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Rosalía de Castro y sus sombras: conferencia pronunciada en la Fundación Universitaria Española el día 21 de abril de 1975 con motivo del Año Internacional de la Mujer

Marina Mayoral Díaz




Presentación, por don Pedro Sainz Rodríguez

En el ciclo que ha organizado la Fundación Universitaria sobre grandes figuras literarias femeninas le ha tocado hoy el turno a Rosalía de Castro. No hemos vacilado un momento en seleccionar a la gran poetisa. Porque Rosalía de Castro no es sólo la figura más importante de la literatura gallega, sino una de las más grandes poetisas de la literatura española. Poetisa y prosista, porque además publicó novelas y cuentos, todos, creo, en castellano. La razón de acordarnos de esta gran figura literaria es que Rosalía de Castro es, sin disputa, la figura de la literatura gallega más popular en las zonas españolas de lengua castellana. Así como Maragall y Verdaguer son las dos grandes figuras catalanas para los españoles en general, Rosalía es el símbolo de la poesía gallega.

Había que buscar una persona que conociese a fondo la obra y la vida de Rosalía, y yo no vacilé en acudir a Marina Mayoral, que tiene publicado un libro el año 1974 con un prólogo de Lapesa. En ese prólogo, la máxima autoridad de Lapesa en cuestiones lingüísticas y literarias reconoce el mérito de esta obra.

Merecía la pena de que fuese analizada a fondo la poesía de Rosalía de Castro ante el público habitual de la Fundación Universitaria, porque en esa clasificación genérica de la poesía en objetiva e intimista, lo que se llama poesía lírica o poesía épica -que es como la clasificaban las retóricas antiguas-, es evidente que Rosalía de Castro, me atrevo a decir, es la más lírica poetisa, más intimista de nuestra literatura. Y además es una figura actual y viva, porque ha compartido con Bécquer una popularidad permanente entre todos los amantes de la poesía.

Marina Mayoral es una joven profesora, catedrática de Instituto, hoy profesora en la Complutense y en la Autónoma, autora de cuatro libros docentes de literatura de texto, autora de este gran libro sobre Rosalía de Castro, autora de un libro de comentarios de textos de poesía, y he de decir que es interesante que venga una profesora joven porque ella es joven en la edad y joven en los métodos científicos que emplea, de manera que creo que la presencia de Marina Mayoral en la cátedra de la Fundación Universitaria es algo que demuestra nuestro criterio de que no vengan aquí figuras consagradas por los años, sino figuras que están conquistando a punta de estudio y de trabajo un gran puesto en la historia de la crítica española.

Entre los títulos académicos de Marina Mayoral hay uno que les chocaría a ustedes: es Doctora en Psicología. Y piensa uno: ¿Y para qué estudia Psicología Marina Mayoral? Pues estudia Psicología porque se ha dado perfecta cuenta de que hoy la crítica literaria es un estudio y una clásica. Hoy para hacer la crítica literaria hay que tener clásica. Hoy para hacer la crítica literaria hay que tener conocimientos lingüísticos; gran parte de la crítica se basa en la estilística, en el estructuralismo y en la psicología porque hay un gran sector de la crítica moderna que se relaciona con la psicología y con la sociología. De esta preocupación de manejar la nueva crítica, la crítica de hoy, es representante Marina Mayoral y es el título mayor que tiene para haber sido llamada a la cátedra de la Fundación Universitaria.






Rosalía de Castro y sus sombras

Las palabras de don Pedro Sainz Rodríguez son tan generosas que ante ellas sólo puedo decir: gracias. Quisiera hacer, antes de empezar, una aclaración que creo que es un poco ociosa ante este público tan serio de la Fundación Universitaria, porque no me cabe duda de que tiene un público especial; pero como estamos en el Año Internacional de la Mujer, yo soy una mujer, Rosalía es una mujer y este ciclo también ha sido organizado en el Año Internacional de la Mujer, yo quisiera aclarar que no voy a enfocar el tema desde un ángulo feminista. Creo que es un poco inútil decirlo, pero, en este año, todas las precauciones son pocas. Yo voy a hablar de Rosalía como he hablado y como he escrito desde hace años: como investigadora, muy modesta, como crítico literario, como profesora a varios niveles: profesora de Instituto, profesora de la Universidad, profesora de posgraduados, profesores de otras nacionalidades que estudian español. Voy a hablar así porque así es corno sé hablar y no voy a cambiar este año, y, como don Pedro ha dicho, Rosalía no es una mujer; es una gran figura de nuestras letras, y yo sé que es así como a ustedes les interesa que les hablen de ella. Espero n o defraudarles.

En un primer momento, como el tema era muy amplio, pensé centrarlo en un temita, en un punto de la visión del mundo de Rosalía; pensé en las sombras, que es un atractivo tema, pero después me asaltó la duda que me asalta siempre: por qué no contar una vez más quién fue Rosalía, cómo fue, por qué hay tantas falsas imágenes, tantas leyendas en torno a su persona. Y me he decidido por ello. Voy a hablar de Rosalía centrándome en dos puntos de su biografía: cómo esta biografía condicionó su carácter, cómo este carácter condicionó una visión del mundo, y ya dentro de ella un poquito hablaré de las sombras, un tema específico dentro de su manera de ver el mundo.

De su biografía voy a hablar sólo de dos puntos, los más conflictivos, y por eso me tendré que parar un poco.

