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ArribaAbajoBailén

Tres romances: I, 108 versos en á-a; II, 120, ó-o y III, 186, ú-o.

Aunque la fecha es de Sevilla, el 3 de agosto de 1839, veinticinco años después de terminada la guerra de la Independencia, Rivas canta la victoria de Bailén con el mismo entusiasmo patriótico y el mismo sentimiento antinapoleónico y antifrancés de los años mozos.

No ha existido crítico que gustase de este romance con excepción de Cueto, el cual, sin embargo, advertía que estaba «frisando en la oda»; para Juan Valera, tanto éste como los de Pavía no pasaban de ser intentos épicos de corto vuelo.

En efecto, Bailén se quedó a medio camino entre la simple narración y el canto heroico, abunda en los mismos clichés neoclásicos que usaba Rivas durante su juventud y, lo que es peor, se nos antoja trasnochado después de haberse escrito tantos himnos a la Libertad, denuestos contra la Tiranía y cantos patrióticos de todo tipo.


Al Excmo. Sr. D. Francisco Javier Castaños,
Duque de Bailén.





Romance Primero

Sevilla

   A la capital risueña
de la andaluza comarca,
que Hércules fundó de Betis
sobre las fecundas aguas,
   la que cercó Julio César  5
de muros y torres altas,
la que ganó San Fernando
con Garci-Pérez de Vargas;
   a la opulenta Sevilla,
la del encantado alcázar  10
la del magnífico templo,
la de la torre gallarda,
   emporio de la riqueza,
de claros ingenios patria,
y que en los brazos dormía  15
de la paz y la abundancia,
   llega de cálido polvo
dejando en pos nube blanca,
que los caños de Carmona
a la vista borra y tapa,  20
   un anhelante correo
en una sudosa jaca,
cuyo ijar la espuela rompe
y a quien da un látigo alas.
   El rostro como de azufre,  25
los ojos como de brasa,
demuestran que es mensajero
de peligros y desgracias.

*  *  *

   En corto momento esparce
nuevas de tal importancia,  30
vértigo tan repentino
y tan mágicas palabras,
   que la ciudad toda altera,
que la ciudad toda alarma;
y la dormida laguna  35
en mar borrascoso cambia.
   Súbito clamor confunde
las antes tranquilas auras,
y agitado el pueblo inmenso
hierve en las calles y plazas.  40
    Plebeyos, nobles y grandes,
canónigos, hombres de armas,
frailes, doctores, artistas,
traficantes y garnachas,
   sólo un cuerpo humano forman  45
donde sólo vive un alma,
que un solo afán precipita
y que un solo grito lanza.
   No hay ya opuestos intereses,
no hay ya clases encontradas,  50
no hay ya distintos deseos,
no hay ya opiniones contrarias,
   ni más pasión que la ira,
ni más amor que la patria,
ni más anhelo que guerra,  55
ni más grito que «¡venganza!»

*  *  *

   Palacios, talleres, templos,
conventos, humildes casas,
academias, tribunales,
lonjas, oficinas, aulas,  60
   Tórnanse en cuartel inmenso,
donde sólo crujen armas,
sólo retumban tambores,
sólo se alistan escuadras.
   Plumas, estevas, ciriales,  65
pesos, báculos y varas,
y hasta abanicos y agujas
se convierten en espadas.
   En «guerra y muerte» terminan
de los templos las plegarias.  70
Terminan en «guerra y muerte»
los procesos y contratas.
   En «guerra y muerte» concluyen
de amor las dulces palabras,
y desde el sabio discurso  75
hasta las vulgares charlas.
   «¡Vamos a matar franceses!»
prorrumpe con fiera audacia
turba de inocentes niños,
que hace fusiles de caña.  80
   «¡Vamos a matar franceses!»
dice el anciano, que arrastra,
del báculo con la ayuda,
de un siglo entero la carga.
   «¡Vamos a matar franceses!»  85
grita el joven, que la espalda
del potro indómito oprime
blandiendo una antigua lanza.
   De la gran ciudad cabeza,
la gigantesca Giralda,  90
con lengua de eterno bronce,
cuya voz seis leguas anda,
   al huracán ensordece,
sobrepuja a las borrascas,
conmueve la baja tierra,  95
y el firmamento traspasa,
   «Guerra» pregonando al mundo,
a «guerra» convoca y llama
a toda la Andalucía,
a toda la extensa España.  100
   Y ciñe la erguida frente,
al llegar la noche opaca,
de una corona de hogueras,
que viento y lluvias no apagan;
   bandera del fuego santo  105
que se ha encendido a sus plantas,
cráter del volcán tremendo,
que en la gran Sevilla estalla.


