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Romances históricos. Por Don Ángel Saavedra, (Duque de Rivas)

Enrique Gil y Carrasco





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Aunque la mayor parte de los periódicos así literarios como políticos han tomado a su cargo la crítica de la nueva obra con que hace poco ha enriquecido la literatura española el Sr. Duque de Rivas, no creemos que esté de sobra nuestro humilde parecer acerca de los Romances Históricos, siquiera no saquemos de ello más provecho que rendir público homenaje al talento, y contribuir al crédito de un libro que por muchas razones lo merece grande. Fuerza será decir también en obsequio de la verdad, que las consideraciones a que ha dado lugar su publicación han sido más limitadas de lo que reclama el asunto, ya por falta de espacio, ya por ceñirse a una escala demasiadamente reducida. Deseosos nosotros de suplir esta falta, y cumpliendo con la obligación que tenemos contraída con el público, procuraremos dar a conocer si no con inteligencia, con lealtad por lo menos, los trabajos del Sr. Saavedra, y asegurarles el lugar a que hace tiempo los están llamando las prendas poco comunes que los adornan. No son de ahora sus méritos literarios y los eminentes servicios prestados a la causa de las letras en España: hace tiempo que su huella ha quedado profundamente grabada en el campo de nuestra regeneración poética, cuyo primer adalid es, y por esto tampoco es nuestro ánimo circunscribirnos a su última producción; antes bien queremos llamar la atención del público tanto sobre la primera muestra que dio de su ingenio al soltar los grillos y ataduras que tanto tiempo tuvieron comprimida su imaginación, como sobre la que por ahora cierra la serie de sus poesías.

Claro está que hablamos de El Moro Expósito, o sea Córdoba y Burgos en el siglo décimo, impreso y publicado en París en 1834; pero aun para apreciar debidamente sus quilates se hace preciso que demos una idea del estado en que nuestra literatura se encontraba, cuando el autor comenzó a escribir este bello poema (1827). De esta manera pondremos más de bulto no solo su índole, sino también su influencia, y lograremos eslabonar dos épocas diversas, ayudando a su calificación; calificación que procuraremos cimentar no tanto en sus formas, como en sus tendencias, bien convencidos de que esta es la única fecunda.

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Los críticos franceses del siglo XVII y XVIII aclimatados y puestos en boga entre nosotros por Luzán y sus secuaces, despojaron a nuestra literatura (fuerza es decirlo) de toda espontaneidad, y acabaron con su originalidad y carácter propio. A tal punto habían venido las musas castellanas en el desastroso reinado de Carlos II, que sin duda era preciso un remedio poderoso a regenerarlas y rejuvenecerlas; y aun para disciplinar las tendencias anárquicas de la época convendremos en que la restauración de los códigos del buen gusto clásico era medida de la mayor eficacia; pero lo que como contraveneno y socolor de medicina se introdujo, diéronlo aun después de combatida la enfermedad, por alimento de uso cotidiano, y eso bastó para alterar y viciar el temperamento poético (si es lícito decirlo así) de nuestra nación. Si la literatura es el reflejo de la sociedad, como lo demuestra la historia de todos los pueblos a quien desapasionadamente la recorra, sin duda se equivocaban los que sin tener en cuenta más que el espíritu de obediencia y de imitación, trasladaban a nuestro país las formas del sentimiento de otro país, en cuyas circunstancias se advertía escasa analogía con las nuestras. Persuasión y empeño tales tenían honda raíz en el ánimo de los innovadores, pues mirando a la literatura como un instrumento de recreación y agrado, y negándole todo carácter filosófico y social, fácilmente se convencían de que allí se aclimataría, donde ostentase regularidad de formas y proporciones concertadas y armoniosas; no de otra suerte que si nuestras facultades morales no recibiesen las modificaciones de tiempo y lugar, y los afectos del corazón y los vuelos de la fantasía se vaciaran en un molde idéntico en todas épocas. Ahora que un análisis profundo y detenido ha minado los ídolos de semejante creencia, fundando la teoría del sentimiento en los fenómenos psicológicos de la naturaleza humana, con razón nos maravilla una filosofía tan estrecha y estéril; pero cuando la fe suplía cuanto había que suplir en ella, sin que el espíritu de discusión la atajase en sus desmedidas pretensiones; no era mucho que estimulase a sus adeptos hasta hacerlos atropellar por toda clase de consideraciones. Por muchas atropellaban en efecto, y no era la menor de todas la nacionalidad que en nada o en muy poco tenían, cual si el paladar del pueblo fuese harto grosero para saborear los frutos de la imaginación, o cual si la luz divina de la poesía se desdeñase de alumbrar el corazón de todos los hombres, y de inflamar la fantasía de los humildes e ignorantes. Desentendiéndose de las tradiciones históricas, desechando los atavíos nacionales, persiguiendo no pocas veces con las armas del ridículo los objetos de la pública veneración y entusiasmo, mal podía semejante literatura conquistar la popularidad, fianza la más sólida de la verdadera belleza poética, talismán misterioso que abre el templo de la fama. Por una rara contradicción de aquellas en que tan frecuentemente incurre el espíritu humano, los imitadores de Homero, de Sófocles, de Teócrito y de Anacreonte no comprendían que el secreto de su duración y de su hermosura consistía en su espontaneidad y verdad, y que la cualidad de indígenas que caracterizaba sus creaciones, era la prenda más segura de fortaleza y de vigor. Los personajes, rudos tal vez, pero siempre poéticos, de nuestros romances, las damas y caballeros de nuestro antiguo teatro, espejo del pundonor y dechado de la galantería, vinieron a parar en las palomas y pastores poco significativos de Meléndez, y en las figuras magistralmente dibujadas y llenas de verdad, pero frías y prosaicas a veces, de Moratín. De esta manera empeñada la literatura en una senda convencional y que cada vez se desviaba más de la que antiguamente siguieron nuestros ingenios más esclarecidos, llegó a ser patrimonio de los sabios, y vino a renunciar por último su más noble y hermoso papel, el de representante de nuestra nacionalidad1.

