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Romancero gitano

Federico García Lorca

1

Romance de la luna, luna

A Conchita García Lorca


   La luna vino a la fragua

con su polisón de nardos.

El niño la mira mira.

El niño la está mirando.

En el aire conmovido

mueve la luna sus brazos

y enseña, lúbrica y pura,

sus senos de duro estaño.

Huye luna, luna, luna.

Si vinieran los gitanos,

harían con tu corazón

collares y anillos blancos.

Niño, déjame que baile.

Cuando vengan los gitanos,

te encontrarán sobre el yunque

con los ojillos cerrados.

Huye luna, luna, luna,

que ya siento sus caballos.

Niño, déjame, no pises

mi blancor almidonado.

   El jinete se acercaba

tocando el tambor del llano.

Dentro de la fragua el niño,

tiene los ojos cerrados.

   Por el olivar venían,

bronce y sueño, los gitanos.

Las cabezas levantadas

y los ojos entornados.

   Cómo canta la zumaya,

¡ay cómo canta en el árbol!

Por el cielo va la luna

con un niño de la mano.

   Dentro de la fragua lloran,

dando gritos, los gitanos.

El aire la vela, vela.

El aire la está velando.


2

Preciosa y el aire

A Dámaso Alonso


   Su luna de pergamino

Preciosa tocando viene

por un anfibio sendero

de cristales y laureles.

El silencio sin estrellas,

huyendo del sonsonete,

cae donde el mar bate y canta

su noche llena de peces.

En los picos de la sierra

los carabineros duermen

guardando las blancas torres

donde viven los ingleses.

Y los gitanos del agua

levantan por distraerse,

glorietas de caracolas

y ramas de pino verde.

   Su luna de pergamino

Preciosa tocando viene.

Al verla se ha levantado

el viento que nunca duerme.

San Cristobalón desnudo,

lleno de lenguas celestes,

mira a la niña tocando

una dulce gaita ausente.

   Niña, deja que levante

tu vestido para verte.

Abre en mis dedos antiguos

la rosa azul de tu vientre.

   Preciosa tira el pandero

y corre sin detenerse.

El viento-hombrón la persigue

con una espada caliente.

   Frunce su rumor el mar.

Los olivos palidecen.

Cantan las flautas de umbría

y el liso gong de la nieve.

   ¡Preciosa, corre, Preciosa,

que te coge el viento verde!

¡Preciosa, corre, Preciosa!

¡Míralo por dónde viene!

Sátiro de estrellas bajas

con sus lenguas relucientes.

   Preciosa, llena de miedo,

entra en la casa que tiene,

más arriba de los pinos,

el cónsul de los ingleses.

   Asustados por los gritos

tres carabineros vienen,

sus negras capas ceñidas

y los gorros en las sienes.

   El inglés da a la gitana

un vaso de tibia leche,

y una copa de ginebra

que Preciosa no se bebe.

   Y mientras cuenta, llorando,

su aventura a aquella gente,

en las tejas de pizarra

el viento, furioso, muerde.


3

Reyerta

A Rafael Méndez


   En la mitad del barranco

las navajas de Albacete,

bellas de sangre contraria,

relucen como los peces.

Una dura luz de naipe

recorta en el agrio verde,

caballos enfurecidos

y perfiles de jinetes.

En la copa de un olivo

lloran dos viejas mujeres.

El toro de la reyerta

se sube por las paredes.

Ángeles negros traían

pañuelos y agua de nieve.

Ángeles con grandes alas

de navajas de Albacete.

Juan Antonio el de Montilla

rueda muerto la pendiente,

su cuerpo lleno de lirios

y una granada en las sienes.

Ahora monta cruz de fuego,

carretera de la muerte.

   El juez, con guardia civil,

por los olivares viene.

Sangre resbalada gime

muda canción de serpiente.

Señores guardias civiles:

aquí pasó lo de siempre.

Han muerto cuatro romanos

y cinco cartagineses.

   La tarde loca de higueras

y de rumores calientes

cae desmayada en los muslos

heridos de los jinetes.

Y ángeles negros volaban

por el aire del poniente.

Ángeles de largas trenzas

y corazones de aceite.


4

Romance sonámbulo

A Gloria Giner
y Fernando de los Ríos


   Verde que te quiero verde.

Verde viento. Verdes ramas.