Romance Segundo

La agresión

   De oro, de hierro, de barro,
inmensurable coloso,  110
la frente en las altas nubes,
el pie en los abismos hondos;
   de infierno, de cielo y tierra,
un incomprensible aborto,
un prodigioso compuesto  115
de ángel, de hombre y de demonio,
   alzó de Francia perdida,
con su brazo portentoso
para en él tomar asiento
el despedazado trono,  120
   ídolo de doce siglos,
y de cien monarcas solio,
que desaparecer vio el mundo
terrorizado y absorto,
   cuando crímenes, virtudes,  125
pasiones, furias, enconos,
saber, ignorancia, errores,
héroes, gigantes y monstruos,
   de sangre en un mar lo ahogaron,
y bajo un monte de escombros  130
lo sepultaron y hundieron
con universal trastorno.
   Alzóle pues (para tanto
Dios le dio fuerzas a él solo)
y aun juzgó para su mole  135
pedestal tan grande poco.
   Y desde él mandaba el mundo,
llevando de polo a polo
de tempestades armada
la fuerte mano a su antojo,  140
   con un millón de soldados
a quienes él daba el soplo
de vida, y con su gran nombre
un talismán prodigioso;
   con un ceño de su frente,  145
con un volver de su rostro,
desparecían imperios
y se trastornaba el globo.

*  *  *

   Este portento, este numen
de bien, de mal, de uno y otro,  150
tornó al tranquilo Occidente
los asoladores ojos.
   Y vio a la fecunda España,
la cosechera del oro,
quemando en su altar inciensos,  155
por su gloria haciendo votos,
   en actitud tan humilde,
de entusiasmo en tal arrobo,
que era poderosa ayuda,
sin poder ser nunca estorbo;  160
   y de amiga bajo el nombre
tan adoradora en todo,
que sangre, riqueza, fama
juzgaba holocausto corto.
   Mas prevaleciendo acaso  165
en el pecho del coloso
la parte aquella de infierno,
y la maldad de demonio,
   gritó: «Yo no quiero amigos,
porque esclavos quiero sólo;  170
¿cómo aún está enhiesta España?...,
póngase ante mí de hinojos.
   »Bese mi soberbia planta,
hunda la frente en el polvo,
y el palacio de sus reyes  175
de escabel sirva a mi trono»,
   dijo, y de armas y guerreros,
por el Pirene fragoso,
torrente tremendo baja
al hispano territorio.  180

*  *  *

   Tal vez la celeste parte
le dio a conocer de pronto
que iba a despertar leones
con armígero alboroto.
   Y la otra parte mezquina  185
de hombre, tierra, fango y lodo
le decidió a usar del fraude,
de la perfidia y del dolo.
   Enmascaró sus legiones,
dio mentido aspecto al rostro,  190
vistió de oliva las armas,
llamó tierno amor al odio;
   y cuando en abrazo inicuo
ahogó traidor y alevoso
a los príncipes incautos,  195
que en él buscaron apoyo,
   y del regio Manzanares
en el coronado emporio
en exterminio el halago,
la oliva tornó en abrojos,  200
   hospitalidad, caricias,
bendiciones y tesoros
pagando con hierro, muerte,
incendios, estupros, robos,
   se derramaron sus huestes  205
a asegurar el despojo,
a encadenar toda España,
juzgando vencido todo.
   Y ya de Sierra Morena
humillan con fiero gozo  210
la alta cerviz, y registran
con desvanecidos ojos
   de Guadalquivir fecundo
los encantados contornos,
a que preparan insanos  215
la esclavitud y el oprobio.
   Y aparecen a lo lejos
tan aterradoras como
la encapotada tormenta,
que en alas del viento ronco,  220
   de ardientes rayos preñada
anuncia con truenos sordos
que a asolar viene los campos
y las riquezas de agosto.
   He aquí la angustiosa nueva  225
y el conjunto que de pronto
causó en la noble Sevilla
tan impensado trastorno.


Romance Tercero

La victoria

   ¡Bailén!... ¡Oh mágico nombre!
¿Qué español al pronunciarlo  230
no siente arder en su pecho
el volcán del entusiasmo?
   ¡Bailén!... La más pura gloria
que ve la historia en sus fastos
y el siglo presente admira,  235
sentó su trono en tus campos.
   ¡Bailén!... En tus olivares
tranquilos y solitarios,
en tus calladas colinas,
en tu arroyo y en tus prados  240
   su tribunal inflexible
puso el Dios tres veces santo,
y de independencia eterna
dio a favor de España el fallo.

