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Sab

Novela original

Gertrudis Gómez de Avellaneda



portada



  —5→  

ArribaAbajoDos palabras al lector

Por distraerse de momentos de ocio y melancolía han sido escritas estas páginas. La autora no tenía entonces la intención de someterlas al terrible tribunal del público.

Tres años ha dormido esta novelita casi olvidada en el fondo de su papelera; leída por algunas personas inteligentes que la han juzgado con benevolencia y habiéndose interesado muchos amigos de la autora en poseer un ejemplar de ella, se determina a imprimirla, creyéndose dispensada de hacer una manifestación del   —6→   pensamiento, plan y desempeño de la obra, al declarar que la publica sin ningún género de pretensiones.

Acaso si esta novelita se escribiese en el día, la autora, cuyas ideas han sido modificadas, haría en ella algunas variaciones, pero sea por pereza, sea por la repugnancia que sentimos en alterar lo que hemos escrito con una verdadera convicción, (aun cuando esta llegue a vacilar), la autora no ha hecho ninguna mudanza en sus borradores primitivos, y espera que si las personas sensatas encuentran algunos errores esparcidos en estas páginas, no olvidarán que han sido dictadas por los sentimientos algunas veces exagerados pero siempre generosos de la primera juventud.





  —7→  

ArribaAbajoPrimera parte


ArribaAbajoCapítulo I


   ¿Quién eres? ¿cuál es tu patria?
..............................................
..............................................
    Las influencias tiranas
de mi estrella, me formaron
monstruo de especies tan raras,
que gozo de heroica estirpe
allá en las dotes del alma
siendo el desprecio del mundo.


CAÑIZARES                


Veinte años hace, poco más o menos, que al declinar una tarde del mes de junio un joven de hermosa presencia atravesaba a   —8→   caballo los campos pintorescos que riega el Tínima, y dirigía a paso corto su brioso alazán por la senda conocida en el país con el nombre de camino de Cubitas, por conducir a las aldeas de este nombre, llamadas también tierras rojas. Hallábase el joven de quien hablamos a distancia de cuatro leguas de Cubitas, de donde al parecer venía, y a tres de la ciudad de Puerto Príncipe, capital de la provincia central de la isla de Cuba en aquella época, como al presente, pero que hacía entonces muy pocos años había dejado su humilde dictado de villa.

Fuese efecto de poco conocimiento del camino que seguía, fuese por complacencia de contemplar detenidamente los paisajes que se ofrecían a su vista, el viajero acortaba cada vez más el paso de su caballo y le paraba a trechos como para examinar los sitios por donde pasaba. A la verdad, era harto probable que sus repetidas detenciones sólo tuvieran por objeto admirar más a su sabor los campos fertilísimos de aquel país privilegiado, y que debían   —9→   tener mayor atractivo para él si como lo indicaban su tez blanca y sonrosada, sus ojos azules, y su cabello de oro había venido al mundo en una región del Norte.

El sol terrible de la zona tórrida se acercaba a su ocaso entre ondeantes nubes de púrpura y de plata, y sus últimos rayos, ya tibios y pálidos, vestían de un colorido melancólico los campos vírgenes de aquella joven naturaleza, cuya vigorosa y lozana vegetación parecía acoger con regocijo la brisa apacible de la tarde, que comenzaba a agitar las copas frondosas de los árboles agostados por el calor del día. Bandadas de golondrinas se cruzaban en todas direcciones buscando su albergue nocturno, y el verde papagayo con sus franjas de oro y de grana, el cao de un negro nítido y brillante, el carpintero real de férrea lengua y matizado plumaje, la alegre guacamalla, el ligero tomeguín, la tornasolada mariposa y otra infinidad de aves indígenas, posaban en las ramas del tamarindo y del mango aromático, rizando sus variadas plumas como   —10→   para recoger en ellas el soplo consolador del aura.

El viajero después de haber atravesado sabanas inmensas donde la vista se pierde en los dos horizontes que forman el cielo y la tierra, y prados coronados de palmas y gigantescas ceibas, tocaba por fin en un cercado, anuncio de propiedad. En efecto, divisábase a lo lejos la fachada blanca de una casa de campo, y al momento el joven dirigió su caballo hacia ella; pero lo detuvo repentinamente y apostándole a la vereda del camino pareció dispuesto a esperar a un paisano del campo que se adelantaba a pie hacia aquel sitio, con mesurado paso, y cantando una canción del país cuya última estrofa pudo entender perfectamente el viajero:


Una morena me mata
tened de mí compasión,
pues no la tiene la ingrata
que adora mi corazón1.

  —11→  

El campesino estaba ya a tres pasos del extranjero y viéndole en actitud de aguardarle detúvose frente a él y ambos se miraron un momento antes de hablar. Acaso la notable hermosura del extranjero causó cierta suspensión al campesino, el cual por su parte atrajo indudablemente las miradas de aquél.

Era el recién llegado un joven de alta estatura y regulares proporciones, pero de una fisonomía particular. No parecía un criollo blanco, tampoco era negro ni podía creérsele descendiente de los primeros habitadores de las Antillas. Su rostro presentaba un compuesto singular en que se descubría el cruzamiento de dos razas diversas, y en que se amalgamaban, por decirlo así, los rasgos de la casta africana con los de la europea, sin ser no obstante un mulato perfecto.

Era su color de un blanco amarillento   —12→   con cierto fondo oscuro; su ancha frente se veía medio cubierta con mechones desiguales de un pelo negro y lustroso como las alas del cuervo; su nariz era aguileña pero sus labios gruesos y amoratados denotaban su procedencia africana. Tenía la barba un poco prominente y triangular, los ojos negros, grandes, rasgados, bajo cejas horizontales, brillando en ellos el fuego de la primera juventud, no obstante que surcaban su rostro algunas ligeras arrugas. El conjunto de estos rasgos formaba una fisonomía característica; una de aquellas fisonomías que fijan las miradas a primera vista y que jamás se olvidan cuando se han visto una vez.

El traje de este hombre no se separaba en nada del que usan generalmente los labriegos en toda la provincia de Puerto Príncipe, que se reduce a un pantalón de cotín de anchas rayas azules, y una camisa de hilo, también listada, ceñida a la cintura por una correa de la que pende un ancho machete, y cubierta la cabeza con un sombrero de Yarey bastante alicaído2:   —13→   traje demasiado ligero pero cómodo y casi necesario en un clima abrasador.

El extranjero rompió el silencio y hablando en castellano con una pureza y facilidad que parecían desmentir su fisonomía septentrional, dijo al labriego:

-Buen amigo, tendrá Vd. la bondad de decirme si la casa que desde aquí se divisa es la del Ingenio3 de Bellavista, perteneciente a don Carlos de B...

El campesino hizo una reverencia y contestó:

-Sí señor, todas las tierras que se ven allá abajo, pertenecen al señor don Carlos.

-Sin duda es Vd. vecino de ese caballero y podrá decirme si ha llegado ya a su ingenio con su familia.

-Desde esta mañana están aquí los dueños,   —14→   y puedo servir a Vd. de guía si quiere visitarlos.

El extranjero manifestó con un movimiento de cabeza que aceptaba el ofrecimiento, y sin aguardar otra respuesta el labriego se volvió en ademán de querer conducirle a la casa, ya vecina. Pero tal vez no deseaba llegar tan pronto el extranjero, pues haciendo andar muy despacio a su caballo volvió a entablar con su guía la conversación, mientras examinaba con miradas curiosas el sitio en que se encontraba.

-¿Dice Vd. que pertenecen al señor de B... todas estas tierras?

-Sí señor.

-Parecen muy feraces.

-Lo son en efecto.

-Esta finca debe producir mucho a su dueño.

-Tiempos ha habido, según he llegado a entender -dijo el labriego deteniéndose para echar una ojeada hacia las tierras objeto de la conversación-, en que este ingenio daba a su dueño doce mil arrobas de azúcar cada año, porque entonces más de cien negros trabajaban en sus cañaverales; pero los tiempos han variado y el propietario actual de Bellavista no tiene en él sino cincuenta negros, ni excede   —15→   su Zafra4 de seis mil panes de azúcar.

-Vida muy fatigosa deben de tener los esclavos en estas fincas -observó el extranjero-, y no me admira se disminuya tan considerablemente su número.

-Es una vida terrible a la verdad -respondió el labrador arrojando a su interlocutor una mirada de simpatía-: bajo este cielo de fuego el esclavo casi desnudo trabaja toda la mañana sin descanso, y a la hora terrible del mediodía jadeando, abrumado bajo el peso de la leña y de la caña que conduce sobre sus espaldas, y abrasado por los rayos del sol que tuesta su cutis, llega el infeliz a gozar todos los placeres que tiene para él la vida: dos horas de sueño y una escasa ración. Cuando la noche viene con sus brisas y sus sombras a consolar a la tierra abrasada, y toda la naturaleza descansa, el esclavo va a regar   —16→   con su sudor y con sus lágrimas al recinto donde la noche no tiene sombras, ni la brisa frescura: porque allí el fuego de la leña ha sustituido al fuego del sol, y el infeliz negro girando sin cesar en torno de la máquina que arranca a la caña su dulce jugo, y de las calderas de metal en las que este jugo se convierte en miel a la acción del fuego, ve pasar horas tras horas, y el sol que torna le encuentra todavía allí... ¡Ah!, sí; es un cruel espectáculo la vista de la humanidad degradada, de hombres convertidos en brutos, que llevan en su frente la marca de la esclavitud y en su alma la desesperación del infierno.

El labriego se detuvo de repente como si echase de ver que había hablado demasiado, y bajando los ojos, y dejando asomar a sus labios una sonrisa melancólica, añadió con prontitud:

-Pero no es la muerte de los esclavos causa principal de la decadencia del Ingenio de Bellavista: se han vendido muchos, como también tierras, y sin embargo aún es una finca de bastante valor.

  —17→  

Dichas estas palabras tornó a andar con dirección a la casa, pero detúvose a pocos pasos notando que el extranjero no le seguía, y al volverse hacia él, sorprendió una mirada fija en su rostro con notable expresión de sorpresa. En efecto, el aire de aquel labriego parecía revelar algo de grande y noble que llamaba la atención, y lo que acababa de oírle el extranjero, en un lenguaje y con una expresión que no correspondían a la clase que denotaba su traje pertenecer, acrecentó su admiración y curiosidad. Habíase aproximado el joven campesino al caballo de nuestro viajero con el semblante de un hombre que espera una pregunta que adivina se le va a dirigir, y no se engañaba, pues el extranjero no pudiendo reprimir su curiosidad le dijo:

-Presumo que tengo el gusto de estar hablando con algún distinguido propietario de estas cercanías. No ignoro que los criollos cuando están en sus haciendas de campo, gustan vestirse como simples labriegos, y sentiría ignorar por más tiempo el nombre del sujeto que con tanta cortesía se ha ofrecido   —18→   a guiarme. Si no me engaño es usted amigo y vecino de D. Carlos de B...

El rostro de aquel a quien se dirigían estas palabras no mostró al oírlas la menor extrañeza, pero fijó en el que hablaba una mirada penetrante: luego, como si la dulce y graciosa fisonomía del extranjero dejase satisfecha su mirada indagadora, respondió bajando los ojos:

-No soy propietario, señor forastero, y aunque sienta latir en mi pecho un corazón pronto siempre a sacrificarse por D. Carlos no puedo llamarme amigo suyo. Pertenezco -prosiguió con sonrisa amarga-, a aquella raza desventurada sin derechos de hombres... soy mulato y esclavo.

-¿Conque eres mulato? -dijo el extranjero tomando, oída la declaración de su interlocutor, el tono de despreciativa familiaridad que se usa con los esclavos-: bien lo sospeché al principio; pero tienes un aire tan poco común en tu clase, que luego mudé de pensamiento.

El esclavo continuaba sonriéndose; pero su sonrisa era cada vez más melancólica y   —19→   en aquel momento tenía también algo de desdeñosa.

-Es -dijo volviendo a fijar los ojos en el extranjero-, que a veces es libre y noble el alma, aunque el cuerpo sea esclavo y villano. Pero ya es de noche y voy a conducir a su merced5 al ingenio ya próximo.

La observación del mulato era exacta. El sol, como arrancado violentamente del hermoso cielo de Cuba, había cesado de alumbrar aquel país que ama, aunque sus altares estén ya destruídos, y la luna pálida y melancólica se acercaba lentamente a tomar posesión de sus dominios.

El extranjero siguió a su guía sin interrumpir la conversación:

-¿Conque eres esclavo de don Carlos?

-Tengo el honor de ser su mayoral6   —20→   en este ingenio.

-¿Cómo te llamas?

-Mi nombre de bautismo es Bernabé, mi madre me llamó siempre Sab, y así me han llamado luego mis amos.

-¿Tu madre era negra, o mulata como tú?

-Mi madre vino al mundo en un país donde su color no era un signo de esclavitud: mi madre -repitió con cierto orgullo-, nació libre y princesa. Bien lo saben todos aquellos que fueron como ella conducidos aquí de las costas del Congo por los traficantes de carne humana. Pero princesa en su país fue vendida en éste como esclava.

El caballero sonrió con disimulo al oír el título de princesa que Sab daba a su madre, pero como al parecer le interesase la conversación de aquel esclavo, quiso prolongarla:

-Tu padre sería blanco indudablemente.

-¡Mi padre!... yo no le he conocido jamás. Salía mi madre apenas de la infancia cuando fue vendida al señor don Félix de B... padre de mi amo actual, y de otros cuatro hijos. Dos años gimió inconsolable la infeliz sin poder resignarse a la horrible mudanza de su suerte; pero un   —21→   trastorno repentino se verificó en ella pasado este tiempo, y de nuevo cobró amor a la vida porque mi madre amó. Una pasión absoluta se encendió con toda su actividad en aquel corazón africano. A pesar de su color era mi madre hermosa, y sin duda tuvo correspondencia su pasión pues salí al mundo por entonces. El nombre de mi padre fue un secreto que jamás quiso revelar.

-Tu suerte, Sab, será menos digna de lástima que la de los otros esclavos, pues el cargo que desempeñas en Bellavista prueba la estimación y afecto que te dispensa tu amo.

-Sí, señor, jamás he sufrido el trato duro que se da generalmente a los negros, ni he sido condenado a largos y fatigosos trabajos. Tenía solamente tres años cuando murió mi protector don Luis el más joven de los hijos del difunto don Félix de B... pero dos horas antes de dejar este mundo aquel excelente joven tuvo una larga y secreta conferencia con su hermano don Carlos, y según se conoció después, me dejó recomendado a su bondad. Así hallé en mi amo actual   —22→   el corazón bueno y piadoso del amable protector que había perdido. Casose algún tiempo después con una mujer... ¡un ángel! y me llevó consigo. Seis años tenía yo cuando mecía la cuna de la señorita Carlota, fruto primero de aquel feliz matrimonio. Más tarde fui el compañero de sus juegos y estudios, porque hija única por espacio de cinco años, su inocente corazón no medía la distancia que nos separaba y me concedía el cariño de un hermano. Con ella aprendí a leer y a escribir, porque nunca quiso recibir lección alguna sin que estuviese a su lado su pobre mulato Sab. Por ella cobré afición a la lectura, sus libros y aun los de su padre han estado siempre a mi disposición, han sido mi recreo en estos páramos, aunque también muchas veces han suscitado en mi alma ideas aflictivas y amargas cavilaciones.

Interrumpíase el esclavo no pudiendo ocultar la profunda emoción que a pesar suyo revelaba su voz. Mas hízose al momento señor de sí mismo; pasose la mano por la frente, sacudió ligeramente la cabeza, y añadió   —23→   con más serenidad:

-Por mi propia elección fui algunos años calesero, luego quise dedicarme al campo, y hace dos que asisto en este ingenio.

El extranjero sonreía con malicia desde que Sab habló de la conferencia secreta que tuviera el difunto don Luis con su hermano, y cuando el mulato cesó de hablar le dijo:

-Es extraño que no seas libre, pues habiéndote querido tanto don Luis de B... parece natural te otorgase su padre la libertad, o te la diese posteriormente don Carlos.

-¡Mi libertad!... sin duda es cosa muy dulce la libertad... pero yo nací esclavo: era esclavo desde el vientre de mi madre, y ya...

-Estás acostumbrado a la esclavitud -interrumpió el extranjero, muy satisfecho con acabar de expresar el pensamiento que suponía al mulato-.

No le contradijo éste; pero se sonrió con amargura, y añadió a media voz y como si se recrease con las palabras que profería lentamente:

-Desde mi infancia fui escriturado a la señorita Carlota:   —24→   soy esclavo suyo, y quiero vivir y morir en su servicio.

El extranjero picó un poco con la espuela a su caballo: Sab andaba delante apresurando el paso a proporción que caminaba más de prisa el hermoso alazán de raza normanda en que iba su interlocutor.

-Ese afecto y buena ley te honran mucho, Sab, pero Carlota de B... va a casarse y acaso la dependencia de un amo no te será tan grata como la de tu joven señorita.

El esclavo se paró de repente, y volvió sus ojos negros y penetrantes hacia el extranjero que prosiguió, deteniendo también un momento su caballo:

-Siendo un sirviente que gozas la confianza de tus dueños, no ignorarás que Carlota tiene tratado su casamiento con Enrique Otway, hijo único de uno de los más ricos comerciantes de Puerto Príncipe.

Siguiose a estas palabras un momento de silencio, durante el cual es indudable que se verificó en el alma del esclavo un incomprensible trastorno. Cubriose su frente   —25→   de arrugas verticales, lanzaron sus ojos un resplandor siniestro, como la luz del relámpago que brilla entre nubes oscuras, y como si una idea repentina aclarase sus dudas, exclamó después de un instante de reflexión:

-¡Enrique Otway! Ese nombre lo mismo que vuestra fisonomía indican un origen extranjero... ¡Vos7 sois pues, sin duda el futuro esposo de la señorita de B...!

-No te engañas, joven, yo soy en efecto Enrique Otway, futuro esposo de Carlota, y el mismo que procurará no sea un mal para ti su unión con tu señorita: lo mismo que ella, te prometo hacer menos dura tu triste condición de esclavo. Pero he aquí la taranquela8: ya no necesito guía. A   —26→   Dios, Sab, puedes continuar tu camino.

Enrique metió espuelas a su caballo, que atravesando la taranquela partió a galope. El esclavo le siguió con la vista hasta que le vio llegar delante de la puerta de la casa blanca. Entonces clavó los ojos en el cielo, dio un profundo gemido, y se dejó caer sobre un ribazo.



  —27→  

ArribaAbajoCapítulo II


Diré que su frente brilla
más que nieve en valle oscuro:
diré su bondad sencilla,
y el carmín de su mejilla
como su inocencia puro.


GALLEGO                


-¡Qué hermosa noche! Acércate, Teresa, ¿no te encanta respirar una brisa tan refrigerante?

-Para ti debe ser más hermosa la noche y las brisas más puras: para ti que eres feliz. Desde esta ventana ves a tu buen padre adornar por sí mismo con ramas y flores las ventanas de esta casa: este día en que tanto has llorado debe ser para ti de   —28→   placer y regocijo. Hija adorada, ama querida, esposa futura del amante de tu elección, ¿qué puede afligirte, Carlota? Tú ves en esta noche tan bella la precursora de un día más bello aún: del día en que verás aquí a tu Enrique. ¿Cómo lloras pues?... Hermosa, rica, querida... no eres tú la que debes llorar.

