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Rubén Darío: Un periodista ante la modernidad

Luis Sáinz de Medrano Arce





Nuestro acercamiento a la modernidad en la obra de Rubén Darío tiene como piedra de toque el entendimiento del modernismo como renovación espiritualista -tan sui géneris que en ella cabían «la catedral» y las «ruinas paganas- enfrentada a la «otra» modernidad, algo que descarta cualquier sensación de paradoja en la apreciación actual del movimiento, mientras que pareció un contrasentido a algunos de sus coetáneos que asistieron a su desarrollo sin haber alcanzado a discernir su verdadero significado1.

Desde esa posición surgieron planteamientos como los que recuerda Giovanni Allegra de Eduardo Gómez de Baquero, «Andrenio», «quien en marzo de 1902 se preguntaba en La España moderna por qué tenían que llamarse modernistas aquellos poetas que estaban lejos de cantar a las locomotoras, al voto universal y a los rayos X, y en cambio se entusiasmaban por todo lo que entristecía a los adoradores del progreso» (1891, 102), o la afirmación, más irritada, de Emilio Ferrari en su discurso de ingreso en la Real Academia en 1905, que tituló «La poesía española en la crisis literaria actual»: «El modernismo es (...) lo contrario de lo moderno (...) Lo moderno son los ideales que cual cimientos de una ciudad futura, había amasado nuestra época con el sudor del esfuerzo y la sangre del sacrificio, y el modernismo, sonriendo ante ellos, los corroe con la ironía o los barrena con el odio» (1986, 53).

Uno y otro tenían razón -aunque la desmesura de Ferrari no es de recibo- dentro de sus coordenadas mentales, pero el modernismo era una fuerza inequívocamente moderna que, en su alcance más profundo, no había venido a cobijarse en el ámbito de lo que Calinescu ha precisado como la modernidad «producto del progreso científico y tecnológico»2.

«La contradicción entre historia y poesía -ha dicho Octavio Paz- pertenece a todas las sociedades, pero sólo en la edad moderna se manifiesta de una manera explícita» (1989, 9). Tal contradicción y un más o menos consciente deseo de sobrellevarla se dio con certeza en Rubén Darío. En su mente hubo toda una tensión, cuyo fundamento él definió con gran franqueza y sin estridencias en el prólogo a El canto errante (1907): «La actividad humana no se ejercita por medio de la ciencia y de los conocimientos actuales, sino en el vencimiento del tiempo y del espacio. Yo he dicho: Es el Arte el que vence el espacio y el tiempo». Y enseguida: «Como hombre, he vivido en lo cotidiano; como poeta, no he claudicado nunca, pues siempre he tendido a la eternidad» (II, 698).

En otro lugar hemos dicho que «la vida de Rubén Darío, un poeta que hubo de caminar junto a un hombre agobiado que fue Félix Rubén García Sarmiento, es la historia de un largo viaje, de un canto errante (...) en busca de un imposible reino que siempre le fue negado» (Sáinz de Medrano, 106). Si es indiscutible que el poeta estaba poseído por el ansia de ser moderno, es decir, de llegar a aquel paraje sagrado, y que el hombre deseaba ser «progresista», también es cierto que el primero, con el temible ego de los puros, que detestaba no sólo, como afirmó, el tiempo en que le tocó nacer sino toda la dimensión de lo «desgraciadamente real», como diría después Borges, no podía dejar de impedir que el segundo, el ciudadano -víctima también de sus servidumbres «humanas»- actuara permanentemente como un hijo perfecto del liberalismo democrático de su época en el que desde los años mozos en Nicaragua se había formado. Así, el conjunto de los textos darianos en prosa, dominados por su dedicación al periodismo, muestran las dramáticas oscilaciones que en él se dieron en torno a la fidelidad, a un concepto común de modernidad abierta a todas las manifestaciones sociales, incluyendo las artísticas.

La mayor parte de las veces que el que, para simplificar, llamaremos sólo Darío, habla de modernismo y modernidad lo hace refiriéndose entusiásticamente a los valores en que como poeta creía. Los ejemplos son innumerables desde que a partir de 1888 empieza a usar el término «modernismo», su campo semántico y sus connotaciones más inmediatas. Entre sus numerosas alusiones a la persecución de lo nuevo, quizá el texto más representativo sea el referente a su condición de iniciador del movimiento modernista en su prólogo a Cantos de vida y esperanza (1905): «el movimiento de libertad que me tocó iniciar en América se propagó hasta España, y tanto aquí como allí el triunfo está logrado» (II, 625), pero recordemos también su desdén por quienes querían ligar eternamente la poesía hispanoamericana a las descripciones externas de la naturaleza y las glorias criollas3, su reivindicación de «la obra de reforma y modernidad que emprendiera» (HL, 21), su apreciación de las limitaciones de las corrientes renovadoras en el Madrid finisecular y su aplauso a las manifestaciones del «modernisme» catalán («El modernismo», EC, 300), su valoración de las sensaciones descritas por Pérez de Alaya, que estimaba «de una modernidad intensa» (Nuevos poetas de España», O, 417), su elogio a la poesía de Marquina en cuanto refleja «una intensa compenetración con la Naturaleza, una propia transfusión en el Universo, un hablar con el acento de todas las cosas... Pero ¿no están diciendo por allí los casi inexistentes que todo esto son cosas de modernismo?» («Eduardo Marquina», S, 809), etc.