Su origen

Rosalía figura en su partida de nacimiento como «hija de padres incógnitos», no pasó a la Inclusa porque se dice que se hizo cargo de ella doña María Francisca Martínez. Hoy sabemos que el padre de Rosalía fue sacerdote, don José Martínez Biojo, y su madre, una señorita soltera de familia hidalga. ¿Qué pasó con Rosalía en los primeros momentos? No lo sabemos bien. Los críticos discuten si esa María Francisca era una enviada de la madre, que de alguna manera no quiso abandonar totalmente a su hija y mandó a una antigua criada para que fuera su madrina y la protegiera; así ella, indirectamente, la protegía también. Pero otra parte importante de la crítica señala que Rosalía vivió los primeros años de su vida en la casa paterna, en Ortoño, una aldea del interior. Entonces se piensa que esa María Francisca sería una enviada del padre. Lo cierto es que Rosalía pasa en la casa paterna sus primeros años. No conocemos nada de esto, sabemos que estaba allí, pero no sabemos si era una niña feliz o no; se sabe, eso sí, que era una niña que se desarrolló muy pronto. Tenía una gran inteligencia, una gran sensibilidad, etc. Y sabemos que su madre, en un determinado momento, se hizo cargo de ella, pero, ¿en qué momento?

El que más sabía de estas cuestiones era Bouza Brey, desgraciadamente muerto hace muy poco tiempo. Había situado la fecha de 1853 como aquella en que, indudablemente, Rosalía estaba ya con su madre en Santiago de Compostela, y parece que sus últimas investigaciones le hacían pensar en tres años antes, es decir, en el 1850, cuando Rosalía tiene trece años.

Entonces nos preguntamos: ¿de qué manera esa infancia, ese origen irregular ha influido en ella? Pensemos que era hija de cura, la madre hidalga -que en un primer momento parece que no se atreve a recogerla-, esos cambios de una casa a la otra. El primero que aplicó criterios de técnica psicoanalítica a la obra de Rosalía de Castro fue el profesor Rof Carballo. Señalaba que el tema de la búsqueda, de esa búsqueda constante que aparece en la poesía de Rosalía -«Yo no sé lo que busco eternamente / en la tierra, en el aire o en el cielo, / yo no só lo que busco, pero es algo / que perdí no sé cuándo y que no encuentro». Pues bien, Rof dice:

Lo que busca es la imago paterna


La «imago» es un término de la psicología que se aplica a esa parte masculina que debe conformar la evolución del niño. Rosalía vivió con su tía paterna doña Teresa Martínez Biojo, y después vivió con su madre. Y faltó una figura masculina que completara esa formación de su personalidad. Entonces dice Rof: «Rosalía es una vagabunda espiritual, va en busca de esa imago paterna perdida».

Este es un campo amplísimo, hay muchas repercusiones, muchas consecuencias de esta primera infancia que se reflejan en su obra. Yo voy a señalar algunas. La más fácil: Rosalía nos habla muchas veces de que es objeto de mofa. La gente se ríe de ella. Veamos un poema de primera época, un poema malo pero muy importante para comprender este tema:


   La risa y el sarcasmo por doquiera
que fuera yo mi corazón palpaba,
y doquiera también que me escondiera
¡Ay! la risa sardónica encontraba.


El «¡Ay!» y el «sardónica» nos habla de la influencia romántica, pero bajo esa influencia del romanticismo está el tema de sentirse objeto de mofa, sarcasmo y risas a su alrededor. Como el poema es malejo -es de su primer libro, que se llama «La Flor», al que sólo dio mérito Murguía-, es muy fácil detectar este tema y aislarlo. Pero esto persiste a lo largo de toda su obra, complicado ya con otros que nos hacen pensar en profundos problemas psicológicos. Hay un poema muy famoso de «Follas Novas», que dice:


   Ladraban contra min, que camiñaba
casi-que sin alento.


Este poema ha sido interpretado por algunos críticos como un poema de aventura, relacionándolo con otros. Es una aventura que sale mal; es el deseo de salir de lo habitual y termina fracasada, con un cierto carácter erótico. Yo se lo voy a leer a ustedes; a mí siempre me sonó rarísimo.

Hay una señora que vuelve diciendo que se siente perseguida...; ladridos de perros..., gente que la mira con intención. Llega con los pies ensangrentados, llega maltratada. ¿Y a dónde está llegando? ¿De dónde vuelve esta mujer? Dice: «Al lugar de mis cariños.» Es decir, a su propia casa. ¿Y quién la espera allí? No un hombre del que se tenga que esconder; unos niños que duermen en la cuna y que ella teme que se den cuenta de que vuelve su madre malhadada.


   Ladraban contra min, que camiñaba
       casi-que sin alento,
sin poder c' ò meu fondo pensamento
y a pezoña mortal qu' en min levaba.
       Y a xente que topaba
       ollándome a mantenta
d' o meu dôr sin igual y a miña afrenta
traidora se mofaba.
Y eso que nada máis qu' á adiviñaba.
      Si á souperan. ¡Dios mío!,
penséi tembrando, contra min volvera
       a corrente d' o río.
Buscand' ò abrigo d' os máis altos muros,
       n' os camiños desertos,
ensangrentando ôs pes nos seixos duros,
fun chegando ô lugar d' os meus cariños
maximando espantada: «Os meus meniños,
       ¿estarán xa despertos?
¡Ay, qu' ô verme chegar tan maltratada,
chorosa, sin alento e ensangrentada,
darán en s' afrixir..., mal pocadiños,
      por sua nay mal fandada!»


Ya tenemos aquí un tema que nos complica el asunto: la afrenta. No sólo es la burla y el sarcasmo, Rosalía habla repetidamente de una afrenta. Se siente afrentada y crea situaciones para dar salida a esa afrenta. Naturalmente, es muy difícil decir que con esa infancia, con ese origen, ¿cómo esta mujer no va a tener problemas psicológicos? Pero hay peligro gravísimo en esto, porque se puede extender a toda su obra y explicar su falta de verdadero sentido religioso o su sentimiento de la soledad como producto de esa infancia, y creo que no se debe hacer así. Hay que ir a ver los problemas que verdaderamente tuvo y si es que los tuvo.

Yo me fijé en dos problemas muy concretos, en cuya explicación no me puedo extender aquí, pero confío en su crédito. Están las dos cosas publicadas.

