción con Ricardo Rodríguez Buded. Un conjunto de dramaturgos que arrastraron, como específicas limitaciones, los desconocimientos directos del teatro que se estaba produciendo fuera y la falta de preparación de un público con el que había que contar necesariamente, y que de algún modo -en opinión de nuestro autor- limitó también los vuelos iniciales de aquel teatro «forzosamente» realista15, de tal modo que

éramos conscientes también de que el público a quien teníamos que dirigirnos se encontraba todavía más incomunicado que nosotros con respecto a esa nuevas formas teatrales que comenzaban a ensayarse en el mundo.

De acuerdo con esto, si para nosotros, el hecho de hacer un teatro crítico suponía ya de por sí una seria dificultad, el incorporar nuevas formas absolutamente desconocidas aquí era como poner una nueva dificultad a nuestra ya muy incómoda situación. Era para nosotros indispensable obtener un eco en el público; y esa transformación formal de nuestro teatro hacia estilos más modernos sólo hubiera conseguido alejar indefinidamente ese eco, esa acogida que buscábamos16.





El teatro de Rodríguez Buded que he llegado a conocer confirma, en la práctica, los magisterios declarados por el mismo autor:

He tenido siempre una gran admiración por la obra de Valle Inclán y, en particular, por el teatro de su última época. Por el teatro de Arniches he sentido un enorme interés, y quizás el mundo novelístico de Pérez Galdós ha ayudado a formar mi propia visión de la sociedad que pretendía llevar al escenario17.



y respecto a la vena realista-naturalista, con un pie en el sainete de más noble raigambre (nótese que ha citado entre sus preferencias los textos arnichescos, los sainetes y las «tragicomedias»18), el dramaturgo Buded defendía la importancia histórica de aquel género, frente a opiniones contrarias, siempre que se considerara una estética de la que partir tan sólo, para superarla de inmediato19:

Yo creo que el sainete no supone ningún condicionamiento técnico para el autor, aunque sin embargo estoy de acuerdo con la idea de que es preciso superar las formas sainetescas en un sentido estricto. Si el sainete es meramente fotográfico, es decir, naturalista, a estas alturas carece de sentido, de vigencia y de interés. Pero si el sainete se trasciende, si se esperpentiza y se profundiza en el mundo, en los tiempos, en las situaciones que intenta expresar, entonces sigue siendo un sistema válido [...] Un teatro que aproveche las formas del sainete, superándolas, aún puede ser válido como punto de partida, pero como meta en ningún caso20.



Aludía antes a la cercanía bueriana en que a veces se ha situado la preocupación ética del teatro de R. Buded, y en alguna de sus intervenciones en los varios coloquios a los que asistió (y fueron publicados) se desprende su curiosidad (pronto resuelta en abandono) por lo que el maestro Buero denominó «teoría del posibilismo». Así, reconociendo el compromiso del dramaturgo de su momento de responder desde la escena a los «problemas que afecten de manera más acuciante a la sociedad contemporánea»21, y dando por sentado las muchas dificultades que salen al paso del escritor para acudir a la realización de ese compromiso («se precisan unos márgenes de libertad inalcanzables por el momento») Buded opinaba en 1966 -y en presencia de otros contertulios como Olmo, Gala, Muñiz, Mañas, Martín Recuerda, Sastre y el mismo Buero- que era necesario imaginar salidas intermedias entre el silencio estéril y la completa claudicación:

Entonces hay que agarrarse a la antigüedad o al decir sin decir (que consiste en acabar no diciendo nada) y, en definitiva, a perderse en el laberinto de las pequeñas batallas, de los circunloquios, de las tergiversaciones, de la esterilidad.



Unas palabras -y una propuesta- a las que justamente contestaba Buero Vallejo con el recuerdo de lo que venía siendo su solución «posibilista» que seis años antes había suscitado una agria polémica entre él mismo, Sastre y Alfonso Paso22:

Estos son problemas de nuestro tiempo que a menudo se han discutido entre nosotros y frente a los cuales yo siempre he proclamado la necesidad del posibilismo. Pero la he proclamado porque, en mi opinión, el posibilismo es una realidad; es decir, no hay otra cosa que posibilismo23.






Una pieza de corte existencialista

En 1954 Rodríguez Buded escribe un texto jamás representado y publicado tres años después: Queda la ceniza (Madrid, Ediciones de la Puerta del Sol, 1957). Se trata de una pieza en la que se deja sentir, tal vez demasiado, la sombra del teatro sartreano (Las manos sucias, por ejemplo24) y el más cercano impacto de Escuadra hacia la muerte de Sastre. Por otro lado -sin citarse explícitamente, por obvias razones de autocensura- la guerra y varias de sus consecuencias (el exilio, la pesada e irresistible carga de la propia responsabilidad) afloran encarnadas en un grupo de «perdedores» y «desarraigados», condenados a vivir errantes con su derrota, y sobre todo con la losa de sus culpas y de sus posibles errores encima de las conciencias.

La obra se llena de simbolismos existencialistas25 -la vida como una permanente prisión, como una irresistible condena, que todo lo ahoga, que todo lo reseca, que todo lo entristece-. En las proximidades de una cantera aguardan (el calor atenaza de forma insoportable) un puñado de hombres y dos mujeres, que esperan no saben bien qué, si bien lo que buscan a ciegas es justamente purgar el sentimiento de culpa que cada uno arrastra (crímenes de guerra; odios incontrolados; asesinatos recientes, vergüenzas y decepciones). Todo ello se traduce de inmediato en una agresiva convivencia entre estos seres apiñados en unos transitorios refugios semiderruidos («si nos hallamos aquí por lo mismo y deseamos todos una misma cosa, ¿por qué nos hacemos la vida tan insoportable?» p. 19) haciendo palpable el lema sartreano («el infierno son los otros») y formulando por primera vez una constante en el teatro de Buded que enseguida tendrá su nueva formulación en La madriguera26.

En ese grupo de refugiados, reunidos en una especie de situación límite (en la acotación general que se redacta al comienzo se indica que en el fondo de la escena, en donde se sitúa una desértica llanura, debe figurar «una extraña concepción de frontera») el personaje llamado -intencionadamente- Lucio ejerce de jefe de grupo y portador de una misión que el colectivo no conoce bien, pero que imagina va encaminada al regreso a la tierra perdida tras la derrota. Pero esa suerte de líder se debate ante el temor de la duda, y es él el primero en buscar la respuesta a su propio miedo, el castigo a su atroz crimen, la expiación de haber sembrado odio, de llevar muchas víctimas sobre su conciencia.

Frente a Lucio comparece la misteriosa Aurora (con aquél comparte un simbolismo onomástico, que en su caso es connotador de falsa luz, que no lleva sino a la oscuridad de la angustia, de un errar permanente, sin descanso27). La tensión en que viven estos personajes se acelera con la inquietante presencia, nada casual, de otro (falso) exiliado -Montes- que no es sino un delincuente común, que ha asesinado a su mujer y que con mayor valentía y nobleza que sus compatriotas (que se piensan puros) afronta su personal responsabilidad ante la justicia, y que por ello puede anunciarles «Acabaréis desesperados» (p. 50).

