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Cuentos en La Alhambra (1800-1850)

Borja Rodríguez Gutiérrez



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In the Spanish magazines (1800-1850) historical and fantastic stories abound. Largely of them there are a historical and medieval period and a preference to the castles and palaces as scenes. Since consequence many of these stories happen in The Alhambra. The article gathers diverse stories, analyzes three of them («La peña de los Enamorados» of Mariano Roca de Togores and «Los tesoros de la Alhambra» and «El collar de Perlas» of Serafín Estébanez Calderón) and it exhibits the most important elements of the descriptions of the Alhambra that make the writers of stories of the romantic magazines: long descriptions of the decoration, the adornment and the Arabic luxury; the exuberance of the gardens with mention of great quantity of vegetable species and the abundance of the water in the landscape.

En las revistas españolas (1800-1850) abundan cuentos históricos y fantásticos. En gran parte de ellos hay una ambientación histórica y medieval y una preferencia por los castillos y palacios como escenarios. Como consecuencia muchos de estos cuentos ocurren en La Alhambra. El artículo recoge diversos cuentos, analiza tres de ellos («La peña de los Enamorados» de Mariano Roca de Togores y «Los tesoros de la Alhambra» y «El collar de Perlas» de Serafín Estébanez Calderón) y expone los elementos más importantes de las descripciones de la Alhambra que hacen los escritores de cuentos de las revistas románticas: largas descripciones de la decoración, el adorno y el lujo árabe; la exuberancia de los jardines con mención de gran cantidad de especies vegetales y la abundancia del agua en el paisaje.





Elvira era reina de un pueblo cuyo nombre está envuelto en la oscuridad de los remotos tiempos.

Y los sabios de aquel pueblo dijeron un día a Elvira:

En las regiones de occidente hay una tierra fértil, rica de fuentes y de verdor, su cielo es azul como tus ojos y sus flores tienen el perfume de tu boca.

En sus montañas se eleva el cedro del Líbano y en sus llanuras se balancea la palmera de África.

El fúnebre ciprés crece sobre una alfombra de mirtos y el tulipán de oriente brota a la sombra del espino del desierto.

Sabrosas son sus frutas, Elvira, y sus tierras feraces en trigo y oliva.

Y Elvira conoció que sería bueno ir a aquella tierra y dijo a su pueblo: Levantaos y seguidme.

Vamos a donde crecen el cedro y la palmera y el ciprés y el mirto y el tulipán y el espino.

Allí donde el cielo es azul y las fuentes cristalinas y las flores olorosas como ninguna.

Allí fundaremos una ciudad, y la cercaremos de un muro y alzaremos una torre para su defensa.

Y en medio pondremos el templo de nuestros dioses.


Los árabes dominaron a Elvira y a Ezna Roman y a la Alcazaba cadima.

Y el primer rey de Granada fue Muhamad Alamar que levantó de cimiento la Al-Hamra que es lo mismo que Casa Roja.

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Y labró los Alijares y cercó de muro y cava la ciudad.

Y tras Alamar vinieron veinte reyes.

Y el último fue Boabdelí.

Boabdelí, el maldito de Dios.

Venid junto a mí y os cantaré la pérdida de Granada...

Venid y oraremos al Señor para que vuelva su Edem a los hijos del Profeta...


(Manuel Fernández y González, «Fragmento de una Leyenda Oriental», Revista de la Sociedad Literaria y Artística de Granada, 1847, 2-11)                


Este «Edem» al que se refería el entonces novel escritor y después folletinista de enorme éxito, Manuel Fernández y González, iba a aparecer una y otra vez en las páginas de las revistas románticas españolas. Artículos de viaje, artículos de divulgación histórica, leyendas en verso y cuentos. En los cuentos pretendemos fijarnos en este estudio. Cuentos que ocurren en La Alhambra o en su recinto.

Baquero Goyanes, en su estudio sobre el cuento en el Siglo XIX (1949) divide los cuentos en las siguientes categorías temáticas: legendarios, fantásticos, históricos y patrióticos, religiosos, rurales, sociales, humorísticos y satíricos, de objetos y seres pequeños, de niños, de animales, populares, de amor, psicológicos y morales y trágicos y dramáticos.

Sobre la base de las indicaciones de Baquero he reducido las tendencias temáticas principales que aparecen en los relatos de esos años a siete principales: cuentos histórico-legendarios, cuentos fantásticos, cuentos humorísticos, cuentos costumbristas, cuentos amorosos, cuentos morales y cuentos de aventuras1.

Los cuentos histórico-legendarios, son, con mucho, los más cultivados (38,24%). El tema fantástico ha sido objeto de mucha atención en los últimos años, sobre todos desde la publicación de dos obras de Vicente Risco (1982 y 1987) dedicadas al tema. El cuento fantástico romántico ha sido incluso objeto de una tesis doctoral que ha sido publicada recientemente (Trancón Lagunas, 2000). No obstante, no es la temática fantástica particularmente cultivada dentro del romanticismo español y se encuentra por detrás de la histórica, desde luego, pero también de la humorística, de la amorosa, e incluso de la moral, con un 8,02% de los cuentos publicados.