*  *  *

   «Incline la tierra  245
su mísera frente
al omnipotente
de Francia señor.
¡Viva el Emperador!
   »Es Dios de la guerra,  250
y, de polo a polo
su brazo tan sólo
será el vencedor,
¡Viva el Emperador!
   »Segura tenemos  255
aquí la victoria,
sin riesgo, sin gloria,
pero rica asaz.
   »Marchemos, gocemos
las grandes riquezas  260
e insignes bellezas
de España feraz.
   »¿A Francia gloriosa
quién hay que lo estorbe?
Rendido está el orbe  265
a su alto valor.
¡Viva el Emperador!
    »Su ley poderosa
la España reciba.
Avancemos. ¡Viva  270
de Francia el señor!
¡Viva el Emperador!»
   Así en infernales voces
los invencibles, que hollaron,
sembrando exterminio y muerte,  275
la Europa del Neva al Tajo,
   las silenciosas cañadas
y los fecundos collados
de Bailén, al sol naciente
con gozo infernal turbaron,  280
   de clarines y tambores
de armas, cañones y carros,
relinchos y roncos gritos
tormenta horrenda formando;
   mas sin saber que una tumba  285
era el espacioso campo
por donde tan orgullosos
osaban tender el paso.

*  *  *

   De repente de la parte
del Sur, el viento les trajo  290
rumor de armas y de hombres
y los ecos de este canto:
   «Ya despertó de su letargo
de las Españas el león,
antes morir que ser esclavos  295
del infernal Napoleón.
   »¡Viva el rey, viva la patria
y viva la religión!»
   Y aparecen los guerreros
del Guadalquivir preclaro,  300
sin pomposos atavíos,
sin voladores penachos.
   La Justicia de su parte
y la razón de su bando,
con Dios en los corazones  305
y con el hierro en las manos;
   y aunque en la guerra bisoños,
y aunque con orden escaso,
llevan resuelto a su frente
al valeroso Castaños.  310
   Los fieros debeladores,
de la Europa asombro y pasmo,
los fuertes, los invencibles
de mil triunfos coronados,
   de limpio acero vestidos,  315
con oriental aparato,
de oro y dominio sedientos,
de orgullo bélico hinchados,
   y teniendo a su cabeza
la sien ceñida de lauros  320
a Dupont, caudillo experto,
duro azote del germano,
   ven con desdén y desprecio
como a inocente rebaño,
que al matadero camina  325
y piensa que va a los prados,
   una turba que ha dos meses
en el taller y el arado,
ni cargar una escopeta
era posible a sus manos.  330
   Y en carcajadas de infierno
y en burladores sarcasmos
prorrumpen, y furibundos
al fácil triunfo volaron.

*  *  *

   ¡No tan fácil! Bramadoras  335
las ondas del Océano
del huracán empujadas
tienden el inmenso paso.
   Raen las arenas profundas
de los abismos, al alto  340
firmamento, entumecidas,
van a encontrar a los astros.
   Tragan voraces y rompen
y aniquilan todo cuanto
pone a su furor estorbo,  345
pone a su curso embarazo.
   Y en la humilde y blanda arena
o en el informe peñasco
donde el dedo del Eterno
escribe: «Hasta aquí», pedazos  350
   se hace su furia espantosa,
se estrella su orgullo insano,
y en espuma roto vuela
su poder, del orbe espanto.
   «El español ardimiento,  355
su fe viva, su entusiasmo
sean la meta del coloso»,
pronunció de Dios el labio.
   Y lo fueron. Los valientes
de luciente acero armados,  360
los granaderos invictos,
los belígeros caballos,
   los atronadores bronces
y los caudillos bizarros,
que las elevadas crestas  365
de Mont-Céni y San Bernardo
   camino fácil hicieron,
que las ondas humillaron
del Vístula y del Danubio,
del Mosa, del Rin y el Arno,  370
   no pueden la mansa cuesta
trepar del collado manso
de Bailén ni al pobre arroyo
del Herrumbral hallar vado.
   Y los que mares de fuego  375
intrépidos apagaron,
y muros de bayonetas
hundieron con un amago,
   del español patriotismo
a los encendidos rayos,  380
al hierro de los bisoños,
al tiro de los paisanos
   no osan resistir. Desmayan
y se fatigan en vano;
retroceden, se revuelcan  385
en tierra hombres y caballos;
   y las águilas altivas
humillan el vuelo raudo
ensangrentadas sus plumas,
hasta perderse en el fango.  390
   Y rendidas las legiones,
que al Universo humillaron,
encadenadas desfilan,
vuelta su gloria en escarnio,
   Ante turba que ha dos meses  395
en el taller y el arado
ni cargar una escopeta
era posible a sus manos.

*  *  *

   «¡Viva España!», gritó el mundo,
que despertó de un letargo.  400
Al grande estruendo apagóse
en el firmamento un astro.
   Y al tiempo que, ante las plantas
del noble caudillo hispano,
Dupont su espada rendía  405
y de sus sienes el lauro,
   desde el trono del Eterno
dos arcángeles volaron:
uno, a dar la nueva al polo
su nieve en fuego tornando;  410
   otro, a cavar un sepulcro
en Santa Helena, peñasco
que allá en la abrasada zona
descuella en el Océano.

Sevilla, 1839.




