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Sabores, sones y trazos del costumbrismo cubano1

Raquel Gutiérrez Sebastián





Con casi treinta años de diferencia aparecieron en Cuba dos interesantes colecciones costumbristas, Los cubanos pintados por sí mismos (1852), una de las primeras antologías costumbristas del continente americano2 y Tipos y costumbres de la isla de Cuba (1881).

La primera de ellas estaba integrada por treinta y ocho artículos de varios autores, entre los que destacaron José María de Cárdenas, Betancourt o Manuel Costales. En ella se recogían tipos de la sociedad cubana de mediados del XIX acompañados de diversos grabados en madera preparados por José Robles e incorporados en forma de viñetas y pequeñas imágenes dentro de los artículos, y se incluían además veinte láminas litografiadas a página completa, «tiradas aparte en papel de china» (Bachiller y Morales, 1881:8), dibujadas unas por Robles y otras por el pintor vasco Víctor Patricio Landaluze3.

La segunda de estas colecciones, Tipos y costumbres de la isla de Cuba, la conformaban cuarenta y tres artículos de varios escritores, textos correspondientes a las modalidades costumbristas de escenas y tipos y en algunos casos a los que posteriormente me referiré, tomados de la colección anterior. El volumen iba precedido de un prólogo a cargo de Antonio Bachiller y Morales e ilustrado con diecinueve dibujos y una cromolitografía, todos ellos realizados por Landaluze.

A través del análisis comparativo de ambas colecciones pretendo en este estudio arrojar alguna luz sobre la evolución del costumbrismo en Cuba, que se inicia en la prensa, como en el ámbito europeo, con artículos publicados en Papel Periódico de la Habana (1780) o El Regañón (1800), que tiene su momento de su eclosión en los periódicos y revistas de los años treinta, tales como El Faro Industrial, El Álbum, El Aguinaldo Habanero o El Siglo, que presenta una de sus primeras colecciones de tipos hacia los años cincuenta y una de cuyas últimas producciones es el segundo libro al que acabo de aludir, que los investigadores han considerado el «canto del cisne» del costumbrismo en la isla (Bueno, 1983: XXVI). Mi cala crítica se centrará pues en la comparación de los dos libros a los que me acabo de referir y en ellos analizaré lo que he denominado un tanto metafóricamente en el título de mi trabajo como sabores, sones y trazos.

En el español de América, la palabra sabor se emplea para referirse al gusto o sazón de la buena música, y en este sentido es en el que la empleo para aludir a los ingredientes que conforman la pintura de la identidad cubana en las dos colecciones costumbristas estudiadas.

El análisis de los prólogos de ambos libros puede aportar algunos datos sobre la cubanidad de los tipos en ellos presentados. En las páginas preliminares de Los cubanos pintados por sí mismos, el escritor español que prologa la obra, Blas San Millán, declara que la finalidad de la misma es mostrar «los defectos o las genialidades peculiares del país» (San Millán, 1852:4), pero, a renglón seguido, añade que muchos de los tipos presentados en ella pertenecen a «la especie entera y no a una nación en particular» (San Millán, 1852:4), oposición entre la particularidad y la universalidad que se resuelve, según él, cuando los escritores pintan lo original que un tipo universal tiene en cada país concreto en el que aparece.

Otro de los rasgos de esa posible cubanidad es la presentación de una pintura amable de los tipos. El prologuista insiste en que la intención de los colaboradores del volumen es mostrar un cuadro agradable de tipos, usos, profesiones y modos de vivir, pero sin caer en la caricatura excesiva, ya que no sería lógico, en su opinión, que los propios cubanos incidieran en lo más desagradable de su cotidianidad, como tampoco lo habían hecho los autores de otras colecciones costumbristas con las que está íntimamente emparentada, como Los franceses pintados por sí mismos (1840-42) o Los españoles pintados por sí mismos (1843-44).

