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Ronda en las olas

Milia Gayoso Manzur



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Corría el año 1962. En Villa Hayes nacía Milia Gayoso. La niña creció escuchando durante horas el canto de las aves y consustanciándose con los modelos de vida de sus compueblanos. Cuando cumplió nueve años, a la orilla del río, se sentaba a «inventar» cuentos.

El tiempo pasó. Cuando cursaba el cuarto grado, (en la Argentina) era la escribiente por encargo: «Hacé otra poesía por el día de la madre, para el acto cultural del colegio...».

Otros ámbitos mudaron su vida. La morena simpática aprendió los secretos del pueblo, desde sus más gastadas raíces, se armó de premoniciones, y sin importarle lo formal, escribió a borbotones.

Sus primeras publicaciones aparecieron en la revista universitaria Turu, editada por los estudiantes de periodismo de la Universidad Nacional, de la que es egresada como Licenciada en Ciencias de la Comunicación.

De aquí para allá, fue recogiendo leyendas y hechos concretos, creciendo con los sufrimientos de sus conciudadanos, observando tenazmente nuestra realidad, recogiendo sus compases más sutiles.

Continuó escribiendo en el suplemento femenino del diario Hoy. ¿Historias reales? ¿Cuentos? ¿Crónicas costumbristas? Inútil sería tratar de encasillarlas dentro de un género literario.

Pareciera que con el correr de la pluma (o de las teclas de la computadora), Milia hubiera intentado un ensayo sobre las verdades callejeras, las más diminutas, las más simples y triviales: nuestro color, nuestro aroma.

Sintiendo en carne viva las penurias de seres marginales, su prosa parece detenerse interminablemente en descripciones del dolor ajeno, tal vez porque le costaba conciliar el sueño, cada noche, después de una jornada de auténtica convivencia con los   —6→   otros -por lo demás, sería esa intranquilidad del sueño que tienen la mayoría de las personas honradas.

Porque la honradez no se limita a la rectitud de la conducta, a la ausencia de hurto y otros comportamientos poco éticos, sino a la solidaridad con los demás, a la que mueve a la acción para transformar nuestros males en bienes, al margen de sensiblerías.

Por eso la narrativa de Milia es un gran fresco de las luchas de anónimos personajes paraguayos, hombres, mujeres y niños que acarrean sus atados de melancolías, frustraciones, nostalgias.

Ella sabe enfocar con jubilosa sencillez esos temas de la vida elemental, conociendo muy bien los giros de la fraseología paraguaya, quizás sin detenerse demasiado en aspectos estilísticos. De repente, hasta sentimos que los cuentos -por definirlos de alguna manera- pierden su característica de ficción.

Aquí están amontonados los duelos populares, los interrogantes del porvenir, en un sonoro dibujo de circunstancias variadas que, de una u otra manera, a casi todos nos toca experimentar.

Estamos todos nosotros en sus historias, con nuestra ropa doméstica y múltiple, con nuestros dolores e inseguridades, con nuestros dramas habituales... No hay victorias fáciles.

Y en este gran coro de la gente que es retratada sin máscaras, se levanta la voz de la autora rebelándose ante el sufrimiento humano, ante las injusticias.

No es una realidad que se expresa porque sí, encerrándose en la anécdota. No es la realidad como es, sino su propia sustancia, la escondida, la que está detrás de la parte adjetiva de los fenómenos cotidianos, que de tanto transitarlos, ya no los percibimos, hijos como somos de hábitos y rutinas aprendidas.

Sin alardes, sin seguir modas literarias, escueta, sencillamente, sin recetas, desde su camino de papel, Milia se acerca a los seres condenados por su propio destino, a los pobres del mundo, a los tristes que no saben ya dónde guardar sus sueños malheridos.

Y a partir de estas voces supremas de los personajes, podemos ver las carencias de nuestra colectividad, lo que nos humilla.

Es cierto que a ratos este aluvión de desdichas o de patética emotividad nos hace dejar a un lado tanta palabra húmeda. Pero... queda una duda. Retomamos la lectura en ese punto exacto de la trama que es más comunicante en sus engranajes, diría yo,   —7→   impensados por la autora, espontáneos. Tampoco se puede negar que en estos desahogos, productos del contacto permanente con el sufrimiento del hermano, hay siempre como fondo una esperanza, una sugerencia de que es posible limpiar ese tape po'i del no ser al ser.

Como dijera Guillén alguna vez, aquí se unen «el mismo canto y el mismo cuento». A partir de estas narraciones se puede aprender más que en los libros de los historiadores y economistas profesionales, porque la de Milia es una prosa plena de certidumbres, eco directo de lo que sucede cada día en cada esquina.

Y lo repito: es muy importante que una joven rescate del olvido al que siempre han estado condenados, esos minuciosos quehaceres populares urbanos, contemporáneos, inadvertidos debido a su repetición sistemática.

Espero que los protagonistas de los argumentos de Milia sean también sus lectores: toda esa gente que no tiene lugar para el descanso, y que en los elementos prácticos que emplea la escritora, en sus sabias combinaciones de recursos literarios -hijas de su arandu ka'aty-, en sus imágenes dispersas y fuertes, se entreguen a su ternura desbordada. Que sus mejores interlocutores sean los miles y miles que ella ha dibujado en este libro desigual, testimonial, invadido de antihéroes, y que, estoy segura, dejará huellas que darán paso a nuevas aventuras de la palabra.

Nila López





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ArribaAbajoEn pedazos

Herminia esperó su turno. Había tres mujeres delante de ella, tres mujeres en situación idéntica, para hacer lo mismo. Dos conversaban entre sí, una le decía a la otra que estaba casi de tres meses y que tenía miedo de morir. La tercera se mantenía silenciosa, cabizbaja, encerrada en sí misma. Eran las tres de la tarde y estaba allí desde la una, no quiso llegar antes para no esperar tanto, para no sufrir mientras le llegaba su turno.

No quiso tocarse el vientre, no quiso pensar que allí dentro latía algo minúsculo que formaba parte de sí misma, algo diminuto que con el tiempo podía llegar a ser una personita con mirada traviesa y sonrisa contagiante. Las dos mujeres conversaban animadamente, «es la cuarta vez que hago», decía una y la otra le contestó que era su segunda vez, pero que ahora le pasó demasiado el tiempo porque no pudo conseguir la plata, «hepy etereí coanga»1, decía mientras volvía a contar el dinero que tenía dentro del monedero.

«¿Cómo hará para matarle?», pensaba Herminia. Ella tenía muy poco conocimiento sobre esas cosas, muchas veces escuchó conversar a algunas amigas sobre eso pero nadie había ahondado en detalles, sólo decían que se «quitó» y punto.

La tercera mujer tenía la mirada triste, era joven, como de veinte años como ella, estaba bien vestida, «será una oficinista», pensó. Comparó su pollera barata con la de la chica, comparó su sandalia roja gastada con el zapato blanco todo cerrado de la otra.   —10→   Las otras mujeres estaban sencillamente vestidas, no parecían mujeres de la calle, sino simples y normales como ella.

Se abrió la puerta. Salió la que había entrado antes, pálida, demacrada, con los ojos hundidos y apagados. La doctora sonrió a las cuatro e invitó a pasar a la que seguía, le tocó a la chica triste, ésta miró hacia las demás y entró con cara de animal que va al matadero. Las otras dos se quedaron cuchicheando y comentaron que esa pobre mujer estaba muerta de miedo, a lo mejor es la primera vez, o tal vez no quería matar a su criatura, decían.

Herminia las miró, le costaba creer que ambas ya lo habían hecho muchas veces y estaban allí tranquilamente y no pensaban en esa cosita que iban a eliminar, una de ellas dijo que tenía miedo de morir, pero no mencionó que no quería matarlo. Herminia no quería matar al bebé, y durante muchas noches pensó en la situación, en la posibilidad de tenerlo, de enfrentarse a todo con tal de que viva, pero al final primó la inseguridad de encontrarse sola, el temor a perder el trabajo, a no tener con qué mantenerlo, a lo que iba a decir su familia, a todo.

Habló de su problema sólo con dos amigas, y ambas coincidieron en que la solución era ésa y ninguna otra.

De repente se animó. «¿Cómo hace la doctora para matarlo y sacarlo de allí?», les preguntó a las dos mujeres. «Sencillo», le dijo una. «Lo saca en pedazos después de matarlo con la inyección». Se quedó helada, «en pedazos», pensó. Lo imaginó apenas un bultito pero herido y cercenado, sin defensa, sin posibilidad de dar un último latido cuando la aguja comenzara a pinchar su vena, lo imaginó chiquito con un montón de travesuras guardadas dentro de su pequeñez, travesuras que a su par irían creciendo con el tiempo.

«En pedazos», pensó Herminia, y una lágrima gruesa se deslizó despacio por el canal formado entre su pómulo y la nariz. Miró a las dos mujeres que la observaban silenciosas. «¿No querés hacer?», le preguntó la más gorda, la que lo había hecho ya varias veces, «no vas a sentir nada porque te anestesia», le dijo, pero Herminia ya no escuchó nada porque se levantó y salió a la calle dejando su turno libre para la siguiente.



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ArribaAbajoCanciones sin sentido

Muchos me contaron que yo vagaba con ella por todos los lugares. Se nos vio por todas partes, juntas; el mercado, las avenidas, la terminal, a la salida de los cines... Dicen que ella siempre iba andrajosa, descalza, la mirada perdida, la sonrisa sin causa.

Cuando yo era un bebé ella me cargaba a su cintura o sobre su cuello y dicen que muchas veces yo lloraba de hambre porque como ella no se alimentaba, no tenía leche para amamantarme. Cuando ya fui un poco más grande chupaba durante horas algún trozo de cáscara de naranja o cualquier otra cosa que me daban por ahí.

Algunas veces vivíamos en el hospital. Me cuentan que por lo menos allí las dos comíamos un poco mejor que cuando vagábamos por las calles, a ella no le gustaba estar en el hospital, quería estar libre, caminar, que no la encerraran.

Cuentan que fue una chica feliz, que vino de la campaña para trabajar en una casa de familia, pero allí la maltrataban, le daban poca comida, trabajaba en exceso, dormía poco y tenía nostalgias. Trabajó tres años en diferentes lugares, uno peor que otro, la trataban como si fuera una esclava.

Los domingos tenía ganas de salir a pasear pero no la dejaban, se quedaba a limpiar todo lo que ensuciaban las visitas.

Un día se fue al mercado a comprar verduras y no volvió, se extravió por los recovecos del camino, colgó el bolso del brazo y vagó sin rumbo. Se fue ensuciando lentamente su vestido, se gastaron sus zapatos, se le ensució el cabello y su cara morena se manchó del jugo de las naranjas que comía y del piso sucio que utilizaba como   —12→   cama por las noches. Se sumó a los habitantes sin rumbo de la ciudad, compartió trozos de tortillas o el calor de una manta agujereada de algún mendigo o de otra mujer enajenada.

