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ArribaAbajoUna antigualla de Sevilla

Al Excmo. Sr. don Manuel Cepero.





I

El candil


   Más ha de quinientos años,
en una torcida calle,
que de Sevilla en el centro,
da paso a otras principales,
    cerca de la media noche,
cuando la ciudad más grande
es de un grande cementerio
en silencio y paz imagen,
    de dos desnudas espadas
que trababan un combate,
turbó el repentino encuentro
las tinieblas impalpables.
    El crujir de los aceros
sonó por breves instantes,
lanzando azules centellas,
meteoro de desastres.
    Y al gemido: «¡Dios me valga!
¡Muerto soy!», y al golpe grave
de un cuerpo que a tierra vino,
el silencio y paz renacen.

    Al punto una ventanilla
de un pobre casuco abren;
y de tendones y huesos,
sin jugo, como sin carne,
    una mano y brazo asoman,
que sostienen por el aire
un candil, cuyos destellos
dan luz súbita a la calle.
    En pos un rostro aparece
de gomia o bruja espantable,
a que otra marchita mano
o cubre o da sombra en parte.
    Ser dijérase la muerte
que salía a apoderarse
de aquella víctima humana
que acababan de inmolarle,
    o de la eterna justicia,
de cuyas miradas nadie
consigue ocultar un crimen,
el testigo formidable,
    pues a la llama mezquina,
con el ambiente ondeante,
que dando luz roja al muro
dibujaba desiguales
    los tejados y azoteas
sobre el oscuro celaje,
dando fantásticas formas
a esquinas y bocacalles,
    se vio en medio del arroyo,
cubierto de lodo y sangre,
el negro bulto tendido
de un traspasado cadáver.
    Y de pie a su frente un hombre,
vestido negro ropaje,
con una espada en la mano,
roja hasta los gavilanes.
    El cual en el mismo punto,
sorprendido de encontrarse
bañado de luz, esconde
la faz en su embozo, y parte,
    aunque no como el culpado
que se fuga por salvarse,
sino como el que inocente
mueve tranquilo el pie y grave.

    Al andar, sus choquezuelas
forman ruido notable,
como el que forman los dados
al confundirse y mezclarse.
    Rumor de poca importancia
en la escena lamentable,
mas de tan mágico efecto,
y de un influjo tan grande
    en la vieja, que asomaba
el rostro y luz a la calle,
que, cual si oyera el silbido
de venenosa ceraste,
    o crujir las negras alas
del precipitado Arcángel,
grita en espantoso aullido,
«¡Virgen de los Reyes, valme!»
    Suelta el candil, que en las piedras
se apaga y aceite esparce,
y cerrando la ventana
de un golpe, que la deshace,
    bajo su mísero lecho
corre a tientas a ocultarse
tan acongojada y yerta,
que apenas sus pulsos laten.
    Por sorda y ciega haber sido
aquellos breves instantes,
la mitad diera gustosa
de sus días miserables,
    y hubiera dado los días
de amor y dulces afanes
de su juventud, y dado
las caricias de sus padres,
    los encantos de la cuna,
y... en fin, hasta lo que nadie
enajena, la esperanza,
bien solo de los mortales:
    pues lo que ha visto la abruma,
y la aterra lo que sabe,
que hay vistas que son peligros,
y aciertos que muerte valen.


II

El juez


    Las cuatro esferas doradas,
que ensartadas en un perno,
obra colosal de moros
con resaltos y letreros,
    de la torre de Sevilla
eran remate soberbio,
do el gallardo Giraldillo
hoy marca el mudable viento
    (esferas que pocos años
después derrumbó en el suelo
un terremoto), brillaban
del sol matutino al fuego.
    Cuando en una sala estrecha
del antiguo alcázar regio,
que entonces reedificaban
tal cual hoy mismo lo vemos,
    en un sillón de respaldo
sentado está el rey don Pedro,
joven de gallardo talle,
mas de semblante severo.
    A reverente distancia,
una rodilla en el suelo,
vestido de negra toga,
blanca barba, albo cabello,
    y con la vara de alcalde
rendida al poder supremo,
Martín Fernández Cerón
era emblema del respeto.
    Y estas palabras de entrambos
recogió el dorado techo,
y la tradición guardolas
para que hoy suenen de nuevo:

«REY

   -¿Conque en medio de Sevilla
amaneció un hombre muerto,
y no venís a decirme
que está ya el matador preso?

»ALCALDE

   -Señor, desde antes del alba,
en que el cadáver sangriento
recogí, varias pesquisas
inútilmente se han hecho.

»REY

   -Más pronta justicia, alcalde,
ha de haber donde yo reino,
y a sus vigilantes ojos
nada ha de estar encubierto.

»ALCALDE

   -Tal vez, señor, los judíos,
tal vez los moros, sospecho...