Lucio es reo de la muerte de un compañero, acaecida antes del comienzo de la obra. Y a lo largo de ella buscará su propia ejecución (expiación de su culpa) a manos de otro de los exiliados (todos son igualmente sujetos de responsabilidad criminal), abortándose definitivamente, de ese modo, la propuesta que en un momento determinado hace Lucio: «Hemos de librarnos de nuestra conciencia y emprender otra lucha, convertidos en seres humanos...» (p. 66). O no tan definitivamente, porque el nuevo asesino -el joven Martín- decidirá en el último momento romper una huida cainita, errante por siempre, y entregarse a la justicia, afrontar (más valiente que ninguno de los otros) su responsabilidad personal. «Envidio a ese muchacho -comenta el personaje Óscar en el último parlamento de la obra- Va a enfrentarse con una ley, que le acusa. Después podrá palpar con sus manos las rejas de una cárcel... Para nosotros todo el horizonte es una reja inmensa, sin posibilidades de tocarla» (p. 124)28.

La secuencia de la detención del asesino Montes introduce en el centro de estos hombres, que se debaten con sus propias responsabilidades, un importante reto: mientras el advenedizo es detenido para que purgue sus culpas, los exiliados con delitos y complicidades en sus manos «quedan libres», es decir, quedan enfrentados a sí mismos, y con su personal remordimiento («somos asesinos puestos en libertad, por no sé qué misericordia extraña [...] estamos condenados a seguir viviendo y quiero que nos salvemos de un trágico final»; p. 78-79), deteriorándose progresivamente la convivencia entre esos «condenados»: «nos vamos empeñando en una lucha a muerte entre nosotros [...] estamos martirizándonos con palabras, en una calma asfixiante» (p. 79-80; y son todos parlamentos adjudicados al personaje Lucio). La sombra de la manipulación alienadora, del engaño, cobra cuerpo, incitada por el personaje vengativo por excelencia, Aurora («Os trajo Lucio para teneros incomunicados y poderos transmitir sus pobres escrúpulos de conciencia [...] Acabará vertiendo sobre vosotros el remordimiento, que no le deja vivir...»; p. 82-84). La decisiva aparición del delincuente Montes la reconoce como tal el personaje más lúcido -precisamente desde sus dudas- de toda la obra, Lucio: «Vivíamos condenados a la desesperación [...] Estamos asistiendo a un extraño juicio, donde nosotros mismos nos acusamos y nos defendemos»; p. 93-96) y como si se tratase del cabo Goban de Escuadra hacia la muerte, les advierte -sabiendo que van a matarlo- que «cuando yo esté muerto, seguiréis sin encontrar la paz» (p. 97), lo que no le impide entender que «mi único argumento es morir... ¡Pero nuestra batalla continúa!» (p. 112).

En el personaje de Lucio, Rodríguez Buded ha esbozado el perfil de un revolucionario con ciertos atisbos de frialdad totalitaria, que él la presenta como una postura antiburguesa («¡Eres la personificación de lo que he tratado de destruir! -le dice a la mujer con la que convive, al considerarla (dice la acotación) "como ante una nueva tortura surgida ante él"- ¡Te afanas, únicamente, por buscar tu tranquilidad... Yo he ordenado la muerte de muchos hombres, con el solo delito de buscar lo mismo que tú; una tranquilidad egoísta y mezquina...» p. 110). Lucio odia profundamente a sus compañeros de exilio porque ese mismo sentimiento de odio que ha anidado en ellos ha fallado su necesidad de «salvarlos», y así autorredimirse. Por ello no le cabe otra salida, como el mejor castigo para sí y para los otros, que ofrecerse como la nueva y decisiva víctima que tendrán que arrostrar de por vida -aunque huyan de la cantera- los restantes compañeros de armas y de miedos. Lucio sabe que no hay otra escapatoria ya que la aniquilación cainita, porque de otra lucha fratricida proceden: «No existe ley humana, que pueda juzgarnos. Nuestra culpa tiene una justificación y un tremendo castigo... Matarnos unos a otros. Va a ser también un sacrificio inútil. Seremos asesinos en el lugar más escondido...» (p. 113-114).

Queda la ceniza está todavía muy lejos del tono «tragicómico» que adopta básicamente la dramaturgia conocida (editada y estrenada) de Buded. Hay exceso de «discusión», de teorización en detrimento de la acción. Sobre un escenario Queda la ceniza tal vez hubiese resultado demasiado fría, con una carga de presupuestos existencialistas que envuelven demasiado a los personajes, restándoles bastante de su identidad y de su autonomía.




El teatro estrenado de Rodríguez Buded

Las tres obras que voy a considerar seguidamente tienen un claro común denominador: son tres apuntes de las relaciones familiares y el filo de la navaja sobre el que tales relaciones sostienen un tenso equilibrio, a merced de unas circunstancias y de unos «otros» que inciden sobre ellas para deteriorarlas, para hacerlas estallar y dejar los pedazos rotos dispersos y a su suerte, sin recomponerlos, a solas con sus carencias y sus miserias. César Oliva, a la hora de establecer los temas dominantes y comunes en los dramaturgos sesentistas -la lucha por la existencia (La camisa, Las salvajes en Puente San Gil), las consecuencias de la guerra (Vagones de madera, La condecoración), el tema religioso (El Cristo), la historia como tema (El círculo de tiza de Cartagena, Historia de unos cuantos)- cita en un último apartado de «varios» el de «las dificultades de las relaciones matrimoniales», que ejemplifica con algún título de Muñiz, como En silencio o El tintero, y añade:

Hay uno, sobre todo, cuya visión del tema es demoledora. Se trata de Ricardo Rodríguez Buded, cuyas obras principales nacen del estrecho marco ambiental que es el piso. La madriguera es drama de realquilados con derecho a cocina.

En Un hombre duerme el matrimonio y los hijos han de verse jueves y domingos en un café: ella es criada en una casa; él, empleado, duerme en una pensión. Y en El Charlatán la situación llega a provocar un tipo de explotación de una hija por sus padres29.



Por otra parte el contexto teatral en el que Buded estrena sus tres textos -1960/1962- se confecciona (y la lista no es más que representativa de lo que pudieran considerarse textos relativamente importantes en la historia de nuestro teatro más reciente) con estos otros títulos que suben a los escenarios comerciales, o a los de «cámara y ensayo», en esos mismo meses: Miedo al hombre de Joaquín Marrodán, Verde esmeralda y Culpables de Salom, tres piezas significativas -en aquella estética del realismo hacia la tragicomedia- de Alfonso Paso (La boda de la chica, Aurelia y sus hombres y El canto de la cigarra)30, Todavía, no de Sito Alba, La cornada y En la red de Sastre, Como las secas cañas del camino de Martín Recuerda, La trompeta y los niños de Juan Germán Schroëder, Los inocentes de la Moncloa de Rodríguez Méndez, El tintero de Muñiz, o una pieza de Ricardo López Aranda sobre la que volveré, Cerca de las estrellas31. En ese ámbito Rodríguez Buded empieza a tener una atención de empresarios y de críticos que se promete duradera, aunque se acabará dos años después, permaneciendo en silencio hasta la fecha, salvo esporádicas vueltas como adaptador de algún texto de Gorki -Bajos fondos- versión estrenada en 1968 en el Teatro María Guerrero, bajo la dirección de J. L. Alonso, y publicada en el núm. 93 de Primer Acto32, en donde se incluyó un artículo del mismo Buded, «Gorki por primera vez», en el que se puede leer que aquella importantísima pieza del dramaturgo ruso debe considerarse como una pieza clave del teatro realista que «encierra toda una diversidad de penetrantes estudios psicológicos», pero en la que

aun pretendiéndolo en gran medida, no se trata tanto de reproducir la realidad como de investigar en esta realidad a través de los seres que la padecen. Estos hombres y estas mujeres, estos seres que aún alientan, se van a limitar a contarnos serenamente sus vidas, ¿seremos capaces de compadecerlos?



