Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Anterior Indice Siguiente






ArribaAbajoDon Álvaro de Luna



I

La venta


    En la ruta de Portillo
y en las márgenes del Duero,
hubo (aún escombros lo dicen)
una venta en otro tiempo.
    A su puerta una mañana
estaba sentado un lego
de San Francisco, tres mulas
de los ronzales teniendo.
    De la venta en la cocina
se hallaban dos reverendos,
de una sartén apurando
magras con tomate y huevos.
    De maestresala servía
sin caperuza el ventero,
que solícito llenaba
las tazas del vino añejo.
    Era uno el padre Espina,
predicador del convento
del Abrojo; el otro un fraile
anciano, de ciencia y peso.

    Aunque con buen apetito,
mustios ambos y en silencio
se mostraban, cuando el huésped
les habló así con respeto:
    «¿Es verdad, benditos padres,
que el condestable está preso?...
Anoche dio esta noticia,
que nos pasmó, un caballero.»
    Contestole el religioso:
«Pues no os engañó, que es cierto
-y continuó el padre Espina-:
Sí; desengaños son estos
    »que avisan a los mortales
de que son perecederos
los bienes que nos da el mundo,
y su grandeza embeleco.»
    El villano, sin turbarse,
le cortó el sermón diciendo:
«Y también de que castiga
sin palo ni piedra el cielo.
    »Aún está fresca la sangre
de Alonso López Vivero.
Yo estaba al pie de la torre
cuando el condestable mesmo
    »lo arrojó de ella; y he visto
de oro las cargas a cientos
entrar allá en su palacio.
Dicen también, y lo creo,
    »que hechizado al rey tenía,
y aún añaden...» «No debemos
-dijo grave el religioso-
dar hablilla tal acceso.»

    La ventera, que hasta entonces
se estuvo callada al fuego,
con la mano en la mejilla
mostrando gran sentimiento,
    y que era, aunque no muy verde1,
fresca y limpia con extremo,
abultada de pechera
y con grandes ojos negros,
    saltó súbita: «Envidiosos
que no sirven, ni por pienso,
para descalzarle, han sido
los que en trance tal le han puesto.»
    Díjole el marido: «Calla.»
Y ella respondió: «No quiero...
¡Qué señor tan llano!... ¡Parte
el corazón!... Mes y medio
    »hace que le vimos todos
tan galán, en el festejo
que se celebró en la plaza
de Valladolid... ¡Qué diestro!
    »¡Qué valiente!... ¡Qué gallardo!
Fue el único del torneo.»
«Calla», con cólera grande
volvió a decir el ventero;
    y ella, en vez de obedecerle,
a continuar: «¡Qué discreto!
El oírle daba gusto...
Alfonso López Vivero
    »era un vil, que lo vendía.»
«Calla», repitió de nuevo
más airado el hombre; y ella:
«No me da la gana; cierto
    »es cuanto digo... El tesoro
lo ganó en la guerra, o premio
es que el rey le ha dado en paga
de servicios que le ha hecho.
    »La reina y los ricoshombres,
revoltosos y soberbios...»
«¡Maldita tu lengua sea
-clamó furioso el ventero-.
    »Tú, porque allá te criaste
en su palacio, y... ¡yo necio!»
Y ella prosiguió llorando:
«La tonta fui yo, mostrenco.»
    Iban en el matrimonio
a poner paz y concierto
los padres, cuando, «Ya llegan»,
gritó desde fuera el lego;
    y dejando a los esposos,
que sin duda prosiguiendo
la disputa, la acabaron
a puñadas, según temo,
    fuéronse a la puerta al punto,
sobre sus mulas subieron,
y aquella venta dejaron
hecha un abreviado infierno.


II

El camino


    Se alza una nube de polvo
de lejos por el camino,
y al tropel que la levanta
borra y tiene confundido.
    En ella relampaguean
reflejos de acero limpio,
y forman un trueno sordo
herraduras y relinchos.
    Dando lugar a que lleguen
los religiosos franciscos,
a lento paso se ponen
y atrás miran de continuo.