El barco sobre la mar

y el caballo en la montaña.

Con la sombra en la cintura

ella sueña en su baranda,

verde carne, pelo verde,

con ojos de fría plata.

Verde que te quiero verde.

Bajo la luna gitana,

las cosas la están mirando

y ella no puede mirarlas.

   Verde que te quiero verde.

Grandes estrellas de escarcha,

vienen con el pez de sombra

que abre el camino del alba.

La higuera frota su viento

con la lija de sus ramas,

y el monte, gato garduño,

eriza sus pitas agrias.

¿Pero quién vendrá? ¿Y por dónde...?

Ella sigue en su baranda,

verde carne, pelo verde,

soñando en la mar amarga.

Compadre, quiero cambiar

mi caballo por su casa,

mi montura por su espejo,

mi cuchillo por su manta.

Compadre, vengo sangrando,

desde los puertos de Cabra.

Si yo pudiera, mocito,

ese trato se cerraba.

Pero yo ya no soy yo,

ni mi casa es ya mi casa.

Compadre, quiero morir

decentemente en mi cama.

De acero, si puede ser,

con las sábanas de holanda.

¿No ves la herida que tengo

desde el pecho a la garganta?

Trescientas rosas morenas

lleva tu pechera blanca.

Tu sangre rezuma y huele

alrededor de tu faja.

Pero yo ya no soy yo,

ni mi casa es ya mi casa.

Dejadme subir al menos

hasta las altas barandas,

¡dejadme subir!, dejadme

hasta las verdes barandas.

Barandales de la luna

por donde retumba el agua.

   Ya suben los dos compadres

hacia las altas barandas.

Dejando un rastro de sangre.

Dejando un rastro de lágrimas.

Temblaban en los tejados

farolillos de hojalata.

Mil panderos de cristal,

herían la madrugada.

   Verde que te quiero verde,

verde viento, verdes ramas.

Los dos compadres subieron.

El largo viento, dejaba

en la boca un raro gusto

de hiel, de menta y de albahaca.

¡Compadre! ¿Dónde está, dime?

¿Dónde está tu niña amarga?

¡Cuántas veces te esperó!

¡Cuántas veces te esperara,

cara fresca, negro pelo,

en esta verde baranda!

   Sobre el rostro del aljibe

se mecía la gitana.

Verde carne, pelo verde,

con ojos de fría plata.

Un carámbano de luna

la sostiene sobre el agua.

La noche se puso íntima

como una pequeña plaza.

Guardias civiles borrachos

en la puerta golpeaban.

Verde que te quiero verde.

Verde viento. Verdes ramas.

El barco sobre la mar.

Y el caballo en la montaña.


5

La monja gitana

A José Moreno Villa


   Silencio de cal y mirto.

Malvas en las hierbas finas.

La monja borda alhelíes

sobre una tela pajiza.

Vuelan en la araña gris,

siete pájaros del prisma.

La iglesia gruñe a lo lejos

como un oso panza arriba.

¡Qué bien borda! ¡Con qué gracia!

Sobre la tela pajiza,

ella quisiera bordar

flores de su fantasía.

¡Qué girasol! ¡Qué magnolia

de lentejuelas y cintas!

¡Qué azafranes y qué lunas,

en el mantel de la misa!

Cinco toronjas se endulzan

en la cercana cocina.

Las cinco llagas de Cristo

cortadas en Almería.

Por los ojos de la monja

galopan dos caballistas.

Un rumor último y sordo

le despega la camisa,

y al mirar nubes y montes

en las yertas lejanías,

se quiebra su corazón

de azúcar y yerbaluisa.

¡Oh!, qué llanura empinada

con veinte soles arriba.

¡Qué ríos puestos de pie

vislumbra su fantasía!

Pero sigue con sus flores,

mientras que de pie, en la brisa,

la luz juega el ajedrez

alto de la celosía.


6

La casada infiel

A Lydia Cabrera
y a su negrita


   Y que yo me la llevé al río

creyendo que era mozuela,

pero tenía marido.

Fue la noche de Santiago

y casi por compromiso.

Se apagaron los faroles

y se encendieron los grillos.

En las últimas esquinas

toqué sus pechos dormidos,

y se me abrieron de pronto

como ramos de jacintos.

El almidón de su enagua

me sonaba en el oído,

como una pieza de seda

rasgada por diez cuchillos.