Aunque no se llegó a estrenar, se publicó también en la revista Primer Acto (núm. 73, de 1966) su versión de la obra de Musset Lorenzaccio, y en 1979 se editó su versión de El Padre de Strindberg (Madrid, MK, col. «Escena»).


Un hombre duerme

El primer estreno de Rodríguez Buded -como el segundo- se llevó a cabo en el peculiar marco de los teatros de cámara (especie de circuito semiprivado del teatro independiente, que obtenía permisos para el montaje de algunas piezas, imposibles en el teatro comercial, por una sola representación, y prácticamente sin superar el ámbito de recepción de los asociados al grupo). De ese primer estreno se encargó «Dido, pequeño teatro», en la sala Goya, el 10 de mayo de 1960, bajo la dirección de José María de Quinto33. Aquel mismo año (en el que también se fecha el segundo estreno de nuestro autor) fue un año verdaderamente significado para el teatro español, pues en aquellos meses coincidieron la creación del «Grupo de Teatro Realista», con manifiesto incluido34 (firmado por Sastre y de Quinto) y la polémica posibilismo/imposibilismo, a la que se aludía anteriormente. Entre los textos estrenados en esas mismas fechas, debemos recordar Las Meninas de Buero, La cornada de Sastre, La boda de la chica de Paso o Los inocentes de la Moncloa de Rodríguez Méndez. También en ese año se llevó a cabo un interesante festival de «Teatro Nuevo», en el que se presentaron piezas de los incipientes autores de aquel momento, tales como Martín Iniesta35 (Los enanos colgados de la lluvia), Carmelo Martín (El faro), Molero Manglano (La isla), Martínez Fresno (Querido Donald), Bautista de la Torre (Un sueño en paño menor) y Agustín Gómez Arcos con la pieza que obtuvo el premio, Elecciones generales.

Un hombre duerme, que había obtenido en 1959 el premio «Valle Inclán», fue definida por su mismo autor como «un sainete en el que las situaciones y los personajes estaban exagerados a veces, descoyuntados podríamos decir, para mostrar de una manera crítica e ideológica cierto trasfondo social y moral del mundo en que se desenvolvía»36, justificando así, en carne propia, su defensa del sainete español como punto de partida de la tradición realista española en la renovación teatral del medio siglo. Por ello un crítico como Pérez Minik cita esta obra junto a títulos como Muerte en el barrio, Hoy es fiesta, El grillo, Los pobrecitos, La boda de la chica, Todos los días37, «y otras muchas que, contaminadas o no de aquel costumbrismo, hemos de reconocerlas como respuestas muy excepcionales a una buena herencia española»38.

Un hombre duerme reincide sobre las tensas relaciones entre los miembros de una familia que su autor vuelve a colocar en una situación límite, sin casa, sin convivencia, viéndose forzados a reunirse sus cuatro miembros, en la tarde de los jueves, alrededor de una mesa de café (un café de aquellos que tenían asiduos parroquianos, familiares clientes, como el que funciona a modo de aglutinador de muchos personajes en La Colmena)39. Junto a esa familia atípica (que de algún modo adelanta el problema social de la «falta de vivienda» que se acusa en el modo de vivir las familias realquiladas de la obra siguiente) Buded acentúa el brochazo cuasi esperpéntico en unos personajes implicados en una «caridad organizada» (algo parecido a aquellas ridículas campañas, como la de invitar a un pobre a compartir la mesa en la noche navideña, que Berlanga aireó con parecida perspectiva farsesca en la película Plácido de 196140). Todo lo acabará envolviendo el engaño, y al final volveremos al mismo punto de partida, a la mesa del café, cuando el crédulo matrimonio empieza a comprender que no tiene otra cosa al frente que más días de soledad y fracaso, y seguir citándose en el mismo sitio, un jueves tras otro.

Rodríguez Buded era consciente de que en esta obra había combinado segmentos de distinto tono -el realismo más sainetesco en las escenas del café (actos primero y tercero) y la farsa esperpentizante en el acto segundo, cuando los personajes se concentran en el piso ridículamente señorial de las caritativas damas, con su no menos ridículo ritual que da especial preferencia a las comidas que producen desagradable hartazgo y las fotografías de grupo que perpetúen la feliz ocasión. «He creído observar -comenta Buded al respecto- que las situaciones correlativas, con paréntesis brevísimos de tiempo, por las que puede pasar un hombre, o un grupo de seres, o una familia en este caso, al recibir pasivamente la acción de otros, dan lugar a elementos dramáticos de muy distinto orden, desde cómicos hasta trágicos según sea la índole de acción padecida. El reunir este conjunto heterogéneo en un drama, me ha parecido una forma posible de realismo, que es, a fin de cuentas, lo que he pretendido siempre»41.

Mejor que a ninguno de los otros títulos, es a éste al que mejor le cuadra el marbete de «tragicomedia grotesca»»42 a la manera de Carlos Arniches (el personaje de Ramón no está muy lejos del protagonista de, por ejemplo, Es mi hombre). Hay secuencias en los dos primeros actos que se encarrilan hacia lo esperpéntico: así el interrogatorio que se le hace al presunto beneficiario de la campaña de caridad organizada; así muchos momentos de los dos cuadros del acto segundo -la ritualizada celebración del día de homenaje al necesitado, al indigente43-. Valga, como un simple ejemplo que se comenta por sí sólo, este fragmento de ese segundo acto (p. 47):

DOÑA PAQUITA.-  Bueno..., y estos niños, ¿qué tal se crían?

VICTORIA.-  Ya ve usted, con comidas de pensión.

DOÑA PAQUITA.-  Me refiero a si tienen buenas compañías.

RAMÓN.-  Magníficas.

VICTORIA.-  Todos los jueves pasan la tarde entera con nosotros.

DOÑA CONCHA.-  ¿Estudian idiomas?

RAMÓN.-  No. Moncho ha tenido un amiguito que era francés.

DOÑA CONCHA.-  Huy, francés. Ganas de tirar el dinero. Como aprender Química, Matemáticas y demás zarandajas; esas cosas estaban bien para cuando nosotros éramos jóvenes, pero, hoy en día, sabe usted inglés y se puede decir que lo sabe todo.


RAMÓN.-  Créame, doña Paquita. Eso de los estudios es lo que yo le he dicho siempre, aquí, a mi señora. Ni colegios gratuitos, ni gaitas; yo me ocuparé personalmente. Y así lo he hecho. Le he acostumbrado a comprar revistas ilustradas de vez en cuando y, sabiendo que lleva su aparato de radio encima, ¿para qué quiere más?


O poco después de este diálogo, el cuadro -con el flash fotográfico que la fija en su misma hiriente ridiculez- de la virtuosa dama repartiendo trozos de pan a los miembros de la familia agasajada. Así dispone la pose para la foto el hambriento fotógrafo López»44, cuando «entra con una panera, que entrega a Doña Paquita, y una servilleta, la cual coloca a Ramón en la pechera»:

  Ustedes dos, el matrimonio, se colocan aquí, en el diván. Los niños detrás, como fondo. Doña Paquita así, en escorzo, con la panera en la mano izquierda, y con la derecha les ofrece un pedazo.  (Da unos pasos atrás.)  No miren aquí. Doña Paquita, escoja usted un buen pedazo de pan.