Patriótico es también el deseo de mejorar la sociedad cubana presente en las páginas del prólogo a Los cubanos y la finalidad moralizadora y didáctica de los artículos, que entronca con el espíritu de la Ilustración dieciochesca:

«[...] porque el estudio que ha de hacerse de los caracteres y de los usos, de los hombres y de las cosas, del origen de tal costumbre, o de tal extravío o preocupación, si se quiere, ha de obligar a investigaciones de mucha importancia, que interesan a la moral, a la economía y a la misma política».


(San Millán, 1852: 5)                


Estos elementos, la tensión entre la generalización y la peculiaridad de los tipos, la sátira amable, y el fin moral y didáctico de los textos, son en realidad rasgos generales del costumbrismo presentes en la mayoría de los artículos de costumbres de todos los países y el prologuista no hace otra cosa que intentar adaptarlos a la finalidad última de la obra, el deseo de presentar la realidad cubana, su tipismo y su singularidad.

Resulta muy curiosa, sin embargo, la ausencia de referencias al tipismo y la idiosincrasia cubana de los tipos, usos y costumbres en el prólogo a la segunda colección costumbrista estudiada, Tipos y costumbres de la isla de Cuba. Se vuelven a recoger en ella tipos publicados en el volumen anterior4 «que no envejecen ni pierden con los años» (Bachiller y Morales, 1881: 9) y nuevas versiones de algunos tipos, como el del «El tabaquero» presente en ambas colecciones, pero recreado por dos autores diferentes: Salantis se encarga de su pintura en Los cubanos y Francisco de Paula Gelabert lo retrata en la segunda de las colecciones. Precisamente este escritor tiene un gran protagonismo en el volumen, pues es autor de once artículos, muchos de los cuales tienen la peculiaridad de pintar distintas variantes del tipo del negro, uno de los protagonistas del imaginario costumbrista cubano y de la identidad de la isla5.

Pero al margen de estas declaraciones de intenciones de los prólogos, es muy interesante analizar con cierto detalle los rasgos específicamente cubanos de ambas colecciones costumbristas. Me centraré en dos aspectos concretos. En primer lugar, los tipos presentados como intrínsecamente cubanos y repetidos en las dos colecciones6, y en segundo lugar estudiaré la presencia de tipos negros en la segunda de ellas, tipos que están totalmente ausentes en Los cubanos pintados por sí mismos.

Cuatro son los tipos específicamente cubanos que me interesan entre los varios que se reiteran en ambas colecciones: «El vividor (guagüero)», «El calambuco», «El mataperros» y «El gallero».

En los tres primeros advertimos que se trata de tipos generales aparecidos en el costumbrismo español y adaptados a la idiosincrasia cubana a través de su nombre, como el vividor guagüero, correspondiente con el tipo del gorrón de los que «gustan de pedir en todas partes, valiéndose de halagos y gracias, que, maguer infantes, saben que son de efecto, y a estos pláceme llamarlos guagüeros» (García de la Huerta, 1852:101), y para cuya caracterización emplea el narrador la denominación simbólica de Críspulo Intruso. Lo mismo sucede en el caso de «El calambuco», pues el término que designa al tipo es un cubanismo para aludir a quien exhibe una exagerada o falsa devoción religiosa, con su correspondiente femenino, la calambuca, que anuncia que retratará el autor del artículo, José Agustín Millán, aunque según parece no llegó a escribir el retrato de ese tipo, que se corresponde con «La Santurrona» de Antonio Flores recogida en Los españoles. En el caso de «El mataperros» es de nuevo un tipo reiterado en el costumbrismo peninsular, el del niño mendigo, con sus variantes en «El charrán» de Ramón de Castañeira, y «El ratero» de Pérez Calvo de Los españoles pintados por sí mismos (1844), así como en «El granuja» de Antonio Flores en Doce españoles de brocha gorda (1848). Tiene relación además con posteriores retratos de niños mendigos, como «El chiquet de San Vicent» de Los valencianos pintados por sí mismos (1859) o con «El raquero» perediano de Escenas montañesas (1864). El texto de «El mataperros», cuajado de referencias pictóricas, se inicia con una reflexión sobre la importancia de la educación y concluye con la propuesta de la creación de una casa de Beneficencia para acoger a estos pilludos huérfanos. Las magníficas ilustraciones de Landaluze ponen de manifiesto la influencia de Murillo que tan patente fue en el costumbrismo andaluz y reflejan a un conjunto de picaros callejeros y desarrapados.