La preferencia por la Edad Media de los autores románticos se ve confirmada una vez más. De los relatos situados en épocas diferentes a la contemporánea, un 53,25% ocurren en los años medievales. Entre los relatos históricos los ambientados en la edad Media suponen un 59,15% y los que ocurren en la época de los Austrias un 28,88%. Son, con amplia diferencia las épocas que más placen a los autores románticos a la hora de desarrollar sus narraciones. También los cuentos fantásticos manifiestan una definida propensión al alejamiento temporal y de nuevo la edad media es su época más frecuentada: un 42,86% de los relatos fantásticos se sitúan en los años del medievo.

La afición a la edad media de los relatos históricos y fantásticos tiene un protagonista fundamental: el castillo. El castillo es sumamente importante en los cuentos del romanticismo hispano. Escenario preferente y muchas veces único de la acción, la importancia del castillo se ve incluso en los títulos de los cuentos: «El Castillo del Espectro» (Eugenio de Ochoa, El Artista, 1835); «El Castillo de Monsoliu» (Pablo Piferrer, El Vapor, 1837); «El Castillo de Marcilla» (Francisco Navarro Villoslada, Semanario Pintoresco Español, 1841), «El Castillo de Gauzón» (Nicolás Castor de Caunedo, Semanario Pintoresco Español, 1844), «El Alcaide del Castillo de Cabezón» (Miguel López Martínez, Semanario Pintoresco Español, 1844), «El Castillo Feudal de Magacela» (La Crónica, 1845), «El Castillo de los Apeninos» (El Fénix, 1846), «El Castillo de Tancarville» (José Heriberto García de Quevedo, El Renacimiento, 1847), «El Castillo de Salobreña» (Ildefonso A. Bermejo, El Museo de las Familias, 1849).

El castillo es grande, oscuro, laberíntico, lleno de escondites y calabozos. Puede ser una prisión de donde escaparse («El Infante de Mallorca», Tomás Aguiló, La Palma, 1840; «La Peña de los Enamorados», Manuel Zúñiga, La Alhambra, 1839) o a la que acudir al rescate de un prisionero («Ramiro», Eugenio de Ochoa, El Artista, 1835;   —111→   «El Caballero sin Nombre», Francisco Navarro Villoslada, El Siglo Pintoresco, 1847).

Esa misma oscuridad y misterio le hacen adecuado para escenario de historias de espíritus y de fantasmas, tanto si son ciertas y tenebrosas («El Castillo del Espectro», Eugenio de Ochoa, El Artista, 1835) como si son falsas y producto de la superstición («El Espectro», Liceo artístico y Literario, 1838) o incluso si se trata de aventuras de un héroe que vence a lo sobrenatural («La Torre de los Siete Suelos», Luis de Montes, La Alhambra, 1839). Cuando el castillo está en ruinas la asociación con lo sobrenatural es aún mayor («Beltrán», José Augusto de Ochoa, El Artista, 1835).

Misterio y oscuridad que hacen que igualmente pueda ser teatro de grandes y horribles crímenes («El Castillo de Gauzón» Semanario Pintoresco Español, 1844; «El Caballero», Baltasar Anduaga Espinosa, Observatorio Pintoresco, 1837). O también de reencuentros y venganzas («La Torre de Ben-Abil», C. B., Semanario Pintoresco Español, 1840).

Aunque no falta el castillo encantado, mágico y fabuloso, lleno de tesoros («Los Tesoros de la Alhambra», Serafín Estébanez Calderón, Cartas Españolas, 1832; «El Clavel de la Virgen», Francisco José de Orellana, Semanario Pintoresco Español, 1850).

En su vertiente más civil se convierte en morada de los reyes y así deriva en palacio y corte. Corte en la que se desarrollan diversas intrigas: amorosas («El Marques de Javalquinto», Jacinto de Salas y Quiroga, Semanario Pintoresco Español, 1840), políticas alrededor del rey («Albar Núñez, Conde de Lara», Miguel López Martínez, Semanario Pintoresco Español, 1844; «Un Regalo del Emperador Carlos V», Jacinto de Salas y Quiroga, El Renacimiento, 1847)), en contra del rey («Don Alonso Coronel o la Venganza del Cielo», Manuel de la Corte y Ruano Calderón, Semanario Pintoresco Español, 1841), o auspiciadas por el rey («El Príncipe de Viana», José María Quadrado, La Alhambra, 1841). Cuando el Rey de esta corte se convierte en el centro de las conspiraciones el castillo es su guarida, la fuente del mal, el lugar donde se entra y no se vuelve a salir («El Cubo de la Almudena», Francisco Zea, «El Bachiller Sansón Carrasco», El Panorama, 1840; «Año 704», Ángel Gálvez, Observatorio Pintoresco, 1837), e incluso llega a convertirse en escenario de sangrientas matanzas («El Ciprés del Generalife», Luis de Montes, La Alhambra, 1840; «Aben Hamet», El Panorama, 1841).