En una de esas noches, en la oscuridad de las esquinas, alguien la poseyó salvajemente. Su vientre se volvió mi hogar y fui parte de ella misma. Me dijeron que entonces algunas personas la internaron en el hospital y cuando nací ella me miraba sin entender muy bien lo que había ocurrido. Como el portón estaba abierto, nos fuimos a explorar la vida. A veces nos volvían a traer y otra vez ella me cargaba y salíamos de nuevo.

Me dicen que ella me quería, que me daba mil besos y me acunaba entre sus brazos sucios, me cantaba canciones que ni ella conocía. Eran canciones dulces aunque no tuvieran sentido.

Después, nos separaron. Personas preocupadas por mí me sacaron de sus brazos, me llevaron a un hogar infantil y a ella la dejaron vagando por las calles. Yo guardaba recuerdos de su cara sonriente, pero crecí con prisa y dejé de pensar en ella. Pero en estos días, de compras por la calle, vi a una anciana harapienta, que reía sin causa, entonces descubrí en sus facciones ajadas la forma de mi cara, mis ojos, mi sonrisa. Ella miró hacia mí y salió corriendo, se perdió entre la gente. La seguí cuatro cuadras y no pude alcanzarla, pero la buscaré. Quiero sentarme a su lado para que me cante canciones sin sentido.



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ArribaAbajoUna imagen triste

Tuve que fingir, no hubo más remedio. Me puse un luto completo desde los zapatos hasta la cabeza, me puse medias negras a pesar del calor, me quité los aros con coral y me puse una perla, me até el cabello con un trozo de la gabardina que sobró de la pollera y lloré.

Dos días duró la farsa, desde que murió hasta después del entierro. Al velorio vinieron sus familiares y sus amigos, con ellos disimulé, tuve que llorar, poner cara triste y desvalida, con mis familiares no fue necesario porque ellos conocían mi suplicio. Me inventé una imagen de viuda triste para las apariencias, porque no podía mostrar la cara contenta, no podía ponerme un vestido floreado, pintarme como para ir a una fiesta y decirles a todos que por primera vez en quince años me sentía feliz. No quiero imaginar la cara de la gente si hubiera hecho eso, hubieran dicho que era una mala mujer, que sólo esperaba su muerte para darme a la vida libertina, que él era un pobre hombre, buen marido, trabajador y ejemplar que siempre me dio todos los gustos y aguantó mis infidelidades, ni más ni menos.

Este vestido negro me sofoca. Pensar que tengo que llevarlo puesto por lo menos hasta que termine la novena, yo quería hacer un triduo de misas, pero mi suegra insistió con la novena y encima en mi casa, pero creo que el alma de ése no se salva ni con mil novenas seguidas. Voy a empaquetar toda su ropa y voy a regalarla a cualquiera, no quiero en esta casa ni siquiera un pañuelo que le haya pertenecido, nada que le recuerde, nada que me recuerde esos años de tristeza.

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Cuando sean las siete y comience a llegar la gente tendré que ponerme otra vez la careta de sentida y seguir fingiendo un poco más. Nadie imagina que debajo de mi aparente dolor existe un alivio inmenso, una suerte de liberación inexplicable, unas ganas nacientes de empezar una vida nueva, en la que yo sea una verdadera persona y no una esclava, una autómata que se movía por toda la casa limpiando, lavando y preparando la comida que luego él me tiraba por la cara cuando no le gustaba. No quiero volver a ser el objeto sobre quien descargaba toda su furia y su frustración cuando no le salían bien las casas que ideaba su mente enferma. No quiero volver a sentir en mi cara su aliento a alcohol, cuando por las noches me obligaba a estar con él.

Esa gente que me pasa la mano y me da los pésames no se imagina mis años de tormento, tiempo de golpes e insultos, días de no poder despertar con un proyecto alegre o noches en vela sin poder conciliar el sueño. Sólo algunas vecinas me dan un leve apretón en el brazo y me dicen con los ojos que me comprenden, porque seguramente, más de una vez han escuchado mi llanto o me han oído suplicarle que ya no le castigara a nuestro pequeño, o que dejara de golpearme tan brutalmente como lo hacía. Sólo ellas me comprenden, porque hay más de una soportando lo que yo pasé.

Cuando acabe esta novena, no me importa lo que digan, voy a ponerme un vestido alegre y voy a salir a buscar un trabajo, y mi hijito y yo nos mudaremos para intentar encontrar una sonrisa en todas las cosas.



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ArribaAbajoEstá muy oscuro en la pieza

Te estoy llamando, Aurora, ¿acaso no me escuchás?, hace como una hora que te grito, que te llamo. ¿Dónde te has metido?, tengo frío, no siento los dedos del pie izquierdo, me duele en medio de la cabeza, me duelen las rodillas...

Seguramente estás ya otra vez en el portón afilando con cualquier soldadito que pasa o mirando esa novela que no entiendo o con la radio como en fiesta patronal. Pasame la frazada, ésa con dos tigres que me regalaron en mi cumpleaños, o ¿era en el día de la madre? Quiero ir al baño, Aurora, ¿dónde estás?

Pero... me parece que no me escuchás, ¿hablo despacio o no hablo?, creo que te estoy llamando solo con la mente, con el pensamiento, siento dura la mandíbula, no puedo hablar, me ahogo...

Me ahogo de vieja, me ahogo en la tristeza. Aurora, no me mires así con tanta pena. Cuántos años hace que estás conmigo, ¿cuántos años tenés?; tu cara es como de criatura, regordeta y morena, pero no me gusta tu cabello tan lacio y negro, parecés una maká recién levantada, no te parecés a mi Isabel que tiene el cabello siempre enrulado y brillante, especialmente cuando va a irse a una de esas fiestas elegantes con su marido. Isabel siempre está hermosa y bien vestida y perfumada y tiene muchas amigas y siempre salía en el diario, en fotos en colores, no sé ahora, porque hace mucho que yo no miro los diarios y ella siempre viaja y da todita la vuelta al mundo y antes me enviaba postales con playas largas y blancas, llenas de gente, iglesias enormes y a veces escribía cosas cariñosas: mamá me acordé de vos y te envío ésta; con esa su letra llena de firuletes que la alargaban demasiado.

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Aurora, ¿dónde estará Isabel ahora?, la quiero ver, la extraño, hace demasiado tiempo que no me visita, que no me da un beso, ha de ser ya otra vez ese ogro de su marido que siempre la tiene ocupada de fiesta en fiesta y por eso no tiene tiempo de visitarme. Vos Aurora no vayas a dejarme, por favor, no me importa que afiles todo el día y no limpies nada y que nunca vengas enseguida cuando te llamo, porque aunque sea estás por ahí y me gusta escuchar cuando hacés ruido y así no tengo miedo de esta soledad que cada día es más completa.

¿Te acordás que antes venía ña Carmen a jugar conmigo baraja?, ¿por qué no viene más, o será que también le duelen las rodillas y no puede caminar o será que se mudó y no quiso despedirse para entristecerme?

Yo tampoco puedo caminar pero tengo esta silla de ruedas toda acolchada, tan linda, que me compró Isabel y mi ropa llena de encajes y tengo lindos zapatos, pero para qué si ya no puedo salir ni a la vereda.

Isa dijo que un día me iba a sacar a pasear por la ciudad con las criaturas, y estoy esperando, pero no les manda ni a mis nietitos a verme y yo quiero salir un poco para ver el color de las cosas nuevas antes de que mis ojos bajen la cortina. Quiero ponerme uno de esos zapatos que me compró mi hija no sé dónde, pero seguro que va a hacerme doler los pies porque nunca me los puse todavía, para qué si de la pieza no salgo, a no ser que me los ponga para ir al patio, bajo el mango cuando vos amanecés servicial y me paseás un poco con la silla, y a veces hasta conversás un poco conmigo.

Aurora, prendé la luz porque está demasiado oscuro en la pieza, no sé si ya es de noche o va caer tormenta, o mis ojos ven cada vez menos. Tengo frío, Aurora, siento como que estoy mojada...



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ArribaAbajoHace frío para cobrar

Tengo frío. Cómo quiero volver a casa y tomar un tazón caliente de cocido con galleta y acostarme a dormir. Pero no puedo, apenas tengo seiscientos guaraníes y ya es tarde.

Voy a probar sobre Azara, a lo mejor ésos que salen de su colegio cuera o de la facultá me dan algo, algunos son maloitereí, cuando me acerco a pedirles cien-í para comprar pan me dicen: «Andate a trabajar che ra-á», y yo tengo ganas de contestarles «y este ningo es mi trabajo nde vyro», ¿qué mbae pico creen2, que da gusto andar por la calle con este frío? en pantaloncito shalai3 por donde entra todo el viento, con camisita sin botón, sin champiún, ni zapatilla japoneza aunque sea y con un hambre bárbaro. Tengo más hambre que los siete enanitos juntos.

Allá en la otra cuadra está cruzando un grupo de chicas con cuadernos, voy a pedirles a ellas, las mujeres son más buenas, algunas hasta me acarician mi cabeza sucia y me preguntan dónde vivo y por qué pido limosna, ¿y por qué pico va a ser?, porque tengo hambre ningo, porque tengo hambre y porque en casa me exigen que tengo que llevar aunque sea mil guaraní por día, porque si llevo menos, shaque cinto4, encima con el frío que hace duele itereí ligar.

Ya hubiera completado ochocientos, pero tenía tanta hambre y esas empanadas que vende ña Agripina tenían tan lindo olor que   —18→   compré dos luego. Ella es buena y me rebaja cincuenta guaraníes cada empanada y encima me regala un pancito porque dice que hay que almuerzar bien porque me voy a denutrir, dice. No sé qué quiere decir dentrar, pero ha de ser que me puedo morir, y bueno, mejor eso, ya nda igustoveima mbaevé5.

Allá viene un señor pintón, «señor qué hora tené», «no tené cien-í para mi empanada», «dálena, cien-í nomás quiero», «gracias karaí». Uf, le tuve que seguir media cuadra para convencerle, pero me dio, seteciento ma hina.

Bruja pandilla, ninguna de esa estudiante me dio ni un guaraní, encima peteí se rió y dijo quien pa a ella le da para su pasaje, qué me importa, que camine como yo. Yo camino todo el día, me levanto tempranito, tomo mi cocido, a veces solo porque no hay galleta y empiezo a recorrer. No me limpio ni nada porque mi mamá dice que así es mejor, que me van a tener lástima y me van a dar más plata, pero a veces tengo vergüenza, porque hay muchos mitaí limpito que van de la mano de su mamá y yo ando como un cure-í6 por la calle pidiendo dinero, shaquecó7 nadie quiere dar plata, cada día hay más cure-í como yo también, y si somos muchos si que menos vamos a poder juntar.

Algunas mitacuñaí8 vienen luego con su hermanito llorón por su cintura, entonces esas ligan más plata porque la gente siente pena por el mitaícito9. Me parece que voy a conseguir un hermanito gua-ú10 que sea livianito para traerle upa, porque mis hermanitos cuera ya tienen cuatro años para arriba y no se les puede andar alzando cuadras y cuadras. Si no, le voy a pedir a mamá que haga otro mita-í, pero mita-í, porque no voy a andar trayendo una mitacuña-í shió11 conmigo.