Sin luz de plata en sus copas

los árboles han crecido,

y un horizonte de perros

ladra muy lejos del río.

   Pasadas las zarzamoras,

los juncos y los espinos,

bajo su mata de pelo

hice un hoyo sobre el limo.

Yo me quité la corbata.

Ella se quitó el vestido.

Yo el cinturón con revólver.

Ella sus cuatro corpiños.

Ni nardos ni caracolas

tienen el cutis tan fino,

ni los cristales con luna

relumbran con ese brillo.

Sus muslos se me escapaban

como peces sorprendidos,

la mitad llenos de lumbre

la mitad llenos de frío.

Aquella noche corrí

el mejor de los caminos,

montado en potra de nácar

sin bridas y sin estribos.

No quiero decir, por hombre,

las cosas que ella me dijo.

La luz del entendimiento

me hace ser muy comedido.

Sucia de besos y arena,

yo me la llevé del río.

Con el aire se batían

las espadas de los lirios.

   Me porté como quien soy.

Como un gitano legítimo.

La regalé un costurero

grande de raso pajizo,

y no quise enamorarme

porque teniendo marido

me dijo que era mozuela

cuando la llevaba al río.


7

Romance de la pena negra

A José Navarro Pardo


   Las piquetas de los gallos

cavan buscando la aurora,

cuando por el monte oscuro

baja Soledad Montoya.

Cobre amarillo, su carne,

huele a caballo y a sombra.

Yunques ahumados sus pechos,

gimen canciones redondas.

Soledad, ¿por quién preguntas

sin compaña y a estas horas?

Pregunte por quien pregunte,

dime: ¿a ti qué se te importa?

Vengo a buscar lo que busco,

mi alegría y mi persona.

Soledad de mis pesares,

caballo que se desboca,

al fin encuentra la mar

y se lo tragan las olas.

No me recuerdes el mar,

que la pena negra, brota

en las tierras de aceituna

bajo el rumor de las hojas.

¡Soledad, qué pena tienes!

¡Qué pena tan lastimosa!

Lloras zumo de limón

agrio de espera y de boca.

¡Qué pena tan grande! Corro

mi casa como una loca,

mis dos trenzas por el suelo,

de la cocina a la alcoba.

¡Qué pena! Me estoy poniendo

de azabache, carne y ropa.

¡Ay mis camisas de hilo!

¡Ay mis muslos de amapola!

Soledad: lava tu cuerpo

con agua de las alondras,

y deja tu corazón

en paz, Soledad Montoya.

   Por abajo canta el río:

volante de cielo y hojas.

Con flores de calabaza,

la nueva luz se corona.

¡Oh pena de los gitanos!

Pena limpia y siempre sola.

¡Oh pena de cauce oculto

y madrugada remota!


8

San Miguel

(Granada)

A Diego Buigas de Dalmáu


   Se ven desde las barandas,

por el monte, monte, monte,

mulos y sombras de mulos

cargados de girasoles.

   Sus ojos en las umbrías

se empañan de inmensa noche.

En los recodos del aire,

cruje la aurora salobre.

   Un cielo de mulos blancos

cierra sus ojos de azogue

dando a la quieta penumbra

un final de corazones.

Y el agua se pone fría

para que nadie la toque.

Agua loca y descubierta

por el monte, monte, monte.

   San Miguel lleno de encajes

en la alcoba de su torre,

enseña sus bellos muslos

ceñidos por los faroles.

   Arcángel domesticado

en el gesto de las doce,

finge una cólera dulce

de plumas y ruiseñores.

San Miguel canta en los vidrios;

efebo de tres mil noches,

fragante de agua colonia

y lejano de las flores.

   El mar baila por la playa,

un poema de balcones.

Las orillas de la luna

pierden juncos, ganan voces.

Vienen manolas comiendo

semillas de girasoles,

los culos grandes y ocultos

como planetas de cobre.

Vienen altos caballeros

y damas de triste porte,

morenas por la nostalgia

de un ayer de ruiseñores.

Y el obispo de Manila,

ciego de azafrán y pobre,

dice misa con dos filos

para mujeres y hombres.

   San Miguel se estaba quieto

en la alcoba de su torre,

con las enaguas cuajadas

de espejitos y entredoses.

   San Miguel, rey de los globos

y de los números nones,

en el primor berberisco

de gritos y miradores.