(p. 48-49)                


En el centro de esta «tragicomedia grotesca» el formalista Fernández, que vive apresado por el continuo corsé del formulismo, por el respeto absoluto y ciego a lo previamente codificado, es el encargado de pronunciar, desde su «decir por decir» (que resulta no estar tan inocentemente vacío de intención) una frase que debe restallar en el espectador como un trallazo, porque encierra un principio de inmoralidad que la tragicomedia viene a confirmar en todos sus extremos: «la falsedad es algo que me indigna, Doña Paquita», porque si de algo debe asquearse el adormecido Ramón -si fuese capaz de mirar por debajo de la superficie hipócrita de la realidad, si se atreviese a despertar- es del cúmulo de falsías que le acosan: una caridad sofisticadamente falsa, un enriquecimiento que no es sino una vulgar estafa, unos hijos que no son sino unos desaprensivos sinvergüenzas y cómplices del estafador de vía estrecha, una vida -en fin- en continuo estado de provisionalidad.

Frente al personaje Ramón (que se empeña en negarse la excepcionalidad de su vida, la mentira de la que no se atreve a bajar) Victoria, su mujer, presenta ciertos atisbos de rebeldía, de valentía, de lucidez. Es ella la que advierte más pronto que han sido víctimas de un engaño; la que intuye (o mejor aún, afirma) que le han estafado sus propios hijos y la que -desde el recurso de los nervios desatados- grita en escena lo que todos quieren callar o no oír, por miedo o por cobardía. Y lo hace en una secuencia que el dramaturgo convierte -hábilmente- en un excelente ejemplo de «tragicomedia grotesca», pues mientras la mujer intenta denunciar ante su marido y sus hijos el timo del que han sido víctimas, las damas caritativas creen que los duros calificativos de la mujer y la amenaza de denuncia se refiere al acto social que están celebrando. Es imposible evitar la sonrisa ante los malos entendidos de la escena:

VICTORIA.-  ¡No me engañen! ¡Ha sido una estafa!

RAMÓN.-  Estás loca...

DOÑA PAQUITA.-    (Aterrada.) ¿Qué dice?

DOÑA CONCHA.-   (Idem.)  ¡Virgen Santa!

VICTORIA.-  ¡Un timo! ¿Por qué eres tan ingenuo, Ramón?

RAMÓN.-  Victoria...

FERNÁNDEZ.-  Señora...

VICTORIA.-    (A RAMÓN.) Lo crees todo. Si no fuera por mí...   (A los hijos.) Hijos míos... ¡Ahora mismo pongo la denuncia!

DOÑA PAQUITA.-    (Grita.)  ¡Ay...!

DOÑA CONCHA.-  ¿Cómo la denuncia?

LÓPEZ.-  ¿Es que no han comido ustedes bastante?

FERNÁNDEZ.-  Tenemos permiso para celebrar estas fiestas. Todo está en regla.

LÓPEZ.-  Saque el permiso, sáquelo.

RAMÓN.-   No, no, si es que mi mujer...

MONCHO.-    (A ROSI.)  Vámonos, vámonos...

RAMÓN.-  Victoria, Victorita...

VICTORIA.-  Yo sé dónde tengo que ir. Hay una justicia. Los estafadores van a la cárcel  (Avanza unos pasos indecisa.) 

DOÑA PAQUITA.-  Tenga piedad...

DOÑA CONCHA.-  Perdónenos...

FERNÁNDEZ.-  ¡Qué sacrilegio! ¡Llamar estafa a una fiesta de caridad!


(p. 61-62)                


y al mismo tiempo no advertir que la acusación de Victoria también alcanza, sin proponérselo, a la fantochada que se está montando en torno a su personal fracaso económico. Se confirmará esta doble dirección del enfado de la mujer cuando en el último acto Victoria rechace los regalos recibidos, desperdigándolos a patadas por el suelo del rincón del modesto café que les sirve de eventual hogar (o falacia de tal) cada jueves, durante años. Que finalmente los recoja, plegándose al conformismo de su marido, no le resta ni un ápice de su «concienciación», de su «despertar», de su resistencia a caer en el sueño de un cobarde y alienante conformismo. Porque, en efecto, el curioso título de la comedia alude a un pobre hombre que lleva años intentando salir a flote con sus clases de mecanografía a domicilio, que comparte habitación con un viajante en una modestísima pensión y que no ha logrado ni poseer un triste techo en el que reunirse cada noche con su mujer y sus hijos, y tiene que utilizar el sucedáneo de un rincón en cualquier tranquilo café, una tarde a la semana. Ni se siente respetado, ni puede dar cancha a su personal -y tópico- sentido de la autoridad paterna, ni ha logrado conocer verdaderamente a sus hijos, que le engañan vilmente, sin que él se atreva ni a sospecharlo, y que se presta dócil a la «fiesta de caridad», y hasta entra gustoso al trapo de aquel engaño (frente a la reticente postura de su mujer). Si el final del primer cuadro del acto segundo se aproximaba a lo irrisorio, devorando el fotógrafo López la comida que ni siquiera consumen los «agasajados», no le anda a la zaga el final del segundo cuadro del mismo acto, cuando aparecen -en el último momento del «gran día»- marido y mujer vestidos con unas prendas usadas con las que se les agasaja y se les socorre. La didascalia correspondiente es clarísimamente explícita:

 (VICTORIA viste un abrigo de piel, muy pelado y descolorido, que le está estrechísimo. Al cuello, una bufanda color rosa le da varias vueltas, colgándole abundantemente. En el abrigo de RAMÓN caben dos como él. El sombrero verde es pequeño a todas vistas y parece caído de un quinto piso.) 


Y no es menos elocuente de ese voluntario estado de alienación en el que desea vivir Ramón, porque no se atreve a otra cosa, este comentario del socorrido por la caridad ajena:

RAMÓN.-   (Radiante.)  Lo menos hace diez años que no me ponía sombrero.


(p. 66-67)                


Es en el acto tercero, cuando -desenlazado ya un engaño y a punto de desvelarse la verdad de otro- la cobardía del personaje, su conformismo y el miedo a transgredirlo, se ponen más de manifiesto. «¡Tengo miedo! ¡Sí, lo tengo! [...] ¡Lo digo! ¡delante de mis hijos y de quien sea!» (p. 79), se ve obligado a declarar Ramón, cuando deja escapar al estafador, posponiendo la solución a un «diálogo» posterior; lo que no es óbice para que de inmediato -y cuando el personaje vuelve a instalarse en la seguridad de la simple palabrería- Ramón insista en su cantilena de sentirse dueño de una situación que hace demasiado tiempo que le rebasó. Este largo parlamento, del que copio sólo un fragmento, alcanza resonancias patéticas en el espectador que sabe ya muchas cosas, a estas alturas de la comedia, las cosas que Ramón quiere ignorar por cobarde comodidad:

Aún me sobran energías para teneros debajo del zapato. ¿Habéis conseguido engañarme alguna vez? ¡Vamos, decidlo! ¡Una vez siquiera! ¿No? Pues ya sabéis. Un desconocido puede buscarme las vueltas..., ¡pero mi familia no, nunca!

Ésta es la única certeza que he tenido en mi vida. Si algunos de vosotros llegara a engañarme, sería como engañarme yo mismo...


(p. 80)                


Todo se resuelve en vana palabrería, aplazando para cualquier mejor ocasión enfrentarse con las cosas como son. En una acotación de la página 76 se perfila perfectamente la manera de ser del personaje («Su voz no tiene ninguna firmeza, es parloteante, reveladora de una gran confusión»). El Ramón de Un hombre duerme tiene una tendencia innata a esconder su responsabilidad debajo del ala, de forma muy parecida a otro «parlanchín» irresoluto del teatro de Muñiz, el Mariano de El grillo (1955), el personaje que aporta el tedio que aliena, la falta de estímulos, la desesperación ante la impotencia personal, la necesidad -primero- de gritar en el vacío, como una forma más de su inoperante repetirse en la vulgar historia de sus días, y después, claudicar ante las normas de conducta que le impone una necesidad de subsistir, aunque ello le suponga cerrar los ojos45, dormir, como el personaje de Buded. Ambos personajes -y ambos autores de la misma promoción- parecen pretender algo que ya formuló Lope en una de sus comedias, «despertar a quien duerme». Una necesidad ética en un tiempo de silencio.