De este modo la musa castellana, desnuda de sus naturales galas y privada de su alimento acostumbrado, más que vivido ha sobrevivido a sí propia, oprimida bajo el yugo de reglas arbitrarias y enfrenada muchas veces por la mano torpe y grosera de la censura. Buena prueba de lo primero, si no de lo último, son las poesías del Sr. Saavedra publicadas en 1820, en que, si se exceptúa la pureza del habla y tal cual rotundidad y armonía en la versificación, apenas se descubre ninguna de las brillantes dotes que después han campeado en sus obras. La distancia que la separa del Moro   —51→   Expósito, es inmensa; la que las separa de los Romances Históricos, mayor todavía.

Dos cosas contribuyeron a hacer notable el primero de estos dos poemas: su índole y carácter peculiar y las circunstancias de su aparición. La revolución literaria que, como todas, sorda y ocultamente fermentaba, se vio formulada y alzó la bandera con el Moro Expósito, y acaso más terminante y explícitamente con el elocuente y maduro prólogo que le precede. Tal sanidad en las doctrinas, tal agudeza en el criterio, tal templanza en las tendencias y tan profunda y trascendental filosofía puede decirse que era la vez primera que se veía empleada en lengua castellana. El autor resuelve con tanta elevación como conocimiento de causa las cuestiones literarias pendientes a la sazón, más que en Europa, entre nosotros; y distante igualmente de todos los sistemas exclusivos, partidario solo de la naturaleza y de la verdad, desenvuelve la teoría de una cuerda y razonable libertad literaria, hija de la marcha de las ideas y de las exigencias del siglo. Con copia de argumentos fortísimos vuelve por la nacionalidad de nuestra literatura, abre la senda que deben seguir los ingenios en la nueva regeneración, y explica cumplidamente la índole de la poesía histórica, dando a conocer el objeto de la obra a que sirve de introducción.