9

San Rafael

(Córdoba)

A Juan Izquierdo Croselles


I

   Coches cerrados llegaban

a las orillas de juncos

donde las ondas alisan

romano torso desnudo.

Coches, que el Guadalquivir

tiende en su cristal maduro,

entre láminas de flores

y resonancias de nublos.

Los niños tejen y cantan

el desengaño del mundo,

cerca de los viejos coches

perdidos en el nocturno.

Pero Córdoba no tiembla

bajo el misterio confuso,

pues si la sombra levanta

la arquitectura del humo,

un pie de mármol afirma

su casto fulgor enjuto.

Pétalos de lata débil

recaman los grises puros

de la brisa, desplegada

sobre los arcos de triunfo.

Y mientras el puente sopla

diez rumores de Neptuno,

vendedores de tabaco

huyen por el roto muro.

II

   Un solo pez en el agua

que a las dos Córdobas junta:

Blanda Córdoba de juncos.

Córdoba de arquitectura.

Niños de cara impasible

en la orilla se desnudan,

aprendices de Tobías

y Merlines de cintura,

para fastidiar al pez

en irónica pregunta

si quiere flores de vino

o saltos de media luna.

Pero el pez, que dora el agua

y los mármoles enluta,

les da lección y equilibrio

de solitaria columna.

El Arcángel aljamiado

de lentejuelas oscuras,

en el mitin de las ondas

buscaba rumor y cuna.

   Un solo pez en el agua.

Dos Córdobas de hermosura.

Córdoba quebrada en chorros.

Celeste Córdoba enjuta.


10

San Gabriel

(Sevilla)

A D. Agustín Viñuales


I

   Un bello niño de junco,

anchos hombros, fino talle

piel de nocturna manzana,

boca triste y ojos grandes,

nervio de plata caliente,

ronda la desierta calle.

Sus zapatos de charol

rompen las dalias del aire,

con los dos ritmos que cantan

breves lutos celestiales.

En la ribera del mar

no hay palma que se le iguale,

ni emperador coronado

ni lucero caminante.

Cuando la cabeza inclina

sobre su pecho de jaspe,

la noche busca llanuras

porque quiere arrodillarse.

Las guitarras suenan solas

para San Gabriel Arcángel,

domador de palomillas

y enemigo de los sauces.

San Gabriel: El niño llora

en el vientre de su madre.

No olvides que los gitanos

te regalaron el traje.

II

   Anunciación de los Reyes,

bien lunada y mal vestida,

abre la puerta al lucero

que por la calle venía.

El Arcángel San Gabriel,

entre azucena y sonrisa,

bisnieto de la Giralda,

se acercaba de visita.

En su chaleco bordado

grillos ocultos palpitan.

Las estrellas de la noche

se volvieron campanillas.

San Gabriel: Aquí me tienes

con tres clavos de alegría.

Tu fulgor abre jazmines

sobre mi cara encendida.

Dios te salve, Anunciación.

Morena de maravilla.

Tendrás un niño más bello

que los tallos de la brisa.

¡Ay San Gabriel de mis ojos!

¡Gabrielillo de mi vida!

Para sentarte yo sueño

un sillón de clavelinas.

Dios te salve, Anunciación,

bien lunada y mal vestida.

Tu niño tendrá en el pecho

un lunar y tres heridas.

¡Ay San Gabriel que reluces!

¡Gabrielillo de mi vida!

En el fondo de mis pechos

ya nace la leche tibia.

Dios te salve, Anunciación.

Madre de cien dinastías.

Áridos lucen tus ojos,

paisajes de caballista.

   El niño canta en el seno

de Anunciación sorprendida.

Tres balas de almendra verde

tiemblan en su vocecita.

   Ya San Gabriel en el aire

por una escala subía.

Las estrellas de la noche

se volvieron siemprevivas.


11

Prendimiento de Antoñito el Camborio en el camino de Sevilla

A Margarita Xirgu


   Antonio Torres Heredia,

hijo y nieto de Camborios,

con una vara de mimbre

va a Sevilla a ver los toros.

Moreno de verde luna

anda despacio y garboso.

Sus empavonados bucles

le brillan entre los ojos.

A la mitad del camino

cortó limones redondos,

y los fue tirando al agua

hasta que la puso de oro.

