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Sacrificio y recompensa

Novela

Mercedes Cabello de Carbonera



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A Juana Manuela Gorriti

Sin los benévolos aplausos que Vd. mi ilustrada amiga, prodigó a mi primera novela «Los amores de Hortencia», yo no hubiera continuado cultivando este género de literatura que hoy me ha valido el primer premio en el certamen internacional del Ateneo de Lima.

Separarme del realismo, tal cual lo comprende la escuela hoy en boga, y buscar lo real en la belleza del sentimiento, copiando los movimientos del alma, no cuando se envilece y degrada, sino cuando se eleva y ennoblece; ha sido el móvil principal que me llevó a escribir «Sacrificio y recompensa.»

Si hay en el alma un lado noble, bello, elevado, ¿por qué ir a buscar entre seres envilecidos, los tipos que deben servir de modelo a nuestras creaciones? Llevar el sentimiento del bien hasta sus últimos extremos, hasta tocar con lo irrealizable, será siempre, más útil y provechoso que ir a buscar entre el fango de las pasiones todo lo más odioso y repugnante para exhibirlo a la vista, muchas veces incauta, del lector.

El premio discernido por la comisión del Ateneo, me ha probado que, en «Sacrificio y Recompensan, no he copiado lo absurdo e inverosímil, sino algo que el novelista debe mirar y enaltecer como único medio de llevar a la conciencia del lector lección más útil y benéfica que la que se propone la escuela realista.

Dedicarle esta novela, no es, pues, sino un homenaje a sus principios literarios, y un deber de gratitud que cumple su admiradora y amiga

Mercedes Cabello de Carbonera

Lima, Noviembre de 1886






ArribaAbajo- I -

Una excursión al Salto del Fraile


Amanecía un hermoso y poético día del mes de Mayo. Los ardorosos meses del verano habían pasado y las ligeras nieblas, que los rayos del sol naciente doran, anunciaban los templados meses del otoño. En estos meses nuestros campos, con su eterna primavera, principian a cubrirse de nuevas flores, y las gotas de rocío osténtanse sobre el reciente brote de las plantas que parecen exhalar savia de sus brillantes hojas.

A favor de templada y dulce temperatura, la vida circula en la naturaleza como la sangre en el organismo; esa vida, que es el alma ignorada y oculta de la naturaleza que se agita, se mueve y palpita, desde el molusco hasta el hombre, desde el alga hasta el cedro; y que parece que habla, suspira, gime, brama, ora con el monótono ruido de la lluvia al caer en el azulado lago, ora con el acompasado rumor de las ondas al estrellarse en las quiebras de las rocas, o bien con las encrespadas olas que levanta la tempestad y arremolina el huracán.

En estos meses nuestra campiña es bellísima: conserva toda la galanura de la primavera embellecida por el frescor de las primeras lluvias del invierno.

Y estos encantos tienen doble atractivo, mayor belleza, cuando se gozan desde una eminencia, cerca del mar, teniendo a la vista las azuladas lontananzas del océano que retrata en sus aguas el trasparente cielo y reproduce en sus ondulaciones la luz del sol, que viene a quebrarse en mil cambiantes colores; cuando se contemplan desde el pintoresco cerro del «Salto del Fraile» de donde se divisa la extensa campiña, que circunda una parte de Chorrillos, de ese, en otro tiempo suntuoso y lindo pueblecillo, a donde vamos a conducir al lector, para, con su venia, presentarle algunos de los personajes que figuran en ésta historia.

Las seis de la mañana acababan de sonar en el reloj de la vetusta iglesia de Chorrillos, cuando de uno de los más elegantes y lujosos ranchos de la calle de Lima una de las mejores de ese pueblo, salía un grupo de cuatro personas, que se dirigieron al pintoresco paraje denominado «El Salto del Fraile.»

Antes de seguir adelante, abriremos un paréntesis para explicar la palabra rancho.

Lima, como ha dicho la eminente novelista J. M Gorriti, es la ciudad de los contrastes, y nosotros decimos, lo es, no sólo en sus edificios sino también en el nombre que da a éstos.

En el fondo de la plaza de Lima existía entonces una casa fea, vieja, huraña, que parecía esconderse entre multitud de tiendas que formaban el más deplorable corrillo arquitectónico. No ha mucho tiempo, que en esas tiendas, que bien podríamos llamar tendejones, vendíanse planchas, jaulas, ollas, útiles de cocina e instrumentos de labranza; pues bien, esta aglomeración de todo lo más prosaico y anti-artístico de la vida, formaba el frontis de lo que enfáticamente llamamos Palacio de Gobierno.

En cambio, en Chorrillos, uno de los pueblos de los alrededores de Lima, que, como otros muchos, es hoy montón de calcinados escombros que manifiestan que por allí pasó la asoladora vorágine de la guerra; en Chorrillos, decimos, había palacios suntuosísimos, que por su grandioso aspecto, diríase representaban, hiperbólicas piezas heráldicas, símbolo de magnificencia y riqueza; pues bien, así como a la pobre y vetusta casa de Gobierno llamámosla Palacio, del mismo modo llamamos, sin duda por antítesis, ranchos, a los suntuosos palacios, levantados en Chorrillos.

Hay más: al lado de esos magníficos edificios que se alzaban ostentando los adelantos del arte, y refinamientos del lujo, sacaba su cabeza pelada y desprovista de todo adorno, el ranchito humilde y sencillo del industrial y también del artesano, asemejándose a muchacho andrajoso y atrevido que se intercalara entre grandes y peripuestos señores.

Estos, que, a primera vista, parecen estupendos e inexplicables contrastes, tienen, para los que conocen nuestras tradiciones, fundada explicación.

Los nombres de las cosas y personas se derivan muchas veces, más de las costumbres y tradiciones de un pueblo, que de las reglas impuestas por la Academia de la Lengua.

Así, pues, la que es hoy pobre y oscura morada del Presidente de la República, fue en otro tiempo la residencia señorial de los fastuosos Virreyes del Perú, y a pesar de las injurias del tiempo y de la incuria de sus moradores, seguimos llamándola Palacio. Así hemos condenado los lujosos palacios de Chorrillos a ser ranchos, nombre que, entre nosotros, se da a las chozas o cabañas miserables, tejidas con caña silvestre, y con la no menos silvestre totora. Lo que demuestra que en otro tiempo no hubo en Chorrillos sino miserables chozas de humildes pescadores.

El lujo y la moda llevaron allá los inmensos caudales que, en aquella época, se derramaban como desbordado torrente, y se formó un pueblo bellísimo, favorecido en las temporadas de baños por lo más opulento y distinguido de la sociedad limeña.

Como hemos dicho, un grupo de cuatro personas, salió de uno de los ranchos y dirigiose hacia el malecón, para seguir de allí el camino que conduce al «Salto del Fraile.»

El sol, velado por las primeras brumas del invierno, favorece, en estos meses, este género de excursiones, que, en otro tiempo, no lejano, formaron las delicias de las familias que veraneaban en la aristocrática Villa de Chorrillos.

Aunque el terreno es arenisco y pedregoso, hacíanse estos paseos a pie, como van a hacerlo nuestros cuatro personajes.

Sigámoslos y escuchemos su conversación. Ella daranos a conocer algo que nos interesa, y que es el principio de esta historia.

-¡Qué hermosa mañana! -dijo una linda joven, arrebujándose en una bufanda blanca como el armiño.

-Sí, muy bonita pero algo fría, -agregó un hombre como de sesenta años, que respondía al nombre de Lorenzo.

-Peregrina ocurrencia la de ir al Salto del Fraile a esta hora, -dijo por lo bajo una mujer que frisaba con los cincuenta. Por su aspecto, por su apagada expresión, y su modesto vestido, parecía ser aya de la joven. En sus facciones inmóviles, y en su mirada apacible, se veía a la mujer de tranquilas pasiones, que vive con la vida sosegada de los seres que tienen, no sabremos decir, si como felicidad o desgracia, en lugar de corazón, una válvula sin más destino que arrojar acompasadamente la sangre que sostiene la vida.

Un gallardo joven, de veintiséis años y de varonil aspecto que formaba parte de la comitiva, dirigiéndose a la joven que iba a su lado:

-Dígame usted, señorita Estela, ¿es verdad que el Salto del Fraile es un paraje tan hermoso como me lo han pintado?

-¡Oh! sí, señor Álvaro; es bellísimo, encantador, dijo entusiasmada Estela.

-¿Tardaremos mucho en llegar? -preguntó Álvaro.

-Una hora hasta la orilla del mar, -contestó la joven a quién habían llamado Estela.

-Y ¿a qué debe ese hermoso paraje su significativo nombre? -preguntó el joven, dirigiéndose a don Lorenzo.

-Hay varias versiones; pero la más aceptada es, que un fraile se arrojó al mar desde uno de esos altos picos.

-Iría a buscar, como la desgraciada Safo, el remedio de alguna pasión desgraciada, -contestó el joven Álvaro.

-Fáltanos saber, -dijo D. Lorenzo,- si alcanzó su objeto o no hizo más que rendir la vida en aras de ese sexo maldito, que, no en vano, detesto yo tanto, considerándolo como causa de todas nuestras desgracias.

Este anatema, bien extraño en hombre de los años y el aspecto de D. Lorenzo, hubiera, en otra ocasión, excitado la risa del joven; pero al presente parecía preocupado por un triste recuerdo, y con acerba expresión exclamó:

-¡Ah! ¡curarse de un amor desgraciado es casi imposible!

Y después de un momento, como si quisiera dar otro sesgo a la conversación preguntó:

-¿Qué han sabido, del Sr. Guzmán?

-A propósito, -agregó Estela,- es necesario que nos cumpla lo que nos tiene ofrecido, de contarnos cómo y dónde conoció a papá. Por lo que él nos ha escrito, Vd. es un amigo por quien guarda grande estimación, colmándolo de toda suerte de alabanzas.

-¡Oh! El Sr. Guzmán es excesivamente bondadoso para conmigo, por lo que le estoy profundamente agradecido.

-Nos dice, -agregó D. Lorenzo,- que se propone Vd. un viaje de recreo.

-Sí, es verdad, aunque mejor debiera haber dicho un viaje de remedio, en el que busco la curación de males físicos y morales.

-Se curará, no lo dudo, y gozará Vd. mucho, muchísimo, -dijo D. Lorenzo.

-No, amigo mío, -contestó Álvaro,- yo digo como Madame Stael, que el viajar es uno de los placeres más tristes de la vida.

-No así cuando es un joven como Vd. el que viaja.

-Pero sí, cuando se viaja proscrito, desterrado, llevando en el alma un pesar que mata, y en el corazón una herida que sangra.

-Vd., Sr. Álvaro, tan joven y tan alegre, ¿lleva penas en el alma y heridas en el corazón? -dijo Estela mirando al joven con investigadora mirada.

-Desgraciadamente, -agregó Álvaro,- la juventud no es valla inexpugnable para el dolor. Muchas veces suele ser imán que lo atrae, y lo que es la alegría del semblante, no siempre es la expresión de lo que el corazón siente.

-Ya había adivinado, -dijo la joven,- que Vd. tenía algún oculto pesar; pero no comprendo ni puedo explicarme la causa de sus penas.

-¿En tan pocos días que me conoce, ha podido Vd. ya sondear los secretos de mi alma? -dijo Álvaro sonriendo.

-Cuando se mira con interés, se ve muy lejos, contestó candorosamente la joven.

-Las mujeres miran con interés todo lo que excita su curiosidad, -dijo el joven.

-O también lo que afecta su corazón, -agregó D. Lorenzo.

-¡Y es tan fácil interesar el corazón de una niña! -exclamó Doña Andrea.

-Sí, muy fácil, pero muy peligroso, -agregó el joven.

-Los hombres que viajan, deben huir de ese peligro como de un escollo, -dijo D. Lorenzo con sentencioso tono.

-O también buscarlo como puerto de salvación agregó con tristeza Álvaro.

En este punto de la conversación se encontraban cuando principiaron a subir la cuesta del cerro, tras del cual se descubre el bello panorama que ofrece el agitado mar del Salto del Fraile.

Habían atravesado parte de la calle de Lima, donde se ostentaban los más lujosos ranchos; entraron en el Malecón y siguieron el camino directamente.