    Se acerca gran cabalgada,
y vese claro y distinto
que Diego Estúñiga, el joven,
es de ella jefe y caudillo.
    En un alazán fogoso
viene, de hierro vestido,
la gruesa lanza en la cuja,
la luenga espada en el cinto,
    un penacho jalde y negro,
cual matorral sobre un risco,
ondea sobre su almete,
y da al sol variados visos.
    El ancho plateado escudo,
de una cadena ceñido,
ostenta la banda negra,
timbre de su casa antiguo.
    Vienen tras él diez jinetes,
de la cimera al estribo
armados de punta en blanco,
y en las lanzas pendoncillos.
    Marchan todos en silencio,
y en todos el sobrescrito
de gran duelo y gran tristeza
se ve de ballesta a tiro.
    Se dijera ser la escolta,
no de un caballero vivo,
sí de un caballero muerto
que iba al postrimer asilo.
    En medio de ellos venía,
cabizbajo y abatido,
caballero en una mula
con jaeces harto ricos,
    un insigne personaje
de aspecto notable y digno,
de estatura no muy alta,
pero gallarda y de brío.
    Un sayo de paño verde
con franjas de oro guarnido
es su traje, y lleva al hombro,
más blanco que los armiños,
    un gran manto, en cuyos pliegues
la cruz roja, distintivo
de maestre de Santiago,
luce un recamo prolijo;
    y una toca de velludo
negro con bordados picos,
mas sin airón ni garzota,
es de su cabeza abrigo.
    Era su mirar resuelto,
bien que apagado y sombrío,
y su aire tan de persona
de poder y de dominio,
    que por más que se notaba
ser un preso, descubrirlo
sin sentir, era imposible,
cierto respeto sumiso.
    Don Álvaro era de Luna,
del rey don Juan favorito,
que a Castilla largos años
rigió sin freno a su arbitrio.

    Cuando emparejó la tropa
con los dos padres franciscos
paráronse estos, y humildes,
saludo cortés y fino
    hicieron al condestable,
de quien eran muy amigos.
Don Álvaro contestoles
tan galán como expresivo.
    Ellos en la armada escolta
se injirieron de improviso,
tomando del gran maestre
a uno y otro lado sitio.
    Largo rato caminaron
todos en silencio hundidos;
pero al cabo el padre Espina
se resolvió, y así dijo:
    «En verdad, señor, que valen
poco del mundo mezquino
las honras y los haberes
para el varón de jüicio.
    »El hombre cristiano y cuerdo
debe hacia norte más fijo
encaminar su esperanza,
servir solo a Dios benigno.
    »Lo que nos da, lo mantiene,
y al que busca en Él asilo,
para siempre se lo acuerda
en eterno paraíso.»
    Con grande atención escucha
tan saludables avisos
don Álvaro, que engañado
juzgó, al salir de Portillo,
    que iba a recobrar honores,
favor, riqueza y dominio;
y entreviendo en el instante
su verdadero destino,
    se estremeció a pesar suyo,
cubriose de sudor frío,
y, «¿Voy a morir acaso?»,
preguntó como indeciso.
    Contestole el religioso:
«Todos, mientras somos vivos,
vamos a morir. El hombre
que va preso... en más peligro...»
    «Basta -exclamó el condestable;
y dando a su aspecto altivo
gran dignidad y gran calma,
y al semblante noble brillo-,
    »Basta -siguió-; no es la muerte,
cuando se sabe de fijo
que llega, tan espantosa
como el vulgo vil ha dicho.
    »Venga, pues: si el rey lo quiere,
yo con gusto la recibo.
Padres, hasta el duro trance
no me dejéis, os suplico.»
    Oyendo tales razones
lloró Estúñiga, escondido
en su celada, y lloraron
hasta los armados mismos.
    Ambos buenos religiosos
cumplieron bien con su oficio,
consolando al condestable
con discreción y con tino;
    y él, oyéndolos atento,
siguió la marcha tranquilo,
sin dar de dolor ni susto
en su noble rostro viso.


III

Las calles. La capilla. El palacio


    Para quién al día siguiente
mira la muerte segura,
el declinar de la tarde
solemnidad tiene mucha.
    En el sol, que va a ponerse,
y espeso vapor ofusca
(semejante a un rey que el trono
a su pesar desocupa,
    y dignidad conservando
del mundo huye, y se sepulta
donde los hombres no adviertan
su dolor y desventuras),
    con honda atención los ojos
clavó don Álvaro de Luna.
Así que lo vio traspuesto
lanzó un suspiro de angustia,
    como el que lanza el amante,
cuando el horizonte oculta
el bajel, en que su amada
los desiertos mares surca
    para no volver. Ansioso
lleva sus miradas mudas
a los montes apartados,
cuyas cumbres aún relumbran;
    a los ya enlutados bosques,
a las calladas llanuras,
a los altos campanarios
que entre nieblas se dibujan.
    Retardar el despedirse
de la perspectiva augusta
que presenta el universo,
parece que solo busca.
    Y al notar que poco a poco
la luz menguante y confusa
del crepúsculo confunde
la escena que le circunda,
    piensa ya ver de la muerte
la terrible sombra, en cuya
oscuridad para siempre
corre a hundirse, y se atribula.
    Sus pensamientos penetran
los doctos frailes, y endulzan
con eternas esperanzas
su meditación profunda.