ArribaAbajoLa vuelta deseada

Dos romances: I, 112 versos en í-a; II, 196, é-o. Total, 308 versos.

No hay datos seguros sobre el lugar y fecha de composición de este romance, uno de los cinco publicados en 1834, y que, como «El sombrero», conserva el sabor de los tiempos en el exilios26. Andan de por medio «cartas trazadas con llanto, / cartas con el alma escritas» en seis años de emigración, y también vuelve un hombre en busca de su amada. El final tiene fuerte colorido romántico: el cadáver de este hijo del siglo, emigrado y amante, flota Guadalquivir abajo, «a la luz de escasa luna», camino del olvido27.

Tanto Menéndez Pelayo como Pedro Salinas advirtieron el papel precursor de Meléndez Valdés con sus romances de «Doña Elvira»28 y la situación no deja de tener cierta semejanza: la misma mezcla de recuerdos, deseos y temores; con los malos agüeros y el desastrado final.




Romance Primero

   Entre aquellos olivares
que Torreblanca domina
y ciñen de un lado y otro
el camino de Sevilla,
   por un atajo atraviesa,  5
para llegar más de prisa,
una carretela verde
con una gran baca encima;
   toda cubierta de barro,
tableros, muelles y viga,  10
de barro seco y reciente
y de tierras muy distintas.
   Cuatro andaluces caballos,
que en torno lodo salpican,
en humo y sudor envueltos  15
de ella presurosos tiran.
    Y del postillón las voces
con que los nombra y anima;
del látigo los chasquidos,
que los acosan y hostigan;  20
   el son de los cascabeles,
y el de las ruedas que giran
rápidas, tras sí dejando
dos huellas no interrumpidas;
   forman estruendo confuso,  25
y que viene posta avisan
a los carros y arrieros
que hacia un lado se desvían.
   Dentro de la carretela
un hombre aún joven camina,  30
que revuelve a todos lados
la desencajada vista.
   Es Vargas: alegre torna
de su patria a las delicias
después de vagar seis años  35
emigrado en otros climas.
   Antiguos amigos halla
en cuantos objetos mira,
y en árboles, tapias, lindes,
dulces memorias antiguas;  40
   lo pasado y lo presente
anudando va, y delira
entre esperanzas risueñas
y entre ya pasadas dichas.

*  *  *

   Trastornos, persecuciones,  45
desventuras, injusticias,
en sus más floridos años
le arrancaron de Sevilla,
   abandonando riquezas,
honores, nombre y familia,  50
y dejándose allí el alma
en el pecho de Jacinta.
   Jacinta, encanto y adorno
de toda la Andalucía;
y por sus luengas pestañas,  55
por su apacible sonrisa,
   por los graciosos hoyuelos
que avaloran sus mejillas,
por su cuerpo primoroso
y por sus formas divinas,  60
   por su gracia y su talento,
y su modestia expresiva,
el hechizo de los hombres,
de las mujeres la envidia.
   Dieciséis años contaba,  65
cuando Vargas, ¡alta dicha!,
logró conmover su pecho
y agitar su alma sencilla;
   al par que el amable joven
ardió en la pasión más viva,  70
al mirar a una doncella
tan inocente y tan linda,
   En sus puros corazones
creció desde la hora misma,
y el trato y correspondencia  75
acrecentó en pocos días
   un primer amor de aquellos
que las estrellas combinan,
amor que de dos personas
el Destino eterno fija.  80
   En los lazos de himeneo
a unirse dichosos iban
con el aplauso felice
de sus contentas familias;
   cuando se alzó tronadora  85
la borrasca embravecida
que, ¡infelices!, confundiólos
del infortunio en la sima.

*  *  *

   Seis años, ¡oh cuán eternos!,
Vargas por tierras distintas  90
huyó infelice, luchando
del Destino con las iras,
   sin encontrar de consuelo
ni de esperanza mezquina,
un solo sueño de noche,  95
un solo rayo de día.
   Las extranjeras beldades
estatuas le parecían,
las ciudades opulentas
que el orbe orgulloso admira,  100
   desiertos... ¡Ay!, pero puede
feliz llamarse en sus cuitas,
venturoso en su destierro,
fortunado en sus desdichas.
   Creció el amor con la ausencia  105
en el pecho de Jacinta,
que la distancia y el tiempo
al que es verdadero, afirman.
   De cuando en cuando se cruzan
papeles que lo acreditan,  110
cartas trazadas con llanto,
cartas con el alma escritas.


