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ArribaAbajo Tercera parte


ArribaAbajo - 68 -

¡Amada patria!


Así platicaban dos niños a la hora del recreo en la escuela:

-Chapultepec es el bosque más hermoso del mundo.

Luis que era mexicano, decía esto; pero Pedro que era francés, decía esto otro:

-El bosque más hermoso del mundo es el de Bolonia, en París.

- No -repetía Luis-; en el bosque de Bolonia no son tan altos los árboles.

-Sí -decía Pedro-; los hay altísimos, más altos que los de Chapultepec.

-No puede ser -afirmaba Luis-; y, además, en Bolonia no hay un lago tan grande como el que hay en Chapultepec.

-Lo hay, y hasta más bonito; y no es uno solo, sino que son muchos los lagos, y muchos los cisnes y los patos que nada en ellos.

-No lo creo -replicaba Luis-; es imposible que haya un lago más grande que el de aquí.

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-Pues lo hay.

-Pero entonces, los domingos no habrá tanta gente paseando, ni tantos coches, ni automóviles.

-Eso crees, porque no has ido allí; pero, si estuvieras, verías. La fila de coches mide leguas y leguas...

-No, no; eso no puede ser. Ni los coches, ni la gente, ni el lago, ni los cisnes de Bolonia pueden parecerse a lo que aquí vemos los domingos en Chapultepec. Es un bosque muy hermoso.

-¡No vale nada tu bosque! -dijo Pedro en estilo violento.

-¡El tuyo vale menos! -dijo Luis en el mismo tono.

-¡Es horrible tu bosque!

-¡El tuyo lo es más!

-¡No, no!

-¡Sí, sí!

A los gritos descompuestos de los niños, el maestro acudió, y, al saber la causa, dijo así:

-Son reprobables vuestros gritos, pero no lo es la causa de ellos, pues ambos tenéis razón. Para ti, Pedro, el más hermoso bosque es el de Bolonia, porque está en París, y París es la tierra en que naciste. Para ti, Luis, el bosque más hermoso es el de Chapultepec, porque está en México, y México es la tierra donde tú abriste los ojos. Los dos tenéis razón, porque no hay nada más bello y más querido que la Patria. Pedro: tú que eres el mayor, da tu mano a Luis y dile de este modo:

-Chapultepec y Bolonia son dos bosques hermosos; pero tenemos obligación de preferir cada uno   —95→   el nuestro, porque la defensa de la Patria es una obligación desde que sabemos hablar. Así, alabo tus gustos y los respeto, rogándote que alabes y respetes los míos.

Pedro tendió la mano a Luis, y éste aun más generoso todavía, se arrojó en sus brazos. El maestro aplaudió, y todos los niños gritaron en coro: ¡Viva México! ¡Viva la Patria!

Pero a este grito, glorioso y argentino, Pedro recordando su bosque y su tierra, a los que no veía desde mucho tiempo atrás, llevó la mano a los ojos y rompió a llorar.

Entonces el maestro, comprendiendo la causa de esas lágrimas, gritó con vigor:

-Consolad a este niño que está en tierra extranjera, y gritad juntos conmigo: ¡Viva Francia! ¡Vivan los franceses!

Todos los alumnos alzaron los brazos con entusiasmo loco, y las paredes de la clase se estremecieron al oír aquel grito vibrante y hermoso que decía:

-¡Viva Francia!

Pedro, al oír aquello, enjugó sus lágrimas, y una hermosa sonrisa, tan hermosa como un arco iris, se pintó en su rostro.

Amad a la patria, pero quered y respetad a los extranjeros como si fueran hermanos.


Cuestionario

-¿Cómo se llamaba el niño mexicano? -¿Y cómo el niño francés? -¿De dónde era Pedro? -¿Cuál era el nombre de su bosque? -¿Debemos amar a la Patria? -¿Cuál es nuestra obligación con los extranjeros? -¿Por qué lloró Pedro? -¿Pudieron consolarlo sus compañeros?





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ArribaAbajo- 69 -

¡Duerme, niño lindo!


-Un día la mamá de Juan dijo a éste:

-Voy a salir, y mientras vuelvo, tú quedarás al cuidado de Luisín. En la cocina está la vieja Ana haciendo la sopa; pero tú, que eres casi un hombre, porque ya tienes seis años cumplidos, permanecerás en la alcoba divirtiendo a tu hermanito pequeño. Espero que sabrás cumplir con mi encargo. Hasta luego, Juanillo.

-Puedes ir tranquila, mamá, -respondió el obediente niño; -yo cuidaré de Luisín.

Y en efecto, tan pronto como la señora salió, Juan se acercó a la cuna, y como Luisín, que apenas contaba dos años, comenzó a llorar, el niño le dijo:

-Mamá no tarda; cállate, porque puede venir el coco. Y si no lloras, te voy a regalar unas cositas muy lindas.

Diciendo esto, salió a la otra pieza y trajo el gran muñeco rojo que decía en tono amable: mamá, papá; buenos días buenas noches.

Y como Luisín no callaba, trajo el ganso amarillo que hacía ¡guf, guf, guf!

Y como ni así callaba tampoco, trajo el sapo verde, que hacía ¡crac, crac, crac!

Este sapo era tan gracioso, tan bonito, tan divertido, que Luisín al ver cómo abría la boca y cerraba los ojos para lanzar su ¡crac, crac!, no pudo más, dejó de llorar, y soltó una alegre carcajada...

Contento ya, jugó con regocijo poniendo en fila el ganso amarillo, el muñeco rojo y el sapo verde.

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Juan trajo, además, cuatro soldados de barro, pintados de azul.

Y con todos esos juguetes, y con todos esos colores en movimiento, Luisín comenzó a cerrar los ojos y se quedó dormido.

Entonces Juan, su hermano, bajó las cortinillas de la cuna y cantó con voz muy suave esta dulce canción:


A la rorro niño...
a la rorrorró...
Duérmete, niñito
de mi corazón...

Y mientras la vieja Ana trajinaba en la cocina y hacía la sopa de ajo, la madre de los niños volvía, y al ver a Luisín dormido y a Juan cantando junto a la cuna sonrió con dulce sonrisa, abrazó a Juanillo, y dándole un beso en la frente, le dijo:

-He aquí el premio de tu obediencia y de tu buen corazón.


Cuestionario

-¿Qué canción cantó Juan a Luisín? -¿Qué juguetes le trajo? -¿De qué color eran el muñeco, el ganso y el sapo? -¿Cómo se llamaba la vieja criada? -¿Cuántos años tenía Juan y cuántos Luisín? -¿Era Juan un niño obediente? -¿Supo cumplir con el encargo de su madre? -¿Recibió la recompensa de su acción?






ArribaAbajo- 70 -

¡Tan, tan, tan!


-¿Qué quiere decir ese tan, tan, tan?

Es la campana que llama al comedor, porque ya está la comida en la mesa.

La pequeña Lucía, que paseaba en el jardín, oye con atención las tres campanadas, y se apresura a entrar en el comedor, porque sabe que su madre se disgusta cuando tarda.

Va hacia el lavabo para asear sus manos, y después de secarlas convenientemente con la toalla blanquísima, se acerca a la mesa y toma asiento junto a su hermana mayor.

Extiende la servilleta y la coloca, por medio de un broche, alderredor de su cuello. Hay que cuidar de que esté bien asegurada para que no resbale y haya riesgo de manchar el piqué de su bata blanca.

Lucía muere de hambre y de sed; pero sabe bien que los niños deben esperar a que se les sirva; y así, aguarda pacientemente a que le acerquen el plato con la sopa.