    Entre dos luces llegaron
a Valladolid, y turba
desordenada en las calles
con sordo rumor circula.
    De Alonso López Vivero
por la calle y casa cruzan,
donde viven sus criados,
donde llora su vïuda.
    Aquellos, como canalla
que si al poderoso adula,
en cuanto le ve caído
feroz le escarnece y burla,
    de la cabalgata al paso
atajan con negra furia,
y con denuestos y voces
al ilustre preso insultan.
    Este, furioso (presente
el tiempo pasado juzga,
que aún conserva el poderío,
que aún domina a la fortuna),
    lleva soberbio la mano
a buscar en su cintura
la guarnición de la espada...
Mas, ¡ay!, en vano la busca.
    Va preso..., espada no lleva...
¡Ah!... Lo advierte, y furibunda
mirada va a dar al cielo;
mas se anonada y conturba.
    Queda con los ojos fijos,
parece su faz difunta;
tiembla, y en sudor helado
sus miembros todos se inundan.
    Delante se halla un espectro...
¡Un espectro!... Sí: la mula
algo ve también; esquiva,
se recela, empina y bufa.
    ¿De Alonso López Vivero
ha salido de la tumba
la sombra? De que el maestre
ante sí la vio no hay duda.
    En confesión se lo dijo
aquella noche con muchas
lágrimas al padre Espina...
De Dios la venganza es justa.
    Con el cuento de la lanza
a palos abre la turba
Estúñiga, denodado,
y la atropella y asusta;
    y en salvo al ilustre preso
condujo a la casa suya,
en que estaba preparada
una capilla segura,
    donde pasó el condestable
con la espiritual ayuda,
noche serena, pidiendo
a Dios perdón de sus culpas.
    Cenó, durmió cortos ratos,
repitió también algunas
trovas del famoso Mena,
que pintan como locuras
    las mundanas ambiciones:
oró con fervor; en suma,
fue un cristiano, un caballero,
un hombre de fe y de alcurnia.

    Entretanto el que parece
ser el reo, a quien la dura
sentencia estaba leída,
y a quien la cuchilla aguda
    del verdugo amenazara,
era el rey... ¡Mísero!, lucha,
náufrago desventurado,
en airado mar de angustias.
    Ama a don Álvaro, mira
su sentencia como injusta;
de la reina y de los grandes
se la ha arrancado la furia.
    Que su trono se desploma,
y hasta su existencia juzga,
y que, al morir el maestre,
abrazadas irán juntas
    el alma de aquel amigo
y el alma afligida suya.
¡Grande mal es la flaqueza
en hombre que cetro empuña!
    Revolcándose en su lecho,
rasgando sus vestiduras,
paseándose sin tino
por la cámara, que alumbra
    una lámpara medrosa,
que en el cortinaje abulta
vagas sombras..., ¡infelice!,
¡qué noche pasó!... Que ocupa
    ve un rincón de aquella sala,
de pie con la boca muda,
su físico Fernán Gómez;
a él se va, las manos juntas,
    y suplicante le dice:
«Si es que mi salud procuras,
anda a ver al condestable
así Dios te dé su ayuda.»
    El bachiller respondiole:
«Le debo mercedes muchas,
perdone vueseñoría;
no oso verle en tal angustia.»
    Conmovido el rey, en llanto
rompió y en voces confusas,
que el alma a Gómez partieron,
según dicen cartas suyas.
    Entró al estruendo la reina
en la cámara, cual una
aparición, como maga
que viene a doblar, astuta,
    los encantos y conjuros
con que alto preso asegura,
y con que la empresa afirma,
de que pende su fortuna.
    Calló el rey, quedó de mármol
al verla; ella le pregunta:
«¿Qué es esto?» Y oyendo, «Nada»,
retirose muy adusta.
    Largo rato el rey estuvo,
cual ligado por la oculta
fuerza del prestigio. Luego
torna a más reñida pugna
    de afectos: la amistad vence,
llama con voz resoluta
a Solís, su maestresala,
dícele: «Al momento busca
    »a Diego Estúñiga, y dile...»
En su garganta se anuda
la voz, porque entra la reina
otra vez... calla y trasuda.
    La reina a Solís llevose,
y el rey abrió con presura
el balcón, cual si quisiese
gozar del aura nocturna;
    y el trono, cetro y corona
maldiciendo en voces mudas,
ojos de lágrimas llenos
clavó en la menguante luna.