Tengamos en cuenta, además, que Darío sentía el orgullo de poseer un amplio concepto de la modernidad literaria. Por si los temas -que a veces, por añadidura, incluyen oportunas reflexiones metapoéticas como en «Yo soy aquel...» de Cantos de vida y esperanza- y la mera estructura de sus versos no lo demostraran palmariamente, quiso ratificarlo en declaraciones tan explícitas como las que constan en su apreciación de la poesía de Unamuno: «Tengo, gracias a Dios, una facultad que nunca ha encontrado en tantos sagitarios que han tomado mi obra por blanco: es la de comprender todas las tendencias y gustar de todas las maneras. Todas las formas de la belleza me interesan...» («Miguel de Unamuno», S, 794).

Ahora bien, es necesario señalar también que este aperturismo en el campo del arte no dejó de tener sus limitaciones cuando el poeta abría paso al crítico, al periodista-argos que examinó muy de cerca su entorno.

Darío, por ejemplo, vio con inquietud las emergentes propuestas que, a partir de cierto momento, como era inevitable, empezaron a circular desbordando al propio movimiento modernista del que se sintió siempre, y no sin razón, rector. Al ya mencionado artículo sobre Pérez de Ayala pertenecen estas recordadas palabras con las que ironizaba acerca de cierta línea de la reacción posmodernista: «Ahora todos queremos ser sencillos... Todos nos comemos nuestro cordero al asador después que lo hemos tenido encintado en el hameau de Versalles» («Ramón Pérez de Ayala», S, 799). Y hablando del poeta chileno Francisco Contreras, cuya capacidad de renovación, a partir de la que el nicaragüense significativamente denomina «escritura “artista”», celebra «que no se haya dejado arrastrar por las peligrosas tentaciones del versolibrismo» («Francisco Contreras», en «Letras chilenas», AJ, 631 y 634), lo cual nos deja ver sus prevenciones ante las incipientes corrientes de vanguardia.

Entre sus anticipos americanos, sabemos que Darío se mostró displicente ante las primeras audacias de Huidobro, nada dijo de El cencerro de cristal (1915) de Güiraldes, pero naturalmente conoció el Lunario sentimental (1909) de su admirado Lugones, libro que cita entre otros en «Leopoldo Lugones» (C) sin valorar su singularidad. Por lo que a Europa se refiere, mencionó de pasada a Apollinaire en «Rémy de Gourmont o la gloria» («Films de París», TV, 549) -ni una palabra, desde luego, para el cubismo y el expresionismo- y concedió especial atención a la observación del futurismo.

En este cara a cara con la vanguardia se puso a prueba la capacidad de Darío para mostrar una vez más el eclecticismo del que se enorgullecía y lo cierto es que no salió éste muy bien parado del trance. Empezaba una nueva etapa de la modernidad en las letras que Darío, desde una visión global del contexto en el que él mismo se inició como un rebelde, no pudo comprender o al menos no pudo asumir. Grave momento el de ver que la antorcha pasa a otra generación. Quien se había declarado poseedor de «una estética ácrata» en las «Palabras liminares» a Prosas profanas y había abierto el camino a toda la poesía hispánica posterior no estaba preparado para resignarse a aceptar la condición de patriarca ya fuera de juego que ve con complacencia la irrupción en su campo de acción de nuevos agitadores cargados de rebeldía. Su artículo «Marinetti y el futurismo», publicado poco después de la aparición del famoso manifiesto de 1909 (L, 616-623), constituye una disección y una desvalorización asombrosa de las propuestas del italiano, mediante un procedimiento que nos recuerda, por su facilidad, al usado por otros críticos contra el modernismo. Darío pudo haber recordado las invectivas que Emilio Bobadilla, Fray Candil, le dedicó, con demagogia incomparable, desde luego, a su soneto «Gloria al laboratorio de canidia», que pasaría a El canto erranteTant mieux....»). Las censuras darianas contra Marinetti, paliadas por una paternalista comprensión de los excesos juveniles, concluyen con una melancólica consideración acerca de la inanidad de los esfuerzos humanos ante la perspectiva del final destino de hombres y planeta.