¡Ah!, qué suerte, una rubia linda me dio otro cien, ochociento a completá compañero. Quiroité entrar en ese bar y comprar una   —19→   hamburguesa grande como un plato y comer yo solito, una hamburguesa con queso, lechuguita, carne, huevito, pan feroz, para mi añoité12. ¡Ah, me da todo piel de gallina y mi estómago habla como un loro! Un día de estos junto mil y me doy el gusto, no importa que después llegue a casa y ligue quinientos cintarazos. Doscientos nomás ya me falta, voy a seguir pidiendo porque hace demasiado frío para cobrar esta noche.



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ArribaAbajoRonda en las olas

El sol se ocultaba lentamente detrás del cerro San Francisco, dos mbiguás nadaban en pareja hacia el sur. La correntada era fuerte y una tenue brisa amenazaba con convertirse en un viento más ligero. Era domingo, un día cuando se olvidan las preocupaciones de las labores semanales, las cuentas, las obligaciones todas; era domingo. La playa se encontraba llena de pescadores domingueros, de rostros alegres al sacar del río tan siquiera un pequeño mandi-í.

Obao Hiara llegó a eso de las tres en su camioneta roja, acompañado de su pequeño hijo Hiro, ambos alborozados en busca de algún pez.

Vestidos con ropa de fin de semana descendieron hacia el río que corría silencioso, impávido, llevándose en su milenario caminar todo lo que cayera en él: latas vacías, camalotes ambulantes, ropas de las lavanderas...

Caminaron sigilosas entre las innumerables piedras que se extienden a lo largo de la costa. Por fin encontraron un lugar que les parecía lo suficientemente prometedor como para pescar el dorado más grande. Los oblicuos y hermosos ojos de Hiro buscaban espacio para abrirse más y poder encerrar mejor todo lo que la belleza del lugar le ofrecía en ese domingo en que entrenaba el hecho de salir de pesca con papá, un acto trascendente para sus cinco años. Pidió permiso para sacarse sus zapatillas deportivas y meter los pies en el agua, su padre feliz asintió y él mismo se descalzó para introducirse en el río hasta la rodilla, un poco por debajo de las bermudas que tenía puestas. Hiara sonreía a los otros   —22→   pescadores que le explicaban que ese día había buena pesca, pero no era necesario que se lo contaran porque lo veía en los numerosos dorados que estaban siendo destripados en la orilla.

En esa zona de Villa Hayes existían dos grandes montículos alargados de piedras con entrada al río, los cuales sirvieron de muelle a las embarcaciones; con el tiempo, las frecuentes crecidas fueron erosionando la formación artificial de piedras y las regó por todas partes, convirtiéndose la costa en un pedregal. Por allí, al costado de uno de los antiguos montículos existe un lugar temido en donde muchas vidas se perdieron. Es una especie de cueva subfluvial con remolinos que constantemente, con los años ha ido succionando a muchos bañistas que se acercaron demasiado hasta la corriente.

Hiro tiró al suelo su cañita de pescar y prefirió jugar con las pequeñas piedras que un niño le ofrecía; la carita morena del mitaí chaqueño le hablaban de cientos de aventuras en las libres siestas de su vida, le hablaban de sol y río a toneladas. Él sólo conocía de calles asfaltadas, transporte escolar, horas frente al televisor mientras sus padres atendían el negocio. La carita morena le dio envidia, porque él también quería saber correr descalzo y ensuciarse por completo y tostarse y jugar todo el día en el agua.

El pequeño moreno salió corriendo hacia el norte. Hiro lo siguió, no quería perder su amistad, quería darle su cañita a cambio de las piedrecitas marrones, lo siguió jadeando, y el otro, tentón, se introdujo en el agua invitándolo al juego. Hiro tiró su gorra y se lanzó alegre hacia su nuevo amigo. Formaron una ronda de pequeñas olas circulares mientras se perseguían gozosos en el agua, formaron una ronda que se fue cerrando lentamente sobre ellos cuando se perdieron en el remolino.



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ArribaAbajoPara espantar las sombras

Ayer te fuiste. Tu cara surcada por pequeñas olas fue perdiendo el color en forma lenta. Tus ojos, tan azules, se volvieron acuosos cuando me miraste y me dijiste adiós con la mirada; tu pequeña figura fue esta vez más pequeña, más frágil, más amada. Entrelacé mis manos con la tuya, con la que tenías libre de la aguja por donde te llegaba la sangre, entrelacé toda mi fuerza con la poca tuya para decirte que estaba allí contigo, como siempre.

Ayer te fuiste. Te miré largamente cuando tu cara hermosa, aun con todos tus años, se fue poniendo blanca y una sonrisa dulce te despidió de mí y de nuestros hijos que lloraban. Te sonreí también. Era la despedida, te sonreí con amor para transmitírtelo una vez más y lo entendiste, lo supe por tu mirada cargada de ternura, tu sonrisa preciosa y la presión ya sin fuerza de tu mano delgada y lánguida.

Hoy te dejamos sola en tu cueva oscura, tuvieron que arrastrarme casi para sacarme de allí, ellos no entendían que no quería despegarme de tu lado, que no quería abandonarte en ese lugar frío y solitario.

Estoy sentado en el corredor y pienso en ti y me acuerdo de un poema de Bécquer: «Dios mío qué solos se quedan los muertos», se me llenan los ojos de lágrimas al saberte sola en aquel lugar, sin mi compañía.

Sé bien que no puedes sentir nada ya y que no vas a notar mi ausencia como yo la tuya, porque en estos momentos estás en otra morada, sin sufrimientos, pero no puedo quitarme de encima la sensación de culpa por dejarte allí, de no haberme quedado a pasar contigo la noche, porque siempre le tuviste miedo a la oscuridad y   —24→   no querías salir sola al patio a recoger la ropa tendida cuando empezaba a llover.

Debí quedarme contigo, sentarme al borde de la loza que te cubre y acompañarte en tu primera noche fuera de mi vida, en tu primera noche sin mi calor, luego de medio siglo juntos. Dejé que me trajeran hasta la casa, este caserón tan grande en el que me pierdo si no estás, este caserón que guarda ecos de tu voz, tu risa, del ruido de tus pasos y tu canto en la cocina cuando preparabas la comida los domingos, cuando venían todos los hijos y nietos.

Oscurece sin piedad, y para colmo llovizna, ¿no sentirás frío? Quiero estar a tu lado para abrigarte, para que no sientas miedo de la noche. No quiero que las gotas de agua hagan ruido al chocar contra el techo de tu morada, no quiero que te despierten para que no descubras que está oscuro y falta el aire, que está oscuro y falto yo a tu lado.

Ellos no comprenden mi llanto interminable, mi llanto seco, pero intenso; un nudo en la garganta me impide hablar o comer, quieren que coma, quieren que tenga fuerzas, que me anime, que procure sonreír porque ya estás en el cielo, pero no puedo.

Voy a extrañar tu risa, inmutable, la misma que me sedujo y la que te despidió de mí, voy a extrañar tu amor, que primero fue tormenta en la cual los dos danzamos y después fue melodía suave que se extendía interminable con el correr del tiempo. Voy a extrañar tu mano, tu mano que recorría mi nuca y mi espalda mientras yo me sentaba por horas ante la máquina de escribir, tu mano que aprisionaba mis labios para robarme un beso en nuestra juventud y me transmita ternura en nuestra vejez.

Y te dejé tan sola, te separé de mí en forma urgente, no me quedé a esperar que tu piel se marchite hasta volverse polvo, no me quedé a velar tu sueño y a espantar las sombras que tanto te asustaban, no me quedé a cuidar tu losa para que no se mojara.

Estoy aquí sentado, mirando la llovizna, esperando que todos se vayan a dormir, que no molesten, que se encierren en sus cuartos; entonces, yo tomaré mi gorra y mi bastón caoba y voy a caminar hacia tu nuevo hogar, sé que voy a llegar muy tarde y tal vez estés disgustada por no presentarme antes, pero te explicaré que mis piernas ya no son ágiles, tardo mucho más que antes en llegar a un sitio, y como siempre vas a comprender y me darás la mano.



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ArribaAbajoTiene el corazón noble

«Jorgelina, mi traje tiene olor a taravé», le dijo don Francisco a su esposa mientras descolgaba de un gancho su traje de medio siglo de vida, que años atrás había sido negro azabache y ahora sólo de un color oscuro tornasolado. «Tenés que lavármelo, Jorgelina, para estar muy chusco en ese gran día».

Desde el fondo del rancho ella le respondió que ya habría tiempo de lavarlo, plancharlo y cepillarlo por lo menos diez veces antes del día de la graduación de Pancho. Allí en el traspatio ella tenía su mundo particular: el pozo de agua, la latona de lavar cubiertos, el balde de aluminio, las dos latonas enormes de lavar ropa, el pan de jabón negro, las hojas resecas de pacholí, la mesa de todo uso, el alambre de varias vueltas para extender la ropa, el gallinero... «¿Qué me voy a poner?», pensó Jorgelina, ella que toda su vida anduvo en vestido pará y zapatillas, con el cabello de largo inimaginable siempre recogido en forma de rodete, con las manos ásperas, las nueve uñas sanas en estado lamentable, «che po vaí13», pensó.

Desde un mes atrás las dos andaban que no cabían de contentos   —26→   porque su Pancho del alma terminó la facultad y ya iba a recibirse de licenciado, licenciado en cuentas, decía don Francisco porque le resultaba más difícil pronunciar Ciencias Contables.

Todos los vecinos vinieron a felicitarlos cuando se enteraron de que su hijo terminó la carrera que a los dos les significó seis años de trabajar sin descanso, él en la chacra y ella lavando ropa ajena y criando gallinas, patos y chanchos que luego vendía para enviarle dinero a Pancho. «Pobrecito -pensaba por las noches Jorgelina-, ¿será que tiene para cenar?»

Francisquito siempre había sido buen alumno en su colegio de San Salvador, y al terminar la secundaria muchos de sus compañeros emigraron a la ciudad para estudiar derecho, medicina o periodismo. Él acarició la idea de ir también a estudiar una carrera productiva a corto plazo, para poder retribuir a sus padres todo el cariño, el desvivir de años por él, porque siempre supo que era hijo no deseado de una mujer de vida equivocada, que apenas nacido lo regaló a la verdulera del pueblo, pero como era muy llorón, la vieja quiso desprenderse de él y lo anduvo ofreciendo como si fuera una de sus hortalizas. Entonces Jorgelina y Francisco se lo llevaron y le dieron todo el amor de padres. Su historia era conocida por todo el pueblo, en la escuela los otros chicos solían tentarlo y le decían que era un regalado dos veces, que Jorgelina no era su madre y él llegaba a la casa con la cara arañada, el guardapolvo sucio y hecho jirones por haberse peleado con sus ofensores; entonces mamá Jorgelina lo abrazaba y le decía que ella era su mamá de corazón porque lo había elegido para su hijito y que siempre lo iba a querer más que a nadie.

Pancho fue a Asunción, alquiló una pieza con otro compueblano que estudiaba medicina, y así ambos compartían los gastos del alquiler y la comida para sobrevivir y no hacer gastar tanto a sus padres. Se iba en vacaciones a su casa y se dedicaba a arreglarle el cercado a su mamá, a empalizar el gallinero.