»REY

-¿Y os vais tras de las sospechas
cuando hay un testigo, y bueno?
    »¿No me habéis, alcalde, dicho,
que un candil se halló en el suelo
cerca del cadáver?... Basta,
que el candil os diga el reo.

»ALCALDE

   -Un candil no tiene lengua.

»REY

-Pero tiénela su dueño,
y a moverla se le obliga
con las cuerdas del tormento.
    »Y, ¡vive Dios, que esta noche
ha de estar en aquel puesto,
o vuestra cabeza, alcalde,
o la cabeza del reo.»

    El rey, temblando de ira,
del sillón se alzó de presto,
y el juez alzose de tierra
temblando también de miedo.
    Y haciendo una reverencia,
y otra después, y otra luego,
saliose a ahorcar a Sevilla,
para salvarse, resuelto.
    Síguele el rey con los ojos,
que estuvieran en su puesto
de un basilisco en la frente,
según eran de siniestros;
    y de satánica risa,
dando la expresión al gesto,
salió detrás del alcalde
a pasos largos y lentos.
    Por el corredor estuvo
en las alcándaras, viendo
azores y gerifaltes,
y dándoles agua y cebo.
    Y con uno sobre el puño
salió a dirigir él mesmo
las obras de aquel palacio,
en que muestra gran empeño.
    Y vio poner las portadas
de cincelados maderos,
y él mismo dictó las letras
que aún hoy notamos en ellos.
    Después habló largo rato,
a solas y con secreto,
a un su privado, Juan Diente,
diestrísimo ballestero,
    señalándole un retrato,
busto de piedra mal hecho,
que con corta semejanza
labró un peregrino griego.
    Fue a Triana, vio las naves
y marítimos aprestos;
de Santa Ana entró en la iglesia
y oró brevísimo tiempo;
    comió en la Torre del Oro,
a las tablas jugó luego
con Martín Gil de Alburquerque;
a caballo dio un paseo.
    Y cuando el sol descendía,
dejando esmaltado el cielo
de rosa, morado y oro,
con nubes de grana y fuego,
    tornó al alcázar, vistiose
sayo pardo, manto negro,
tomó un birrete sin plumas
y un estoque de Toledo,
    y bajando a los jardines
por un postigo secreto,
do Juan Diente le esperaba
entre murtas encubierto,
    salió solo, y esto dijo
con recato al ballestero:
«Antes de la media noche
todo esté cual dicho tengo.»
    Cerró el postigo por fuera,
y en el laberinto ciego
de las calles de Sevilla
desapareció entre el pueblo.


III

La cabeza


    Al tiempo que en el ocaso
su eterna llama sepulta
el sol, y tierras y cielos
con negras sombras se enlutan,
    de la cárcel de Sevilla,
en una bóveda oscura,
que una lámpara de cobre
más bien asombra que alumbra,
    pasaba una extraña escena,
de aquellas que nos angustian,
si en horrenda pesadilla
el sueño nos las dibuja.
    Pues no asemejaba cosa
de este mundo, aunque se usan
en él cosas harto horrendas,
de que he presenciado muchas,
    sino cosa del infierno,
funesta y maligna junta
de espectros y de vampiros,
festín horrible de furias.
    En un sillón, sobre gradas,
se ve en negras vestiduras
al buen alcalde Cerón,
ceño grave, faz adusta.
    A su lado, en un bufete,
que más parece una tumba,
prepara un viejo notario
sus pergaminos y plumas.
    Y de aquella estancia en medio,
de tablas con sangre sucias,
se ve un lecho, y sus cortinas
son cuerdas, garfios, garruchas.
    En torno de él, dos verdugos
de imbécil facha y robusta,
de un saco de cuero aprestan
hierros de infaustas figuras.
    Sepulcral silencio reina,
pues solamente se escucha
el chispeo de la llama
en la lámpara que ahúma
    la bóveda, y de los hierros
que los verdugos rebuscan,
el metálico sonido
con que se apartan y juntan.

    Pronto del severo alcalde
la voz sepulcral retumba
diciendo: «Venga el testigo
que ha de sufrir la tortura.»
    Se abrió al instante una puerta,
por la que sale confusa
algazara, ayes profundos
y gemidos que espeluznan.
    Y luego entre los sayones,
esbirros y vil gentuza,
de ademanes descompuestos
y de feroz catadura,
    una vieja miserable,
de ropa y carne desnuda,
como un cuerpo que las hienas
sacan de la sepultura,
    pues solo se ve que vive
porque flacamente lucha
con desmayados esfuerzos,
porque gime y porque suda.
    Arrástranla los sayones;
la confortan y la ayudan
dos religiosos franciscos,
caladas sendas capuchas,
    y la algazara y estruendo,
con que satánica turba
lleva un precito a las llamas,
por la bóveda retumba.