-Es cierto que soy dichosa, amiga mía, pero ¿cómo pudiera volver a ver sin profunda melancolía estos sitios que encierran para mí tantos recuerdos? La última vez que habitamos en este ingenio gozaba yo la compañía de la más tierna de las madres. También era madre tuya, Teresa, pues como tal te amaba: ¡aquella alma era toda ternura!... cuatro años han corrido después de que habitó con nosotras esta casa. Aquí lucieron para ella los últimos días de felicidad y de vida. Pocos transcurrieron desde que dejamos esta hacienda y volvimos a la ciudad, cuando la atacó la mortal dolencia que la condujo prematuramente al sepulcro. ¿Cómo fuera posible que al volver a estos sitios, que no había visto desde entonces,   —29→   no sintiese el influjo de memorias tan caras?

-Tienes razón, Carlota, ambas debemos llorar eternamente una pérdida que nos privó, a ti de la mejor de las madres, a mí, pobre huérfana desvalida, de mi única protectora.

Un largo intervalo de silencio sucedió a este corto diálogo, y nos aprovecharemos de él para dar a conocer a nuestros lectores las dos señoritas cuya conversación acabamos de referir con escrupulosa exactitud, y el local en que se verificara la mencionada conversación.

Era una pequeña sala baja y cuadrada, que se comunicaba por una puerta de madera pintada de verde oscuro, con la sala principal de la casa. Tenía además una ventana rasgada casi desde el nivel del suelo, que se elevaba hasta la altura de un hombre, con antepecho de madera formando una media luna hacia fuera, y compuertas también de madera, pero que a la sazón estaban abiertas para que refrescase la estancia la brisa apacible de la noche.

Los muebles que adornaban esta habitación   —30→   eran muy sencillos pero elegantes, y veíanse hacia el fondo, uno junto a otro, dos catres de lienzo de los que se usan comúnmente en todos los pueblos de la isla de Cuba durante los meses más calurosos. Una especie de lecho flotante, conocido con el nombre de hamaca, pendía oblicuamente de una esquina a la otra de la estancia, convidando con sus blandas undulaciones al adormecimiento que produce el calor excesivo.

Ninguna luz artificial se veía en la habitación alumbrada únicamente por la claridad de la luna que penetraba por la ventana. Junto a ésta y frente una de otra estaban las dos señoritas sentadas en dos anchas poltronas, conocidas con el nombre de butacas. Nuestros lectores hubieran conocido desde luego a la tierna Carlota en las dulces lágrimas que tributaba todavía a la memoria de su madre muerta hacía cuatro años. Su hermosa y pura frente descansaba en una de sus manos, apoyando el brazo en el antepecho de la ventana; y sus cabellos castaños divididos en dos mitades iguales, caían formando multitud de rizos en   —31→   torno de un rostro de diez y siete años. Examinado escrupulosamente a la luz del día aquel rostro, acaso no hubiera presentado un modelo de perfección; pero el conjunto de sus delicadas facciones, y la mirada llena de alma de dos grandes y hermosos ojos pardos, daban a su fisonomía, alumbrada por la luna, un no sé qué de angélico y penetrante imposible de describir. Aumentaba lo ideal de aquella linda figura un vestido blanquísimo que señalaba los contornos de su talle esbelto y gracioso, y no obstante hallarse sentada, echábase de ver que era de elevada estatura y admirables proporciones.

La figura que se notaba frente a ella presentaba un cierto contraste. Joven todavía, pero privada de las gracias de la juventud, Teresa tenía una de aquellas fisonomías insignificantes que nada dicen al corazón. Sus facciones nada ofrecían de repugnante, pero tampoco nada de atractivo. Nadie la llamaría fea después de examinarla; nadie empero la creería hermosa al verla por primera vez, y aquel rostro   —32→   sin expresión, parecía tan impropio para inspirar el odio como el amor. Sus ojos de un verde oscuro bajo dos cejas rectas y compactas, tenían un mirar frío y seco que carecía igualmente del encanto de la tristeza y de la gracia de la alegría. Bien riese Teresa, bien llorase, aquellos ojos eran siempre los mismos. Su risa y llanto parecían un efecto del arte en una máquina, y ninguna de sus facciones participaba de aquella conmoción. Sin embargo, tal vez cuando una gran pasión o un fuerte sacudimiento hacía salir de su letargo a aquella alma apática, entonces era pasmosa la expresión repentina de los ojos de Teresa. Rápida era su mirada, fugitiva su expresión pero viva, enérgica, elocuente: y cuando volvían aquellos ojos a su habitual nulidad, admirábase el que los veía de que fuesen capaces de un lenguaje tan terrible.

Hija natural de un pariente lejano de la esposa de D. Carlos, perdió a su madre al nacer, y había vivido con su padre, hombre libertino que la abandonó enteramente al orgullo y la dureza de una madrastra que   —33→   la aborrecía. Así fue desde su nacimiento oprimida con el peso de la desventura, y cuando por muerte de su padre fue recogida por la señora de B... y su esposo, ni el cariño que halló en esta feliz pareja, ni la tierna amistad que la dispensó Carlota fueron ya suficientes a despojar a su carácter de la rigidez y austeridad que en la desgracia había adquirido. Su altivez natural constantemente herida por su nacimiento, y escasa fortuna que la constituía en una eterna dependencia, habían agriado insensiblemente su alma, y a fuerza de ejercitar su sensibilidad parecía haberla agotado. Ocho años hacía, en la época en que comienza nuestra historia, que se hallaba Teresa bajo la protección del señor de B..., único pariente en quien había encontrado afecto y compasión, y aunque fuese este tiempo el que pudiera señalar por el más dichoso de su vida, no había estado exento para ella de grandes mortificaciones. El destino parecía haberla colocado junto a Carlota para hacerla conocer por medio de un triste cotejo, toda la inferioridad y desgracia de su   —34→   posición. Al lado de una joven bella, rica, feliz, que gozaba el cariño de unos padres idólatras, que era el orgullo de toda una familia, y que se veía sin cesar rodeada de obsequios y alabanzas, Teresa humillada, y devorando en silencio su mortificación, había aprendido a disimular, haciéndose cada vez más fría y reservada. Al verla siempre seria e impasible se podía creer que su alma imprimía sobre su rostro aquella helada tranquilidad, que a veces se asemeja a la estupidez, y sin embargo aquella alma no era incapaz de grandes pasiones, mejor diré, era formada para sentirlas. Pero, ¿cuáles son los ojos bastante perspicaces para leer en una alma, cubierta con la dura corteza que forman las largas desventuras? En un rostro frío y severo muchas veces descubrimos la señal de la insensibilidad, y casi nunca adivinamos que es la máscara que cubre al infortunio.

Carlota amaba a Teresa como a una hermana, y acostumbrada ya a la sequedad y reserva de su carácter, no se ofendió nunca de no ver correspondida   —35→   dignamente su afectuosa amistad. Viva, ingenua e impresionable apenas podía comprender aquel carácter triste y profundo de Teresa, su energía en el sufrimiento y su constancia en la apatía. Carlota, aunque dotada de maravilloso talento, había concluido por creer, como todos, que su amiga era uno de aquellos seres buenos y pacíficos, fríos y apáticos, incapaces de crímenes como de grandes virtudes, y a los cuales no debe pedírseles más de aquello que dan, porque es escaso el tesoro de su corazón.

Inmóvil Teresa enfrente de su amiga estremeciose de repente con un movimiento convulsivo.

-Oigo -dijo- el galope de un caballo: sin duda es tu Enrique.

Levantó su linda cabeza Carlota de B... y un leve matiz de rosa se extendió por sus mejillas.

-En efecto -dijo-, oigo galopar; pero Enrique no debe llegar hasta mañana: mañana fue el día señalado para su vuelta de Guanaja. Sin embargo, puede haber querido anticiparlo... ¡Ah, sí, él es!... ya oigo su voz que saluda a papá. Teresa,   —36→   tienes razón -añadió echando su brazo izquierdo al cuello de su prima mientras enjugaba con la otra la última lágrima que se deslizaba por su mejilla-; tienes razón en decirlo... ¡soy muy dichosa!

Teresa, que se había puesto en pie y miraba atentamente por la ventana, volvió a sentarse con lentitud: su rostro recobró su helada y casi estúpida inmovilidad, y pronunció entre dientes:

-¡Sí, eres muy dichosa!

No lloraba ya Carlota: los penetrantes recuerdos de una madre querida se desvanecieron a la presencia de un amante adorado. Junto a Enrique nada ve más que a él. El universo entero es para ella aquel reducido espacio donde mira a su amante: porque ama Carlota con todas las ilusiones de un primer amor, con la confianza y abandono de la primera juventud y con la vehemencia de un corazón formado bajo el cielo de los Trópicos.

Tres meses habían corrido desde que se trató su casamiento con Enrique Otway, y en ellos diariamente habían sido pronunciados los juramentos de un eterno cariño:   —37→   juramentos que eran para su corazón tierno y virginal tan santos e inviolables como si hubiesen sido consagrados por las más augustas ceremonias. Ninguna duda, ningún asomo de desconfianza había emponzoñado un afecto tan puro, porque cuando amamos por primera vez hacemos un Dios del objeto que nos cautiva. La imaginación le prodiga ideales perfecciones, el corazón se entrega sin temor y no sospechamos ni remotamente que el ídolo que adoramos puede convertirse en el ser real y positivo que la experiencia y el desengaño nos presenta, con harta prontitud, desnudo del brillante ropaje de nuestras ilusiones.

Aún no había llegado para la sensible Isleña esta época dolorosa de una primera desilusión: aún veía a su amante por el encantado prisma de la inocencia y del amor, y todo en él era bello, grande y sublime.

¿Merecía Enrique Otway una pasión tan hermosa? ¿Participaba de aquel divino entusiasmo que hace soñar un cielo en la tierra? ¿Comprendía su alma a aquella alma   —38→   apasionada de la que era señor?... Lo ignoramos: los acontecimientos nos lo dirán en breve y fijarán en este punto la opinión de nuestros lectores. No queriendo anticiparles nada nos limitaremos por ahora a darles algún conocimiento de las personas que figuran en esta historia, y de los acontecimientos que precedieron a la época en que comenzamos a referirla.



  —39→  

ArribaAbajoCapítulo III


Mujer quiero con caudal.


CAÑIZARES                


Sabido es que las riquezas de Cuba atraen en todo tiempo innumerables extranjeros, que con mediana industria y actividad no tardan en enriquecerse de una manera asombrosa para los indolentes isleños, que satisfechos con la fertilidad de su suelo, y   —40→   con la facilidad con que se vive en un país de abundancia, se adormecen por decirlo así, bajo su sol de fuego, y abandonan a la codicia y actividad de los europeos todos los ramos de agricultura, comercio, e industria, con los cuales se levantan en corto número de años innumerables familias.

Jorge Otway fue uno de los muchos hombres que se le elevan de la nada en poco tiempo a favor de las riquezas en aquel país nuevo y fecundo. Era inglés: había sido buhonero algunos años en los Estados Unidos de la América del norte, después en la ciudad de La Habana, y últimamente llegó a Puerto Príncipe traficando con lienzos, cuando contaba más de treinta años, trayendo consigo un hijo de seis, único fruto que le quedara de su matrimonio.

Cinco años después de su llegada a Puerto Príncipe, Jorge Otway en compañía de dos catalanes tenía ya una tienda de lienzos, y su hijo despachaba con él detrás del mostrador. Pasaron cinco años más y el inglés y sus socios abrieron un soberbio almacén de toda clase de lencería. Pero ya no eran   —41→   ellos los que se presentaban detrás del mostrador: tenían dependientes y comisionistas, y Enrique de edad de diez y seis años se hallaba en Londres enviado por su padre con objeto de perfeccionar su educación, según decía. Otros cinco años transcurrieron y Jorge Otway poseía ya una hermosa casa en una de las mejores calles de la ciudad, y seguía por sí solo un vasto y lucrativo comercio. Entonces volvió su hijo de Europa, adornado de una hermosa figura y de modales dulces y agradables, con lo cual y el crédito que comenzaba a adquirir su casa no fue desechado en las reuniones más distinguidas del país. Puede el lector dejar transcurrir aún otros cinco años y verá a Jorge Otway, rico negociante, alternando con la clase más pudiente, servido de esclavos, dueño de magníficos carruajes y con todos los prestigios de la opulencia.

Enrique no era ya únicamente uno de los más gallardos jóvenes del país, era también considerado como uno de los más ventajosos partidos. Sin embargo, en esta misma época, en que llegaba a su apogeo la rápida   —42→   fortuna del buhonero inglés, algunas pérdidas considerables dieron un golpe mortal a su vanidad y a su codicia. Habíase comprometido en empresas de comercio demasiado peligrosas y para disimular el mal éxito de ellas, y sostener el crédito de su casa, cometió la nueva imprudencia de tomar gruesas sumas de plata a un rédito crecido. El que antes fue usurero, viose compelido a castigarse a sí mismo siendo a su vez víctima de la usura de otros. Conoció harto presto que el edificio de su fortuna, con tanta prontitud levantado, amenazaba una ruidosa caída, y pensó entonces que le convendría casar a su hijo antes que su decadencia fuese evidente para el público.

Echó la vista a las más ricas herederas del país y creyó ver en Carlota de B... la mujer que convenía a sus cálculos. Don Carlos, padre de la joven, había heredado como sus hermanos un caudal considerable, y aunque se casó con una mujer de escasos bienes la suerte había favorecido a ésta últimamente, recayendo en ella una herencia   —43→   cuantiosa e inesperada, con la cual la casa ya algo decaída de D. Carlos se hizo nuevamente una de las opulentas de Puerto Príncipe. Verdad es que gozó poco tiempo en paz del aumento de su fortuna pues con derechos quiméricos, o justos, suscitole un litigio cierto pariente del testador que había favorecido a su esposa, tratando nada menos que anular dicho testamento. Pero esta empresa pareció tan absurda, y el litigio se presentó con aspecto tan favorable para D. Carlos que no se dudaba de su completo triunfo. Todo esto tuvo presente Jorge Otway cuando eligió a Carlota para esposa de su hijo. Había muerto ya la señora de B... dejando a su esposo seis hijos: Carlota, primer fruto de su unión, era la más querida según la opinión general, y debía esperar de su padre considerables mejoras. Eugenio, hijo segundo y único varón, que se educaba en un colegio de La Habana, había nacido con una constitución débil y enfermiza y acaso Jorge no dejó de especular con ella, presagiando de la delicada salud del niño un heredero menos a D. Carlos. Además,   —44→   don Agustín, su hermano mayor, era un célibe poderoso y Carlota su sobrina predilecta. No vaciló pues Jorge Otway y manifestó a su hijo su determinación. Dotado el joven de un carácter flexible, y acostumbrado a ceder siempre ante la enérgica voluntad de su padre, prestose fácilmente a sus deseos, y no con repugnancia esta vez, pues además de los atractivos personales de Carlota no era Enrique indiferente a las riquezas, y estaba demasiado adoctrinado en el espíritu mercantil y especulador de su padre.

Declarose, pues, amante de la señorita de B... y no tardó en ser amado. Se hallaba Carlota en aquella edad peligrosa en que el corazón siente con mayor viveza la necesidad de amar, y era además naturalmente tierna e impresionable. Mucha sensibilidad, una imaginación muy viva, y gran actividad de espíritu, eran dotes, que, unidas a un carácter más entusiasta que prudente debían hacer temer en ella los efectos de una primera pasión. Era fácil prever que aquella alma poética no amaría   —45→   largo tiempo a un hombre vulgar, pero se adivinaba también que tenía tesoros en su imaginación bastantes a enriquecer a cualquier objeto a quien quisiera prodigarlos. El sueño presentaba, hacía algún tiempo, a Carlota la imagen de un ser noble y bello formado expresamente para unirse a ella y poetizar la vida en un deliquio de amor. ¿Y cuál es la mujer, aunque haya nacido bajo un cielo menos ardiente, que no busque al entrar con paso tímido en los áridos campos de la vida la creación sublime de su virginal imaginación? ¿Cuál es aquella que no ha entrevisto en sus éxtasis solitarios un ser protector, que debe sostener su debilidad, defender su inocencia, y recibir el culto de su veneración?... Ese ser no tiene nombre, no tiene casi una forma positiva, pero se le halla en todo lo que presenta grande y bello la naturaleza. Cuando la joven ve un hombre busca en él los rasgos del Ángel de sus ilusiones... ¡oh, qué difícil es encontrarlos! ¡Y desgraciada de aquella que es seducida por una engañosa semejanza!... Nada debe ser tan   —46→   doloroso como ver destruido un error tan dulce, y por desgracia se destruye harto presto. Las ilusiones de un corazón ardiente son como las flores del estío: su perfume es más penetrante pero su existencia más pasajera.

Carlota amó a Enrique, o mejor diremos amó en Enrique el objeto ideal que la pintaba su imaginación, cuando vagando por los bosques, o a las orillas del Tínima, se embriagaba de perfumes, de luz brillante, de dulces brisas: de todos aquellos bienes reales, tan próximos al idealismo, que la naturaleza joven, y superabundante de vida, prodiga al hombre bajo aquel ardiente cielo. Enrique era hermoso e insinuante: Carlota descendió a su alma para adornarla con los más brillantes colores de su fantasía: ¿qué más necesitaba?

Noticioso Jorge del feliz éxito de las pretensiones de su hijo pidió osadamente la mano de Carlota, pero su vanidad y la de Enrique sufrieron la humillación de una repulsa. La familia de B... era de las más nobles del país y no pudo recibir sin indignación   —47→   la demanda del rico negociante, porque aún se acordaba del buhonero. Por otra parte, aunque el viejo Otway se hubiese declarado desde su establecimiento en Puerto Príncipe un verdadero católico, apostólico, romano, y educado a su hijo en los ritos de la misma iglesia, su apostasía no le había salvado del nombre de hereje con que solían designarle las viejas del país; y si toda la familia de B... no conservaba en este punto las mismas preocupaciones, no faltaban en ella individuos que oponiéndose al enlace de Carlota con Enrique fuesen menos inspirados por el desprecio al buhonero que por el horror al hereje. La mano de la señorita de B... fue pues rehusada al joven inglés y se la ordenó severamente no pensar más en su amante. ¡Es tan fácil dar estas órdenes! La experiencia parece que no ha probado bastante todavía su inutilidad. Carlota amó más desde que se le prohibió amar, y aunque no había ciertamente en su carácter una gran energía, y mucho menos una fría perseverancia, la exaltación de su   —48→   amor contrariado, y el pesar de una niña que por primera vez encuentra oposición a sus deseos, eran más que suficientes para producir un efecto contrario al que se esperaba. Todos los esfuerzos empleados por la familia de B... para apartarla de Enrique fueron inútiles, y su amante desgraciado fue para ella mucho más interesante. Después de repetidas y dolorosas escenas, en que manifestó constantemente una firmeza que admiró a sus parientes, el amor y la melancolía la originaron una enfermedad peligrosa que fue la que determinó su triunfo. Un padre idólatra no pudo sostener por más tiempo los sufrimientos de tan hermosa criatura, y cedió a pesar de toda su parentela.