Romance Segundo

   Todo en el mundo es mudable,
ni el bien ni el mal son eternos;
la apacible primavera  115
sigue al rigoroso invierno;
   a la oscura noche el día
y a la borrasca que al cielo
empañó con densas nubes
y asustó con rudos truenos,  120
   la calma serena y pura.
Así suelen a los tiempos
de desventuras y llantos
seguir de paz y consuelo.
   Del Rin en la orilla helada,  125
abrumado de sí mesmo,
Vargas proscripto gemía
su fortuna maldiciendo;
   cuando noticias recibe
de que la patria le ha abierto  130
las puertas..., júzgalo, absorto,
ilusión de su deseo;
   mas Jacinta se lo escribe,
y cuanto ella dice, es cierto.
Otra carta..., de la madre  135
de Jacinta..., que al momento
   vuele a Sevilla, le ruega,
en donde dará himeneo,
el día de su llegada,
a tan constante amor premio.  140

*  *  *

   No la paloma, que presa
llora en doloroso encierro,
si acaso un resquicio mira,
tiende apresurado el vuelo
   hacia el palomar y nido,  145
en donde vio el sol primero;
ni el torrente, a quien contuvo
el malecón interpuesto,
   en cuanto lo encuentra roto,
se arroja a su antiguo lecho,  150
y por él se precipita
hacia la mar, que es su centro,
   tan veloces como Vargas
corre, sin tomar resuello,
a Sevilla; los instantes  155
son para él siglos eternos.
   Montes, llanuras, ciudades,
ríos, Estados diversos
atrás deja, y los caballos
de tardos acusa y lentos.  160
   Ya salva las altas cumbres
del nevado Pirineo;
entra en España, ya escucha
la lengua de sus abuelos
    ¿Qué importa? Ni un solo instante  165
retarda su raudo vuelo.
Halla a cada paso amigos,
halla intereses y deudos;
   no se para, corre, corre,
que tiene en Sevilla puesto  170
su afán y hasta que descubra
la Giralda no hay sosiego.

*  *  *

   Apenas ha quince días
que en las márgenes del Reno
de su Jacinta la carta  175
leyó, juzgándolo sueño,
   y los caños de Carmona
ve a su siniestra creciendo,
y al frente la antigua puerta,
para él la puerta del Cielo.  180
   Cualquiera mujer que mira
en mantilla y de paseo,
que es Jacinta que le espera,
juzga, y le palpita el pecho.
   Al llegar se desengaña  185
y en otra que ve más lejos...
Jacinta fuera de casa
está, sí; sale a su encuentro.
   Era en punto mediodía;
entra por fin, y molestos  190
los guardas el carruaje
detienen corto momento.
   Los maldice y les da oro,
porque le detengan menos;
«corre»; al postillón le grita,  195
y torna a marchar de nuevo.
   Por las retorcidas calles
echa pestes y reniegos
a cada lenta carreta,
a cada corro interpuesto,  200
   que a templar el paso obliga
de los caballos ligeros,
y anheloso a verse llega
de la ciudad en el centro.

*  *  *

   Oye de fúnebres cantos  205
el triste son desde lejos;
se aproxima, y por la calle
que va a tomar, un entierro
   pasa. Con hachas de cera,
pobres, vestidos de negro,  210
van de dos en dos; los siguen
las cofradías; a lento
   paso un féretro se acerca,
de un blanco paño cubierto,
con una palma y corona  215
de blancas flores... Agüero
   terrible, que es de doncella
principal y de respeto
el funeral le parece...
Hierve taciturno el pueblo  220
   en derredor. Manda Vargas,
turbado con tal encuentro,
que tome por otra calle
al postillón. Revolviendo
   éste los caballos, torna  225
por un callejón estrecho,
y a la calle ansiada llega
después de corto rodeo.
   Mucha gente en los balcones
está, mostrando en sus gestos  230
sorpresa de que en tal día
llegue a la casa un viajero.

*  *  *

   Párase la carretela;
la puerta está abierta, yermos
el ancho portal y el patio;  235
reina en la casa el silencio.
   De un salto Vargas se apea,
corre a la escalera presto,
de ella por un lado y otro
de cera advierte un reguero  240
   reciente. Veloz la sube,
abre la mampara... ¡Cielos!
Colgada está la antesala
en redor con paños negros.
   Enlutada una gran mesa  245
mira colocada en medio,
y en sus cuatro ángulos arden,
sobre cuatro candeleros
   de plata, cándidas velas
consumidas casi; el suelo  250
cubren deshojadas flores,
siemprevivas y romero.
   ¡Dios!... ¡Pobre Vargas! Absorto,
sin voz, sin alma y en hielo
convertido, ni respira.  255
Ojos cual los de un espectro
   gira en derredor; se ahoga
sin respiración su pecho.
Volviendo en sí un corto instante,
oye llorar allá dentro;  260
   cuando se abre lentamente
una puerta que, al momento,
se cierra, y un sacerdote,
que por ella sale, lleno
   de lágrimas el semblante  265
(de dar en vano consuelo
viene a una madre infelice),
queda inmoble a Vargas viendo;
   Vargas le mira, y no alienta;
mas tras de breve silencio,  270
rompe al cabo, y le pregunta
con un angustiado esfuerzo:
   «¿Dónde está?» Quedóse helada
su lengua. Fáltale aliento
al turbado sacerdote,  275
y con agitado aspecto
   alza el rostro, y levantando
la diestra, señala al cielo.
Vargas le comprende; arroja
un alarido de infierno;  280
   huye veloz; la escalera
baja delirante, ciego;
nada ve, corre cual loco
por las calles, y muy presto
   desaparece. En Sevilla  285
la noticia cunde luego
de su llegada; le buscan
sus amigos y sus deudos.
   Todo, todo en vano; algunos
dan señas de que le vieron  290
junto a la Torre del Oro,
cuando el sol ya estaba puesto.