Y a la mitad del camino,

bajo las ramas de un olmo,

guardia civil caminera

lo llevó codo con codo.

   El día se va despacio,

la tarde colgada a un hombro,

dando una larga torera

sobre el mar y los arroyos.

Las aceitunas aguardan

la noche de Capricornio,

y una corta brisa, ecuestre,

salta los montes de plomo.

Antonio Torres Heredia,

hijo y nieto de Camborios,

viene sin vara de mimbre

entre los cinco tricornios.

   Antonio, ¿quién eres tú?

Si te llamaras Camborio,

hubieras hecho una fuente

de sangre con cinco chorros.

Ni tú eres hijo de nadie,

ni legítimo Camborio.

¡Se acabaron los gitanos

que iban por el monte solos!

Están los viejos cuchillos

tiritando bajo el polvo.

   A las nueve de la noche

lo llevan al calabozo,

mientras los guardias civiles

beben limonada todos.

Y a las nueve de la noche

le cierran el calabozo,

mientras el cielo reluce

como la grupa de un potro.


12

Muerte de Antoñito el Camborio

A José Antonio Rubio Sacristán


   Voces de muerte sonaron

cerca del Guadalquivir.

Voces antiguas que cercan

voz de clavel varonil.

Les clavó sobre las botas

mordiscos de jabalí.

En la lucha daba saltos

jabonados de delfín.

Bañó con sangre enemiga

su corbata carmesí,

pero eran cuatro puñales

y tuvo que sucumbir.

Cuando las estrellas clavan

rejones al agua gris,

cuando los erales sueñan

verónicas de alhelí,

voces de muerte sonaron

cerca del Guadalquivir.

   Antonio Torres Heredia.

Camborio de dura crin,

moreno de verde luna,

voz de clavel varonil:

¿Quién te ha quitado la vida

cerca del Guadalquivir?

Mis cuatro primos Heredias

hijos de Benamejí.

Lo que en otros no envidiaban,

ya lo envidiaban en mí.

Zapatos color corinto,

medallones de marfil,

y este cutis amasado

con aceituna y jazmín.

¡Ay Antoñito el Camborio,

digno de una Emperatriz!

Acuérdate de la Virgen

porque te vas a morir.

¡Ay Federico García,

llama a la Guardia Civil!

Ya mi talle se ha quebrado

como caña de maíz.

   Tres golpes de sangre tuvo

y se murió de perfil.

Viva moneda que nunca

se volverá a repetir.

Un ángel marchoso pone

su cabeza en un cojín.

Otros de rubor cansado,

encendieron un candil.

Y cuando los cuatro primos

llegan a Benamejí,

voces de muerte cesaron

cerca del Guadalquivir.


13

Muerto de amor

A Margarita Manso


   ¿Qué es aquello que reluce

por los altos corredores?

Cierra la puerta, hijo mío,

acaban de dar las once.

En mis ojos, sin querer,

relumbran cuatro faroles.

Será que la gente aquella

estará fregando el cobre.

   Ajo de agónica plata

la luna menguante, pone

cabelleras amarillas

a las amarillas torres.

La noche llama temblando

al cristal de los balcones,

perseguida por los mil

perros que no la conocen,

y un olor de vino y ámbar

viene de los corredores.

   Brisas de caña mojada

y rumor de viejas voces,

resonaban por el arco

roto de la media noche.

Bueyes y rosas dormían.

Sólo por los corredores

las cuatro luces clamaban

con el furor de San Jorge.

Tristes mujeres del valle

bajaban su sangre de hombre,

tranquila de flor cortada

y amarga de muslo joven.

Viejas mujeres del río

lloraban al pie del monte,

un minuto intransitable

de cabelleras y nombres.

Fachadas de cal, ponían

cuadrada y blanca la noche.

Serafines y gitanos

tocaban acordeones.

Madre, cuando yo me muera,

que se enteren los señores.

Pon telegramas azules

que vayan del Sur al Norte.

Siete gritos, siete sangres,

siete adormideras dobles,

quebraron opacas lunas

en los oscuros salones.

Lleno de manos cortadas

y coronitas de flores,

el mar de los juramentos

resonaba, no sé dónde.

Y el cielo daba portazos

al brusco rumor del bosque,

mientras clamaban las luces

en los altos corredores.


14

Romance del emplazado

Para Emilio Aladrén


   ¡Mi soledad sin descanso!