Y el castillo por excelencia, el más presente en los cuentos, el que más veces es descrito es La Alhambra, escenario ideal, para los cuentistas románticos tanto de relatos históricos como de cuentos fantásticos. No es ajena a esta tendencia la publicación en 1833 de los Cuentos de la Alhambra de Washington Irving2. La obra de Irving estuvo muy presente en el ambiente de la narración breve española3 y en 1840 aparecieron dos de sus relatos en el Semanario Pintoresco Español (sin nombre del autor): «El Califa y el Astrólogo» y «El Comandante manco y el Soldado».

Aunque también es cierto que la Alhambra está presente en el cuento español con anterioridad a la obra del americano. No en vano, ya en 1796 aparece una historia de amores imposibles y trágicos en el palacio granadino: Historia trágica española. La Peña de los Enamorados (Rodríguez Gutiérrez, 2002) cuyo autor fue un curioso personaje, figura imprescindible en una historia de la prensa española: José de Lacroix, Barón de Bruére4. La Alhambra va a ser un escenario preferente del cuento romántico español tanto del histórico-legendario como del fantástico. La afición a encuadrar los relatos históricos en la Edad Media y en ambiente moriscos acentúa más la presencia del escenario histórico, mientras que los relatos fantásticos explotan la vertiente más misteriosa de la Alhambra y de la presencia árabe, con sus historias de genios y maravillas.

Como hemos dicho la primera narración en la que encontramos la Alhambra como un escenario histórico es en 1796. Se trata de «La Peña de los Enamorados». La historia es sencilla. Una princesa mora de Granada y un cautivo cristiano se enamoran superando todas las diferencias de religión, raza y sentido del honor que les separan. Huyen del reino y del rey que les persigue. Al fin, acorralados por el ejército árabe, se suicidan arrojándose desde lo alto de un escarpado risco que desde entonces lleva el nombre de Peña de los enamorados. El tema que nos narra el cuento iba a ser retomado en varias ocasiones por autores románticos: en 1836 con un cuento de Mariano Roca de Togores (Semanario Pintoresco Español), y una obra de teatro de Aureliano Fernández Guerra   —112→   (Castro y Orozco, 1836) y en 1839 con otro cuento de Manuel Zúñiga (La Alhambra).

Además de estos cuentos aparecen muchas historias que transcurren en todo o en parte en Granada y en La Alhambra. «Aben-Hamet»5 (El Panorama6, 1841, 149-152) y el «Ciprés del Generalife»7 de Luis de Montes (La Alhambra8, 1839, 197-202) tratan sobre un mismo asunto: la matanza de los abencerrajes. Curiosamente la misma historia se narra en un fragmento de las Leyendas y Novelas Jerezanas de Miguel Hué y Camacho9 que fue publicado en El Panorama, la mima revista en que apareció «Aben-Hamet». También la matanza de los abencerrajes está presente, aunque tan solo como referencia en «Ramiro»10 de Eugenio de Ochoa (El Artista11, 1836, 293-298).

Otro tema que se repite con frecuencia es el de la rebelión de los moriscos. Varios de estos cuentos se ambientan en Granada y en la Alhambra. Así «El Padre Piquiñote»12 de Luis de Montes (La Alhambra, 1840; 187-192), «Abdhul-Adehl o el Mantés»13 (El Artista, 1836, 161-166) de Luis González Bravo, «Cuento Morisco»14 (La Alhambra, 1839, 79-82) de Agustín Salido o «La Cruz de la Esmeralda»15 de Juan de Ariza16 (Semanario Pintoresco Español17, 1849, 164-168).

La conquista de Granada por los Reyes Católicos está presente en «Ave María. Tradiciones Granadinas»18 de Luis de Montes (La Alhambra, 1840, 162-166) y en «El Triunfo del Ave María»19 (Semanario Pintoresco Español, 1845, 57-60) de Nicolás Castor de Caunedo20, así como en uno de los más hermosos relatos del romanticismo español: «El Lago de Carucedo» de Enrique Gil y Carrasco (Rodríguez Gutiérrez, 2000) (Semanario Pintoresco Español, 228-229/235-239/242-247/250-255). Cristóbal Colón, uno de los personajes que aparecen en este último relato es protagonista en otro: «Cristóbal Colón en Granada» de Luis de Montes (La Alhambra, 1839, 33-38).

Todos estos episodios históricos y muchos más aparecen en una de las primeras obras del folletinista Manuel Fernández y González: «Fragmento de una leyenda oriental» (Revista de la Sociedad Artística y Literaria de Granada21, 1847, 2-4 y 9-11) en la que hace un recorrido histórico por la historia de Granada, desde la fundación de la ciudad de Elvira hasta la conquista de Granada por los Reyes Católicos. La Alhambra, como no, ocupa una parte importante de esta historia.

Mariano Roca de Togores, ya en «La Peña de los Enamorados» (Semanario Pintoresco Español, 1836, 193-195) había descrito morosamente el verdor de los jardines de la Alhambra. En Granada se ambienta también otro relato suyo: «El Marqués de Lombay», (Semanario Pintoresco Español, 1836, 121-125) una muy personal recreación de la historia de San Francisco de Borja.