*  *  *

   En un remanso, que forma
el Guadalquivir, no lejos
de Gelves, a las dos noches  295
unos pescadores vieron,
   a la luz de escasa luna,
de un joven ahogado el cuerpo
vestido aún. Procuraron,
compasivos, recogerlo;  300
   pero al llegar con la barca
y al agitar con los remos
el agua, veloz corriente
llevó el cadáver. Suspensos
   Siguiéronle un corto rato  305
con los ojos, y muy presto
fue leve punto en las aguas,
y de vista lo perdieron.




ArribaAbajoEl sombrero

Tres romances: I, 140 versos en á-a; II, 84 en é-o; III, 108 en é-a. Total, 332 versos.

Compuesto probablemente en Tours en 1833 y publicado un año después en la primera edición de El moro expósito. Tres romances, «La tarde», «La noche» y «La mañana», ilustran la historia de una esperanza ilusionada al principio, combatida luego y trágicamente disipada con el amanecer.

Este romance, que es uno de los más logrados del autor, tiene por escenario las playas andaluzas cercanas al Peñón. Sabido es que en Gibraltar buscaban asilo los españoles perseguidos por sus ideas políticas y cómo don Ángel Saavedra se refugió allí en varias ocasiones.

Mar y cielo son barrunto de una tempestad que se prepara al anochecer, estalla en la oscuridad y cesa con la mañana, paralelamente a las esperanzas de Rosalía. La acción está sustituida por la conmoción de la naturaleza, las velas del guardacostas, un toque de ánimas agorero y aquel ruido de cañonazos que culminan con el sombrero traído por las aguas. La playa queda vacía; la calma y la soledad indican la tragedia mejor que cualquier descripción. El mar ha sido «lecho nupcial» de un hombre y una mujer constantes hasta la muerte.

Junto con «La vuelta deseada» y «El cuento de un veterano», Valera clasificó este romance como «de pura fantasía» y sus protagonistas, gente particular, de clase media o humilde, le recuerdan la Evangelina de LongfeIlow y Herman y Dorotea de Goethe, aunque da prioridad a los romances por su mayor fuerza dramática. «El sombrero» -escribe- podría servir de modelo al pequeño poema,

donde el terror trágico, la compasión y el interés profundo por desventuras y afectos humanos no se infundan en el ánimo del lector con disertaciones y lamentaciones líricas sino con la sencilla narración de hechos atinadamente referidos, ordenados y puestos de realce29.



Y tras citar a Cañete, para quien tanto «La vuelta deseada» como «El sombrero» no eran más que «historias dulcemente melancólicas», Azorín afirma que «no ha hecho Rivas nada más honda y desesperadamente trágico que esos romances»30.




Romance Primero

La tarde

   Entre Estepona y Marbella
una torre fulminada,
hoy nido de aves marinas
y en otro tiempo atalaya,
   corona con sus escombros  5
una roca solitaria,
que se entapiza de espumas
cuando las olas la bañan.
   A la derecha se extiende
una humilde y lisa playa,  10
cuyas menudas arenas
humedece la resaca;
   y oculta entre dos ribazos
forma una escondida cala,
abrigo de pescadoras  15
o contrabandistas barcas.
   A este temeroso sitio,
mientras lento declinaba
a ponerse un sol de otoño
entre celajes de nácar;  20
   estando el viento adormido,
la mar blanquecina en calma,
y sin turbar el silencio
de las voladoras auras,
   sino el grito de un milano  25
que los espacios cruzaba,
y los de dos gaviotas,
cuyo tálamo era el agua;
   la divina Rosalía,
la hermosa de la comarca,  30
fugitiva y anhelante
llegó, sudosa y turbada.