Jorgelina repasaba en silencio, mentalmente su vestuario. «A lo mejor si vendo un chancho puedo comprarme una tela azul para que Adelaida me haga un trajecito, y puede que me alcance para un mocasín» y de pronto se le ocurrió pensar que tal vez Pancho no querría llevarlos a la ciudad para su colación, «Francisco -le gritó   —27→   desde el fondo-, ¿no tï chéne pa ñande rehé Panchito?»14, porque allá en la ciudad todos son demasiado elegantes, ha ñande, ñande pinta campesino itereí»15.

«No, Jorgelina -contestó don Francisco-, nuestro Pancholo tiene el corazón noble, llenito de ese amor que le dimos durante veinticuatro años y no va a despreciar a quienes le quisieron tanto».



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ArribaAbajoSólo la misma edad

¡La niña es tan linda! Y todo lo que se pone le queda bien, cómo es que puede tener esa piel tan blanca, sin una sola manchita, y su cabello sedoso, largo y perfumado. Tengo que plancharle su vestido amarillo de broderi para esta noche y debo estirarlo sobre la cama, ponerle al lado su bikini con encajes, su corpiño sin bretel y al lado de la cama su zapato blanco con moño con piedritas. Tengo que prepararle el agua tibia en la bañera para cuando llegue corriendo como un torbellino; después debo ayudarle a secarse, a abrocharse la ropa, a pasarle el zapato, el aro, el perfume, el... y tengo que ir corriendo a abrir la puerta cuando suene el timbre para hacerle pasar a su novio a la sala y servirle una gaseosa mientras ella se hace esperar un montón de tiempo.

Después ella va a bajar hermosa como una princesa y se van a ir juntos a comer hamburguesas, a tomar helados o a bailar, y yo me quedo a arreglar todo el desbarajuste que hizo en su pieza, en el ropero, porque, a veces, a última hora no le gusta el vestido que decidió ponerse y elige otro y otro y deja todo tirado por todas partes.

Ella es buena conmigo, a veces nomás me grita porque su café con leche está demasiado caliente o porque dice que le destiño más de la cuenta sus vaqueros. Pero es buena, siempre me regala sus ropas que ya no usa, sus zapatos viejos, sus collares de fantasía desteñidos o me da algún colorete que se le rompió. Me suele decir que soy una gorda fea y que no me cuido, pero ella no sabe que yo no tengo tiempo para cuidarme y a su mamá no le va a gustar tampoco que yo haga dieta comiendo manzanas, yoghurt o rodajas   —30→   de jamón, como hace la niña; no, yo como lo que haya y lo que sobre; araca que voy a poder poner al horno un muslito de pollo con berenjenas para mí sola, para estar menos gorda y fea.

Ella dice que no me arreglo el cabello, que mis manos raspan como una lima, pero no sabe que yo me levanto a las cinco de la mañana, y que para cuando ella se levanta a las nueve y media o diez, ya hice brillar toda la casa, preparé el desayuno y metí la ropa en remojo; ella no sabe que esa comida que come casi siempre con desgano, yo lo preparo con mucho trabajo y me duele en el alma ver que suele desperdiciarla, y yo pienso en mi gente que está en la campaña, que apenas tiene para comer.

La niña no se da cuenta que apenas puedo comprar un champú barato cuando no saco un poco de todos los frascos que ella tiene, que mi cabello no puede estar perfumado porque preparo cuatro comidas diarias, que no me alcanza lo que gano para comprar un maquillaje lindo de otro lugar que no sea el mercado; que no puedo usar los perfumes que a ella le compran sus padres.

Dentro de un rato va a llegar, seguramente con media docena de amigas y tengo que salir corriendo hacia la cocina para prepararles jugo y mixto caliente para merendar, y después limpiar todo lo que ensuciaron en el comedor y acomodar lo que desarreglaron en la sala, porque para cuando llegue su novio todo debe estar impecable.

Yo también quisiera estar en mi casa y que sea sábado y poder recibirle a alguien y estar bien arreglada y salir a pasear, pero recién voy a salir el próximo domingo porque mañana no me toca y estoy un poco triste porque cuesta resignarse, me gustaría tanto salir esta noche y no tener que quedarme a preparar la cena para los invitados de los señores.

La niña ha de llegar enseguida, tengo que apurarme y ordenarle todo lo que me dijo esta mañana iba a ponerse hoy, tengo que apurarme, ella es la patronita y yo la empleada y no importa que las dos tengamos diez y siete años.



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ArribaAbajoTus montecitos de callos

La miro. Tiene la piel curtida de tanto sol sobre ella, tantos soles en tantos días calurosos, tantos soles abrazándola a falta de aquel otro tipo de abrazo calentito, primero de mi papá, después de ése. Ella cree que quiero algo y por eso la miro insistentemente. No, no quiero nada, o sea, sí quiero para ella un montón de cosas lindas, quiero para ella la tranquilidad, una casita preciosa lejos de las aguas traicioneras del río, un zapato de charol para que tire su chancleta vieja y gastada, un vestido bien verde como sus ojos, quiero ganar mucho dinero para comprarle aros, un sofá colorado, y tantísimas cosas.

Miro sus pobres manos, más feítas que cualquier otra parte de su cuerpo, las tiene arrugadas, llenas de callos, las uñas cortas, rotas de tanto refregar la paila y las cacerolas y arañar la mugre porque no tiene para comprar alambrillo o virulana, las manos tan feítas de tanto lavar, cocinar y limpiar para mis cuatro hermanitos, para mí y para ese malagradecido de mi padrastro que se pasa todo el día acostado o jugando baraja en el almacén y se chupa en Parapití todo lo que ella gana.

De repente revoloteo yepi16 a su lado, me doy cuenta que la quiero demasiado y vengo y le estampo un besote en la mejilla, en la cabeza o le muerdo gua'u el brazo, pero es de puro que la quiero nomás y no sé cómo decírselo.

¡Tengo tantos diarios todavía!, ya van a ser las doce y me quedan siete diarios, dentro de un rato van a invadir los mitaí que venden Última Hora y ya nadie me va a querer comprar los diarios de la mañana, pucha, encima son tres; ¿quién pico va a tener tanto dinero para comprar tres clases de diario?

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Pasan muchos autos por la calle, la miro nuevamente, cree que quiero algo. No mamaíta, sólo me gusta mirarte, sólo me gusta ver cuando vendés alguna de tus naranjas tan bien peladitas, me da como cosquillitas en el pecho cuando se acerca algún auto y lleva una docena o alguna señora elegante te compra un montón, pero hoy vos tampoco vendiste mucho, es que hace mucho frío mamaíta linda; bueno, no es que son linda como esas modelos cuera que salen en la tele, pero para mí ya sos lindaitereí, esos tus ojos verdes y grandotes como mburucuyá lo que son demasiado yuky en tu cara y con tu cabello negro trenzado como corona sobre tu cabeza, parecés una reina: la reina de las naranjas peladitas.

¡Cómo quiero que vendas todas tus naranjas!, y que te vayas a casa temprano a acostarte un rato, pero qué vas a poder acostarte un rato con todo lo que tenés que hacer, y si por ahí te queda un ratito libre ya viene ese viejo malandra a maltratarte, a decirte que sos una haragana, que así luego no vamos a progresar nunca; pero claro, si él apenas hace una changuita cada vez que se le da la gana y no te da ni un guaraní, no sé cómo vamos a poder comprar el pedazo de tabla que se llevó el río en la otra crecida y por eso hace tanto frío en nuestro coty'í17.

A la pucha, ese señor trajeado quería justo el diario que no tengo más, ¿por qué juste ése? Dálena Diosito, quiero vender todos mis diarios para darle un poco de plata a mi mamá para que deje aunque sea por hoy de pelar y pelar naranjas y sumar otro callito más a sus montecitos de callos. Dálena, Diosito, cómo quiero que ella también venda todas sus naranjas peladas y sin pelar y justito yo ya no tenga más diarios para vender y nos podamos ir al bajo hacia nuestra casita temprano, así puedo ir saltando a su lado con su canasto por mi brazo y pueda verla reírse un poquito antes de estar junto a ese ca-ú18 que le amarga todos los días.

Cómo quiero ser grande, Diosito, y ser doctor y ganar mucha plata para que ella no venda nunca más naranjas, sino que toda linda y bien vestida se vaya al súper a comprar las cosas para comer, pero soy anga tan piruí19 y todavía no me fui nunca a la escuela y apenas tengo ocho años.



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ArribaAbajoPara ensayar sonrisas

Siempre creía que ya lo tenía todo, que no me faltaba nada para madurar, para ser yo misma en forma entera. Estaba equivocada, ahora sé que antes de que existieras dentro de mí no estaba completa, antes de tu primer latido, de tus primeros movimientos, de que tomaras forma dentro de mi vientre era sólo la mitad de una mujer.

Es tarde y no puedo dormir, no puedo dormir porque falta tan poco y, sin embargo, me parece tanto tiempo, tan poco pero tan mucho porque ya no soporto la ansiedad por conocerte, o sea de verte cara a cara porque ya te conozco pequeño capullito, ya te conozco porque desde un principio tuvimos una línea directa de mi corazón al tuyo chiquitito y sé que te gusta estar allí en tu cueva calentita, unido a mí por un cordón rosado. Te conozco porque sé que te molesta que me acueste sobre el lado izquierdo porque allí están tus miembros, y a pesar del inmenso placer de que estés allí, ya quiero que salgas y vos también querés salir porque cada día tu «casa» te resulta más pequeña y seguramente estás allí chupándote el dedito mientras movés los brazos y las piernitas para todos los lados.

Paso a paso he ido imaginando tu formación, tu crecimiento, te he imaginado ir tomando de mi cuerpo gota a gota todo lo que necesitabas para ir adquiriendo forma, fui acompañando tu crecimiento con mis manos, adivinando tus diferentes tamaños desde que cabías en un puño hasta que necesité las dos manos que ya ahora no me alcanzan y me descompuse de la alegría cuando escuché tus latidos por primera vez con el detector de la doctora y   —34→   días después, una noche en que estaba tan triste me enviaste tus primeras tres señales en forma de golpecitos como diciéndome «mami, aquí estoy, no llores porque yo te acompaño», desde esa vez ya no estuve triste y cada vez que mi ánimo decaía ponía mi mano para escucharte. Te rastreaba hasta que respondías con un movimiento, entonces imaginaba si eran tus manos o tus piernitas, o tu cabeza. Hoy que conozco tu posición exacta me es fácil saber de qué parte de tu cuerpecito proviene el golpe.

Está todo listo esperándote, tus pañales, tus sabanitas con ositos, los corazones rosados, celestes y amarillos colgados del techo, mis brazos para acunarte. Sólo faltás vos, para calzar tus escarpines bendecidos en Caacupé, para dormir sobre el almohadoncito que te cosió tu abuela, para abrir los ojitos a la vida y comprobar por ti mismo que va a ser lindo aprender a crecer a mi lado. Sólo faltás vos para ensayar tus primeras sonrisas, para descubrir las cosas, para que juntos inventemos juegos y canciones nuevas, para que a tu lado yo también aprenda a crecer definitivamente.