La Alhambra mágica, fantástica y a veces misteriosa aparece con fuerza y esplendor en los cuentos de Serafín Estébanez Calderón, El Solitario. «Novela Árabe»22 (Cartas Españolas23, 1831, 106-110 y 158-160), «Los Tesoros de la Alhambra» (Cartas Españolas, 1832, 142-145) y «El Collar de Perlas» (Revista de Teatros24, 1841, 67-69/76-77/83-85/96-99/105-108/122-124). Pero otros autores también abordan relatos fantásticos en nuestro escenario como Luis de Montes25 con «La Torre de los Siete Suelos»26 (La Alhambra, 1839, 103-108) y «El Sacristán del Albaicín»27 (La Alhambra, 1839, 93-95). La historia que cuenta este último relato es retomada y ampliada por José Jiménez Serrano28 en «La Virgen del Clavel. Cuento morisco» (Semanario Pintoresco Español, 1848, 190-192/198-200/213-215).

De entre todos estos cuentos destacan por su calidad «La Peña de los Enamorados» de Mariano Roca de Togores29 y «Los Tesoros de la Alhambra» y «El Collar de Perlas» de Serafín Estébanez Calderón.

«La peña de los Enamorados». La narración de Roca de Togores se divide en seis escenas. 1-Diálogo de Zulema y Zaida. 2-Descripción del templete donde está Zulema y del lema que en él hay: «Morir gozando» 3-Diálogo entre Fadrique y Zulema. 4-Fadrique intenta descifrar un mensaje (lenguaje de las flores) que le ha dejado Zulema en un ramo y contesta con otra flor. 5-Diálogo entre Zulema y Fadrique mediante el cual se cuenta la huida, persecución y muerte. 6. Conclusión.

Como se ve tres de las escenas del relato están resueltas casi enteramente por el diálogo de los amantes. Hay que anotar que Roca utiliza para su narración un artículo sobre el lenguaje de las flores que había aparecido en un número anterior del Semanario Pintoresco.

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Roca acentúa aún más las diferencias entre los amantes. Fadrique es un prisionero, un simple esclavo del Rey de Granada y aunque es de noble familia castellana, sirve como jardinero al rey en los jardines de La Alhambra.

Desde el primer momento del relato se insiste en la sensación de calor asfixiante que agobia a todos personajes y que se corresponde con la ardiente pasión que mueve a la pareja protagonista.

Comienza Roca su narración con Zulema y Zaida dos jóvenes moras. A lo largo de su diálogo se van dando informaciones al lector, porque Roca en una especie de exordio in abruptu no da ninguna indicación previa al lector, ni para situar la historia en tiempo y lugar, ni para informar de los personajes.

«¡Qué calor! Jamás ha abrasado tanto el sol de Granada, la cabeza me arde. Ese vergel es tan largo, tan sin sombra...» Así exclamaba una bella mora al subir las gradas de mármol que conducían al bosque de su jardín, y al mismo tiempo levantaba el velo que escondía su rostro y se limpiaba con un delicadísimo lienzo el copioso sudor de su tostada frente.


De esta manera comienza el relato. Poco a poco el diálogo de la escena primera, sin dejar de insistir en el calor, nos va informando de que Zulema es la hija del rey de Granada y Zaida su sirvienta. Nos enteramos de que es una hora en la que no puede sorprender a ambas el padre de Zulema porque está dedicado al ajedrez. La inquietud de Zulema es evidente y por fin, a pesar de la resistencia de Zaida, abandona a su sirvienta y va hacia una cita en el jardín.

La segunda escena comienza de nuevo con una alusión al tremendo calor, a causa del cual nadie está en el exterior. Zulema se dirige con rapidez hacia un pabellón en el jardín.

Al extremo de una larga calle de cipreses hay un óvalo plantado de robustos álamos revestidos de yedra y en medio de él se eleva un pabellón que tiene grabado sobre su entrada en caracteres arábigos de oro brillante este tema:

«Morir gozando»

Era aquel sitio el más elevado de toda la hacienda y la vista que de allí se disfrutaba le hiciera delicioso aunque no fuera en sí el conjunto de la riqueza y de la magnificencia oriental.

Este templete formado por columnas de pórfido, cuyos capiteles y bases de bronce cincelado representaban mil peregrinos juegos de voluptuosas huríes, estaba cubierto por un techo de concha embutido de nácar. Alrededor y en medio de los arcos sendas vidrieras de colores dejaban entrar el sol modificado por mil iris o descubrían su horizonte de dilatados jardines: en torno se extendían almohadones de terciopelo verde con franjas de oro intermediados por floreros de porcelana y por perfumadores de plata. Un tapiz de brocado cubría el pavimento y en el centro un baño de alabastro recibía los caños de agua olorosa que le tributaban dos ánades de oro.


Esta es una de las descripciones más sensuales y detallistas del exotismo arábigo-hispano que podemos encontrar en las páginas de los cuentos románticos. Y en ese marco de belleza y placer, Zulema, desesperada recorre con su mirada su interior y al encontrarlo vacío se desmaya, Roca cuenta este desmayo con un sensualismo que se corresponde con la descripción del pabellón

Zulema [...] se revuelve con violencia, su tocado se descompone, el cabello flota en torno al ímpetu de su movimiento, y luego, desesperada y exánime cae sobre uno de aquellos cojines que la rodean, así como la erguida palma agitada por el huracán en medio del desierto sacude una y otra vez su ramaje alrededor de él y al fin tronchada por el pie se desploma sobre la arena.