El asunto de este poema es la lastimosa tragedia de Los Siete Infantes de Lara que tan bellos y expresivos romances inspiró a Sepúlveda, y que durante algunos siglos ha debido ser una de las tradiciones más populares de España. Razón tiene el autor para decir en el prólogo «que ha indicado una senda hasta el día no hollada por sus compatriotas»; pues no solo los asuntos de los siglos medios estaban abandonados con alguna pequeña excepción en el teatro, donde por cierto no aparecían con su natural fisonomía; sino que tampoco se había determinado nadie a componer un poema de índole y tendencia desconocida hasta entonces, e imposible de alistar en ninguna de las clasificaciones que la crítica señalaba. Si algún modelo tuvo el autor delante, tal vez fue a buscarlo entre las preciosas otras que Walter Scott llama novelas poéticas; pues en la literatura patria, ninguno de los asuntos tratados en los romances presenta el conjunto y la intención que desde luego se echan de ver en el Moro Espósito. Sin embargo, forzoso es confesar que dista bastante de la regular estructura, bellas proporciones y caracteres profundos y bien trazados que tanto resaltan en Marmion, La Dama del Lago, Rokeby y El Lord de las Islas. La acción en el poema del Sr. Saavedra peca de escasa y aparece un tanto desleída: las narraciones están empleadas con profusión y en cierto modo estorban y detienen su curso, y finalmente a un no sé qué de confuso más que de enredoso en el plan se añade cierta monotonía y falta de individualidad en los caracteres principales, que si se exceptúan Gustios de Lara y Rui Velázquez, se acercan más de lo que debieran a un perfil común. Tampoco el desenlace nos parece bien preparado y traído, ni cuadra con la entonación y colorido poético de toda la obra. De estas faltas que con franqueza acusamos, no tanto echamos la culpa al corazón ni al entendimiento del autor, cuanto a las impresiones que le dominaban cuando puso manos a la composición de esta obra, que tan honrosa senda debía abrirle en el campo de la literatura. Tal vez los grillos que con tanto valor se arrojaba a quebrantar, le sujetaban más de lo que él mismo creía, y la costumbre y los recuerdos de tantos años influían poderosamente y sin saberlo él en su ánimo; pues a no ser así no acertamos a explicarnos por qué razón no dio más tiempo a la acción poniéndonos a la vista hechos que contados por vía de exposición se amortiguan y descoloran; ni menos como en el dibujo de las figuras y en la combinación del plan no mostró la misma libertad, destreza y valentía que tanto nos cautivan y agradan en el Don Álvaro y en casi todos los romances. El Sr. Saavedra daba entonces principio a la segunda época literaria de su vida, y sería injusto y poco cuerdo pedir al árbol nuevo la sombra y frutos que solo el tiempo alcanza a prestar y a madurar.

En cambio de esto, cuando el autor despliega sin reparo las alas de su fantasía, ya en los trozos descriptivos, ya en el bosquejo de los incidentes y caracteres episódicos, difícil sería pedir más fuerza, más precisión y agudeza. Allí donde su originalidad campea, se pueden medir sus raras cualidades con compás cierto y seguro, y no es exagerado decir que ninguno de nuestros modernos escritores se le aventaja. El cuadro de la cocina del arcipreste de Salas es de lo más vivo, cómico y animado que puede imaginarse, y las escenas todas del convento tienen tal verdad, tal aplomo y relieve, que no parece sino que en realidad pasan   —52→   a nuestros ojos, y con nuestras propias manos las tocamos. Vasco Pérez, el abad, los otros monjes, Rodrigo, el Zurdo, son personajes copiados de un cuadro de Zurbarán o de Velázquez; y el salón lúgubre y medroso de Rui Velázquez nos recuerda las sublimes composiciones de Rembrandt.

Pues ¿qué diremos del admirable colorido local, de los bellos paisajes, del conocimiento de los trajes, usos y costumbres? Poco que sirva de encarecimiento después de haberlos saboreado. Tan cumplidamente está desenvuelto y demostrado el espíritu rudo y caballeresco de aquella edad que el Moro Expósito es, en verdad, una página histórica llena de elocuencia.

Lunares hay sin duda en esta bella obra, pero pertenecen casi exclusivamente al plan; pues considerados sus pormenores y partes diversas una por una, más dan lugar a la alabanza y al encomio que no a la disciplina de la crítica. No somos de los que se creen autorizados para pedir cuenta de los medios con tal que no desdigan de la naturaleza del asunto, y de consiguiente no nos atreveremos a censurar en el Moro Espósito el empleo de un metro que por más nacional que el autor nos le pinte a causa de su analogía con el romance octosilábico vulgar, le cede sin embargo mucho en rapidez, concisión y energía; pero no estará de sobra dejar apuntada aquí esta observación que tanto puede servir para formar juicio sobra la última publicación del Sr. Saavedra, objeto principal de este artículo. Excusado es decir que hablamos de los Romances Históricos.