Teresa, la hermana mayor, sirve primeramente a don Fernando, el jefe de la casa; después a doña Lucía su esposa; después al tío Rafael, que es un señor alto, delgado, que nunca abre la boca para decir una palabra; después a Pedrín, el hijo mayor, y después a la pequeña Lucía.

Cuando ya todos están servidos, Teresa pone en su propio plato algunas cucharadas de sopa, y comienzan a saborear las viandas.

Lucía quisiera decir que aquella sopa tiene mucha sal; pero el tío Rafael, que nunca ha abierto la boca   —99→   para decir una cosa semejante, impide a la niña expresar con franqueza su opinión. Aquello disonaría, sería una frase de mala educación. Así, la pequeña Lucía acaba la sopa sin decir en alta voz el defecto que le encuentra; y la comida transcurre dulce y tranquilamente, al rumor discreto de los cubiertos y de la voz de daña Lucía, que refiere un recuerdo de su infancia.

Lucía cuida de no manchar el mantel, aquel mantel más blanco que un pétalo de lirio. Sería terrible que cayera en él una gota de salsa.

Cuando lleva el vaso de agua a sus labios, cuida de no beber con precipitación, porque esto no es de personas delicadas.

-Lucía -dice su padre-, ¿quieres más jamón? Lucía dice que sí, y Teresa pone más jamón en el plato de la pequeña.

Pero si don Pedro no hubiera dicho que se le sirviera mayor cantidad, Lucía no se habría atrevido a pedirlo, porque sabe también qué las reglas de la buena educación impiden repetir los manjares.

Mientras Teresa y el tío Rafael hablan amigablemente de la variedad de las frutas y de las flores en el mercado, la pequeña escucha sin interrumpir. Lucía nunca interrumpe a los demás, porque esto no debe hacerse. Su mamá se lo ha dicho muchas veces en un tono grave, y ella no lo ha olvidado.

Concluida la comida, don Fernando bendice a sus hijos, y Lucía, después de quitarse la servilleta y de doblarla con mucho cuidado, se levanta de la silla y sale al jardín.

Es un día hermoso, y Lucía goza de él con el alma   —100→   tranquila y feliz de quien no ha recibido en mucho tiempo un reproche.

He aquí una niña que puede servir de modelo.


Cuestionario

-¿Se debe interrumpir la conversación de los mayores? -¿Es una falta manchar el mantel? -¿Es preciso colocarse al cuello una servilleta cuando vamos a la mesa? -Lucía ¿era una buena o mala niña? -¿Debemos imitarla? -¿De qué hablaban Teresa y el tío Rafael? -¿Era este caballero muy bien educado? -¿Qué hacía don Fernando al finalizar la comida?






ArribaAbajo - 71 -

La rosa amarilla


(Para recitar de memoria)




   Amarilla volviose
la rosa blanca,
por envidia que tuvo
de la encarnada.

   Teman las niñas  5
convertirse de blancas
en amarillas.


Explicación

Una rosa blanca se moría de envidia mirando el color encarnado de otra rosa que estaba cerca de ella; y tanta fue su envidia, que se enfermó de muerte y se volvió amarilla. Las niñas no deben permitir que penetre en su corazón el defecto de la envidia, pues ella afeará su semblante y su alma. Huyamos de la envidia como de una serpiente venenosa.





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ArribaAbajo- 72 -

El caracol desobediente


El cielo está oscuro; las nubes se amontonan amenazando tempestad; el aire mece bruscamente las ramas de los árboles.

Poco después, la lluvia cae a torrentes; y más tarde el aguacero comienza a decrecer, y acaba por retirarse.

En los caminos, bandadas de caracoles se arrastran lentamente, respirando con delicia el aire fresco de la tarde.

Un caracol prudente se oculta bajo algunas hojas caídas, y su hijo, un caracolillo alegre y juguetón, viene y va, alzando sus cuernos con valentía.

El padre le dice:

-En esta húmeda tarde corremos peligros. Ocúltate, como yo, bajo las hojas, si no quieres que la mano de algún hombre te levante del suelo y te lleve a su cocina para freírte en una sartén.

Pero el caracolillo imprudente no escucha los consejos de su padre, y sigue yendo y viniendo por los senderos.

Cada vez se aleja más del caracol que lo aconseja, y cuando menos lo teme, una ruda mano lo levanta del suelo y se lo lleva en un canasto.

El caracolillo, asustado, muerto de miedo, hunde sus dos cuernos en la concha; pero esto no puede defenderlo del peligro, y poco después se ve encerrado en una especie de caja de madera, muy oscura, de la cual sale más tarde para caer violentamente en una gran cacerola, donde su pobre cuerpo se abrasa.

  —102→  
¡Oh, caracol imprudente!
caracol, caracolillo,
que por ser desobediente,
en una sartén caliente,
¡quemaron tu cuerpecillo!...  5

La desobediencia puede acarrearnos graves daños y hasta la muerte.


Cuestionario

-¿Qué dijo el caracol prudente a su hijo? ¿Se hubiera salvado si hubiese escuchado los consejos de su padre? ¿Dónde se escondía el caracol consejero? -¿Cómo murió el caracolillo desobediente? -¿Qué puede acarrearnos la desobediencia?






ArribaAbajo- 73 -

Alfonso


(Relato de un niño)


-Hoy -dijo la maestra-, va a entrar en la escuela un alumno nuevo; os recomiendo comedimiento para tratarlo. Evitad las risas y los secretos; portaos correctamente mientras os haga la presentación.

Y en la tarde, cuando todos estábamos en nuestros pupitres escribiendo las planas, una señora entró en el salón llevando de la mano a un niño. Este niño era el alumno nuevo.

Todos los rostros se volvieron para mirarlo, y casi ninguno de nosotros dejó de sonreír con cierta   —103→   risilla burlona, porque Alfonso, el nuevo: alumno, era jorobado.

La maestra, como había dicho antes, hizo la presentación del niño, y durante su alocución, mis compañeros y yo nos secreteamos a hurtadillas, reímos con disimulo e hicimos todo género de visajes para indicar con ellos que no pasábamos por alto la joroba de Alfonso.

Concluyó la presentación, terminó la clase y salimos a recreo.

Todos los niños se reunieron en grupos apretados, dirigiéndose al centro del patio, mientras Alfonso, en silencio, tomaba asiento en la banca del rincón.

Quisimos hacer ante él derroche de alegría, y comenzamos a jugar bruscamente, empujándonos con violencia.

Pero fue tal y tan fuerte la embestida, que yo caí al suelo de espaldas, haciéndome una herida en la cabeza.

Los niños, en el entusiasmo del juego, no pudieron ver que yo había caído y que la sangre manaba de aquella herida, y con los pies me lastimaban el cuerpo y la cabeza; pero en ese momento, Alfonso, que veía la escena desde la banca, saltó violentamente y corrió hacia mí.

Con fuerzas increíbles me levantó, y sosteniéndome por los brazos, gritó valientemente:

-¡Atrás, atrás...! ¡Ved que hay un compañero herido!

Y, a sus voces enérgicas, los niños interrumpieron los golpes, y la maestra vino a auxiliarme. Todos los niños, que eran mis amigos y que me   —104→   querían, tendieron su mano a Alfonso al ver que él, olvidando nuestras risillas de burla, había venido a salvarme.

Este acto generoso le valió el cariño de la clase entera. De un golpe conquistó los corazones de todos, y yo, le llamé, desde ese instante, mi amigo predilecto.