Ojos chicos de mi cuerpo

y grandes de mi caballo,

no se cierran por la noche

ni miran al otro lado

donde se aleja tranquilo

un sueño de trece barcos.

Sino que limpios y duros

escuderos desvelados,

mis ojos miran un norte

de metales y peñascos

donde mi cuerpo sin venas

consulta naipes helados.

   Los densos bueyes del agua

embisten a los muchachos

que se bañan en las lunas

de sus cuernos ondulados.

Y los martillos cantaban

sobre los yunques sonámbulos,

el insomnio del jinete

y el insomnio del caballo.

   El veinticinco de junio

le dijeron a el Amargo:

Ya puedes cortar si gustas

las adelfas de tu patio.

Pinta una cruz en la puerta

y pon tu nombre debajo,

porque cicutas y ortigas

nacerán en tu costado,

y agujas de cal mojada

te morderán los zapatos.

Será de noche, en lo oscuro,

por los montes imantados,

donde los bueyes del agua

beben los juncos soñando.

Pide luces y campanas.

Aprende a cruzar las manos,

y gusta los aires fríos

de metales y peñascos.

Porque dentro de dos meses

yacerás amortajado.

   Espadón de nebulosa

mueve en el aire Santiago.

Grave silencio, de espalda,

manaba el cielo combado.

   El veinticinco de junio

abrió sus ojos Amargo,

y el veinticinco de agosto

se tendió para cerrarlos.

Hombres bajaban la calle

para ver al emplazado,

que fijaba sobre el muro

su soledad con descanso.

Y la sábana impecable,

de duro acento romano,

daba equilibrio a la muerte

con las rectas de sus paños.


15

Romance de la Guardia Civil española

A Juan Guerrero.
Cónsul general de la Poesía


   Los caballos negros son.

Las herraduras son negras.

Sobre las capas relucen

manchas de tinta y de cera.

Tienen, por eso no lloran,

de plomo las calaveras.

Con el alma de charol

vienen por la carretera.

Jorobados y nocturnos,

por donde animan ordenan

silencios de goma oscura

y miedos de fina arena.

Pasan, si quieren pasar,

y ocultan en la cabeza

una vaga astronomía

de pistolas inconcretas.

   ¡Oh ciudad de los gitanos!

En las esquinas banderas.

La luna y la calabaza

con las guindas en conserva.

¡Oh ciudad de los gitanos!

¿Quién te vio y no te recuerda?

Ciudad de dolor y almizcle,

con las torres de canela.

   Cuando llegaba la noche,

noche que noche nochera,

los gitanos en sus fraguas

forjaban soles y flechas.

Un caballo malherido,

llamaba a todas las puertas.

Gallos de vidrio cantaban

por Jerez de la Frontera.

El viento, vuelve desnudo

la esquina de la sorpresa,

en la noche platinoche

noche, que noche nochera.

   La Virgen y San José

perdieron sus castañuelas,

y buscan a los gitanos

para ver si las encuentran.

La Virgen viene vestida,

con un traje de alcaldesa

de papel de chocolate

con los collares de almendras.

San José mueve los brazos

bajo una capa de seda.

Detrás va Pedro Domecq

con tres sultanes de Persia.

La media luna, soñaba

un éxtasis de cigüeña.

Estandartes y faroles

invaden las azoteas.

Por los espejos sollozan

bailarinas sin caderas.

Agua y sombra, sombra y agua

por Jerez de la Frontera.

   ¡Oh ciudad de los gitanos!

En las esquinas banderas.

Apaga tus verdes luces

que viene la benemérita.

¡Oh ciudad de los gitanos!

¿Quién te vio y no te recuerda?

Dejadla lejos del mar,

sin peines para sus crenchas.

   Avanzan de dos en fondo

a la ciudad de la fiesta.

Un rumor de siemprevivas

invade las cartucheras.

Avanzan de dos en fondo.

Doble nocturno de tela.

El cielo, se les antoja,

una vitrina de espuelas.

   La ciudad libre de miedo,

multiplicaba sus puertas.

Cuarenta guardias civiles

entran a saco por ellas.

Los relojes se pararon,

y el coñac de las botellas

se disfrazó de noviembre

para no infundir sospechas.

Un vuelo de gritos largos

se levantó en las veletas.

Los sables cortan las brisas

que los cascos atropellan.