Después del prólogo erudito cuanto razonado y enérgico que los precede, poco podemos añadir que no sea repetir las mismas razones con estilo menos elegante y vigoroso; sin embargo, preciso será en obsequio de aquellos de nuestros lectores que no los tengan a mano, dar alguna idea de las muy acertadas que el autor expone.

Sabido es que la cuna de nuestra verdadera poesía nacional son los romances, que por su giro sencillo, rudo y lleno de nervio tan bien se acomodaban a la capacidad e un pueblo que entonces recorría el círculo de su juventud. La cultura creciente y el esplendor literario de España en los siglos XVI y XVII engalanaron y dieron extraordinario ensanche a este género de poesía, que sin embargo perdió en robustez y vigor, cuanto en lujo, adornos y soltura ganaba. El ingenio colosal de Quevedo que tan popular lo hizo, llegó a producir un inconveniente de gran monta cual fue el dejarlo al alcance de los copleros y versificadores de oficio que bien pronto lo degradaron y envilecieron. Resultado natural de esto fue el que la gente entendida comenzase a desdeñar el romance como propio del vulgo exclusivamente, sin tener en cuenta su noble origen ni el manantial de alta poesía histórica que encerraba en su seno. En vano Luzán y Meléndez en el siglo pasado demostraron, el uno con copia de razones y el otro con el ejemplo y la práctica, la bondad y aptitud del romance a todos los tonos de la poesía, porque la dirección errada de los espíritus no permitía su restauración.

En nuestros días y en una obra elemental que de real orden anda en manos de la juventud, El Arte de hablar en prosa y verso, del Sr. Gómez Hermosilla, se dice del romance que aunque venga a escribirlo el mismo Apolo, no le puede quitar ni la medida, ni el corte, ni el ritmo, ni el aire, ni el sonsonete de jácara. Tan gratuita suposición destruye el Duque de Rivas con citas oportunas y con argumentos de gran peso en su prólogo, que en verdad es un elocuentísimo alegato en favor de la principal rama del árbol de nuestra literatura, tratada con tanto menosprecio como injusticia por el crítico citado; pero la prueba más valedera de todas es la misma colección que forma el volumen de que tratamos.

«Volver el romance a su primer objeto y a su primitivo vigor y enérgica sencillez, sin olvidar los adelantos del lenguaje, del gusto y de la filosofía y aprovechándose de todos los atavíos con que nuestros buenos ingenios lo han engalanado», es el deseo y el intento del autor. Veamos hasta qué punto lo ha logrado.

Ya era conocida del público ilustrado la maestría y facilidad con que sabía manejar este género de poesía, porque los romances de La vuelta deseada, El sombrero, El Conde de Villamediana, D. Álvaro de Luna y El Alcázar de Sevilla que se imprimieron a continuación del Moro Expósito, junto con otras bellas poesías en que descuellan las que llevan por título Al faro de Malta y A mi hijo Gonzalo, manifiestan la profundidad y rectitud con que el autor sentía y comprendía la poesía histórica de su país. La precisión, la fuerza y la verdad que descuellan en los que comprenden las tragedias del maestre D. Fadrique y del Conde de Villamediana, tan bien concertados en su plan y tan dramáticos en su estructura,   —53→   probaban que el Sr. Saavedra alcanzaría distinguido renombre, tratando esta clase de asuntos a que desde El paso honroso parecía inclinarle una vocación irresistible. La colección que últimamente ha dado a luz, ha demostrado cuán fundada era esta esperanza, y que en el momento en que sus obras fuesen hijas de su inspiración únicamente, llevarían tal sello de individualidad y de vigor, que se distinguirían de un modo innegable de todas las demás contemporáneas. Argumentos hábilmente conducidos, caracteres marcados, figuras animadas, vivas y ricas descripciones, afectos verdaderos y vehementes, rasgos atrevidos y grandes, entonación poética, locución castiza y exquisitos conocimientos históricos adornan y enriquecen estos romances. Hermanos carnales de los lienzos sublimes de Velázquez y Zurbarán, atentos a la impresión general antes que a detalles embarazosos, si no inútiles, los Romances Históricos no por eso dejan de recorrer los diversos tonos del sentimiento con pinceladas llenas de atrevimiento y con hermosos golpes de claro oscuro. Donde el asunto lo permite, se advierte al punto aquel relieve, vida y movimiento propios del drama que encadenan los sucesos con gradación sintética y rigorosa, y mantienen viva la atención y el interés, hasta llegar a un desenlace de sumo efecto. El solemne desengaño, El cuento de un veterano, Amor, honor y valor, son buena prueba de lo que acabamos de decir. Donde quiera que la acción, o por general, o por larga, o por escasa, carece de las mismas proporciones, lo suple ventajosamente ya la regularidad del plan, ya la oportunidad de los incidentes episódicos, o ya en fin la efusión de los afectos, y siempre la verdad del colorido; como lo manifiestan La victoria de Pavía, Los recuerdos de un grande hombre, La vuelta deseada.