Para la tercera escena, Roca, como de nuevo hará en este cuento prescinde de nexos intermedios. Comienza la escena con Fadrique de Carvajal, de pie, inmóvil, junto a la inconsciente joven.

Cruzados ambos brazos, la cabeza inclinada, la barba sobre el pecho y la vista fija en un solo objeto contempla Don Fadrique de Carvajal el descuidado cuerpo de Zulema que yace sobre aquellos taburetes como un manto arrojado en el lecho en un instante de entusiasmo o de cólera


Comienza el diálogo entre los enamorados. Fadrique esta triste: esclavo del rey moro no puede pretender amar a la princesa y teme la próxima boda de ésta que quizás se produzca al día siguiente. Hay una serie de reproches dulces entre ambos enamorados. Zulema, más esperanzada, intenta consolar a Fadrique. Su monólogo, es característico   —114→   de un momento teatral, casi un aria operística. En la prosa poética y rítmica que usa Roca, se adivina el verso.

Fadrique, cuando después de la batalla de los infantes me presentaron tu cuerpo ensangrentado el médico debía saber también tu suerte; él te preparaba la mortaja y yo te curaba, y yo te decía que vivirías por mí, y yo sola te dije la verdad. Cuando cautivo después en la Alhambra gemías sin esperanza, tu cómitre no te hablaba más que de nuevas cadenas, yo sola te consolaba, yo sola te anunciaba mayor fortuna, te decía que serías para mí, y yo sola te dije la verdad. Y después, Fadrique, y después cuando el cautiverio del amor vino a aprisionarnos a ambos más que el de tus hierros, cuando abrasados ambos en lo íntimo de nuestros corazones desesperábamos de poder comunicarnos mutuamente nuestros pensamientos, yo sola te lo prometía, yo te enseñaba el lenguaje de las flores, yo te lisonjeaba con la promesa de mejores días y yo sola, tú lo sabes, yo sola te dije la verdad.


Los amantes se ven interrumpidos por la llegada del padre de Zulema. Ambos se separan, prometiendo volver a encontrarse y Zulema pronuncia, haciendo suyo, el lema que figura en el pabellón: «Morir gozando».

La cuarta escena se dedica a las dudas de Fadrique ante la interpretación de un ramo de flores que su amada le ha enviado como mensaje. Es en este momento cuando se utiliza la información sobre el lenguaje de las flores que se dio en un número anterior del Semanario. Por fin interpreta el mensaje de «amor constante» que tiene el ramo y la hace llegar a su vez, engañando al padre de Zulemas, un mensaje por medio de flores, citándola, ya que sabe que sus bodas van a celebrarse a la mañana siguiente. Sin ninguna explicación intermedia comienza la quinta y última escena, con los dos enamorados huyendo. Cansados y sudorosos, se detienen a los pies de una peña y su diálogo nos va informando de las circunstancias de su huida y de la persecución de que son objeto. Como un buen héroe romántico, Fadrique tiene un presentimiento. Al contemplar la peña recuerda el destino de sus antepasados, los hermanos Carvajal, que fueron despeñados de una peña por orden del rey Fernando el Emplazado. Se sigue insistiendo en la fuerza del sol que quema a los personajes. Zulema fantasea sobre su matrimonio con Fadrique y su vida como cristiana, cuando ven llegar al ejército de su padre y son cercados en lo alto del monte, desde donde se defienden arrojando piedras.

-¡Entrégate [...] entrégate a tu padre, hija desnaturalizada y él te perdonará! ¡La sangre de ese perro, no la tuya es la que necesita mi venganza!

Negose la amante granadina y renovose con furia el asalto. Apenas quedaban algunas varas de terreno ya cerca de la cumbre y junto al horrible despeñadero estaban los desgraciados, cuando Don Fadrique, herido por mil partes la dijo.

-Entrégate, amada de mi alma, y sálvate que yo ya no puedo vivir. ¿Qué me importa morir ahora o dentro de unas horas, morir de flechazos o de una cuchillada?

-¡Si tú mueres, muramos juntos, morir gozando! -Dijo la mora abrazándose con su amado y precipitándose en el vacío.


Hasta el último momento de su vida el amor de Zulema mantiene el lema de morir gozando, acorde con el sensualismo del relato.