Compañeros: no os burléis nunca de los defectos físicos de los demás, porque ya veis que debajo de una joroba puede haber un gran corazón.


Cuestionario

-¿Cuál fue la recomendación de la maestra antes de que Alfonso entrara al colegio? -¿Por qué rieron con burla los niños al ver al nuevo alumno? -¿Es justo reír de los defectos de las personas? -¿Era piadoso que al salir los niños al recreo dejaran a Alfonso en la banca del rincón? -¿No debieran mejor invitarle a compartir sus juegos? -¿Cuál debió haber sido la conducta de los niños con Alfonso?






ArribaAbajo- 74 -

Los diez enanos


Inesilla, que contaba doce años, era huérfana de madre, y tenía que coser la ropa de su padre y de sus cinco hermanitos.

Inés vivía en la calle del Mirto, y siempre estaba ocupada, cose y cose...

Luisa, que vivía en la misma calle, era también huérfana de madre y tenía igualmente que coser la ropa de su padre y de sus hermanos. Luisa tenía trece años; pero en vez de ser más hacendosa que su amiga, por ser mayor que aquélla, era perezosa.   —105→   Y al fin de la semana, mientras que el canasto de Inés estaba lleno de ropa recosida y muy bien doblada, el canasto de Luisa estaba completamente vacío y la ropa rodaba por las sillas.

Un sábado, después que Inés terminó su costura, arregló sus cabellos, se puso el chal y fue a visitar a Luisa.

Esta, triste, disgustada, casi llorando de ver su canasto vacío, recibió a su amiga en la salita de la casa.

-¿Qué tienes? -le preguntó Inesilla-; ¿por qué te encuentro llorosa, despeinada, casi de mal humor?

-Tengo tristeza, disgusto y cólera-, dijo Luisa, porque hoy es sábado, y no he podido acabar de coser la ropa. Mañana domingo tendrán que cambiar sus trajes mi padre y mis hermanos, y no hay ninguna prenda recosida que darles... Esto me pasa muy frecuentemente, y no sé qué hacer para encontrar el remedio. Quisiera yo que se me apareciera una hada, y que ella me hiciera el trabajo.

-Querida amiga -dijo Inés después de oír a Luisa-: en otro tiempo a mí me pasaba lo mismo que a ti. Se llegaba el sábado, y yo no había podido acabar de coser la ropa de mi familia. Pero he aquí que un día, estando yo en la puerta de mi casa pensando en que mi canasto estaba aún vacío, grité como tú: «¡quién pudiera llamar a una hada para que me ayudase!». Y no bien acababa de decir esas palabras, cuando una señora se me apareció y me dijo: «Yo soy esa hada que deseas, y aquí vengo a poner el remedio a tus males. Toma esos diez enanillos que aquí te dejo: ellos harán la costura».

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El hada desapareció, y los diez enanos me ayudan a coser desde entonces...

-¡Es posible! -gritó con entusiasmo Luisa-; ¡por favor, préstame esos enanillos para que me ayuden a mí también!

Entonces, Inés, mostrando a Luisa los diez dedos de sus manos, le respondió:

-Estos son los enanillos, y tú también los tienes contigo. Encomienda a ellos el trabajo, y verás qué pronto lo acabas.

Esto significa que no hay mejor ayuda que la de nuestras manos.

Cuando la pereza quiera acometeros, dejad que las manos trabajen afanosamente, y la tarea estará concluida muy presto.


Cuestionario

-¿Quiénes eran los enanos del cuento? -¿Cuál de las dos amigas era la perezosa y cuál la trabajadora? -¿Tenían padre y madre esas niñas? -¿En qué calle vivía Inés? -¿Para quiénes cosía Luisa la ropa? -¿Qué hay que hacer para terminar rápidamente una tarea?






ArribaAbajo- 75 -

Juego divertido


Algunas tardes, cuando el papá y la mamá están descansando de sus trabajos, Guillermo, su hijo, a quien por cariño llaman Guillito, gusta de jugar con ellos.

Algunas veces el señor Duarte hace de caballo. Se pone sobre la alfombra, en cuatro pies, y Guillito monta sobre su espalda.

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-¡Hop, hop, hop! -grita Guillo, alzando los brazos para azuzar al animal, que suele ser un poco brioso.

El papá encorva la espalda y la baja para manifestar que es un caballo bueno, que se dispone a caracolear. Pero Guillito es un soberbio jinete; aprieta sus piernas sobre la cabalgadura, y ésta no logra moverlo de la silla. Además, para mayor seguridad, el niño rodea con sus brazos el cuello del caballo, y por más que éste brinca, se mueve y salta, Guillo encantado, riendo con todas sus fuerzas, continúa inmóvil sobre la montura, como la estatua ecuestre que hay en la Reforma.

Y mirando que el caballo no logra su intento de arrojar por tierra al jinete, éste baja orgulloso y pasea su triunfo a lo largo de la alcoba.

Otras veces el juego es más peligroso, porque el señor Duarte hace el papel de un terrible león; salvaje y feroz.

La fiera brinca furiosa, ruge con voces formidables y aterradoras, rasca con sus garras los flecos del tapete, agita la cabeza con desesperación y cólera, y se echa por fin a correr detrás de Guillito, quien todo tembloroso por el miedo, corre a acurrucarse como un ratoncillo en el regazo de su madre.

Pero el león, sediento de sangre, llega hasta allá, mete la cabeza en el delantal de la señora y atrapa al niño, cuyas mejillas se come... a besos.

En otras ocasiones se juega al vendedor.

El señor Duarte sale al corredor, sube a Guillito en sus espaldas, lo cubre con una colcha y vuelve hacia la recámara.

  —108→  

-Pam, pam, pam.

Es que llama a la puerta de la alcoba. La señora Duarte grita:

-¡Adelante!

Y el vendedor entra con su mercancía a la espalda, oculta por la colcha.

-Buenas tardes -dice la mamá.

-Soy un vendedor, señora; vengo de muy lejos; aquí traigo un perrito chihuahueño que va a gustaros mucho.

-No, -responde la señora-; no deseo ningún perro.

-¡Ah! pero es que no lo habéis visto; es un perro precioso, muy bien educado, que sabe andar en dos pies, dar la mano, reír, hablar...

-¿Cuánto vale? -dice la señora, convencida al fin.

-Veinte pesos.

-Serán quince.

-Está bien, señora; aquí tenéis el perro.

Y la señora Duarte recibe, en vez de un perro chihuahueño, al muy pícaro de su Guillito, que cae sobre su regazo materno en medio de estruendosas carcajadas...

Y he aquí cómo pasa los ratos de descanso una familia honrada.

No hay mejores juegos que aquellos que los niños comparten con sus padres.


Cuestionario

-¿Cuánto pagó la señora Duarte por el perrito chihuahueño? -¿Qué cosa sabía hacer ese perrillo sabio? -¿Cómo ocultó el señor Duarte al niño, después que lo puso sobre sus espaldas? -¿Qué fiera fingía, el señor? -¿Cómo se llamaba el niño? -¿En qué pieza de la casa jugaban todos? -¿Cuáles son los mejores juegos?





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ArribaAbajo- 76 -

¡Escuchad el consejo!


(Versos para recitar de memoria)




   Dio Juana en la necedad
de estarse siempre mirando
al espejo, y contemplando
su extremada fealdad.

    Y al ver siempre en el reflejo  5
de aquel cristal, la Verdad,
airada rompió el espejo.