Mientras duró la ascensión, ninguno de ellos hallaba sino una que otra palabra referente al pedregoso piso que dificulta la ascensión e impide avanzar con ligero paso.

Cuando llegaron a la cumbre del cerro, D. Lorenzo, después de levantar el cuello de su levita para que le abrigara mejor, y frotándose las manos en señal de contento, exclamó:

-¡Qué hermosa vista!

-¡Grandioso panorama! -dijo Álvaro, paseando su mirada por el vasto horizonte que desde allí se descubre.

-Grande como todo lo que retrata el poder de Dios, -dijo con sentenciosa entonación Dª. Andrea.

-¡Oh, qué hermoso! Me parece que estuviera en la gloria, -dijo con alborozo Estela.

No eran exageradas las exclamaciones de los paseantes al cerro del «Salto del Fraile.»

El panorama que desde la cumbre se divisa, es bellísimo, imponente.

Por un lado la hermosa campiña, que, como una cinta de esmeraldas, rodea la en otro tiempo risueña y elegante villa de Chorrillos; del otro lado, el mar con sus agitadas, turbulentas olas que vienen, con furioso ímpetu, a quebrarse contra los altos y verdinegros picos de las rocas, que, con imponente majestad, parecen desafiar altivos aquel furor. El mar, como infatigable gigante, después de romper con horrísonos bramidos sus encrespadas olas, cae en innumerables cataratas que esparcen blanquísima y menuda lluvia y corre luego con furia por entre las profundas quiebras, las grandes grietas y fragosidades de las rocas.

El aire saturado de sales marinas y del delicioso, balsámico perfume de las retamas del prado, parece traer toda la savia que le prestan las plantas y el mar.

Estela respiró con delicia ese ambiente, y volviéndose a Álvaro mirole con ojos expresivos y dulces. Él, como si aquel paisaje recordara a su corazón algo muy caro, permaneció con la vista fija en el horizonte, y exhaló un doloroso suspiro, sin notar la mirada apasionada de la joven.




ArribaAbajo- II -

Álvaro González


Después de un momento de muda y extática contemplación, principiaron a descender rápidamente, hacia el lado opuesto, hasta llegar a la playa.

Cuando estuvieron abajo, fueron a sentarse en uno de los sitios, más pintorescos y principiaron a departir amistosamente.

Estela aprovechaba todas las ocasiones que se les presentaban para inquirir cuanto pudiera tener relación con el pasado del joven, de seguro deseando disipar algunas dudas, que atormentaban su corazón.

También D. Lorenzo, aunque con diversa intención, investigaba con empeño todo lo que condujera al conocimiento de los antecedentes del joven extranjero, así que, mirándolo atentamente, dijo:

-Cuéntenos Vd. algo de su residencia en Estados Unidos y de su amistad con el Sr. Guzmán, mi protector y amigo.

-Sí, -repuso Estela,- díganos todo lo que sepa de papá. Va a cumplir un año de ausencia y aún no nos habla de su regreso.

Álvaro, con el tono franco y natural del hombre de mundo, dijo:

-Cuando yo venía de Nueva York para el Perú, él se dirigía para Cuba; así es que pude yo darle cartas de recomendación, para mis amigos, como él medió para los suyos. Solamente he lamentado que mi familia no estuviera en Cuba; de otro modo estarla él en mi casa con la misma confianza, que estoy en la suya.

-Nos ha dicho Vd., -agregó Estela,- que a una feliz casualidad, debe el haber conocido a papá, cuéntenos Vd. eso.

Álvaro, como si él también tuviera empeño, en dar a conocer su pasado, con varonil a la par que conmovido acento dijo:

-Ya saben ustedes que soy cubano, y que he tenido, no sé si la dicha o la desgracia, de recibir el primer beso maternal, bajo el hermoso cielo de esa heroica, aunque desgraciada Antilla.

Poco más de un año hace que dejaba yo sus costas, enfermo, casi moribundo, con una herida recibida en los campos de batalla, que me obligó a buscar la salud lejos de los campamentos, donde hacía un año que pasaba la vida en medio de las mayores y más espantosas privaciones.

Este brazo, que ven ustedes tan fuerte, estuve a punto de perderlo; porque cuando recurrí a los cirujanos, creyeron que era demasiado tarde para salvarlo. En el entusiasmo bélico de que me sentía poseído, no había querido abandonar el campamento, sino cuando me sentí sin fuerza y amenazado de muerte. Al fin, fue preciso alejarme del suelo de la patria, y puedo decir que vi perderse en lontananza las altas cúpulas de sus torres, como quien ve disiparse la última esperanza de felicidad. Desde aquel día mi alma ha variado por las floridas costas de Cuba, como la gaviota en torno del amado nido.

¡Ah! los que viven tranquilos y dichosos en una tierra libre y feliz no conocen ni pueden comprender, la pena del que deja a su patria, aherrojada en poder de sus tiranos y se aleja para no volver, tal vez, a respirar su tibio ambiente.

Recostado en la borda del buque miraba con pena aquel pedazo de tierra, que con tanta amargura se deja, cuando queda, como está hoy Cuba, destrozada y amordazada por sus dominadores. De súbito sentí que una mano se posaba en mi hombro, volvime sorprendido, y un hombre de respetable aspecto me dijo:

-Perdone Vd., caballero, que le hable sin conocerlo: pero acabo de saber, que es Vd. entusiasta defensor de la causa de Cuba, y como yo tengo tanta simpatía por los cubanos, me he acercado a hablarle.

Y luego, extendiéndome su mano, agregó: -¿Quiere Vd. ser mi amigo, quiere Vd. estrechar esta mano que, aunque no pertenece a un poderoso, pertenece a un hombre honrado, que le ruega que, al aceptarla, tenga presente que en todo tiempo debe contar con la amistad de Eduardo Guzmán?

-¡Ah, era mi padre! -exclamó Estela dando un grito de alegría.

-¡Siempre generoso y bueno! -exclamó don Lorenzo, juntando las manos con reverente expresión.

-Y ¿cómo llegaron a estrechar esa gran amistad que dice Vd. que los ha unido? -preguntó Estela.

-En Nueva York vivíamos en el mismo hotel, y casi puedo decir en el mismo cuarto; pues yo, en mis largas horas de soledad, no tuve más consuelo que su amable compañía en todo el tiempo que duró mi larga curación. Muchas veces hablábamos de Vd. señorita Estela, y el señor Guzmán me instaba para que viniera a Lima, ofreciéndome generosamente su casa.

-Yo sé que Vd. no quiso venir a Lima, dijo Estela.

-Sí, es verdad: porque, a pisar de mi mal estado, yo sólo deseaba volver al lado de mis compañeros de armas.

Estela, después de un momento de reflexión, dijo:

-Acaba Vd. de decirnos que a papá le dijo que era Vd. víctima de la tiranía española, y Vd. no nos ha referido nada a ese respecto; ¿pertenecen acaso esas desgracias a la historia privada de su vida o puede Vd. referirnoslas ahora?

-Sí, contestó Álvaro, -aunque interesa muy de cerca a mi corazón, les referiré esa historia, tanto para que conozcan hasta qué punto abusan de su poder nuestros dominadores, cuanto para cumplir un deber de amistad. En ella hay algo que, si yo callara ahora y llegaran ustedes a conocer más tarde, tal vez se formarían juicio desfavorable de mí, que pudiera menoscabar la estimación del señor Guzmán y la de ustedes.

Álvaro quedó por un momento pensativo, y como si el resultado de esa corta meditación fuera una resolución que había tomado, dijo:

-Sí, es necesario que ustedes conozcan esa historia, que tanto puede influir en mi porvenir, pues que se presta para servir de arma a la maledicencia de mis enemigos.

Todos callaron, y Álvaro, con simpático y varonil acento, principió su relación, que copiamos al pie de la letra, en el siguiente capítulo.




ArribaAbajo- III -

Donde se ve algo que interesa conocer


Tendría yo apenas doce años, cuando, en una tarde que triscaba alegre y feliz, bajo los emparrados del huerto de la casa de mis padres, tuve la temeridad de arrebatar, de manos de una hermosa niña, que era la compañera de mis infantiles juegos, un nido de avecillas que ella llevaba loca de contento a donde sus amigas. La niña, que se vio tan brusca y temerariamente privada de tan preciosa adquisición, prorrumpió en amargo lloro y me dijo: -«Ya no seré más tu novia.» Mi madre que acertó a pasar por allí acercose a mí, y con tono severo a la par que dulce, me dijo: -Mira, Álvaro, no disgustes a tu compañera, que es para ti tan buena y que tanto te quiere, ¿no vez que es mucho más pequeña que tú? ¿cómo abusas de tu fuerza para arrebatarla lo que ella tanto estima? Y con tono algo burlesco agregó: -¿No dices tú que la quieres tanto, que cuando seas grande no te casarás con otra sino con ella? Devuélvele su nido de golondrinas, y cuidado que vuelvas a disgustarla jamás.

Desde entonces la más estrecha unión, el cariño más fraternal me unió a la candorosa niña, a quien yo seguí llamando mi novia y ella considerándome como a su futuro esposo.

Si Bernardino de Saint Pièrre hubiera copiado nuestros tiernos amores, poco hubiera tenido que cambiar a su linda novela de Pablo y Virginia.

Yo puedo decir que amaba antes de comprender lo que era el amor; amé desde la edad de diez años. Esta precocidad en las pasiones, no es rara en mi país, donde la naturaleza se muestra tan exuberante de vida, en medio de su pomposa vegetación.

Yo tenía para mi bella novia, todas las delicadas atenciones, todos los dulces halagos de un joven de veinte años; pero todo esto mezclado a los juegos infantiles, con la loca inconciencia de la niñez.

Mi bella novia, que era tan precoz como yo, retornaba mi amor y mis halagos.

Bien pronto el inocente amor del niño convirtiose, con los años, en la ardiente pasión del hombre, y la ruidosa y cándida charla infantil, fue reemplazada por los apasionados y ardientes coloquios de dos amantes.

Todo esto sucedía sin darme yo cuenta, sin que jamás pensara que las cosas pudieran suceder de otra suerte. La angelical niña a quien yo arrebataba nidos de golondrinas, fue la adorada mujer que embelleció con su casto amor, la florida senda de mi juventud.

Yo la amaba con todo el fuego de la pasión primera, como sólo puede amarse a los veinte años.

¡Qué bella era para mi entonces la vida! La música, las flores, las aves, toda la naturaleza tenía armonías, perfumes, encantos que jamás he vuelto a sentir...

Cuando Álvaro llegó a este punto, Estela lanzó un profundo y doloroso suspiro, e inclinó la cabeza, queriendo ocultar una lágrima que corría por sus frescas mejillas, Álvaro miró a Estela y quedó, por un momento, pensativo. Después, como si no diera asentimiento a una idea que acababa de cruzar por su mente, hizo un ligero movimiento de cabeza y continuó diciendo:

-El plazo fijado para nuestra boda se acercaba, y ambos, cada día más enamorados, contábamos los días y hasta las horas que nos faltaban, con el vehemente anhelo de nuestros corazones. Pero un día, ¡día fatal! que cubrió de luto a toda una familia, y abrió un abismo infranqueable en medio de dos corazones; sucedió un hecho horrible, inaudito, que no tiene explicación, sino conociendo al hombre infame que lo realizó.

Álvaro calló por un momento y todos los circunstantes permanecieron suspensos sin atreverse a decir una sola palabra.

Después de un momento el joven continuó diciendo:

-Preciso es que ustedes conozcan las circunstancias que dan alguna explicación a hechos, que, por lo mismo que han sido de grandes trascendencias, necesito manifestar las causas que los motivaron.

Agitábase Cuba, con las convulsiones de un herido que intenta romper sus horribles ligaduras.

Las palabras patria, libertad, independencia, se escuchaban, acompañadas del sordo rumor que presagia la tempestad.

Los hijos de Cuba, de toda clase y condición, apercibíanse a la lucha, y acariciaban con secreto encono el arma que había de libertar a la patria oprimida y tiranizada por sus dominadores europeos.

Bien pronto un abismo inmenso vino a dividir y separar para siempre a cubanos y españoles.