Una primera fue sobre un recuerdo encubridor que yo creí ver en Rosalía de Castro y que me forcé en demostrar. Se publicó primero en Ínsula y después pasó a incorporarse a mi libro de comentarios. El poema es bastante malo, como el primero que he leído, y también es más fácil de analizar. Rosalía nos habla de un recuerdo de amor juvenil, y a mí aquello me sonaba raro. Primero, porque no se sabía que hubiera un tan profundo amor en su vida -éste es un poema que hizo a los dieciocho o diecinueve años, quizá antes; está publicado cuando tiene veinte años. Habla de una «página extraña de mi larga historia» -¿es tan extraño un amor juvenil?-, una larga historia de una chica de dieciocho o diecinueve años. Un hombre que aparece de repente en un universo femenino, y de nuevo nos encontramos con la vergüenza en Rosalía -«Mi frente se tornó roja»- y, al final, la afrenta. ¿Qué podía haber sucedido en ese amor juvenil?

Pues bien, yo me acordé entonces de aquello que Freud decía de los «recuerdos encubridores»; que todos tenemos recuerdos en nuestra vida que nos sorprenden porque parecen absolutamente faltos de interés y, sin embargo, se han quedado grabados en nuestra vida. «Aquel día que yo fui a ver a mi tía y me dio un pan delicioso, riquísimo» -es un ejemplo tomado de Freud-. ¿Y por qué me acuerdo yo de aquel día si muchas veces vi a mi tía y comí pan y nunca como aquél? Pues ese recuerdo se graba en la memoria no por su poder real, sino porque está remitiéndonos a sentimientos subconscientes, a sentimientos reprimidos y ocultos en la conciencia. Yo creo que en ese recuerdo juvenil de Rosalía no se recuerda el tal amor juvenil, sino una visita de su padre. Rosalía desea ardientemente ver a su padre; vive en su casa familiar. ¿Quién es ese padre que de alguna manera mantiene a esta niña? Una figura lejana, misteriosa. ¿Quién es? Rosalía desea ver a su padre y se crea este recuerdo encubridor. No puedo pararme en los detalles que me han llevado a sostener esta hipótesis un poco seriamente, pero creo de verdad que se puede mantener. Rosalía está dando ahí salida a conflictos del tipo de relación con su padre. Deseo, pero vergüenza, porque ella es hija de unos amores sacrílegos y su amor no se puede manifestar libremente como el de otra criatura hacia su padre.

Después, estudiando una novela -«La hija del mar»-, me encontré por otro camino, porque yo iba a determinar estructuras, y me encontré con un esquema rarísimo de relación de personajes. Les resumo brevemente la historia:

Aparece una señora que se llama Teresa, una pescadora, expósita -vean ya la conexión con Rosalía, que no pasó a la Inclusa porque la recogió esta madrina-, que ha sido abandonada por su marido. Y pierde a su hijo, pero los pescadores le entregan a otra niña que han encontrado en el mar y que ella acepta plenamente como hija; esta niña se llama Esperanza. Pues bien, están viviendo juntas como madre y como hija Esperanza y Teresa. Recuerdo: Teresa se llamaba la madre de Rosalía -doña Teresa de Castro-, Teresa se llamaba la mujer que representó la función de madre en sus primeros tiempos -Teresa Martínez Biojo.

Aparece el marido, el marido de Teresa, Alberto, que -es un folletín terrible- es padre de Esperanza -sin que lo sepamos hasta después- y esposo de Teresa. Pues bien, Alberto llega y se enamora de su propia hija. La niña desbanca del corazón del padre la figura de la madre -no quiero hablar del complejo de Electra, pero señalo solamente el esquema: la niña desbanca del corazón del padre el amor de la esposa-. La niña, ¿qué sentimientos siente hacia su padre? Por una parte, miedo; pero, por otra parte, atracción; una especie de seducción ejerce sobre ella -sentimiento ambivalente-. Pasan muchas cosas en la novela y la pobre Esperanza se vuelve loca, pierde la razón. Y cuando pierde la razón se enamora de su padre.

Podíamos interpretar: cuando pierde el control de su conciencia, de su razón, asoma un sentimiento latente: el amor hacia el padre. Sólo añado que este esquema de sustitución de la madre por la hija en el corazón del padre se repite tres veces en la novela, en episodios marginales.

Con esto a mí no me cabía duda de que en la vida de Rosalía había profundos problemas de orden psicológico; pero que esto se debía exclusivamente a esa relación del padre y la madre y afectaban, creo que exclusivamente, a ese tema de la persecución, de la afrenta -ella es el fruto de una afrenta- y a una cierta incapacidad para comprender el amor. Rosalía está como mutilada en su concepción del amor por esa infancia, por esos problemas de su origen ilegítimo, sacrílego. En la obra era evidente; en toda la obra de Rosalía no hay un solo verso en que se cante la pasión amorosa. Hemos de pensar en su extraordinaria sensibilidad. Pues bien, la pasión amorosa nunca es cantada. Cuando hay pasión aparece siempre el tema del pecado; pasión y pecado juntos. Cuando habla de esto siempre insiste en que la mujer es una víctima; ningún placer, por supuesto: el remordimiento, la vergüenza, el dolor. Nada más. Incapacidad, por tanto, para comprender esa pasión.

Esta forma de concebir la pasión amorosa la encontramos por toda su obra, insisto en que no canta el amor pasión; amor pasión y pecado aparecen juntos, y hay una especial incomprensión de Rosalía ante este tema.

He seleccionado sólo un poemita que, naturalmente, no abarca todos los matices; pero vean ustedes lo que piensa Rosalía de los malos amores; los malos amores son los amores apasionados:


      Era delor y era cólera,
       era medo y aversión,
       era un amor sin medida,
       ¡era un castigo de Dios!
Qu' hay uns negros amores d' índole penzoñenta
que privan os espritos, que turban as concencias,
que morden, s' acariñan, que cando miran queiman,
que dan dôres de rabia, que manchan e qu' afrentan.
       Máis val morrer de friaxen
       que quentarse â sua fogueira.