«Los Tesoros de la Alhambra». El Narrador cuenta como siendo estudiante en Granada encuentra a un amigo suyo, Carlos, a quien veía todas las noches, absolutamente eufórico. Carlos pide al narrador tres monedas de valores tales que cada una de ellas doble a la otra. Como el narrador no las tiene va a pedírsela a la vieja casera. Al día siguiente Carlos aparece desconsolado y cuenta al narrador su historia. En los jardines de la Alhambra se le ha aparecido un soldado. Le guía a una gruta que hay en las murallas de la Alhambra y le hace pasar por una puerta mágica. Allí se encuentran los tesoros de Boabdil. El soldado los está guardando desde la conquista de Granada y sólo conseguirá su libertad se alguien le rescata. Si Carlos quiere hacerlo deberá volver al día siguiente con tres monedas, pedidas, pensadas y dobladas, dar tres palmadas sobre la muralla y pronunciar tres palabras que se borrarían de su memoria nada más decirlas. Así lo hace pero el soldado le dice que todo ha sido inútil. La tercera moneda, la más valiosa tiene la efigie de los reyes Fernando e Isabel, los conquistadores de la Alhambra y los genios que gobiernan el lugar no la admiten: el tesoro se convierte en ceniza. Carlos, desconsolado, se vuelve a su tierra (Las Alpujarras) y allí   —115→   muere repitiendo en delirio: «¡Los Tesoros de la Alhambra!».

En este cuento desaparece la complejidad idiomática que se encuentra habitualmente en otros escritos de Estébanez y que en muchas ocasiones ha sido censurada por los críticos. El autor se centra en la narración de los hechos y nos va contando la historia del desgraciado Carlos. La voz anónima y misteriosa que oye una noche solitaria y que le invita a hacer fortuna, la aparición del soldado «pálido y ceniciento» y «con la voz honda y tristísima», las pruebas que tiene que superar para acompañarle a la gruta secreta («haz lo contrario de lo que yo te mande» y así lo hace Carlos, no usando la pica cuando le dicen que la use y llamando a las puertas cuando le ordenan que no llame), la clave del enigma de las monedas (pedidas a un amigo que pensase eran para uso de Carlos y que cada una de ellas tuviera el valor doble de la otra), y los efectos de la intrusión de la efigie de los Reyes Católicos en la gruta de la fortaleza que conquistaron (las urnas y los cofres, antes colmadas de tesoros, aparecen llenas de ceniza).

«El Collar de Perlas». Mohamad II, Sultán de Granada, se casa con la bella Híala. La boda es suntuosa y en el desfile luce la hermosa Sultana un fabuloso collar de perlas de diferentes colores, regalo del Sultán. Se describe el origen de las perlas; una de ellas, las mas bella y grande de todas multicolor y resplandeciente, pues es de origen mágico. La Sultana y Ercinún, su esclava preferida, se adentran en los jardines de la Alhambra, persiguiendo una mariposa. Después se oye un grito y encuentran a la Sultana sumida en un sopor mágico, sin collar y sin esclava. El sultán buscando quien pueda despertarla asiste a una inútil asamblea de sabios. Estos, tras prolijas discusiones no le dan ninguna solución y el Sultán no sabe qué hacer. En ese momento le informan de que un loco está cantando que a la Emperatriz sólo la puede salvar el rey de los locos. Recurre al loco más loco del reino, Ben-Farding, que exige que le lleven a presencia del Sultán a lomos de los más sabios y eminentes científicos, historiadores, teólogos, jueces y poetas del reino. Cuando Ben Farding llega le cuenta al Sultán que Híala ha sido encantada por el genio Alafrit, cuidador de los tesoros que hay en los subterráneos mágicos de la Alhambra, para recuperar el collar de perlas que la sultana llevaba, que había formado parte de ese tesoro fabuloso. También Alafrit, seducido por la belleza de Ercinún, se había llevado a la hermosa esclava. Cuando el celoso Sultán se niega a que Ben Farding se lleve por tres días y tres noches a Híala para curarla, el loco afirma que la Sultana está consciente, pero imposibilitada de hablar y moverse y solo recobrará la libertad de sus sentidos si está oyendo constantemente cuentos que la emocionen y diviertan.

En realidad se trata de un relato inacabado como ocurre en «Novela Árabe». La cautividad de Ercinún, las disputas del genio Alafrit con otro genio que custodia el tesoro junto a él, Najum-Hassan, la curación o no de la Sultana, el destino del collar de perlas, son aspectos que quedan sin desarrollar y que el autor no continuará en otros relatos. «El Collar de Perlas» es un cuento que sigue el molde del inicial de Las Mil y Una Noches. Puede servir de pórtico o entrada a una colección de cuentos. Las historias que han de contarse a la dormida Híala formarían esta colección.

En este cuento se despliega el gusto de Estébanez por la pintura de ambientes exóticos, su placer en amontonar adjetivos coloridos, objetos llamativos, elementos excepcionales y distintos en una acumulación barroca que está en consonancia con su estilo.

El Sultán dispuso que su hermosa novia subiese desde su morada, en los palacios de granada, a los alcázares de la Alambra, tres días antes de las bodas, que se fijaron para el hálid o plenilunio del mes de las flores.