El juramento hecho por un puñado de patriotas en la Desmajuara tuvo por coronamiento Yara, primera batalla en que hicimos sentir a España el coraje de nuestra diminuta y mal organizada fuerza.

Desde ese momento, aunque por nuestra parte hubo conmiseración para con los vencidos; de su parte sólo quisieron emplear saña y crueldad.

Desde ese fatal momento no fue ya posible la reconciliación.

Mi padre era cubano, y como buen cubano, exaltado patriota.

El padre de mi prometida era español y, como buen español, realista e intransigente.

Para colmo de males, el padre de mi novia desempeñaba a la sazón el cargo de Gobernador de Cuba, y en su desempeño se manifestó terriblemente cruel y sanguinario, llegando su tiranía hasta la ferocidad.

Pocos fueron los cubanos que escaparon a sus tropelías; por su carácter violentísimo, llegó a ser odiado y temido por todos.

Desde el primer momento en que estalló la sublevación; mi padre se retiró, con prudencia, de la casa de todos los españoles, Pero un día, fuele preciso ir, por asuntos de familia, a casa del padre de mi prometida. Éste le habló de política con la acritud y la temeridad que. acostumbraba.

Ambos se exaltaron, hasta el extremo de olvidar toda consideración.

El español llamó traidor a mi padre porque era desafecto a la causa de España, y trabajaba oculta pero activamente en favor de los insurgentes.

Una ruidosa bofetada fue la contestación que mi padre dio a tamaño insulto.

El español corrió furioso, desalado y terrible, a su cuarto de armas y, tomando un revólver, volvió a salir con la mirada extraviada, pálido de cólera y con los labios cubiertos de espuma.

-Se ha atrevido Vd. a tocarme el rostro y pagará Vd. caro su insolencia, -dijo amartillando el revólver.

-Nos batiremos,-dijo mi padre con energía,- deme Vd. ahora mismo otra arma, la que Vd. guste, y no necesito de testigos.

-Tampoco quiero testigos para matarlo a Vd. -exclamó, descargando su revólver sobre el pecho de mi padre.

Dos horas después espiraba en mis brazos haciéndome jurarle sobre mi honor que vengaría su muerte y que jamás la hija de su asesino sería mi esposa.

La bala que atravesó el corazón de mi padre mató mi felicidad, abriendo un abismo insuperable entre ambas familias.

Después que lo vi espirar corrí desesperado donde su asesino y tirando a sus pies una arena díjele: ¡Miserable! defiéndete; que quiero vengar la muerte del hombre más leal y honrado que tú has conocido.

Pero él, sin duda previendo este trance, había apostado algunos gendarmes en la casa, y antes que pudiera herirlo apoderáronse de mí, y fui conducido a la cárcel preso y maniatado como un criminal:

-¡Oh, qué infamia! -exclamó Estela enjugando una lágrima que rodó por su mejilla y que Álvaro miró correr con oculta satisfacción.

Al siguiente día se me inició un juicio criminal por homicidio frustrado.

Entonces comprendí que el cadalso o la deportación seria el resultado de ese juicio.

Un día, sin que yo comprendiera a quien debía esté beneficio, se me dio la libertad; a condición de que dejara el país antes de veinticuatro horas.

-Entonces, en vez de salir proscrito salí armado y fui a engrosar las filas de los soldados de la patria.

Allí, unido a esos abnegados combatientes, he peleado con la desesperación del hombre que busca la muerte, como el único bien que le queda en la vida.

Luché hasta que caí gravemente herido.

Esta herida fue la que me llevó a los Estados Unidos, y en el viaje conocí al señor Guzmán.

Álvaro guardó silencio.

Estela parecía absorta en profundos pensamientos y miraba al joven con dulces, expresivos ojos; como si quisiera decirle: -Mi amor podría hacerte olvidar todas tus desgracias.

Doña Andrea permanecía, muda; parecía haberse conmovido muy poco con la relación de Álvaro: a su edad no se comprenden muy bien los infortunios del amor.

Estela, por el contrario, escuchó la historia del joven con vivo interés, sintiéndose profundamente conmovida.

Hubiera querido interrogarlo y conocer menudamente los pormenores de un amor, que sin saber por qué la entristecía. Álvaro guardose de decir el nombre de su novia, lo mismo que el del asesino de su padre; reserva nacida, más que de previsión, del poco interés que ellos podían tener en saber el nombre de personas completamente desconocidas.

Guardó también silencio de todo lo que pudiera enaltecer su persona, cosa que un hombre delicado y de buen juicio no debe decir jamás.

Calló todos los sucesos que podían revelar su valor e intrepidez en los campos de batalla, donde buscó la muerte con ese temerario empeño que sólo es dado manifestar, cuando el ardor de la juventud nos lleva a juzgar como irremediables las desgracias del amor.

Más de una vez, en el curso de esta historia, Estela tuvo que hacer supremos esfuerzos para no dejar correr el llanto que la ahogaba, y sólo, alguna que otra furtiva lágrima rodó imprudente por su sonrosada mejilla.

Al siguiente día, tomó por pretexto el que sus gusanos de seda habían amanecido muertos, para pasar el día llorando.




ArribaAbajo- IV -

El primer amor


Estela era bella, sus blondos cabellos caían en abundantes rizos, sus grandes ojos azules tenían reflejos que sólo dan la pureza del alma, la virginidad del corazón, la inmaculada conciencia que no ha sido por negras sombras oscurecida, y solamente ve el porvenir iluminado por la sonrosada luz de las ilusiones.

Aunque su belleza no era de las que impresionan vivamente, y excitan borrascosas pasiones, era de esas de suave pero irresistible atractivo.

Tenía la expresión tranquila, apacible de la mujer afectuosa y sensible que consagra su vida, su alma toda a un solo amor.

Fácilmente se comprende que Álvaro era la causa de las lágrimas de Estela.

Dirijamos una retrospectiva mirada, para conocer lo que en el corazón del joven ha pasado.

Álvaro vino al Perú en pos de distracciones, de amigos que le hicieran olvidar la pena que le devoraba el corazón.

Aprovechó la permanencia en Chorrillos de la familia del señor Guzmán para instalarse también allí.

Todos los días iba a pasar algunas horas al lado de Estela y sus tutores.

Estela notábalo triste, preocupado; meditaba todas sus palabras y observaba todos sus movimientos con el interés que inspira un gallardo joven a una niña de dieciocho años.

Un día, mirando el cielo iluminado por rojizos resplandores: -dijo Álvaro, ¡Qué bello está el cielo! ¡Paréceme ver el cielo de mi hermosa Cuba!

-Si Vd. mirara de otro modo el cielo del Perú tal vez le parecería bello como el de Cuba -contestó Estela.

-¡Ah si Vd. conociera Cuba!, si viera Vd. sus espléndidas alboradas, sus hermosos vergeles, lujosamente vestidos de exuberante vegetación ¡oh! Estela, sería preciso que yo tuviera la maña del poeta o el poder extraordinario de la palabra que pinta y describe, con la perfección del pincel, para describirle lo que es Cuba, lo que son las cubanas!...

-¡Ah! -exclamó Estela- sin duda son las cubanas a las que echa Vd. de menos en Lima y ¿las que embellecen ese cielo de espléndidas alboradas?

-Puede ser -contestó él con imprudente indiferencia.

Estela ahogó un tristísimo suspiro.

¿Sería acaso que Álvaro era insensible a las seducciones del amor?

Esto no es creíble, y su insensibilidad parece más bien el resultado de una situación que nos lleva a suponer, que sus recuerdos y su pasado amor embargaban su corazón.

Álvaro era un bello joven de apuesta y gallarda figura.

Su voz varonil vibraba con dulce acento.

Su rostro tenía la viveza de los tipos meridionales; mezcla de pasión y sentimientos, de fuerza y de carácter. Sus morenas mejillas, acostumbradas a un sol más ardiente que el nuestro, estaban coloreadas por ligero sonrosado, y las acentuadas facciones de su rostro, revelaban uno de esos caracteres enérgicos y resueltos, que no se doblegan a pesar de ser azotados por las pasiones y el infortunio.

No tenía ni demasiado talento para que le faltase la sensibilidad del hombre de corazón, ni demasiada sensibilidad; para que le faltase el buen juicio del hombre inteligente.

Dicen que las mujeres manifiestan gran predilección por esta clase de hombres, y que con indiferencia igual, miran al hombre de talento y saber, que al tonto e ignorante.

No juzgamos verdadera esta afirmación.

La mujer se apasiona del talento como el hombre de la belleza.

No creemos, por esto, que esos sabios misántropos que se revisten de indolente indiferentismo, y se manifiestan con un descuido personal muy próximo al desaseo y que, entregados a profundas lucubraciones parecen haber hecho abstracción del mundo y sus seducciones, sean el tipo que pueda cautivar a la mujer. Pero aquel talento sociable, que seduce con el prestigio de su palabra y fascina con el dominio de su mirada, ha sido y será siempre, el eterno dominador del corazón de la mujer.

No negamos que las mujeres gustan de ciertos homenajes, que no saben rendirles ni los sabios ni los tontos: sin duda porque los primeros róbanle tiempo al amor y a la amada, para consagrarlo a los libros y al estudio, y los segundos se lo roban también, para darlo a las vulgares ocupaciones que absorben su vida.

Para ser amante perfecto, será pues preciso no ser un genio ni un zote, un sabio, ni un paleto.

Desde el primer momento que Estela conoció a Álvaro sintiose atraída por aquellos ojos que tenían para ella la atracción, la belleza de los astros: sintiose seducida por su simpática voz, que sonaba dulcemente en su oído y resonaba hondamente en su alma.

Por primera vez mirose al espejo interrogándolo ansiosa para saber si le decía que era hermosa. ¡Ser hermosa!, esta palabra no la comprende ni la valoriza una mujer, sino el primer día que el amor hace latir su corazón.

Hasta entonces, diríase que viviera en tinieblas, cual si el alma durmiera el sueño profundo del no ser. Pero llega un día en que unos ojos le revelan un cielo en una mirada que busca algo en su alma.

Hay miradas que son para el corazón como el fiat misterioso que crea luz e ilumina el alma con desconocidos, deliciosos resplandores.

La mujer sabe lo que la niña ni aun sospecha. Sabe por qué se desvela, por qué llora, por qué suspira, por qué sus amadas muñecas han perdido, sin saber cómo ni por qué, todo su delicioso atractivo, todo su poderoso encanto.

Estela estaba en esa edad en que todavía se posee toda la alegría de la niña acompañada ya de todas las ilusiones de la joven. Entraba a la juventud por la florida senda de la adolescencia. La rosa que empieza a abrirse teniendo aún la frescura del botón, y ya el perfume de la flor, era su verdadero, su fiel retrato. Hasta esa edad se ha soñado; casi puede decirse, no se ha sentido. El hervor de la juventud, con todas las dulzuras de la pubertad; la realización de todos sueños, la vaguedad de todo el idealismo encarnado en un solo ser, esto debía ser para Estela el amor. Eso es, para todas las mujeres de gran corazón, el primer amor.

Lo bello, lo ideal, lo sentido, lo soñado, todo lo que, en su mente, flotaba en las regiones de lo imaginario, iba a concretarse en un ser viviente. El sentimiento y la pasión acariciaban en su alma a un ser abstracto, a un ser hermoso y perfecto, aunque vagamente dibujado, sin forma, sin nombre, como una aspiración indeterminada, como un sueño misterioso y vago, que sólo esperaba una palabra, una mirada, para convertirse en una encarnación, en una realidad viviente.

Lo primero que experimentó Estela fue una melancolía dulce, pero profunda. Parecíale que desde que conoció a Álvaro su alma se había ensanchado, dilatado, como si de súbito perdiera la timidez de la infancia.

Sentía, cuando estaba lejos del joven, todas las angustias, todas las inquietudes de la ausencia, y luego que estaba cerca de él, como lo encontraba frío, indiferente, sentía toda la amargura, todo el tormento de la duda y de la inquietud.

Álvaro con aquella mirada indiferente, acostumbrada a mirar más los abismos de su alma que los de las personas que lo rodeaban, no fijó la atención desde el primer momento en las emociones que se retrataban en el semblante de la joven, harto perceptibles para los que no estuvieran, como él, absortos en la contemplación de sus propias penas.