D. Carlos era uno de aquellos hombres apacibles y perezosos que no saben hacer mal, ni tomarse grandes fatigas para ejecutar el bien. Había seguido los consejos de su familia al oponerse a la unión de Carlota con Enrique, pues él por su parte era indiferente en cierto modo, a las preocupaciones del nacimiento, y acostumbrado a los goces de   —49→   la abundancia, sin conocer su precio, tampoco tenía ambición ni de poder ni de riquezas. Jamás había ambicionado para su hija un marido de alta posición social o de inmensos caudales: limitábase a desearle uno que la hiciese feliz, y no se ocupó mucho, sin embargo, en estudiar a Enrique para conocer si era capaz de lograrlo.

Inactivo por temperamento, dócil por carácter y por el convencimiento de su inercia, se opuso al amor de su hija sólo por contemporizar con sus hermanos, y cedió luego a los deseos de aquélla, menos por la persuasión de que tal enlace labraría su dicha que por falta de fuerzas para sostener por más tiempo el papel de que se había encargado. Carlota empero supo aprovechar aquella debilidad en su favor, y antes de que su familia tuviese tiempo de influir nuevamente en el ánimo de D. Carlos su casamiento fue convenido por ambos padres y fijado para el día primero de septiembre de aquel año, por cumplir en él la joven los 18 de su edad.

Era a fines de febrero cuando se hizo   —50→   este convenio, y desde entonces hasta principios de junio en que comienza nuestra narración, los dos amantes habían tenido para verse y hablarse toda la lícita libertad que podían desear. Pero la fortuna, burlándose de los cálculos del codicioso inglés, había trastornado en este corto tiempo todas sus esperanzas y especulaciones. La familia del señor de B..., altamente ofendida con la resolución de éste, y no haciendo misterio del desprecio con que miraba al futuro esposo de Carlota, había roto públicamente toda relación amistosa con D. Carlos, y su hermano D. Agustín hizo un testamento a favor de los hijos de otro hermano para quitar a Carlota toda esperanza de su sucesión. Mas esto era poco: otro golpe más sensible se siguió a éste y acabó de desesperar a Jorge. Contra todas las probabilidades y esperanzas fallose el pleito por fin en contra de don Carlos. El testamento que constituía heredera a su esposa fue anulado justa o injustamente, y el desgraciado caballero hubo de entregar al nuevo poseedor las grandes   —51→   fincas que mirara como suyas hacía seis años. No faltaron personas que, juzgando parcial e injusta esta sentencia, invitasen al agraviado a apelar al tribunal supremo de la nación: mas el carácter de D. Carlos no era apropósito para ello, y sometiéndose a su suerte casi pareció indiferente a una desgracia que le despojaba de una parte considerable de sus bienes. Un estoicismo de esta clase, tan noble desprendimiento de las riquezas debían merecerle al parecer generales elogios, mas no fue así. Su indiferencia se creyó más bien efecto de egoísmo que de desinterés. «Es bastante rico aún -decían en el pueblo- para poder gozar mientras viva de todas las comodidades imaginables, y no le importa nada una pérdida que sólo perjudicará a sus hijos».

Engañábanse empero los que juzgaban de este modo a D. Carlos. Ciertamente la pereza de su carácter, y el desaliento que en él producía cualquier golpe inesperado influían no poco en la aparente fortaleza con que se sometía desde luego a   —52→   la desgracia, sin hacer un enérgico esfuerzo para contrarrestarla, pero amaba a sus hijos y había amado a su esposa con todo el calor y la ternura de un alma sensible aunque apática. Hubiera dado su vida por cada uno de aquellos objetos queridos, pero por la utilidad de estos mismos no hubiera podido imponerse el deber de una vida activa y agitada: oponíanse a ella su temperamento, su carácter y sus hábitos invencibles. Desprendiéndose con resignación y filosofía de un caudal, con el cual contaba para asegurar a sus hijos una fortuna brillante, no fue sin embargo insensible a este golpe. No se quejó a nadie, acaso por pereza, acaso por cierto orgullo compatible con la más perfecta bondad: pero el golpe hirió de lleno su corazón paternal. Alegrose entonces interiormente de tener asegurada la suerte de Carlota, y no vio en Enrique al hijo del buhonero sino al único heredero de una casa fuerte del país.

Todo lo contrario sucedió a Jorge. Carlota privada de la herencia de su tío, y   —53→   de los bienes de su madre que la pérdida del pleito le había quitado, Carlota con cinco hermanos que debían partir con ella el desmembrado caudal que pudiera heredar de su padre, (joven todavía y prometiendo una larga vida), no era ya la mujer que deseaba Jorge para su hijo. El codicioso inglés hubiera muerto de dolor y rabia si las desgracias de la casa de B... hubieran sido posteriores al casamiento de Enrique, mas por fortuna suya aún no se había verificado, y Jorge estaba resuelto a que no se verificara jamás. Demasiado bajo para tener vergüenza de su conducta acaso hubiera roto inmediatamente, sin ningún pudor ni cortesía, un compromiso que ya detestaba, si su hijo a fuerza de dulzura y de paciencia no hubiese logrado hacerle adoptar un sistema más racional y menos grosero.

Lo que pasó en el alma de Enrique cuando vio destruidas en un momento las brillantes esperanzas de fortuna que fundaba en su novia, fue un secreto para todos, pues aunque fuese el joven tan   —54→   codicioso como su padre era por lo menos mucho más disimulado. Su conducta no varió en lo más mínimo, ni se advirtió la más leve frialdad en sus amores. El público, si bien persuadido de que sólo la conveniencia le había impulsado a solicitar la mano de Carlota, creyó entonces que un sentimiento más noble y generoso le decidía a no renunciarla. Carlota era acaso la única persona que ni agradecía ni notaba el aparente desinterés de su amante. No sospechando que al solicitar su mano tuviese un motivo ajeno del amor, apenas pensaba en la mudanza desventajosa de su propia fortuna, no podía admirarse de que no influyese en la conducta de Enrique. ¡Ay de mí! Solamente la fría y aterradora experiencia enseña a conocer a las almas nobles y generosas el mérito de las virtudes que ellas mismas poseen... ¡Feliz aquel que muere sin haberlo conocido!



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ArribaAbajoCapítulo IV


No hay mal para el amor correspondido,
no hay bien que no sea mal para el ausente.


LISTA                


A la conclusión de una larga calle de Naranjos y Tamarindos, sentados muellemente en un tronco de Palma estaban Carlota y su amante la tarde siguiente a aquella en que llegó éste a Bellavista, y se entretenían en una conversación al parecer muy viva.

-Te repito -decía el joven- que negocios indispensables de mi comercio me precisan a dejarte tan pronto, bien a pesar mío.

  —56→  

-¿Conque veinte y cuatro horas solamente has querido permanecer en Bellavista? -contestó la doncella con cierto aire de impaciencia-. Yo esperaba que fuesen más largas tus visitas: de otro modo no hubiera consentido en venir. Pero no te marcharás hoy, eso no puede ser. Cuatro días más, dos por lo menos.

-Ya sabes que te dejé hace ocho para ir al Puerto de Guanaja, al cual acababa de llegar un buque consignado a mi casa. El cargamento debe ser trasportado a Puerto Príncipe y es indispensable hallarme yo allí: mi padre con su edad y sus dolencias es ya poco apropósito para atender a tantos negocios con la actividad necesaria. Pero escucha, Carlota, te ofrezco volver dentro de quince días.

-¡Quince días! -exclamó Carlota con infantil impaciencia-. ¡Ah, no!, papá tiene proyectado un paseo a Cubitas, con el doble objeto de visitar las estancias9 que tiene   —57→   allí, y que veamos Teresa y yo las famosas cuevas10 que tú tampoco has visto. Este viaje está señalado para dentro de ocho días y es preciso que vengas para acompañarnos.

Iba Enrique a contestar cuando vieron venir hacia ellos al mulato que hemos presentado al lector en el primer capítulo de esta historia.

-Es hora de la merienda -dijo Carlota-, y sin duda papá envía a Sab para advertírnoslo.

-¿Sabes que me agrada ese esclavo? -repuso Enrique aprovechando con gusto la ocasión que se le presentaba de dar otro giro a la conversación-. No tiene nada de la abyección y grosería que es común en gentes de su especie, por el contrario,   —58→   tiene aire y modales muy finos y aun me atrevería a decir nobles.

-Sab no ha estado nunca confundido con los otros esclavos -contestó Carlota-, se ha criado conmigo como un hermano, tiene suma afición a la lectura y su talento natural es admirable.

-Todo eso no es un bien para él -repuso el inglés-, porque ¿para qué necesita del talento y la educación un hombre destinado a ser esclavo?

-Sab no lo será largo tiempo, Enrique: Creo que mi padre espera solamente a que cumpla 25 años para darle libertad.

-Según cierta relación que me hizo de su nacimiento -añadió el joven sonriéndose-, sospecho que tiene ese mozo, con algún fundamento, la lisonjera presunción de ser de la misma sangre que sus amos.

-Así lo pienso yo también porque mi padre le ha tratado siempre con particular distinción, y aun ha dejado traslucir a la familia que tiene motivos poderosos para creerle hijo de su difunto hermano D. Luis. Pero ¡silencio!... ya llega.

  —59→  

El mulato se inclinó profundamente delante de su joven señora y avisó que la aguardaban para la merienda. Además, añadió:

-El cielo se va obscureciendo demasiado y parece amenazar una tempestad.

Carlota levantó los ojos y viendo la exactitud de esta observación mandó retirarse al esclavo diciéndole que no tardarían en volver a la casa. Mientras Sab regresaba a ella, internándose entre los árboles que formaban el paseo, volviose hacia su amante y fijando en él una mirada suplicatoria:

-Y bien -le dijo-, ¿vendrás pues para acompañarme a Cubitas?

-Vendré dentro de quince días. ¿No son lo mismo quince que ocho?

-¡Lo mismo! -repitió ella dando a sus bellos ojos una notable expresión de sorpresa-: ¡pues qué!, ¿no hay siete días de diferencia? ¡Siete días, Enrique! Otros tantos he estado sin verte en esta primera separación y me han parecido una eternidad. ¿No has experimentado tú cuán triste cosa es ver salir el sol, un día y otro, y otro... sin que pueda disipar las tinieblas del corazón, sin traernos   —60→   un rayo de esperanza... porque sabemos que no veremos con su luz el semblante adorado? Y luego, cuando llega la noche, cuando la naturaleza se adormece en medio de las sombras y las brisas, ¿no has sentido tu corazón inundarse de una ternura dulce, indefinible como el aroma de las flores?... ¿No has experimentado una necesidad de oír la voz querida en el silencio de la noche? ¿No te ha agobiado la ausencia, ese mal estar continuo, ese vacío inmenso, esa agonía de un dolor que se reproduce bajo mil formas diversas, pero siempre punzante, inagotable, insufrible?

Una lágrima empañó los ojos de la apasionada criolla, y levantándose del tronco en que se hallaba sentada entrose por entre los naranjos que formaban un bosquecillo hacia la derecha, como si sintiese la necesidad de dominar un exceso de sensibilidad que tanto le hacía sufrir. Siguiola Enrique paso a paso, como si temiese dejar de verla sin desear alcanzarla, y pintábase en su blanca frente y en sus ojos azules una expresión particular de duda e indecisión.   —61→   Hubiérase dicho que dos opuestos sentimientos, dos poderes enemigos dividían su corazón. De repente detúvose, quedose inmóvil mirando de lejos a Carlota, y escapose de sus labios una palabra... pero una palabra que revelaba un pensamiento cuidadosamente disimulado hasta entonces. Espantado de su imprudencia tendió la vista en derredor para cerciorarse de que estaba solo, y agitó al mismo tiempo su cuerpo un ligero estremecimiento. Era que dos ojos, como ascuas de fuego, habían brillado entre el verde obscuro de las hojas, flechando en él una mirada espantosa. Precipitose hacia aquel paraje porque le importaba conocer al espía misterioso que acababa de sorprender su secreto, y era preciso castigarle u obligarle al silencio. Pero nada encontró. El espía sin duda se deslizó por entre los árboles, aprovechando el primer momento de sorpresa y turbación que su vista produjera.

Enrique se apresuró entonces y logró reunirse a su querida, a tiempo que ésta atravesaba el umbral de la casa, en donde les   —62→   esperaba D. Carlos servida ya la merienda.

La noche se acercaba mientras tanto, pero no serena y hermosa como la anterior, sino que todo anunciaba ser una de aquellas noches de tempestad que en el clima de Cuba ofrecen un carácter tan terrible.

Hacía un calor sofocante que ninguna brisa temperaba; la atmósfera cargada de electricidad pesaba sobre los cuerpos como una capa de plomo: las nubes, tan bajas que se confundían con las sombras de los bosques, eran de un pardo oscuro con anchas bandas de color de fuego. Ninguna hoja se estremecía, ningún sonido interrumpía el silencio pavoroso de la naturaleza. Bandadas de auras11 poblaban el aire, oscureciendo la luz rojiza del sol poniente; y los perros baja y espeluznada la   —63→   cola, abierta la boca, y la lengua seca y encendida, se pegaban contra la tierra; adivinando por instinto el sacudimiento espantoso que iba a sufrir la naturaleza.

Estos síntomas de tempestad, conocidos de todos los cubanos, fueron un motivo más para instar a Otway dilatase su partida hasta el día siguiente por lo menos. Pero todo fue inútil y se manifestó resuelto a partir en el momento, antes que se declarase la tempestad. Dos esclavos recibieron la orden de traer su caballo, y D. Carlos le ofreció a Sab para que le acompañase. Estaba determinado con anterioridad que el mulato partiese al día siguiente a la ciudad a ciertos asuntos de su amo, y haciéndole anticipar algunas horas su salida proporcionaba éste a su futuro yerno un compañero práctico en aquellos caminos. Agradeció Enrique esta atención y levantándose de la mesa, en la que acababan de servirles la merienda, según costumbre del país en aquella época, se acercó a Carlota, que con los ojos fijos en el cielo parecía examinar con inquietud   —64→   desde una ventana, los anuncios de la tempestad cada vez más próxima.

-A Dios, Carlota -le dijo tomando con cariño una de sus manos-, no serán quince los días de nuestra separación, vendré para acompañarte a Cubitas.

-Sí -contestó ella-, te espero, Enrique... pero, ¡Dios mío! -añadió estremeciéndose y volviendo a dirigir al cielo los hermosos ojos, que por un momento fijara en su amante-. Enrique, la noche será horrorosa... la tempestad no tardará en estallar... ¿por qué te obstinas en partir? Si tú no temes hazlo por mí, por compasión de Carlota... Enrique, no te vayas.

El inglés observó un instante el firmamento y repitió la orden de traerle su caballo. No dejaba de conocer la proximidad de la tormenta, pero convenía a sus intereses comerciales hallarse aquella noche en Puerto Príncipe, y cuando mediaban consideraciones de esta clase ni los rayos del cielo, ni los ruegos de su amada podían hacerle vacilar: porque educado según las reglas de codicia y especulación,   —65→   rodeado desde su infancia por una atmósfera mercantil, por decirlo así, era exacto y rígido en el cumplimiento de aquellos deberes que el interés de su comercio le imponía.

Dos relámpagos brillaron con cortísimo intervalo seguidos por la detonación de dos truenos espantosos, y una palidez mortal se extendió sobre el rostro de Carlota, que miró a su amante con indecible ansiedad. D. Carlos se acercó a ellos haciendo al joven mayores instancias para que difiriese su partida, y aun las niñas hermanas de Carlota se agruparon en torno suyo y abrazaban cariñosamente sus rodillas rogándole que no partiese. Un solo individuo de los que en aquel momento encerraba la sala permanecía indiferente a la tempestad, y a cuanto le rodeaba. Este individuo era Teresa que apoyada en el antepecho de una ventana, inmóvil e impasible, parecía sumergida en profunda distracción.

Cuando Enrique sustrayéndose a las instancias del dueño de la casa, a las importunidades   —66→   de las niñas y a las mudas súplicas de su querida, se acercó a Teresa para decirla a Dios, volviose con un movimiento convulsivo hacia él, asustada con el sonido de su voz.

Enrique al tomarla la mano notó que estaba fría y temblorosa, y aun creyó percibir un leve suspiro ahogado con esfuerzo entre sus labios. Fijó en ella los ojos con alguna sorpresa, pero había vuelto a colocarse en su primera postura, y su rostro frío, y su mirada fija y seca, como la de un cadáver, no revelaban nada de cuanto entonces ocupaba su pensamiento y agitaba su alma.

Enrique montó a caballo: sólo aguardaba a Sab para partir, pero Sab estaba detenido por Carlota que llena de inquietud le recomendaba su amante:

-Sab -le decía con penetrante acento-, si la tempestad es tan terrible como presagian estas negras nubes y esta calma espantosa, tú, que conoces a palmo este país, sabrás en dónde refugiarte con Enrique. Porque por solitarios que sean estos campos no faltará un bohío12   —67→   en que poneros al abrigo de la tormenta. ¡Sab!, yo te recomiendo mi Enrique.

Un relámpago más vivo que los anteriores, y casi al mismo tiempo el estampido de un trueno, arrancaron un débil grito a la tímida doncella, que por un movimiento involuntario cubrió sus ojos con ambas manos. Cuando los descubrió y tendió una mirada en derredor vio cerca de sí a sus hermanitas, agrupadas en silencio unas contra otras y temblando de miedo, mientras que Teresa permanecía de pie, tranquila y silenciosa en la misma ventana en que había recibido la despedida de Enrique. Sab no estaba ya en la sala. Carlota se levantó de la butaca en que se había arrojado casi desmayada al estampido del trueno, e intentó correr al patio en que había visto a Enrique montar a caballo un momento antes, y en el cual le suponía aún: pero en el mismo instante oyó la voz de su padre que deseaba a los que partían   —68→   un buen viaje, y el galope acompasado de dos caballos que se alejaban. Entonces volvió a sentarse lentamente y exclamó con dolorido acento:

-¡Dios mío! ¿se padece tanto siempre que se ama? ¿aman y padecen del mismo modo todos los corazones o has depositado en el mío un germen más fecundo de afectos y dolores?... ¡Ah!, si no es general esta terrible facultad de amar y padecer, ¡cuán cruel privilegio me has concedido!... porque es una desgracia, es una gran desgracia sentir de esta manera.

Cubrió sus ojos llenos de lágrimas y gimió: porque levantándose de improviso allá en lo más íntimo de su corazón no sé qué instinto revelador y terrible, acababa de declararle la verdad, que hasta entonces no había claramente comprendido: que hay almas superiores sobre la tierra, privilegiadas para el sentimiento y desconocidas de las almas vulgares: almas ricas de afectos, ricas de emociones... para las cuales están reservadas las pasiones terribles, las grandes virtudes, los inmensos pesares... y que el alma de Enrique no era una de ellas.



  —69→  

ArribaAbajoCapítulo V


La tormenta umbría
en los aires revuelve un Océano
que todo lo sepulta


HEREDIA                


La noche más profunda enlutaba ya el suelo. Aún no caía una gota de lluvia, ni la más ligera corriente de aire refrigeraba a la tierra abrasada. Reinaba un silencio temeroso en la naturaleza que parecía contemplar con profundo desaliento   —70→   la cólera del cielo, y esperar con triste resignación el cumplimiento de sus amenazas.