Sin embargo, en el caso de «El gallero», la cubanidad reside en que el tipo pintado tiene su hábitat natural en la isla de Cuba y es considerado en el artículo como «uno de los tipos más especiales que puede ofrecer la tierra del tabaco» (Licenciado Vidriera, 1852: 230), tipo que quiere erradicar el escritor, que habla en una jerga propia y tiene un vestuario calificado en las descripciones epidérmicas del narrador como tropical, «de lienzo, zapatos de becerro, regularmente virado, medias de carne, sombrero de paja o jipijapa y gallo en mano» (Licenciado Vidriera, 1852: 231) y cuya figura refleja en imágenes exentas Landaluze en las dos colecciones que estamos analizando. Es destacable la calidad del segundo de los dibujos.

Con respecto al segundo asunto que acabo de enunciar, la representación del negro, con presencia únicamente en Tipos y costumbres de la isla de Cuba, recoge una serie de tópicos reiterados en el teatro bufo y alejados de los presupuestos críticos sobre la situación del negro de las primeras novelas antiesclavistas de la década de los treinta y que culminaron con la publicación de Cecilia Valdés o La Loma del Ángel de Cirilo Villaverde (1879-1882) (Rivas, 1990: 347-362). Los tipos del negro y la negra recreados en estos artículos están vistos siempre desde la superioridad del blanco que observa a una serie de individuos diferentes, pintorescos, de costumbres y moral relajadas, como «La mulata de rumbo» de Francisco de Paula Gelabert en el que la protagonista, Leocadia, es una linda mulata amancebada con un ricohombre que la llena de regalos y lujos, que se hace amante del sobrino de su protector y que únicamente piensa en divertirse y bailar el danzón7, mientras a su alrededor las mujeres de su clase crían hijos y pasan todo tipo de privaciones.

Los negros de estos artículos son también violentos y maledicentes, y pese a que hay referencias a su trabajo, como sucede en el artículo «El calesero», se incide sobre todo en la imagen pintoresca, resaltada en los textos por el modo de hablar, y en las imágenes, por la vistosidad y detallismo de caras y vestimentas de los retratos de Landaluze. Los grabados que representan a los tipos negros en la obra los muestran ejerciendo sus diferentes oficios, en un ambiente fundamentalmente urbano, en el que el negro es dueño de la calle y en ella conversa, vive y desarrolla su trabajo. Así se aprecia, por ejemplo, en dos de las más interesantes ilustraciones de Landaluze, las que acompañan a «El puesto de frutas» y «Los negros curros», cuyos textos corresponden a Francisco de Paula Gelabert y Carlos Noreña respectivamente.

En la primera de ellas aparecen conversando ña Tula, la que el texto de Paula Gelabert describe como «una negra gangá»8 (Gelabert, 1881: 117), la mulata Rosalía con su jaba o cesta en la mano, y el calesero Torcuato con su característico uniforme en el que destacan las botas, la librea y el sombrero de copa. El centro derecha de la imagen está presidido por la impactante figura de María Justa, una negra curra del Manglar. Los tipos de la escena costumbrista se expresan en el texto con un lenguaje lleno de dialectalismos afrocubanos, y con unos rasgos fonéticos propios que inciden en su caracterización y proporcionan pintoresquismo y sabor local a la escena recreada:

«-Uté cuando jabla parece como cuando yo toca mi maríndola, que sale una música má sabrosa que la caña de la tierra que vende ña Tula; uté muchacha muy graciosa y a mi guta mucho mira su cara bonito, bonito -dijo de pronto Torcuato que hacía ya rato contemplaba con cierta complacencia a la parlanchina mulata».