    Un negro bulto en silencio
también entra en la confusa
escena, y sin ser notado
tras de un pilarón se oculta.
    «Ven -grita un tosco verdugo
con una risada aguda-,
ven a casarte conmigo,
hecha está la cama, bruja.»
    Otro, asiéndole los brazos
con una mano más dura
que unas tenazas, le dice:
«No volarás hoy a oscuras.»
    Y otro, atándole las piernas:
«¿Y el bote con que te untas...?
Sobre la escoba a caballo
no has de hacer más de las tuyas.»
    Estos chistes semejaban
los aullidos con que aguzan
la hambre los lobos, al grito
de los cuervos que barruntan
    los ya corrompidos restos
de una víctima insepulta;
la mofa con que los cafres
a su prisionero insultan.

    Tienden en el triste lecho,
ya casi casi difunta
a la infelice; la enlazan
con ásperas ligaduras,
    y de hierro un aparato
a su diestra mano ajustan,
que al impulso más pequeño
martirio espantoso anuncia.
    Dice un sayón al alcalde:
«Ya está en jaula la lechuza,
y si aun a cantar se niega,
yo haré que cante o que cruja.»
    Silencio el alcalde impone;
quédase todo en profunda
quietud, y solo gemidos
casi apagados se escuchan.
    «Mujer -prorrumpe Cerón-,
mujer, si vivir procuras,
declárame cuanto viste
y te dará Dios ayuda.»
    «Nada vi, nada -responde
la infeliz-: por Santa Justa
juro que estaba durmiendo;
no vi ni oí cosa alguna.»
    Replicó el juez: «¡Desdichada,
piensa, piensa lo que juras.»
Y tomando de las manos
del notario que le ayuda
    un candil: «Mira -prosigue-
esta prenda que te acusa.
Di quién la tiró a la calle,
pues confesaste ser tuya.»
    La mísera se estremece,
trémula toda y convulsa,
y respondió desmayada:
«El demonio fue sin duda.»
    Y tras de una breve pausa:
«Soy ciega, soy sorda y muda.
Matadme, pues; lo repito,
ni vi ni oí cosa alguna.»
    El juez, entonces de mármol,
con la vara al lecho apunta,
ase una cuerda un verdugo,
rechina allá una garrucha,
    la mano de la infelice
se disloca y descoyunta,
y al chasquido de los huesos
un alarido se junta.
    «Piedad, que voy a decirlo»,
grita con voz moribunda
la víctima, y al momento
suspéndese la tortura.
    «Declara», el juez dice; y ella,
cobrando un vigor que asusta,
prorrumpe: «El rey fue...» Y su lengua
en la garganta se anuda.
    Juez, escribanos, verdugos,
todos con la faz difunta,
oyen tal nombre temblando,
y queda la estancia muda.
    En esto, el desconocido,
que tras del pilar se oculta,
hacia el potro del tormento
el firme paso apresura,
    haciendo sus choquezuelas,
canillas y coyunturas
el rüido que los dados
cuando se chocan y juntan.
    Rumor que al punto conoce
la infeliz, y se espeluzna,
y repite: «El rey; sus huesos
así sonaron, no hay duda.»
    Al punto se desemboza
y la faz descubre adusta,
y los ojos como brasas
aquel personaje, a cuya
    presencia hincan la rodilla
cuantos la bóveda ocupan,
pues al rey don Pedro todos
conocen, y se atribulan.
   Este saca de su seno
una bolsa, do relumbran
cien monedas de oro, y dice:
«Toma y socórrete, bruja.
    »Has dicho verdad, y sabe
que el que a la justicia oculta
la verdad es reo de muerte
y cómplice de la culpa.
   »Pero, pues tú la dijiste,
ve en paz; el cielo te escuda.
Yo soy, sí, quien mató al hombre,
mas Dios solo a mí me juzga.
    »Pero porque satisfecha
quede la justicia augusta,
ya la cabeza del reo
allí escarmientos pronuncia.»
    Y era así; ya colocada
estaba la imagen suya
en la esquina do la muerte
dio a un hombre su espada aguda.
    DEL CANDILEJO la calle
desde entonces se intitula,
y el busto del rey don Pedro
aún está allí y nos asusta.