   Así hay muchos que reniegan
de los amigos que llegan
a darles un buen consejo.  10




ArribaAbajo- 77 -

La cabra Viqueta


[La cabra viqueta]


- I -

Viqueta es una cabra rebelde y vagabunda, que ha huido del establo porque prefiere la libertad. Allá en el corral de la casa tenía las dulces caricias de su ama y la fina hierba que ésta compraba diariamente. Pero Viqueta ha desdeñado todo eso, y sólo quiere vagabundear y correr libremente. Vedla subiendo y bajando por las rocas, y mordiendo la hierba salvaje que prende sus raíces en las piedras.

Después que sacia el hambre, se echa a correr como una loca por las veredas escarpadas.

Esta vida montaraz la ha transformado. Ved su pelo áspero y largo, donde se prenden las púas de   —110→   los cardos. Sus ojos, antes limpios y suaves, son ahora hoscos y duros. Su voz ha enronquecido, y asusta a los pájaros.

Pero a Viqueta no le importan nada estas cosas. Quiere libertad; quiere correr; quiere vivir a su antojo sin la menor sujeción, sin la menor cadena.

Ya no se ve obligada, como antes, a acostarse a determinada hora sobre la paja blanca del establo. Hoy, si quiere, se acuesta; si no, no.

Hay noches enteras que se las pasa brincando, mientras los pájaros duermen en los árboles y las estrellas brillan en la altura.

Es feliz, porque bebe agua en el torrente, porque come hierba de los campos salvajes, porque el viento fuerte y caliente de la primavera acaricia su pelaje...




- II -

Pero he aquí que el otoño llega, y que la hierba comienza a enrojecer y a tostarse con los primeros fríos.

Y he aquí que el otoño pasa rápidamente, y que el invierno se presenta de pronto, implacable, duro, terrible, congelando el torrente, agotando la hierba, cubriendo el campo con un manto de nieve.

Los copos bajan y bajan; y Viqueta, helada, aterida medio muerta, no encuentra un refugio donde meterse.

No puede beber agua, porque el torrente es un gran trozo de hielo tirado en la hondanada; no puede comer, porque la hierba ha desaparecido. El viento hiela sus huesos; la nieve hiere sus ojos... ¿Qué hacer?

  —111→  

Viqueta, sin quererlo, vuelve su pensamiento hacia el establo, donde la paja tibia forma colchón mullido; donde la hierbecilla sabrosa no falta en el rincón; donde las tablas abrigan del viento; donde la mano del ama acaricia; donde su voz conforta...

Ahora, la soledad de los campos salvajes le parece espantosa. La nieve los cubre con un sudario de muerte.

Viqueta no resiste. Endereza la cabeza rebelde, y con nueva voluntad, que esta vez es digna de aplauso, dirige sus pasos hacia el establo de su ama, al que llega por fin después de caminar fatigosamente en medio de la nieve y del viento.

La bella Juana, el ama de Viqueta, que ha oído ruido fuera del establo, se asoma, y al abrir la puerta, Viqueta, vacilante, medio muerta, entra en la cocina y cae a los pies de Juana, demandando con su actitud el perdón de sus culpas.

Juana perdona a Viqueta; y la cabra vuelve a sentirse feliz recordando ahora que más que la libertad a solas, valen las dulces cadenas del cariño, impuestas por los que nos quieren.

No lo olvidéis, y cuando las obligaciones que os exigen vuestros padres y maestros, comiencen a pesaros, recordad la historia de Viqueta.

Recomendación: Haced que los niños relaten esta historia.





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ArribaAbajo- 78 -

La avispa


El padre de Margarita era un hombre muy ilustrado, que gustaba de coleccionar toda clase de insectos para estudiarlos.

Un día, antes de salir, dijo a su hija:

-Ten cuidado de no tocar el pomo verde que está sobre la columna, pues guarda una cosa de mucho interés para mí.

Y aunque la chiquilla pareció atender muy bien la recomendación de su padre, tan pronto como éste salió, corrió hacia el estudio y se puso a rondar la columna, preguntándose con ansia: ¿Qué puede haber dentro de ese pomo? ¿Serán cosas de comer? ¿Frutas, ciruelas, azucarillos...?

La niña, embargada por la curiosidad, se dijo después de un momento:

-Voy a abrir el pomo, y como papá no sabrá que lo abrí, no podrá llamarme desobediente y no me castigará tampoco.

Dicho esto, Margarita, después de mirar hacia todos lados para convencerse de que nadie la veía, alargó los brazos, tomó el pomo y lo puso en el suelo.

En seguida sentose en la alfombra, desatornilló la tapa del frasco y metió la mano en él; pero no bien acababa de hacerlo, cuando un grito agudísimo se escapó de la boca de Margarita... ¿Qué había pasado? La niña, sin comprenderlo aún, sacó violentamente la mano del frasco, y una gran avispa de alas amarillas salió de allí zumbando. Este avechucho acababa de clavar su aguijón en la enano de Margarita, y la infeliz niña, revolcándose de   —113→   dolor, no acertaba sino a dar largos pasos por el estudio, apretándose la mano debajo del brazo.

Hubiera querido gritar, llamar, pedir auxilio; pero todo aquello la habría denunciado; así, sólo le quedaba medir la pieza con pasos desesperados y llorar en silencio.

Pensó que su padre no tardaría; por lo tanto, se apresuró a tapar muy bien el frasco, y salió de la pieza.

Pero no contaba con lo peor; con que su mano, donde el aguijón del animal se había clavado, comenzaba a hincharse rápidamente, convirtiéndose; en una cosa horrible, monstruosa, nunca vista...

Acababa de hacer esta observación, cuando su padre llegó de la calle. Este, al ver los ojos enrojecidos de la niña, se acercó a ella para preguntar la causa de su llanto; pero Margarita no tuvo que hablar, porque su papá había clavado, ya los ojos en aquella mano monstruosa...

-Un animal te ha picado, le dijo inmediatamente; ¿cómo?, ¿dónde?... Veamos...

Al observar la picadura, una sospecha, cruzó por su mente, y dirigiéndose al estudio, fue- en busca del frasco; pero no tuvo que destaparlo para convencerse de lo sucedido, porque la avispa revolaba zumbando en el aire...

-Hija mía -dijo el caballero a la niña-, no tengo que castigarte por tu desobediencia, porque estás suficientemente castigada.

Y realmente lo estaba, porque los dolores de Margarita   —114→   eran atroces, y su mano, deforme y roja, semejaba un animal monstruoso.

Evitad la desobediencia.


Cuestionario

-¿Qué hizo Margarita cuando su padre salió de la casa? -¿Qué había en el frasco? -¿Qué hizo la avispa al salir? -¿Qué castigo recibió la niña? -¿Qué debemos evitar?






ArribaAbajo- 79 -

Los periquillos


-¡Qué bonita es la escuela y cómo quiero a mi maestro! -decía casi a gritos un periquillo, desde la más alta rama de un álamo gigantesco.

-Y yo- respondía otro perico, no puedo vivir sin asistir diariamente al colegio; cuando no puedo venir me fastidio.

-Lo mismo yo -gritaba una cotorra que venía, volando.

-Y yo lo mismo -contestaba un loro que acababa de llegar.

-No hay cosa más bella que el colegio -gritaron en coro todos los loros y todas las cotorras, que estaban posados en aquel álamo hermoso.

En ese árbol estaba la escuela. El maestro, un loro viejo y reposado, que tenía algunas plumas rojas entre las verdes, estaba con un libro en la mano, y repasaba la lección a los pericos:

-Ba, be, bi, bo, bu.