Sin embargo, en tan horrible noche dos hombre atrevidos atravesaban a galope aquellas sabanas abrasadas, sin el menor indicio de temor. Estos dos hombres ya los conoce el lector: eran Enrique y Sab, montado el uno en su fogoso alazán, y el otro en un jaco negro como el ébano, más ligero que vigoroso. El inglés llevaba ceñido un sable corto de puño de plata cincelada, y dos pistolas en el arzón delantero de su silla; el mulato no llevaba más arma que su machete.

Ni uno ni otro proferían una palabra ni parecía que echasen de ver los relámpagos, más frecuentes por momentos, porque cada uno de ellos estaba dominado por un pensamiento que absorbía cualquier otro. Es indudable que Enrique Otway amaba a Carlota de B... ¿y cómo no amar una criatura tan bella y apasionada? Cualesquiera que fuesen las facultades del alma del inglés, la altura o bajeza   —71→   de sus sentimientos, y el mayor o menor grado de su sensibilidad; no cabe duda en que su amor a la hija de don Carlos era una de las pasiones más fuertes que había experimentado en su vida. Pero esta pasión no siendo única era contrastada evidentemente por otra pasión rival y a veces victoriosa: la codicia.

Pensaba, pues, alejándose de su querida, en la felicidad de poseerla, y pesada esta dicha con la de ser más rico, casándose con una mujer menos bella acaso, menos tierna, pero cuya dote pudiera restablecer el crédito de su casa decaída, y satisfacer la codicia de su padre. Agitado e indeciso en esta elección se reconvenía a sí mismo de no ser bastante codicioso para sacrificar su amor a su interés, o bastante generoso para posponer su conveniencia a su amor.

Diversos pensamientos más sombríos, más terribles, eran sin duda los que ocupaban el alma del esclavo. ¿Pero quién se atrevería a querer penetrarlos? A la luz repercutida de los relámpagos veíanse sus   —72→   ojos fijos, siempre fijos en su compañero, como si quisiera registrar con ellos los senos más recónditos de su corazón; y por un inconcebible prodigio pareció por fin haberlo conseguido pues desvió de repente su mirada, y una sonrisa amarga, desdeñosa, inexplicable, contrajo momentáneamente sus labios. «¡Miserable!», murmuró con voz inteligible; pero esta exclamación fue sofocada por la detonación del rayo.

La tempestad estalla por fin súbitamente. Al soplo impetuoso de los vientos desencadenados el polvo de los campos se levanta en sofocantes torbellinos: el cielo se abre vomitando fuego por innumerables bocas: el relámpago describe mil ángulos encendidos: el rayo troncha los más corpulentos árboles y la atmósfera encendida semeja una vasta hoguera.

El joven inglés se vuelve con un movimiento de terror hacia su compañero:

-Es imposible continuar -le dice-, absolutamente imposible.

-No lejos de aquí -responde tranquilamente el esclavo- está   —73→   la estancia de un conocido mío.

-Vamos a ella al momento -dijo Enrique, que conocía la imposibilidad de tomar otro partido-.

Pero apenas había pronunciado estas palabras una nube se rasgó sobre su cabeza: el árbol bajo el cual se hallaba cayó abrasado por el rayo, y su caballo lanzándose por entre los árboles, que el viento sacudía y desgajaba, rompió el freno con que el aturdido jinete se esforzaba en vano a contenerle. Chocando su cabeza contra las ramas y vigorosamente sacudido por el espantado animal, Enrique perdió la silla y fue a caer ensangrentado y sin sentido en lo más espeso del bosque.

Un gemido doliente y largo designó al mulato el paraje en que había caído, y bajándose de su caballo se adelantó presuroso y con admirable tino, a pesar de la profunda oscuridad. Encontró al pobre Otway pálido, sin sentido, magullado el rostro y cubierto de sangre, y quedose de pie delante de él, inmóvil y como petrificado. Sin embargo, sombrío y siniestro, como los fuegos de la tempestad, era el brillo   —74→   que despedían en aquel momento sus pupilas de azabache, y sin el ruido de los vientos y de los truenos hubiéranse oído los latidos de su corazón.

-¡Aquí está! -exclamó por fin con su horrible sonrisa-. ¡Aquí está! -repitió con acento sordo y profundo, que armonizaba de un modo horrendo con los bramidos del huracán-. ¡Sin sentido! ¡moribundo!... mañana llorarían a Enrique Otway muerto de una caída, víctima de su imprudencia... nadie podría decir si esta cabeza había sido despedazada por el golpe o si una mano enemiga había terminado la obra. Nadie adivinaría si el decreto del cielo había sido auxiliado por la mano de un mortal... la oscuridad es profunda y estamos solos... ¡solos él y yo en medio de la noche y de la tempestad!... Helo aquí a mis pies, sin voz, sin conocimiento, a este hombre aborrecido. Una voluntad le reduciría a la nada, y esa voluntad es la mía... ¡la mía, pobre esclavo de quien él no sospecha que tenga un alma superior a la suya... capaz de amar, capaz de aborrecer... un alma que supiera ser   —75→   grande y virtuosa y que ahora puede ser criminal! ¡He aquí tendido a ese hombre que no debe levantarse más!

Crujieron sus dientes y con brazo vigoroso levantó en el aire, como a una ligera paja, el cuerpo esbelto y delicado del joven inglés.

Pero una súbita e incomprensible mudanza se verifica en aquel momento en su alma, pues se queda inmóvil y sin respiración cual si lo subyugase el poder de algún misterioso conjuro. Sin duda un genio invisible, protector de Enrique, acaba de murmurar en sus oídos las últimas palabras de Carlota:

-Sab, yo te recomiendo mi Enrique.

-¡Su Enrique! -exclamó con triste y sardónica sonrisa-. ¡Él! ¡Este hombre sin corazón! ¡Y ella llorará su muerte! ¡Y él se llevará al sepulcro sus amores y sus ilusiones...! Porque muriendo él no conocerá nunca Carlota cuán indigno era de su amor entusiasta, de su amor de mujer y de virgen... muriendo vivirá por más tiempo en su memoria, porque le animará el alma   —76→   de Carlota, aquella alma que el miserable no podrá comprender jamás. ¿Pero debo yo dejarle la vida? ¿Le permitiré que profane a ese ángel de inocencia y de amor? ¿Le arrancaré de los brazos de la muerte para ponerle en los suyos?

Un débil gemido que exhaló Otway hizo estremecer al esclavo. Dejó caer su cabeza que sostenía, retrocedió algunos pasos, cruzó los brazos sobre su pecho, agitado de una tempestad más horrible que la de la naturaleza, miró al cielo que semejaba un mar de fuego, miró a Otway en silencio y sacudió con violencia su cabeza empapada por la lluvia, rechinando unos contra otros sus dientes de marfil. Luego se acercó precipitadamente al herido y era evidente que terminaban sus vacilaciones y que había tomado una resolución decidida.

Al día siguiente hacía una mañana hermosa como lo es por lo regular en las Antillas la que sucede a una noche de tormenta. La atmósfera purificada, el cielo azul y espléndido, el sol vertiendo torrentes de luz sobre la naturaleza regocijada.   —77→   Solamente algunos árboles desgajados atestiguaban todavía la reciente tempestad.

Carlota de B... veía comenzar aquel deseado día apoyada en la ventana de su dormitorio, la misma en que la hemos presentado por primera vez a nuestros lectores. El encarnado de sus ojos, y la palidez de sus mejillas, revelaban las agitaciones y el llanto de la noche, y sus miradas se tendían por el camino de la ciudad con una expresión de melancolía y fatiga.

Repentinamente en su fisonomía se pintó un espanto indescribible y sus ojos, sin variar de dirección, tomaron una expresión más notable de zozobra y agonía. Lanzó un grito y hubiera caído en tierra si acudiendo Teresa no la recibiera en sus brazos. Pero como si fuese tocada de una conmoción eléctrica, Teresa, en el momento de llegar a la fatal ventana, quedó tan pálida y demudada como la misma Carlota. Sus rodillas se doblaron bajo el peso de su cuerpo, y un grito igual al que la había atraído a aquel sitio se exhaló de su oprimido pecho.

  —78→  

Pero nadie acude a socorrerlas: la alarma es general en la casa, y el Sr. de B... está demasiado aturdido para poder atender a su hija.

El objeto que causa tal consternación no es más que un caballo con silla inglesa, y las bridas despedazadas, que acaba de llegar conducido por su instinto al sitio de que partiera la noche anterior. ¡Es el caballo de Enrique! Carlota vuelta en su acuerdo prorrumpe en gritos desesperados. En vano Teresa la aprieta entre sus brazos con su usada ternura, conjurándola a que se tranquilice y esforzándose a darle esperanzas: en vano su excelente padre pone en movimiento a todos sus esclavos para que salgan en busca de Enrique. Carlota a nada atiende, nada oye, nada ve sino a aquel fatal caballo mensajero de la muerte de su amante. A él interroga con agudos gritos y en un rapto de desesperación precipítase fuera de la casa y corre desatinada hacia los campos, diciendo con enajenamiento de dolor:

-Yo misma, yo le buscaré... yo quiero descubrir su cadáver y espirar sobre él.

  —79→  

Parte veloz como una flecha y al atravesar la taranquela se encuentra frente a frente con el mulato. Sus vestidos y sus cabellos aún están empapados por el agua de la noche, mientras que corren de su frente ardientes gotas de sudor que prueban la fatiga de una marcha precipitada.

Carlota al verle arroja un grito y tiene que apoyarse en la taranquela para no caer. Sin fuerzas para interrogarle fija en él los ojos con indecible ansiedad, y el mulato la entiende pues saca de su cinturón un papel que le presenta. Igualmente tiemblan la mano que le da y la que le recibe... Carlota devora ya aquel escrito con sus ansiosas miradas, pero el exceso de su conmoción no le permite terminarlo, y alargándoselo a su padre, que con Teresa llegaba a aquel sitio, cae en tierra desmayada.

Mientras don Carlos la toma en sus brazos cubriéndola de besos y lágrimas, Teresa lee en alta voz la carta. Decía así:

«Amada Carlota: salgo para la ciudad en un carruaje que me envía mi padre, y estoy libre al presente de todo riesgo. Una   —80→   caída del caballo me ha obligado a detenerme en la estancia de un labrador conocido de Sab, de la cual te escribo para tranquilizarte y prevenir el susto que podrá causarte el ver llegar mi caballo, si como Sab presume lo hace así. He debido a este joven los más activos cuidados. Él es quien andando cuatro leguas de ida y vuelta, en menos de dos horas, acaba de traerme el carruaje en el que pienso llegar con comodidad a Puerto Príncipe. A Dios & c.»

Carlota vuelta apenas en su conocimiento hizo acercar al esclavo y, en un exabrupto de alegría y agradecimiento, ciñó su cuello con sus hermosos brazos.

-¡Amigo mío! ¡mi ángel de consolación! -exclamaba- ¡bendígate el cielo!... ya eres libre, yo lo quiero.

Sab se inclinó profundamente a los pies de la doncella y besó la delicada mano que se había colocado voluntariamente junto a sus labios. Pero la mano huyó al momento y Carlota sintió un ligero estremecimiento: porque los labios del esclavo habían caído en su mano como una ascua de fuego.

  —81→  

-Eres libre -repitió ella fijando en él su mirada sorprendida como si quisiera leer en su rostro la causa de una emoción que no podía atribuir al gozo de una libertad largo tiempo ofrecida y repetidas veces rehusada: pero Sab se había dominado y su mirada era triste y tranquila, y serio y melancólico su aspecto.

Interrogado por su amo refirió en pocas palabras los pormenores de la noche, y acabó asegurando a Carlota que no corría ningún peligro su amante y que la herida que recibiera en la cabeza era tan leve que no debía causar la menor inquietud. Quiso en seguida volver a marchar a la ciudad a desempeñar los encargos de su amo, pero éste considerándole fatigado le ordenó descansar aquel día y partir al siguiente con el fresco de la madrugada. El esclavo obedeció retirándose inmediatamente.

Las diversas y vivas emociones que Carlota había experimentado en pocas horas, agitáronla de tal modo que se sintió indispuesta y tuvo necesidad de recogerse   —82→   en su estancia. Teresa la hizo acostar y colocose ella a la cabecera del lecho mientras el señor de B... fumando cigarros y columpiándose en su hamaca, pensaba en la extremada sensibilidad de su hija, tratando de tranquilizar su corazón paternal de la inquietud que esta sensibilidad tan viva le causaba, repitiéndose a sí mismo: «Pronto será la esposa del hombre que ama: Enrique es bueno y cariñoso, y la hará feliz. Feliz como yo hice a su madre cuya hermosura y ternura ha heredado».

Mientras él discurría así sus cuatro hijas pequeñas jugaban alrededor de la hamaca. De rato en rato llegábanse a columpiarle y don Carlos las besaba reteniéndolas en sus brazos.

-Hechizos de mi vida -las decía-, un sentimiento más vivo que el afecto filial domina ya el corazón de Carlota, pero vosotras nada conocéis todavía más dulce que las caricias paternales. Cuando un esposo reclame toda su ternura y sus cuidados vosotras consagraréis los vuestros a hermosear los últimos días de vuestro anciano padre.

  —83→  

Carlota, reclinada su linda cabeza en el seno de Teresa, hablábale también de los objetos de su cariño: de su excelente padre, de Enrique a quien amaba más en aquel momento: porque, ¿quién ignora cuánto más caro se hace el objeto amado, cuando le recobramos después de haber temido perderle?

Teresa la escuchaba en silencio: disipados los temores había recobrado su glacial continente, y en los cuidados que prodigaba a su amiga había más bondad que ternura.

Rendida por último a tantas agitaciones como sufriera desde el día anterior durmiose Carlota sobre el pecho de Teresa, cerca del mediodía y cuando el calor era más sensible. Teresa contempló largo rato aquella cabeza tan hermosa, y aquellos soberbios ojos dulcemente cerrados, cuyas largas pestañas sombreaban las más puras mejillas. Luego colocó suavemente sobre la almohada la cabeza de la bella dormida y brotó de sus párpados una lágrima largo tiempo comprimida.

  —84→  

-¡Cuán hermosa es! -murmuró entre dientes-. ¿Cómo pudiera dejar de ser amada? Luego mirose en un espejo que estaba al frente y una sonrisa amarga osciló sobre sus labios.



  —85→  

ArribaAbajoCapítulo VI


Y mirando enternecido
al generoso animal
le repite: «mientras viva
mi fiel amigo serás».
Romance anónimo



Habiendo descansado una gran parte del día y toda la noche, despertose Carlota al amanecer del siguiente, y observando que aún todos dormían echose fuera del lecho queriendo salir a respirar en el campo el aire puro de la madrugada. Su indisposición, producida únicamente por la fatiga   —86→   de una noche de insomnio, y las agitaciones que experimentara en las primeras horas del otro día, había desaparecido enteramente después de un sueño largo y tranquilo, y encontrábase contenta y dichosa cuando al despertar, a la primera lumbre del sol, se dijo a sí misma: «Enrique vive y está libre de todo riesgo: dentro de ocho días le veré junto a mí, apasionado y feliz: dentro de algunos meses estaré unida a él con lazos indisolubles».

Vistiose ligeramente y salió sin hacer ruido para no despertar a Teresa. La madrugada era fresca y hermosa y el campo no había parecido nunca a Carlota tan pintoresco y florido.

Al salir de casa llevando en su pañuelo muchos granos de maíz rodeáronla innumerables aves domésticas. Las palomas berberiscas sus favoritas, y las gallinas americanas, pequeñas y pintadas, llegaban a coger el maíz a su falda y posaban aleteando sobre sus hombros.

Más lejos el pavo real rizaba las cinéreas y azuladas plumas de su cuello, presentando   —87→   con orgullo a los primeros rayos del sol, su tornasolada y magnífica cola; mientras el pacífico ganso se acercaba pausadamente a recibir su ración. La joven sentíase en aquel momento feliz como un niño que encuentra sus juguetes al levantarse del seno de su madre, saliendo de su sueño de inocencia.

El temor de una desgracia superior hace menos sensible a los pesares ligeros. Carlota después de haber creído perder a su amante sentía mucho menos su ausencia. Su alma fatigada de sentimientos vehementes reposaba con delicia sobre los objetos que la rodeaban, y aquel día naciente, tan puro, asemejábase a los ojos de la doncella, a los días apacibles de su primera edad.

No había en Puerto Príncipe en la época de nuestra historia, grande afición a los jardines: apenas se conocían: acaso por ser todo el país un vasto y magnífico vergel formado por la naturaleza y al que no osaba el arte competir. Sin embargo, Sab, que sabía cuánto amaba las flores   —88→   su joven señora, había cultivado vecino a la casa de Bellavista un pequeño y gracioso jardín hacia el cual se dirigió la doncella, luego que dio de comer a sus aves favoritas.

No dominaba el gusto inglés ni el francés en aquel lindo jardinillo: Sab no había consultado sino sus caprichos al formarle.

Era un recinto de poca extensión defendido del ardiente viento del sur por triples hileras de altas cañas de hermoso verde oscuro, conocidas en el país con el nombre de Pitos, que batidas ligeramente por la brisa formaban un murmullo dulce y melancólico, como el de la ligera corriente de un arroyo. Era el jardín un cuadro perfecto, y los otros tres frentes los formaban arcos de juncos cubiertos por vistosos festones de cambutera y balsamina, cuyas flores carmíneas y doradas libaban zumbando los colibrís13 brillantes como esmeraldas   —89→   y topacios. Sab había reunido en aquel pequeño recinto todas las flores que más amaba Carlota. Allí lucía la astronomía, de pomposos ramilletes morados, la azucena y la rosa, la clavellina14 y el jazmín, la modesta violeta y el orgulloso girasol enamorado del rey de los astros, la variable malva-rosa15, la aleluya con sus flores nacaradas, y la Pasionaria16 ofreciendo en su cáliz maravilloso las sagradas insignias de la pasión del Redentor. En medio del jardín había un pequeño estanque en el que Sab había reunido varios pececitos de vistosos colores, rodeándole de un banco de verdura sombreado por la anchas hojas de los plátanos.

  —90→  

Carlota recorría el jardín llenando de flores su blanco pañuelo de batista; de rato en rato interrumpía esta ocupación para perseguir las mariposas pintadas que revoloteaban sobre las flores. Luego sentábase fatigada a orillas del estanque, sus bellos ojos tomaban gradualmente una expresión pensativa, y distraídamente deshojaba las flores que con tanto placer había escogido, y las iba arrojando en el estanque.

Una vez sacola de su distracción un leve rumor que le pareció producido por las pisadas de alguno que se acercaba. Creyó que despertando Teresa y advirtiendo su ausencia vendría buscándola, y la llamó repetidas veces. Nadie respondió y Carlota   —91→   volvió a caer insensiblemente en su distracción. No fue larga sin embargo; la había visto hasta entonces, llegó atrevidamente a posarse en su falda, alejándose después con provocativo vuelo. Carlota sacudió la cabeza como para lanzar de ella un pensamiento importuno, siguió con la vista la mariposa y viola posar sobre un jazmín cuya blancura superaba. Entonces se levantó la joven y se precipitó sobre ella, pero el ligero insecto burló su diestro ataque, saliéndose por entre sus hermosos dedos: y alejándose veloz y parándose a trechos, provocó largo tiempo a su perseguidora cuyos deseos burlaba en el momento de creerlos realizados. Sintiéndose fatigada redobla Carlota sus esfuerzos, acosa a su ligera enemiga, persíguela con tenacidad, y arrojando sobre ella su pañuelo logra por fin cogerla. Su rostro se embellece con la expresión del triunfo, y mira a la prisionera por una abertura del pañuelo con la alegría de un niño: pero inconstante como él cesa de repente de   —92→   complacerse en la desgracia de su cautiva: abre el pañuelo y se regocija con verla volar libre, tanto como un minuto antes se gozara en aprisionarla.