Lo cierto es que la molesta imagen del vanguardista italiano parece haber obsesionado bastante a Darío. En el ensayo «El fracaso D’Annunziano» (IS) menciona de modo negativo un libro suyo -se refiere sin duda a Les dieux s'en vont, D'Annunzio reste (1904)-. En el aludido trabajo sobre Pérez de Alaya afirma que «la poesía de nuestro tiempo existe para el que la quiera encontrar, aun con las extraordinarias ocurrencias del desenfrenado futurista Marinetti. Pero ella no se ha de pretender buscar en lo prosaico y utilitario» (L, 805). Y en el también citado sobre Amado Nervo, «Los diplomáticos poetas», afirma que el mexicano está en una edad «que en Italia le condenaría a ser devorado por los futuristas del poeta Marinetti» (AJ, 950). Asimismo en uno de sus «Films de París», el apartado «El burro pintor», donde relata sarcásticamente cómo unos intelectuales humoristas consiguieron que los movimientos instintivos de la cola de un burro, a la que habían atado un pincel, produjeran un cuadro que llegó a ser expuesto en el Salón de los «Independants», advierte que antes, los organizadores de la broma lanzaron «un manifiesto como el de los pintores amigos del poeta Marinetti» (TV, 555), haciendo aparecer al autor como jefe de la escuela Excesivista. La ocurrencia está recogida con apostillas que dejan ver la poca estima dariana por las nacientes vanguardias. Por último, anotamos este fugaz pero sabroso comentario sobre el aragonés Mariano Miguel de Val: «No hay que temer, este poeta no es futurista» («De Val», en Films de París, TV, 566).

El Darío preocupado de «las cosas de todos los días» a las que se refirió en «Letanías de Nuestro Señor Don Quijote» de Cantos de vida y esperanza, muestra una vigorosa inclinación hacia, lo que podríamos llamar para entendernos sin equívocos, el progreso social. Sin ignorar su historial de «enfant terrible» y otras cosas bien sabidas, es sin duda a partir de su segunda venida a España, como corresponsal de La Nación en 1899, cuando empieza a dar las muestras más profusas y sistemáticas de sensibilización en tal aspecto. Y no olvidemos que Darío escribía para un periódico más bien conservador, con lectores predominantemente burgueses, lo cual le impondría no pocas cautelas.

Por supuesto, ahí está el insigne ejemplo ofrecido en Cantos de vida y esperanza sobre su acercamiento a las preocupaciones noventayochistas y al tema que se encuentra en el origen de éstas: la presión del imperialismo yanqui. Pero eso no es sino una parte, muy depurada, de lo que hay en la mente y en la escritura de Darío. Un grupo notable de los artículos que se integraron en España contemporánea, como «En Barcelona», «Madrid», «La España negra», «La mujer española», «La joven aristocracia», «Congreso social y económico iberoamericano», son verdaderos alegatos de corte regeneracionista4. Como muestra, en el primero, el nicaragüense queda fascinado por el progresismo que observa en la sociedad catalana, soporte, por lo demás, de una intelectualidad creadora de corte europeísta; en el último, recoge datos muy precisos, partiendo de fuentes diversas, obtenidas probablemente en el ámbito del mencionado congreso, para ofrecer un panorama de algunas de las causas de la decadencia española en siglos pasados. Son particularmente destacable los datos sobre tráfagos materiales que encontraremos igualmente en otros escritos darianos. Muchos pueden sin duda sorprenderse todavía ante el Darío economista, que insistirá repetidas veces en la necesidad de propiciar la exportación argentina de carnes a España, paralelo al que se lamenta de la inadecuada traducción del Cyrano de Bergerac representado en el teatro Español o comenta las ilustradas tertulias de la Pardo Bazán. Este Darío pragmático es el que había censurado en 1890 la superficialidad y el oportunismo de la prensa en «La prensa y la libertad» (TV, 121) y el particular sensacionalismo de la de la capital de Francia en «La prensa de París» (TAV, 552), el que en La caravana pasa ironiza claramente sobre las crueldades del colonialismo en medio de la deslumbrante Exposición Universal de la capital de Francia, denuncia las dimensiones de la miseria y el hambre en medio de la brillantez de la misma y se niega a la fascinación ante la ostentación de que es marco el famoso Maxim’s, del mismo modo que el esplendor con que el zar y la zarina son recibidos en Francia no le hace olvidar su condición de autócratas, o el que se explaya en comentarios contra el cerrado militarismo, siguiendo a Lavisse, a Lemaître, a Paul Bert.

Hay en este Darío la clara conciencia de que la humanidad iba a experimentar grandes cambios revolucionarios. No es un gesto retórico el que le lleva a afirmar en la «Salutación del optimista»: «siéntense sordos ímpetus en las entrañas del mundo,/ la inminencia de algo fatal hoy conmueve la tierra;/ fuertes colosos caen, se desbandan bicéfalas águilas,/ y algo se inicia como vasto social cataclismo/ sobre la faz del orbe». Tras estos versos se encuentran sin duda las terribles revueltas que desde principio de 1905 golpearon a la Rusia zarista, situación a la que se unían los estragos de la guerra ruso-japonesa.