IV

La plaza


    Mediada está la mañana;
ya el fatal momento llega,
y don Álvaro de Luna
sin turbarse oye la seña.
    Recibe la Eucaristía,
y en Dios la esperanza puesta,
sereno baja a la calle,
donde la escolta le espera.
    Cabalga sobre su mula,
que adorna gualdrapa negra,
y tan airoso cabalga,
cual para batalla o fiesta.
    Un sayo de paño negro,
sin insignia ni venera,
es su traje, y con el garbo
que un manto triunfal, lo lleva;
    y sin toca ni birrete,
ni otro adorno, descubierta,
bien aliñado el cabello,
la levantada cabeza.
    Los dos padres franciscanos
se asen de las estriberas,
y hombres de armas en buen orden
le custodian y le cercan.
    Así camina el maestre,
con tal gallarda presencia
y con tan sereno rostro,
que impone a cuantos le encuentran.
    Sus enemigos no osan
clavar la vista soberbia
en él, como consternados
ya de su venganza horrenda:
    sus partidarios parecen
decirle con mudas lenguas,
que aun morirán por salvarle
y encenderán civil guerra.
    Y aquel silencio terrible
por todas las calles reina,
que o gran terror o despecho
grande siempre manifiesta.
    Silencio que solamente
de cuando en cuando se quiebra
con la voz del pregonero,
que a los más valientes hiela,
    diciendo: «Esta es la justicia
que facer el rey ordena
a este usurpador tirano
de su corona y su hacienda.»
    Siempre que oye el condestable
este vil pregón, aprieta
la mano del padre Espina,
que en voz sumisa le esfuerza.
    Arriba a la triste plaza,
que ha pocos días le viera
tan galán en el torneo,
con tal poder y opulencia.
    El apretado concurso
el cuadrado espacio llena;
vese una masa compacta
de rostros y de cabezas;
    parece que el pavimento
se ha elevado de la tierra,
o que casas y palacios,
su basa han hundido en ella.
    Un callejón, que tapiales
de hombres apiñados cierran,
sirviéndole de linderos
lanzas en vez de arboleda,
    ofrece paso hasta donde
lecho de muerte descuella,
en mitad del gran gentío,
que como la mar olea.
    El reducido tablado
enlutado con bayetas,
una gran tumba parece
que el pueblo en hombros sustenta.
    Sobre él está colocado
un altar a la derecha,
de terciopelo vestido;
y entre amarillas candelas,
    cuya luz el sol deslustra
y arder el viento no deja,
un crucifijo de plata
en cruz de ébano campea.
    Yace un ataúd humilde
colocado a la izquierda;
cerca de él se ve una escarpia
en un pilar de madera;
    y en medio, de firme, un tajo,
delante una almohada negra,
y un hacha, en cuya cuchilla
los rayos del sol reflejan.

    Al pie del cadalso, el reo
de la alta mula se apea;
fervoroso, el padre Espina
con él sube y no le deja.
    De pie, ya sobre el tablado
tres personas se presentan
a las medrosas miradas
de la muchedumbre inmensa:
    el ministro de la muerte,
el que lo es de vida eterna,
y el que, dando al uno el cuerpo,
al otro el alma encomienda.
    Turbado el tosco verdugo
de atreverse a tal alteza,
necio terror da a su frente
que cubre jalde montera.
    El religioso, metido
en su capucha, se queda
de mármol, cruza los brazos,
y con fervor mudo, reza.

    El condestable, sereno,
el pie al crucifijo besa,
y luego tiende los ojos
por la turba que le observa;
    y viendo junto al tablado
en actitud lastimera
a Morales, su escudero,
hecho de lealtad emblema,
    le llama; de oro un anillo,
que el sello de sellar era
de su puridad las cartas,
del pulgar quita, y le entrega,
    diciéndole: «Amigo, toma,
ya no conservo otra prenda.»
Después atisbó a Barrasa,
paje del príncipe, cerca,
    y así le habló en voz sonora:
«Dile a tu dueño que vea
de dar a los que le sirvan
otra mejor recompensa.»
    Viendo el pilar y la escarpia,
«¿Para qué?», pregunta. Tiembla
el sayón, y le responde,
hablar no osando, por señas.
    Y prosiguió el condestable
con una sonrisa acerba:
«Después de yo degollado,
nada son cuerpo y cabeza.»
    Entonces el padre Espina,
que piense sólo, le ruega,
en Dios; y él: «Padre, es mi norte
y mi esperanza», contesta.
    Se ajusta el traje, descubre
la garganta, ve que llega
el verdugo para atarle
las manos con una cuerda,
    saca del seno una cinta
labrada con oro y seda,
y, «Átalas -le dice-, amigo,
si es necesario, con esta.»
    De hinojos en la almohada
se pone, el cuello presenta,
el religioso le grita:
«Dios te abre los brazos, vuela.»
    El hacha cae como un rayo,
salta la insigne cabeza,
se alza universal gemido,
y tres campanadas suenan.