  —115→  

Todos los loros, obedientes y encantados, repetían con alegría.

-Ba, be, bi, bo, bu.

Bien sabían los pericos que el tiempo mejor para aprender es el de la niñez, y por eso escuchaban atentamente, repitiendo con todo empeño las palabras del profesor.

-¿Queréis -decía el maestro- que repasemos la aritmética?

-Sí, sí, sí- contestaban todos los pericos.

Y la lección comenzaba:

-Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis...

Después de un buen rato de repasar los números, el loro maestro decía:

-Veamos ahora el solfeo, ¿queréis?

-Sí, sí -volvían a decir los pericos.

Y el maestro comenzaba:

-Do, re, mi, fa, sol, fa, mi, re, do.

-¡Qué lindo! -decían unos mirlos que estaban en una encina-; ¡lástima que nosotros no podamos estar en esa escuela!

Efectivamente, como aquel colegio era sólo para pericos, los mirlos no podían ir a él.

-Veamos la recitación, indicaba el profesor. Y los pericos, en coro, decían:


Cogeré
la patata
con el pie;
no hablaré
de la pata...  15

  —116→  

-Muy bien, muy bien -decía el maestro-; la buena crianza manda que no se diga pata, sino pie. Veo que atendéis perfectamente a mis lecciones de educación. Veamos ahora la ortografía: ¿con qué letra se escribe zas?

Todos los loros, a una voz, responden:

-Con zeta, señor.

-¿Y tras?

-¿Con te, señor.

-¿Y pum?

-Con pe, señor.

-Muy bien; basta ya; ahora, ¡al recreo!

-¿Tan pronto, señor?... dijeron tristemente los pericos.

Esta exclamación manifestaba con claridad la aplicación de esos animalillos, su gusto por la escuela y su cariño por el maestro.

¿No os dice vuestra conciencia que esos loritos eran más estudiosos que vosotros?... Si así es, procurad corregiros para que no seáis menos que ellos.


Cuestionario

-¿Dónde estaba la escuela de los pericos? -Los mirlos ¿podían ir a ese colegio? -¿Qué se estudiaba allí? -¿Qué cantaban los loros? -¿Aprendían aritmética? -¿Cómo deletreaban? -¿Estaban los loros contentos en la escuela? -¿Debemos amar el colegio? -¿Debemos querer a nuestros maestros?





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ArribaAbajo- 80 -

Acuarela


[Acuarela]



    Es la mañana; nardos y rosas
mueve la brisa primaveral,
y en los jardines las mariposas
vuelan y pasan, vienen y van.

    Una niñita madrugadora
va a juntar flores para mamá,
y es tan preciosa, que hasta la aurora
vierte sobre ella más claridad.

   Tras cada mata de clavelina,
de pensamiento y de arrayán,
gira su traje de muselina,
su sombrerito, su delantal.

    Llena sus manos de lindas flores,
y cuando en ellas no caben más,
con su tesoro de mil colores
vuelve a los brazos de su mamá.

    Mientras se aleja, como dos rosas
sus dos mejillas se ven brillar,
y la persiguen las mariposas
que en los jardines vienen y van.



Rafael Obligado.



  —118→  

ArribaAbajo- 81 -

El eco


[El eco]

Paseando una tarde por el campo, Roberto gritó de pronto:

-¡Oh! ¡oh!

Inmediatamente una voz, que venía de lejos, gritó también:

-¡Oh! ¡oh!

Roberto, sorprendido, dirigió sus ojos hacia el horizonte, y dijo en un tono desagradable:

-¿Quién eres?

En el acto la voz contestó a lo lejos:

-¿Quién eres?

Roberto, enojado ya, exclamó:

-Debes de ser algún muchacho malvado...

-Muchacho malvado -repitió la voz.

-Debes de ser algún muchacho perverso -gritó fuerte Roberto, sintiendo que la cólera se le subía a la cabeza- sí, un muchacho perverso.

-Muchacho perverso -volvió a decir la misteriosa voz, a distancia.

Roberto, enfurecido, corrió hacia adelante y hacia atrás buscando al chiquillo que se burlaba de él; pero por más que anduvo de acá para allá, no pudo encontrar a nadie en el campo.

Cuando volvió a la casa, refirió a su madre lo sucedido.

-Me han insultado, madre mía, me han insultado.

-Roberto -le dijo su madre sonriendo- tú mismo te has insultado; es tu voz la que te ha ofendido. Esas palabras que oíste a distancia no fueron sino el eco de las tuyas.

  —119→  

-¿Qué es el eco? -preguntó Roberto, calmándose al oír la explicación de su madre.

-Voy a explicártelo de una manera muy clara: cuando tiras tu pelota de hule, ésta rebota y vuelve a ti; ¿no es verdad? Pues bien, en el campo, cuando hay algún montecillo y hablamos en alta voz, las palabras que salen de nuestros labios rebotan sobre el montículo y vuelven a nosotros un poco más débiles. ¿Comprendes ya? Así, todas esas palabras duras que oíste, salieron primero de tu boca y luego volvieron. Si en vez de insultos, hubieras dicho cosas amables, el eco te hubiera dicho a ti amables cosas. Porque el eco es un fiel repetidor, que nunca ha cambiado lo que oye.

Roberto escuchaba todo aquello sin pestañear. Y su madre, después de hacerle algunas otras explicaciones, acabó por decirle:

-Hijo mío: sé siempre amable y bueno para que los demás sean buenos y amables contigo. Hay quien devuelve mal por bien; pero no es todo lo corriente. Así, no pegues para que no te peguen; no insultes para que no te insulten. Trata a todos bien para que todos te traten bien a ti.

Haced de cuenta que la madre de Roberto os habla a vosotros, y atended a sus palabras.


Cuestionario

-¿Qué es el eco? -¿Con quién se enojó Roberto? -¿Qué hizo cuando creyó que algún muchacho le insultaba? -¿Se convenció de lo que su madre le dijo? -¿Cómo debemos tratar a los demás?





  —120→  

ArribaAbajo- 82 -

Consejo



   El odio no tenga entrada
en vuestro pecho infantil,
porque es la pasión más vil
que el alma ofende y degrada.



José Rosas.




ArribaAbajo- 83 -

La semilla de plátano y la calandria


Una pequeña semilla de plátano se había salido del redondo fruto. Sostenida por su fina pelusilla como por unas alas, voló ligera, y flotó a merced del viento.

En aquella carrera suave y sin rumbo fijo, la semilla de plátano encontró una calandria que hendía el aire en línea recta, rápida como una flecha lanzada por hábil mano.

El pajarillo echó una mirada burlona a la semilla, que giraba a merced del viento.

-¡Pobrecilla! -le dijo-; te compadezco, pues no tienes alas. ¿Adónde piensas llegar así? No tardarás en caer al lodo...

-¿Qué sabes tú, pájaro, desdeñoso? -respondió la semilla-. Tal vez un día, a pesar de tus bellas alas, tengas necesidad de la pequeña semilla que el   —121→   viento arrastra a su capricho, y que no tiene otras alas que su fina pelusilla...

Había vuelto el invierno muchas veces después de este encuentro.

La calandria, huyendo del frío, había abandonado aquellos campos y había ido a colgar su nido en lejanos bosques calentados por el sol.

Un día, la calandria revolaba alegremente por una llanura, cuando de pronto sonó un tiro, y un perdigón de plomo rozó el extremo de sus bellas alas.