Al verla tan joven, tan pueril, tan hermosa, no sospecharían los hombres irreflexivos que el corazón que palpitaba de placer en aquel pecho por la prisión y la libertad de una mariposa, fuese capaz de pasiones tan vehementes como profundas. ¡Ah!, ignoran ellos que conviene a las almas superiores descender de tiempo en tiempo de su elevada región: que necesitan pequeñeces aquellos espíritus inmensos a quienes no satisface todo lo más grande que el mundo y la vida pueden presentarle. Si se hacen frívolos y ligeros por intervalos, es porque sienten la necesidad de respetar sus grandes facultades y temen ser devorados por ellas.

Así el torrente tiende mansamente sus aguas sobre las yerbas del prado, y acaricia las flores que en su impetuosa creciente puede destruir y arrasar en un momento.

  —93→  

Carlota fue interrumpida en sus inocentes distracciones por el bullicio de los esclavos que iban a sus trabajos. Llamoles a todos, preguntándoles sus nombres uno por uno, e informándose con hechicera bondad de su situación particular, oficio y estado. Encantados los negros respondían colmándola de bendiciones, y celebrando la humanidad de D. Carlos y el celo y benignidad de su mayoral Sab. Carlota se complacía escuchándoles, y repartió entre ellos todo el dinero que llevaba en sus bolsillos con expresiones de compasión y afecto. Los esclavos se alejaron bendiciéndola y ella les siguió algún tiempo con los ojos llenos de lágrimas.

-¡Pobres infelices! -exclamó-. Se juzgan afortunados, porque no se les prodigan palos e injurias, y comen tranquilamente el pan de la esclavitud. Se juzgan afortunados y son esclavos sus hijos antes de salir del vientre de sus madres, y los ven vender luego como a bestias irracionales... ¡a sus hijos, carne y sangre suya! Cuando yo sea la esposa de Enrique -añadió después   —94→   de un momento de silencio-, ningún infeliz respirará a mi lado el aire emponzoñado de la esclavitud. Daremos libertad a todos nuestros negros. ¿Qué importa ser menos ricos? ¿Seremos por eso menos dichosos? Una choza con Enrique es bastante para mí, y para él no habrá riqueza preferible a mi gratitud y mi amor.

Al concluir estas palabras estremeciéronse los pitos, como si una mano robusta los hubiese sacudido y Carlota asustada salió del jardín y se encaminó precipitadamente hacia la casa.

Tocaba ya en el umbral de ella cuando oyó a su espalda una voz conocida que la daba los buenos días: volviose y vio a Sab.

-Te suponía ya andando para la ciudad -le dijo ella-.

-Me ha parecido -respondió el joven con alguna turbación- que debía aguardar que se levantase su merced para preguntarla si tenía algo que ordenarme.

-Yo te lo agradezco, Sab, y voy ahora mismo a escribir a Enrique: vendré a darte mi carta dentro de un instante.

Entrose Carlota en la casa en la que dormían   —95→   profundamente su padre, sus hermanitas y Teresa, y Sab la vio ocultarse a su vista exclamando con hondo y melancólico acento:

-¡Por qué no puedes realizar tus sueños de inocencia y de entusiasmo, ángel del cielo!... ¿por qué el que te puso sobre esta tierra de miseria y crimen no dio a ese hermoso extranjero el alma del mulato?

Inclinó su frente con profundo dolor y permaneció un rato abismado en triste meditación. Luego se dirigió a la cuadra en que estaban su jaco negro y el hermoso alazán de Enrique. Puso su mano sobre el lomo del primero mirándole con ojos enternecidos:

-Leal y pacífico animal -le dijo-, tú soportas con mansedumbre el peso de este cuerpo miserable. Ni las tempestades del cielo te asustan y te impulsan a sacudirle contra las peñas. Tú respetas tu inútil carga mientras ese hermoso animal sacude la suya, y arroja y pisotea al hombre feliz, cuya vida es querida, cuya muerte sería llorada. ¡Pobre jaco mío! Si fueses capaz de comprensión como lo eres de   —96→   afecto conocerías cuánto bien me hubieras hecho estrellándome contra las peñas al bramido de la tempestad. Mi muerte no costaría lágrimas... ningún vacío dejaría en la tierra el pobre mulato, y correrías libre por los campos o llevarías una carga más noble.

El caballo levantaba la cabeza y le miraba como si quisiera comprenderle. Luego le lamía las manos y parecía decirle con aquellas caricias: «Te amo mucho para poder complacerte; de ninguna otra mano que la tuya recibo con gusto el sustento».

Sab recibía sus caricias con visible conmoción y comenzó a enjaezarlo diciéndole con voz por instantes más triste:

-Tú eres el único ser en la tierra que quiera acariciar estas manos tostadas y ásperas: tú el único que no se avergüenza de amarme: lo mismo que yo naciste condenado a la servidumbre... pero ¡ay! tu suerte es más dichosa que la mía, pobre animal; menos cruel contigo el destino no te ha sido el funesto privilegio del pensamiento.   —97→   Nada te grita en tu interior que merecías más noble suerte, y sufres la tuya con resignación.

La dulce voz de Carlota le arrancó de sus sombrías ideas. Recibió la carta que le presentó la doncella, despidiose de ella respetuosamente y partió en su jaco llevando del cabestro el alazán de Enrique.

Ya se había levantado toda la familia y Carlota se presentó para el desayuno. Nunca había estado tan hermosa y amable: su alegría puso de buen humor a todos, y la misma Teresa parecía menos fría y displicente que de costumbre. Así se pasó aquel día en agradables conversaciones y cortos paseos, y así transcurrieron otros que duró la ausencia de Enrique.

Carlota empleaba una gran parte de ellos gozando anticipadamente con el pensamiento la satisfacción de hacer una divertida viajata con su amante. ¡Tal es el amor! Anhela un ilimitado porvenir pero no desprecia ni el momento más corto. Esperaba Carlota toda una vida de amor, y se embelesaba a la proximidad de algunos días, como   —98→   si fuesen los únicos en que debiera gozar la presencia de su amante.

Presentía el placer de viajar por un país pintoresco y magnífico con el objeto de su elección, y a la verdad nada es más grato a un corazón que sabe amar que el viajar de este modo. La naturaleza se embellece con la presencia del objeto que se ama y éste se embellece con la naturaleza. Hay no sé qué mágica armonía entre la voz querida, el susurro de los árboles, la corriente de los arroyos y el murmullo de la brisa. En la agitación del viaje todo pasa por delante de nuestra vista como los paisajes de un panorama, pero el objeto amado está siempre allí, y en sus miradas y en su sonrisa volvemos a hallar las emociones deliciosas que produjeran en nuestro corazón los cuadros variados que van desapareciendo.

Aquel que quiera experimentar en toda su plenitud estas emociones indescribibles, viaje por los campos de Cuba con la persona querida. Atraviese con ella sus montes gigantescos, sus inmensas sabanas, sus pintorescas praderías: suba en sus empinados   —99→   cerros, cubiertos de rica e inmarchitable verdura: escuche en la soledad de sus bosques el ruido de sus arroyos y el canto de sus sinsontes. Entonces sentirá aquella vida poderosa, inmensa, que no conocieron jamás los que habitan bajo el nebuloso cielo del norte: entonces habrá gozado en algunas horas toda una existencia de emociones... pero que no intente encontrarlas después en el cielo y en la tierra de otros países. No serán ya para él ni cielo ni tierra.





  —100→  

ArribaAbajoCapítulo VII


Lo que quiero
son talegos y no trastos.
[...]
Lo primero los doblones.


CAÑIZARES                


Ocho días después de aquel en que partió Enrique de Bellavista, a las diez de la mañana de un día caloroso se desayunaban amigablemente en un aposento bajo de una gran casa, situada en una de las mejoras calles de Puerto Príncipe, Enrique Otway y su padre.

El joven tenían aún en el rostro varias   —101→   manchas moradas de las contusiones que recibiera en la caída, y en la frente la señal reciente de una herida apenas cerrada. Sin embargo, en la negligencia y desaliño a que le obliga el calor, su figura parecía más bella e interesante. Una camisa de trasparente batista velaba apenas su blanquísima espalda, y dejaba enteramente descubierta una garganta que parecía vaciada en un bello molde griego, en torno de la cual flotaban los bucles de sus cabellos, rubios como el oro.

Frente por frente de tan graciosa figura veíase la grosera y repugnante del viejo buhonero; la cabeza calva sembrada a trechos hacia atrás por algunos mechones de cabellos rojos matizados de blanco, las mejillas de un encarnado subido, los ojos hundidos, la frente surcada de arrugas, los labios sutiles y apretados, la barba puntiaguda y envuelto su cuerpo alto y enjuto en una bata blanca y almidonada.

Mientras Enrique desocupaba con buen apetito un ancho pocillo de chocolate el viejo tenía fijos en él los cavernosos ojos,   —102→   y con voz hueca y cascarrona le decía:

-No me queda duda, Carlota de B... aun después de heredar a su padre no poseerá más que una módica fortuna: ¡y luego en fincas deterioradas, perdidas!... ¡Bah, bah! Estos malditos isleños saben mejor aparentar riquezas que adquirirlas o conservarlas. Pero en fin, no faltan en el país buenos caudales; y no, no te casarás con Carlota de B... mientras haya otras varias en que escoger, tan buenas y más ricas que ella. ¿Dudas tú que cualquiera de estas criollas, la más encopetada, se dará por muy contenta contigo? Ja, ja, de eso respondo yo. Gracias al cielo y a mi prudencia nuestro mal estado no es generalmente conocido, y en este país nuevo la llamada nobleza no conoce todavía las rancias preocupaciones de nuestra vieja aristocracia europea. Si D. Carlos de B... hizo algunos melindres ya ves que tuvo a bien tomar luego otra marcha. Yo te fío que te casarás con quien se te antoje.

El viejo hizo una mueca que parodiaba una sonrisa y añadió en seguida frotándose   —103→   las manos, y abriendo cuanto le era posible sus ojos brillantes con la avaricia. ¡Oh! ¡Y si se realizase mi sueño de anoche!... Tú, Enrique, te burlas de los sueños, pero el mío es notable, verosímil, profético... ¡Soñar que era mía la gran lotería! ¡Cuarenta mil duros en oro y plata! ¿Sabes tú que es una fortuna? ¡Cuarenta mil duros a un comerciante decaído!... Es un bocado sin hueso, como dicen en el país. El correo de La Habana debía llegar anoche, pero ese maldito correo parece que se retarda de intento, para prolongar la agonía de esta expectativa.

Y en efecto pintábase en el semblante del viejo una extremada ansiedad.

-Si habéis de ver burlada vuestra esperanza -dijo el joven-, cuanto más tarde será mejor. Pero en fin, si sacabais el lote bastaría a restablecer nuestra casa y yo podría casarme con Carlota.

-¡Casarte con Carlota! -exclamó Jorge poniendo sobre la mesa un pocillo de chocolate que acercaba a sus labios, y que dejara sin probarle al oír la conclusión desagradable   —104→   del discurso de su hijo-. ¡Casarte con Carlota cuando tuvieras cuarenta mil duros más! ¿Has podido pensarlo, insensato? ¿Qué hechizos te ha dado esa mujer para trastornar así tu juicio?

-¡Es tan bella! -repuso el joven, no sin alguna timidez-: ¡es tan buena! ¡su corazón tan tierno! ¡su talento tan seductor!...

-¡Bah! ¡bah! -interrumpió Jorge con impaciencia-, ¿y qué hace de todo eso un marido? Un comerciante, Enrique, ya te lo he dicho cien veces, se casa con una mujer lo mismo que se asocia con un compañero, por especulación, por conveniencia. La hermosura, el talento que un hombre de nuestra clase busca en la mujer con quien ha de casarse son la riqueza y la economía. ¡Qué linda adquisición ibas a hacer en tu bella melindrosa, arruinada y acostumbrada al lujo de la opulencia! El matrimonio, Enrique, es...

El viejo iba a continuar desenvolviendo sus teorías mercantiles sobre el matrimonio cuando fue interrumpido por un fuerte   —105→   golpe dado con el aldabón de la puerta; y la voz conocida de uno de sus esclavos gritó por dos veces:

-El correo: están aquí las cartas del correo.

Jorge Otway se levantó, con tal ímpetu que vertió el chocolate sobre la mesa y echó a rodar la silla, corriendo a abrir la puerta y arrebatando con mano trémula las cartas que el negro le presentaba haciendo reverencias. Tres abrió sucesivamente y las arrojó con enfado diciendo entre dientes:

-Son de negocios.

Por último rompe un sobre y ve lo que busca: el diario de La Habana que contiene la relación de los números premiados. Pero el exceso de su agitación no le permite leer aquellas líneas que deben realizar o destruir sus esperanzas, y alargando el papel a su hijo:

-Toma -le dice-, léele tú: mis billetes son tres: número 1750, 3908 y 8004. Lee pronto, el premio mayor es el que quiero saber: los cuarenta mil duros: acaba.

-El premio mayor ha caído en Puerto Príncipe -exclamó el joven con alegría-.

-¡En Puerto Príncipe! ¡Veamos!... ¡el número,   —106→   Enrique, el número! -y el viejo apenas respiraba-.

Pero la puerta, que había dejado abierta, da paso en el mismo momento a la figura de un mulato, harto conocido ya de nuestros lectores, y Sab que no sospecha lo intempestivo de su llegada, se adelanta con el sombrero en la mano.

-¡Maldición sobre ti! -grita furioso Jorge Otway-, ¿qué diablos quieres aquí, pícaro mulato, y cómo te atreves a entrar sin mi permiso? ¿Y ese imbécil negro qué hace? ¿Dónde está que no te ha echado a palos?

Sab se detiene atónito a tan brusco recibimiento, fijando en el inglés los ojos mientras se cubría su frente de ligeras arrugas, y temblaban convulsivamente sus labios, como acontece con el frío que precede a una calentura. Diríase que estaba intimidado al aspecto colérico de Jorge si el encarnado que matizó en un momento el blanco amarillento de sus ojos, y el fuego que despedían sus pupilas de azabache, no diesen a su silencio el aire de la amenaza más bien que el del respeto.

  —107→  

Enrique vivamente sentido del grosero lenguaje empleado por su padre con un mozo al cual miraba con afecto desde la noche de su caída, procuró hacerle menos sensible con su amabilidad la desagradable acogida de Jorge, al cual manifestó que siendo aquella su habitación particular, y habiendo concedido a Sab el permiso de entrar en ella a cualquiera hora, sin preceder aviso, no era culpable del atrevimiento que se le reprehendía.

Pero el viejo no atendía a estas disculpas, porque habiendo arrancado de manos de Enrique el pliego deseado, lo devoraba con sus ojos; y Sab satisfecho al parecer con la benevolencia del joven y repuesto de la primera impresión que la brutalidad de Jorge le causara, abría ya los labios para manifestar el objeto de su visita, cuando un nuevo arrebato de éste fijó en él la atención de los dos jóvenes. Jorge acababa de despedazar entre sus manos el pliego impreso que leía, en un ímpetu de rabia y desesperación.

-¡Maldición! -repitió por dos veces-. ¡El   —108→   8014! ¡El 8014 y yo tengo el 8004!... ¡Por la diferencia de un guarismo! ¡Por solo un guarismo!... ¡Maldición! -y se dejó caer con furor sobre una silla-.

Enrique no pudo menos que participar del disgusto de su padre, pronunciando entre dientes las palabras fatalidad y mala suerte, y volviéndose a Sab le ordenó seguirle a un gabinete inmediato, deseando dejar a Jorge desahogar con libertad el mal humor que siempre produce una esperanza burlada.

Pero quedó admirado y resentido cuando al mirar al mulato vio brillar sus ojos con la expresión de una viva alegría, creyendo desde luego que Sab se gozaba en el disgusto de su padre. Echole en consecuencia una mirada de reproche, que el mulato no notó, o fingió no notar, pues sin pretender justificarse dijo en el momento:

-Vengo a avisar a su merced, que me marcho dentro de una hora a Bellavista.

-¡Dentro de una hora! El calor es grande y la hora incómoda -dijo Enrique-, de otro modo iría contigo pues tengo ofrecido a Carlota acompañarla   —109→   en el paseo que piensa hacer tu amo por Cubitas.

-A buen paso -repuso Sab-, dentro de dos horas estaríamos en el Ingenio y esta tarde podríamos partir para Cubitas.

Enrique reflexionó un momento.

-Pues bien -dijo luego-, da orden a un esclavo de que disponga mi caballo y espérame en el patio: partiremos.

Sab se inclinó en señal de obediencia y saliose a ejecutar las órdenes de Enrique, mientras éste volvía al lado de su padre, al que encontró echado en un sofá con semblante de profundo desaliento.

-Padre mío -dijo el joven dando a su voz una inflexión afectuosa, que armonizaba perfectamente con su dulce fisonomía-, si lo permitís partiré ahora mismo para Guanaja. Anoche me dijisteis que debía llegar de un momento a otro a aquel puerto otro buque que os está consignado, y mi presencia allá puede ser necesaria. De paso veré a Cubitas y procuraré informarme de las tierras que don Carlos posee allí, de su valor y productos; en fin, a mi regreso podré daros   —110→   una noticia exacta de todo.

-Así -añadió bajando la voz- podréis pesar con pleno conocimiento las ventajas, o desventajas, que resultarían a nuestra casa de mi unión con Carlota, si llegara a verificarse.

Jorge guardó silencio como si consultase la respuesta consigo mismo y volviéndose luego a su hijo:

-Está bien -le dijo-, ve con Dios, pero no olvides que necesitamos oro, oro o plata más que tierras, ya sean rojas o negras; y que si Carlota de B... no te trae una dote de cuarenta o cincuenta mil duros, por lo menos, en dinero contante, tu unión con ella no puede realizarse.

Enrique saludó a su padre sin contestar y salió a reunirse con Sab, que le aguardaba.

El viejo al verle salir exhaló un triste suspiro y murmuró en voz baja:

-¡Insensata juventud! ¡Tan sereno está ese loco como si no hubiera visto deshacérsele entre las manos una esperanza de cuarenta mil duros!



  —111→  

ArribaAbajoCapítulo VIII


Cantó, y amorosa
venció su voz blanda
la voz de las aves
que anuncian el alba.


LISTA                


Los dos viajeros atravesaron juntos por segunda vez aquellos campos: pero en lugar de una noche tempestuosa molestábales entonces el calor de un hermoso día. Enrique para distraerse del fastidio del camino, en hora tan molesta, dirigía a su compañero preguntas insidiosas sobre el estado actual de las posesiones de D. Carlos, a las que respondía   —112→   Sab con muestras de sencillez e ingenuidad. Sin embargo, a veces le fijaba miradas tan penetrantes que el joven extranjero bajaba las suyas como temeroso de que leyese en ellas el motivo de sus preguntas.