ArribaAbajoEl Alcázar de Sevilla



I

   Magnífico es el alcázar
con que se ilustra Sevilla,
deliciosos sus jardines,
su excelsa portada rica.
    De maderos entallados
en mil labores prolijas,
se levanta el frontispicio
de resaltadas cornisas;
    y hay en ellas un letrero
donde, con letras antiguas,
Don Pedro hizo estos palacios,
esculpido se divisa.
    Mal dicen en sus salones
las modernas fruslerías;
mal en sus soberbios patios
gente sin barba y ropilla.
    ¡Cuántas apacibles tardes,
en la grata compañía
de chistosos sevillanos
y de sevillanas lindas,
    recorrí aquellos vergeles,
en cuya entrada se miran
gigantes de arrayán hechos
con actitudes distintas!
    Las adelfas y naranjos
forman calles extendidas,
y un obscuro laberinto
que a los hurtos de amor brinda.
    Hay en tierras surtidores
escondidos; se improvisan,
saltando entre los mosaicos
de pintadas piedrecillas,
    y a los forasteros mojan,
con algazara y con risa
de los que, ya escarmentados,
el chasco pesado evitan.

    En las tardes del estío,
cuando al ocaso declina
el sol entre leves nubes,
que de oro y grana matiza,
    aquel transparente cielo
con ráfagas purpurinas,
cortado por un celaje
que el céfiro manso riza,
    aquella atmósfera ardiente
en que fuego se respira,
¡qué languidez dan al cuerpo!,
¡qué temple al alma divina!
    De los baños, tan famosos
por quien los gozó, la vista,
la del soberbio edificio,
obra gótica y morisca,
    tétrico en partes, en partes
alegre, y en el que indican
los dominios diferentes,
ya reparos, ya rüinas,
    con recuerdos y memorias
de las edades antiguas
y de los modernos años,
embargan la fantasía.
    El azahar y los jazmines,
que si los ojos hechizan,
embalsaman el ambiente
con los aromas que espiran;
    de las fuentes el murmurio,
la lejana gritería
que de la ciudad, del río,
de la alameda contigua,
    de Triana y de la puente
confusa llega y perdida,
con el son de las campanas
que en la alta Giralda vibran,
    forman un todo encantado,
que nunca jamás se olvida,
y que, al recordarlo, siempre
mi alma y corazón palpitan.
    Muchas deliciosas noches,
cuando aún ardiente latía
mi ya helado pecho, alegres,
de concurrencia escogida,
    vi aquellos salones llenos,
y a la juventud, cuadrillas
o contradanzas bailando
al son de orquestas festivas.
    En las doradas techumbres
los pasos, la charla y risas
de las parejas gallardas,
por amor tal vez unidas,
    con el son de los violines
confundidos se extendían,
acordes ecos hallando
por las esmaltadas cimbrias.

    Mas, ¡ay!, aquellos pensiles
no he pisado un solo día,
sin ver (¡sueños de mi mente!)
la sombra de la Padilla,
    lanzando un hondo gemido,
cruzar leve ante mi vista,
como un vapor, como un humo,
que entre los árboles gira;
    ni entré en aquellos salones,
sin figurárseme erguida,
del fundador la fantasma
en helada sangre tinta,
    ni en el vestíbulo obscuro,
el que tiene en la cornisa
de los reyes los retratos,
el que en columnas estriba,
    al que adornan azulejos
abajo, y esmalte arriba,
el que muestra en cada muro
un rico balcón, y encima
    el hondo artesón dorado,
que lo corona y atrista,
sin ver en tierra un cadáver.
Aún en las losas se mira
    una tenaz mancha obscura...
¡Ni las edades la limpian!...
¡Sangre! ¡sangre!... ¡Oh cielos, cuántos
sin saber lo que es la pisan!


II

   Quinientos años más joven
era el magnífico alcázar,
aún lustrosas sus paredes,
su alto almenaje sin faltas,
    y lucientes los esmaltes
de las techumbres doradas,
mansión del rey de Castilla
orgulloso se ostentaba,
    cuando del mayo florido
una apacible mañana,
en aquel salón que tiene
los balcones a la plaza,
    dos ilustres personajes
en grande silencio estaban:
un caballero era el uno,
el otro una hermosa dama.