El pobre pájaro huyó, lanzando agudos gritos. Sonó un segundo tiro, pero la calandria había logrado alcanzar un joven plátano, el único árbol de aquella gran llanura, y se había ocultado en lo más espeso de su follaje verde.

Entonces, del corazón del mismo árbol salió una voz que decía:

-¿Te acuerdas de una pobre semilla que encontraste un día volando a merced del viento? Pájaro hermoso: a no ser por esa pequeña semilla que el huracán arrastró una veo hacia estos lejanos sitios, el suelo que te vio nacer no oiría tu alegre cantor en la próxima primavera. Calandria hermosa: dame las gracias y mírame bien antes de partir. Puedes ya volar, pues el peligro ha pasado. Cuando vuelvas, me encontrarás cada vez más grande y más fuerte, pues tengo ante mí cien años de vida. Vuela, aléjate, si así te place; pero no olvides que nunca se debe despreciar a los pequeños y a los débiles, porque   —122→   éstos pueden prestar también, como los grandes y los fuertes, alguna utilidad.


Cuestionario

-¿Cómo se llamaba el pájaro que figura en este cuento? -¿Qué dijo la calandria a la semilla cuando se encontraron en el viento? -¿Qué aconteció a la calandria cuando el tiro sonó? -¿Hirió el perdigón a la calandria? -¿Adónde fue a refugiarse la calandria? -¿Qué dijo el plátano al pajarillo? -¿Cuántos años aseguró el plátano que podría tener de vida?






ArribaAbajo- 84 -

La modestia




   Por las flores proclamado
rey de una hermosa pradera,
un clavel afortunado
dio principio a su reinado
al nacer la primavera.
Su voluntad poderosa,
porque también era uso,
quiso una flor por esposa,
y regiamente dispuso
elegir la más hermosa.

   Lujosa la corte brilla.
El rey, admirado, duda,
cuando ocultarse, sencilla,
vio una tierna florecilla
entre la hierba menuda.
Y por si el regio esplendor
—123→
de su corona le inquieta,
preguntole con amor:
-¿Cómo te llamas?
-Violeta

-dijo temblando la flor.
-¿Y te ocultas cuidadosa
y no luces tus colores.
violeta dulce y medrosa,
hoy que entre todas las flores
va el rey a elegir esposa?

    Siempre temblando, la flor,
aunque llena de placer,
suspiró y dijo: -Señor,
yo no puedo merecer
tan distinguido favor.

    El rey, suspenso, la mira
y se inclina dulcemente;
tanta modestia le admira;
su blanda esencia respira,
y dice alzando la frente:

    -Me depara mi ventura
esposa noble y apuesta;
sepa, si alguno murmura,
que la mejor hermosura
es la hermosura modesta.



Selgas.



  —124→  

ArribaAbajo- 85 -

Fuego en el bosque


Fernando y Juanita eran hijos de un leñador, y habitaban, con sus padres, una cabaña de tablas en medio del bosque.

Un día, su padre y su madre partieron para la ciudad llevando leña, y los niños quedaron solos en la cabaña. De pronto, Juanita vio que el cielo se iluminaba con un gran resplandor rojizo. Llamó a su hermano para mostrarle aquella luz, pero él nunca había visto una cosa semejante.

-Parece que el cielo esté ardiendo -exclamó Fernando.

Al cabo de algún tiempo, el calor se hizo mucho más fuerte. Después aparecieron las llamas a lo lejos, entre los árboles, y cubrió el cielo una espesa nube de humo denso y negro; al mismo tiempo sonaban estruendosos crujidos. Los niños comprendieron que todo el bosque estaba incendiándose.

-¡Tengo miedo! ¡tengo miedo! -gritó Juanita, echando a correr para salvarse.

Pero por todos lados se veía una barrera de llamas, excepto a la derecha, donde se alzaba una muralla de rocas imposibles de franquear. Los niños estaban envueltos por el fuego.

Llamaron en su auxilio con gritos agudos; pero sus voces eran dominadas por el ruido del incendio, y, por otra parte, ¿quién hubiera podido acudir en socorro suyo? El círculo de llamas que los envolvía se iba ensanchando cada vez más.

Juanita, loca de terror, acabó por ir a esconderse en la cabaña de sus padres, bajo la cama y cerró los   —125→   ojos para no ver el horrible reflejo que iluminaba la habitación.

Felizmente Fernando, que era el mayor, no se dejó aturdir por tan insensato miedo, y reflexionó que si se quedaban en la cabaña de madera, no tardarían en ser pasto de las llamas.

-¡Oh! -pensaban- ¡si pudiese encontrar un sitio para ponernos al abrigo, como, por ejemplo un agujero bajo tierra!

De pronto le ocurrió una idea. En las rocas que estaban cerca de la cabaña, habían abierto a pico una especie de cueva, donde el leñador guardaba sus instrumentos de trabajo y los sacos de carbón. Fernando arrancó a Juana de su refugio y ambos salieron corriendo hacia la cueva.

El calor era ya terrible y los niños lograron con trabajo, llegar a las rocas; el sudor corría por sus frentes y el humo los ahogaba; pero una vez en la cueva, hallaron un poco de frescura y fueron a acurrucarse en un rincón.

Ya no tenían nada que temer: desde su obscuro agujero asistían a los progresos del incendio. Todos los árboles del bosque se incendiaban uno tras otro; en un abrir y cerrar de ojos, las llamas, subían desde la base a la cima o viceversa, bajaban de la cima al pie, y las ramas se retorcían, crujiendo entre aquellas rojizas llamas.

El fuego llegó pronto a la pequeña choza del leñador, donde estaban los niños hacía un momento. Vieron desaparecer la amada casita de su padre, como una cáscara de nuez en medio de una hoguera. Momentos después quedaban solos, perdidos en medio   —126→   del gran bosque incendiado, sin otro abrigo que aquel agujero abierto en la roca.

Juanita estaba aún tan llena de miedo, que no hablaba una palabra; pero pasado el primer terror, se echó a llorar a lágrima viva, gritando: ¡mamá! ¡mamá!...

-No llores -le dijo Fernando, besándola suavemente-. Nuestros padres están en la ciudad, y se han librado del incendio; tan pronto como el bosque acabe de arder, volverán a buscarnos.

Juanita se calmó y secó sus ojos. El día iba adelantando y el incendio continuaba su obra. Los niños, que no habían comido nada desde por la mañana, empezaban a sentir el tormento del hambre.

-¿Qué va a ser de nosotros -pensaba Fernando- si el incendio continúa varios días?

La niña había empezado a llorar nuevamente, repitiendo en voz baja: ¡mamá! ¡mamá!...

De pronto, en el fondo de la cueva, detrás de les sacos, se oyó un ligero ruido, como el batir de unas alas. Después sonó un canto alegre: el de una gallina que acababa de poner.



  —127→  

ArribaAbajo- 86 -

El fuego en el bosque


(Concluye)


Los dos niños corrieron al fondo de la cueva, y divisaron una gallina gris, que había establecido su nido detrás de los sacos. Desde hacía varios días iba allí a poner sus huevos sin que la viesen, y, en el momento del incendio, se había refugiado en su escondite.

Fernando y Juana hallaron allí tres hermosos huevos, hiciéronles un agujerito en el cascarón y los sorbieron fraternalmente entre los dos.

Durante este tiempo, la gallina se había encaramado en el mango de una hacha, y seguía cacareando.

Los niños estaban consolados, pues ya no se veían enteramente solos. La noche llegó bien pronto y la gallina se durmió la primera. Fernando hizo un lecho en la tierra con algunas virutas, en el que acostó a su hermanita. Él quedó un momento mirando arder en la obscuridad los árboles y preguntándose qué habría sido de sus amados padres; después, sus ojos se cerraron de cansancio y se acostó junto a su hermana.