Por las calles de penumbra,

huyen las gitanas viejas

con los caballos dormidos

y las orzas de monedas.

Por las calles empinadas

suben las capas siniestras,

dejando atrás fugaces

remolinos de tijeras.

   En el Portal de Belén

los gitanos se congregan.

San José, lleno de heridas,

amortaja a una doncella.

Tercos fusiles agudos

por toda la noche suenan.

La Virgen cura a los niños

con salivilla de estrella.

Pero la Guardia Civil

avanza sembrando hogueras,

donde joven y desnuda

la imaginación se quema.

Rosa la de los Camborios,

gime sentada en su puerta

con sus dos pechos cortados

puestos en una bandeja.

Y otras muchachas corrían

perseguidas por sus trenzas,

en un aire donde estallan

rosas de pólvora negra.

Cuando todos los tejados

eran surcos en la tierra,

el alba meció sus hombros

en largo perfil de piedra.

   ¡Oh ciudad de los gitanos!

La Guardia Civil se aleja

por un túnel de silencio

mientras las llamas te cercan.

   ¡Oh ciudad de los gitanos!

¿Quién te vio y no te recuerda?

Que te busquen en mi frente.

Juego de luna y arena.


Tres romances históricos

16
Martirio de Santa Olalla

A Rafael Martínez Nadal


I

Panorama de Mérida

   Por la calle brinca y corre

caballo de larga cola,

mientras juegan o dormitan

viejos soldados de Roma.

Medio monte de Minervas

abre sus brazos sin hojas.

Agua en vilo redoraba

las aristas de las rocas.

Noche de torsos yacentes

y estrellas de nariz rota,

aguarda grietas del alba

para derrumbarse toda.

De cuando en cuando sonaban

blasfemias de cresta roja.

Al gemir, la santa niña

quiebra el cristal de las copas.

La rueda afila cuchillos

y garfios de aguda comba:

Brama el toro de los yunques,

y Mérida se corona

de nardos casi despiertos

y tallos de zarzamora.

II

El martirio

   Flora desnuda se sube

por escalerillas de agua.

El Cónsul pide bandeja

para los senos de Olalla.

Un chorro de venas verdes

le brota de la garganta.

Su sexo tiembla enredado

como un pájaro en las zarzas.

Por el suelo, ya sin norma,

brincan sus manos cortadas

que aun pueden cruzarse en tenue

oración decapitada.

Por los rojos agujeros

donde sus pechos estaban

se ven cielos diminutos

y arroyos de leche blanca.

Mil arbolillos de sangre

le cubren toda la espalda

y oponen húmedos troncos

al bisturí de las llamas.

Centuriones amarillos

de carne gris, desvelada,

llegan al cielo sonando

sus armaduras de plata.

Y mientras vibra confusa

pasión de crines y espadas,

el Cónsul porta en bandeja

senos ahumados de Olalla.

III

Infierno y gloria

   Nieve ondulada reposa.

Olalla pende del árbol.

Su desnudo de carbón

tizna los aires helados.

Noche tirante reluce.

Olalla muerta en el árbol.

Tinteros de las ciudades

vuelcan la tinta despacio.

Negros maniquíes de sastre

cubren la nieve del campo,

en largas filas que gimen

su silencio mutilado.

Nieve partida comienza.

Olalla blanca en el árbol.

Escuadras de níquel juntan

los picos en su costado.

   Una Custodia reluce

sobre los cielos quemados,

entre gargantas de arroyo

y ruiseñores en ramos.

¡Saltan vidrios de colores!

Olalla blanca en lo blanco.

Ángeles y serafines

dicen: Santo, Santo, Santo.


17
Burla de don Pedro a caballo

Romance con lagunas

A Jean Cassou


Romance de don Pedro a caballo

   Por una vereda

venía Don Pedro.

¡Ay cómo lloraba

el caballero!

Montado en un ágil

caballo sin freno,

venía en la busca

del pan y del beso.

Todas las ventanas

preguntan al viento,

por el llanto oscuro

del caballero.

Primera laguna

   Bajo el agua

siguen las palabras.

Sobre el agua

una luna redonda

se baña,

dando envidia a la otra

¡tan alta!

En la orilla,

un niño,

ve las lunas y dice:

-¡Noche; toca los platillos!

Sigue

   A una ciudad lejana

ha llegado Don Pedro.