Pero, a la edad de Álvaro, es imposible permanecer por mucho tiempo indiferente a unos ojos que tan dulcemente miran, a una voz que tan cariñosamente interroga.

Lentamente, como quien resbala por suave pendiente, fue cayendo él en la cuenta, de que Estela lo amaba y, como ella, sintiose conmovido por el preludio de un nuevo amor.

Nunca el corazón está tan accesible al amor, como cuando busca en él el bálsamo que debe curar sus heridas.

Por eso, sin duda, se dice que el amor, como la lanza de Aquiles, hiere y cura al mismo tiempo.

Pero muchas veces sucede, que la herida cierra en falso y el enfermo encuentra que su mal es incurable, precisamente cuando más sano se consideraba.

¿Le sucederá así a Álvaro? Ya lo veremos...




ArribaAbajo- V -

Las lágrimas se cambian en risas


Un mes había trascurrido desde el día en que Álvaro refiriera la historia de sus pasadas desgracias.

Eran las cinco de la tarde de uno de esos días apacibles y serenos de los primeros meses del invierno. Una brisa fresca y húmeda mecía suavemente las flores, como si sólo quisiera saturarse de su perfume o quizá también llevar en sus alas el fecundante polen, germen de nuevas flores.

Estela se paseaba sola en una avenida del jardín que rodeaba el rancho.

De cuando en cuando se detenía como si estuviera impaciente o esperara algo; luego volvía a pasearse tan absorta en sus pensamientos que no sentía que las ramas frotaban su rostro y su cuello. Otras veces se acercaba a la verja y miraba a la calle.

Fácil es comprender lo que esperaba. Era la hora en que Álvaro acostumbraba salir a respirar el aire puro de la tarde, paseando en el hermoso malecón que se alza dominando el mar.

El rancho del señor Guzmán era, como la mayor parte de los de la calle de Lima, rodeado de jardines y cerrado con una alta reja de hierro.

Por aquella época esta calle no tenía sino unos cuantos ranchos, no habiendo alcanzado todavía la belleza que después llegó a tener.

Estela eligió para sus paseos una avenida formada de acacias y madreselvas: allí estuvo hasta que, fatigada de pasearse, se sentó en un banco de mármol apoyando su hermosa y rubia cabeza en el tronco de un árbol.

De pronto sintió esa indefinible sensación que se experimenta cuando se tiene cerca a una persona, aunque no se la vea; especie de influencia magnética que sienten con más viveza las personas nerviosas.

Volvió la cabeza: era él, era Álvaro que con mirada ardiente, profunda y apasionada la contemplaba.

El crepúsculo, con sus débiles y poéticos resplandores, derramaba sobre él su claridad, dando mayor brillo a sus ojos de penetrante mirar.

Aquella tarde Álvaro habló a Estela de su amor con la delicadeza del hombre que comprende que el corazón de una niña es como la sensitiva que al menor contacto plega sus delicadas hojas.

Estela recibió sus palabras como recibe la flor, abrasada por los ardorosos rayos del sol de enero, la fresca y vivificante brisa de la tarde.

Desde aquel día Estela amaba y reía, comprendiendo que la tristeza no está en el amor sino en las circunstancias que lo acompañan. Álvaro concluyó por amar a Estela, y aunque siempre el recuerdo de su primer amor aparecíasele como pretendiendo embargar de nuevo su corazón; desechábalo y sólo miraba la amorosa y cándida sonrisa de Estela que revelábale un mundo de felicidades o cuando menos de consuelos.

El amor llegó, pues, como una celeste aurora y acreciéndose gradualmente, en luz que irradia felicidad, iluminó el alma de Estela, y apaciguó los dolores del corazón de Álvaro.

El amor, ese sentimiento exquisito que hace vibrar al ser que ama en relación con el sentimiento que inspira en el ser amado, nació, creció y transfiguró esas dos almas constituyendo en ellas la identidad de dos seres.

Aquella unión de dos espíritus aspiró a la unión completa de sus destinos, de sus aspiraciones, de su porvenir, y pensaron en el matrimonio. El matrimonio que, cuando lo forma el amor verdadero, es la fusión de dos almas.

Es el paraíso en que una sola alma goza y sufre, con la alegría y la tristeza, con la felicidad o el dolor, con la enfermedad o la salud de dos seres, que se han constituido en uno solo. ¡Sublime transfiguración que duplica la vida y agranda el sentimiento! Y así como la vid, al calor del sol, se llena de racimos que cuelgan de sus ramas; así el corazón, al calor del amor, se llena de afectos, que cada uno de ellos alimenta un ser, un hijo, que es, en lo porvenir, un cielo de esperanzas y consuelos.

Álvaro y Estela necesitaban del matrimonio para completar su felicidad.

Un día Álvaro dijo a su amada:

-En este vapor escribiré a su padre para que nos dé su consentimiento, y podamos casarnos antes que él llegue.

Estela púsose pálida, bajó los ojos, después enrojeció como la flor del granado: miró a su amante, con expresión de suprema alegría, de indecible felicidad, de inmensa dicha y con voz temblorosa, agitada por vivísima emoción exclamó:

-¿Vd. le escribirá a papá?

-Sí, hoy mismo lo haré -contestó resueltamente Álvaro.

Media hora después, estaba sentado delante de su escritorio, escribiendo una afectuosa y suplicatoria carta en la que pedía al Sr. Guzmán la mano de su hija.

A vuelta de vapor recibió la contestación en que le concedía la mano de Estela, pero rogábale que esperara su regreso para efectuar el matrimonio.




ArribaAbajo- VI -

Don Lorenzo


Dejemos por un momento a Estela y Álvaro para ocuparnos de las otras personas que formaban parte de la familia del Sr. Guzmán.

D. Lorenzo frisaba con los sesenta y cinco años: su aspecto era severo, huraño, casi áspero, y ¡cosa rara! esa fisonomía ocultaba un carácter manso, dulce, de los que llamamos bonachón.

Los que se precian de fisonomistas y frenólogos llevan estupendos desengaños y amargas decepciones con esos rostros dulces, de mirada apacible que parecen ser la expresión de una alma serena y de un carácter bondadoso. ¡Cuánta perfidia suelen abrigar esas almas!.

D. Lorenzo pertenecía al número de los que, teniendo en su alma tesoros de bondad y de abnegación, pretenden aparecer como hombres de carácter áspero, por lo que siempre llevaba la expresión hosca y se andaba gruñendo, figurándose que estaba encolerizado.

Su aspecto era siniestro y su alma luminosa, al revés de los que tienen el semblante cariñoso y el alma feroz: especie de plagio que los malos hacen a los buenos, copiándoles el rostro ya que no pueden copiarles el alma.

Dialogaba consigo mismo, principalmente cuando se trataba de prepararse a dar pábulo a lo que él llamaba su terrible carácter.

Ya veremos que, lejos de ser terrible era manso, bueno y, tal vez, demasiado bondadoso.

Diríase que en la lucha por la vida, que, según los naturalistas, sostienen todos los seres, el hombre, para alcanzar levantarse y vencer necesitara la astucia y el valor del gladiador o la fuerza y fiereza del animal.

¿No es, acaso, la sociedad, un circo en el que todos, poco o mucho, luchamos, ya sea con un cruel destino o ya con adversarios desapiadados y terribles?

Por eso, sin duda, los hombres que tienen el corazón, de paloma y la mansedumbre del cordero, van casi siempre seguidos de un triste y mísero destino.

Para esos hombres vivir es sufrir, es obedecer e inclinar la cabeza ante los que los subyugan y dominan.

Tal era D. Lorenzo, cuyo tipo, si tiene mucho de bueno, es la bondad pasiva que poco da de sí misma.

Desde su juventud consagrose al estudio y siempre vivió contento con los escasos rendimientos del profesorado: carrera que desempeñó con asidua constancia y recto juicio.

Jamás había pensado en contraer matrimonio, y por consiguiente, fueron sus días tristes y solitarios, reflejándose en su carácter este género de vida.

Tenía excentricidades inexplicables e ideas inexcusables en hombre de sus años y su juicio.

Entre otras particularidades, tenía la de ser enemigo de las mujeres, alardeando de ello siempre que se ofrecía. Cuando le hacían objeciones, manifestándole sus errores, ensartaba citas históricas y textos latinos con los que pretendía sostener impertérrito sus extravagantes ideas. Decía que las mujeres tenían tan escaso juicio que el hombre que, como él, no había hallado una que lo amase debía vanagloriarse y envanecerse, pues era prueba de que ese feliz mortal tenía verdadero mérito.

¿Cuáles son, -agregaba, los hombres que han logrado cautivar a las mujeres? casi siempre mentecatos que cuidan más de que la bota de charol esté brillante y bien ceñida al pie que de ilustrar su inteligencia. Un pollo acicalado y a la moda que lleve en su cuerpo toda la perfumería de Atkinson y se esmalte las uñas, y se retuerza los bigotes, tiene más probabilidades indudablemente, de vencer en las lides del amor, que el hombre de verdadero mérito, que cuida más de su inteligencia que de su traje.

Todos los Lovelace y los Tenorios, ¿qué han sido, sino pobres diablos cuyo principal talento se reducía a saber mirar con pasión y a hilvanar una letanía amorosa que siempre suena deliciosamente en los oídos de las livianas hijas de Eva?

Éstas y otras muchas observaciones presentaba cuando alguno pretendía hacerle objeciones a sus extravagantes ideas, concluyendo por dar al traste con todas las mujeres, y bendiciendo la buena suerte de haber llegado a madura edad, sin cometer el imperdonable extravío de dejarse dominar, por una pérfida mujer.

¿Cuál era la causa de la implacable y temeraria aversión de D. Lorenzo al sexo llamado bello?

Vamos a decirlo:

El buen hombre, allá en sus mocedades, cometió un desliz, muy excusable ciertamente, atendida su vida de soltero, pero que él, como hombre timorato, calificó de grave falta y como tal quiso ocultarla.

Un día, ¡día fatal! viose notificado judicialmente para contestar una demanda sobre alimentos de una menor.

Lejos de consultar el asunto con persona entendida y dar los pasos conducentes al logro de sus intenciones, tiró el papelucho y dijo:

-¡Quién va a hacer caso de esa mujer! Mientras tanto, ¡que gaste un poco de dinero esa pícara felona, y así podré reírme a mis anchas, cuando se quede con un palmo de narices viendo que sus planes de colgarme un sambenito con una hija que no es mía, quedan frustrados!

D. Lorenzo, como hombre verídico y timorato, declaró haber mantenido relaciones amistosas con aquella mujer, pero apoyado en los mismos hechos que justificaban sus acentos, negó haber tenido hija alguna, manifestando con testimonios irrecusables que él sólo conoció a esa mujer tres meses antes que tuviera esta hija. Sin embargo, la prueba llegó tarde, así que fue él quién se quedó con un palmo de narices cuando quiso probar la justicia que lo asistía, y lo absurda que era la sentencia que, a dar alimentos a una niña que no era su hija, lo condenaba.

La sentencia está ejecutoria, -díjole el abogado- y ya nada puede hacerse, por más que presente toda clase de pruebas.

-¡Cómo! -exclamó D. Lorenzo, en el colmo del asombro- ¿la injusticia, el dolo y el fraude pueden quedar ejecutoriados por día más o día menos que trascurra?- Imposible revocar la sentencia, -dijo el letrado,- está ejecutoriada, y no hay remedio.

D. Lorenzo salió desolado, y en vez de declararse enemigo de jueces, escribanos y legisladores, que eran los verdaderos autores de su desgracia; o mejor, maldecir de su incuria y cándida confianza, declarose enemigo de las mujeres, porque una habíale jugado tan pérfida pasada.

El buen hombre cumplió fielmente la orden que le condenaba a dar alimentos a una hija que mal de su grado debía ser suya.

Tal vez, más que el respeto a la justicia fue el temor a la madre de la niña, que, airada y terrible, amenazole con embargo de las mesadas que como profesor ganaba, lo que a ello lo obligó, y preciso es confesarlo: con tan terrible amenaza, tembló ante la idea del escándalo.

Cuando la niña estuvo algo crecida llevola a su lado y con admirable abnegación se consagró a su educación, sintiéndose atraído hacia ella sin duda por el afecto que cobramos a todo aquel a quien hacemos bien.