Cuando los niños despertaron al día siguiente sintieron mucha hambre, y buscaron con la vista la gallina gris, pero no estaba allí. Había ido a comer algunas hierbecillas en el musgo medio abrasado.

Fernando y Juanita salieron también para examinar el terreno. Desgraciadamente no quedaban ni señales de la casa paterna. En torno ardían aún, aunque sin llama, los troncos más viejos; el suelo   —128→   estaba sembrado de carbones, y no había que avanzar mucho porque el bosque seguía ardiendo. Los niños volvieron a la cueva, desalentados. No podían hacer sino esperar, y el hambre los atormentaba.

¡Qué largas les parecieron las horas! Al anochecer, Juanita estaba tan débil que no podía tenerse en pie; sentose en el suelo, con los ojos bañados en lágrimas.

De pronto, Fernando oyó fuera un ligero ruido, un cloqueo tímido. ¡Qué felicidad! Era la gallina, que iba a poner su huevo. El animalito avanzó despacio, pasó delante de los niños, saltó detrás de los sacos, y, al cabo de un minuto, resonó su triunfal cacareo: había puesto.

Los niños acudieron y encontraron en el nido un hermoso huevo, que levantaron apresuradamente. Fernando sólo quiso tomar un trago, y dejó a su hermana la mayor parte. En su vida habían disfrutado comida más exquisita que aquel huevo.

Sin embargo, al llegar la noche se durmieron con gran tristeza: sus padres no venían o socorrerles, y aún se veía en el horizonte una gran cintura de fuego.

Al día siguiente, cuando apenas comenzaba a amanecer, Fernando oyó distintamente que alguien pronunciaba su nombre. Lanzose fuera de la cueva, y cayó en brazos de su padres que habían acudido en busca de sus hijos tan pronto como las llamas les dejaron paso. Todos estaban tan conmovidos, que apenas podían hablar. Sin embargo, la madre preguntó:

-¿Y tu hermanita?

-Aquí está, dijo Fernando.

  —129→  

El padre y la madre entraron a la cueva. Juanita dormía aún en la cama de virutas que su hermano le había preparado, y estaba cubierta con el abrigo de Fernando.

-Hijo mío, has cumplido con tu deber de hermano mayor; está muy bien cuanto has hecho -dijo el anciano padre con las lágrimas en los ojos.

En tanto, la madre se había inclinado sobre Juanita y la despertaba con un largo beso.

La niña, al abrir los ojos, creyó seguir soñando.

«Ayúdate y ayuda a los demás». Esta hermosa máxima debe vivir eternamente en vuestro corazón.


Cuestionario

-¿Cómo se llamaban los niños de esta historia? -¿Con qué se alimentaron durante el incendio? -¿Se supo la causa de aquel incendio? -¿Dónde se escondieron mientras el bosque ardía? -¿Fernando cuidó bien a su hermanita mientras pasaba el peligro?





  —130→  

ArribaAbajo - 87 -

El perro y el gato


(Fábula)




   Envidiando el perro al gato,
y el gato al perro... ¡qué par!
quisieron de voz cambiar
en mutuo y formal contrato.
Accedió Júpiter grato  5
de ambos a la petición;
pero ni asustó al ladrón
el perro diciendo miau,
ni el gato con su guau, guau,
logró asustar al ratón.  10

   Convencidos de su yerro,
pidieron ambos danzantes,
el gato, maullar cual antes,
y aullar, cual antes, el perro.
Jove, desde su alto cerro,  15
volvió a escucharlos propicio;
y el can, tornando a su juicio,
dijo al gato: «¡Adiós, consocio!
cada cual a su negocio,
quiero decir... a su oficio».  20




ArribaAbajo- 88 -

Estudio


Diga cada uno qué es lo que más le agrada estudiar.

¿Recordáis de cuántas partes se compone el libro primero?

¿De cuántas se compone este libro que estamos estudiando?

¿Quiénes cuidan del orden en las calles?

¿Con qué rapidez corren los automóviles, doble o triple que los coches?

¿En qué tiempo va uno de la Plaza de Armas a Chapultepec, yendo en tranvía?

¿En qué tiempo va uno caminando a pie?

¿Las bicicletas corren más aprisa que los tranvías?

¿Cae nieve en México al llegar el invierno? Decid cómo os figuráis la nieve.

¿Es extremoso el clima en México?

¿Hace aquí tanto calor como en el puerto de Veracruz?

¿México está junto al mar?



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ArribaAbajo- 89 -

El paralítico


Luis y Juan eran gemelos y habitaban con sus padres una casita perdida en medio del campo.

Luis, niño robusto, de sólidos pies, hacía bravamente todos los días una larga caminata de cerca de una hora, para ir a la escuela de la aldea vecina.

Pero Juan, delgado y pálido, quedaba sentado mañana y tarde junto a la ventana. Desde su nacimiento, sus piernas estaban flojas y se negaban a sostenerle.

Un día Luis le encontró bañado en lágrimas.

-¿Qué tienes, hermano? -le dijo besándole tiernamente.

-¡Ah! -respondió Juan- es muy triste estar aquí todo el día; no puedo ayudar a nuestros padres como tú, ni puedo ir a la escuela, así no sé nada y seré toda la vida un ignorante.

Al decir esto, el niño seguía llorando con más fuerza.

Luis sentía, por su parte, la pena de su hermano, y tenía el corazón encogido, sin acertar a darle con suelo.

De pronto se le ocurrió una idea.

-Juan, no llores -dijo-; irás a la escuela y no serás ignorante. Pidamos a nuestro padre que nos preste su carretilla y yo te llevaré en ella a la aldea.

Desde el día siguiente, Juanillo, lleno de gozo, viajaba sobre la carretilla, llevando consigo sus libros y cuadernos, y Luis, con sus brazos ya vigoroso, empujaba alegremente la carreta.

Al cabo de algunos centenares de pasos, Luis comenzó   —133→   a sentir una gran fatiga; la carretilla, que al principio le parecía ligera, se había vuelto más pesada, y parecía al niño que se le iban a arrancar los brazos; pero Luis era perseverante, y la vista de su hermano, tan feliz con el pensamiento de poder ir a la escuela, le daba nuevo valor. Después de haber descansado un momento, volvió a emprender la marcha, llegó a la escuela e instaló él mismo a su hermano en un banco al lado suyo.

Lo mismo hizo los demás días. En la época de frío, Juan se envolvía en una manta de abrigo, y, cuando llovía, abría un gran paraguas encarnado. Luis, por su parte, como empujaba la carretilla, no tenía nunca frío y se reía de la lluvia.

Juan trabajó con tanto ahínco en la escuela, que no tardó en ser el primero en la clase, adelantando a todos sus camaradas.

Más tarde sus piernas adquirieron fuerza y pudo andar; pero era demasiado delicado para trabajar en el campo; entonces dejó a Luis reemplazar a su padre, ya viejo, y él, gracias a su instrucción, logró entrar de empleado en una oficina.

¡Cuán agradecido estaba a su buen hermano Luis!

-Ahora -decía- mis padres, en vez de tenerme como inútil, a su cargo, pueden contar conmigo, tanto como con los brazos robustos de Luis; estoy orgulloso de ello, y lo debo a mi hermano mayor; gracias a él, podré trabajar toda mi vida y ser independiente y feliz.