Hay en estos romances tantas cosas que lisonjean nuestro orgullo, que halagan nuestra memoria y que despiertan nuestra nacionalidad, que su impresión no puede dejar de ser altamente noble y patriótica. La inspiración sola aun desnuda de los primores y atavíos del arte debe encontrar un eco fuerte y sonoro en el corazón de los españoles; pero el arte mismo que la engalana, ni la rebaja, ni la afemina; antes la alienta y vivifica. Para corroboración de cuanto dejamos dicho, insertaremos, aun a riesgo de hacer más pesado este artículo, algunos trozos no precisamente escogidos, sino de los primeros que se nos ocurran. - Men Rodríguez de Sanabria va a avisar al Rey D. Pedro encerrado en el castillo de Montiel que Beltrán Claquín ha hecho la seña convenida. He aquí un cuadro y una escena dignos de Rembrandt y de Shakespeare.



    Del hogar la estancia toda
falsa luz recibe apenas
por las azuladas llamas
de una lumbre casi muerta.

   Y los altos pilarones,
y las sombras que proyectan
en pavimento y paredes,
y el humo leve que vuela

   por la bóveda y los lazos
y los mascarones de ella,
y las armas y estandartes
que pendientes la rodean,

   todo parece movible,
todo de formas siniestras,
a los trémulos respiros
de la ahogada chimenea.

   Men Rodríguez de Sanabria
al entrar en tal escena
se siente desfallecido,
y sus duros miembros tiemblan,

   advirtiendo que Don Pedro
no en su lecho, sino en tierra
yace tendido y convulso,
pues se mueve y se revuelca,

   con el estoque empuñado,
medio de la vaina fuera,
con las ropas desgarradas,
y que solloza y se queja;

   quiere ir a darle socorro,
Mas ¡ay!... ¡en vano lo intenta!
En un mármol convertido
quédase clavado en tierra,

   oyendo al rey balbuciente
sola infernal influencia
de ahogadora pesadilla,
prorrumpir de esta manera:
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    «Doña Leonor... ¡vil madrastra!
Quita, quita... que me aprietas
el corazón, con tus manos
de hierro encendido... espera

   »don Fadrique, no me ahogues...
No me mires que me quemas,
¡Tello!... ¡Coronel!... ¡Osorio!...
¿Qué queréis?... ¡Traidores, ea!

   »Mil vidas os arrancara,
¿no tembláis?... Dejadme... afuera:
¿también tú, Blanca? ¡Y aún tienes
mi corona en tu cabeza!...

   »¿Osas maldecirme? ¡Inicua!
Hasta Bermejo se acerca...
¡Moro infame!... Temblad todos.
Mas ¿qué turba me rodea?...

   »Zorzo, a ellos; sus, Juan Dente.
¿Aún todos viven?... Pues mueran.
Ved que soy el rey D. Pedro,
dueño de vuestras cabezas.

   »¡Ay que estoy nadando en sangre!
¿Qué espadas, decid, son esas?...
¿Qué dogales?... ¿Qué venenos?...
¿Qué huesos?... ¿Qué calaveras?...