La madriguera

El segundo estreno de R. Buded tuvo lugar, en una representación única, el 5 de diciembre de 1960, en el Teatro María Guerrero, como una producción del Teatro Nacional de Cámara y Ensayo. Se trataba de La madriguera y la dirigió Modesto Higueras, con decorados de Víctor María Cortezo46. De ella dijo, con bastante razón, el crítico José Monleón que era «una de las más limpias y mejores obras del teatro español contemporáneo» y varios de los críticos que entonces opinaron de ella coincidieron en destacar su condición tragicómica y su cierta orientación, por momentos, hacia lo farsesco47, como Juan E. Aragonés, quien refiere que «La madriguera es pieza de factura realista, con una carga satírica que en ocasiones obliga al autor a prescindir de la realidad para efectuar momentáneas incursiones hacia la farsa»48. Es cierto que en ella parece denunciarse muy a las claras el problema -y la realidad social del momento a raíz de una fuerte inmigración interior- de los realquilados en las grandes ciudades, situación que hacinaba a tantos y tantos emigrantes, aireando hasta la exasperación sus más íntimas carencias y negándoles el pequeño y gran derecho de un poco de paz y de inviolable intimidad. Pero eso tan sólo es la oportuna situación de partida -que por ejemplo ya había mostrado Paso en Los pobrecitos, con la variante escasamente distinta de la pensión familiar, o novelas próximas en el tiempo como Pensión (1958) de Juan José Poblador o Los enanos (1962) de Concha Alós, y que tanto deben, en verdad, a aquellas casas de vecindad que Antonio Buero nos había ensenado, desde el rellano de la escalera o desde la azotea, en sus comedias Historia de una escalera y Hoy es fiesta- situación que le permite al dramaturgo el recurso del protagonista colectivo por un lado49 (sancionado en la novela de aquellos años a partir de La colmena) y la posibilidad de esbozar y trenzar varias historias parciales de miseria, en unos sucesivos y simultáneos «tranches de vie»50, el tiempo transitorio en que pasan por aquellas habitaciones con derecho a cocina y correlativamente a inmiscuirse en la vida de los demás y a sentirse asediados y hasta agredidos por aquéllos. Y esto segundo es lo que verdaderamente importa de La madriguera: poner a un grupo de personas a convivir entre ellas, en escasísimos metros cuadrados, condenadas a chocar física y psíquicamente a todas horas, ya sean matrimonios, padres e hijos, amigos, conocidos, propietarios o simplemente realquilados. Es comprobar lo fácilmente que se rompe la cuerda, a poco que se la tense, si es que ya es cuerda podrida, desgastada, deshilachada, harta de ajustarse a los bultos y a las vidas, de tumbo en tumbo, de fracaso en fracaso. Sin acritud, con mucha comprensión a cambio, Rodríguez Buded encierra a sus personajes en un espacio agobiante, del que no saben o no se atreven a salir, al que vuelven y vuelven querenciosos (eso ya lo habíamos visto con el rincón del café en la pieza anterior) y en el que dirimen todas sus frustraciones, escupiéndolas en el rostro que tienen más cerca, como la sopa, hasta que todos -ellos y los lectores/espectadores- tenemos la desagradable sensación de que nos falta el aire en aquel viciado agujero. Desde la maledicencia y las ganas de malmeter de la aburrida viuda que alquila las habitaciones que ya le sobran, hasta los alicortos signos de orgullo, vergüenza, represión, moralidad contradictoria, ilusiones vacuas, hambres incontroladas, llantos, insultos, etc., los personajes que hacina Buded entre aquellos cuatro cuartos de un piso de techos y paredes grises, como el color de sus habitantes, se comportan entre sí como los ejemplares de distinta especie confinados en una madriguera, de tal modo que la connotación «animalizadora» del título-metáfora tiñe de instintos primariamente agresivos la vida en ese rincón, y por extensión, la vida en el espacio más amplio del que proceden esos individuos y al que salen, cuando salen, para no escapar nunca. El viejo piso con cuartos realquilados, con alta densidad de población en baja calidad de vida, adquiere un valor de espacio «infernal», de «huis clos» tragicómico, en el que el infierno de cada habitación se quiere echar al comedor común, para que desde allí vuelva a lamer nuestra puerta cerrada -nunca opaca a la mirada de los otros- hasta requemarnos más y más.

Creo que Rodríguez Buded supo transmitir bien y claro lo que apuntaba en su presentación del texto: «el único cometido de las gentes que pueblan La Madriguera consiste en aceptar, con humildad y disciplina, las particulares circunstancias que condicionan y hasta llegan a determinar sus vidas. Mi pretensión ha sido que tales circunstancias desempeñaran el papel de protagonista. De una obra en la que sólo he buscado ser fiel a la realidad, éste era el único punto que me interesaba subrayar». Y cotejar ese propósito con lo que se puede apreciar en el texto es lo que voy a intentar en el inmediato análisis de La madriguera, pieza que se emparenta formalmente con títulos, además de los ya citados de Buero y de Paso, como El grillo y El precio de los sueños de Muñiz, La batalla del Verdún y Los inocentes de la Moncloa de Rodríguez Méndez, La pechuga de la sardina de Olmo o la interesante pieza de López Aranda Cerca de las estrellas, estrenada en la misma temporada que La madriguera y con la que comparte (con el indudable modelo bueriano de Hoy es fiesta y algún teatro americano, como el de Miller) protagonista colectivo de vecindad y simultaneísmo escénico, y un «documentalismo» testimonial bastante acre, con igual poso tragicómico en el fondo del vaso.

Cuatro habitaciones -cuatro historias de provisionalidad que parecen hacerse perdurables- y un espacio común -el comedor- en donde se producen, primero, los fingimientos, y luego, al final, el choque de todos contra todos, son los espacios físicos y morales en que se configura esa «madriguera».

En ese lugar de viejas paredes cubiertas de polvo y de años coinciden diversos seres, en soledad o en insolidaria compañía, huyendo de una marginalidad que se quiere disfrazar con el engaño de «una habitación con derecho a cocina», disfrazada como vivienda propia. Matrimonios unidos sólo por el desprecio y el hastío (Petra y Sabino), por el fracaso y la vergüenza ante los iguales (Margarita y Agustín); hombres solos necesitados de cualquier cariño (Ramón, Julio, Francisco) y mujeres que se alinean entre dos suertes próximas de marginalidad, la prostitución callejera o la histeria derivada de una educación represora (Nati, Mari Luz, Clementina) o alimentan su diaria y estrecha perversidad con la maledicencia y el amasijo hipócrita de penurias ajenas (Doña Teresa).

Lo que verdaderamente hace insostenible la vida entre aquellas agobiantes paredes de unos con otros, y consigo mismos, son las pequeñas mentiras que maquillan un status que todos se sienten impelidos a respetar. Las fisuras de ese estado ficticio de cosas crea las pequeñas crisis que -con soterrada o libre violencia- van estallando escena a escena, desde la adusta mujer que rompe la instancia que -tan respetuoso de los códigos inútiles- ha redactado su marido con preciosa caligrafía y manida retórica, hasta los intentos de agresión de la putilla (retirada por el viudo Ramón) sobre el hijo de éste, que la insulta al echar en cara de su padre el matrimonio que ha contraído con Nati. Una situación de la que ninguno de ellos es directamente responsable pues -como bien sentencia el más inocente del grupo, Francisco-, «¿Quién tiene la culpa? Nadie. ¡Lo único cierto es que vivimos juntos, juntos, apretados, echándonos el aliento unos a otros!» (p. 67).