Cuando hay en la familia un niño impedido, sus hermanos deben amarle más que si estuviese fuerte y sano.



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ArribaAbajo- 90 -

Cuento


[Cuento]

Pues, señor, este era un ratón que hilaba lana en el torno.

Vino el gato y ¡tras! le arrancó el rabo.

-¡Gato! -dijo el ratón- te suplico que me devuelvas el rabo.

-Te lo daré si me traes leche.

El ratón fue corriendo adonde estaba la vaca.

-¡Vaca, te suplico que me des una poca de leche! Tengo que llevársela al gato para que me devuelva mi rabo.

-Sí, ratón; pero traéme antes alguna hierba.

El ratón corrió al establo.

-Te suplico, establo, que me des una poca de hierba. Es para la vaca, ésta me daré leche, le llevaré la leche al gato, y el gato me dará mi rabo.

-Sí, ratón; pero no puedo abrir por falta de llave. Traéme una.

El ratón fue corriendo a casa del cerrajero.

-¡Te suplico, cerrajero, que me hagas una llave! Se la daré al establo, él me dará hierba, llevaré la hierba a la vaca, la vaca me dará leche, le daré yo la leche al gato, y el gato me dará mi rabo.

-Sí, ratón; pero no tengo carbón. Traéme un poco.

El ratón corrió hacia la carbonera.

-Carbonera, te suplico que me des un poco de carbón. Es para el cerrajero, que hará la llave.

Le llevaré la llave al establo y me dará hierba.

Le llevaré la hierba a la vaca y me dará leche.

Le llevaré la leche al gato y éste me devolverá mi rabo.

  —135→  

-Sí, ratón; pero antes tienes que traerme una pluma.

El ratón corrió donde estaba la gallina.

-Te suplico, gallina, que me des una pluma.

Se la llevaré a la carbonera, que me dará carbón.

Llevaré el carbón al cerrajero, que me dará una llave.

Daré la llave al establo y él me dará hierba.

Llevaré la hierba a la vaca, y ella me dará leche; daré la leche al gato, y él me devolverá mi rabo.

-Sí, ratón, te daré la pluma con mucho gusto.

Y el ratón brincó de alegría y echó a correr.

Pronto llegó a la carbonera, entregó la pluma, cogió el carbón, y volvió a brincar y a correr.

Llegó presto a la casa del cerrajero quien le entregó la llave todavía caliente, y el ratón corrió con ella al establo.

Dio la llave, cogió la hierba y llegó a escape adonde estaba la vaca.

Le dio la hierba a la vaca.

Recibió la leche y llegó contentísimo adonde estaba el gato cruel.

El gato, satisfecho con la leche, le devolvió el rabo al ratón.

Y el ratón, después de celebrar el buen éxito de todas sus aventuras, volvió a hilar su lana en el torno.



  —136→  

ArribaAbajo- 91 -

La canción de la madre


[La canción de la madre]


   Los días son fríos,
las noches son largas,
y el viento del Norte
silba en la ventana.
Duérmete en mi seno,
duerme, hijo del alma,
que en tanto que todos
tranquilos descansan,
sólo tú, amor mío,
despierto te hallas.
Durmiendo está al lado
del fuego, la gata;
y ya en la pradera
los grillos no cantan;
ya nada se mueve
en toda la casa,
sólo un ratoncillo
que roe una tabla.
Niño, ¿por qué miras
hacia la ventana?
¿Acaso te asustan
la luna que irradia,
la lluvia que suena
y el viento que brama?
Duérmete, amor mío,
—137→
duerme hasta mañana
duerme y no te asusten
el viento y el agua,
que mientras el niño
durmiendo descansa,
su madre y los ángeles
el sueño le guardan.



Antonio de Trueba.




Arriba- 92 -

El polichinela


El pequeño Enrique, acompañado de la criada camina despacio, sin apartar los ojos del gran polichinela que lleva en la mano.

-Date prisa -dice a cada momento la criada, dirigiéndose al niño-; ya es muy tarde, apresúrate. Después de cruzar algunas calles, la doméstica y Enrique se encuentran con un ciego.

El pobre hombre, con la mano tendida en el aire implora la caridad.

-¡Señores, una limosna por amor de Dios!...

La voz del ciego es suplicante, humilde, insinuadora. Con los ojos empañados y tristes, mira hacia arriba, como invocando al cielo, para que venga en su auxilio y le ayude a conmover los corazones de los hombres.

-¡Una limosna por el amor de Dios!...

Pasan por la calle señoras muy elegantes, que llevan sombreros vistosos; caballeros que portan relojes;   —138→   criadas que vuelven del mercado con canastas llenas de legumbres; niñeras alegres, con delantales blanquísimos, adornados de encajes.

El cuadro es bello. La mañana es hermosa. Todos llevan retratada la dicha en el semblante.

Pero ninguno de los transeúntes, al pasar junto al ciego se fija en él.

Todos parecen muy ocupados con su propia felicidad, y ésta no les deja tiempo para pensar en la de los otros.

-¡Una limosna por el amor de Dios!... -repite el pobre hombre.

Aquella súplica es triste, es dolorosa, es irresistible.

Enrique, al oírla, aparta del polichinela sus ojos, y los fija en aquel desventurado.

Esa mano pálida, huesosa, suplicante, impresiona el delicado corazón del niño, y éste busca violentamente en su bolsillo alguna moneda que dar al ciego.

Pero en el bolsillo no encuentra ninguna moneda: el bolsillo está vacío.

-Luisa, dice a la doméstica, dame algo para este pobre ciego...

Pero la criada, con harto sentimiento, ve que no lleva nada tampoco.

Enrique, angustiado, clava sus ojos en aquella mano suplicante, que se alarga en el vacío demandando una limosna que no llega nunca.

-¡Por el amor de Dios, señores, una limosnita!...

El niño; en un arranque heroico, y no teniendo moneda alguna que dar al pobre, alza el brazo y pone su polichinela en la mano del ciego...

  —139→  

-¿Qué es esto? -dice el hombre palpando el muñeco.

La criada, enternecida, con los ojos llenos de lágrimas, le explica lo sucedido.

Y entre grandes sollozos que obligan a la gente a detenerse, el ciego abraza al niño, diciéndole:

-Bendito seas, angelito de Dios, bendito seas... Este muñeco es la más hermosa limosna que he recibido en toda mi vida!...

Enrique sonríe dichoso. Y un caballero muy elegante, que ha presenciado la escena, se acerca al ciego, y después de hablar con él algunas palabras, que nadie oye, le dice en alta voz:

-Venga usted conmigo; vivirá en mi casa y nada volverá a faltarle.

En seguida, dirigiéndose al niño, exclama:

-Tu hermosa acción ha dado la dicha a este hombre; y sólo por tu ejemplo he sido yo capaz de hacer una obra buena. ¡Que Dios te bendiga, y que esa bendición alcance a tus padres, que te dieron la existencia!

Una gran muchedumbre se ha juntado en la calle, y el niño es llevado a su casa entre gritos y aplausos.

Sed caritativos con los pobres. Cuando no llevéis dinero, dadles una palabra amable o una sonrisa, que esto también es limosna.


Cuestionario

-¿Qué dio Enrique al ciego? -¿Tenía buen corazón este niño? -¿Cómo agradeció el ciego el regalo del pequeño? -¿Quién se acercó después que el niño entregó su muñeco al pobre? -¿Qué hizo el caballero con el ciego? -¿Cómo volvió Enrique a su casa? -¿Qué debemos hacer cuando no tengamos dinero para dar a los pobres?