(Gelabert, 1881: 118)                


En lo que se refiere a «Los negros curros»9, la lámina cromolitográfica de Landaluze acompaña a un texto de Noreña que presenta en primer lugar una descripción de las vestimentas del tipo10 y que incluye una escena protagonizada por José Rosario, un curro que pasa su tiempo entre juegos un tanto violentos, visitas a la taberna y a la cuba de aguardiente y requiebros de cortejo a la negra que junto con él protagoniza la ilustración. Este negro curro se convirtió en un estereotipo recogido en la música popular, y así lo recrea la guaracha11 del XIX de Ramírez titulada El negro bueno, en la que se canta:


Donde se planta Candela,
no hay negra que se resista
y si algún rival la cela,
al momento vende lista.
Candela no se rebaja
a ningún negro valiente;
en sacando la navaja,
no hay nadie que se presente.


El texto literario parece congelar la imagen que Landaluze muestra de la mulata: «recogiendo un extremo de la manta con la mano derecha, y echándoselo por encima del hombro izquierdo» (Gelabert, 1881:133). Al igual que en el texto anterior y en todos aquellos en los que aparecen personajes negros, el modo de hablar es un elemento fuertemente caracterizador y singularizador de los tipos, y así sucede por ejemplo con la negra Guabina, que se expresa a través de muchos refranes, cubanizados en algunos casos, como la expresión «Con el tiempo y un ganchito...» (Gelabert, 1881:134) con la que deja plantado al negro que la requiebra12.

En definitiva, los sabores de ese costumbrismo cubano presentaban la sal de unos textos protagonizados por tipos genéricos de oficios, profesiones y modos de vivir y la pimienta de una vertiente pintoresca y exótica cuyas figuras principales son las mulatas picaras y sensuales y los negros valentones o sirvientes. Un mundo descrito en palabras por los escritores y recogido gráficamente por Landaluze en escenas que, en la segunda colección, recuerdan a las de la vida francesa recreada por el ilustrador Gavarni.

Pero dejemos el sabor y vayamos a continuación con los sones, voz que en cubano alude a la música popular bailable, pero que yo emplearé en la cuarta acepción recogida en el DRAE, tenor, modo o manera. Quisiera referirme por tanto al modo en el que el costumbrismo español, y especialmente las colecciones costumbristas como Los españoles pintados por sí mismos o bien los grandes escritores de costumbres peninsulares, fundamentalmente Larra y Mesonero Romanos, influyeron en el costumbrismo cubano, como en las restantes colecciones costumbristas hispanoamericanas. Tomo como base el estudio del profesor Rubio Cremades en el que revisa el influjo del costumbrismo español en estas colecciones y me referiré únicamente al caso específico de los textos costumbristas de la isla (Rubio Cremades, 2008).

Desde las páginas del prólogo a Tipos y costumbres de la isla de Cuba, Bachiller Morales, al hilo de una breve historia del costumbrismo cubano se refiere a la importancia que a partir de los años treinta del XIX tuvieron en la literatura cubana y especialmente en la prensa, de la que cita El Diario de La Habana, los escritos de Larra y de Mesonero Romanos, nombre que escribe en cursiva y que sospecho que consideraba un pseudónimo.

Sin embargo, el modelo más evidente de las colecciones costumbristas cubanas fue el de Los españoles, obra con la que compartía la finalidad de reflejar fielmente los tipos más característicos y genuinos, el deseo de ayudar a la configuración de una fisonomía colectiva, la presentación de los textos acompañados de grabados, y la reiteración de muchos de sus tipos y técnicas literarias (Rubio Cremades, 1991: 67-76).