Este era el punto de su origen; pero, ¿qué decir de su propia historia personal? Porque Rosalía se casó. Antes de nada, quiero hacerles oír las voces de críticos muy autorizados, sobre todo para ver la complejidad del problema y cómo esto tiene unos problemas marginales de estimación social, de si se debe o no se debe mencionar este tema, etc. Creo que ustedes mismos nada más oírlo lo verán. Dice Bouza Brey, y traduzco para no tener que repetir:

«De la mano de su marido entró, pues, Rosalía en la gloria, ya que fue el primer admirador de sus excelsas cualidades poéticas, con sacrificio incluso de las suyas propias. Y nunca jamás le pagará Galicia a don Manuel Murguía el desvelo que puso en dar a conocer las vibraciones de aquel exquisito espíritu. El nombre de Murguía tiene que figurar al frente de toda la obra de Rosalía. Por el cuidado amoroso que puso en su brillo frente a la recatada actitud de su esposa, apartada siempre de los cenáculos donde se forjan, con razón o sin ella, los nombres literarios.

El recuerdo que este homenaje centenario significa vale por igual para los dos seres estrechamente unidos por los dolores en la vida, es rendido a la pareja que tanto luchó por su tierra, por la honra de su tierra. Para los dos seres que, unidos en la tierra por el amor y por el dolor, viven también unidos en los puros espacios de la inmortalidad.»


Es cierto que Murguía ayudó mucho a Rosalía en el aspecto intelectual. Creo sinceramente que, si Murguía no hubiera estado con ella, Rosalía hubiera quemado sistemáticamente lo que iba escribiendo y no lo hubiera publicado. Su marido le arrebató materialmente de las manos los poemas de «Cantares gallegos» y los llevó a la imprenta; se vio metida ya en esta máquina y siguió escribiendo. Pero fíjense ustedes en el agradecimiento a este hombre que la convirtió e n la gran figura literaria.

Voy a leerles otro testimonio:

La envidia, siempre al acecho, forjó la leyenda de las desavenencias, y hasta hubo quien creyó que Rosalía fuera una mártir del sagrado vínculo.


JUAN NAYA                


Y, por último, la opinión de un crítico más moderno y más escandaloso por sus planteamientos:

Siempre he creído que la decisión de casarse con este hombre -Manuel Murguía- es un acto propio de quien, abrumado por las circunstancias, se ve en la necesidad de aceptar la menor oportunidad. Que después hubo disgustos y no pequeños, está probado.


ALONSO MONTERO                


Vean ustedes cómo van cambiando las actitudes según la edad, también, de los críticos.

Las palabras de Alonso Montero son un arma de doble filo. Rosalía se vio obligada por las circunstancias, parece, a casarse. Naturalmente, se alude a la presión social. Claro que sí: hija de cura y con su madre metida en Santiago de Compostela, naturalmente le apetecería evadirse. Pero creo que también alude a otra cosa, que hasta hace muy poco tiempo no se dijo. Rosalía dio a luz a su primera niña a los siete meses escasos de su matrimonio. Podía ser un parto prematuro, naturalmente, por qué no lo vamos a creer así, porque si fuera otra cosa esto sería un arma de doble filo, ya que si Rosalía se vio obligada por esas circunstancias, también Murguía, que era un caballero, se vio obligado por las mismas. De manera que la culpa de las desavenencias habría que repartirlas a partes iguales.

¿Qué decir sobre este tema? Yo no creo que se viese obligada a casarse por las circunstancias; hay algunos hechos que me hacen pensar que no. Es verdad que Murguía era muy bajito, siempre dicen «era casi un enano», pero Rosalía era fea, claramente fea. Comenta con mucha gracia Carballo Calero que Aurelio Aguirre le dedicó un poema en su juventud y le decía:

La hermosura no es más que una quimera.


Esto no se le dice a una chica guapa, por supuesto. Por otra parte, la primera persona importante que le dijo a Rosalía que hacía unos versos maravillosos fue Murguía. Él, que fue historiador, novelista, poeta y periodista famoso ya en esta época, por el año cincuenta y siete, le escribe un artículo a Rosalía en «La Iberia» de lo más halagador, diciendo que «es el comienzo de un gran poeta». Yo, la verdad, es que no me explico cómo pudo hacerlo, porque son versos malos, muy influidos por la poesía romántica, con muy poca originalidad. Quizá, quizá se pueda allí atisbar algo, pero tuvo una perspicacia especial. Y era un señor muy importante -con todo lo bajito que fuera- quien le dijo a Rosalía que escribía maravillosamente.

¿Se casó obligada? Pues yo creo que no. ¿Fue feliz? Pues creo que no.

El resumen de la historia personal de Rosalía en su matrimonio se puede encontrar en su obra. Rosalía está desilusionada del amor, del buen amor, de ese amor que no es pasión; el amor basado en una comprensión y en unos sentimientos de afecto más que de pasión. Al final, Rosalía dirá que aquello es una ilusión, como tantas otras, que se desvanece con la edad.

Aparte de eso, había un hecho que a mí siempre me llamó la atención: Murguía, antes de morir, destruyó todas las cartas de su mujer, y él era muy listo, y no las destruyó sin darse cuenta de lo que hacía. Vean ustedes lo que dice:

«Como ya se acercan los días de la muerte he empezado por leer y romper las cartas de aquella que tanto amé en este mundo. Fui leyéndolas y renovándose en mi corazón alegrías, tristezas, esperanzas, desengaños..., pero tan llenas de uno que al hacerlas pedazos, como cosas inútiles y que a nadie importan, sentí renovarse las alegrías y dolores de otros tiempos. Verdaderamente, la vejez es un misterio, una cosa sin nombre. Cuando he podido leer aquellas cartas que m e hablaban de mis días pasados sin que ni mi corazón ni mis ojos sangraran. ¿Para qué?, parece que me decían; si hemos de vernos pronto ya hablaremos en el Más Allá.»


A mí esto me recuerda unos ajustes de cuenta. Me recuerda unos versos de Bécquer, cuando dice:


   Allí, donde el sepulcro que se cierra,
abre una eternidad;
todo lo que los dos hemos callado
lo tenemos que hablar.