ArribaAbajoEl fratricidio



I

El español y el francés


   «Mosén Beltrán, si sois noble
doleos de mi Señor,
y deba corona y vida
a un caballero cual vos.
    »Ponedlo en cobro esta noche,
así el cielo os dé favor;
salvad a un rey desdichado
que una batalla perdió.
    »Yo con la mano en mi espada
y la mente puesta en Dios,
en su real nombre os ofrezco,
y ved que os la ofrezco yo,
    »en perpetuo señorío
la cumplida donación
de Soria y de Monteagudo,
de Almansa, Atienza y Serón.
    »Y a más doscientas mil doblas
de oro, de ley superior,
con el cuño de Castilla,
con el sello de León,
    »para que paguéis la hueste
de allende que está con vos,
y con que fundéis estado
donde más os venga en pro.
    »Socorred al rey don Pedro
que es legítimo, otro no;
coronad vuestras proezas
con tan generosa acción.»
    Así cuando en Occidente,
tras siniestro nubarrón,
un anochecer de marzo
su lumbre ocultaba el sol,
    al pie del triste castillo
de Montiel, donde el pendón
vencido del rey don Pedro,
aún daba a España pavor,
    Men Rodríguez de Sanabria
con Beltrán Claquín hablo,
y este le dio por respuesta
con francesa lengua y voz:

    «Castellano caballero,
pues hidalgo os hizo Dios,
considerad que vasallo
del rey de Francia soy yo,
    »y que de él es enemigo
don Pedro vuestro señor,
pues en liga con ingleses
le mueve guerra feroz.
    »Considerad que sirviendo
al infante Enrique estoy,
que le juré pleitesía,
que gajes me da y ración.
    »Mas ya que por caballero
venís a buscarme vos,
consultaré con los míos
si os puedo servir o no.
    »Y como ellos me aconsejen
que dé a don Pedro favor,
y que sin menguar mi honra
puedo guarecerle yo,
    »en siendo la medianoche
pondré un luciente farol
delante de la mi tienda
y encima de mi pendón.
    »Si lo veis, luego veníos
vuestro rey don Pedro y vos
en sendos caballos, solos,
sin armas y sin temor.»
    Dijo el francés, y a su campo
sin despedirse tornó,
y en silencio hacia el castillo
retirose el español.


II

El castillo


    Inútil montón de piedras,
de años y hazañas sepulcro,
que viandantes y pastores
miran de noche con susto,
    cuando en tus almenas rotas
grita el cárabo nocturno,
y recuerda las consejas
que de ti repite el vulgo;
    escombros que han perdonado,
para escarmiento del mundo,
la guadaña de los siglos,
el rayo del cielo justo;
    esqueleto de un gigante,
peso de un collado inculto,
cadáver de un delincuente
de quien fue el tiempo verdugo;
    nido de aves de rapiña,
y de reptiles inmundos
vivar, y en que eres lo mismo
de lo que eras ha cien lustros;
    pregonero que publicas
elocuente, aunque tan mudo,
que siempre han sido los hombres
miseria, opresión, orgullo;
    de Montiel viejo castillo,
montón de piedras y musgo,
donde en vez de centinelas
gritan los siniestros búhos,
    ¡cuán distinto te contemplo
de lo que estabas robusto,
la noche aquella que fuiste
del rey don Pedro refugio!

    Era una noche de marzo,
de un marzo invernal y crudo,
en que con negras tinieblas
se viste el orbe de luto.
    El castillo, cuya torre
del homenaje el obscuro
cielo taladraba altiva,
formaba de un monte el bulto.
    Sobre su almenada frente,
por el espacio confuso,
pesadas nubes rodaban
del huracán al impulso.
    Del huracán, que silbando
azotaba el recio muro
con espesa lluvia a veces,
y con granizo menudo;
    y a veces rasgando el toldo
de nubarrones adustos,
dos o tres rojas estrellas,
ojos del cielo sañudos,
    descubría amenazantes
sobre el edificio rudo
y sobre el vecino campo,
del cielo entrambos insulto.
    Circundaban el castillo,
como cercan a un difunto
las amarillas candelas,
fogatas de triste anuncio,
    pues eran del enemigo
vencedor, y que sañudo
el asalto preparaba
codicioso y furibundo.

    De la triste fortaleza
no aspecto de menos susto
el interior presentaba,
último amparo y recurso
    de un ejército vencido,
desalentado, confuso;
de hambre y sed atormentado,
y de despecho convulso.
    En medio del patio ardía
una gran lumbrada, a cuyo
resplandor de infierno, en torno
varios extáticos grupos
    apiñados se veían,
en lo interno de los muros
altas sombras proyectando
de fantásticos dibujos.
    Gente era del rey don Pedro,
y se mostraban los unos
de hierro y sayo vestidos,
los otros medio desnudos.
    Allí de horrendas heridas,
dando tristes ayes, muchos
la sangre se restañaban
con lienzos rotos y sucios.
    Otros cantaban a un lado
mil cánticos disolutos,
y fanfarronas blasfemias
lanzaba su labio inmundo.
    Allá de una res asada
los restos fríos y crudos
se disputaban feroces,
esgrimiendo el hierro agudo.
    Aquí contaban agüeros
y desastrosos anuncios,
que escuchaban los cobardes
pasmados y taciturnos.
    Ni los nobles caballeros
hallan respeto ninguno,
ni el orden y disciplina
restablecen sus conjuros.
    Nadie los portillos guarda,
nadie vigila en los muros,
todo es peligro y desorden,
todo confusión y susto.
    Los relinchos de caballos,
los ayes de moribundos,
las carcajadas, las voces,
las blasfemias, los insultos,
    el crujido de las armas,
los varios trajes, los duros
rostros, formaban un todo
tan horrendo y tan confuso,
    alumbrado por la llamas,
o escondido por el humo,
que semejaba una escena
del infierno y no del mundo.