    Rica berberisca alfombra,
del rey moro de Granada
don o tributo, cubría
las losas de aquella cuadra.
    Un cortinaje de seda
con listas y flores varias
matizado en el Oriente
que galeras venecianas
    (tal vez de su dux regalo)
trajeron a nuestra España,
del abierto balconaje
el radiante sol templaba.
    En el testero de enfrente,
de maderas cinceladas,
un rico oratorio había
con embutidos de nácar,
    y en él la imagen devota
de la Virgen soberana,
escultura harto mezquina,
mas no de atractivos falta,
    de la cual era el adorno
una corona de plata,
reverberando en su cerco
amatistas y esmeraldas.
    Un manuscrito precioso
con las oraciones santas,
ornatos de miniatura,
y de oro y marfil las tapas,
   colocado se veía
sobre un atril, que formaban
de un ángel mal esculpido,
aunque con primor, las alas;
    y de brocado de oro
en el suelo una almohada,
mostrando, por medio hundida,
de dos rodillas la marca.
    En los muros blanqueados
con cal de Morón, de caza
pendían varios trofeos,
banderas y limpias armas,
    y en una mesa o bufete,
puesta en medio de la estancia,
con un tapete cubierta,
cuyos picos arrastraban,
    templado laúd había,
un rico juego de tablas,
búcaros llenos de flores,
y un cofre de filigrana.
    De un balcón sentose cerca,
muy pensativa, la dama,
en un gran sillón dorado,
cuyo respaldo formaba
    un dosel o guardapolvo
en una curva gallarda,
de castillos, de leones
y de corona adornada.
    Vistoso brial de seda
verde, y con labores varias
de sirgo y perlas, y en torno
de oro recamos y franjas,
    era su traje; una toca
muy más que la nieve blanca,
y un claro cendal, cubrían
sus trenzas negras y largas.
    Celestial era su rostro
y divina su garganta,
pero del color de cera,
que miedo y penas retrata;
    dos soles eran sus ojos
bajo las luengas pestañas,
donde dos perlas preciosas,
prontas a correr, brillaban.
    Era una fresca azucena,
a quien cruda muerte amaga,
porque un corroedor gusano
ya su hondo cáliz desgarra.
    Ora un blanco pañizuelo,
con puntas bordado y randas,
revolvía con las manos
convulsas y deslustradas;
    ora absorta y distraída,
agitaba en torno el aura
con un precioso abanico
de ricas plumas de Arabia.
    Delgado era el caballero,
de estatura no muy alta,
vivaces ojos, la boca
inquieta, roja la barba,
    pálido y enjuto el rostro,
nariz corva y afilada,
noble su porte, y siniestras
y terribles sus miradas.
    Envuelto en un rojo manto,
de oro bordado y con chapas,
y una gorra en la cabeza
puesta de lado con gracia,
    de largo a largo medía
con pasos lentos la estancia,
y pasiones diferentes
su mudo rostro mostraba.
    A veces se enrojecía,
arrojando fieras llamas
por los encendidos ojos,
hechos del infierno brasas;
    luego extendían los labios
sonrisa feroz y amarga,
o en las doradas techumbres
fijaba atroces miradas,
    bien apresurado el curso
de pie a cabeza temblaba,
bien repuesto, proseguía
su paso noble con calma.
    Así he visto al tigre fiero,
ya tranquilo, ya con rabia,
revolverse a todos lados
dentro de la estrecha jaula.
    Marchando sobre la alfombra,
no se oían sus pisadas,
pero sordas le crujían,
siempre que se meneaba,
    canillas y choquezuelas.
Diz que el cielo (¡cosa rara!)
de igual rumor ha dotado,
allá en tierras muy lejanas,
    para que la evite el hombre,
a una serpiente que llaman
de cascabel, y que al punto
que se acerca, pica y mata.
    Doña María Padilla
era la llorosa dama,
y el callado caballero
el rey don Pedro de España.


III

   Cual de solitaria torre
en torno están revolando
fieras aves de rapiña,
cuando el sol baja al ocaso,
    así en torno de don Pedro
vuelan pensamientos varios,
cuyas sombras ofuscaban
de su semblante los rasgos.
    Ya ocupa su airada mente
el poder de sus hermanos,
a los que mató la madre,
y a quienes llama bastardos;
    ya de los grandes inquietos
la insolencia y desacato,
o la mengua del tesoro
sin medios de repararlo;
    ya la linda doña Aldonza,
a quien tiene a buen recaudo;
o las sangrientas fantasmas
de inocentes que ha matado;
    ya una proyectada empresa
rompiendo la fe de un pacto
contra el oro granadino;
o una traición o un engaño.
    Mas como las mismas aves
se van escondiendo al cabo,
entre las almenas rotas
del castillo solitario,
    y solo constante queda,
en torno de él volteando,
la más voraz, la más fuerte,
la que no admite descanso,
    así aquel tropel confuso
de pensamientos extraños
en que se encontró don Pedro
envuelto pequeño rato,
    en su pecho y su cabeza
fueron nidos encontrando,
y quedó despierta y viva,
dándole gran sobresalto,
   la imagen de don Fadrique,
el mejor de sus hermanos,
norma de los caballeros
y maestre de Santiago.