Me suena a eso. Y sigue:

«Pero si las leí sin que mi alma se anonadase en su pena, no fue sin que el corazón que había escrito las líneas que acababa de leer se me presentase tal como fue, tal cual nadie es capaz de presumir».


Es decir, que Murguía destruyó la imagen de Rosalía tal como fue, «tal cual nadie es capaz de presumir». Hay que pensar que no debían ofrecer estas cartas una imagen muy hermosa de Murguía y que quizá por eso decidió destruirlas, pero también es muy posible que no ofreciesen una imagen tan suave y tan perfecta de Rosalía como después nos ha llegado. Porque en los fragmentos conservados vemos que ella le hace reproches -«no me escribes», «no vienes», «estás fuera de casa»-, pero se lo decía con una aspereza, con un tono que nos hace pensar que él tenía también que templar bastantes gaitas. Ella misma se lo dice: «Tú templas muy bien la aspereza de mi carácter.» Era consciente de que no era nada suave con su marido.

El resumen de esa historia amorosa sería que el amor es una ilusión que se desvanece, y ante ello sólo cabe afirmarse y aguantar. Esta es la postura que Rosalía tiene siempre en la vida; ninguna huida, ningún falso consuelo, eso se acaba con los años, pues aquí nos aguantamos porque no hay otra realidad. Les voy a leer un poema como ejemplo:


    Tú para mí, yo para ti, bien mío,
murmurabais los dos.
Es el amor la esencia de la vida,
no hay vida sin amor.
¡Qué tiempo aquel de alegres armonías,
qué albos rayos de sol,
qué tibias noches de susurros llenas,
qué horas de bendición!
Después, cual lampo fugitivo y leve,
como soplo veloz,
pasó el amor, la esencia de la vida,
mas... aún vivís los dos.
Tú de otra y de otro yo -dijisteis luego-,
¡oh mundo engañador!,
ya no hubo noches de serena calma,
brilló enturbiado el sol,
y aún vieja encina resististe,
aún late, mujer, tu corazón.
No es tiempo ya de delirar,
no torna lo que por siempre huyó.
No sueñes, ¡ay!, pues que llegó el invierno,
frío y desolador.
Huella la nieve valerosa
y cante enérgica tu voz.
Amor, llama inmortal, rey de la tierra,
ya para siempre ¡adiós!


Con esto me paso ya a lo que fue Rosalía, porque creo que esa manera de despedirse del amor nos está hablando de una energía y de una reciedumbre de carácter que se aparta un poco de la imagen habitual. Hay multitud de anécdotas sobre cómo era Rosalía. No me voy a parar en ellas. A mí me gusta especialmente una y la voy a contar:

Cuando se murió había en la puerta de su casa una mendiga llorando; la consolaron y ella sólo dijo: «Siempre que vine a pedir me acompañaba hasta la puerta.» A mí me gusta especialmente esta anécdota porque si es verdad que Rosalía era así, tenía una especial nobleza, unida a una gran generosidad y sencillez de carácter. Lo daba todo, y tenía que ser su hija Alejandra, la más mayor, la que regía un poco la casa, porque Rosalía, en cuanto se lo pedían, lo desperdigaba a manos llenas. Pero me interesa señalar, sobre todo, las falsas imágenes que se han creado en torno a ella.

Esa imagen de una Rosalía dulce, llorona, melancólica -como dice la hija de una amiga mía, profesora de literatura, que le llama «la húmeda»-; pues bien, yo quisiera decir que Rosalía no es esta «húmeda» que se pasa la vida lloriqueando. El primero -cronológicamente- de los poemas de «Cantares gallegos» es ese poema de «Adiós, ríos; adiós, fontes; adiós, regatos pequeños». Es el adiós de un emigrante; es el gallego que se va. Naturalmente, se despide de la huerta y de la vaca, y se acuerda del camposanto, de todo, de todo, muchos «iños», muchos. Pero ahí hay una estrofa que alude claramente a la injusta situación social de este emigrante, y había una segunda que su marido le suprimió -a lo mejor no fue su marido, pero yo creo que sí porque Murguía se preocupó siempre de dar la imagen más edulcorada posible de Rosalía. Le limaba los versos. Desde que ella murió, donde ella ponía: «este es el fruto podrido de la vida», Murguía ponía: «es el amargo fruto de la vida». Se lo suavizaba. Al libro «En las orillas del Sar» le añadió al final un poema religioso, porque era una visión tan terrible la que ofrecía que, poniéndole al final aquel poema religioso, al final sobre todo, aquello quedaba un poco paliado.

Les voy a leer de aquel poema tan sentimental, tan lloroso, la estrofa que se suprimió y la que quedó. El emigrante dice:



    Mais son probe e mal pecado,
a miña terra n' é miña,
que hastra lle dan de prestado
a veira por que camiña
ó que naceu desdichado.

    Por xiadas, por calores
desde que amañeze o día
dóu a terra meos sudores,
mas canto esa terra cría,
todo, todo é dos señores.


Aquí no hay sólo sentimentalismos, creo yo. Y creo que lo mismo se puede decir de alguno de los fragmentos que han quedado de las cartas de Rosalía a su marido:

«Mi querido Manolo:

No debía escribirte hoy, pues tú me dices que lo haga yo todos los días, escaseas las tuyas cuanto puedes -es una sintaxis un poco incorrecta, pero Rosalía no era una persona con estudios-, pues casualmente los dos días peores que he tenido hasta me aconteció la casualidad de no recibir carta tuya.

Ya me vas acostumbrando, y como todo depende de la costumbre ya no me hace tanto efecto. Sin embargo, estos días en que me encuentro enferma, como estoy más susceptible lo siento más -vean cómo va alternando la acusación con la disculpa-. Te perdono, sin embargo; aunque sé que no tendrías otro motivo para no escribirme que el de algún paseíto con Indalecio u otra cosa parecida.»


Veamos otro trocito:

«Estando lejos de ti vuelvo a recobrar nuevamente la aspereza de mi carácter que tú templas admirablemente, y eso que a veces me haces rabiar.