-La fortuna de mi amo -díjole una vez-, está bastante decaída y sin duda es una felicidad para él casar a su hija mayor con un sujeto rico, que no repare en la dote que puede llevar la Señorita.

Sab no miraba a Otway al decir estas palabras y no pudo notar el encarnado que tiñó sus mejillas al oírlas: tardó un momento en responder y dijo al fin con voz mal segura:

-Carlota tiene una dote más rica y apreciable en sus gracias y virtudes.

Sab le miró entonces fijamente: parecía preguntarle con su mirada si él sabría apreciar aquella dote. Enrique no pudo sostener su muda interpelación y desvió el rostro con algún enfado. El mulato murmuró entre dientes:

-¡No, no eres capaz de ello!

-¿Qué hablas, Sab? -preguntó Enrique, que si bien no había podido entender distintamente   —113→   sus palabras oyó el murmullo de su voz-. ¿Estás por ventura rezando?

-Pensaba, señor, que este sitio en que ahora nos hallamos es el mismo en que vi a su merced sin sentido, en medio de los horrores de la tempestad. Hacia la derecha está la cabaña a la que os conduje sobre mis espaldas.

-Sí, Sab, y no necesito ver estos sitios para acordarme que te debo la vida. Carlota te ha concedido ya la libertad, pero eso no basta y Enrique premiará con mayor generosidad el servicio que le has hecho.

-Ninguna recompensa merezco -respondió con voz alterada el mulato-, la señorita me había recomendado vuestra persona y era un deber mío obedecerla.

-Parece que amas mucho a Carlota -repuso Enrique parando su caballo para coger una naranja de un árbol que doblegaban sus frutos-.

El mulato lanzó sobre él su mirada de águila, pero la expresión del rostro de su interlocutor le aseguró de que ningún designio secreto de sondearle encerraban   —114→   aquellas palabras. Entonces contestó con serenidad, mientras Enrique mondaba con una navaja la naranja que había cogido.

-¿Y quién que la conozca podrá no amarla? La señorita de B... es a los ojos de su humilde esclavo lo que debe ser a los de todo hombre que no sea un malvado: un objeto de veneración y de ternura.

Enrique arrojó la naranja con impaciencia y continuó andando sin mirar a Sab. Acaso la voz secreta de su conciencia le decía en aquel momento que trocando su corazón por el corazón de aquel ser degradado sería más digno del amor entusiasta de Carlota.

Al ruido que formaba el galope de los caballos la familia de B... conociendo que eran los de Enrique y Sab corrieron a recibirlos, y Carlota se precipitó palpitante de amor y de alegría en los brazos de su amante. El Sr. de B... y las niñas le prodigaban al mismo tiempo las más tiernas caricias, y le introdujeron en la casa con demostraciones del más vivo placer.

Solamente dos personas quedaron en el   —115→   patio: Teresa de pie, inmóvil en el umbral de la puerta que acababan de atravesar sin reparar en ella los dos amantes, y Sab de pie también y también inmóvil en frente de ella, junto a su jaco negro del cual acababa de bajarse. Ambos se miraron y ambos se estremecieron, porque como en un espejo había visto cada uno de ellos en la mirada del otro la dolorosa pasión que en aquel momento le dominaba. Sorprendidos mutuamente exclamaron al mismo tiempo:

-¡Sab! ¡Teresa!

Se han entendido y huye cada uno de las miradas del otro. Sab se interna por los cañaverales, corriendo como el venado herido que huye del cazador llevando ya clavado el hierro en lo más sensible de sus entrañas. Teresa se encierra en su habitación.

Mientras tanto el júbilo reinaba en la casa y Carlota no había gozado jamás felicidad mayor que la que experimentaba al ver junto a sí a su amante, después de haber temido perderle. Miraba la cicatriz de su frente y vertía lágrimas de enternecimiento.   —116→   Referíale todos sus temores, todas sus pasadas angustias para gozarse después en su dicha presente; y era tan viva y elocuente su ternura que Enrique subyugado por ella, a pesar suyo, sentía palpitar su corazón con una emoción desconocida.

-¡Carlota! -dijo una vez-, un amor como el tuyo es un bien tan alto que temo no merecerlo. Mi alma acaso no es bastante grande para encerrar el amor que te debo -y apretaba la mano de la joven sobre su corazón, que latía con un sentimiento tan vivo y tan puro que acaso aquel momento en que se decía indigno de su dicha, fue uno de los pocos de su vida en que supo merecerla-.

Hay en los afectos de las almas ardientes y apasionadas como una fuerza magnética, que conmueve y domina todo cuanto se les acerca. Así una alma vulgar se siente a veces elevada sobre sí misma, a la altura de aquella con quien está en contacto, por decirlo así, y sólo cuando vuelve a caer, cuando se halla sola y en su propio lugar, puede conocer que era extraño   —117→   el impulso que la movía y prestada la fuerza que la animaba.

El señor de B... llegó a interrumpir a los dos amantes:

-Creo -dijo sentándose junto a ellos- que no habréis olvidado nuestro proyectado paseo a Cubitas. ¿Cuándo queréis que partamos?

-Lo más pronto posible -dijo Otway-.

-Esta misma tarde será -repuso don Carlos-, y voy a prevenir a Teresa y a Sab para que disponga todo lo necesario a la partida, pues veo -añadió besando en la frente a su hija- que mi Carlota está demasiado preocupada para atender a ello.

Marchose en seguida y las niñas, regocijadas con la proximidad de la viajata, le siguieron saltando.

-Estaré contigo dos o tres días en Cubitas -dijo Enrique a su amada-, me es forzoso marchar luego a Guanaja.

-Apenas gozo el placer de verte -respondió ella con dulcísima voz-, cuando ya me anuncias otra nueva ausencia. Sin embargo, Enrique, soy tan feliz en este instante que no puedo quejarme.

  —118→  

Pronto llegará el día -repuso él- en que nos uniremos para no separarnos más.

Y al decirlo preguntábase interiormente si llegaría en efecto aquel día, y si le sería imposible renunciar a la dicha de poseer a Carlota. Mirola y nunca le había parecido tan hermosa. Agitado, y descontento de sí mismo levantose y comenzó a pasearse por la sala, procurando disimular su turbación. No dejó sin embargo de notarla Carlota y preguntábale la causa con tímidas miradas. ¡Oh, si la hubiera penetrado en aquel momento!... Era preciso que muriese o que cesase de amarle.

Enrique evitaba encontrar los ojos de la doncella, y se había reclinado lejos de ella en el antepecho de una ventana. Carlota se sintió herida de aquella repentina mudanza, y su orgullo de mujer sugiriole en el instante aparentar indiferencia a una conducta tan extraña. Estaba junto a ella su guitarra, tomola y ensayó cantar. La agitación hacía flaquear su voz, pero hízose por un momento superior a ella y sin elección, a la casualidad cantó estas estrofas; que estaba muy   —119→   lejos de sospechar pudiesen ser aplicables a la situación de ambos:


    Es Nice joven y amable
y su tierno corazón
un afecto inalterable
consagra al bello Damón.
    Otro tiempo su ternura
pagaba ufano el pastor;
mas ¡ay! que nueva hermosura
le ofrece otro nuevo amor.
    Y es Nice pobre zagala
y es Laura rica beldad
que si en amor no la iguala
la supera en calidad.
    Satisface Laura de oro
de su amante la ambición:
Nice le da por tesoro
su sensible corazón.
    Cede el zagal fascinado
de la riqueza al poder,
y ante Laura prosternado
le mira Nice caer.
    Al verse sacrificada,
—120→
por el ingrato pastor
la doncella desgraciada
maldice al infausto amor.
    No ve que dura venganza
toma del amante infiel,
y en su cáliz de esperanza
mezcla del dolor la hiel.
    Tardío arrepentimiento
ya envenena su existir,
y cual señor opulento
comienza el tedio a sentir.
    Entre pesares y enojos
vive rico y sin solaz:
huye el sueño de sus ojos
y pierde su alma la paz.
    Recuerda su Nice amada
y suspira de dolor;
y en voz profunda y airada
así le dice el amor:
    «Los agravios que me hacen
los hombres lloran un día,
y así sólo satisfacen,
Damón, la venganza mía:
    »Que yo doy mayor contento,
en pobre y humilde hogar,
—121→
que con tesoros sin cuento,
puedes ¡insano! gozar».

Terminó la joven su canción, y aún pensaba escucharla Enrique. Carlota acababa de responder en alta voz a sus secretas dudas, a sus ocultos pensamientos. ¿Habíalos por ventura adivinado? ¿Era tal vez el cielo mismo quien le hablaba por la boca de aquella tierna hermosura?

Un impulso involuntario y poderoso le hizo caer a sus pies y ya abría los labios, acaso para jurarla que sería preferida a todos los tesoros de la tierra, cuando apareció nuevamente D. Carlos: seguíale Sab mas se detuvo por respeto en el umbral de la puerta, mientras Enrique se levantaba confuso de las plantas de su querida, avergonzado ya del impulso desconocido de generosa ternura que por un momento le había subyugado. También las mejillas de Carlota se tiñeron de púrpura, pero traslucíase al través de su embarazo la secreta satisfacción de su alma; pues si bien   —122→   Enrique no había hablado una sola palabra al arrojarse a sus pies, ella había leído en sus ojos, con la admirable perspicacia de su sexo, que nunca había sido tan amada como en aquel momento.

D. Carlos dirigió algunas chanzas a los dos amantes, mas notando que aumentaba su turbación apresurose a variar de objeto:

-Aquí tenéis a Sab -les dijo-, señalad la hora de la partida pues él es el encargado de todas las disposiciones del viaje, y como práctico en estos caminos será nuestro guía.

El mulato se acercó entonces, y D. Carlos sentándose entre Carlota y Enrique prosiguió dirigiéndose a éste:

-Hace diez años que no he estado en Cubitas y aun antes de esta época visité muy pocas veces las estancias que tengo allí. Estaban casi abandonadas, pero desde que Sab vino a Bellavista sus frecuentes visitas a Cubitas les han sido de mucha utilidad, según estoy informado; y creo que las hallaré en mejor estado que cuando las vi la última vez.

  —123→  

Sab manifestó que dichas estancias estaban todavía muy distantes del grado de mejora y utilidad a que podían llegar con más esmerado cultivo, y preguntó la hora de la partida.

Carlota señaló las cinco de la tarde, hora en que la brisa comienza a refrescar la atmósfera y hace menos sensible el calor de la estación, y Sab se retiró.

-Es un excelente mozo -dijo don Carlos-, y su celo y actividad han sido muy útiles a esta finca. Su talento natural es despejadísimo y tiene para todo aquello a que se dedica admirables disposiciones: le quiero mucho y ya hace tiempo que fuera libre si lo hubiese deseado. Pero ahora es fuerza que lo sea y que anticipe yo mis resoluciones, pues así lo quiere mi Carlota. Ya he escrito con este objeto a mi apoderado en Puerto Príncipe y tú mismo, Enrique, a tu regreso te verás con él y entregarás con tus manos a nuestro buen Sab su carta de libertad.

Enrique hizo con la cabeza un movimiento de aprobación, y Carlota besando la   —124→   mano de su padre exclamó con vehemencia:

-¡Sí, que sea libre!... ha sido el compañero de mi infancia y mi primer amigo... es -añadió con mayor ternura-, es el que te prodigó sus cuidados la noche de tu caída, Enrique, y quien como un ángel de consuelo vino a volver la paz a mi corazón sobresaltado.

Teresa entró en la sala en aquel momento: la comida se sirvió inmediatamente y ya no se trató más que de la partida.



  —125→  

ArribaAbajoCapítulo IX


¿Do fue la raza candorosa y pura
que las Antillas habitó? -La hiere
del vencedor el hierro furibundo,
tiembla, gime, perece,
y como niebla al sol desaparece.


HEREDIA                


Un viaje es en la infancia origen del más inquieto placer y de la más exaltada alegría. El movimiento y la variedad son necesidades imperiosas en aquella edad en la que libre todavía el alma de pasiones agitadoras, pero sintiendo el desarrollo de su actividad naciente sin un objeto en que emplearla, lánzala, por decirlo así, a lo exterior; buscando en la novedad y en el bullicio un desahogo a la febril vivacidad que le agita.

  —126→  

Las cuatro hermosas niñas, hermanas de Carlota, apenas apareció Sab con los carruajes y caballerías dispuestas para la partida, le rodearon haciéndole mil caricias con las que manifestaban su regocijo. El mulato correspondía a sus infantiles halagos con melancólica sonrisa.

Así, pensaba él, así saltaba a mi cuello Carlota hace diez años cuando me veía después de una corta ausencia. Así sus labios de rosa estampaban alguna vez en mi frente un beso fraternal, y su lindo rostro de alabastro se inclinaba sobre mi rostro moreno; como la blanca clavellina que se dobla sobre la parda peña del arroyo.

Y abrazaba Sab a las niñas, y una lágrima, deslizándose lentamente por su mejilla, cayó sobre la cabeza de Ángel de la más joven y más linda de las cuatro hermanas.

Carlota se presentó en aquel momento: un traje de montar a la inglesa daba cierta majestad a un airoso talle, y se escapaban del sombrerillo de castor que cubría su cabeza algunos rizos ligeros, que sombreaban   —127→   su rostro, embellecido con la expresión de una apacible alegría. Subió al semblante de Sab un fuego que secó en su mejilla la huella reciente de su llanto, y presentó temblando a Carlota el hermoso caballo blanco dispuesto para ella.

Todos los viajeros se reunieron en torno de la linda criolla, y Sab les manifestó entonces su plan de marcha.

-Iba -dijo- a conducirlos a Cubitas no por el camino real sino por una senda poco conocida, que aunque algo más dilatada les ofrecía puntos de vista más agradables.

Aprobada por unanimidad la proposición sólo se trató de partir.

Había dos volantes, (nombre que se daba a la especie de carruajes más usados en Cuba en aquella época), y el señor de B... ocupó una de ellas con las dos niñas mayores, tomando la otra Teresa con las más pequeñas. Carlos, Enrique y Sab montaron a caballo. Así partió la caravana entre los alegres gritos de las niñas y el relincho de los caballos.

Sin reglas de equitación las damas principeñas   —128→   son generalmente admirables jinetes; pero Carlota sobresalía entre todas por la gracia y nobleza de su aire cuando montaba. Galopaba aquella tarde junto a su amante con notable seguridad y elegancia, y la brisa naciente hinchando y batiendo alternativamente el blanco velo que pendía del sombrero en torno de su esbelto talle, presentábala como una de aquellas sílfidas misteriosas, hijas del aire y soberanas de la tierra.

Eran hermosos los campos que atravesaban: Enrique se acercó al estribo del carruaje en que iba D. Carlos y entabló conversación con este respecto a la prodigiosa fertilidad de aquella tierra privilegiada, y el grado de utilidad que podía sacarse de ella. Sab seguía de cerca a Carlota y contemplaba alternativamente al campo y a la doncella, como si los comparase: había en efecto cierta armonía entre aquella naturaleza y aquella mujer, ambas tan jóvenes y tan hermosas.

En tanto costaba esfuerzos a Teresa contener a sus dos tiernas compañeras. Una   —129→   campanilla17, un pájaro que revolotease sobre ella, cualquier objeto excitaba sus infantiles deseos y querían bajar del carruaje para posesionarse de él.

La noche se acercaba mientras tanto, y sus pardas sombras robaban progresivamente a los viajeros los paisajes campestres que les rodeaban. La rica vegetación no ofrecía ya sus variadas tintas de verdura y las colinas lejanas presentábanse a la vista como grandes masas de sombras.

A medida que se aproximaban a Cubitas el aspecto de la naturaleza era más sombrío: bien pronto desapareció casi del todo la vigorosa y variada vegetación de la tierra prieta, y la roja no ofreció más que esparramados yuraguanos18, y algún ingrato   —130→   jagüey19, que parecían en la noche figuras caprichosas de un mundo fantástico. El cielo empero era más hermoso en estos lugares: tachonábase por grados de innumerables estrellas, y cual otro ejército de estrellas errantes poblábase el aire de fúlgidos cocuyos, admirables luciérnagas de los climas tropicales20.

Carlota detuvo de repente su caballo e hizo observar al mulato una luz vacilante y pálida que oscilaba a lo lejos en lo más   —131→   alto de una empinada loma.

-¿Está allí Cubitas? -preguntó-. ¿Será esa luz, que a distancia parece tan pequeña, algún fanal que se coloque en esa altura para que sirva de dirección a los viajeros?

Antes que Sab hubiese podido contestar el señor de B..., cuyo carruaje emparejaba ya con el caballo de Carlota, dejó oír una estrepitosa carcajada, mas Enrique, que no había andado nunca de noche aquel camino, participaba de la admiración y curiosidad de su amada y preguntó como ella el origen de aquella luz singular. Pero la luz desapareció en el mismo instante y la vista no pudo ya distinguir sino la gran masa de aquella eminencia, que como un gigante del aire proyectaba su enorme sombra en el lejano horizonte.

-Parece -dijo riendo D. Carlos-, que os deja mohínos la ausencia de la linda lucecita, pero esperad... voy a evocar al genio de estos campos y volverá a lucir el misterioso fanal.

Apenas había concluido estas palabras la luz apareció con un resplandor más vivo,   —132→   y Enrique y las dos señoritas manifestaron una sorpresa igual a la de las niñas. El señor de B..., testigo ya muchas veces de este fenómeno21, se divertía con la admiración de sus jóvenes compañeros.

-Los naturalistas -les dijo- os darían del fenómeno que estáis mirando una explicación menos   —133→   divertida que la que os puede dar Sab, que frecuenta este camino y trata a todos los cubiteros. Él sin duda les habrá oído relaciones muy curiosas respecto a la luz que tanto os ha llamado la atención.

Las niñas gritaron de alegría regocijadas con la esperanza de oír un cuento maravilloso, y Enrique y Carlota colocaron sus caballos a los dos lados del de Sab para oírle mejor. El mulato volvió la cabeza hacia el carruaje de su amo y le dijo:

-Su merced no habrá olvidado a la vieja Martina, madre de uno de sus mayorales de Cubitas, que murió dejándola el legado de su mujer y tres hijos en extrema pobreza. La generosa compasión de su merced la socorrió entonces por mi mano, hace cuatro años, pues habiéndole informado de la miserable situación en que se encontraba esta pobre familia me dio una bolsa llena de plata con la que fue socorrida.

-Me acuerdo de la vieja Martina -respondió el caballero-, su difunto hijo era un excelente sujeto, ella si mal no me acuerdo   —134→   tiene sus puntos de loca: ¿no pretende ser descendiente de la raza india y aparenta un aire ridículamente majestuoso?