Es lo cierto, que Elisa, (tal era el nombre de la niña) pasó al lado de su padre putativo sin que su madre opusiera a esta medida ninguna resistencia, y manifestando más bien insultante alegría, que al bueno de D. Lorenzo, no hizo más que afianzarlo en sus ideas respecto a la perversión del corazón femenino.

Sin duda la madre: de Elisa no vio en todo esto sino la conveniencia que resultaba de alejar de su lado una hija cuya presencia debía serle pesada y embarazosa, pues que debía presenciar sus faltas y desvíos, y más tarde juzgar su conducta, la que sería pernicioso ejemplo.

Con estas consideraciones no volvió a pensar más ni a preocuparse de la suerte de su hija y trasfirió todos sus deberes y derechos en el bueno de D. Lorenzo que, con santa y ejemplar resignación, desempeñó su delicado papel de padre y fiel guardián de la niña.

Hay desgracias que sólo acontecen a los hombres como D. Lorenzo.

¡Bienaventurados los pobres de espíritu porque de ellos es el reino de los cielos!




ArribaAbajo- VII -

Lo que era Elisa para D. Lorenzo


Elisa era una limeña muy limeña, aunque, dicho sea en honor de la verdad, tenía todos los defectos, sin las grandes cualidades de la mujer nacida en estas afortunadas regiones.

Aunque D. Lorenzo con sus buenos consejos y sabias enseñanzas, habíala querido conducir por el camino de la virtud, Elisa no paró mientes en tales consejos ni sacó provecho de tales enseñanzas.

Algunas veces el buen hombre, en sus angustiosos monólogos, mirando a Elisa solía decir: -Desgraciada criatura, tienes todas las condiciones para el mal, la belleza, la perfidia, el sexo, este sexo maldito, del que con razón dice El Eclesiastés que así como de los vestidos nace la polilla, así también de la mujer procede la iniquidad.

Y el pobre D. Lorenzo afligíase pensando en la adversa suerte de la joven que tantos cuidados y sinsabores le costara.

Otras veces decía: -Es retrato de la madre; esta criatura no puede concluir bien. Los vicios como las virtudes se trasmiten por herencia; de allí sin duda viene aquel principio injusto en su base, pero que muchas veces se realiza: los hijos pagan las culpas de los padres, no por castigo divino sino porque, al fin, tarde o temprano, se cumple aquella ley que castiga a todo el que altera las leyes naturales o sociales. ¿Cómo es, -agregaba,- que con ejemplos sólo de virtud Elisa se inclina siempre al mal? ¿Será más contagioso el mal, que purificadora la virtud? Una joven pura no puede estar en un lupanar sin inficionarse, sin mancharse con el inmundo lodo del vicio; y una joven mala, mal organizada, mal inclinada, puede estar en medio de la virtud, sin sentirse edificada, ¡sin que llegue una vislumbre de bien a su corazón! Así como las emanaciones de las plantas purifican la atmósfera, así las de la virtud debieran purificar la atmósfera del vicio. Pero no: todo sucede en el mundo de una manera fatal: heredamos las inclinaciones y las ideas como heredamos, el cuerpo y la cara de nuestros padres. Elisa no será más que la reproducción de su madre, por más que yo haya conducido con ahínco por el camino del bien. El organismo da el fruto que le es propio como dan las plantas, como dan los climas frutos que les son propios y adecuados. Yo no podré impedir que Elisa sea mala, como no puedo impedir que ciertas plantas sean venenosas, y ciertas flores tengan aroma y perfumen la atmósfera o produzcan deliciosos frutos. El hombre no es más que una planta, un animal, que se parece más al molde en que lo vació la naturaleza que al que el estudio, la razón o la virtud quieran darle. Fatalidad, ¡tú eres el único dios que dirige el mundo!...

Como se ve D. Lorenzo era fatalista y también tenía sus puntillos de ateo y mucho de filósofo; pero sin que este ateísmo alterara en nada sus buenas costumbres y sus nobles sentimientos.

-¡Cuánto diera, -decía algunas veces,- porque Elisa, ya que tuve la desgracia de traerla a mi lado como hija, cuánto diera, porque hubiese sido una joven juiciosa, moderada e inteligente! Mientras tanto, ¡cuántas amarguras se me esperan con esta criatura que tiene alma de basilisco!

Muchas noches pasó de claro en claro meditando sobre el carácter y las malas tendencias de Elisa; muchas también maldijo su negra estrella por haberle dado esta hija que, lejos de ser el consuelo de su vejez, temía que fuera la vergüenza de sus canas.

Sin embargo, justo es que digamos que los temores de D. Lorenzo eran demasiado exagerados, y que la bella Elisa no era, ni con mucho, tan de mal corazón ni tan pervertida como la juzgara su padre putativo.

-Elisa no era más que una muchacha vivaracha, de activa imaginación, de clara inteligencia y de una precoz y desmedida ambición, ambición puramente femenil de lucir, de ascender, de figurar y de salir de su humilde condición.

Su aspecto dejaba conocer desde luego estos defectos, si defectos pueden llamarse a la ambición y al deseo elevarse. Tenía los ojos chispeantes, decidores y de una movilidad asombrosa; a su mirada penetrante y rápida, pocas veces escapaban los pormenores de un acontecimiento.

La nariz era pequeña y algo levantada, lo que le daba un aire picaresco e insolente.

Era locuaz, con esa bulliciosa locuacidad de la juventud, que la hacía rayar algunas veces en parlanchina sempiterna; pero no siempre insustancial y muchas veces epigramática y maliciosa.

Desde niña había desplegado asombrosa precocidad intelectual; por más que en estos climas tropicales, este precoz desarrollo sea muy frecuente.

Cuando niña era el embeleso de D. Lorenzo y la consideraba un portento de inteligencia; pero más tarde temió que aquella inteligencia, demasiado fogosa, inclinara al mal y llevola desde temprana edad a un convento, donde pensaba que tendría más sujeción.

Llamado por el Sr. Guzmán para desempeñar el cargo de tutor al lado de su hija Estela, D. Lorenzo recibió como un servicio el que se le admitiera en compañía de su hija adoptiva. Elisa pasó a ser la compañera de la joven Estela, a quien ya conocemos.

Tales eran las dos personas que, en compañía de la inofensiva Andrea, quedaron al cuidado de la hija del Sr. Guzmán, el que, como ya hemos visto, encontrábase en viaje.

No faltará quien extrañe la arriesgada situación en que había colocado el Sr. Guzmán a los ayos de su hija. Ambos solterones y teniendo que vivir bajo el mismo techo. Diremos, empero, en honor de la verdad y en homenaje a su virtud, que jamás la más leve tentación pecaminosa turbó el sueño de estos dos seres que vivían tranquila y sosegadamente, pensando tan sólo en el cumplimiento del deber.




ArribaAbajo- VIII -

Lo que pasaba era el corazón de Álvaro


Desde que Estela comprendió que era amada, todas sus penas, todas sus tristezas desaparecieron, y reía y corría como criatura que ha conseguido codiciado y hermoso objeto.

¿A qué más podía aspirar, qué más necesitaba para su completa felicidad?

El amor de Álvaro fue pues, el complemento de sus felicidades.

Algunas veces, estrechando entre sus brazos a Elisa preguntábale con cariñoso tono:

-Dime, ¿te parece que Álvaro me ama tanto como yo lo amo?

-Tal vez más. ¿No lo ves cómo te mira con tan tiernos ojos y se queda contemplándote horas enteras?

-¿Te has fijado en eso? -preguntaba alegremente Estela.

-¿En qué no me fijaré yo? Mira, he observado también que algunas veces que te mira cierra los ojos, se pasa la mano por la frente, y lanza prolongado y doloroso suspiro. Otras veces, cuando está más contento, parece que de súbito le viniera alguna idea siniestra, se pone caviloso, triste, y muchas veces deja de hablar en los momentos que parece interesarle más la conversación: ¿No has notado esto?

-Sí, sí, -dijo Estela con tristeza,- es indudable que el recuerdo de esa joven cubana, a la que dice que tanto amó, cruza aún por su mente.

-¿Por qué no le hablas sobre estos temores? Muchas veces, por las escusas que se dan, se infiere lo que se debe esperar.

-Tienes razón, la primera vez que le hable le diré mis temores, y veremos qué me dice.

No andaban muy desatinadas las dos jóvenes, en temer que Álvaro llevaba aún en su corazón la imagen de la primera mujer que había amado y las observaciones de la vivaracha Elisa tenían gran fondo de verdad.

Álvaro, sin atreverse a confesarlo ni aun a sí mismo, seguía amando a la mujer que por primera ver cautivó su corazón, así que no tardó en asaltarle una duda, y se preguntaba a sí mismo si verdaderamente amaba a Estela.

-Sí, -se decía contestando a su pregunta,- si yo no la amara no sentiría a su lado ese bienestar, esa calma deliciosa que endulza mis penas y alivia mis pesares. Yo amo a Estela y debo unirme a ella: ¿cuál otra mujer podría darme un afecto tan puro y desinteresado? Estela será mi ángel de consuelo, mi áncora de salvación: yo le consagraré mi vida toda, y su alma será el refugio de la mía cuando me atormente el recuerdo de aquel amor, que sin cesar embarga mi corazón.

El amor alimentábase en el corazón de Álvaro como el fuego de una grande hoguera que se cubre de cenizas y en apariencia de calma.

Desgraciado del que, llevado por esa engañosa apariencia, se atreve a posar su planta en las profundidades donde se ha reconcentrado el fuego.

Así el corazón se cubre de una capa de olvido y ¡ay! del que fía su felicidad en su aparente calma.

El olvido de una pasión suele no ser más que un poco de ceniza que la memoria ha dejado caer sobre la imagen del ser amado.

Una mirada, un suspiro, el eco lejano de su voz, son un soplo que hace aparecer de nuevo aquella imagen, eternamente grabada en el corazón.

Álvaro sondeaba el suyo y aunque encontrábalo lleno de recuerdos y esperanzas, creía que no debía dar gran importancia a esto. Algunas veces exhalando un hondo suspiro acompañado de amarga sonrisa, solía decir: Dicen que un amor se cura con otro; todo pasará pronto. Estela es un ángel de bondad, su corazón es para mí un inmenso piélago de ternura. Es imposible que, a su lado no olvide para siempre este recuerdo que hoy, a mi pesar, me domina.

Muy lejos de ser el amor de Estela, el remedio, era más bien un punto de partida que le llevaba a recordar lo que tanto quería olvidar. Sucedíale que sentía no sé que entraña necesidad de pensar en ella, necesidad complicada con la idea de que ella era algo que se le había escapado hasta las regiones de lo imposible.

Álvaro reflexionaba con disgusto y extrañeza, cuando, al despertarse: en la mañana, acudía a su mente, no el recuerdo de Estela, sino el de aquella otra mujer que tanto deseaba olvidar.

Alguna vez, pensando con amargura en lo que le sucedía, solía decir: No sé por qué pienso siempre en ella, cuando tan olvidada la tengo.

Y estas palabras, de tan ilógica forma, son, en ciertas circunstancias, de espantosa realidad.

Álvaro quería persuadirse a sí mismo que su memoria acariciaba el recuerdo de una olvidada, sin pensar que la memoria no es más que espejo del corazón.

Ninguna imagen se reproduce en ella con tanta viveza y exactitud como la que el amor grabó en el corazón. Cuando la memoria reproduce otras imágenes y otros objetos, es ¡ay! porque entonces el corazón no tiene, sino como los desiertos, las reverberaciones y el vacío.

A pesar suyo veíala junto a su amante, bella, pura, desgraciada, llorosa, pero inaccesible, como si estuviere rodeada del siniestro resplandor de un crimen.

Entonces, para alejar de sí ese recuerdo, pensaba que era la hija de un asesino, del asesino de su padre; que unirse a ella sería como echar en olvido lo que un hombre de honor no debe olvidar jamás; cuando se ha obligado con un juramento pronunciado sobre la frente de un moribundo.

Por una inexplicable asociación de ideas, Álvaro veía a su amada joven, bella, fresca, amante, unida a un cadáver, al cadáver de su padre; -¡Como si ella fuera culpable!...- se decía a sí mismo, reprochándose esta injusta unidad que, a su pesar, había formado en su mente.