    Del rey de Aragón acaba
don Fadrique el esforzado
de conquistar a Jumilla,
con noble denuedo y brazo;
    deja, en lugar de las barras,
los castillos tremolando,
y viene a entregar las llaves
a su rey, señor y hermano.
    Sabe el rey que no es rebelde,
que es su amigo y partidario,
y más que a Tello y a Enrique
lo está embravecido odiando.
    Don Fadrique fue el que tuvo
de venir a Francia encargo
por la reina doña Blanca;
mas tardó en llevarla un año.
    Con ella en Narbona estuvo...
Y un rumor corrió entre tanto
de aquellos que son ponzoña,
ora ciertos, ora falsos.
    Doña Blanca está en Medina,
y en una torre pagando
las tardanzas del vïaje,
las hablillas de palacio;
    y el cuello de don Fadrique
está en los hombros intacto,
porque tiene gran valía,
poder mucho y nombre claro.
    Mas ¡ay de él!... Es de las damas
el ídolo por su trato,
por su gallarda presencia
y por su esfuerzo bizarro;
    y si no da sombra al trono,
porque es fiel, da, ¡mal pecado!,
al corazón duros celos;
y esto es peor, si aquello es malo.
    Doña María Padilla,
cuyo entendimiento claro
del regio amante penetra
los más ocultos arcanos,
    y en quien la bondad del alma
sobrepuja a los encantos
de su peregrino rostro
y de su cuerpo gallardo,
    vive víctima infelice
de continuo sobresalto,
porque al rey ama, y le mira
a mal fin tender el paso.
    Conoce que sobre sangre,
persecuciones y llantos
no está nunca firme un trono,
nunca seguro un palacio,
    y tiene dos tiernas niñas
que con otro padre acaso,
aunque ilegítimo fruto,
pudieran todo esperarlo.
    Ve en el insigne Fadrique
un apoyo, un partidario;
sabe que llega a Sevilla,
y a voces le está indicando
    de su fiero amante el rostro,
que viene en momento aciago;
y por aquietar sospechas,
o darles punto más alto,
    al fin, rompiendo el silencio,
aunque con trémulos labios,
osó hablar, y estas palabras
entre los dos se mezclaron:
    «¿Conque hoy llegará triunfante
don Fadrique, vuestro hermano?»
«Y por cierto que ya tarda
en llegar aquí el bastardo.»
    «Bien os sirve!...» «Sí; en Jumilla
como un héroe se ha portado.»
«De su lealtad os da prueba;
es muy valiente.» «Lo es harto.»
    «Ya estaréis, señor, seguro
de su pecho noble y franco.»
«Aún más lo estaré mañana.»
Enmudecieron entrambos.


IV

   Grande rumor se alza y cunde
de armas, caballos y pueblo
de Sevilla por las calles,
al maestre recibiendo.
    Suenan los vivas, unidos
con los retumbantes ecos,
que en la altísima Giralda
esparce el bronce hasta el cielo.
    Vase acercando la turba,
pero se la escucha menos;
ya a la plaza de palacio
llega, y párase en silencio;
    que la vista del alcázar
gozaba del privilegio
de apagar todo entusiasmo,
de convertir todo en miedo.
    Quedó, pues, mudo el gentío,
falto de acción y de aliento,
para pisar la gran plaza
con un mágico respeto;
    y el maestre de Santiago,
con algunos caballeros
de su Orden, entra, seguido
de corto acompañamiento.
    Dirígese hacia la puerta,
como aquel que va derecho
a encontrar de un buen hermano
el alma y brazos abiertos,
    o como noble caudillo,
que por sus gloriosos hechos
de un rey a recibir llega
los elogios y los premios.
    Sobre un morcillo lozano,
que espuma respira y fuego,
y a quien contiene la brida
si ensoberbece el arreo,
    muéstrase el noble Fadrique
con el blanco manto suelto,
en que el collar y cruz roja
van su dignidad diciendo;
    y una toca de velludo
carmesí, lleva, do el viento
agita un blanco penacho
con borlas de oro sujeto.

    Pálido como la muerte
el iracundo don Pedro,
en cuanto entrar en la plaza
vio al hermano desde lejos,
    como si de mármol fuera
quedó del salón en medio,
y en sus furibundos ojos
ardió un relámpago horrendo;
    pero pronto en sí tornando,
saliose del aposento,
cual si del huésped quisiera
buscar afable el encuentro.
    Así que volver la espalda
le vio la Padilla, lleno
el corazón de amargura
y de llanto el rostro bello,
    álzase y sale turbada
del balcón al antepecho,
al gallardo maestre indica,
con actitudes y gesto,
    que llega en mal hora, y mueve
por el aire el pañizuelo,
diciéndole en mudas señas
que se ponga en salvo luego.
    Nada comprende Fadrique,
y por saludos teniendo
los avisos, corresponde
cual galán y cual discreto.
    Y a la ancha portada llega,
do guardias y ballesteros
le dejan el paso libre,
mas no entrada a su cortejo.
    Si no conoció las señas
de la Padilla, don Pedro
las conoció, pues parose
aun indeciso y suspenso
    de la cámara en la puerta
un breve instante, y volviendo
los ojos vio que la dama
agitaba el blanco lienzo.
    ¡Oh Dios! ¿Fue esta acción tan noble,
de tan puro y santo intento,
la que llamó a los verdugos,
y la que firmó el decreto?