Ya estás por llegar y no puedo con mi impaciencia. El cuarto me parece muy vacío porque tu rincón no puede ser ocupado por ninguna otra cosita que no seas vos, y ya quiero saber qué sos para agregarle cintas rosas o celestes a las ropitas amarillas y blancas que te esperan para que las uses, ensucies, estironees o lleves a la boca, esa boquita desdentada que va a pedir en forma urgente algo que succionar, esa boquita que poco a poco va a ir llenándose de dientes y de esa palabra que comienza con m y me va a hacer la mujer más dichosa de la tierra.



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ArribaAbajoLuces en el jardín

Descendió despacio, con pasos inseguros más acentuados aún por la movilidad de los zapatos viejos y chuecos que la hacían caminar medio renga. Llevaba puesto su vestido de jersey, el que había comprado de un coreano, el único vestido bonito que tenía, pagado con sacrificio durante muchas semanas. En sus manos traía un bolsito medio raído de cuerina gris y un bolso de arpillera cargada con sus pocas pertenencias: dos polleras, una camisa de mangas largas, tres remeras descoloridas, alguna poca ropa interior, un pulóver verde a rayas, su desodorante en pasta Polyana; ése era su único lujo.

Las pecas diseminadas por sobre su nariz y los pómulos le daban un aire casi infantil. El pelo largo y lacio, de color ligeramente amielado flotaba por la acción del viento.

Descendió a la plataforma y miró a su alrededor en forma insistente; ¿hacia dónde iría? ¿Por dónde quedaría la salida?

Se quedó parada en un sitio, desconcertada. Una vez modulada, como de radio decía cosas, hablaba de colectivos que estaban por salir, de otros que llegaban, llamaba a una persona que era esperada en un sitio determinado de ese laberinto de personas, colectivos y voces que no entendía.

Por el largo corredor decenas de personas se apilonaban fumando, conversando, comiendo chipa. Más allá sillas grises, televisores que regalaban canciones y cuerpos bailando en la orilla del río, pensaba ella, pero no era el río, era el mar que no conocía.

Gente, más gente, ómnibus, ruidos de motores, de pronto vio preparado para partir al ómnibus que podría devolverla a su casa;   —36→   ¿y si volvía? No, cómo iba a volver, salió de allá con los pocos guaraníes que juntaron entre todos en su casa, para venir a Asunción y conseguir trabajo para enviarle dinero a su familia.

Un muchacho uniformado, como policía, al que le había llamado la atención su actitud desconcertada, le preguntó qué le pasaba; ella le habló de su búsqueda de empleo como doméstica, él le contó que había una oficina donde colocaban chicas para trabajar.

Con su castellano tímido estuvo averiguando, pero le dijeron que la encargada sólo estaba de mañana. Eran las cinco de la tarde, faltaba mucho para el otro día y ella no tenía dónde ir ni dinero suficiente para pagar pensión. Sentía hambre, miedo, nostalgias de su hogar. Recorrió con la mirada todo el edificio y finalmente fue a sentarse en un lugar apartado. Pasaron las horas, sentía más hambre, compró una chipa seca que seguramente era del día anterior y entró al baño a tomar agua de la canilla del lavatorio.

Cerca de la medianoche se acomodó como para dormitar esperando el amanecer. No muy lejos de ella la observaba una mujer pelirroja, la despertó al sentarse ruidosamente a su lado, le preguntó su nombre y el porqué de estar allí a esas horas. La joven campesina le habló de su pueblo, sus ganas de trabajar para ayudar a sus padres y sus doce hermanitos, le habló de sus ilusiones, de su inexperiencia y sus pocos años.

La pelirroja le ofreció ayudarla, llevarla a dormir a su casa y conseguirle empleo. La viajera, contenta, incapaz de creer en tanta fortuna, la siguió feliz, caminando con dificultad con sus zapatos chuecos de tanto uso.

Cruzaron la avenida Fernando de la Mora y la pelirroja la guió hasta su «casa», una casa con numerosos cuartos y con lámparas de colores en el jardín.



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ArribaAbajoEl collar de perlas

Enhebró una a una las perlas: el collar fue durante los últimos treinta años de su vida el tesoro más preciado, regalo de aquel hombre que fue para ella la representación viva del amor, el único en toda su vida. Lo quería, lo quería más que a nada; lo amó, lo comprendió, lo esperó. Lo esperó tanto tiempo que se olvidó de sonreír a cualquier otro hombre que se le cruzara en la vida.

Los primeros tiempos cosechaba miradas y piropos por donde iba, pero Amanda los ignoró, los dejaba pasar como la brisa, no eran nada al lado de su amado, y con el tiempo se apagaron las luces de su juventud y se convirtió en una cara más en el montón.

Se le cayó una perla, se agachó con dificultad para buscarla debajo de la cama, ¿cuántas perlas tendría su collar?, quizás doscientas o doscientas cincuenta. Era largo, hermoso, de color del té con leche por el paso de los años. Le habían contado una vez que las perlas auténticas se mueren con el tiempo, se ponen opacas, envejecen. Sus perlas murieron como su esperanza, como su espera inútil, sus ilusiones.

El domingo anterior fue a ese hogar infantil del que le habían hablado, estuvo jugando con las criaturas de caritas ansiosas de recibir un beso, alzó a algunos, repartió chupetines y quedó impresionada por una morenita de tres años.

Se llamaba Martina, era vivaz, charlatana, con dos enormes ojos marrones como los de..., estaba llena de vida. Varias amigas casadas le habían hablado de adoptar a una de las tantas criaturas sin familia que existen, pero no se animaba.

No le faltaba dinero; vivía bien, tenía un buen empleo, una casa propia, su pequeño auto, su soledad...

Pasó todo el domingo entre los chiquitines; Martina se le   —38→   prendió a la pollera y la seguía por todas partes, le contó que le gustaba tirarse en el tobogán que tenían en el parque, que le gustaban las galletitas, los gatitos y su muñeca de trapo.

Cuando se despidió de ella, la niña se le prendió al cuello y al intentar bajarla, le soltó el collar. Las perlas se diseminaron por todo el vestíbulo y varios niños jubilosos se tiraron al piso para juntarlas. Volvió con la sensación de que no recuperó todas las perlas, pero no le importaba, después de todo, ya era un collar muy largo para estos tiempos.

Continuó enhebrándolas con paciencia, se le ocurrió acortarlo y hacerse una pulsera del resto. Pensó en los ojos grandes de Martina, marrones como los de él, de haber tenido una hija se le parecería a ella, pero claro, ahora tendría como treinta años, y tal vez ya la habría hecho abuela.

Pensó en Martina, y la imaginó llenando la casa con sus preguntas, su charla incesante, manchando el mantel con el café con leche, ensuciando el cubrecamas con galletitas, arrastrando su muñeca de trapo por el jardín, se imaginó comprándole un tobogán de colores, como esos que se exhiben en las avenidas.

Su soledad era más fuerte. No se creyó capaz de levantarse más temprano para vestirla o prepararle el desayuno, se creyó vieja para correr con ella por la plaza, alzarla en las calesitas.

Su cobardía le ganaba. Las perlas le parecían más oscuras, más muertas, la casa más silenciosa, el té en la mesa de noche, más frío y amargo. Faltaba media hora para la media noche y Amanda pensaba que al día siguiente debía levantarse muy temprano para llegar al trabajo. A ese lugar donde ella era la imagen de la puntualidad, la pulcritud, la perfección.

Quería terminar el collar porque estuvo tres días sin llevarlo puesto y ya era mucho, le faltaba algo si no se lo ponía, ya era parte de ella misma.

Las perlas muertas rodaron sobre las sábanas amarillas. Caminó hacia el ropero y buscó con ansiedad la carpeta donde tenía guardados los documentos: partida de nacimiento, certificado de trabajo, título de la casa... los buscó con alegría para llevarlos al día siguiente.

Iba a ser el primer jueves que faltaba al trabajo en muchos años, le iba a decir a su jefe que se enfermó, pero Amanda sabía bien que de alegría iba a enfermarse si le daban en adopción a Martina...



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ArribaAbajoEl motivo

Glenia estaba triste. Se levantó con dificultad del sillón y fue a sentarse frente a su máquina de coser para intentar continuar con el trabajo que había comenzado esa mañana y que no avanzó en absoluto en todo el día. Era una pollera rosada para una chica de San Lorenzo que tenía que pasar a buscarla al día siguiente antes de las siete de la mañana para llevarla al trabajo.

Se concentró en la costura, la pollera tenía que haber llevado dos tablas pequeñas hacia el lado derecho, pero como lo cortó tan distraída, se olvidó del detalle y no hubo forma de arreglarlo. «Le inventaré alguna cosa a la dueña», pensaba. Pegó la cintura sin mirar lo que estaba haciendo, entonces casi se perforó un dedo con la aguja de la máquina. Sudó frío.

«Por qué me lo dijo hoy», dijo para sí. Esa mañana mientras ella preparaba el café su esposo se acercó y le dijo tajante: «Me quiero separar», lo dijo de golpe, sin preámbulo, sin dudar, sin dar lugar a arrepentirse. Glenia lo miró sin creer lo que oía. «Sí, me quiero separar», le repitió otra vez, por si ella no lo hubiera entendido suficientemente. Glenia dejó el colador de tela en donde estaba poniendo el café, había cargado ya dos cucharadas, faltaba uno y medio porque a Jorge le gustaba bien cargado. Dejó el colador sobre la mesada... «¿Por qué?», le preguntó. «No sé, pero me quiero separar, eso es lo único que deseo ahora».

Ella le dijo que debía existir alguna razón, algo que no funcione para que él quiera alejarse, entonces le respondió: «Quiero tener un hijo y vos no te tratás». Llevaban nueve años de casados, para todos eran el matrimonio feliz, él la trataba con muchísimo afecto y todo   —40→   parecía funcionar bien, se ayudaban en sus respectivos trabajos, vivían relativamente bien, se iban de vacaciones de vez en cuando y se querían bastante, pero nunca tuvieron hijos. Cuando veía algún bebé ella se estremecía y se lamentaba de no poder tener hijos aún, pero nunca ahondó en su problema. Mucha gente les sugirió adoptar, pero a Jorge la idea no le gustaba en absoluto. Ella estaba dispuesta pero él no. En ese sentido jamás iba a lograr que él la apoyara, pero había pasado mucho tiempo y nunca insistieron sobre el tema; además él no parecía muy preocupado por no tener hijos.

«Dame un tiempo», le dijo Glenia, «voy a buscar un buen especialista para tratar de tener un bebé, voy a trabajar menos», le prometió.

Cuando estaba terminando el ruedo, a eso de las nueve de la noche, llegó su hermana que la encontró llorando silenciosamente sobre su trabajo. Las gotas que bajaban desde su cara mojaban el lino de la pollera. La saludó con un beso en la mejilla izquierda y fue a dejar a la cocina el bolso con verduras que traía. «Te compré ese queso que tanto te gusta», le gritó desde el fondo y Glenia le contestó que no tenía hambre, que por mucho tiempo tal vez no volvería a sentir hambre. Su hermana la observaba detenidamente y sintió una pena inmensa por ella.