Mas, no por esto dejaba de amarla. Diríase que su razón le presentaba al mismo tiempo a la hija del asesino de su padre, y a la mujer, que con su primera mirada despertó su alma a las sublimes inspiraciones del amor.

Dejar de amar cuando el desencanto no lea empañado, con su aliento de muerte, el prisma seductor al través del cual se mira al objeto amado; dejar de amar cuando la ilusión y la esperanza viven a la par en el corazón, es imposible, es irrealizable. El amor no muere sino cuando el desengaño le quita la vida.

El tiempo mismo, con sus formidables armas, casi siempre es impotente para concluirlo, para aniquilarlo.




ArribaAbajo- IX -

Proyectos para el porvenir


La Villa de Chorrillos ofrecía grandes atractivos para los que allí veraneaban los cuatro meses de la temporada de baños. Ya partidas de campo, que aunque desprovisto de la frondosidad de los árboles frutales, brinda siempre el atractivo del puro y vivificador ambiente de las plantas. Ya los paseos al malecón donde los jóvenes de ambos sexos iban a darse cita y principiar alguna pasión amorosa o a continuarla, soñando a luz de la luna.

Chorrillos era un lugar de lujo y de moda con todos los encantos y placeres propios de esos lugares.

En casa de los ayos de Estela se jugaba, como en la mayor parte de las casas de Chorrillos, el muy conocido juego del rocambor, el que siempre estaba amenizado con largas discusiones sobre política, o con acalorados comentarios sobre algún lance de actualidad. Pero nosotros, que no nos proponemos escribir una novela de costumbres, sino más bien algo que se relaciona con el corazón y las pasiones; dejaremos a los que razonan y discuten por los que poetizan y aman; a los que viven en las heladas regiones de la vida, por los que moran en las ardorosas esferas del sentimiento.

Sigamos a Estela y a Álvaro que, asidos del brazo, se pasean alegres y felices bajo las umbrosas enredaderas del jardín.

De buen grado renunciaríamos a trascribir sus palabras. Los que intentan grabar en el papel, todo el encanto que tiene un diálogo amoroso para los que lo sostienen, nos han parecido tan temerarios como los que pretenden poner en música el canto del ruiseñor.

El lenguaje de los enamorados se forma de mutuas vibraciones del alma, que la palabra escrita no puede reproducir.

¿Cuál es su elocuencia? diréis, ¿qué lenguaje han inventado? ¿qué se dicen?

Lo que se dicen es todo y nada: nada si se examinan las palabras: todo para ellos, nada para los demás.

Renunciaríamos, hemos dicho, a trascribir sus palabras, pero hay en ellas algo que se relaciona con los sucesos que se realizarán en el trascurso de esta historia, y nos vemos precisadas a quebrantar este propósito.

Álvaro miraba a Estela, diciéndole:

-¡Qué bella noche, Estela mía!

-Sí, bellísima: paréceme estar en el cielo.

-A la luz de la luna, tus ojos se me imaginan dos luceros que iluminan mi alma.

-Yo miro mi pasado, y todo lo que no es tu amor se me figura triste y tenebroso.

-También para mí ha desaparecido el pasado, y sin exageración, Estela mía, puedo asegurarte que hasta el recuerdo de esa joven que llenó de alegría mi infancia y encantó mis juveniles años, va ocultándose como si se perdiera entre las lejanas brumas de un pasado triste y oscuro.

-¡Enloquezco de felicidad al oírte hablar así! -exclamó Estela.

-Sí, adorada mía, diríase, que a la luz radiante de tu amor, van desapareciendo las negras sombras que oscurecían mi alma.

-¿Es verdad lo que me dices?

-Sí, vida mía, no hago más que descubrirte lo que hay de más oculto en mi alma.

Al hablar así Álvaro creía ser sincero. ¿Acaso no era verdad que el recuerdo de aquella otra mujer iba borrándose de su memoria, como se borran los celajes del cielo en una tarde primaveral?

Mas ¡ay! que el arrogante y valeroso joven no comprendía, que en la memoria, como en el cielo, desaparece un celaje, pero queda allí siempre la nube que volverá, a colorearse tan pronto como el sol del amor la vuelva a iluminar.

Preciso es que digamos que Álvaro estaba persuadido de que verdaderamente amaba a Estela.

Por lo que hace a Estela, ni aun le ocurría pensar que aquél no fuera, como ella creía, el más grande y puro amor que podía esperar.

Algunas veces le venía a la mente el recuerdo de aquella historia en que figuraba, seductora, bellísima, a mujer a quien Álvaro había amado; pero aunque este recuerdo la atormentaba, desechábalo y se decía: ¡Qué importa que él la haya amado, cuando no me conocía a mí, y, además ella está tan lejos, que bien puedo considerarla como si hubiese muerto.

A pesar de estas reflexiones, Estela veía siempre como una sombra fatídica a aquella desconocida de la que ni aun el nombre conocía, pero que se le aparecía como temible fantasma, tanto más temible cuanto que la imaginaba hermosa.

No es extraño, pues, que al hablarle Álvaro diciéndole, que hasta el recuerdo de esa joven iba desapareciendo de su memoria, ella aprovechara la ocasión para decirle con tono ingenuo:

-Ya que hablas de esa mujer, que nunca quisiera recordar, te haré una confesión: voy a revelarte algo que me hace sufrir y me atormenta a todas horas.

-Habla, ángel mío; tú sufres ¿y yo lo ignoro y no me lo has dicho? ¡ah! si no conociera tu bello y noble corazón me enfadaría por tu reserva.

-Oyeme: desde que me referiste la historia de tus amores con la hija del asesino de tu padre, y comprendí por tus mismas palabras la inmensa pasión que abrazó el corazón de ambos, y que les fue forzoso ahogar, apagarla, sin que ni uno ni otro pudiera reprocharse ninguna falta que les diera lugar al olvido o al desprecio, y desde que tú me hablaste de un amor grande, inmenso, como yo no creía que existiera, ¡ah! desde entonces esa mujer hermosa, hermosísima como dices que era...

-¡Ah! -dijo riendo Álvaro,- ¿tienes celos?...

-No lo sé; pero desde entonces ella preséntaseme como un fantasma, como una visión que me persigue y atormenta: me figuro verla como una sombra que viene a oscurecer nuestra dicha; es como un punto negro, sombrío, que diviso allá en las lontananzas de nuestro porvenir.

-No temas nada, mi bella Estela, -contestó él con acento cariñoso.

-Es que, a pesar mío, veo siempre, aun en mis sueños, la figura de esa que tú te empeñas en llamar bella.

-Aleja, te lo ruego, esas ideas, -contestó Álvaro, algo turbado.

-Bien quisiera alejarlas. Tú no sabes cuánto me atormentan. Figúraseme verla amándote siempre como dices que te amaba entonces, y demandándote su felicidad... ¡Ah! no te imaginas cuánto me tortura el alma este recuerdo.

-Querida Estela, bello ángel de mi vida ¿qué podré decirte para disipar esas funestas ideas que te atormentan? No pienses en ello: si supieras cuán olvidada tengo a esa desgraciada joven, no te volverías a preocupar más de ella. Escúchame, créeme lo que voy a decirte, porque es la expresión de la verdad: toda la distancia que separa al Perú de Cuba, es nada, es un punto, un átomo imperceptible comparada con la inmensa distancia, que separa mi alma de la suya. Sí, si tú pudieras ver mi corazón te asombraría al encontrar que no quedan vestigios de aquel amor.

-Tus palabras me reaniman y verdaderamente, cuando me hablas así, me río de mí misma, y hago propósito de no volver a pensar más en tan infundados temores.

-Sí, querida mía, hablemos de otra cosa, sí, de otra cosa, que no nos atormente a los dos, como nos atormenta este recuerdo. ¡Oh! no te imaginas cuánto me disgusta, hasta el evocar su recuerdo.

-Querido Álvaro, si esto te disgusta yo te prometo no volverte a hablar más de ella.

-Espero que no solamente no volverás a hablarme, sino también que no volverás a pensar más en ella.

-Sí, te lo juro: hablemos de papá...

-Que llega dentro de ocho días a más tardar, agregó Álvaro, -y que inmediatamente se realizará nuestro matrimonio ¿no es verdad?

-Si tú lo deseas.

-¿Me lo preguntas, amada mía?, lo anhelo con vehemencia. He contado hasta las horas que nos faltan. ¡Ah! no sabes cuán feliz me ha hecho tu amor.

-¿Y viviremos siempre al lado de papá?

-Como tú desees. Yo, hace tiempo que no tengo más voluntad que la de la hermosa cuya imagen llevo en el corazón, cuyo nombre llevo en la mente, y de la que sólo anhelo no separarme jamás.

-Poco falta para que alcancemos esa felicidad.

-Yo quisiera mejor que viviéramos solos en una casita que yo convertiría en un nido de amor.

-Pero papá, que viene después de tantos meses de ausencia, deseará tenernos a su lado: Es preciso no ser tan egoístas.

-Si tú quieres, viviremos aquí, en Chorrillos; compraremos uno de esos ranchos rodeados de jardines, y que tienen, además, una huerta con árboles frutales.

-Sí: ¡qué hermosos días podríamos pasar! -dijo Estela con candorosa alegría.

-Nos instalaremos en nuestro domicilio, sin más compañía que una mujer que será tu ama de llaves, un mayordomo y un cocinero, ¿te parece bien? -Por las mañanas nos levantaremos temprano...

-Perdona que te diga que antes de las nueve...

-Está bien, nos levantaremos a la hora que tú desees.

-Me parece que en todo estamos acordes, menos en mi deseo de vivir al lado de papá.

-Si, querida mía, tú comprendes que en ello está mi dignidad, y tú no querrás sacrificar a un efímero deseo, lo que para mí vale tanto.

-Está bien. Te prometo que, si papá no se opone, realizaré tus deseos y viviremos, sea aquí o en Lima, solos, sí solos, como tú deseas, sin más compañía que nuestra servidumbre.

-Gracias, mi bella Estela, -exclamó con expresiva efusión Álvaro.

-Nada tienes que agradecerme: en complacerte yo no hago ningún sacrificio.

Estos y otros coloquios amenizaban las dulces horas de los dos amantes que veían correr la vida embriagados de amor y felicidad.




ArribaAbajo- X -

Una nueva inesperada


Algunos días después de las escenas que acabamos de referir, D. Lorenzo y Andrea encontrábanse solos y hablaban del Sr. Guzmán y de su hija, con el interés que esas buenas gentes consagraban a todo lo que se relacionaba con su bienhechor y amigo.

Finalizaba el mes de junio y las brumas del invierno nublaban el sol oscureciendo la límpida claridad del cielo.

-Tiempo es ya, -decía D. Lorenzo,- de pensar en dejar nuestro querido Chorrillos: el friecito1 comienza a dejarse sentir y aunque en Lima no es menos crudo, preciso es ir a principiar las reparaciones que necesita la casa.

-Dice Estela, que Álvaro quiere, a todo trance, vivir solo, -dijo Andrea.

-Imposible que lo permita el Sr. Guzmán. Él que idolatra a su hija, y que tan largas temporadas ha pasado lejos de ella, no consentirá en separarse, ahora que viene con el propósito de no pensar más en viajes.

-Álvaro tendrá que ceder, -dijo Andrea sonriendo- cuando una joven desea algo pocas veces deja de alcanzarlo.

-Es natural que así sea, replicó D. Lorenzo, Álvaro ama tanto a Estela que está embobado con ella como un niño.

-Me recrea ver cuánto se aman. El Sr. Guzmán va a mirar con ojos complacidos estos amores.

-Todo se ha hecho conforme a sus instrucciones, así no tenemos más mérito, si este matrimonio sale bien, como no tendríamos más culpa, si sale mal, que ser fieles cumplidores de sus órdenes.

En este momento apareció Estela con una carta en la mano.

-¡Cartas de papá!, exclamó saltando de alegría y agitando las manos con el mayor entusiasmo.

D. Lorenzo tome la carta, cuyo sobre escrito estaba dirigido a él, después de romper el sobre, dijo:

-Aquí hay dos más, una para ti y otra para Álvaro, -y entregó ambas cartas a Estela.