A modo de ejemplo podemos citar la presencia en Tipos y costumbres de la isla de Cuba del tipo de «El calesero», en un texto de José Triay13 en el que se refleja una imagen nostálgica de esa figura, de la que el narrador nos expone el nacimiento, el oficio y el traje, dentro de esa mirada epidérmica característica del costumbrismo. Este tipo había aparecido en Los españoles retratado por Martínez Villergas14 en un artículo en verso que incidía en la fisonomía, costumbres y modo de expresarse de la figura, y con variantes en el artículo en prosa de la misma colección titulado «El cochero», de Cipriano Arias. Lo mismo sucede con otros tipos como «El estudiante», cuyo bosquejo traza en Los españoles Vicente de la Fuente y en Los cubanos Eugenio de Arriaza; con «El médico», retratado en Los españoles por el Licenciado José Calvo y Martín y que aparece con ciertas variaciones en ambas colecciones cubanas, en artículos como «El médico de campo» de José María Cárdenas y «El médico de ciudad» de José Agustín Millán, aparecido en la segunda colección cubana estudiada, o también «La comadre» de José María Cárdenas, que retrata en Los españoles el Dr. Pedro Recio, y un largo catálogo de tipos procedentes del costumbrismo peninsular15 que no enumero por motivos de tiempo, pero en el que no quisiera dejar de señalar la presencia del tipo de la coqueta, muy frecuentemente pintada en las colecciones costumbristas españolas y en estos dos volúmenes y que merecería un estudio más detallado16.

Finalizo este trabajo delimitando los trazos, es decir, delineando los contornos de un costumbrismo isleño que tiene mucho del peninsular, como la reiteración de ciertos tipos que representan fisonomías sociales, el carácter epidérmico con el que se retratan, el afán moralizador, la suavidad de la caricatura, las referencias pictóricas y visuales, la onomástica simbólica o el empleo de los usos lingüísticos en la caracterización de los tipos, especialmente la tropicalización lingüística, pero que presenta también algunos caracteres particulares, asociados fundamentalmente al marco en el que se desarrollan los tipos y a la especificidad de algunos de ellos.

Además, en estos dos volúmenes de artículos, advertimos una evolución en la relación entre los textos y los grabados. Los cubanos presenta unos grabados centrados en un imaginario exterior y epidérmico del mundo isleño, una mirada característica del joven bilbaíno Landaluze recién llegado a la isla y que está iniciando su carrera artística. El pintor recoge sobre todo las maneras de vestir y las poses caracterizadoras de los tipos en unos dibujos bastante sencillos cuyo fin es servir como ornamentación subordinada al texto literario y que siguen fielmente el modelo iconográfico de Los españoles, con una lámina exenta representando al tipo y unas imágenes de formato más pequeño en las que lo presenta en una escena.

Sin embargo, en la segunda colección analizada, Tipos y costumbres de la isla de Cuba, el dibujo parece haber sido el origen y motor de algunos de los textos creados, como lo prueban los muchos comentarios de los escritores alabando la calidad de las láminas de Landaluze que recreaban los tipos por ellos descritos. Baste como ejemplo, el texto del artículo «El ñáñigo», de Enrique Fernández Carrillo que recrea a un individuo de una sociedad secreta y que se refiere en estos términos a la ilustración: «¿Para qué he de describirlo a usted, mi señor y amigo don Víctor Patricio, cuando tan perfectamente lo ha pintado usted en esa lámina, en que sólo necesita hablar o moverse, para que tenga vida...» (Fernández Carrillo, 1881:144).

Finalmente, la mirada sobre el mundo cubano que plantean ambos libros es un tanto diferente. El primero de ellos retrata un mundo actual pintado en su especificidad, mientras que sobre textos y dibujos del segundo parece desplegarse un pintoresco y colorido mundo colonial que está en trance de desaparición que el lector criollo puede añorar y por el que el público burgués peninsular puede sentir atracción. De ese mundo, la Cuba colonial decimonónica, nos llegan las palabras y las imágenes de las dos colecciones. Por el paseo del Prado, las ferias, los bailes, las calles, las casas de juego, los despachos de los abogados, los establecimientos donde pelean los gallos; por el campo cubano, por las haciendas y por los ingenios, desfilan coquetas, galleros, tabaqueros, niñas casaderas y madres casamenteras, estudiantes, solteronas, comadres, médicos, santurrones o niños mendigos y en la segunda colección los acompañan y sirven negros de diversos oficios y condiciones. Es un mundo sugerente y atractivo, en el que también nos invitan a adentrarnos las imágenes de Landaluze, que muestran un diálogo artístico entre texto y grabados sin precedentes en otras colecciones costumbristas.






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