    Apenas puso el maestre,
de dos solos escuderos
seguido, el pie, confiado,
en el vestíbulo regio,
    donde varios hombres de armas,
vestidos de doble hierro,
paseándose guardaban
de la escalera el ingreso,
    cuando a uno de los balcones,
como aparición de infierno,
el rey se asoma gritando:
«Matad al maestre, maceros.»
    Siguió como en la tormenta
el súbito rayo al trueno,
y seis refornidas mazas
sobre Fadrique cayeron.
    Llevó la mano al estoque,
pero en el tabardo envuelto
halló el puño, y fue imposible
desenredarlo tan presto.
    Cayó en tierra, un mar de sangre
del roto cráneo vertiendo,
y lanzando un alarido
que llegó, sin duda, al cielo.
    Voló al instante la nueva
de tan horrible suceso;
apelaron a la fuga
los frailes y caballeros;
    huyó a esconderse en sus casas,
temblando de horror, el pueblo,
y del alcázar quedaron
los alreedores2 desiertos.

    Diz que el ver sangre embravece
al tigre con tanto extremo,
que prosigue los destrozos,
aunque ya esté satisfecho
    su vientre, porque se goza
en teñir de rojo el suelo.
Sin duda al rey de Castilla
le sucedía lo mesmo.
    En cuanto vio a don Fadrique
desplomarse en tierra yerto,
corrió por palacio todo
buscando a sus escuderos,
    que, trémulos y amarillos,
de aposento en aposento,
huyen, sin hallar amparo,
corren, sin hallar un puerto.
    Por dicha logró fugarse
o esconderse el uno de ellos;
Sancho Villegas, el otro,
no fue tan feliz o diestro.
    Viendo que el rey le persigue,
entrose de espanto muerto,
donde estaba la Padilla
desmayada y en su lecho,
    asistida por sus damas
que están temblando de miedo,
y con sus niñas al lado,
ángeles en alma y cuerpo.
    Mirando allí el infelice
aun perseguirle el espectro,
que en asilos no repara,
coge en sus brazos de presto
    a doña Beatriz, que apenas
cuenta seis años completos,
hija por quien el rey tiene
el más cariñoso extremo.
    Pero, ¡ay!, de nada le sirve...
En vano allá en el desierto
con la cruz santa se abraza
el peregrino, si recio
    brama el Sur, si arde el espacio,
si olas de arena, creciendo
mar espantoso, confunden
la baja tierra y el cielo.
    Con la niña entre los brazos,
y de rodillas, el pecho
traspasole furibunda
la daga del rey don Pedro.
    Cual si no hubiese en palacio
nada ocurrido de nuevo,
se asentó el rey a la mesa,
como acostumbra, comiendo.
    Jugó enseguida a las tablas,
salió después a paseo,
fue a ver armar las galeras
que han de ir a Vizcaya luego;
    y en cuanto cubrió la noche
con su manto el hemisferio,
entró en la Torre del Oro,
donde tiene en un encierro
    a la linda doña Aldonza,
a la cual del monasterio
de Santa Clara ha sacado,
y a la que idolatra ciego.
    Fue un rato a hablar en seguida
con Leví, su tesorero,
en quien tiene su privanza
aunque es un infame hebreo,
    y muy tarde retirose
sin más acompañamiento
que un moro, su favorito,
hombre bajo, por supuesto.
    Entró en el tranquilo alcázar,
llegó al vestíbulo excelso,
y en él parose un instante,
la vista en torno moviendo.
    Una lámpara pendiente
del artesonado techo
en derredor derramaba
ya sombras, y ya reflejos.
    Entre las tersas columnas
dos hombres de armas, dos negros
bultos paseaban solos,
vigilantes y en silencio;
    y en tierra aún tendido estaba,
de un lago de sangre en medio,
el maestre don Fadrique
en su roto manto envuelto.
    Se acercó el rey, contemplole
con atención un momento,
y notando que no estaba
del todo su hermano muerto,
    pues aún respiraba acaso
palpitante el hondo pecho,
le dio con el pie un empuje
que hizo estremecer el cuerpo;
    desnudó la aguda daga,
al moro la dio, diciendo:
«Acábalo», y, sosegado,
subió y entregose al sueño.

Anterior Indice Siguiente