*  *  *

   Su gentil cabeza y hombros
cubre un pañolón de grana,
dejando ver negras trenzas,  35
que un peine de concha enlaza;
   y de seda una toquilla,
azul, rosa, verde y blanca,
que las formas virginales
del seno dibuja y guarda.  40
   Su gallardo cuerpo adorna
de muselina enramada
un vestido; con la diestra
recoge la undosa falda,
   y el pie primoroso y breve,  45
que apenas su huella estampa
en la movediza arena,
más limpio desembaraza.
   Bajo el brazo izquierdo tiene
un envoltorio de nada,  50
cubierto con un pañuelo,
do el jalde y rojo resaltan.
   ¡Inocente Rosalía!
¿Qué busca allí?... ¡Temeraria!
¡Cuál su semblante divino,  55
lleno de vida y de gracia,
   desencajado se muestra!
¡Qué palidez!... ¡Qué miradas!...
Está haciendo, bien se advierte,
un grande esfuerzo su alma.  60
   Sí, los ojos brilladores,
los ojos que tienen fama
en toda la Andalucía,
por su fuego y sus pestañas,
   en el peñón, que lejano  65
apenas se dibujaba
entre la neblina (seña
de mudarse el tiempo), clava.
   Dos lágrimas relucientes
sus mejillas deslustradas  70
queman; un hondo suspiro
del pecho oprimido arranca.
   Queda suspensa un momento;
luego, de pronto, la cara
vuelve a Estepona, temblando;  75
juzga que una voz la llama.
   Y la llama, es cierto... ¡Ay triste!
mas ¿qué importa? Otra, más alta,
más fuerte, más poderosa,
desde Gibraltar la arrastra.  80

*  *  *

   En el peñasco asentóse,
de la hundida torre basa;
miró en torno, y de su seno
sacó y repasó esta carta:
    «Sí, mi bien; sin ti la vida  85
me es insoportable carga;
resuélvete, y no abandones
a quien ciego te idolatra.
   »Contigo nada me asusta,
sin ti todo me acobarda;  90
mi destino está en tus manos;
ten resolución, y basta.
   »Resolución, Rosalía;
cúmpleme, pues, tus palabras;
no tendrás que arrepentirte,  95
te lo juro con el alma.
   »En cuanto venga la noche,
volveré sin más tardanza
al sitio aquel que tú sabes,
en una segura lancha.  100
   »Espérame, vida mía;
si no te encuentro, si faltas,
ten como cierta mi muerte.
Corro al momento a la plaza
   »de Estepona, allí pregono  105
mi proscripto nombre, y paga
de mi amor será un cadalso
delante de tus ventanas.»
   Se estremeció Rosalía,
no leyó más, y borraban  110
sus lágrimas abundantes
las letras de aquella carta.
   Llévala a los labios fríos,
la estrecha al seno con ansia
mira al cielo, «Estoy resuelta»,  115
dice, y se consterna y calla.

*  *  *

   Torna al peñón (que parece
una colosal fantasma
con un turbante de nubes,
de nieblas con una faja)  120
   la vista otra vez. La extiende
por la mar, que, muerta y llana,
fundido oro se diría
del sol poniente en la fragua.
    Juzga ver un negro punto  125
que se mueve a gran distancia;
ya se muestra, ya se esconde.
¿Será?... ¡Oh Dios!... ¿Será?... La escasa
   luz del crepúsculo todo
lo confunde, borra y tapa.  130
Con los ojos Rosalía
los resplandores, que aún marcan
   la línea del horizonte,
sigue. Una nube la espanta,
que por el Sur aparece,  135
oscura y encapotada;
   y aún más el ver acercarse
por allí dos velas blancas,
cuyas puntas ilumina
del sol ya puesto la llama.  140


Romance Segundo

La noche

   Entró la noche; con ella
despertándose fue el viento,
y el mar empezó a moverse
con un mugidor estruendo.
   Las nubes entapizando  145
el oscuro y alto cielo,
la débil luz ocultaban
de estrellas y de luceros.
   No había luna; densas sombras
en corto rato envolvieron  150
tierra y mar. De Rosalía
ya desfallece el esfuerzo.
   Arrepentida, asombrada,
intenta... No, no hay remedio.
Cierra los ojos, e inclina  155
la cabeza sobre el pecho.
   La humedad la hiela toda,
corto abrigo es el pañuelo;
tiembla de terror su alma
tiembla de frío su cuerpo.  160
   Si cualquier rumor la asusta,
más sus mismos pensamientos,
pues ni uno solo le ocurre
de esperanza o de consuelo.
   Las velas que ha divisado  165
cuando el sol ya estaba puesto
la atormentan, la confunden.
¡Las ha conocido, cielos!
   Son, sí, las del guardacosta,
jabeque armado y velero,  170
terror de los emigrados,
de contrabandistas miedo.

*  *  *

   ¡Infelice Rosalía!...
A las ánimas de lejos
tocar las campanas oye  175
de la torre de su pueblo.
   ¡Oh, cuánto la sobresaltan
aquellos amigos ecos!
Parécele que son voces
que la nombran. Gran silencio  180
   reinó después largo espacio.
Las olas, que van creciendo,
llegan a besar la peña,
de Rosalía los tiernos
   pies mojan..., y no lo advierte;  185
clavada está. Los destellos
de la espuma que se rompe,
secas algas revolviendo,
   la deslumbran. De continuo
la reventazón inciertos,  190
fugitivos grupos blancos
le ofrecen del mar en medio,
   cual pálidas llamaradas.
Ella piensa que los remos
y la proa de un esquife  195
las causan... ¡Vanos deseos!