Esa misma sensación la revela Darío en muchos otros lugares de su obra. No era difícil esa intuición para quien desde su adolescencia había alardeado incluso de cierto jacobinismo. Refiriéndose a la relación que estableció durante su primera visita a España con don Narciso Campillo, afirma que éste «hombre aferrado a sus tradicionales principios, tuvo por mí simpatías, a pesar de mis demostraciones revolucionarias» (A, 88). Una de sus primeras impresiones del obrerismo barcelonés le llevó a observar «el desnivel causante de la sorda amenaza que hoy va por el corazón de la tierra formando el terremoto de mañana» («En Barcelona», EC, 28). Es «el hervor del fermento social» (EC, 117) que siente en medio del estatismo de «La España negra». Entre las «Reflexiones del año nuevo parisiense» (1901), artículo de Peregrinaciones en el que denuncia descarnadamente las espantosas lacras e injusticias de su admirada Francia, hay una que surge espontánea al considerar la miseria existente en la capital: «Esto no se acabará sino con un enorme movimiento, con aquel movimiento que presentía Enrique Heine «ante el cual la Revolución francesa será un dulce idilio» (P, 495). Y en su comentario sobre Máximo Gorki, uno de sus más apasionados alegatos en pro de la justicia social, junto al dedicado a Zola («El ejemplo de Zola»), ambos en Opiniones, se identifica Darío con estas palabras del ruso: «El porvenir habla ya por mil signos; ese destino se anuncia por todas partes (...) Nuestra civilización europea toda se agita desde hace largo tiempo bajo una presión que va hasta la tortura, (...) como si quisiera provocar una catástrofe» (O, 252). Aquí de nuevo subyace la importancia del terrible amago revolucionario ruso.

«¡Pórtate bien, San Telmo -escribe Darío con cierto humor al hablar, en Asturias donde veraneó en 1905, del patrón de los marineros-, porque viene por ahí un diablo rojo que anda conquistando a los pobres del mundo, negando dioses y descabezando santos!» (O, 439). Al referirse en el artículo antes mencionado al tremendo impacto causado entre sus conciudadanos por la muerte de Zola en 1902 -al que considera más admirable en su labor social que el propio Hugo, Tolstoi e Ibsen- Darío afirma: «Estas grandes conmociones tan solamente las causan los que salen de las aisladas torres, marfil, cristal o bronce, del arte puro» (O, 230), en unas largas consideraciones en torno al compromiso del artista que nos cuesta no reproducir en su integridad. Hablaba el ciudadano y también el poeta arielista. Insistamos en que la fricción que su convivencia suscitaba tiene que ver con la propia entidad del modernismo, virtual generador de un fecundo conflicto5.

El rechazo del positivismo, impulso en el que está el germen del modernismo, no podía menos de incluir desde la perspectiva del poeta, un ser no sometido a lo contingente, «el poeta, en cuya alma, por divina virtud, se juntan todo el tiempo y todo el espacio» («Saint-Paul-Roux», L, 543), según lo define Darío, una repulsa de los soportes técnicos del «otro» progreso, al que definió como «enemigo del ensueño y del misterio, en cuanto a que se ha circunscrito a la idea de utilidad» (L, 545).

No siempre fue así. Aunque se trata de un texto dariano muy juvenil (1885), no deja de ser significativo el titulado «El siglo XX», curiosa premonición de los futuros avances de la técnica en la actual centuria, probablemente inspirado en Julio Verne, que recoge Edelberto Torres. Este es su comienzo: «A juzgar por el progreso vertiginoso de la época presente, jamás visto en los tiempos pasados, en el siglo XX habrán de realizarse maravillas increíbles. ¡Oh, sí! La navegación aérea y la navegación submarina serán medios vulgares de comunicación...». Darío imagina, incluso hiperbólicamente a veces, el prodigio del transporte aéreo y marítimo, la televisión («ver desde Lima una representación en el teatro de la Scala de Milán») (E. Torres, 61) y la radio, el poblamiento de medios inhóspitos, a la vez que ironiza sobre los menudos prodigios que corresponderán a las ciudades nicaragüenses.

Si bien la finalidad burlesca del trabajo elimina toda solemnidad, no cabe duda de que estamos ante una página que revela el interés de Darío por el progreso material de los tiempos. Pero a partir de ahí no será fácil encontrar en él devociones por el maquinismo de la modernidad, con independencia de que guardara siempre un reverente asombro por los misterios de la ciencia, que le llevaba a afirmaciones como ésta: «Tanto en lo lejano de los astros apenas vislumbrados con el aún impotente telescopio, como en lo recóndito de la vida atómica, hay un infinito ignorado» («El pueblo del polo», L, 547).