-Sí, señor -repuso Sab-, y ha logrado inspirar cierta consideración a los estancieros de Cubitas, ya porque la crean realmente descendiente de aquella raza desventurada, casi extinguida en esta Isla, ya porque su grande experiencia, sus conocimientos en medicina de los que sacan tanta utilidad, y el placer que gozan oyéndola referir sus sempiternos cuentos de vampiros y aparecidos la den entre estas gentes una importancia real. A esa vieja pues, a Martina es a quien he oído, repetidas veces, referir misteriosamente e interrumpiéndose por momentos con exclamación de dolor y pronósticos siniestros de venganza divina la muerte horrible y bárbara que, según ella, dieron los españoles al cacique Camagüey, señor de esta provincia; y del cual pretende descender nuestra pobre Martina. Camagüey, tratado indignamente por los advenedizos, a quienes acogiera con generosa y franca hospitalidad, fue arrojado de   —135→   la cumbre de esa gran loma y su cuerpo despedazado quedó insepulto sobre la tierra regada con su sangre. Desde entonces esta tierra tornose roja en muchas leguas a la redonda, y el alma del desventurado Cacique viene todas las noches a la loma fatal, en forma de una luz, a anunciar a los descendientes de sus bárbaros asesinos la venganza del cielo que tarde o temprano caerá sobre ellos. Arrebatada Martina en ciertos momentos por este furor de venganza, delira de un modo espantoso y osa pronunciar terribles vaticinios.

-¿Y cuáles son? -preguntó D. Carlos con cierta curiosidad inquieta, que mostraba haber sospechado ya lo que preguntaba-.

Sab se turbó algún tanto pero dijo al fin con voz baja y trémula:

-En sus momentos de exaltación, señor, he oído gritar a la vieja india. La tierra que fue regada con sangre una vez lo será aún otra: los descendientes de los opresores serán oprimidos, y los hombres negros serán los terribles vengadores de los hombres cobrizos.

  —136→  

-Basta, Sab, basta -interrumpió don Carlos con cierto disgusto; porque siempre alarmados los cubanos, después del espantoso y reciente ejemplo de una isla vecina, no oían sin terror en la boca de un hombre del desgraciado color cualquiera palabra que manifestase el sentimiento de sus degradados derechos y la posibilidad de reconquistarlos. Pero Carlota, que había atendido menos a los pronósticos de la vieja que a la relación lamentable de la muerte del Cacique, volvió hacia Enrique sus bellos ojos llenos de lágrimas:

-Jamás he podido -dijo- leer tranquilamente la historia sangrienta de la conquista de América. ¡Dios mío! ¡Cuántos horrores! Paréceme empero increíble que puedan los hombres llegar a tales extremos de barbarie. Sin duda se exagera, porque la naturaleza humana no puede, es imposible, ser tan monstruosa.

El mulato la miraba con indescribible expresión: Enrique se burló de sus lágrimas.

-Eres una niña, querida mía -la dijo-,   —137→   ¿lloras ahora, por la relación de una vieja loca, la muerte de un ser que acaso no existió nunca sino en la imaginación de Martina?

-No, Enrique -respondió con tristeza la doncella-, no lloro por Camagüey ni sé si existió realmente, lloro sí al recordar una raza desventurada que habitó la tierra que habitamos, que vio por primera vez el mismo sol que alumbró nuestra cuna, y que ha desaparecido de esta tierra de la que fue pacífica poseedora. Aquí vivían felices e inocentes aquellos hijos de la naturaleza: este suelo virgen no necesitaba ser regado con el sudor de los esclavos para producirles: ofrecíales por todas partes sombras y frutos, aguas y flores, y sus entrañas no habían sido despedazadas para arrancarle con mano avara sus escondidos tesoros. ¡Oh, Enrique!, lloro no haber nacido entonces y que tú, indio como yo, me hicieses una cabaña de palmas en donde gozásemos una vida de amor, de inocencia y de libertad.

Enrique se sonrió del entusiasmo de su   —138→   querida haciéndola una caricia: el mulato apartó de ella sus ojos preñados de lágrimas.

-¡Ah!¡Sí! -pensó él-: no serías menos hermosa si tuvieras la tez negra o cobriza. ¿Por qué no lo ha querido el cielo, Carlota? Tú, que comprendes la vida y la felicidad de los salvajes, ¿por qué no naciste conmigo en los abrasados desiertos del África o en un confín desconocido de la América?

El señor de B... le arrancó de estos pensamientos dirigiéndole algunas preguntas respecto a Martina:

-¿Vive todavía? -le dijo.

-Sí señor, vive a pesar de haber experimentado es estos últimos años dolorosos infortunios.

-¿Qué le ha sucedido pues? -replicó con interés el caballero.

-Su nuera murió hace tres años y diez meses después dos de sus nietecitos. Un incendio consumió su casa, hace un año, y la dejó reducida a mayor miseria que aquella de que la sacara la bondad de su merced. Hoy día vive en una pequeña choza, cerca de las cuevas, con el único nieto que   —139→   le queda, que es un niño de seis años al cual ama tanto más cuanto que el pobre chico está enfermo, y no promete una larga vida.

-La veremos -dijo D. Carlos-, y la dejaremos instalada en una de mis estancias. ¡Pobre mujer!, aunque extravagante es muy buena.

-¡Ah! ¡Sí... muy buena! -exclamó con emoción el mulato, y animando con un grito a su caballo se adelantó a prevenir la llegada de sus amos al mayoral de la estancia donde iban a desmontar.

Eran las nueve de la noche cuando los viajeros entraron en Cubitas. La casa elegida para su domicilio, si bien de mezquina apariencia, era grande en lo interior y el mayoral y su mujer procuraron a los recién llegados todas las comodidades posibles. La cena que se les sirvió fue parca y frugal, pero la alegría y el apetito la hicieron parecer deliciosa. Nunca D. Carlos había estado tan jovial, ni Carlota tan risueña ni amable. La misma Teresa parecía menos disciplente que de costumbre, y   —140→   Enrique estaba encantado.

Cuando llegó la hora de recogerse a descansar:

-Amigo mío -le dijo Carlota, deteniéndose en el umbral del cuartito señalado para su dormitorio, y al cual él la conducía por la mano-, ¡cuán fácilmente pueden ser dichosos dos amantes tiernos y apasionados! En esta pobre aldea, en esta miserable casa, con una hamaca por lecho y un plantío de yucas por riqueza, yo sería dichosa contigo, y nada vería digno de mi ambición en lo restante del universo. Y tú, ¿pudieras tampoco desear más?

Enrique por única contestación besó con ardor su hermosa mano, y ella atravesó el umbral sonriéndole con ternura. Diole las buenas noches y cerró lentamente la puerta, que tornó a abrir para repetirle «Buenas noches» con una mirada inefable. Por fin la puerta se cerró enteramente y Enrique inmóvil y pensativo quedó un momento como si guardase que volviese a abrirse aún otra vez. Luego sacudió la cabeza y murmuró en voz baja:

-¡No hay remedio! Esta mujer será capaz de volverme   —141→   loco y hacerme creer que no son necesarias las riquezas para ser feliz.

-Señor, aguardo a su merced para conducirle a su dormitorio -dijo una voz conocida, a la espalda de Enrique. Volviose éste y vio a Sab.

-¿Cuál es pues mi cuarto? -preguntó con cierta turbación.

-Ése de la izquierda.

Enrique se entró en él precipitadamente y Sab le siguió hasta la puerta, a la cual se detuvo dándole las buenas noches.

Una hora después todos dormían en la casa: sólo se veía un bulto inmóvil junto a la puerta de la habitación de la señorita de B..., pero al menor ruido que en el silencio de la noche se percibía en la casa aquel bulto se movía, se elevaba y salía de él una respiración agitada y fuerte: entonces podía conocerse que aquel bulto era un hombre.

Una vez, hacia la madrugada, oyose un ligero rumor acompasado, que parecía producido por las pisadas cautelosas de alguno que se acercaba. El bulto se estremeció   —142→   profundamente y brilló en la oscuridad la hoja de un ancho machete. Los pasos parecían cada vez más próximos. El bulto habló en voz baja pero terrible:

-¡Miserable! No lograrás tus inicuos deseos.

Un prolongado ladrido respondió a esta amenaza. Los pasos que se habían oído eran los de un perro de la casa.

El machete cesó de brillar y el bulto volvió a quedar inmóvil en su sitio: solamente el perro repitió por dos veces su ladrido, pero como acercándose más hubo de conocer olfateando a aquel cuya voz le había alarmado, calló también luego y todo quedó sumergido en profundo silencio.



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ArribaAbajoCapítulo X

...La mezcla de extravagancia y de entusiasmo que reinaba en sus discursos rara vez dejaba de producir la más viva impresión en aquellos que la escuchaban. Sus palabras con frecuencia entrecortadas eran empero demasiado claras e inteligibles para que pudiese sospechársele en un verdadero estado de locura.


WALTER SCOTT, Guy Mannering                


Las cuevas de Cubitas son ciertamente una obra admirable de la naturaleza, que muchos viajeros han visitado con curiosidad e interés y que los naturales del país admiran   —144→   con una especie de fanatismo. Tres son las principales, conocidas con los nombres de Cueva grande o de los negros cimarrones, María Teresa, y Cayetano. La primera está bajo la gran loma de Toabaquéi y consta de varias salas, cada una de las cuales se distingue con su denominación particular, y comunicadas todas entre sí por pasadizos estrechos y escabrosos. Son notables entre estas salas la de LA BÓVEDA por su capacidad y la del HORNO cuya entrada es una tronera a flor de tierra por la que no se puede pasar sino muy trabajosamente y casi arrastrándose contra el suelo. Sin embargo es de las más notables salas de aquel vasto subterráneo y las incomodidades que se experimentan, al penetrar en ella, son ventajosamente compensadas con el placer de admirar las bellezas que contiene. Deslúmbrase el viajero que al levantar los ojos, en aquel reducido y tenebroso recinto, ve brillar sobre su cabeza un rico dosel de plata sembrado de zafiros y brillantes, que tal parece en la oscuridad de la gruta el techo singular   —145→   que la cubre. Empero pocos minutos puede gozarse impunemente de aquel bello capricho de la naturaleza, pues la falta de aire obliga a los visitadores de la gruta a arrojarse fuera, temiendo ser sofocados por el calor excesivo que hay en ella. El alabastro no supera en blancura y belleza a las piedras admirables de que aquellas grutas, por decirlo así, se hallan entapizadas. El agua, filtrando por innumerables e imperceptibles grietas, ha formado bellísimas figuras al petrificarse. Aquí una larga hilera de columnas parecen decorar el peristilo de algún palacio subterráneo: allá una hermosa cabeza atrae y fija las miradas: en otra parte se ven infinitas petrificaciones sin formas determinadas, que presentan masas de deslumbrante blancura y figuras raras y caprichosas.

Los naturales hacen notar en la Cueva llamada de MARÍA TERESA pinturas bizarras designadas en las paredes con tintas de vivísimos e imborrables colores, que aseguran ser obra de los indios, y mil tradiciones maravillosas prestan cierto encanto   —146→   a aquellos subterráneos desconocidos, que realizando las fabulosas descripciones de los poetas recuerdan los misteriosos palacios de las Hadas.

Nadie ha osado todavía penetrar más allá de la undécima sala, se dice empero vulgarmente que un río de sangre demarca su término visible, y que los abismos que le siguen son las enormes bocas del infierno. La ardiente imaginación de aquel pueblo ha adoptado con tal convicción esta extravagante opinión que, por cuanto hay en el mundo, no se atreverían a penetrar más allá de los límites a que se han concretado hasta el presente los visitadores de las cuevas, y lo estrecho y peligroso que se va haciendo la senda subterránea, a medida que se interna, parece justificar sus temores.

D. Carlos de B... y su familia, llevando a Sab por CICERONE, emprendieron, al día siguiente a su llegada a Cubitas, la visita de estas grutas. En la bajada, que es peligrosa, Carlota tuvo miedo, y el mulato, más diestro y vigoroso que   —147→   Otway, fue esta vez también más dichoso, pues bajó casi en sus brazos a la doncella.

Teresa apenas necesitó de ayuda: ágil y valiente descendió sin palidecer un momento, y con aquella fría serenidad que formaba su carácter. Sab bajó luego una a una con el mayor esmero a las niñas, y ayudó al señor de B..., siendo Enrique el último que verificó aquel descenso, con más animosidad que destreza. A pesar del auxilio de una gruesa cuerda, y de la robusta mano de un negro, fallole un pie en la mitad del declive y hubiera indudablemente caído, arrastrando consigo al esclavo, si Sab que bajaba detrás de él, conduciendo una gran tea de madera resinosa, que en el país llaman coaba, no le hubiese socorrido con tanta oportunidad como osadía.

-Sab -díjole el inglés cuando todos empezaban a recorrer las salas subterráneas-, te soy segunda vez deudor de la vida y casi me persuado que eres en la tierra mi ángel protector.

Sab no respondió nada pero sus ojos   —148→   se fijaron en Carlota, cuyas miradas le expresaban con mayor elocuencia cuánto sabía agradecer aquel nuevo servicio prestado a su amante.

Sab, que buscaba aquella gratitud, no pudo sin embargo soportarla; apartó la vista de ella, suspiró profundamente y se dirigió hacia su amo al cual entretuvo con la relación de algunas tradiciones populares, relativas a los sitios que recorrían.

Las paredes estaban llenas con los nombres de los visitadores de las grutas, pero la compañía no pudo dejar de manifestar la mayor sorpresa al ver el nombre de Carlota entre ellos, no habiendo ésta visitado hasta entonces aquellos sitios. En fin, después de emplear una gran parte del día en recorrer diferentes salas, las señoritas fatigadas mostraron deseos de descansar, y ya declinaba la tarde cuando a instancias suyas salieron de las grutas.

Sab les tenía dispuesta la comida, de antemano, en la choza de Martina, de la que ya nuestros lectores han oído hablar en el capítulo precedente, y toda la compañía   —149→   se preparó con placer a ver a la vieja india.

Distaba poco de las cuevas la habitación de ésta, y los viajeros se vieron en el umbral de su humilde morada a los seis minutos de marcha.

Prevenida la vieja por Sab salió a recibir a sus huéspedes con cierto aire ridículamente majestuoso y que podía llamarse una parodia de hospitalidad. Rayaba Martina en los sesenta años, que se echaban de ver en las arrugas que surcaban en todas direcciones su rostro enjuto y su cuello largo y nervioso, pero que no habían impreso su sello en los cabellos, que si bien no cubrían sino la parte posterior del cráneo, dejando descubierta la frente que se prolongaba hasta la mitad de la cabeza, eran no obstante de un negro perfecto. Colgaba este mechón de pelo sobre la espalda descarnada de Martina, y la parte calva de su cabeza contrastaba de una manera singular, por su lustre y blancura, con el color casi cetrino de su rostro. Este color empero era todo lo que podía alegar   —150→   a favor de sus pretensiones de india, pues ninguno de los rasgos de su fisonomía parecía corresponder a su pretendido origen.

Sus ojos eran extremadamente grandes y algo saltones, de un blanco vidriado sobre el cual resaltaban sus pequeñas pupilas de azabache: la nariz larga y delgada parecía haber sido aprensada, y la boca era tan pequeña y hundida que apenas se le veía, enterrada, por decirlo así, entre la prominencia de la nariz y la de la barba; que se avanzaba hacia fuera hasta casi nivelarse a ella.

La estatura de esta mujer era colosal en su sexo y a pesar de sus años y enflaquecimiento manteníase derecha y erguida, como una palma, presentando con una especie de orgullo el semblante superlativamente feo que hemos procurado describir.

Al encontrarse con don Carlos inclinó ligeramente la cabeza diciendo con parsimonia:

-Bien venido sea, tres veces bien venido el señor de B... a esta su casa.

-Buena Martina -respondió el caballero   —151→   entrando sin cumplimiento en una pequeña sala cuadrada, y sentándose en una silla, (si tal nombre merecía un pedazo de madera mal labrado)-, tengo el mayor gusto en volver a ver a una tan antigua conocida como sois vos, pero me pesa hallaros en tan extremada pobreza. Sin embargo, Martina, los años no pasan por vos, lo mismo estáis que cuando os vi hace diez años. No diréis otro tanto de mí: leo en vuestros ojos que me halláis muy viejo.

-Es verdad, señor -repuso ella-, que estáis muy diferente de como os vi la última vez. Es natural -añadió con cierto aire melancólico-, porque aún no habéis llegado a ser lo que yo soy y los años hallan todavía algo que quitaros. El árbol viejo del monte, cuando ya seco y sin jugo sólo alimenta curujeyes22, ve pasar años tras años sin que ellos le traigan mudanza. Él   —152→   resiste a los huracanes y a las lluvias, a los rigores del sol y a la aridez de la seca; mientras que el árbol todavía verde sufre los ataques del tiempo y pierde poco a poco sus flores, sus hojas y sus ramas. Pero he aquí -añadió echando una ojeada sobre Enrique y las dos señoritas y luego en las cuatro niñas que la rodeaban-, he aquí tres hermosos árboles en todo el vigor de su juventud, con todos los verdores de la primavera, y cuatro tiernos arbolitos que van creciendo llenos de lozanía. ¿Son todos hijos vuestros? Pensaba que no teníais tantos.

D. Carlos tomó de la mano a Enrique:

-No es mi hijo este mancebo -la dijo-, pero lo será en breve. Os presento en él, querida Martina, al esposo de mi Carlota.

-¡Al esposo de vuestra Carlota! -repitió la vieja con tono de sorpresa e inquietud y echando en torno suyo una mirada cuidadosa, que pareció detenerse en el mulato que se mantenía respetuosamente detrás de sus amos. Luego volviéndose hacia las dos señoritas examinolas alternativamente.

  —153→  

-Una de ellas es mi hija y otra mi pupila -dijo D. Carlos notando aquel examen-, vamos a ver si adivináis cuál es Carlota. No he olvidado, Martina, que os preciáis de fisonomista.

La vieja miró fijamente a Teresa, cuyos ojos distraídos recorrían el reducido recinto de la pequeña sala en que se hallaba, y luego desviando lentamente su mirada la detuvo en Carlota, que se sonreía encendida como la grana. Los ojos de la india, (pues no pretendemos disputarla este nombre), se encontraron con los de la linda criolla.

-Ésta es -exclamó al momento Martina-, ésta es Carlota de B..., he conocido esa mirada... sólo esos ojos podrían... -y se detuvo como turbada, añadiendo luego con viveza-, solamente ella puede ser tan hermosa.

Carlota se mortificó de un elogio que le pareció poco atento en presencia de su amiga, mas Teresa no atendía a la conversación y tenía fijos los ojos en aquel momento en un objeto extraño y lastimoso, en el cual aún no había reparado nadie sino ella.

  —154→  

En una especie de tarima de cedro, sobre una estera de guano yacía acurrucada en un rincón oscuro de la sala una criatura humana, que al pronto apenas podía reconocerse como tal. Mirándole con más detención notábase que era un niño, pero la horrible enfermedad que le consumía había casi del todo contrahecho su figura. Su cabeza voluminosa, cubierta por cabellos pobres y ásperos, se sostenía con trabajo sobre un cuello tan delgado que parecía quebrantado por su peso, y sus ojos pequeños y hundidos aparecían rodeados de una aureola cárdena, que se extendía hasta sus pálidas mejillas. Sonreía el infeliz y se entretenía con un perrillo que estaba tendido ente sus dos flacas piernecitas, reclinada su cabeza en el abultado vientre del niño.