En el acto primero -presentación de una serie de pequeñas realidades y pequeñas miserias cotidianas- se despliegan ante el espectador las «circunstancias» que asediaban la cotidianidad de los cincuenta (más que de los sesenta), tales como la falta de trabajo sustituido por la marginalidad o las vanas ilusiones; la innegable necesidad del hambre y el compromiso ineludible de responder -como se espera- a la imagen de la honra personal (el hijo que no debe alternar con la prostituta o la muchacha a la que se le impide compartir unos minutos de salón común con las mujeres de dudosa honestidad).

En los dos actos siguientes esas circunstancias irán evolucionando hasta resolverse todas ellas, pero poniendo en evidencia la falacia sobre la que se sustentaban, quedando sólo en pie dos grandes carencias, la del hambre -que nos obliga a cambiar nuestro orgullo por un plato más o menos seguro- y la de la soledad y el sexo. En el primer caso se llega a una situación del mejor cuño farsesco: el realquilado (la falta de vivienda es otra de las carencias que más claramente se denuncian en la obra) presta su imagen y su fingida sonrisa para anunciar uno de los imposibles de su vida -y de cuantos con él y su familia comparten el piso de Doña Teresa- la felicidad (y el triunfo) que le produce vivir en uno de los modernos pisos -probable sombra de especulación poco escrupulosa- que ha construido su cuñado. Un «éxito» que se ha visto precedido, en el segundo acto, de una secuencia en la que lo tragicómico ha hecho brillante presencia, cuando Agustín regresa de un rodaje con todo el cabello blanco de betún, provocando la irritación avergonzada de su mujer, y se comenta lo bien que ha realizado su papel, disfrazado de mendigo (eso es lo que realmente está próximo a ser el personaje), pues siguiendo las direcciones del director, Agustín ha mirado a la artista «tristemente... pero en el fondo, con rabia..., con indignación» (p. 38). En esa misma escena, y ante las recriminaciones de Margarita, el personaje Agustín enarbola, en su réplica, una de las claves sobre la que pivota el sistema de valores de la obra y la propia ética de los personajes que se amontonan en aquel recinto: el disimulo, el fingimiento, la vieja conducta -desde Galdós- del «quiero y no puedo»: «¡Eso es lo único que te importa! ¡Ocultar a todo el mundo la verdad!» (p. 40). Acusación que se ratifica en esta otra defensa que hace la mujer de lo que ha sido hasta ahora su máxima obsesión, evitar que salgan a las mentiras del comedor las crudas verdades del cuarto, tras la puerta cerrada y la voz en sordina: «¡Yo soy quien mantiene la dignidad de esta casa! Cada cual vale lo que aparenta, ¿no lo has aprendido todavía? [...] ¡No he podido meterte en la cabeza que esta miseria sólo es tolerable cuando se sabe disfrazar!» (p. 40). Empeño en el que la mujer está decididamente instalada, puesto que en el siguiente acto lo reitera, rebatiendo los escrúpulos del marido por haberse prestado a retratarse para el anuncio de las viviendas de su cuñado: «Esos anuncios, como tú los llamas, sirven para tragamos nosotros solos todas nuestras pobreterías. Aquí, solos, sin que a nadie le importe cómo vivimos ni lo que hacemos, ¿te enteras? ¡Eso es lo que tengo que meterte en la cabeza! ¡La miseria hay que taparla, hay que esconderla, si se quiere salir de ella algún día!» (p. 52).

En la segunda carencia aludida, el viudo Ramón cae en su misma contradicción, pues le ha impedido a su hijo casarse con la mujer que quiere, por ser prostituta, y sin embargo ha accedido a consolar su soledad matrimoniando con la compañera de calle de la muchacha que rechazaba para su hijo, y sin procurar escapar, él y Julio, de aquella «madriguera» en la que parecen condenarse a vivir entre mutuos reproches y distanciadoras desconfianzas.

En su crítica del estreno, José Monleón se fijaba en dos personajes sobre los que piensa que Buded ha concentrado mayor dosis de crítica, de censura: doña Soledad y Alejo. Y encontraba que ambos son «los dos únicos personajes seguros y firmes en la madriguera de realquilados», porque ambos tienen «su propia y siniestra moral, y los dos se las arreglarán para hacer polvo al prójimo con las mejores palabras».

Y en efecto, doña Soledad es un personaje que, desde su aparición en el segundo acto, la asociamos con las caritativas señoras de Un hombre duerme, pues acude, con su consciente o inconsciente conciencia de «nuevo rico», a socorrer a sus familiares, y -ascendida a la plataforma de lo grotesco- decide que la primera ayuda que han de tener estos desventurados es poner en paz su conciencia, acudiendo a confesarse a primera hora del día siguiente. Ella genera la tragicómica situación que cierra el acto segundo, repartiendo ensaimadas y café con leche entre los hambrientos de la madriguera, situación que enmarca y contrasta -acentuando justamente lo tragicómico que se iniciaba con su presencia- con el llanto histérico de la solterona Clementina ante su tiesto de geranios, hecho pedazos, en el suelo (elemental alegoría de tantas ilusiones como se rompen a diario en el alma de aquellas pobres gentes).

Mayor interés, a mi modo de ver, tiene el personaje de Alejo, el nuevo realquilado que ocupa, con su recientísima esposa, la habitación en la que primero conocimos al matrimonio mal avenido del primer acto, y después a la solterona histérica del segundo. Con la incorporación de la pareja Alejo y Carmina, son tres (o cuatro, si contamos el de Ramón y Nati, el viudo y la prostituta, gestado precisamente en la madriguera) los matrimonios que coinciden en aquel agobiante espacio (confirmando de ese modo la importancia que tiene en el teatro de Buded el análisis de la relación de pareja). Y dejando de momento a un lado -porque ilustra otro aspecto al que ya he hecho mención- a Nati y al padre de Julio, los tres matrimonios (cuarentones -Petra y Sabino; Margarita y Agustín- y veinteañeros -Carmina y Alejo-) son otras tantas facetas complementarias de una misma realidad, la de una pareja viviendo en común las penurias, las estrecheces, las miserias que tal vez nunca sospecharon, y comprobando cómo esas coordenadas tan negativas deterioran intensamente su propio entendimiento. Y es ésa -me parece- la exacta función dramática que en la estructura de la pieza tiene la presencia de Alejo, cuando, desde el punto de partida de su historia particular en el que lo conocemos (a los otros dos matrimonios los hemos sorprendido arrastrando su deterioro ya «in medias res») proyecta su subjetiva medida del mundo que le espera, se las promete fáciles y felices: «le advierto que yo puedo tener un brillante porvenir en la tienda. Es una empresa fuerte, de muchos años, cosa que le da a uno seguridad. A medida que se vaya ampliando el negocio, alcanzaré un puesto de encargado y tendré a mis órdenes una dependencia de quince o veinte personas. Así de derechos los pienso tener, porque dotes de mando no me faltan» (p. 57-58), y nos hace pensar que todo aquel satisfactorio porvenir pueda verse dificultado y amenazado, tal como su paso por aquella madriguera puede pronosticar, sobre todo si Alejo imagina su futuro matrimonial con la misma perspicacia con la que interpreta -como verdad- la triste apariencia de logros conseguidos que cree advertir en el matrimonio de Agustín y Margarita, espejo en el que dice mirarse: «Desde el primer momento hemos sentido inclinación hacia ustedes. Una familia como la suya, ya hecha, es tarea de muchos años. Usted ha alcanzado mi meta. La mujer, los hijos..., ¿qué más puede uno pedir?» (p. 58) y se perfila, paralelamente, como un joven conformista, domesticado, como un pobre diablo, sin más (¿está en ese conformismo -según el autor- el peaje obligatorio para salir de la madriguera?). Agustín, que probablemente fue de esos que protestaron siempre y de todo, tiempo atrás, comprende la calidad de farsa de la situación en la que se ve convertido en modelo de un nuevo iluso. Y él, que ya se ha visto obligado a fingir una felicidad de humo y papel de prensa, sigue tejiendo la mentira que tanto le aconseja su mujer: «Me enorgullece saber que mi familia le ha llamado la atención. Y le aseguro que no se ha equivocado. Ha sido tarea de muchos años, como usted dice; pero se acaba siendo una familia digna, que causa admiración» (p. 59).