Ese infinito asediado por el esfuerzo científico era, naturalmente, para él, suprema materia poética, pero la otra cara de la ciencia, sus artilugios mecánicos, le interesaban ciertamente muy poco y frecuentemente éstos eran objeto de sus diatribas. Uno de ellos, el automóvil, tan exaltado por Marinetti, le resultaba particularmente desdeñable a Darío. Por una parte arremetía contra las cualidades del que consideraba pobre escarabajo: «No niego que hay su belleza el automóvil -concede en una ocasión, en un texto tan expresivo que lamentamos mutilar- (...), el placer físico de la ligereza de sentirse liviano como el aire mismo, son cosas innegables, pese a los que, como yo, no pueden ver pasar una máquina de ésas sin cierta sublevación de ánimo. Pero tal como se usa, es un placer inestético y sucio. (...) Jamás la mejor dion o mercedes o deschamps equivaldrá en gracia y elegancia a un soberbio carruaje tirado por tronco más soberbio aún de brillantes caballos» (LCP, 1.°, 653-654). Por otro lado, le parecía lamentable la estrechez mental de la «modesta burguesía que tiene su ideal supremo en un automóvil» (LCP, 2.°, 711). En su visita a Málaga advierte que «la ciudad cuenta con un automóvil, ¡oh, poeta Ovando Santarén!, que no podría entrar en tus octavas reales» («Málaga», TS, 877), para añadir luego que «la vulgaridad utilitaria de la universal civilización lleva el desencanto sobre rieles o en automóvil a todos los rincones del planeta (TS, 884), por lo que le resultará penoso ver a las gentes de París abrumadas «de automóviles y metropolitanos» («Cleo de Merode», PA, 722). En el citado prólogo a El canto errante vuelve a dolerse de la creciente reverencia al materialismo, territorio propicio al nuevo ídolo: «Otros poderosos de la tierra, príncipes, políticos, millonarios, manifiestan una plausible deferencia por el dios cuyo arco es de plata, y por sus sacerdotes o representantes en una tierra cada vez más vibrante de automóviles ...y de bombas» (691) (véase también en este libro la alusión al «automóvil devorador del viento donde podría pasear su «egregio aburrimiento», en la «Epístola a la señora de Leopoldo Lugones»). En fin, para no prolongar las citas sobre el particular, concluimos con ésta cargada del noble e ingenuo orgullo del intelectual ante la máquina: «Tened por cierto que un bibliófilo no morira nunca aplastado por un 40 HP o despedido por un aeroplano» («El conde de las Navas», L, 592).

¿Qué más? Si atendemos a un catalizador menos frecuentado por Darío, podemos observar su actitud ante la torre Eiffel. Si ya en 1890 había dicho que «la decadencia en artes se llama torre Eiffel» («La prensa y la libertad», TV, 123), obligado por las circunstancias, pasa sobre ascuas -lo cual ya es significativo- al referirse, en mayo de 1901, a este entonces discutido monumento, cuya altura le sirve ciertamente para admirar el magnífico espectáculo de la ciudad, pero al que califica poco después de «aplastante» («En el gran palacio», P, 400), sumándose discretamente a sus impugnadores, en las crónicas enviadas desde París con motivo de la Exposición.

Queden estos ejemplos, fácilmente ampliables, como paradigmas de una actitud muy expresiva en la valoración dariana de la modernidad externa. Una actitud compartida por muchos: piénsese en Eduardo Wilde y R. Vickuña Mackenna, quienes se lamentaban en 1870 y 1880, según recuerda Gioconda Marun, de que los tráfagos especulativos e industriales de Buenos Aires propiciaban el decaimiento de la poesía, o en el español Eduardo I. Chávarri cuando afirmaba: «El siglo XIX nos ha legado por herencia la fiebre de los inventos; no tuvo tiempo para más; ni el vapor ni la electricidad nos han traído su arte (...) los automóviles no han sabido encontrar todavía su forma, como la hallaron los antiguos carros griegos o las elegantes carrozas Luis XV» (73).

Las marcadas contradicciones entre lo que el común de los mortales considera moderno y las opiniones de Darío que hasta ahora hemos podido apreciar pueden percibirse en otros aspectos altamente destacables. Uno de ellos es sin duda la cuestión religiosa, entendiendo por tal la concerniente no a las admirables construcciones en torno a la religión del arte sino las siempre subyacentes preocupaciones sobre la religión heredada, el cristianismo. También aquí se muestra Darío muchas veces por un lado como un «actual», abierto a la crítica y el laicismo, pero asimismo ofrece en otras ocasiones la correspondiente contrapartida.