   »Roncas trompetas escucho...
Un ejército me cerca,
¿y yo a pie?... Denme un caballo
y una lanza... Vengan, vengan

   »Un caballo y una lanza.
¿Qué es el mundo en mi presencia?
Por vengarme doy mi vida,
por un corcel mi diadema.2

   »¿No hay quien a su rey socorra?»
A tal conjuro se esfuerza
Sanabria, su pasmo vence
y exclama: «Conmigo cuenta».



La descripción del Guadalquivir cuando el inmortal Hernán Cortés va a embarcarse en él en busca de la corona de Moctezuma, servirá de muestra de la imaginación rica y ardiente del autor.



   El sol entre nubes de oro,
de un cadáver comitiva,
a la tumba del ocaso
con majestad descendía.

   Cuando la pieza de leva
dio el trueno de la partida,
del Guadalquivir soberbio
retumbando en las orillas.

   ¡Magnífica era la escena!
Soberbia la perspectiva,
espectáculo grandioso
el que deslumbró su vista.

   Cubierto el río de naves
de mil naciones amigas
con flámulas, gallardetes,
banderolas y divisas

   donde espléndidos colores
con el sol poniente brillan,
donde se mecen las auras,
donde retozan las brisas.

   Ambas márgenes cubiertas
de cuanto la Europa cría,
de cuanto el arte produce,
de cuanto ansía la codicia.

   De armas, víveres, aprestos,
fardos, cajones y pipas,
de extraordinarias riquezas,
de varias mercaderías.

   Y en las naves y las barcas,
en los muelles y marismas,
y en arenal, alameda,
muro, almacenes, garitas,

   un enjambre de vivientes
de todos reinos y climas,
de todos sexos y clases,
de todas fisonomías.

   Del grande español imperio
hombre de todas provincias,
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y de todas las naciones
que la Europa sabia habitan.

   Moros, moriscos y griegos,
egipcios, israelitas,
negros, blancos, viejos, mozos,
hablando lenguas distintas.

   Mercaderes, marineros,
soldados, guardias, espías,
alguaciles, galeotes,
canónigos y sopistas,

   caballeros, capitanes,
frailes legos y de misa,
charlatanes, valentones,
rateros, mozas perdidas,

   mendigos, músicos, bravos,
quincalleros y cambistas,
galanes, ilustres damas,
gitanas, rufianes, tías:

   Todo bullicio tan grande,
tan extraña algarabía,
tal confusión de colores,
tal movimiento y tal vida,

   ofreciendo bajo un cielo
como el cielo de Sevilla,
que era un pasmo de la mente,
un cuadro de hechicería.



Como trozo de melancólica poesía, llena de meditaciones vagas, dulces y descoloridas, poco tiene que envidiar el siguiente donde tan al vivo se pintan los desvaríos que con su desventurada pasión sufría el marqués de Lombay.



    ¡Cuántas veces los jardines
que riega el Tesín y el Mincio,
los mismos nombres oyeron
que el Tajo oyó sorprendido!

   ¡Cuántas veces las canciones
de Garcilaso, que hoy mismo
nos admiran y enternecen
vencedoras de tres siglos,

   tiernas lágrimas sacaron
de los ojos encendidos
y del corazón doliente
del marqués contemplativo,

   en las selvas do arrancaron
no menos hondos suspiros,
de otros destrocados pechos
los acentos de Virgilio!

   ¡Cuántas veces, ay, seguían
del marqués los ojos fijos
de la plateada luna
el lento y mudo camino;

   y al verla hacia el occidente
rodar con pausado giro,
algún encargo le daba
para el Tajo cristalino;

   con sus miradas queriendo
como estampar en el disco
caracteres, que otros ojos
por un prodigioso instinto

   leyeran, cuando argentada
derramara el claro brillo
sobre el regio balconaje
de algún alcázar dormido!



Concluiremos estas citas con los siguientes versos del romance titulado Una noche de Madrid en 1578, dechado en nuestro entender de interés dramático, de franco y vigoroso estilo. Hablando de la bellísima princesa de Éboli dice lo siguiente:



   Tres distintos personajes
a diversas horas iban
a rendirle obsequio o culto
a conquistar su sonrisa,

   ardiendo sus corazones,
aunque en edades distintas,
en el delirante fuego
que una beldad rara inspira.