Esta pareja -todavía no atrapada en la maraña de la madriguera- queda al margen, momentáneamente, de la trifulca que, en la penúltima escena, aflora, cuando la coexistencia estalla. Alejo y Carmina han salido aquella tarde de domingo a seguir soñando, por unos minutos, que su paso por el régimen de realquilados es sólo cosa de unos meses, y que la ocasión les puede deparar la amistad de «gente fina»51. Por ello su inocente baile de un pasodoble después de la pequeña batalla que se ha librado en aquel espacio de nadie, y espacio de todos, que es el comedor del piso de doña Teresa, es una muestra más -la última, en la comedia- del aspecto superficial, aparente, desoladoramente falso, que cobra en aquel espacio semipúblico -el comedor- la tensión, la decepción, la amarga verdad que se amasa y se rumia en cada espacio privado -las habitaciones-. En uno (dicen las acotaciones) la pareja joven («Carmina y Alejo se enlazan y bailan») se muestra alegre, eufórica; en la habitación del matrimonio de mediana edad y media vida gastada, Margarita y Agustín «se unen en un abrazo seco, nervioso», y mientras va cayendo lentamente el telón último, «la música tiene ya un tono brillante» (p. 68).




El Charlatán

El tercer y último estreno de R. Buded acaeció en el mes de febrero de 1962, en el mismo teatro -el Goya- en el que había tenido lugar el primero, y trece días antes de que se diese a conocer comercialmente, en el mismo escenario, el texto emblemático de esta «promoción realista», La camisa de Lauro Olmo.

La obra de Buded compartió actualidad teatral ese año 62 con otras como Rebelde de Paso (junto con otras cuatro comedias en ese mismo periodo), La historia de los Tarantos de Mañas, Hombre nuevo de Pemán, La señora que no dijo sí de Alonso Millán, Pisito de solteras de Armiñán y varias piezas de Lope -La malcasada, La bella malmaridada, Fuenteovejuna, Por la puente, Juana y El acero de Madrid- con las que celebrar el cuatricentenario del Fénix.

En la autocrítica redactada para el estreno, Buded fue menos explícito, más prudente que nunca, y satisfizo el compromiso remitiendo a lo que se iba a ver sobre el escenario, porque «cuanto he deseado expresar está, a mi juicio, contenido en los distintos planos de su desarrollo»52. Y las críticas que me han llegado coinciden en clasificar la obra dentro del socorrido marbete del teatro costumbrista (Sainz de Robles), «dentro del humorismo criticista de la mejor estirpe» (J. E. Aragonés), que se aproxima al sainete tanto como se separa de lo más tópico de su estética (Torrente Ballester), o para la que podría buscarse el subgénero de «comedia madrileña, con personajes madrileños y con costumbres -modernas- de la Villa del Oso y del Madroño» (Adolfo Prego), o bien, el crítico del diario Pueblo, Ardila, encontraba la ubicación del bien recibido estreno de Buded en el grupo de obras que pretenden mostrar «la sinfonía en gris de las existencias sencillas, sin suprimir el crescendo de los dramas humildes y anónimos»53. Y Monleón, en su crítica incluida en Primer Acto reconocía que tal vez «la pieza resulte un tanto equívoca y más de un espectador saque la conclusión de que se encuentra ante un simple sainete de pretensión más fotográfica que crítica»54.

Desde luego -y tal vez por exigencias derivadas del mismo «teatro comercial»- El Charlatán es el texto de Rodríguez Buded -de entre los examinados en este trabajo- que arriesga menos en sus propuestas formales. Me parece bastante ajustada a una primera lectura de la obra la definición que da de ella F. C. Sainz de Robles: «obra impresionantemente realista, en la que tímidas sonrisas y dulces frases casi poéticas tratan de disimular, de edulcorar una angustiosa atmósfera de sollozos reprimidos»55. Pero no es menos cierto que se prolongan en El Charlatán muchos de los ingredientes, tipologías, ámbitos, que mostraban los textos de Buded comentados en las líneas precedentes. Así el piso -agobiante encierro, «confortable» huis clos de la muchacha Lucía- en las afueras de la capital, en el terreno que es casi de nadie todavía; la muchacha anclada a su teléfono, a través del cual se relaciona con el mundo, lo contempla y lo construye a su modo (como la telefonista del hotel que conocimos en la pieza Habitación 32), que necesita la guía y el consuelo de alguien que -aparentemente- se cree experto conocedor de sí y de su entorno y que resulta ser tan sólo un hábil charlatán (como el aplomado, y al tiempo inseguro, doctor Renard de la pieza aparecida en Revista Española); volvemos al haz de fuerzas, frecuentemente opuestas, de la estructura familiar, que reproduce entre sus habituales y convenidos roles también los de explotadores y explotados, y entre los que las mentiras, pequeñas o miserables, las medias palabras y los disimulos, las sutiles formas de chantaje, son moneda de uso diario y hasta aparentemente «legal», bordeando la exasperación que probablemente nunca se rompa en protesta, en ruptura, o sí estalle algún día, si se toma conciencia, aunque sea a través de un simple charlatán de ocasión, que sirve para abrirnos los ojos más que él mismo pretende. En aquella «jaula de oro» en la que Lucía sólo vive para hacer frente al reto semanal de los concursos de radio, las paredes -como en la casa de realquilados de La madriguera- «hace muchos años que no se pintan» y por consiguiente

sería imposible definir su primitivo color. Tienen demasiadas manchas, grietas y desconchones. Han llegado a adquirir extrañas tonalidades, debido al polvo almacenado, a la humedad y, quizá, a la cotidiana respiración de sus habitantes, que se ha impregnado en ellas, oscureciéndolas.