Pensemos, por ejemplo en el «modernismo» religioso. Nuestro poeta no muestra un interés muy personal en esta expresión heterodoxa de ciertos esfuerzos en pro de la modernidad cristiana en la encrucijada de siglos, indiferencia que, desde luego, parece haber sido dominante entre los intelectuales de las dos orillas del Mundo hispánico, y de la que da testimonio esta despreocupada y desorientada alusión de Juan Ramón Jiménez en 1935: «Creo que el nombre (modernismo) vino de Alemania, donde se producía un movimiento reformador por los curas llamados modernistas» (Ricardo Gullón, 17). Darío, de todos modos, dedicó al tema un artículo titulado «Un cisma en Francia» (O, 274-281), en el que sintetiza las teorías que el abate Loisy, ya excomulgado por Pío X (Pascendi Dominí gregis, 1907), desarrollaba en la Sorbona. Darío, que reconoce no haber leído los libros de este disidente, da al tema un tratamiento ligeramente erudito y desprovisto de toda gravedad, aun admitiendo la que la situación encierra.

Evidentemente el Darío, que reconoció varias veces ser portador de viscerales inquietudes religiosas dentro del cristianismo, no solucionadas por sus intentos de buscar la salvación en lo pagano y lo esotérico, no podía estar interesado en herejías que comprometían a mucho sin despejar angustias teológicas, y al mismo tiempo tampoco podía ser ajeno a las tendencias desacralizadoras de su época: el modernismo y la modernidad en que se asentaba, como lo ha mostrado con interesantes puntualizaciones Gutiérrez Girardot6, surgía en gran medida de la secularización de los tiempos y las revulsiones consiguientes.

Prescindiendo de algún poema adolescente de buscada insolencia, recordaremos, como ejemplo de la actitud «avanzada» de Darío en este terreno, el tenso artículo sobre «La Mercurial» de Montalvo» (San José, Costa Rica, 1891), en que el nicaragüense toma vibrante partido por el escritor ecuatoriano frente a la retrógrada pastoral del arzobispo de Quito, y el más virulento que publicó seguidamente con el título de «Pro domo mea» como respuesta a las acres censuras que, por causa del anterior, recibió de la Unión Católica de Costa Rica (PO, 98-102 y 103-112).

En Los raros (1896), Darío, al hablar de Lautréamont, se refiere a la confusión con que la Iglesia trata casos de enfermedades nerviosas como posesiones diabólicas («El conde de Lautréamont», LR, 436); fuertes notas, de signo constructivo desde luego, contra el integrismo católico español, aparecen en «La España negra», artículo fechado en marzo de 1899, de España contemporánea. Lo que realmente existía en Darío era una adhesión al laicismo como «una interpretación moderna de la antigua idea cristiana» (LCP, 4.º, 791), como lo mostrará en 1902 tras entrevistar al historiador francés Ernest Lavisse.

Dicho esto, en ningún caso cabe considerar que Darío lanzara embates contra el pensamiento sagrado verdaderamente canónico. Es muy sugestiva la parte de La caravana pasa dedicada al tema de Lourdes, lugar que había visitado antes de ir a París en febrero de 1900, donde se limita a recoger una opinión ajena -procedimiento con que el Darío periodista resolvía a veces sus compromisos con La Nación-, si bien no hay duda de que el asunto está planteado desde la desazón de alguien poco dispuesto a aceptar la postura del manso creyente no exigida pero sí auspiciada por la Iglesia. En esta ocasión su interlocutor, un tal G. Núñez, «un ocultista cristiano» y «un hombre sincero» (LCP, 1.º, 656), va desarrollando una inicial dialéctica racionalista que se ve abocada poco a poco a un desvarío de oscura hermenéutica, cuya conclusión es que «los milagros de Lourdes son milagros del inicuo invisible, traídos por el infierno». Darío se limita a manifestar lacónicamente su «inquietud» (LCP, 1.°, 676) al abandonar la casa de Núñez.

En su visita, posteriormente, a San Pedro de Roma (octubre de 1900), la magnificencia del templo no le había impedido advertir impulsos paganos de la época en que «la fe empezó a desfallecer» («Roma», DI, 561). Muy curioso es también el artículo «Desilusión del milagro», nacido de la antes mencionada visita a Asturias. En él Darío descubre risueñamente su perplejidad ante el cúmulo de dudosas reliquias exhibidas en la Cámara Santa de la catedral de Oviedo, mostradas por un conspicuo monaguillo, en una narración de estructura perfecta donde la dosificada ironía concluye de forma contundente: «¡Creo en Dios, creo en Dios!...Pero ¡idos al diablo!» (O, 429), palabras dirigidas, subliminalmente, más que al aleccionado niño, a dos sesudos canónigos orantes que representan el oscurantismo eclesiástico.