Las miradas de Teresa habían dirigido hacia aquel sitio las de todos los individuos de la compañía, y Martina observándolo exclamó con tristeza:

-¡Es mi nieto! ¡mi único nieto!... nada más me queda en el mundo... mi hijo,   —155→   mi nuera, mis dos nietecitos, tan lindos y tan robustos... ¡todos han muerto! Esta pobre criatura raquítica es lo único que me queda... es la última hoja marchita que se desprenderá de este viejo tronco.

D. Carlos y sus hijos conmovidos se aproximaron al pequeño enfermo, pero divisando a Sab en aquel momento arrojó el niño un grito penetrante de alegría, y el perro saltó, aullando también. Arrastrábase el niño fuera de la tarima para acercarse al mulato, brillando en sus apagados ojos una vislumbre de felicidad, y el perro saltaba moviendo la cola y aullando, y mirando alternativamente al niño y al mulato, como si quisiera indicar a éste que debía aproximarse a aquél. Hízolo Sab y al momento la pobre criatura se colgó de su cuello y el animal redoblando sus aullidos, como si celebrase tan tierna escena corría en torno de los dos, y se levantaba ora poniendo sus manos sobre los muslos del mulato, ora sobre la espalda del niño.

Martina contemplaba aquel cuadro con   —156→   visible emoción: la ridícula gravedad con que se presentara a sus huéspedes había desaparecido y volviendo a don Carlos sus negros ojos, en los que temblaba una lágrima:

-Ya lo veis -le dijo-, su cuerpo está casi muerto pero aún hay vida en su corazón. ¡Pobre desgraciado! Vive todavía para amar: ama a Sab, a su perro y a mí, a las únicas criaturas que pueden apreciar y corresponder su cariño. ¡Pobre desgraciado! -y enjugó con su delantal la lágrima que ya había resbalado por su mejilla.

-Martina -le dijo D. Carlos-, habéis sido muy desgraciada, lo sé.

-Aún pude serlo más -respondió ella-, vi expirar en mis brazos unos tras otros mis hijos y mis nietos: quedábame uno solo... ¡Éste! Un incendio consumió mi casa y hubiera perecido entre las llamas mi pobre único nieto sin el valor, la humanidad...

Martina se detuvo repentinamente. El mulato, que acababa de desprenderse del niño y del perro, habíase puesto de pie frente a ella y su mirada imperiosa ahogó   —157→   en sus labios las palabras que iba a proferir. D. Carlos y su hijos la invitaron en vano a continuar su comenzada relación: Martina varió de objeto y preguntó a D. Carlos si quería que se les sirviese la comida. Luego que Sab se alejó para prepararla volviose la anciana a sus huéspedes y con voz baja y cautelosa, y acento más conmovido prosiguió:

-Sí, él fue, él quien salvó a mi pobre Luis, pero no se puede hablar de ello en su presencia: oféndele la expresión de mi gratitud. Mas, ¡ah!, ¿por qué había yo de ahogarla? ¿por qué?... me es tan dulce repetir: ¡A él debo la vida de mi último nieto!

Carlota a estas palabras aproximó su silla a la de Martina escuchándola con vivísimo interés. El mismo Enrique le prestaba atención: sólo Teresa manteníase algo desviada y como distraída. Martina prosiguió:

-Una feliz casualidad trajo a Sab a esta aldea algunos días antes del fatal incendio que me redujo a la indigencia. Visitábame a menudo y yo le amaba, porque él había   —158→   asistido en sus últimos momentos a mi hijo, porque él fue nuestro consolador cuando había otros seres que participasen mis dolores. Luego que los perdí todavía estuvo él junto a mí y lloramos juntos. Él acompañó a su última morada a mis dos nietecitos, y el día en que enterró al último de ellos, volviendo a casa traía los ojos llenos de lágrimas y me abrazó gimiendo.

-Sab -le dije en mi dolor señalando a mi pobre Luis-, ya no tengo más que a él en el mundo... no me queda otro hijo.

-Aún tenéis otro, madre mía -exclamó uniendo sus lágrimas a las mías y con un acento que me parece estar oyendo todavía-, yo soy también un pobre huérfano: nunca dí a ningún hombre el dulce y santo título de padre, y mi desgraciada madre murió en mis brazos: soy también huérfano como Luis, sed mi madre, admitidme por vuestro hijo.

-Sí, yo te admito -le respondí levantando al cielo mis trémulas manos. Él se arrodilló a mis pies y en presencia del cielo le adopté desde aquel momento por mi hijo.

  —159→  

Martina se detuvo para enjugar las lágrimas que hilo a hilo caían de sus ojos; Carlota lloraba también; D. Carlos tosía para disimular su conmoción, y aun Enrique se mostraba enternecido. Teresa verosímilmente no atendía a lo que se hablaba, entretenida al parecer en limpiar con su pañuelo un pedazo de piedra muy hermosa, que había cogido en las grutas.

-Sab estaba en Cubitas cuando el incendio de mi casa -prosiguió Martina-, de aquella casa que yo debía a vuestra bondad, señor D. Carlos, y a la eficacia de mi hijo adoptivo. El incendio consumía mi morada y yo medio desmayada en brazos de algunos vecinos atraídos por la compasión, o la curiosidad, veía los rápidos progresos del fuego y gritaba en vano con todas mis fuerzas: «¡Mi nieto!¡Mi Luis!» Porque el niño, abandonado por mí en el primer instante de susto y sorpresa, iba a ser devorado por las llamas, que ya veía yo avanzar hacia el lado en que se encontraba el infeliz. «Dejadme ir», gritaba yo, «dejadme salvarle o morir con él». Pero   —160→   me agarraban estorbando mi desesperado intento y aunque penetrados de compasión todos, ninguno se atrevía a exponer su vida por salvar la de un pobre niño enfermo.

-¡Y Sab le salvó! -exclamó con viveza y emoción la señorita de B...-, ¿no lo habéis dicho así, buena Martina? ¡Sab le salvó!

-¡Sí! -respondió la anciana olvidando su cautela y levantando la voz en el exceso de su entusiasta gratitud-. ¡Sab le salvó! Por entre las llamas y quemados los pies y ensangrentadas las manos, sofocado por el humo y el calor cayó exánime a mis pies, al poner en mis brazos a Luis y a Leal... a este perro que entonces era pequeñito y dormía en la cama de mi nieto. ¡Sab los salvó a ambos! Sí, su humanidad se extendió hasta el pobre animalito.

Y Martina acariciaba con mano trémula al perrillo, que al oír su nombre había corrido a echarse a sus pies.

Carlota lloraba todavía y todavía tosía D. Carlos, pero Enrique se había distraído de la relación de la anciana con la piedra que limpiaba Teresa y de la cual ambos   —161→   admiraban el brillo extraordinario.

-¡Es hermosa! -decía Enrique.

-¡Oh, sí, es hermosa! -repetía Martina que no echara de ver la distracción de dos de sus oyentes-. ¡Es hermosa el alma de ese pobre Sab, muy hermosa! Luego me quedé sin casa, sin más bienes que mi nieto enfermo y su perro, no hallé otro asilo que esas cuevas, morada algunas veces de los negros cimarrones y siempre de los cernícalos y murciélagos.

»Allí hubiera acabado miserablemente mis tristes días sin el ángel protector de mi vida. Sab, el mismo Sab ha levantado para su vieja madre adoptiva esta choza, en que tengo el honor de recibiros: él ha trabajado con sus manos los toscos muebles que me eran necesarios: él me ha dado todos sus ahorros de muchos años para aliviar mi miseria: él con su cariño, con su bondad ha hecho renacer en este viejo y lacerado corazón las emociones deliciosas del placer y la gratitud. Sí, todavía palpita este pecho cuando le veo atravesar el umbral de mi humilde morada;   —162→   todavía vierten estos ojos lágrimas de enternecimiento y de alegría cuando le oigo llamarme su madre, su querida madre. ¡Oh, Dios mío, Dios mío! -añadió elevando al cielo sus manos descarnadas-, ¿por qué ha de ser desgraciado siendo tan bueno?»

En aquel momento Sab se presentó trayendo una mesita de cedro, que estaba destinada a la comida, y su presencia aumentó la conmoción que el relato de Martina había producido. D. Carlos, olvidando que se le había confiado a escondidas del mulato la historia de sus buenas acciones, alargole la mano y haciéndole aproximar a su silla:

-Sab -le dijo-, Sab -repitió cada vez con más viva expresión-, ¡eres un excelente mozo!

El mulato pareció adivinar de lo que se trataba y arrojó a Martina una mirada de reconvención.

-Sí, hijo mío -exclamó la vieja-, sí, puedes reconvenirme porque he faltado a la promesa que me exigiste: pero, ¿por qué quieres, Sab, querido Sab, por qué quieres privar a tu vieja madre del placer de bendecirte,   —163→   y de decir a todos los corazones buenos y generosos: «mi hijo se os parece»? Sab, amigo mío, perdóname, pero yo no puedo, no puedo complacerte.

Carlota redobló su llanto, y cubrió su lindo rostro con sus manos, como para ocultar el exceso de su emoción; pero Sab había ya visto correr sus lágrimas y cayó de rodillas.

-Madre mía -prorrumpió con trémula y enternecida voz-, si yo os perdono y os doy gracias: y os debo las lágrimas de Carlota -añadió, pero estas últimas palabras fueron proferidas tan débilmente que nadie, excepto Martina, pudo percibirlas.

-Sab -dijo el señor de B... levantándole y abrazándole con extrema bondad-, yo me envanezco de tu bello corazón: sabes que eres libre y desde hoy ofrezco proporcionarte los medios de seguir los generosos impulsos de tu caritativo corazón. Sab, continuarás siendo mayoral de Bellavista, y yo te señalaré gajes proporcionados a tus trabajos, con los cuales puedas tú mismo irte formando una existencia independiente.   —164→   Respecto a Martina corre de mi cuenta ella, su nieto y su buen Leal. Quiero que al marcharme de Cubitas quede instalada en la mejor de mis estancias y la señalaré una pensión vitalicia, que recibirá anualmente por tu mano.

Sab volvió a arrojarse a los pies de su amo, cuya mano cubrió de besos y lágrimas. Carlota se colgó de su cuello besando también su frente y los cabellos del buen papá, y su vestido rozando en aquel momento con el rostro del mulato fue asido tímidamente, y también recibió un beso y una lágrima. ¿Y quién no lloraría con tan tierna escena? ¡Teresa, únicamente Teresa! Aquella criatura singular se había alejado fríamente del cuadro patético que se presentaba a sus miradas, y parecía entonces ocupada en examinar de cerca la figura deforme del pobre niño. Enrique, menos frío que ella, miraba conmovido ora a D. Carlos, ora a su querida, y luego dando un golpecito en el hombro de Sab, que aún permanecía arrodillado:

-Levántate, buen muchacho -le dijo-, levántate   —165→   que has procedido bien y quiero yo también recompensarte -diciendo esto puso en su mano una moneda de oro, pero la mano se quedó abierta y la moneda cayó en tierra.

-Sab -dijo Carlota con tierno acento-, Enrique quiere sin duda que des esa moneda, en nombre suyo, al pequeño Luis.

El mulato levantó entonces la moneda y la llevó al niño que la tomó con alegría: Teresa estaba sentada en la misma tarima de Luis y Sab creyó al mirarla que tenía los ojos humedecidos; pero sin duda era una ilusión porque el rostro de Teresa no revelaba ninguna especie de emoción.

Martina quiso dar gracias al señor de B... por su caritativa promesa, pero éste, que deseaba cortar una conversación que le había causado ya demasiado enternecimiento, mandó traer la comida, rogando a Martina no se ocupase por entonces sino en hacer dignamente los honores de la casa. Servida ya la comida el señor de B... quiso absolutamente que se sentasen con ellos no solamente Martina sino también Sab.   —166→   La vieja india, que pasado el primer momento del entusiasmo de su gratitud había recobrado su aire ridículamente majestuoso, y tal cual ella creía convenir a la descendiente de un Cacique, ocupó sin hacerse de rogar una cabecera de la mesa, y Sab se vio precisado por su amo a colocarse en un frente, en medio a la mayor de sus niñas y de Teresa. Martina aprovechó la ocasión que le dieron algunas preguntas de Carlota, para repetir los maravillosos cuentos que ya mil veces había contado, de la muerte de Camagüey y las apariciones de su alma en aquellos alrededores. Las niñas la escuchaban abriendo sus grandes ojos con muestras de vivo interés y admiración sin cuidarse ya de comer: Enrique no parecía tampoco con gran apetito y se notaba en su aire cierto descontento, acaso por un pueril sentimiento de vanidad, que le hacía no aprobar la excesiva bondad de don Carlos, en sentar a su mesa un mulato que quince días antes aún era su esclavo. Ninguna vanidad tan ridículamente susceptible como   —167→   la de aquellos hombre de la nada que se ven repentinamente, por un capricho de la suerte, elevados a la fortuna.

Carlota por el contrario estaba radiante de placer y agradecía a su padre la ligera distinción que concedía al libertador de Luis y bienhechor de Martina. Ella era siempre la que se adelantaba a ofrecer al confuso mulato, ya de éste ya de aquel plato; ella la que le dirigía la palabra con acento más dulce y afectuoso, y la que, con exquisita delicadeza, evitaba que en la conversación general se escapase una sola palabra que pudiese herir la sensibilidad o la modestia de aquel excelente joven, cuyo corazón merecía tantos miramientos: hizo ella misma el plato destinado a Luis, y no olvidó tampoco a Leal. Mirábala de rato en rato Martina, aunque no cesase de relatar sus sempiternos cuentos, y luego miraba también a Sab. Una vez después de estas miradas suspiró profundamente y sus ojos se cargaron de lágrimas: era precisamente cuando refería la triste historia del Cacique Camagüey,   —168→   y nadie extrañó su conmoción.

Era necesario regresar a la estancia de D. Carlos pues se iba haciendo tarde: al despedirse de Martina dejole éste su bolso lleno de dinero, y la vieja le colmó de bendiciones. Enrique le dio cariñosos adioses, y Carlota la abrazó con las lágrimas en los ojos, e igualmente al pequeño Luis: luego acarició a Leal recomendándoselo al niño y salió a juntarse con el resto de la compañía, que la aguardaba para partir.

La despedida de Sab fue más larga: tres veces la abrazó Martina y otras tantas tornó a abrazarle con mayor afecto. Luego Luis, colgado de su cuello, parecía reanimado por el cariño que su hermano adoptivo le inspiraba. Sab iba por último a arrancarse de sus brazos, dándole con paternal afecto el último beso; cuando el niño reteniéndole con extraña tenacidad:

-Escucha -le dijo-, tengo que pedirte una cosa, una cosa muy bonita que me han dado para ti; pero que tú, que eres tan bueno, querrás dejarme.

El mulato   —169→   oyó la voz de su amo que le llamaba para partir, y apartándose de Luis:

-Sí -le contestó, sin atender al objeto que excitaba los deseos del niño y que éste apretaba en su mano derecha, cerrada con fuerza-, sí, yo te la regalo.

-Ya lo sabía yo -exclamó con pueril regocijo el enfermo-, ¡ah! ¡qué bueno eres!: ya lo sabía yo desde que me dio este regalo aquella señora, que lloraba al dármelo para ti; pero tú no lloras porque se lo das a tu hermano: tú eres mejor que ella.

-¡Cómo! ¿Una señora te dio ese regalo para mí? -exclamó el mulato volviendo a arrodillarse sobre la tarima de Luis.

-Sí, una de esas que han estado hoy en casa, y me dijo que tú le amarías mucho: ¡ya lo creo! ¡Es tan bonito! Pero tú amas más a tu hermano y por eso se lo has dado -y el niño acariciaba la cabeza de Sab, pero éste no atendía ya a sus halagos.

-¡Una de estas señoras te lo ha dado! ¡Para mí! ¡Oh, dámelo, dámelo! -y arrancó de la mano del niño, que defendía su tesoro con todas sus fuerzas, aquel objeto que excitaba ya su más ardiente anhelo.

-No   —170→   me lo quites; ¡tú me lo has dado! ¡es mío! ¡es mío! -gritaba llorando Luis, y Sab precipitándose junto a la mesa, donde ardía una bujía, devoraba con los ojos aquel presente misterioso. Era un brazalete de cabellos castaños de singular hermosura, y el broche lo formaba un pequeño retrato en miniatura-.¡Es mío! ¡dámele! -repetía el niño tendiendo sus descarnados brazos y sus manitas transparentes.

-¡Es ella! -exclamaba sin oírlo el mulato-. ¡Es su retrato! ¡Su pelo! ¡Dios mío, es ella!

Volvió a caer de rodillas junto a la tarima del enfermo y enajenado, convulso, fuera de sí, apretaba el brazalete y al niño sobre su pecho, gritando siempre:

-¡Es ella! ¡Es ella!

El niño casi sofocado entre sus brazos procuraba desasirse sin dejar de repetir:

-¡Es mío! ¡Es mío!

-En nombre del cielo -le dice Sab-, en nombre del cielo repíteme lo que me has dicho: Luis, dímelo otra vez, dime que fue ella quien te ha dado esto para mí.

-Sí, pero tú me lo has regalado -decía la pobre criatura.

-¡Oh! Yo te daré mi vida, mi alma, todo lo que quieras,   —171→   Luis, pero dímelo: ¿fue ella? -y oprimía entre las suyas las delicadas manos del niño.

-¡Me haces mal! -gritó amedrentado de los arrebatos de su hermano adoptivo-: Sab, ¡déjame! No te pediré más esa cosa tan bonita. ¡Suéltame!, ¡ay!, me rompes las manos -lloraba el niño y Sab era insensible a su llanto.

-¡Fue ella! ¡Fue ella! -repetía cada vez más enajenado.

-Sí, ella -respondió balbutiando Luis-, esa señora, la más chica de las dos grandes, esa de los ojos verdes, y...

-¡Oh! ¡Teresa! ¡Teresa! -le interrumpió tristemente Sab, soltando las manos del niño-: ¡Teresa ha sido!

-Mira, me le dio envuelto en este papelito y yo le saqué para mirarle. Toma el papel, y dame eso, dámelo, querido Sab, tú me lo ofreciste.

Sab tomó el papel en el cual escritas con lápiz leyó estas palabras: «Luis ofrece al que ha salvado dos veces la vida de Enrique Otway esta prenda, en compensación de los beneficios que le debe».

-¡Teresa! ¡Teresa! -exclamó Sab-: tú has penetrado pues, en este corazón, tú conoces   —172→   todos sus secretos, tú sabes cuánto aborrezco esa vida que he salvado dos veces y comprendes todo el precio de mi generosidad. ¡Oh, Teresa! Este presente tuyo es lo más precioso que podías darme; pero acaso puedo yo pagarte muy en breve: sí, lo haré, lo haré y te bendeciré mientras palpite este corazón, del cual no se apartará jamás el inestimable tesoro que me has creído digno de poseer.

La voz del señor de B..., impaciente ya con la tardanza del mulato, se oyó en aquel momento, llamándole para partir. Sab ocultó en su pecho el precioso brazalete y arrancándose de los brazos del niño, que aún le repetía «¡Dámelo!» lanzose fuera de la sala. Encontrose a Martina que entraba a buscarle: todos los viajeros estaban ya a caballo y sólo por él se aguardaba.

Sab, todo turbado, murmuró una excusa insignificante y tomado su jaco se adelantó a paso largo, sirviendo de guía a los viajeros.



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