   Melancólico era el uno,
de edad cascada y marchita,
macilento, enjuto, grave,
rostro como de ictericia;

   ojos siniestros, que a veces
de una hiena parecían,
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otras vagos, indecisos,
y de apagadas pupilas.

   Hondas arrugas, señales
de meditación continua,
huella de ardientes pasiones
mostraba en frente y mejillas.

   Y escaso y rojo cabello,
y barba pobre y mezquina
le daban a su semblante
expresión rara y ambigua.

   Era negro su vestido
de pulcritud hasta nimia,
y en su pecho deslumbraban
varias órdenes e insignias.

   El otro era recio, bajo,
de edad mediana, teñían
sus facciones de la audacia
las desagradables tintas.

   Moreno, vivaces ojos,
negros bigote y perilla,
aladares y copete,
boca grande, falsa risa;

   formando todo un conjunto
de inteligencia y malicia
con una expresión de aquellas
que inquietan y mortifican.

   Lujoso era su atavío,
mas negligente, y tenían
no sé qué sus ademanes
de una finura postiza.

   El último era el más joven,
de noble fisonomía,
pálido, azules los ojos
con languidez expresiva;

   castaño claro el cabello,
alto, delgado, muy finas
modales y petimetre
sin dijes ni fruslerías.

   Ser un caballero ilustre,
de educación escogida,
cortés, moderado, afable,
mostraba a primera vista.

   Y la gallarda princesa,
la discreta, noble y linda,
¿por quién de ellos?... Por ninguno,
cual la estrella matutina

   era su alma pura, como
el sol su conciencia limpia.
... Mas lo que pasa en el pecho
solo Dios lo sabe y mira.

   Cuando la princesa estaba
en la presencia aflictiva
del primero, miedo helado
por sus venas discurría.

   En la del segundo, grave
se mostraba y aun altiva,
pero inquieta y recelosa
midiendo sus frases mismas.

   Y con el tercero estaba,
aunque silenciosa, fina,
y sin temor ni recelo,
pero triste y discursiva.

   El rey Felipe segundo,
a quien España se humilla,
es el galán misterioso
de las nocturnas visitas.

   El segundo Antonio Pérez,
secretario que tenía
del rey estrecha privanza
cual brazo de sus intrigas.

   Juan de Escobedo el tercero,
amigo en quien deposita
el insigne D. Juan de Austria
sus secretos y su estima.



Semejantes revelaciones son punto menos que inútiles y en especial la primera. El Felipe II que nos ha dejado el pasmoso pincel de Pantoja, parece   —57→   que ha saltado del lienzo cobrando cuerpo y vida en todo este romance y apareciendo con toda su lúgubre y temerosa grandeza tan parecida a las del príncipe de las tinieblas de Milton. El delicado rasgo con que el Sr. Duque fija la situación, indicando apenas la misteriosa simpatía de la princesa, es uno de aquellos que solo es dado concebir al verdadero genio.

No todos los romances atesoran las mismas cualidades, ni se elevan a la misma altura, cierto es; pero ni todos los asuntos tienen el mismo corte y giro, ni es este género tan limitado y preciso que haya de ceñirse a límites determinados, antes bien ninguno admite tanta latitud y libertad.

El Sr. Duque de Rivas ha coronado con un éxito feliz una de las más importantes empresas literarias que se han acometido en España de mucho tiempo a esta parte. Pocos escritores pueden gloriarse de haber proporcionado servicios tan eminentes a las letras españolas. Cuando rayó la aurora de nuestra regeneración poética salió el Moro Expósito a servir de blanco a los tiros de la crítica; poco después D. Álvaro arrostró en el teatro los peligros de una innovación repentina y de una transición violenta, abriendo una senda más filosófica y fecunda; y con la publicación de los Romances Históricos ha anudado el hilo de oro de nuestra literatura nacional, desenmarañando no poco su revuelta madeja. Por nuestra parte creemos que sus trabajos merecen bien del país y de los amantes de las letras y aprovechamos con gusto esta ocasión de consignar nuestro dictamen, sincero, si no autorizado.





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