    El rey don Pedro, entre tanto,
separado de los suyos,
en una segura cuadra
se entregó al sueño profundo.
    Mientras en un alta torre,
despreciando los impulsos
del huracán y la lluvia,
de lealtad noble trasunto,
    Men Rodríguez de Sanabria
no separaba ni un punto,
del lado donde sus tiendas
la francesa gente puso,
    los ojos y el pensamiento,
ansiando anhelante y mudo
ver la señal concertada,
astro de benigno influjo,
    norte que de sus esfuerzos
pueda dirigir el rumbo,
por donde su rey consiga
de salud puerto seguro.


III

El dormido


    Anuncia ya medianoche
la campana de la vela,
cuando un farol aparece
de Claquín ante la tienda.
    Y no mísero piloto
que sobre escollos navega,
perdido el rumbo y el norte
en noche espantosa y negra,
    ve al doblar un alta roca
del faro amigo la estrella,
indicándole el abrigo
de seguro puerto cerca,
    con más placer, que Sanabria
la luz que el alma le llena
de consuelo, y que anhelante
esperó entre las almenas.
    Latiéndole el noble pecho
desciende súbito de ellas,
y ciego bulto entre sombras
el corredor atraviesa.

    Sin detenerse un instante
hasta la cámara llega
do el rey don Pedro descanso
buscó por la vez postrera.
    Solo Sanabria la llave
tiene de la estancia regia,
que a noble de tanta estima
solamente el rey la entrega.
    Cuidando de no hacer ruido
abre la férrea puerta,
y al penetrar sus umbrales
súbito espanto le hiela.
    No de aquel respeto propio
de vasallo, que se acerca
a postrarse reverente
de su rey en la presencia;
    no aquel que agobiaba a todos
los hombres de aquella era,
al hallarse de improviso
con el rey don Pedro cerca,
    sino de más alto origen,
cual si en la cámara hubiera
una cosa inexplicable,
sobrenatural, tremenda.

    Del hogar la estancia toda
falsa luz recibe apenas
por las azuladas llamas
de una lumbre casi muerta.
    Y los altos pilarones,
y las sombras que proyectan
en pavimento y paredes,
y el humo leve que vuela
    por la bóveda y los lazos
y los mascarones de ella,
y las armas y estandartes
que pendientes la rodean,
    todo parece movible,
todo de formas siniestras,
a los trémulos respiros
de la ahogada chimenea.
    Men Rodríguez de Sanabria
al entrar en tal escena
se siente desfallecido,
y sus duros miembros tiemblan,
    advirtiendo que don Pedro,
no en su lecho, sino en tierra,
yace tendido y convulso,
pues se mueve y se revuelca,
    con el estoque empuñado,
medio de la vaina fuera,
con las ropas desgarradas,
y que solloza y se queja.
    Quiere ir a darle socorro...
Mas, ¡ay!..., ¡en vano lo intenta!
En un mármol convertido
quédase clavado en tierra,
    oyendo al rey balbuciente,
so la infernal influencia
de ahogadora pesadilla,
prorrumpir de esta manera:

    «Doña Leonor..., ¡vil madrastra!
Quita, quita..., que me aprietas
el corazón con tus manos
de hierro encendido..., espera.
    »Don Fadrique no me ahogues...,
no me mires, que me quemas.
¡Tello!... ¡Coronel!... ¡Osorio!...
¿Qué queréis? Traidores, ¡ea!,
    »mil vidas os arrancara.
¿No tembláis?... Dejadme... afuera.
¿También tú, Blanca..., y aún tienes
mi corona en tu cabeza...,
    »osas maldecirme? ¡Inicua!
Hasta Bermejo se acerca...
¡Moro infame!... Temblad todos.
Mas, ¿qué turba me rodea?...
    »Zorzo, a ellos; sus, Juan Diente.
¿Aún todos viven?... Pues mueran.
Ved que soy el rey don Pedro,
dueño de vuestras cabezas.
    »¡Ay, que estoy nadando en sangre!
¿Qué espadas, decir, son esas?...
¿Qué dogales?... ¿Qué venenos?...
¿Qué huesos?... ¿Qué calaveras?...
    »Roncas trompetas escucho...
Un ejército se acerca,
¿y yo a pie?... Denme un caballo
y una lanza..., vengan, vengan.
    »Un caballo y una lanza.
¿Qué es el mundo en mi presencia?
Por vengarme doy mi vida,
por un corcel mi diadema.
    »¿No hay quien a su rey socorra?»
A tal conjuro se esfuerza
Sanabria, su pasmo vence
y exclama: «Conmigo cuenta.»
    A sacar el rey acude
de la pesadilla horrenda:
«¡Mi rey!, ¡mi señor!», le grita,
y lo mueve, y lo despierta.
    Abre los ojos don Pedro
y se confunde y aterra,
hallándose en tal estado,
y con un hombre tan cerca.
    Mas luego que reconoce
al noble Sanabria, alienta,
y, «Soñé que andaba a caza»,
dice con turbada lengua.
    Sudoroso, vacilante,
se alza del suelo, se sienta
en un sillón, y pregunta:
«¿Hay, Sanabria, alguna nueva?»
    «Señor -responde Sanabria-,
el francés hizo la seña.»
«Pues vamos -dice don Pedro-,
haga el cielo lo que quiera.»


IV

Los dos hermanos


    De mosén Beltrán Claquín
ante la tienda, de pronto
páranse dos caballeros
ocultos en los embozos.
    El rey don Pedro era el uno,
Rodríguez Sanabria el otro,
que en la fe de un enemigo
piensan encontrar socorro.
    Con gran priesa descabalgan,
y ya se encuentran en torno
rodeados de franceses
armados y silenciosos,
    en cuyos cascos gascones,
y en cuyos azules ojos
refleja el farol, que alumbra
cual siniestro meteoro.
    Entran dentro de la tienda
ya vacilantes, pues todo
empiezan a verlo entonces
de aspecto siniestro y torvo.
    Una lámpara de azófar
alumbra trémula y poco;
mas dejan ver un bufete,
un sillón de roble tosco,
    un lecho y una armadura,
y, lo que fue más asombro,
cuatro hombres de armas inmobles,
de acero vivos escollos.

    Don Pedro se desemboza
y, «Vamos ya», dice ronco;
y al instante uno de aquellos,
con una mano de plomo,
    que una manopla vestía
de dura malla, brioso
ase el regio brazo y dice:
«Esperad, que será poco.»
    Al mismo tiempo a Sanabria
por detrás sujetan otros,
arráncanle de improviso
la espada, y cúbrenle el rostro.
    «¡Traición!..., traición!...», gritan ambos,
luchando con noble arrojo,
cuando entre antorchas y lanzas
en la escena entran de pronto
    Beltrán Claquín desarmado,
y don Enrique furioso,
cubierto de pie a cabeza
de un arnés de plata y oro,
    y ardiendo limpia en su mano
la desnuda daga, como
arde el rayo de los cielos
que va a trastornar el polo.
    De don Pedro el brazo suelta
el forzudo armado, y todo
queda en profundo silencio,
silencio de horror y asombro.
    Ni Enrique a Pedro conoce,
ni Pedro a Enrique: apartolos
el cielo hace muchos años,
años de agravios y enconos,
    un mar de rugiente sangre,
de huesos un promontorio,
de crímenes un abismo
poniendo entre el uno y otro.
    Don Enrique fue el primero
que con satánico tono,
«¿Quién de estos dos es -prorrumpe-
el objeto de mis odios?»
    «Vil bastardo -le responde
don Pedro, iracundo y torvo-,
yo soy tu rey; tiembla, aleve;
hunde tu frente en el polvo.»
    Se embisten los dos hermanos;
y don Enrique, furioso,
como tigre embravecido,
hiere a don Pedro en el rostro.
    Don Pedro, cual león rugiente,
«¡Traidor!», grita; por los ojos
lanza infernal fuego, abraza
a su armado hermano, como
    a la colmena ligera
feroz y forzudo el oso,
y traban lucha espantosa
que el mundo contempla absorto.
    Caen al suelo, se revuelcan,
se hieren de un lado y otro,
la tierra inundan en sangre,
lidian cual canes rabiosos.
    Se destrozan, se maldicen,
dagas, dientes, uñas, todo
es de aquellos dos hermanos
a saciar la furia poco.