Como sucede cuando te da por estar fuera de casa desde que amanece el día hasta que te vas a la cama, lo mismo que si en tu casa te mortificasen con cilicios.»


Otra carta que a mí me conmueve especialmente. Rosalía le habla de su enfermedad -Rosalía fue una mujer enferma desde muy joven, a los treinta años tiene un aspecto terrible-. Tiene que vivir alejada de su marido grandes temporadas por avatares económicos; cada vez que cambiaba la situación política se quedaba Murguía sin empleo.

«Sigo tomando la leche de burra, pues el buen médico no me dijo ni oste ni moste, ni me dio más remedio. Hoy compraré otra botella de cerveza y les regalaré a esos ladrones con título veintiocho cuartos. Gallinas no quiero comprar más, lo mismo me he de morir de un modo que de otro.

Tu tía Teresa está ahí, pues al pasar por allí la niña la vio, pues la llamó ella, y la dijo me diese un recadito y que no venía ella por aquí porque estaba sola la tía Pepa. Yo no salgo, pero, aunque así no fuera, no iría a verla.»


Pobre Rosalía, con estas pequeñeces, con estos líos familiares, con estas rencillas, contando lo de la botella de cerveza, no comprando la gallina porque no tiene dinero.

«Tú ya sabes que cuando estoy enferma me pongo de un humor del diablo, todo lo veo negro, y añadiendo a esto que no te veo y a las circunstancias malditas cien veces, con una bilis como la mía.

No hay remedio, sino redactar una carta como ésta, precisamente dirigida a la persona que más se quiere en el mundo.»


Yo destacaría esta última frase, aquí Rosalía habla de su mal carácter y también de que Murguía es la persona que más quiere en el mundo. De todas maneras, para ella sí que fue un cierto consuelo, aunque el amor le parece que es una ilusión que se desvanece con los años. Veamos lo que dice de su obra:

«Cuando reflexiono de la miseria que puedo sacar de todo me dan ganas de hacer trizas cuentos, novelas y aun mi propia cabeza, que tiene la manía de entretenerse en tales cosas. Estoy observando que hablo en un tono feroz, como si me dirigiese a una cosa mala. ¡Pobrecito mío! Qué dirás de mi mal humor. Sí; estoy de un humor sombrío y puede que estuviese del mismo modo aun cuando no tuviese motivos para ello.»


Rosalía era consciente de esas dificultades de su carácter. No era una malva, sino que era una persona atormentada por muchas cosas. Si estos elementos para interpretarla están tomados de testimonios de su vida; de cartas, de anécdotas, yo quisiera ahora señalar lo que pasa en su poesía. Les he hablado de su concepto del amor, de cómo es sólo una ilusión que se desvanece con el tiempo. Vean ustedes la desesperanza total de Rosalía en su última época:


    Ya que de la esperanza para la vida mía,
triste y descolorido ha llegado el ocaso,
a mi morada oscura, desmantelada y fría
tornemos paso a paso.
Porque con su alegría no aumente mi amargura
la blanca luz del día.
Contenta el negro nido busca el ave agorera,
bien reposa la fiera en el antro escondido;
en su sepulcro, el muerto; el triste, en el olvido,
y mi alma en su desierto.


Rosalía está totalmente desesperanzada y sin ilusiones. Siempre que oigo hablar de esa mujer llorosa y húmeda me acuerdo de un poema que creo que es de los más terribles de Rosalía, que pertenece a «Follas Novas». Se dice de Rosalía que añoraba su tierra, que tenía nostalgia de ella; se queja de estar lejos, se queja de su falta de amor. Pues bien, llega un momento en que Rosalía no se queja de nada; acepta plenamente su destino de ser humano ontológicamente solo y sin remedio:


   Algúns dín: ¡miña terra!
Din outros: ¡meu cariño!
Y éste: ¡miñas lembranzas!
Y aquél: ¡os meus amigos!
Todos sospiran, todos,
por algún ben perdido.
Eu sô non digo nada,
eu sô nunca sospiro,
qu' ò meu corpo de terra
y ò meu cansado esprito,
adondequer qu' eu vaya
       van conmigo.


Ya no le hace falta nada, ya ha aceptado plenamente su condición de ser humano arrojado en un mundo que no entiende. Lo mismo sucede con el dolor. A mí me hace mucha gracia cuando a veces se compara a Bécquer, contemporáneo, el hombre, con Rosalía, la feminidad, la mujer. Bécquer le pide a esas olas gigantes:


   Llevadme con vosotros,
llevadme, por favor,
que tengo miedo de quedarme
con mi dolor a solas.


Pero Rosalía sólo tiene su dolor y eso es lo único que le sirve de compañía, y así lo acepta y así lo expresa:



   No va solo el que llora,
no sequéis ¡por piedad! lágrimas mías,
basta un pesar del alma,
jamás, jamás le bastará una dicha.

Juguete del destino, arista humilde,
rodé triste y perdida,
pero conmigo lo llevaba todo,
llevaba mi dolor por compañía.


Creo que no necesitan interpretación; son palabras muy claras que hablan mucho mejor que nadie pudiera hacerlo.

¿Qué decir de su sentido religioso? Es el gran tema. ¿Es que Rosalía no tenía ningún consuelo de tipo religioso? ¿Quién se atreve a decir esto? Menos mal que lo dijo hace ya algunos años Carballo Calero. De él son estas palabras:

«Na poesía de Rosalía non hay salvación pra o home. As alusión a divinidade son enigmáticas ou contradictorias. O piadoso final de "En las orillas del Sar", semella colofón de circunstancias y está fora da terrible lógica interna do desolado libro


Naturalmente, ese poema fue añadido, como él mismo vio; ese poema Rosalía lo había desechado. Es decir, no hay salvación para el hombre en la poesía de Rosalía. De acuerdo, plenamente. Pero hay muchos poemas religiosos en la obra de Rosalía, no ése solo que le añadió su marido. Hay muchas veces en que Rosalía nos dice que corre a arrodillarse a los pies de un Cristo -siempre de un Cristo, la figura sufriente-; no de Dios, sino la parte humanizada de su divinidad. Se arroja allí y encuentra consuelo. Pero éstos son momentos esporádicos. En Rosalía, pienso yo, la religión eran unos viejos rastros de una sociedad decimonónica y de una familia católica, pero no informaba verdaderamente su vida. La religión a Rosalía no le daba respuesta a las grandes preguntas: «¿Qué somos? ¿Qué es la muerte?», se pregunta, se lo pregunta a Dios. Pero Dios no contesta o ella no le oye contestar:


   ¿Qué somos, qué es la muerte?, la campana
con sus ecos responde a mis gemidos,
desde la altura y sin esfuerzo el llanto,
baña ardiente mi rostro enflaquecido.