Dio vueltas por la cocina y la sala, acomodando los almohadones una y otra vez sobre el sofá. Glenia seguía llorando sin ruido. «Jorge quiere separarse», le dijo, sin mirarla a la cara. Su hermana le respondió que ya lo sabía. Glenia la miró sin entender. «Te lo dijo hoy porque hace dos semanas que lo presiono y le estoy amenazando con contártelo yo si él no hablaba», le dijo. «¿Con contarme qué cosa, Susana?». «Hace quince días -le dijo-, me fui con una amiga que se está por casar, a probarse el tocado que le están preparando en una casa de Lambaré, allí estaba una chica joven con una beba, fue para que le hagan un ramito de flores para su vestido porque su hijita se iba a bautizar en estos días. Al rato de estar allí llegó a buscarlas el papá de su hija, y ya sabés de quien hablo Glenia».

Ella se quedó petrificada, si lo de la mañana era fuerte, esto último era imposible de aguantar. Le dijo que quería un hijo y no fue capaz de contarle que ya tenía una. Estrujó la tela con tanta   —41→   brutalidad que la aguja se le clavó profundamente en la mano, su hermana desesperada trató de arrancarle la aguja y calmarle, imaginando el dolor que le produjo. Pero el dolor en el dedo de Glenia no era nada comparado con el dolor de su corazón.



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ArribaAbajoMientras espera

Hacía dos horas que estaban en la parada esperando un colectivo que pudiera llevarlos hasta el Botánico. A todos preguntaba con qué número podía irse hasta allí, pero resulta que esa tarde había huelga y no vendría ninguno, no tenía dinero y no sabía qué hacer. A su lado dos criaturas, de tres y cinco años, dos bolsitas de polietileno con algunos pañales sucios, una piña chiquitita, dos bananas, y en sus brazos su bebé de meses, completamente sucio, lleno de sarna pero sonriente, feliz, sin comprender nada de lo que ocurría a su alrededor.

Ella misma y sus niños estaban harapientos, malolientes, hambrientos; el de tres años quería comerse una de las bananas y ella le decía que eran para el bebé, que no tenía qué comer, que espere porque ya iban a llegar a la casa enseguida.

A un costado de la vereda, la vendedora de gaseosas los observaba; después llamó al más chiquito, lo hizo sentar en el banco y le propuso quedarse con ella: «Te voy a cuidar, vas a comer bien, vas a irte a la escuela, te voy a comprar ropa, muchas cosas», le decía. El nene movía la cabeza de un lugar a otro, la miraba y no decía nada, el mayor se acercó y le dijo que no se vaya con ella, que le mentía, «vamos con mamita, coa iyapú»20, le repetía. La vendedora les compró chipa, les hablaba ahora de llevarse a los dos para que vivan contentos, limpitos. «Preguntale a mamá», le decía el mayor.

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La mamá miraba hacia la esquina para ver si aparecía algún colectivo, escuchaba inmutable las propuestas de la vendedora a sus hijitos, escuchaba que alguien les hablaba de estar limpitos, bien vestidos, bien alimentados. Uno de los dos le sacó de los brazos al bebé y se lo llevó a comer chipa con Coca. Por la cabeza de ella pasaban mil cosas. Y si la señora le llamaba y le decía que le dejara a uno de sus hijos, a dos o a los tres, ¿qué hacía? ¿Iba a dar a sus hijos para que no tengan que andar rogándole que les diere una banana? ¿Iba a dar aunque sea a uno para que la carga sea más liviana?

¿Qué podía hacer?, solamente tenía mil guaraníes. ¿Cómo llegar a su casa? A esa cucha de tabla, en ese barrio miserable, a esa vida miserable...

La vendedora sacó su peine y lo pasaba por la cabeza de los tres, pero era imposible peinarlos por la cantidad de mugre que tenían. Suciedad y granos se interponían en el paso del peine. «Voy a decirle a tu mamá para que se queden conmigo», les decía. «No va a querer», insistían ellos.

La mujer escuchaba en silencio. «No va a querer», y si me los pide, pensaba, ¿se los doy para que vivan mejor o los dejo que sigan sufriendo conmigo? El colectivo no venía, hacía calor, tenía hambre, estaba cansada, cansada hasta de vivir. Mientras esperaba el colectivo iba a seguir pensando a ver si sus hijos iban a estar mejor con ella o con la vendedora de gaseosas...



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ArribaAbajoBuena noticia

El colibrí giraba sobre las flores anaranjadas de la planta de granada, giraba en redondo, subía y bajaba desde la rama más alta a la más baja. Buena noticia, pensó Florencia, mientras enjuagaba la ropa; la visita de un colibrí siempre le indicaba una llegada esperada o una carta amable.

Desde las dos de la tarde Florencia lavaba sin descanso todas las ropas: sábanas de siete camas, vaqueros de tres adolescentes, remeras, delicadas blusas de seda de la señorita, «ésta no se debe torcer», recordó. El colibrí continuaba glotoneando sobre las flores y Florencia con las manos enrojecidas de tanto refregar, se acarició el vientre por sobre el delantal. «¿Cuándo se notará?», pensaba, tratando de palpar algún pequeño bulto en su interior. Sus ojos, en donde se mezclaban la alegría y la preocupación, miraban al pajarito, al jabón blanco azulado, las ropas, la pared azulejada del lavadero.

«Ojalá venga pronto o que me escriba, o aunque sea me haga decir que va a venir a buscarme», soñaba con los ojos abiertos mientras la canilla soltaba sin pausa agua que le salpicaba en toda la ropa puesta. Miró la sábana blanca con motitas rosas y amarillas y sacó la cuenta de cuántos pañales podría hacer con él. «Si son pañales grandes me salen ocho», decía para sí. «Si hago pañales chicos va a salir una docena».

En la casa donde trabajaba como empleada doméstica no sabían aún que estaba embarazada. Ni lo van a saber hasta que sea posible ocultarlo, reflexionaba, pues conocía de antemano la reacción de su patrona, una distinguida señora de la sociedad asuncena,   —46→   casada desde hacía veintiséis años con un empresario prominente, ambos con aires de príncipes, y sabía muy bien que ni bien se enteraran que estaba embarazada la echarían sin contemplación. Imaginaba a su patrona abriendo sus ojos en toda su dimensión y exclamando que era una verdadera vergüenza que en su casa estuviera una cualquiera, porque para ella ante todo estaba la moral y la decencia, absolutamente mal entendidas, por supuesto, sólo vistas desde el punto de vista que a ella le convenía.

Florencia sintió una especie de escalofrío que la recorrió por completo al recordar que a lo sumo en dos meses más no podría ocultar su panza ni negar la realidad, y para colmo, cuando Juan supo que estaba en estado, se puso nervioso y esquivo y no le habló para nada de cosas positivas. Para él tener un bebé representaba un cúmulo de problemas, si se hacía cargo de ambos, por supuesto; entonces un buen día le anunció que se iba a Buenos Aires a trabajar para mandarle, dinero. Llorando Florencia le suplicó que la llevara o por lo menos que le jurara que iba a volver por ella.

Viendo que era la única manera de tranquilizarla para que a su vez ella la dejara en paz, le prometió que iba a trabajar sin descanso y que apenas en uno o dos meses le mandaría para el pasaje, y se alejó de ella, yendo lejos pero no precisamente donde le había dicho.

Desde entonces ella esperaba, rezaba interminables rosarios por la noche para que él volviera pronto o la hiciera buscar o por lo menos le escribiera, pero todo en vano, nunca tuvo noticias y se consolaba pensando que estaría muy ocupado trabajando para los tres, y que cualquier día iba a preparar sus dos bolsones para irse junto a él.

«Si él no vuelve -pensaba-, voy a llevar esta sábana y la celeste que ya está muy vieja, para hacer pañales y vuelvo a Misiones». El pan de jabón se partió por la mitad, ahora un gorrión picoteaba una granada mientras el colibrí hacía piruetas en el aire, y Florencia continuaba soñando mientras el agua se escurría por el borde de la pileta.



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ArribaAbajoLa injusticia

Estaba por oscurecer. En menos de media hora iba a volver a la celda, vuelta al encierro, a la desesperación; por eso iba a caminar un poco más, estirar las piernas, hacer un poco de ejercicio para no atrofiarse de tanto estar sentado o acostado en su litera angosta y dura. Estaba por perder la cuenta de los días que hacía que estaba allí. ¿Eran cincuenta o cincuenta y cinco?, la cuestión es que estaba allí, por una injusticia. Cuando lo recordaba tenía ganas de que ocurriera otra vez para hacer las cosas de manera diferente.

Habían vuelto de la casa de sus suegros a eso de las diez de la noche, la hija mayor bajó del auto para abrir el portón y luego fue ella quien aseguró el portón del garaje y las puertas de calle. Una vez que se durmieron los chicos y su esposa, él se quedó repasando unos trabajos que había traído de la oficina.

A eso de las doce y media se acostó y se durmió enseguida, con el pensamiento puesto en el balance que tenía que tener listo para las diez de la mañana. Le despertó un ruido metálico, acostado estuvo escuchando para levantarse en caso de que se repitiera y como no pasó nada, se volvió a dormir. No sabía cuánto tiempo pasó desde el primer ruido pero volvió a despertarse y escuchó varios. Su esposa estaba sentada en la cama, asustada.

Renato se levantó, ella quiso seguirlo pero él le hizo una seña de que se quedara y no hiciera ruido. Recorrió la casa, primero la habitación de los chicos, luego la cocina, el comedor... El ruido ahora provenía claramente del garaje, alguien estaba allí tratando de abrir su auto, fue hasta su escritorio y agarró su revólver para amenazar al ladrón. Chocando contra una silla salió hacia afuera   —48→   en el momento en que el malviviente se introducía en el auto, le gritó a éste que deje su coche porque si no le iba a disparar, nada más al terminar la frase sintió algo caliente en la pierna, entonces disparó sin control, tres, cuatro, cinco, todas las balas y después cayó inconsciente.

Cuando volvió en sí estaba en un sanatorio, a su derecha su esposa sollozante y sus tres hijos, a los pies de su cama un policía que lo vigilaba. Ella le contó que el ladrón había muerto y que tenía que soportar ahora un proceso.

Se produjeron interrogatorios, una y otra vez, se hizo la reconstrucción de los hechos, se le volvió a preguntar muchas veces lo mismo y él recalcaba que fue en defensa propia, que escuchó ruidos y se levantó y que le estaban por robar el auto, el auto modesto pero extremadamente útil que todavía no terminó de pagar. Les explicó a los policías, al juez, al abogado, que no quería matarlo, que sacó el revólver sólo para asustar al ladrón, pero que cuando éste le disparó tuvo que hacer lo mismo, porque era su vida o la del otro.

Nada fue suficiente, no había testigos, entonces no podía probar lo que decía. Nada bastó, ni la puerta del auto violentada ni su pierna herida. Le dieron varios años de cárcel, porque intentó defender a su familia y lo que le pertenecía, con mucha mala suerte de su parte.