    Pedro a Enrique al cabo pone
debajo, y se apresta, ansioso,
de su crueldad o justicia
a dar nuevo testimonio;
    cuando Claquín (¡oh desgracia!,
en nuestros debates propios
siempre ha de haber extranjeros
que decidan a su antojo),
    cuando Claquín, trastornando
la suerte, llega de pronto,
sujeta a don Pedro, y pone
sobre él a Enrique alevoso,
    diciendo el aventurero
de tal maldad en abono:
«Sirvo en esto a mi señor;
ni rey quito, ni rey pongo.»
    No duró más el combate;
de su rey en lo más hondo
del corazón la corona
busca Enrique, hunde hasta el pomo
    el acero fratricida,
y con él el puño todo
para asegurarse de ella,
para agarrarla furioso.
    Y la sacó... goteando
¡sangre!... De funesto gozo
retumbó en el campo un viva,
y el infierno repitiolo.




ArribaAbajoUn embajador español



I

   En Merino y Terracina,
que dominios son del Papa,
entra aquel Carlos octavo,
rey orgulloso de Francia.
    Los fuertes castillos toma,
los campos fértiles tala,
incendia los caseríos,
los templos santos profana.
    Y en el furor se complace
con que sus hombres de armas
como furibundas fieras
roban, destruyen y matan.
    Así cumple los tratados
que celebró con España,
de defender a la Iglesia
y de acatar la tiara.
    Así el juramento cumple,
que de San Pedro en las aras
prestó sobre el Evangelio
en terminantes palabras.
    Así el acto corresponde,
que con humildad tan falsa
hizo en público, besando
del Pontífice las plantas.
    Así el nombre verifica,
que tomó para burlarla,
de fiel hijo de la Iglesia
y defensor de su causa.

    Los vasallos infelices
del Padre Santo, que hallan
exterminio o servidumbre
en quien amparo esperaban,
    y que en la paz adormidos,
y en la ciega confianza
que los tratados infunden
y da una regia palabra,
    ni pueden hacer defensa
ni en ella salud hallaran,
que numerosas y fuertes
son las fuerzas de la Francia,
    y a merced de sus guerreros
dejan haciendas y fama,
sin quedarles más recurso
que lágrimas y plegarias:
    lágrimas que el duro pecho
de Carlos feroz no ablandan,
plegarias a que responden
insultantes carcajadas.

    Del Pontífice un legado
(porque un legado acompaña
para más escarnio y burla
al rey que a la Iglesia ataca),
    inerme, abatido, humilde,
a Carlos ruega y demanda
que a su ambición ponga freno,
que coto ponga a su audacia;
    si no por respeto al pacto
celebrado con España,
si no por guardar solemnes
juramentos y palabras,
    por cumplir como cristiano
y para salvar su alma,
y por temor, a lo menos,
de la divina venganza.
    Pues Dios es juez de los reyes,
y su mano sacrosanta
rompe coronas y cetros,
solios e imperios allana.

    Con risa infernal escucha
y burladora arrogancia,
las justas reconvenciones
el obcecado monarca,
    cuando de Borbón el duque,
gran condestable de Francia,
del venerable legado
reproduce las demandas,
    y con muy cristiano celo
y la autoridad y pausa
propia de su cuna ilustre,
propia de sus nobles canas,
    mas con todo el miramiento
a la debida distancia,
que entre rey y entre vasallo
Dios mismo establece y marca,
    le repite las razones
que de pronunciar acaba
el digno representante
de la ofendida tiara,
    insistiendo en que recuerde
que los tratados quebranta,
que firmó solemnemente
en Perpiñán con España.

    De tan noble personaje
tampoco consiguen nada,
con el orgulloso Carlos,
razones, ruegos, plegarias,
    pues con desabrido gesto
y con burladora rabia,
que no recuerda, responde,
de cuanto le dicen nada.


II

   Don Antonio de Fonseca,
caballero de alta ley,
de los Católicos Reyes
el noble embajador es,
    que al rey de Francia acompaña
y le sigue por doquier,
y avisado por el duque
viene en el momento aquel.
    Preséntase con modestia,
pero con el rostro que
cara de pocos amigos
llama el vulgo, y llama bien.
    Al verle, con fatuo orgullo
el cristianísimo rey,
que da al vicario de Cristo
a gustar vinagre y hiel,
    con miradas de desprecio
y con gesto de altivez,
«¡Oh caballero -le dice-,
llegáis en buen hora, pues
    »el venerable legado
me habla, y el duque también,
de un tratado con España
que lo que encierra no sé.»
    «Señor -responde Fonseca-:
¿cómo ignorarlo podéis,
cuando en Perpiñán vos mismo
pusisteis la firma en él,
    »y debajo el regio sello
puso vuestro canciller?...
Mas, puesto que lo olvidasteis,
escuchadme, os lo leeré.»
    Y sacando de su seno
un abultado papel,
con respeto y con firmeza
Fonseca empezó a leer.