Y junto a éste, el Darío conservador, sufridor de «la fobia de la muerte» de «el terror católico» («José Nogales», L, 595), enternecido por las viejas «campanas provinciales («La dulzura del ángelus», Cantos de vida y esperanza) del León de su niñez, el que se fascinaba contemplando, a pesar de alguna reserva crítica y aun de abiertas censuras al catolicismo español, la pomposa ceremonia del lavado de pies a los pobres el jueves santo por la Reina María Cristina («Semana Santa», EC, 127), o, después de las observaciones que hemos anotado antes, caía inerme, al besar la mano del papa León XIII descendido de su silla gestatoria. Ciertamente la preocupación por «el enigma de nuestro ser y nuestro destino» («Miguel de Unamuno», S, 788) y la atracción de la deslumbrante estética de la liturgia, contaron mucho en Darío y amortiguaron sus innegables tendencias criticistas.

Los límites de nuestro análisis nos impiden abundar en las incontables facetas de este Darío contradictorio. No queremos, con todo, dejar de referimos, recogiendo algo ya apuntado, a un aspecto significativo y no muy puntualmente observado: su posición ante los Estados Unidos. El tema nos lleva inmediatamente al artículo de 1898 «El triunfo de Calibán» (El Cojo Ilustrado, Caracas), contra la agresión norteamericana en Cuba («la iniquidad» la llama en enero del 99 («La legación argentina en casa de Castelar», POL, 1102), al poema «A Roosevelt» y al indignado «¿Tantos millones de hombres hablaremos inglés?» de «Los cisnes» de Cantos de vida y esperanza. Lo paradójico en este terreno tiene que ver en gran medida -señalémoslo de nuevo- con el inequívoco arielismo de Darío. De un lado el rechazo del utilitarismo de Estados Unidos; de otro, su convencimiento de que los progresos materiales de ese país eran envidiables y redundaban en beneficio de la cultura.

Ya tiempo antes, en 1890, vuelto a Nicaragua tras la experiencia chilena, había hecho este pronunciamiento: «Los Estados Unidos presentan la imagen de un pueblo sin tradiciones que embaracen el progreso de la libertad y que vive para la industria, sin preocuparse de las grandes conquistas intelectuales («La novela social contemporánea», AG, 201). No se trata sólo de un pensamiento juvenil. Nueva York, representación máxima de los Estados Unidos, aparece en la obra de Darío como el prototipo de ciudad desmesurada e inhumana. El estudio dedicado a Edgar Allan Poe en Los raros la definirá como: «la sanguínea, la ciclópea, la monstruosa, la tormentosa, la irresistible capital del cheque» (LR, 257), a la que se opone en ese momento la halagadora voz de París. Frente a lo que ella representa, como un milagro, surge Poe, «lírico Prometeo, amarrado a la montaña Yankee», «como un Ariel hecho hombre» (LR, 261 y 262). A partir de ahí, a lo largo de toda su obra lanzará los mayores denuestos contra ese imperio de Calibanes: «babélicos edificios», «horror de la ciudad comercial» («Fabio Fiallo», S, 871), «tierra de los dólares», «monstruo» («Manuel Ugarte», C, 1005 y 1006). Un amplio inventario de las depredaciones y falta de cooperación de los Estados Unidos respecto a Iberoamérica puede verse en el libro tercero de La caravana pasa. Y así llegamos a esa desgarrada representación de Nueva York en 1915: «Casas de cincuenta pisos,/ servidumbre de color,/ millones de circuncisos,/ máquinas, diarios, avisos/ ¡y dolor, dolor, dolor!» («La gran cosmópolis» (Del chorro de la fuente, 1116). Ahora bien, en el lado opuesto, junto a la controvertida «Salutación al águila» del El canto errante, verdadera apología del panamericanismo presidido por la gran potencia del Norte, Darío ofreció amplias muestras de reconocimiento a los valores de Norteamérica que revelan que el «vago temor» y la «muy poca fe» del poema a la rapaz no eran limitaciones suficientes para la fascinación que ese gran país le producía: «Entre esos millones de Calibanes nacen los más maravillosos Arieles» afirma al contemplar el pabellón de los Estados Unidos en la Exposición mundial de París (1900), para añadir con palabras casi literalmente de Rodó: «No es fácil amarles pero es imposible no admirarles» («Los anglosajones», P, 427). Actitud parecida puede verse en el libro cuarto de La caravana pasa.

Dentro de este apartado merece capítulo aparte el caso del Presidente Roosevelt, cuyo elogio encontramos en repetidas ocasiones. «Yo mismo -afirma en «Manuel Ugarte»- hace ya bastante tiempo, lancé a Mr. Roosevelt, el fuerte cazador, un trompetazo, por otra parte inofensivo. Pero ésas son cosas de poetas» (C, 1005). También en el prólogo a El canto errante, Roosevelt aparece como el que mayor elogio ha hecho en lengua anglosajona a la Poesía y a los poetas, «un hombre insospechable de extraordinarias complacencias con las nueve Musas» (691), y en El Viaje a Nicaragua (1909), donde recoge experiencias de 1907, olvidando el insolente «I took Panamá», recuerda positivamente el elogio que el presidente Zelaya mereció del poderoso norteamericano, calificado como «alguien cuyo nombre ha sido admirado y reconocido, en el mundo conforme con sus merecimientos y su autoridad universal» (EVN, 1090). Pero el texto de mayor exaltación sería el titulado «Roosevelt en Paris» (1910) donde lo califica de «jovial Nemrod» -dando un giro, como se ve, a la peyorativa valoración del semimítico personaje en «A Roosevelt»-, «gran yanqui» (V, 673 y 675), e identificado con la gran acogida de los franceses, admira su fuerza y la del país que representa, aunque irrumpa a veces la ironía.