-¿Y la de Álvaro me la manda abierta? exclamó Estela.

D. Lorenzo, después de colocarse, con pausados movimientos, las antiparras, principió a leer la carta del Sr. Guzmán.

Estela, que ya había leído el primer párrafo de la suya, exclamó:

-¡Qué felicidad! ¡papá llega dentro de ocho días!...

-Veamos lo que me dice a mí -dijo D. Lorenzo y leyó en voz alta lo qué a continuación trascribimos.

«Querido amigo:

Antes de ahora le he hablado de mi próximo regreso a Lima: hoy tengo el gusto de anunciarle que saldré de aquí dentro de cuatro días. Pero lo que aún no le he anunciado, por circunstancias ajenas a mi voluntad, es mi matrimonio con la Srta. Catalina de Montiel, que se realizó ayer a las diez del día. Mi silencio debe extrañarle tanto más, cuanto que lo considero a Vd. no sólo como el ayo de mi querida Estela sino también como mi mejor amigo.

Mucho temo que Vd. desapruebe este enlace, cuando sepa que mi bella Catalina no tiene más que veintidós años, es decir, que puede ser mi hija tanto como mi esposa.

Todo juicio que formule Vd. antes de conocerla será injusto y aventurado: lo que le puedo asegurar es, que abrigo la convicción de haber encontrado la esposa que será un ángel para mi hogar, una cariñosa hermana para mi hija, y para Vd. y mi buena Andrea una afectuosa amiga.

Con un fuerte abrazo se despide hasta dentro de pocos días, su amigo

Guzmán.»     


D. Lorenzo guardó silencio un momento. Luego con tono sentencioso y enjugando una lágrima que humedecía sus empañadas pupilas, dijo:

-Cuando el Sr. Guzmán ha resuelto llamar esposa a esa joven, debe ser verdaderamente un ángel.

-¡Ay, Dios mío! no sé por qué me he impresionado tan profundamente con esta inesperada noticia -dijo Estela con tristeza.

-Al contrario, dijo la buena Andrea, debemos alegramos por tan buena noticia. El Sr. Guzmán es un abogado de quien todos dicen que no hay otro que le iguale en Lima, y con estos malditos viajes, tiene abandonada su numerosa clientela y deja de ganar mucho dinero, y esto es una lástima.

-Y a Vd. Srta. Estela, ¿que le dice el Sr. Guzmán?

Estela, por toda contestación dio la carta a D. Lorenzo, el que, con el semblante contraído por la emoción y la voz ligeramente agitada, leyó lo siguiente.

«Hija mía, mi adorada Estela.

Te escribo pudiendo decirte que soy feliz, felicísimo. Muy pronto te estrecharé sobre mi corazón. Esta sola esperanza sería suficiente a mi felicidad; pero hay más todavía y con esto veo colmadas todas mis aspiraciones.

¡Hija querida del alma! cuando estreches a tu padre, te ruego que en el mismo abrazo, retinas a la que desde ayer es tu madre, y mi adorada esposa: ella en realidad será para ti cariñosa hermana y verdadera amiga; su edad y su carácter me hacen esperar esta nueva felicidad.

Quiero hablarte, hija mía, con la sinceridad del hombre honrado que jamás ha faltado a sus deberes, de padre, y con la franqueza con que se debe hablar a una joven de tu juicio y de tu bello carácter.

Pocos años contabas apenas cuando tuve la horrible desgracia de perder a tu buena madre; desde entonces no tuve más consuelo que tus caricias, ni más alegría que tu felicidad. Te he amado tanto que el temor de nublar tus infantiles y alegres días, dábame fuerza para soportar mi larga viudedad y mi triste y solitario vivir. La idea de darte una madrastra me horrorizaba, y sacrifiqué mi felicidad a la tuya; pero hoy, hija mía, todo ha cambiado, y puedo eximirme de ese sacrificio. Tu matrimonio se efectuará pocos días después de mi arribo a esa, conforme a lo que tenemos arreglado con mi amigo tu futuro esposo.

No he olvidado, mi querida Estela, las palabras llenas de cariño que me dijiste pocos días antes de separarnos: ¿te acuerdas? Me aseguraste que, por duro que te fuera el que yo eligiera una segunda esposa, tú quedarías contenta si esta traía a mi corazón la felicidad; que tú, con tu buen juicio, comprendías que había perdido, junto con la mujer que la muerte me arrebatara. Gracias, querida hija mía: sólo de tu noble y bello corazón podían brotar palabras que son la expresión del más grande y desinteresado afecto que puede esperar un padre.

Estoy contento de tu acertada elección y envanézcome de la participación que he tenido en este enlace. Ya comprenderás que mi recomendación fue premeditada e intencional. Álvaro es un joven de bellas cualidades y caballerosa conducta. ¿Qué más puede apetecer un padre para su hija? ¿qué más necesita una joven rica, modesta y virtuosa para asegurar su porvenir? Así que, espero, hija mía, que no te extrañará que, al ver asegurada tu felicidad, haya pensado en la mía, seguro de que ya no podría perjudicarte. Tú ya no te perteneces; y si tu esposo quiere llevarte lejos de este pobre viejo, que aunque con todo el vigor de la juventud, sufre todas las tristezas de la vejez, tendrás que abandonarme, dejándome sin consuelo y sin compañía, en la época que más necesito de estos beneficios. Pensando en todo esto, busqué una mujer, que fuera apropiada a mi edad y a mis condiciones, sin otra aspiración que hallar la virtud unida a la bondad; pero Dios, que sin duda ha querido premiar mis sacrificios, me ha presentado en el camino de mi vida un ángel radiante de belleza y bondad. ¿No es verdad, mi buena Estela, que tu ya la amas como a tu madre?... No: mejor como a tu hermana; si así fuera quedarían colmadas todas las aspiraciones de tu amoroso padre.

EDUARDO GUZMÁN.»     


Estela, que durante la lectura había permanecido llorando silenciosamente, prorrumpió en amargo llanto cuando D. Lorenzo terminó la carta. Éste y Andrea quedaron silenciosos, como si no hallarán palabras adecuadas para consolarla.

D. Lorenzo, absorto en profunda meditación, se daba a cavilar cómo era posible que hombre, de juicio y de edad madura pudiera cometer locuras del calibre de la que acababa de consumar su amigo: -Joven, hermosa y tal vez loca y fantástica, como todas las mujeres, ¡cuántos peligros para la felicidad de un hombre!, pensaba angustiado el buen hombre.

Estela no se daba cuenta de lo que pasaba por su espíritu. Entristecerse y llorar, cuando su padre, a quien ella tanto amaba, la decía: -Soy feliz, felicísimo, parecíale injusto y hasta criminal, y sin embargo, aquella felicidad la entristecía, sí, la entristecía, a ella que no conocía ni jamás había sentido el egoísmo. -¿Seré yo una niña mala? -pensaba con desesperación- Yo que siempre he deseado la felicidad de papá más que la mía propia ¿cómo es que, al verla realizarse, al leerla como una confesión, escrita por su propia mano, cómo es que no me enloquece la alegría y no doy gracias a Dios por haber alcanzado lo que yo tanto deseaba? ¡Dios mío yo no soy egoísta, yo creo que no soy tampoco mala! ¿por qué es que lloro al saber que papá es feliz!...

Y Estela se perdía en un cúmulo de conjeturas, sin poderse explicar las impresiones que agitaban su espíritu. En su candorosa inocencia, no podía comprender, que el corazón, aun en sus más puros y elevados sentimientos guarda gran dosis de egoísmo, si egoísmo puede llamarse al sentimiento que nos impulsa anhelar un bien.

La felicidad de los seres más caros a nuestro corazón no nos alegra ni nos satisface tanto como cuando, en ella tenemos alguna participación. Noble anhelo que nos lleva a vivir en otros seres más que en nosotros mismos!...

Larga y profunda fue la meditación de Estela. D. Lorenzo no estaba menos absorto en sus pensamientos. Por lo que respecta a Andrea, pocas veces meditaba sobre ninguna cuestión, aunque ella interesara su suerte; mucho menos meditaría ahora, que no veía en el matrimonio del Sr. Guzmán sino un hecho aislado, y por ningún punto relacionado con su propio bienestar. Apenas si se había preocupado con el matrimonio de Estela; pero pensó que ésta habíale prometido llevarla a su lado, cualquiera que fuera la condición que ocupara. Esto bastaba a las estrechas y limitadas aspiraciones de Andrea: así que miraba sin comprender la triste meditación de D. Lorenzo y las amargas lágrimas de Estela. Andrea, en toda circunstancia, disfrutaba de la serena felicidad del que no comprende o no piensa, que es como la felicidad del que nada ve.




ArribaAbajo- XI -

Complicación imprevista


Eran las siete cuando Álvaro, siguiendo su costumbre fue a pasar la noche al lado de Estela. A recibir una mirada que iluminara su tenebroso espíritu o escuchar una palabra que alegrara su entristecido corazón. Esa noche más que nunca sentía necesidad de estos consuelos que eran para su alma como la brisa para la delicada flor marchita por el sol abrasador de enero.

Lejos de disiparse su amor habíase encendido, llegando a ser algo que le asustaba. Ella poseía para él el maléfico imán de lo imposible, y la atracción de lo irresistible. Era como el abismo que al mismo tiempo atrae y horroriza.

Ella había llegado a ser un punto sombrío que surgía de su pasado y agrandándose tomaba las proporciones colosales de un fantasma, que oscurecía el radioso cielo de su felicidad presente.

Huir de lo que atrae con superiores fuerzas, es lo que intenta realizar el que pretende olvidar, como Álvaro, aquello que el amor ha refundido, diluido, unificado, a nuestro propio ser, llegando a formar un todo, que embarga la voluntad y acalla la razón.

Tres días hacía que un peso enorme oprimíale el corazón. Su sueño era intranquilo y poblado de lúgubres ensueños y horribles pesadillas.

Muchas veces habíase dicho: -Sospecho que el aire de esta habitación es pesado y tal vez la falta de ventilación contribuye a mi mal dormir; quizá la atmósfera, que en ciertos días parece cargada de electricidad, es la causa de este fenómeno.

En este día sintiose, tan contrariado, que suprimió su salida después de almorzar.

Leyó varios libros y los halló todos cansados, insípidos e insuficientes a fijar su pensamiento, rebelde en esos momentos, a todo lo que no fuera aquel recuerdo que atormentaba su corazón y trastornaba su razón llevándolo hasta la desesperación.

Las siete de la noche eran, como ya hemos dicho, cuando Álvaro corrió al lado de Estela para beber en su apacible mirar la calma apetecida.

Encontró a todos reunidos en el salón, pero tristes y silenciosos cual si de duelo estuviesen.

-¡Bah! -pensaba,- parece que la negrura de mis pensamientos, hubiéraseles contagiado a estas buenas gentes.

Hasta Elisa, la bulliciosa y parlanchina Elisa, estaba mustia y cavilosa.

-Parece que alguien hubiese muerto: tan tristes y silenciosos los encuentro, -dijo Álvaro, rompiendo el prolongado silencio que guardaban.

-No es sólo la muerte de las personas queridas lo que más nos aflige; a veces es lo que ellas llaman su felicidad, -repuso D. Lorenzo con doloroso acento.

-No comprendo las palabras de Vd.: ¿ha sucedido alguna imprevista desgracia? ¿qué es lo que pasa? No en vano he pasado todo el día tan triste y contrariado.

-Sí, ha sucedido algo que es una verdadera desgracia, contestó D. Lorenzo.

-Hable Vd., se lo ruego ¿qué hay?

-Los hombres cometen faltas que parecen increíbles: no lo va Vd. a creer Sr. Álvaro.

-Explíquese Vd., ¿es acaso que el Sr. Guzmán se opone a mi matrimonio con su hija?

-No: al contrario, querrá precipitarlo ahora...

-Pero... y bien ¿qué sucede?

-Que el Sr. D. Eduardo Guzmán, de la edad de sesenta años, ¡se ha casado con una joven de veintidós...!