    Cuando un artículo había
favorable al interés
de la corona de Francia,
exclamaba al punto el rey:
    «Es muy válido, recuerdo
que en Perpiñán lo firmé.
Ese artículo, Fonseca,
os ofrezco mantener.»
    Pero cuando otro escuchaba
interesante también
o al decoro de la Iglesia,
o de Castilla al poder:
    «Dadme el tratado -decía-,
dádmelo, Fonseca, pues
si eso firmé lo desfirmo,
que enmendar un yerro es bien.»
    Y las cláusulas borrando,
con menosprecio y desdén
el pliego le devolvía
diciendo: «Seguid, leed.»

    Al fin, llena la medida
del sufrimiento cortés,
don Alonso de Fonseca
no se pudo contener,
    y «Rey de Francia -prorrumpe-,
si mofaros pretendéis
de mí, que soy caballero,
de mi patria y de mi rey,
    »vive Dios que a tolerarlo
no estoy yo dispuesto; y pues
borráis lo que no os conviene,
borro y anulo también
    »lo que es a vos favorable,
rompiendo el tratado, ved.»
Y desgarrando valiente
el respetable papel,
    tiró los rotos pedazos
del rey de Francia a los pies,
y calándose el sombrero
sin hacer venia se fue.
    Y con la mano en la espada
atravesando un tropel
de alabardas y ballestas,
salió del campo francés.




ArribaAbajoLa muerte de un caballero


   El noble francés Bayardo,
el insigne caballero
que nunca mancilló tacha,
que jamás conoció miedo,
    por la falda de los Alpes
en fuga las huestes viendo
que al almirante de Francia
dio el rey Francisco primero,
    del deshonor de las lises
furioso su heroico pecho,
gallardo la lanza empuña,
riscado revuelve el freno,
    y en los pocos españoles,
causa de aquel desconcierto,
se arroja como valiente,
para morir como bueno.
    A pintar su gallardía,
a contar sus altos hechos,
a encarecer sus hazañas,
no basta el humano acento.

    En un normando morcillo
que respira espuma y fuego,
cuya ligereza es rayo,
cuyos relinchos son trueno;
    con un arnés que deslumbra
del mismo sol los destellos,
y en parte una veste oculta
de carmesí terciopelo,
    y sobre el bruñido casco,
dando vislumbres al viento,
un penacho blanco y rojo
con rica joya sujeto,
    cual águila se revuelve,
lidia cual león soberbio,
cual raudo torrente rompe,
resiste cual risco eterno.
    Solo españoles soldados
sin ceder pudieran verlo,
y con él y con los suyos
trabar combate sangriento.
    Mas, qué mucho, si los rige
aquel hijo predilecto
de la victoria en Italia,
marqués de Pescara excelso.

    Del noble francés Bayardo,
a pesar de los esfuerzos,
la francesa artillería
fue de la España trofeo.
    Pues de aquella escaramuza
en lo más trabado y recio,
cuando las contrarias huestes
eran de valor portentos,
    una silbadora bala
de obscuro arcabuz partiendo,
traspasó de parte a parte
al gallardo caballero.
    Al caer de los arzones
con pesado golpe al suelo,
cuajó la sangre a sus tropas
de sus armas el estruendo,
    y alzaron tal alarido
de dolor y de despecho,
que por los lejanos valles
resonó en fúnebres ecos.
    Al oír los españoles
tan lamentable suceso,
la sangrienta lid suspenden
de asombro y lástima llenos;
    pues la muerte de un contrario,
de valor insigne ejemplo,
pena y confusión infunde
en sus generosos pechos.
    Soldados de ambas naciones
cercan al noble guerrero,
cuya sangre empaña el brillo
del arnés bruñido y terso.
    Y el mismo Pescara llega,
de llanto el rostro cubierto,
y le recoge en sus brazos
con doloroso respeto.
    Sus criados le desarman,
inténtanse mil remedios,
mas, ¡oh dolor!, todo en vano,
llegó su instante postrero.

    Muere Bayardo el famoso,
y en el último momento
después que a Dios pidió gracia,
cual cristiano caballero,
    a españoles y a franceses,
tornando el rostro sereno,
«Por mi rey y por mi patria
-exclamó- gozoso muero;
    »y ufano de que haya sido
a las manos y al esfuerzo
de soldados españoles,
de honra y de valor modelo,
    »y de la nación más grande,
que en más alta estima tengo,
de cuantas pueblan la tierra,
de cuantas cubren los cielos.»
    No dijo más, que la muerte
convirtió su voz en hielo,
volando a tomar el alma
entre los héroes asiento.

    Dejaron los españoles
por honra a tal caballero,
de seguir al almirante,
que en Francia salvose presto.
    Y el cadáver de Bayardo,
de lauro inmortal cubierto,
entregado fue a los suyos
con justo desprendimiento,
    para que hallara reposo
tan valiente y noble cuerpo
en su agradecida patria
al lado de sus abuelos.

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