La madre de Mohamad recibió a la futura sultana como la hija más querida; la carera de ésta desde su palacio a un extremo de la ciudad hasta el regio albergue que fue un verdadero triunfo. Además de toda la nobleza de su casa y parentela y príncipes de la sangre que cabalgaban en soberbios caballos, apelados por cuadrillas y ostentando las galas y preseas más ricas, iban los ulemas, los imanes, los wazires y cadíes, cada cual en el lugar que les correspondía. Después se dejaba ver la guardia del Jacinto, compuesta de mil esclavos negros y así llamada por la piedra que relucía en los turbantes; y luego seguía la Invencible, compuesta de tres mil africanos con escudos de plata y blandiendo azagayas de reluciente acero con astiles colorados. A cierta distancia se miraba venir veinte cebras y veinte jirafas que conducían en cofres de sándalo y maderas preciosas, los vestidos,   —116→   regalos, el alizaque o dote de la novia y luego, entre una comitiva numerosa de jeques y ancianos, jefes de las kábilas y linajes, se dejaba ver un riquísimo palanquín colgado, de brocados y randas y con varales de coral y madreperla.

Se nos ha olvidado que precedían también a la sultana, numerosas bandas de músicos, vestidos a la antigua usanza, haciendo sonar sus instrumentos de la manera más blanda y voluptuosa y que delante iban doce pavones tendiendo sus vistosísimas alas, con otras aves de peregrina naturaleza, traídas desde la Arabia, del Irak y del Hindí.


Hay en El Solitario, en muchas ocasiones, un placer de la palabra por sí misma y en pocas páginas suyas es tan perceptible como en este relato. Pero además hay una clara intención humorística, pues Estébanez no se toma en serio su fantasía y constantemente la interrumpe con comentarios jocosos. La asamblea de sabios, la búsqueda del capitán de la guardia «el agradable Abu-el-Casin» de poetas y sabios para llevar a hombros al loco Ben Farding, la descripción de la amada del genio Alafrit, son momentos en que Estébanez se entrega a su humorismo libremente, sin preocuparse en absoluto de la coherencia interna de su relato. Como cuento humorístico y como ejercicio de estilo hay que juzgar pues esta obra de Estébanez, sin exigirle demasiada coherencia interna ni acciones cerradas, ni una resolución a las aventuras de los protagonistas, que, como ocurre en otros relatos del autor, quedan abiertas y sin terminar.

En todos estos cuentos La Alhambra aparece descrita, a veces con más extensión a veces con menos, en unas ocasiones siendo un mero escenario en donde ocurren los acontecimientos, en otras ejerciendo una influencia innegable en la acción.

Desde la lejanía La Alhambra aparece como la corona de Granada. Es así al menos como la ve Gonzalo Fernández de Córdoba («La Cartuja de Granada», José Jiménez Serrano, Semanario Pintoresco Español, 1848), cuando gana a los moros una altura y descubre desde ella la ciudad:

Nuestro intrépido capitán llegó a la cima del collado y sus ojos descubrieron por vez primera a Granada, a la Jerusalén de los Españoles. [...] Después se detuvo en el Alambra, anillo de cornerina, cintura de hierro, corona torreada de la montaña, cuyas faldas bordaba con pasamanos de plata Darro y Genil, en la torre del sol30, gigante (sic) centinela de esta acrópolis cuyo núcleo eran jardines y un palacio de diamante; en la torre de Iomaregh, concha de nácar con armadura de bronce, en el canastillo de flores llamado Generalife, palacio de placeres, puesto a la frescura de la auras salubres del Dauro, en el Alcazaba bermeja31, donde sólo podía penetrar las águilas (la cursiva es del autor).


(Semanario Pintoresco Español, 1848, 234)                


Desde cerca la visión de la Alhambra se suele detener en los detalles exóticos y arábigos como en este fragmento de «La Torre de la Cautiva» de Luis de Montes:

Sus tres dobles ajimeces calados de arriba abajo, su pavimento primitivo, la viveza de sus colores, sus ricos dorados, la suave luz debilitada por espesas y caprichosas celosías, su saltador en el centro refrescando la atmósfera, sus mosaicos exquisitos, sus pintadas alcatifas, sus almohadones de damasco con bordados de plata y aljófar y sus pebeteros en los ángulos de la cuadra exhalando deliciosos perfumes.


(La Alhambra; 1839; 2; 49)                


Gusto por el detallismo de la decoración arábiga que también es perceptible en una descripción de la Sala de Comares que encontramos en «Cristóbal Colón en Granada» del mismo autor.

Magnifica [...] estaba aquella cuadra enlosada de riquísimos mármoles, cubierta de azulejos formando el más caprichoso alicatado, bordadas sus paredes de primorosos encaje con fantásticas labores, rodeada de elegantes caracteres cúficos entrelazados con hojas, flores y necsos (sic), apareciendo repetidamente el mote de «Sólo Dios es vencedor» en la paredes, en las cenefas, en los arcos de las ventanas, sobre las alacenas, en letras africanas, ya de oro, ya de azul, ya de nácar; con aquel techo artesonado de esquisito (sic) trabajo con su precioso cupulino, embutido de oro y nácar y maderas de varios colores, formando círculos y coronas y estrellas, reflejando la luz de los suntuosos candelabros colocados en las rinconeras del fantástico salón como los astros reflejan la luz del sol.


(La Alhambra, 1839, 56-57)                


El autor contrapone esta espléndida decoración y estos adornos con la severidad de los nobles castellanos que están en la corte de los Reyes   —117→   Católicos, que acaban de instalarse en la ciudad recién conquistada, pero no deja de anotar, pocas líneas más abajo, que militares y religiosos «ocupaban mullidos almohadones de damasco carmesí con flecos y borlas de oro y aljófar y respiraban el suave perfume de las resinas de Arabia quemadas en braserillos de oro filigranado».