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ArribaAbajoComo una golondrina en el tejado

El otoño la sorprendió de la misma manera que la había sorprendido la primavera de su vida, un día sin darse cuenta se encontró con que tenía todos los atributos de una hermosa mujer. No había tenido tiempo de pensar en coqueterías, no tuvo tiempo para soñar porque desde chica cayó sobre sus hombros la responsabilidad de ocupar el lugar que dejara su madre muerta, tuvo que cuidar de sus cinco hermanos y de su padre que trabajaba todo el día para llevar a la casa el dinero necesario para subsistir, y ella, de apenas ocho años aprendió a ser mamá de cuatro hermanos que se seguían como escalerita y del bebé que al nacer había quedado huérfano.

Hoy, en la última etapa de su vida, veía con ojos alegres cómo jugaban sus nietos en el jardín y su pensamiento retrocedió en el tiempo, en los días en que apenas lograba arreglárselas con los hermanitos, la comida. Las ropas las hacían lavar al principio, pero no fue por mucho tiempo porque el dinero no alcanzaba, pues cuando su madre vivía ella vendía algunos productos para ayudar en la casa y ahora su papá estaba solo y con muy poco trabajo de albañilería.

Lucía llegó a asimilar rápidamente las tareas de la casa porque su madre siempre le enseñó a valerse por sí misma, tenía muchas esperanzas de que cuando Roberto, de siete años, creciera un poco más podría salir a vender diarios para ayudar con la comida, y así, con el tiempo, salieron Roberto, luego Mariana, Julito, Juan María, solamente Lorencito se salvó los primeros tiempos por ser muy pequeño. Todos salieron a vender alguna cosa y así salieron   —50→   adelante. Lucía no pudo continuar con la escuela, estaba en tercer grado cuando su mamá murió y se relegó para quedarse en la casa y los demás pudieran estudiar en su medio tiempo después del trabajo.

Durante bastante tiempo su papá enfermó de los pulmones y ellos solitos tuvieron que arreglárselas para seguir adelante hasta que el padre se recuperara y pudiera seguir trabajando, pero ya nunca estuvo muy bien, alternaba la cama del hospital de Clínicas con alguna changuita de pocas semanas.

Pasaron los años. Cuando los hermanos ya adolescentes pudieron valerse solos, Lucía fue a la escuela nocturna e intercaló sus tareas en la fábrica de camisas con los estudios. Fueron progresando, a pasos de tortura pero progresaron. Roberto quería ser médico, y trabajaba y estudiaba sin descanso para lograrlo, Mariana aunque jovencita, iba a casarse y los demás estudiaban por la tarde y trabajaban de mañana, su padre, cansado ya por el paso de los años, la tuberculosis, las angustias, iba consumiéndose de a poco.

Cuando vinieron los mejores tiempos en que podían vivir un poco desahogadamente, su padre fue a reunirse con la autora de sus días.

Lucía conoció a su futuro marido en el nuevo trabajo que consiguió al terminar la secundaria y recién en ese momento se dio cuenta de que estaba grande y bonita, y jamás lo había notado porque no pudo antes de ese momento detenerse a pensar en sí misma.

Ahora estaba allí, en el jardín de su linda casa, con los años encima. No los vio llegar porque pasó feliz los años maduros, viendo triunfar a sus hermanos, crecer a sus sobrinos, a sus hijos, sus nietos y con la alegría de la nietecita que nació esa madrugada y se llamaría como su madre. Vio corretear por el patio a su nietecito mayor y se dio cuenta de que el otoño había llegado; lo decían su piel, sus canas, su boca sin dientes, pero en su corazón la primavera de la alegría estaba anidando como una golondrina en el tejado, porque su vida tuvo tiempo de tristezas pero también de alegrías, y ahora podía ir deshojándose dulcemente porque cumplió su ciclo en pleno. Se secó una lágrima con el puño de su vestido, recostó su cabeza contra el respaldo del sillón de mimbre y evocó a su madre, que aparecía lejana pero afectuosa.



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ArribaAbajoTomate

Marina caminaba rápido, cruzó corriendo la avenida y no hubiera aminorado la marcha de no ser porque a unos metros vio ese rostro querido, mezcla de niño y hombre, un rostro sin nombre, redondo y colorado. Por eso ella le puso por sobrenombre «Tomate». Hacía casi un año que lo veía por las calles con sus amigos o solo, al principio no le gustaba, hasta que él comenzó la secundaria y le cautivó con su corbata roja y su saco azul, se veía irresistible con ese atuendo cuando regresaba del colegio por las tardes.

Aminoró considerablemente la marcha al verlo. Estaba sentado en el umbral de una casa con su amigo. Marina sintió que le ardía la cara y que su corazón galopaba en su pecho. Al pasar junto a él, ese chico que tanto le gustaba le puso el pie y ella trastabilló y por poco no va a dar con la cara por la vereda. Se dio vuelta y sin decir palabra alguna le dirigió una mirada fulminante capaz de incendiar una montaña, y él por toda respuesta le respondió con una sonrisa esplendorosa, y fue en ese preciso instante en que ella se enamoró de él.

Pasó toda la noche con los ojos muy abiertos, recordando su sonrisa, una sonrisa sólo para ella, dedicada a su caída, sonrisa de oreja a oreja en su honor. Sonrió feliz en la penumbra y por fin se durmió con su Tomate pegado a la almendra de sus ojos.

Durante los próximos tres años tuvieron cientos de encuentros callados en la calle, en los almacenes, ella seria pero recontenta en el fondo y él con su sonrisa perenne en los labios. El amor de Marina siempre estuvo alimentado sólo con la vista, con eso ya se conformaba, con su cuota diaria de sonrisas.

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Un verano desapareció como veinte días, y ella sintió que se moría al no poder verlo más y creyendo que se había marchado del barrio se sumió en una profunda tristeza de la que ninguna otra sonrisa dedicada a su figura adolescente la sacaba. Una tarde de marzo, cuando se encontraba juntando la ropa tendida en la terraza, lo vio venir por la vereda de enfrente, casi tuvo que atajar su corazón para que no saliera de su lugar.

Volvió a pasar otro año y el amado sólo atinaba a sonreír y a mostrarse con otras chiquillas del barrio, una vez le dedicó un «¡Hola!» al cruzarse, pero como ella, muerta de vergüenza y tontería de chiquilina no le respondió, nunca más volvió a hablarle.

A finales del otoño, Marina supo que se mudarían. Sufrió, se desesperó, pasó varias noches mojando con lágrimas la almohada, esperando que él volviera a saludarle para juntar coraje y contestar su atención o aunque sea sonreírle encantadoramente antes de la partida.

La última semana de su estadía en el barrio no lo vio por ninguna parte, a pesar de que se pasaba en la calle el mayor tiempo posible con cualquier excusa para poder mirarlo, pero no lo consiguió. Sin embargo, la noche en que partirían, cuando ella cargaba las cosas en el auto, pasó a su lado el niño-hombre que había sido durante años el objeto de su primer amor de niña-adolescente. Pasó a su lado y la miró con afecto y le sonrió, y fue dándose vuelta durante toda la cuadra para mirarla, y volvió a pasar por segunda vez silenciosamente. Marina hubiera querido hablarle aunque sea por única vez en su vida, pero no lo hizo y lo vio alejarse bajo la llovizna del anochecer. Ella también partiría lejos en menos de una hora, pero partiría para no volver por allí en muchísimos años.



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ArribaAbajoComo las flores de lapacho

Agosto, media mañana fría y solitaria. Lunes. La plaza Italia estaba poblada por los ancianos que sentados en tres bancos miraban la copa de los árboles o jugaban a las cartas. Ni un niño, ni un perro en la plaza.

«En la plaza a las diez», le había dicho, pero en qué punta de la plaza, sobre Rodríguez de Francia, sobre Ibáñez del Campo, sobre... Atravesó hacia la otra punta con pasos lentos, salió del caminero y se adentró en el pasto, bueno, casi no se veía el pasto, las flores caídas del lapacho formaban una bella alfombra rosada, rosa oscuro, rosa lila, rosa azulada. Alfombra rosa, como rosa era su ilusión.

Esparció con ternura algunas de las flores con la punta de su mocasín de colegiala, se agachó y recogió un gajo que contenía dos flores, se lo puso en el pelo y caminó hacia un banco.

Eran las diez y media. Esperaría, quizás no tardaría en llegar. Se sentó en un banco ubicado de tal forma que podía mirar en todas las direcciones y tener la seguridad de que él la divisaría fácilmente. Además era fácil ubicarla, por su cabello rubio ensortijado y su uniforme azul marino. Leyó con desgano las leyendas escritas en madera, con lápiz, con bolígrafo, con cortaplumas: «María y Genaro», «Luis y Perla se aman», «Laura, ¿sabés que te quiero?», corazones imprecisos de todos los tamaños, un signo de interrogación al lado de un corazón chiquitito. Ella también quiso contribuir y escribió con su marcador: «Rocío y...» no continuó, dejó la frase inconclusa.

Hojeó su libro de historia, bueno si a eso se le puede llamar libro,   —54→   más bien parecía un folleto, para segundo grado. No era suficiente para una estudiante de cuarto curso con ganas de aprender mucho, con ganas de progresar, ser alguien como suele decirle constantemente su abuela, ser alguien para no tener que pasarse la vida vendiendo yuyos en el mercado como su mamá para poder mantenerla y pagarle los estudios.

Las once menos cuarto. ¿Será que no va a venir? Pensó que hubiera sido mejor que él le dijera por teléfono que ya no quería nada con ella, que no vendría a la cita y no hacerla salir fuera de hora del colegio, inventando un dolor de estómago.

Las once. De pronto apareció a sus espaldas, se sentó junto a ella o mejor dicho se sentó en el mismo banco con los cuadernos y libros de Rocío separándolos. Su cara, su tardanza, su «hola» sin emoción, la ausencia de un beso fueron suficientes para que ella adivinara la conversación que seguiría.

Él la miró huraño y en vez de pedir disculpas por su tardanza se mostraba más ofendido, más molesto, propio de quien tiene una basurita que le molesta en la conciencia.

Las palabras cortas, imprecisas, una explicación estúpida e incoherente. Se paró de golpe y se alejó hacia el lado opuesto por donde había llegado. Ella se quedó en el banco, oprimiendo sus cuadernos contra su pecho y las dos flores de lapacho marchitas en su cabello.



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ArribaAbajoConcierto de trinos para Melissa

Llegaste un amanecer. Casi sin anunciarte en todo el día anterior con dolores extremos o pesadez insoportable, me permitiste continuar con mi rutina igual que cualquier otro día. Sabía que llegarías en esa semana o en una de las dos próximas, pero no te esperaba esa noche ni esa madrugada.

Nuestra impaciencia pudo más y ya estás aquí, hermosa, sana, llena de vida. En la ventana, la claridad desplaza a las sombras lentamente, a través del cristal me llega un concierto de trinos mañaneros que saluda tu arribo, y en medio de los dolores normales de las circunstancias, pienso en que no podías haber elegido un día mejor para nacer. Sentí que era el amanecer perfecto para abrir los ojos a la vida.