Una ciudad lejana

entre un bosque de cedros.

¿Es Belén? Por el aire

yerbaluisa y romero.

Brillan las azoteas

y las nubes. Don Pedro

pasa por arcos rotos.

Dos mujeres y un viejo

con velones de plata

le salen al encuentro.

Los chopos dicen: No.

Y el ruiseñor: Veremos.

Segunda laguna

   Bajo el agua

siguen las palabras.

Sobre el peinado del agua

un círculo de pájaros y llamas.

Y por los cañaverales,

testigos que conocen lo que falta.

Sueño concreto y sin norte

de madera de guitarra.

Sigue

   Por el camino llano

dos mujeres y un viejo

con velones de plata

van al cementerio.

Entre los azafranes

han encontrado muerto

el sombrío caballo

de Don Pedro.

Voz secreta de tarde

balaba por el cielo.

Unicornio de ausencia

rompe en cristal su cuerno.

La gran ciudad lejana

está ardiendo

y un hombre va llorando

tierras adentro.

Al Norte hay una estrella.

Al Sur un marinero.

Última laguna

   Bajo el agua

están las palabras.

Limo de voces perdidas.

Sobre la flor enfriada,

está Don Pedro olvidado,

¡ay!, jugando con las ramas.


18
Thamar y Amnón

Para Alfonso García-Valdecasas


   La luna gira en el cielo

sobre las tierras sin agua

mientras el verano siembra

rumores de tigre y llama.

Por encima de los techos

nervios de metal sonaban.

Aire rizado venía

con los balidos de lana.

La tierra se ofrece llena

de heridas cicatrizadas,

o estremecida de agudos

cauterios de luces blancas.

   Thamar estaba soñando

pájaros en su garganta,

al son de panderos fríos

y cítaras enlunadas.

Su desnudo en el alero,

agudo norte de palma,

pide copos a su vientre

y granizo a sus espaldas.

Thamar estaba cantando

desnuda por la terraza.

Alrededor de sus pies,

cinco palomas heladas.

Amnón, delgado y concreto,

en la torre la miraba,

llenas las ingles de espuma

y oscilaciones la barba.

Su desnudo iluminado

se tendía en la terraza,

con un rumor entre dientes

de flecha recién clavada.

Amnón estaba mirando

la luna redonda y baja,

y vio en la luna los pechos

durísimos de su hermana.

   Amnón a las tres y media

se tendió sobre la cama.

Toda la alcoba sufría

con sus ojos llenos de alas.

La luz, maciza, sepulta

pueblos en la arena parda,

o descubre transitorio

coral de rosas y dalias.

Linfa de pozo oprimida

brota silencio en las jarras.

En el musgo de los troncos

la cobra tendida canta.

Amnón gime por la tela

fresquísima de la cama.

Yedra del escalofrío

cubre su carne quemada.

Thamar entró silenciosa

en la alcoba silenciada,

color de vena y Danubio,

turbia de huellas lejanas.

Thamar, bórrame los ojos

con tu fija madrugada.

Mis hilos de sangre tejen

volantes sobre tu falda.

Déjame tranquila, hermano.

Son tus besos en mi espalda

avispas y vientecillos

en doble enjambre de flautas.

Thamar, en tus pechos altos

hay dos peces que me llaman,

y en las yemas de tus dedos

rumor de rosa encerrada.

   Los cien caballos del rey

en el patio relinchaban.

Sol en cubos resistía

la delgadez de la parra.

Ya la coge del cabello,

ya la camisa le rasga.

Corales tibios dibujan

arroyos en rubio mapa.

   ¡Oh, qué gritos se sentían

por encima de las casas!

Qué espesura de puñales

y túnicas desgarradas.

Por las escaleras tristes

esclavos suben y bajan.

Émbolos y muslos juegan

bajo las nubes paradas.

Alrededor de Thamar

gritan vírgenes gitanas

y otras recogen las gotas

de su flor martirizada.

Paños blancos, enrojecen

en las alcobas cerradas.

Rumores de tibia aurora

pámpanos y peces cambian.

   Violador enfurecido,

Amnón huye con su jaca.

Negros le dirigen flechas

en los muros y atalayas.

Y cuando los cuatro cascos

eran cuatro resonancias,

David con unas tijeras

cortó las cuerdas del arpa.


FIN DEL ROMANCERO GITANO