*  *  *

   Así pasó largas horas,
cuando un lampo ve de fuego
en alta mar, y en seguida
oye al cabo de un momento  200
   ¡poumb!... y retumbar en torno
como un pavoroso trueno,
que se repite y se pierde
de aquella costa en los huecos.
    Ve pronto hacia el lado mismo  205
otros dos o tres pequeños
fogonazos; mas no llega
el sordo estampido de ellos.
   Otra roja llamarada
«¡Poumb!», otra vez... ¡Dios! ¿Qué es esto?  210
Repitiéndose perdióse
este son como el primero.
   No hubo más; creció furioso
el temporal, y más recio
sopló el sudoeste; las olas  215
de Rosalía el asiento
   embisten, de agua salobre
la bañan; estar más tiempo
no puede allí, busca abrigo
de la torre entre los restos.  220
   La lluvia cae a torrentes,
parece que tiembla el suelo;
dijérase ser llegada
ya la fin del Universo.


Romance Tercero

La mañana

   Raya en el remoto oriente  225
una luz parda y siniestra;
a mostrarse en vagas formas
ya los objetos empiezan.
   Espectáculo espantoso
ofrece Naturaleza,  230
las olas, como montañas,
movibles y verdinegras
   se combaten, crecen, corren
para tragarse la tierra,
ya los abismos descubren,  235
ya en las nubes se revientan.
   Rómpense en las altas rocas,
alzando salobre niebla,
y la playa arriba suben,
y luego a su centro ruedan  240
   con un asordante estruendo;
silba el huracán, espesa
lluvia el horizonte borra,
y lo confunde y lo mezcla.

*  *  *

   La infelice Rosalía,  245
toda empapada, cubierta
con el pañolón mojado,
que o bien la ciñe y aprieta,
   o, agitado por el viento,
le azota el rostro y flamea,  250
volando ya desparcidas
fuera de él las negras trenzas;
   falta de aliento, de vida,
el alma rota y deshecha,
asida de los sillares,  255
se aguanta inmóvil y yerta.
   Aparición de otro mundo,
Sílfide, a quien maga artera
cortó las ligeras alas,
la juzgaran si la vieran.  260
   Tiende espantados los ojos
por el caos; nada encuentra
que socorro o que consuelo
en tal apuro la ofrezca.
   Descubre que una gran ola,  265
que tronadora se acerca,
entre las blancas espumas
envuelve una cosa negra;
   de ella no aparta los ojos,
ve que en la playa se estrella,  270
que al huir deja un sombrero
rodando sobre la arena
   y una tabla. Rosalía
salta de las ruinas fuera
corre allá, mientras las olas  275
se retiran. No la aterra
   otra mayor, que se avanza
más hinchada, más soberbia.
Ve en el madero lavado
los restos de sangre fresca...  280
   Coge el sombrero... ¡Infelice!
Lo reconoce... las fuerzas
le faltan, cae, y al momento
precipítase sobre ella
   una salobre montaña  285
que la playa arriba entra,
y rápida retrocede,
no dejando nada en ella.

*  *  *

   Cual si dar tan sólo objeto
de la borrasca tremenda,  290
lecho nupcial en los mares
a dos infelices, fuera,
   a templar su furia ronca
los huracanes empiezan,
bajan las olas, la lluvia  295
se disminuye, y aun cesa.
   Rómpese el cielo de plomo,
y por pedazos se muestra
el azul, que ardientes rayos
de claro sol atraviesan.  300
   Ya se aclara el horizonte;
por el lado de la tierra,
fórmanlo azules colinas,
que aún en parte ocultan nieblas.
   Una línea verde, oscura,  305
movible, la forma y cierra
del lado del mar, y asoma
la claridad detrás de ella.
   Aunque silba duro el viento,
aunque es la resaca recia,  310
orna al mundo la esperanza
de prolongar su existencia.

*  *  *

   En esto una triste madre
y un tierno hermanillo llegan,
buscando a su Rosalía,  315
a aquella playa funesta.
   Llenos de lodo, empapados,
muertos de cansancio y pena,
tienden en redor los ojos,
y nada, ¡oh martirio!, encuentran.  320
   Al retroceder las aguas,
unas femeniles huellas
de pie breve reconocen
estampadas en la arena...
   «¡Rosalía!... ¡Rosalía!»,  325
gritan, y no oyen respuesta.
Van a la arruinada torre,
y hállanse sobre una piedra
   un envoltorio deshecho
entre fango, espuma y tierra,  330
y un pañuelo rojo y jalde,
que le sirve de cubierta.





 
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