La campana contesta, pero nadie más. Entonces es conmovedor cómo Rosalía se dirige a veces a ese Dios que no le contesta. Pero hay un concepto que yo quiero señalar solamente y ya paso a otra cosa. Rosalía ve la religión como una venda, la fe como una venda bienhechora, y le pide a Dios que se la devuelva. Le dice:


   Ves mi sufrimiento,
¿es verdad que lo ves, Señor?,
entonces, piadoso y compasivo,
vuelve a mis ojos la celeste venda
de la fe bienhechora que he perdido.


La fe como una venda bienhechora que le impide ver la realidad. Es decir, no es que la fe ilumine su vida, no, todo lo contrario, la fe le impide ver la realidad. La venda se le ha caído y Rosalía ve una realidad que no entiende y que no comprende.

Por tanto, la religión tampoco fue consuelo en su vida.

Querría señalar en este repaso a su obra el carácter social de gran parte de ella y que no podemos olvidar. La emigración es un gran tema en Rosalía de Castro. Pero desgraciadamente, cuando se toca este tema, cuando se hace un poco de divulgación sobre él, se suele también enfocar desde el punto de vista sentimental: el emigrante que se va, que llora, etc. Yo lo quiero coger desde otro punto de vista, porque me interesa destacar la aspereza y la dureza que puede llegar a tener Rosalía. Se fija, sobre todo, en las mujeres. Los hombres se van. a trabajar; aquí tienen una situación injusta, no pueden lograr su salario y se van a América. Unos mueren, otros vuelven pobres para enterrarse aquí, algunos crean una nueva familia. Pero las mujeres son las que se quedan, las que trabajan la tierra, las que cuidan de los hijos. Antes se iban a América, ahora se van a Alemania; la situación es la misma.

Entonces Rosalía habla con palabras muy comprensivas de esas mujeres, pero también destaca a veces su rebeldía, su cansancio, su hastío. Son sólo cuatro versos; habla una mujer, una de tantas que se quedan esperando la vuelta incierta del esposo. Y la mujer está harta de esperar, harta de esa vida, y su dolor se vuelve rebeldía y desesperanza:


   Non coidaréi xa os rosales
que teño seus, nin os pombos
que sequen, com' eu me seco,
que morran, com' eu me morro.


Así veía los problemas de su tierra Rosalía, no sentimentalmente. Yo señalaría, como resumen de esta parte, ese carácter firme, recio, áspero, la «mala bilis» que ella misma se reconoce, porque de los otros aspectos, suaves, dulces, generosos, ya se ha hablado demasiado. Y en cuanto a su vida, a su visión del mundo, la enorme desolación: sin ilusiones, sin amor, sin esperanza, sin religión, sintiéndose sola y sintiendo no sólo las desgracias que le ocurrieron, que fueron muchísimas, sino ese otro dolor al que se refería Rubén Darío cuando decía:


   Dichoso el árbol, que es apenas sensitivo,
y más la dura piedra, porque ésa ya no siente,
que no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo,
ni mayor pesadumbre que la vida consciente.


Ese es el dolor de Rosalía. Yo he querido dejar para el final lo que creo que fue un consuelo en esa vida tan desolada. Algo que Rosalía llama «mis sombras». No voy a hablar de la «negra sombra», que es otra cosa. La negra sombra, para mí, aunque sé que muchos críticos discrepan de esta opinión, es un símbolo. Se ha dicho que es un símbolo de esa vergüenza de su infancia. Incluso que la negra sombra es ese manteo negro de su padre, que asombra su vida y siempre la matiza. Pero no voy a entrar ahí, voy a entrar en otra cosa que no se había señalado, lo que ella llama «mis sombras» -a la negra sombra no la llama mía-. ¿Qué son esas sombras suyas? Nos ha dejado un testimonio inestimable. Se muere su madre, Rosalía confiesa varias veces su gran amor por ella y nos habla de su enorme dolor. Hay un paralelismo entre esos versos y una de las últimas películas de Bergman. En «Gritos y susurros» vemos cómo llora la persona que se acaba de morir, no sabemos qué le pasa, tiene miedo, sigue sufriendo. Pues bien, Rosalía sigue percibiendo el dolor de su madre en el otro mundo. Su madre acaba de morir y es igualmente extraña al mundo de los vivos ya es un muerto- y al mundo de los muertos porque es todavía un recién muerto. Entonces Rosalía siente la angustia de ese ser que acaba de traspasar la frontera:



   ¡Ah! De dolientes sauces rodeada,
de dura hierba y ásperas ortigas,
¿cuál serás, madre, en tu dormir turbada
por vagarosas sombras enemigas?

   ¿Y yo, tranquila, he de gozar en tanto
de blando lecho y sueño cariñoso,
mientras herida de mortal espanto
moras en el profundo tenebroso?


Su madre se le aparece en sueños, pero lo mismo que la madre siente extrañeza entre los muertos, Rosalía siente extrañeza ante esa madre. Y se espanta. ¿Cómo puedo sentir yo miedo y aversión ante ella? La explicación es muy clara: todavía no se han desvanecido las huellas de su paso por el sepulcro. Tiene un aspecto hierático, frío:



   Y aunque era mi madre aquella
que en sueños a ver tornaba,
ni yo amante la buscaba
ni me acariciaba ella.