Tu llanto primero fue como una melodía nueva para mí, una canción recién estrenada que enjugó mis lágrimas con sus notas, luego el primer contacto de tu pequeño cuerpo sobre mi pecho, así, recién nacida mezclada aún con mi sustancia, y yo seguía allí acostada cuando volviste ya bañada y envuelta en esas ropitas que te quedaban enormes para mostrarme lo linda que estabas toda aseadita.

Te llevaron junto a los otros bebés, por la puerta llegaban los llantos y traté de diferenciar el tuyo. Tenía ganas de gritar que te devolvieran a mi lado para que no lloraras o el llanto de los otros te despertara.

Cuando volvía a la sala, con cara de mamá, sobrándole al mundo, en la ventana ya completamente invadida de luz, el concierto continuaba y aún más fuerte, me pareció que el tono había   —56→   aumentado, entonces deduje que otros pajaritos se sumaron a la serenata para que desde donde estabas pudieras escucharlos.

Pequeñita, envuelta en una manta y en mi amor, te tuve entre mis brazos tanto tiempo que la enfermera ya quiso llevarte, entonces le pedí que te dejara más tiempo porque «nos estamos mimando».

Si existe algún recuerdo de las primeras horas de vida, espero que los tuyos estén llenos de ternura, espero que recuerdes mi cara mezcla de risa y llanto cuando te vi por primera vez, espero que recuerdes mi cariño saliendo a borbotones por mis poros cuando te acuné en mis brazos y quiero que recuerdes mi voz, dulce como en ningún momento de mi vida pronunciando tu nombre y hablándote en el lenguaje del amor.

Cuando volvían a llevarte de mi lado, mandaba a cualquiera a vigilar para ver si estabas allí, si estabas bien, si dormías, llorabas o te chupabas el dedito de hambre, mandaba vigilar para ver si estabas, si eras real, si existías, porque de tan hermosa la realidad, me parecía un sueño. De tanto que te imaginaba y quería verte creía estar en uno de esos viajes en que me imaginaba tu llegada, tu cuerpecito tibio entre mis manos, tu cabecita negra descansando en mi hombro, tu boquita rosada sorbiendo el líquido generoso que Dios me dio para alimentarte. Te miro y no lo creo, y me doy cuenta que los milagros ocurren, porque mi cuerpo, tan común, se desprendió de toda mezquindad y te abrigó en él para que ahora puedas regalarme tu sonrisa embellecida por dos hoyuelos diminutos, una sonrisa que me devuelve la vida y me despabila por completo a las tres de la mañana cuando pedís con prisa tu alimento.

Te miro y no lo creo, y la montaña de penas que sentía se desmorona toda, se derrite como lava caliente y se expande perdiéndose a lo lejos. Tal vez surjan tristezas nuevas o se reabra alguna vieja cicatriz, pero todo eso va a quedar disminuido al lado de la enorme alegría de tenerte, y voy a procurar hacer las cosas bien para que crezcas feliz en este mundo convulsionado, pero para vos voy a inventar un mundo nuestro, que nos pertenezca sólo a las dos, de la muralla hacia adentro. No importa que afuera arda; voy a tener guardada una reserva enorme de amor para que cuando te   —57→   hieran, te hagan daño, puedas refugiarte en él y te sientas reconfortada.

Quiero que de ésta tu primera época, guardes todo lo bello que quiero darte, pequeño amor, porque no sé qué pueda pasarme y quiera Dios que pueda vivir lo suficiente para verte crecer e ir dándote toda la cuota de afecto necesario. Si me tenga que ir antes de tiempo, van a quedarte todas estas cosas que te escribo, entonces ellas serán testimonio de cuánto te quiero.

Estamos en casa, en nuestra habitación, oscurece y en el durazno en flor se instalaron unos pequeños viajeros que te siguieron para ofrecerte otro concierto de trinos.



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ArribaAbajoLa vuelta solitaria

Salieron de Puerto Rosario al amanecer. Casi no durmieron esa noche porque estuvieron muy atareados cargando naranjas y mandiocas en la chata. Doña Josefa les había preparado abundante avío para el viaje y bajó hasta la barranca para despedirlos y como siempre desearles buen viaje.

Poco a poco la casita blanca fue perdiéndose a lo lejos. De repente doña Josefa fue tan sólo un punto oscuro en el amanecer. Don Ramón, su padre, iba sentado frente a él con esa media sonrisa que le caracterizaba. José iba remando; siempre al comenzar remaba él, más tarde su padre le reemplazaba. Cuando volvían a casa también le gustaba remar a él para que don Ramón pudiera saltar primero del bote, abrazar a su madre y entregarle jubiloso el corte de vestido que le traían desde Asunción.

Sus ojos se llenaron de lágrimas al evocarla, al pensar que ya no habría llegadas felices.

Habían remado con vigor y el día prometía ser soleado y caluroso, varias veces descansaron, pues en determinados lugares la corriente los llevaba sin necesidad de mover los remos. Al mediodía se acercaron a la costa para almorzar y dormir una siesta corta. Miró a su padre, era fuerte aún, a pesar de sus sesenta y seis años, no aparentaba esa edad, quizás los años de venir remando le hayan dado esa fortaleza física, pero en sus ojos se adivinaba cierta tristeza, cierto sufrimiento pasado. Había peleado en el Chaco y aunque no tuviera cicatrices externas estaban las de adentro, ésas que no se borran ni disminuyen con el tiempo.

Desde que tenía memoria, José recuerda a su padre llenando la   —60→   canoa de mandioca, naranjas, pomelos o mandarinas y adentrándose aguas abajo hacia Asunción, muchas veces vendía todos sus productos mucho antes, generalmente atracaban en Piquete-cué o Villa Hayes dos o tres días, entonces no era necesario llegar hasta la ciudad para vender.

Pero a José le encantaba ir hasta Asunción, por eso a veces insistía en pasar de largo los pueblos costeros para tener una excusa a fin de poder disfrutar de un paseo por las tiendas que estaban cerca del puerto capitalino, y así de paso comprarle alguna chuchería a Hermelinda, que últimamente andaba medio veleta y no le hacía demasiado caso.

Se iban acercando al río Verde; don Ramón sacó de su matula un pedazo de ryguazú kae21 y sopa que engulló en un momento, le pasó un pedazo a su hijo, y éste comía con una mano y sostenía los remos con la otra. Don Ramón se agachó sobre el agua para lavarse las manos y sorber un poco del líquido. El borde de la chata era un poco elevado y necesitó agacharse más. Ocurrió en un segundo, inexplicablemente cayó al agua; José, con las manos grasientas y perplejo, no pudo reaccionar de inmediato, además su padre sabía nadar, no podía ahogarse. Pero él no salía, la corriente era fuerte, quizás un calambre, pensó. José se tiró al agua pero no lo encontró. Agarrado a la chata recorrió la corriente que lo llevó hacia la costa. Estaba oscureciendo.

A lo lejos un rancho y un lampiún amarillo titilaba ante sus ojos completamente hinchados de tanto llorar.



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ArribaTenía una remera amarilla

No pudo comer. Sentado en la mesa observaba silencioso a sus dos hijos que se tironeaban de la camisa mientras comían la milanesa: el mayor, de nueve años, amenazaba con darle un baño de puré al de cinco que no cesaba en su intento de molestar al hermano mayor. Su esposa, preocupada, intentaba, por todos los medios, que comiera; él adujo que había comido una empanada en la oficina y que le había caído mal porque tenía mucho aceite y comino. Esperó que todos terminaran y se fue a dormir una siesta corta antes de volver al trabajo.

Intentó pegar los ojos y no pudo, con los párpados cerrados o abiertos la imagen no se le borraba: tirado sobre el asfalto un niño, y esparcidos a su lado, el trapo marrón y el repasador pequeño. ¿Había sangre? No tuvo tiempo de verlo porque salió precipitadamente esquivando al caído.

Cuando paró en el semáforo se acercó el pequeño y sin mediar palabra se disponía a limpiar el parabrisas del auto; él le dijo que no, que no limpie, que lo iba a ensuciar más, que no tenía monedas, que lo deje tranquilo; pero el niño no entendió razones, lo limpió igual y después se acercó a pedir que le pague, cuando Juan se negó, se prendió del limpiaparabrisas como para romperlo, entonces el conductor aceleró, pero de tal manera que el pequeño cuerpo fue expulsado hacia el suelo, quedando allí tendido. Juan se alejó del lugar.

Toda la mañana se revolvió en su asiento, no pudo asistir a una reunión de trabajo por lo nervioso que se encontraba, le dijo a su secretaria que no estaba para nadie, que no le pase llamadas, que   —62→   no le molesten. En su cabeza la imagen bailaba, el nene tenía una remera amarilla agujereada, tendría la edad de uno de sus hijos, seguramente, con las mismas ilusiones que ellos, haciendo las mismas travesuras, sintiendo las mismas necesidades, quizás no iba a la escuela porque tenía que trabajar, tal vez ni siquiera tenía un par de zapatillas, no se fijó en eso, sólo vio su remera, su carita delgada y llena de manchas blancas por estar tanto tiempo bajo el sol.

«¿Habrá quedado muy lastimado?», pensaba mientras se revolvía en su cama, «quizás se le rompió algún hueso, tuvo un golpe en la cabeza, se golpeó el pecho, hasta puede ser que haya quedado inconsciente». Salió huyendo cobardemente, no supo qué hacer, le había dicho que no limpie, que se vaya, que no tenía monedas, el mita'í no hizo caso y cuando arrancó no tuvo intenciones de lastimarlo, sólo deshacerse de él, antes de que le rompiera el limpiaparabrisas.

«¿Dónde estará? -pensaba-, ¿lo habrá socorrido alguien, estará en algún hospital, le habrán avisado a su madre?, si es que tiene madre». Trató de tranquilizarse pensando que tal vez no le pasó nada, porque después de todo no arrancó con mucha velocidad, entonces el impacto no pudo haber sido muy fuerte, «sólo se habrá caído al perder el equilibrio, no le ha de pasar nada», decía para sí.

Bajo la ducha, repasaba nuevamente el accidente, «si lo busco -pensaba-, puedo ir preso, quizás esté muy herido y tengo el agravante de haberlo abandonado sin auxiliarle, y si no lo busco voy a continuar preso de mi conciencia toda la vida».

Antes de salir hacia la oficina tomó un tranquilizante y se fue por un camino diferente por temor a pasar por el mismo lugar y encontrarse con los ojos acusadores del mita'í limpiador, en caso de que estuviera bien, o de que la gente pueda reconocerlo como el que lo había atropellado. Se fue por otro lugar para no notar la ausencia que le dolería y lo haría sentirse más culpable, prefería imaginar el desenlace y creer que no le pasó nada grave, que en uno o dos días volvería a la calle.

Cuando llegó a su oficina, tenía el diario de la tarde sobre su escritorio, y en la foto de tapa una sábana blanca tapaba un pequeño cadáver, el de un niño que fue atropellado esa mañana y se golpeó la nuca al caer hacia el pavimento...





 
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