(p. 8)                


La vida cotidiana transcurre en medio de pequeñas mentiras (en el fondo terribles mentiras) que revelan una básica inautenticidad que separa profundamente a aquellos seres, que patentiza la suciedad que se ha pegado a aquellas paredes, tras veinte años de insincera convivencia. Los padres de Lucía siguen haciendo creer a su hija que padece una enfermedad que le impide casarse (liberarse) y abandonar aquella casa; la muchacha -que no ignora el engaño de los padres y la complicidad de un novio que se niega a asumir la responsabilidad de un matrimonio- es artífice a su vez de otro engaño, fingir unos mareos que acaben creando -a manera de pequeña venganza- la real preocupación en sus padres. Lucía cree compensar su vida de vaciedades, su particular forma de cobardía (se niega a salir, a enfrentarse con la verdad de fuera) con la invención de un mundo inexistente, que ella cree espacio de la más absoluta de las libertades («sigo en este rincón, viviendo mis sueños») y que sólo atisba en las cartas de lejanos, ocasionales y desconocidos corresponsales, en carpetas llenas de recortes, en montones de catálogos... Algo hay de lucidez, de todas maneras, en el personaje -haciendo justicia a la sugerencia de su propio nombre- pues no duda en reconocer que su actitud no es menos grotesca que la «tiranía ridícula de sus padres» y que sus mareos de mentira son

la única venganza de que disponemos los tímidos, los que no tenemos valor para romper a sangre y fuego con quienes abusan de su cariño hacia nosotros: engañarlos, obedecerlos, sí, sufrir su disciplina, pero engañarlos en el fondo de nuestro ser.


(p. 68)                


A ese espacio presidido por la más sutil de las «cariñosas explotaciones» llega un «redentor» en forma de pintor, al que se le pide que «cambie la casa de arriba a abajo», que logre que sus habitantes -y Lucía en primerísimo lugar- se encuentren «con una casa distinta». Un personaje que declara tener en la práctica lo que le falta a Lucía, la experiencia real del mundo, y que observa -con su mirada atenta y «profesional»- las grietas que se descubren en el pasillo, la pintura que se levanta en el recibidor, las manchas que reaparecen en la habitación de Lucía, y que se atreve a concluir que

¡Es imposible quitar las sombras de estas paredes! No llegan a ser manchas, sombras únicamente. Son antiguas y están impregnadas en el yeso... Cree uno que las ha tapado y salen de nuevo.


(p. 41)                


Adolfo -un artista algo fracasado, rebotado del mundo, tan egoísta como los egoístas a los que quiere desenmascarar, a modo de particular revancha- es la piedra de toque que hace salpicar aquella balsa de aceite, y es la persona en la que Lucía deposita la última confianza que le queda para salir de aquella casa. Con su fachada de seguro, de irónico, de cínico incluso, pone de manifiesto la crueldad un poco inconsciente, interesadamente proteccionista, de los padres de la muchacha y la inmadura cobardía del novio César, que prefiere cerrar los ojos a un mundo que teme que le haga daño, y esconderse detrás de un cómico contemplar de lejos el mundo en el que se siente agredido, como ve de lejos -desde la terraza de sus suegros, y con prismáticos- un partido de futbol, antes que zambullirse en el fragor de las gradas del campo de juego. La postura inicial del recién llegado tiene por fuerza que esperanzar a quien lo escucha y necesita su apoyo:

Ustedes se resisten a los colores, les asusta la luz. Y cuando uno cree haberles hecho un bien, siempre aparece una inmundicia más profunda. Serán capaces de conseguir que su hija muera de consunción... A ustedes sólo les mueve el miedo.


Por ello Adolfo se configura, para Lucía, como el «príncipe salvador» que la va a llevar al mundo que ha tenido que imaginarse consoladoramente, y que por supuesto no existe. Esa será la lección que Lucía sacará de la «limpieza de la casa»: desenmascarar el gris que subyace también debajo de los brillantes colores, de las atrayentes ideas, de aquel pintor profesional, con pocos recursos de sinceridad después de agotar las aprendidas fórmulas de su «profesión». Cuando, ante la tibieza del hombre a seguirla en su huida de la casa, Lucía le pregunta a Adolfo:

¿Es posible que el mundo sea todo él como mis padres y César, y aun como yo misma viviendo entre ellos?


(p. 71)                


el hombre ha de desengañarla y le pinta un retablo bien distinto del acariciado por la mujer:

La fe y la alegría de vivir no son cosas que se puedan rastrear hasta hallarlas. Hay que llevarlas consigo. Tú adivinas paisajes lejanos, donde crees que la vida es distinta y rodeada de felicidad. ¿No es eso lo que piensas, Lucía? Países maravillosos, cuentos, fábulas.

No existen. Te aseguro que no los hay. Ingenuos los que sueñan.

Deliran con tierras sin odios, miserias y seres maltratados por sus semejantes. No seas tú uno de ellos. No quieras viajar en busca de la alegría. La alegría está en ti.


(p. 75-76)                


y por ello mismo recibe (es la decisiva aportación de Adolfo a la toma de conciencia definitiva de Lucía) el reproche de la mujer: «¿Es que eres tan falso como ellos? [...] Eres un perfecto charlatán». La muchacha había vuelto a interpretar erróneamente los actos del extraño como signos de alianza frente a un enemigo común: primero, aportándole la contestación que le hace lograr su mejor triunfo como concursante radiofónica; después, aceptando -aparentemente- sus caricias y la invitación a marchar juntos. En un principio Lucía no advierte que Adolfo quiere desatar por un lado para acabar atando -con parecido cordel- por el otro. Pero en ese «airear la casa», en ese ejercicio de charlatanería, Adolfo sí ha quebrado algo con su paso por aquella casa de paredes grises, sucias, viejas. La muchacha pone también a prueba la seguridad del hombre, y descubre que él también -como todo, como cuanto le rodea- tiene la misma porción de pusilánime miedo. Pero la experiencia ha valido la pena, ha servido para algo... para que Lucía toque de cerca la miseria moral que puede haber en la vida mínima y para que sepamos que es capaz de algo más, de bastante más, que de memorizar unos anodinos temas y contestar como un papagayo por el frío teléfono, siempre a contratiempo:

Te creo, Adolfo... Ahora sí te creo... Y me parece que te comprendo...

¿Cuántas veces habrás dicho que querías hacernos cambiar? ¿Cuántas veces lo habrás dicho...? Estoy contenta de que hayas venido a pintarnos la casa, la teníamos imposible.


(p. 81)                


Y aprende que su idealidad ha de sustituirla por las pequeñas perversidades inmediatas. Para animarse, y animar a su liberador, en la huida, Lucía advierte que no va detrás de una atolondrada quimera, que sabe a qué se expone, a qué renuncia («He tenido siempre el presentimiento de que en otros lugares se vive así: padeciendo, a veces, pero con un objeto determinado [...] con el consuelo de que nuestro padecimiento va a servir de alivio a alguien que no conocemos..., a seres ignorados, que, a su vez, se sacrifican por nosotros» (p. 70)). Para escapar mejor, más convencida, Lucía quiere imaginarse un mundo totalmente distinto del que se encierra entre las pobres y agrietadas paredes que le han limitado tantos años, pero sabe al final que -como Adolfo- ella también tendrá que «acomodarse a las circunstancias». Por ello Lucía se atreverá a llevar la iniciativa en el último instante, y seguir ahondado en la miseria de sus pequeñas contraofensivas. Cuando suena el teléfono de nuevo (por última vez en la comedia) y creemos que seguirá la racha inquebrantable de concursos, de alienaciones, Lucía dejará sobre la escena una inquietud, que no sabemos si es una verdad o una mentira, pero que no hace sino prolongar la sorda guerra que ya había estallado cuando la comedia se iniciaba. En verdad, ni la pintura puede borrar las grietas. Ahora, al filo del telón final, cobra especial relieve (mitad verdad, mitad ironía) la observación de la madre de la muchacha: «En las casas se amontona la porquería y, de vez en cuando, hay que hacer limpieza de rincones». La bella durmiente que era esta maestrita, metida en su castillo de librotes y de renuncias, parece que empieza a despertar56. De algo le sirvió el charlatán, aunque no fuera más que para eso: para abrir los ojos y mirar dentro de sí, con un poco de coraje y otro poco de decepción.







 
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