Volviendo a El Viaje a Nicaragua, hay en ese libro otros datos de muy distinto rango, pero todos expresivos, sobre la ocasional reconciliación dariana con Estados Unidos, vinculados al reiterado paso del poeta por Panamá. Tras manifestar, en tributo a los usos yanquis, que le parece un «detalle de higiene física y moral que desde luego hay que aplaudir,» el hecho de que «sobre dos puertas de cierto lugar indispensable» se haga una distinción «Para señoras blancas» y «Para señoras negras»; se refiere al desastre de Lesseps en la empresa del canal que dejó un cúmulo de «salvajes africanos, aullantes y casi desnudos», y escribe luego a propósito de la presencia norteamericana en tal obra: «Panamá tiene hoy higiene, policía, más comercio, y, sobre todo, dinero» (EVN, 1021).

Para concluir diremos que este Darío que hubo de oscilar entre lo eterno y lo cotidiano supo depurar en lo esencial de su obra poética, nacida de su yo más profundo, que constituye su fundamental legado, las mil inquietudes nacidas de su peripecia existencial. Asediado por «un vasto dolor» existencial y «cuidados pequeños» («Nocturno. I», Cantos de vida y esperanza), nos contó con palabras nuevas su peregrinación a la sagrada selva del arte, a la fuente Castalia, y el drama de no poder permanecer en ella. De ahí la deuda impagable que con él mantenemos. Avanzar en el conocimiento del misterio del mundo por la poesía: esa fue su verdadera idea de la modernidad. Lo que hemos muy parcialmente descrito son las inquietudes y las contradicciones del hombre en presencia de una realidad no escamoteable ante la que reaccionó desigualmente, con generosidades progresistas y repliegues conservadores.

Tampoco el poeta pudo escaparse totalmente de esa realidad. En esos casos, como ha señalado Alberto Julián Pérez a propósito de «Al rey Oscar» y «A Roosevelt» (Cantos de vida...), trató de acudir también al «saber estético-mitológico» (55), incluso diríamos que se refugió en él. Así ocurrió notoriamente en el Canto a la Argentina (1910), donde un resignado Darío se esforzó en situar su utopía en el reino de este mundo, aunque utilizando compensaciones de aquel saber que no impidieron que Octavio Paz afirmara que el Canto «representa el evangelio de la oligarquía hispanoamericana de fin de siglo» (1976, 54), y Ángel Rama viera ahí «una serie de rasgos típicos del fenómeno colonizador de los imperios» (112).

Avanzado y tradicionalista, con vagas nostalgias, por estética, como Valle Inclán, de un mundo antiguo; amante enardecido de la libertad, pero abominador (descontando que no es justo hacer aquí una aviesa lectura al pie de la letra) de la democracia, «nefasta a los poetas» (HL, 206) y contaminadora incluso del admirado Walt Whitman; antimilitarista, defensor de Zola y de las reformas sociales, más increíblemente reaccionario ante el feminismo7, a la par que confeso enemigo de la muchedumbre («Un meeting político», EC, 259); censor de conquistadores y colonizadores, aunque fascinado por el viejo duque de Alba y, como hemos visto, por el propio Roosevelt; con vocación de lo que Richard A. Cardwell ha definido como «intelectual-redentor» (173), si bien complaciente partidario de quienes no se plantearon compromiso alguno (véanse sus juicios sobre José María de Heredia («Lo que queda de Heredia», O, 412), y Manuel S. Pichardo («Manuel S. Pichardo», L, 611) en los que se congratula de que ninguno de los dos se dedicara a «la pistonuda carrera de apóstol»); censor de «El rey burgués» que explota al artista y amigo de buena fe o forzado de dictadores (Zaldivar del Salvador, Núñez de Colombia, Zelaya de Nicaragua, Estrada Cabrera de Guatemala), en lo sustancial fue moderno. Si no lo fue por completo en «las cosas de todos los días» es algo que se justifica o se entiende por su creencia, que nos remite a Swedenborg y a Platón, de que, al fin y al cabo, la auténtica vida es la instalada en el tiempo eterno, el aión, frente a la existencia ordinaria circunscrita por el cronos. Lo dijo, y se recuerda poco, en la mencionada «Salutación al águila»: «Es incidencia la historia. Nuestro destino supremo/ esta más allá del rumbo que marcan fugaces las épocas».






Referencias bibliográficas

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