    Aun en sueños, tan sombría
la contemplé en su ternura
que el alma, con saña dura,
la amaba y la repelía.

   ¡Aquella a quien dio la vida,
tener miedo de su sombra,
es ingratitud que asombra
la que en el hombre se anida!


Pero, poco a poco, el muerto se va acostumbrando a esa vida de muerto. Hay que decir que este muerto no está en el purgatorio, ni en el infierno, ni en la gloria. Es decir, no está en un Más Allá cristiano. Se mueve -según nos dice Rosalía- en unas vagas esferas por donde también se mueven probablemente esas ánimas de la Santa Compaña. Aquí, al fondo, tiene que haber reminiscencias de religiones primitivas. Pues bien, en ese mundo, la sombra va adquiriendo un aspecto amable y Rosalía ya la acepta plenamente. Vuelve un día a casa y dice:


   No está mi casa desierta,
no está desierta mi estancia,
que aunque no estás a mi lado,
que aunque tu voz no me llama,
tu sombra, sí, sí, tu sombra,
tu sombra siempre me aguarda.


Ya está convertida en una sombra, en una de «mis sombras», que diría Rosalía. ¿Y dónde está? Pues ya lo he dicho, en una de esas vagas esferas:


   Tal magino a sombra triste
de mi ma soya vagando,
nas esferas onde existe.


Las sombras prefieren los lugares que han frecuentado en vida e intervienen en la vida de aquellas personas que han querido. Los emigrantes se han ido y las sombras invaden la casa esperando la vuelta:


   Mirei por la pechadura,
¡qué silencio!..., ¡qué pavor!,
vin no mais, sombras errantes,
que iban e vinhan sin son,
cal voan o lixos leves,
nun rayo do craro sol.


Y sigue interviniendo en la vida de las personas que han querido. En «Follas Novas» nos encontramos con una mujer que ha perdido a su hombre y que siente la tentación de un nuevo amor. Está a punto de entregarse a otro hombre, y las sombras la miran, la están acechando. ¿Qué hace? Pero, en el momento que va a tener lugar esta entrega, la mujer se siente invadida por un hastío que le impide consumarla. No puede, y entonces les dice a las sombras:


   ¡Sosegaos!, mis sombras airadas,
que estoy muerta para los vivos.


Les da la explicación antes que a nadie a sus sombras, porque las sombras forman parte ya de este universo familiar de Rosalía. En una novela lo expresó muy claramente. Le dice un personaje a otro:

«¡Ah! No se comunican contigo, sin duda, los que vagan sin cesar en torno nuestro en invisible forma, o acaso no los entiendes. Pero yo los siento, percibo y comprendo, aun cuando no pueda verlos. No sólo envueltos en las tinieblas los espíritus de los que fueron en el mundo vuelven a él, sino también entre las transparentes burbujas del agua cristalina, en las alas de la brisa o de la ráfaga tempestuosa, en los átomos que voltejean a través del rayo de sol que penetra en nuestra estancia por algún pequeño resquicio. Y hasta en el eco de la campana que vibra con armoniosa cadencia conmoviendo el alma. En todo están y giran a nuestro alrededor de continuo, viviendo con nosotros en la luz que nos alumbra, en el aire que respiramos.

Naturalmente, prefieren los lugares solitarios. Pero cuando ningún vivo nos acompaña, cuando en la playa desierta, en el bosque o cualquier otro paraje aislado nos encontramos sin quien nos mire o nos observe, legiones de espíritus amigos y simpáticos al nuestro se nos aproximan.»


Y, en su último libro, Rosalía habla ya con tanta familiaridad de sus sombras que no da explicación ninguna. Dice así -está hablando de un paisaje a orillas del Sar-:


   No lejos, en el soto profundo de robles,
en donde el silencio sus alas extiende
y da abrigo a los genios propicios
a nuestras viviendas y asilos campestres,
siempre allí, cuando evoco mis sombras
o las llamo, respóndenme y vienen.


Sin más, el lector de Rosalía ya sabe quiénes son sus sombras, no necesita explicarlo más. Y quiero terminar -he hablado del origen, he hablado del matrimonio con la muerte de Rosalía. Rosalía tuvo, según todos sus biógrafos, una muerte ejemplar. Recibió los Sacramentos, le gastó bromas al cura -«Vámonos a Santiago a ganar el Jubileo», le decía-. Mandó destruir todo lo que quedaba inédito -las quemas que sufrió fueron terribles-, pero a mí me gusta señalar otra cosa. A lo largo de sus obras, muchas veces, Rosalía nos habló de la tentación del suicidio. Del deseo de dejar este mundo, de dejarlo de una manera activa, y siempre la tentación más grande era junto al mar, junto al agua. Al lado del Sar, en ese lecho quieto; al lado de las torres del Oeste, en esas aguas profundas, donde dice:


   Nadie que tenga el corazón triste
venga a este lugar,
porque la tentación es demasiado fuerte.


Otras veces lo dice medio en broma, medio en serio. Sobre todo, el mar aparece como el gran tentador para el suicidio:



   Co seu xordo e costante mormorío
atraime o oleaxen d' ese mar bravío,
cal atrái d' as serenas ò cantar.

«N' este meu leito misterioso e frío
-dime- vén brandamente a descansar.»
       «El namorado está de min... o deño!

      Y eu namorada d' él.
Pois saldremos co empeño,
que s' él me chama sin parar, ¡eu teño
un-has ansias mortáis d' apousar n' él!...».


Rosalía se está muriendo. Entra ya en sus últimos momentos: Y sus últimas palabras son: «Abrid esas ventanas, que quiero ver el mar.» En Padrón no se ve el mar; pero a Rosalía se le acercaba el mar de la muerte, se acercaba ese mar que tantas veces la había tentado. La muerte, el mar en que ella iba a penetrar. Y a mí me gusta pensar que, después de esta muerte tan desolada, junto a ese mar, la estarían esperando, como siempre, sus sombras.





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