También el Generalife es descrito en varias ocasiones y en muchas de ellas se observa este gusto por reflejar la decoración y las costumbres árabes, como ocurre en este fragmento de «Aben-Hamet»

La deliciosa quinta del Jeneralife (sic) que está poco distante de la capital, rodeada de jardines y semillero de las más hermosas flores que perfuman el aire de aquellos contornos y de cascadas y arroyos sin número que se precipitan en torrentes por entre bosques de lirios y tulipanes. Los montes que forman la parte del valle se elevan hasta las nubes y los rayos del sol hacen brillar las arenas en su cima con variados colores. Tal era el asilo encantador en que Abdalí32 había fijado su residencia como el más a propósito para sus amores; las paredes estaban ya, según costumbre de los árabes, adornadas de inscripciones en alabanza de Fátima, de las cuales trasladaremos aquí algunas que puedan dar idea de la galantería y de la poesía de aquellos pueblos:

La aurora no brilla más que un instante; la rosa que se asoma llena de gracia al despuntar la mañana se marchita al crepúsculo de la noche, pero la hermosura de Fátima es eterna, como la idea del porvenir.

Tu aliento es suave como el perfume de los pinos, como el lirio de la Arabia y el rosal de Jericó; tus pasos van enlazados de flores. Así como el rocío de la aurora abre al sereno las flores, así mi pecho al contemplar tus gracias se abre a los encantos del amor.


(El Panorama, 1841, 150)                


Los jardines de La Alhambra y el Generalife, su exuberancia vegetal, y las múltiples especies de flores que en ellos aparecen es otro de los temas recurrentes de los autores que pasean su pluma por el palacio granadino. Serafín Estébanez Calderón, en «El Collar de Perlas» nos habla de rosas, almeces, álamos, arrayanes, jazmines, laureles, mosquetas de olor, celindas, rosales y verduras, tulipanes, anémonas, calles de negros árboles, verduras y malezas, perales, diamelas rojas, blanco azahar, rosales de Alejandría, chiringos, azucenas, bermejos lirios, toronja, cidra, amascena, caniamun, ajonjo y ramos de árboles cargados de frutos. En este ambiente de jardines florecidos no es sorprendente que se sitúen un «Cuento Simbólico» (Observatorio Pintoresco33, 1837; 63-64) en el que dos moros, Gerif y Abimelet, hablan de los mensajes que se intercambian con sus amadas mediante el lenguaje de las flores; o que Fadrique de Carvajal, el esclavo cristiano que se ha enamorado de la hija del rey de Granada, se comunique también con ella mediante ese lenguaje.

Incomprensible fue para Don Fadrique el ramo que Zulema dejó junto a la fuente. Era el caballero tan diestro en descifrar aquella especie de escritos que ni el árabe más galán pudiera aventajarle. Pero en aquella ocasión se molestaba en vano dando vueltas a aquel conjunto de flores sin poder entender el arcano que en ellas se encerraba. Unos cuantos botones de siempreviva le indicaban la constancia de Zulema. Y luego una zarza rosa venía a recordarle su mala ventura. El colchico le decía claramente: pasó el tiempo de la felicidad, pero puesta a su lado una retama le infundía alguna esperanza. Quería luego con más ahínco penetrar en el sentido y entre mil insignificantes flores solo un crisócomo significaba algo no hacerse esperar. Conoció, pues, que Zulema, obligada a hacer aquel ramo en presencia del hagib, había puesto en él mil cosas insignificantes, sólo por condescender con su molesto acompañante; pero con todo un heliotropo (sic) que descollaba en medio, le gritaba con muda voz, yo te amo, y esto le consolaba


(Semanario Pintoresco Español, 1836, 195)                


Y desde luego el agua. Las fuentes, los arroyos, los torrentes, los estanques. Ya en 1796, el Barón de Bruére, describiendo a Zátima, la princesa que se paseaba enamorada por los jardines de la Alhambra, la evocaba de la siguiente manera: «Se paseaba por las riberas de aquellos agradables arroyos, que riegan con abundancia las fértiles y floridas llanuras sobre que se eleva Granada; y se hubiera creído que era la ninfa directora de la fuente de sus aguas cristalinas». (Rodríguez Gutiérrez, 2002, 137). Fernández y González, en el fragmento que citábamos al principio de este artículo habla de tierras «ricas de fuentes y de verdor» y Roca de Togores, en la descripción del pabellón no se priva de incluir «un baño de alabastro   —118→   [que] recibía el agua olorosa que le tributaban dos ánades de oro».

La Alhambra que describen los cuentistas de las revistas románticas se caracteriza por su decoración árabe, el verdor y esplendor de sus jardines y la riqueza y abundancia de sus fuentes. En ella ocurren historias variadas, fantásticas como «Los Tesoros de La Alhambra», trágicas como «La Peña de los Enamorados» o deliciosamente irónicas, como «El Collar de Perlas».






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