-¡Bah!...¡bah...! -contestó Álvaro soltando una alegre y franca risotada, y acercándose a D. Lorenzo tocole el hombro y palmeándole suavemente agregó- Sr. D. Lorenzo, ¿es envidia o caridad? Dígame Vd., ¿el que el Sr. Guzmán se case con una joven de veintidós años, y que sin duda será bella y graciosa, es motivo de lamentación y duelo? Vaya, amigo mío, no lo creía tan egoísta.

-¡Una mujer de veintidós años con un hombre de sesenta! -exclamó D. Lorenzo, con acerba entonación.

Álvaro volvió a reírse con más expansión de D. Lorenzo, y con tono jovial, dijo:

-Pues, precisamente, los veintidós años, es lo que merece alegría y felicitaciones ¡cómo! ¿quería, acaso, Vd. que se casara con alguna solterona desengañada, que le llevara un séquito de antiguos enamorados, que sólo esperasen el momento propicio para volver a tomar posesión de sus antiguos dominios? ¡Ah! Sr. D. Lorenzo, permítame Vd. que le diga que, en achaques amorosos, no conoce Vd. de la misa la media.

-Vd. no comprende, amigo mío, hasta donde llevo yo, mi previsión. ¡Mujer! ¡y de veintidós años! -exclamó D. Lorenzo.

-¡Acabáramos! -dijo Álvaro, riendo a todo reír- Vd., el sempiterno enemigo de las mujeres, no ve en esta unión, sino una joven que se ha apoderado del corazón de su amigo, y ya se ha dado Vd. a cavilar y a prever abismos y desgracias donde no hay más que un dichoso mortal que ha alcanzado, a la edad de las tristezas y decepciones, la felicidad, que sólo es dado gozar a la edad de las ilusiones y alegrías.

-¡Pluguiera el cielo que no las mías sino las previsiones de Vd. se realizaran en este matrimonio! -repuso D. Lorenzo con tono sentencioso.

-No, amigo mío, es preciso no ser tan pesimista, y además, Vd. no puede ser voto porque está cegado por su odio al bello sexo.

-Odio que cada día afiánzase más en mi espíritu, con la observación y la experiencia.

-En fin, amigo, espero que no se enfadará Vd. por la libertad y franqueza con que he reído de sus inocentes temores; no creí que hubiera nada que me hiciera reír; a mí, ¡que tan sombrío y apesadumbrado he estado todo el día!

-A su edad, Sr. Álvaro, se ríe, de todo, y mientras un viejo llora, un joven ríe, -dijo D. Lorenzo con desconsolada expresión.

-Supongo que el Sr. Guzmán, les dé algunos otros pormenores de su nueva esposa. Cuénteme: Vd. Estela -dijo Álvaro dirigiéndose a la joven- que otros detalles les da nuestro querido amigo. Supongo que no se haya contentado con decirles sencillamente que se ha casado, sino que les dirá también, ¿a qué familia pertenece? ¿qué nombre tiene? ¿de dónde és? en fin, dígame todo lo que sepa, ya puede Vd. calcular cuánto me interesa todo lo que se relaciona con la felicidad de mi futuro padre, y buen amigo.

-Aquí tiene Vd. una carta para Vd. -dijo Estela, sacando la carta de Álvaro del bolsillo de su chaqueta de cachemira con bolsillos de terciopelo.

Álvaro tomó la carta de manos de Estela, la abrió, y principió a leerla con la sonrisa gozosa y tranquila que la festiva conversación que acababa de tener, había impreso en sus labios.

Estela que conversaba con Elisa y D. Lorenzo que seguía ensimismado en luctuosas y tétricas meditaciones, no vieron que de súbito el semblante de Álvaro se cubrió de mortal palidez, y que la carta principió a moverse ligeramente, como si siguiera él temblor de sus manos. Antes de concluir la lectura, Álvaro miró a todos lados y al ver que no habían notado su turbación, suspendió la lectura, dobló la carta, después, tosió como si temiera tener embargada la voz; pasose repetidas veces el pañuelo por la frente, humedecida por frío sudor, y con voz serena aunque algo opaca, dirigiose a Estela y la preguntó.

¿Ha leído Vd. esta carta?

-Sí, -contestó candorosamente la joven,- hablaba con Elisa de esto. Ella ha hecho una observación, de algo que para mí había pasado desadvertido: papá sólo a Vd. le habla del amor de su esposa la Sra. Catalina Montiel y del que él le tributa a ella; sin duda papá teme despertar en mí, celos o emulaciones de afectos, lo que espero no sucederá jamás.

-Sin embargo, has llorado amargamente con la noticia del matrimonio del Sr. Guzmán. ¡Quién sabe si tus lágrimas sean un mal presagio! -exclamó Elisa queriendo dar a sus palabras tono de seriedad que en sus labios siempre risueños sentaba mal.

-Es natural llorar cuando un padre tan amoroso como el mío, se casa con una joven de la que no conozco más que el nombre. ¿No le parece a Vd. así, Álvaro? -dijo Estela dirigiéndose al joven.

-Sí, es natural -contestó él distraídamente.

Poco después llegaron algunos amigos y contertulios de D. Lorenzo; todos, a una, adujeron mil comentarios y trajeron a cuento otras tantas conjeturas, y como sucede en estos casos; cada cual quería que su opinión prevaleciera. Cada uno expuso su acertada opinión sobre las causas que habrían podido influir para obligar a la Srta. Catalina a contraer matrimonio con hombre de tan respetable edad como la del Sr. Guzmán.

El uno creía que fuese alguna muchachuela de tres al cuarto, que, por darse humos de gran señora, sacrificaba su corazón y su juventud.

D. Lorenzo, recordando su aventura de marras, creía fue sería tal vez algún diablillo, dejado de la mano de Dios y entregada a las del diablo, para causar la desventura de un crédulo y confiado caballero, como era su amigo.

El Sr. cura, que se hallaba presente, no cejaba en su idea de que allí había algún padre arruinado, o algún hermano ambicioso, que, como en los dramas de capa y espada, había intervenido con tiránica autoridad para obligar a la joven a tan desigual unión.

Solamente Álvaro permanecía mudo y silencioso, abstraído en profunda meditación.




ArribaAbajo- XII -

Carta del señor Guzmán


Cuando Álvaro se vio solo, un mundo de sombrías y tumultuosas ideas se agolparon a su mente. Parecíale estar al borde de un abismo: sentía su cerebro como el que acaba de recibir un violento golpe que le ocasiona atolondramiento y confusión de ideas. Una, sin embargo, se le presentaba clara y distintamente. Catalina, la mujer que a su pesar embargaba su pensamiento, y ocupaba su corazón, la hermosa niña purificada con las adoraciones de la infancia e idealizada con los arrobamientos de sus juveniles amores, Catalina iba a unirse, con los indisolubles lazos del matrimonio, con el señor Guzmán, con el padre de su novia, de la que pronto sería su esposa.

Ante esta idea, su alma se estremecía, y su pensamiento se perdía en un caos de dudas y temores.

Acaso también los celos, con sus torcedores tormentos y crueles angustias, complicaban su terrible situación.

Una hora entera trascurrió desde que se separó de Estela, una hora hacía que estaba solo y aún no había pensado en concluir de leer la carta del señor Guzmán.

¡Para qué quería saber más! ¡sabía lo suficiente para que su corazón se quebrara de dolor!

Cuando se separó de Estela dirigiose a su casa, encendió una bujía y principió a pasearse en la estancia, con fuertes y agitados pasos. Algunas veces se detenía pasándose la mano por los ojos, cual si temiera estar soñando.

Al fin tomó una silla, la acercó a ta mesa en que ardía la luz y después de sentarse, reclinando su frente en una mano, sacó la carta del señor Guzmán, miró la firma, como si aún dudara de su autenticidad, y principió a leer, con la respiración angustiosa y la frente contraída por dolorosa expresión.

La carta decía así:

Querido hijo y mi buen amigo:

«Comprendo que debe Vd. esperarme como al nuncio de su felicidad; es natural, mi querida hija también me espera de este modo, y ¿cómo no esperarme así, cuando mi presencia será precursora de la felicidad de Vds. la que se afianzará con los vínculos indisolubles del matrimonio? Este suceso que no ha muchos días llenaba mi alma de angustias y congojas, puedo hoy mirarlo con serenidad, sí, amigo mío, hoy puedo medir su felicidad por la mía, y cuando Vd. se lleve y me arrebate a mi cara Estela me quedará el consuelo de tener a mi lado a mi adorada esposa, a la virtuosa joven Catalina Montiel que me consolará y será la compañera de mis tristes días.

¡Qué lejos estábamos, cuando nos separamos en Nueva York, Vd. para dirigirse al Perú y yo para ir a Cuba, de que la felicidad nos esperaba al término de estos viajes!

Sí, amigo mío, soy feliz, felicísimo, como lo será Vd. pronto, muy pronto, cuando goce Vd. de la compañía de una mujer amada.

Regresaba yo de Cuba para Nueva York cuando conocí a bordo a la señorita Catalina Montiel; iba acompañada de su padre y ambos se alejaban huyendo de Cuba, donde se había descubierto un complot, para asesinar al señor Montiel, que últimamente desempeñaba el carro de Gobernador de la Isla.

Los insurgentes, en el corto espacio de cuatro días, habían incendiado todas las posesiones de este rico propietario, y después de dejarlo en la miseria intentaron asesinarlo. No trato de hacer comentarios sobre estos hechos. Parece, según he alcanzado a saber, que éste era justo castigo de algunos abusos de autoridad cometidos por el señor Montiel, y también terribles represalias de otras atrocidades cometidas por orden del Gobernador.

La señorita Catalina iba desesperada y llorosa a ocultar sus penas en la populosa ciudad de Nueva York.

A bordo estuvimos con esa intimidad que siempre se establece entre pasajeros que hablan un mismo idioma o tienen costumbres idénticas. Así tuve lugar de conocer y apreciar el bello carácter y las relevantes cualidades de la joven.

Bien pronto, la mas íntima amistad nos unía. Le referí, cómo una hija mía, tan buena y linda como ella, debía casarse con un joven compatriota suyo: me aseguró que no lo conocía a Vd. ni aun de vista, pero sabía pertenecía Vd. a una distinguida familia de Cuba.

También ella me refirió la historia de su vida; la infeliz ha sufrido mucho, muchísimo, pues según me dejó comprender, había pagado muy caro la alta posición política que su padre ocupara. Este es hombre vehemente, de exaltado carácter, de ésos que son tan buenos amigos como terribles enemigos. También él, como su hija, me dijo que no tenía el gusto de conocerlo a Vd. personalmente, pero que algunas noticias habían llegado hasta él de la reputación de caballero que Vd. traía.

Complázcome, mi querido amigo, en participarle estos pormenores, que no dudo halagarán su vanidad, mucho más viniendo de un hombre como mi suegro, que odia entrañablemente a todos los cubanos.

Cuando lo conozca Vd. espero le perdonará este odio que es, como siempre, el resultado inevitable de una lucha política en la que le ha tocado la peor parte.

Naturalmente, estos odios han engendrado otros que han herido a la hija, al mismo tiempo que al padre: Ambos han tenido que salir de Cuba cargando con las maldiciones de toda la sociedad. Ya puede Vd. comprender, cuán amarga impresión hará esta horrible situación en el alma noble, generosa y bella de la joven Catalina.

¡Ah! ¡si yo pudiera darle toda la felicidad que ella merece, vería cumplida la mayor ambición que abrigo!...

Ella anhela ir a Lima; continuamente hablamos de Estela y de Vd. y espero que el hermoso cielo del Perú, su patria natal la haga olvidar sus desgracias, y alivie la inmensa pena que la abruma.

Nos preparamos para partir en el próximo vapor, y no dudo que Vd. y Estela nos esperen impacientes para realizar su matrimonio.

Con el alma llena de júbilo, bendeciré esta hermosa unión, y Catalina, como representante y digna sucesora de la madre de Estela, la bendecirá también. ¡Quiera el cielo colmarlos con todas las prosperidades que mi corazón ambiciona para ustedes!...

Catalina se complace con la idea de llegar a tiempo para celebrar el matrimonio de su nueva hija, desde que sabe que es Vd. digno de ser el esposo de una joven virtuosa y buena.

Sí, amigo mío paréceme haber rejuvenecido, de cuerpo y de alma, y si no temiera faltar a la circunspección que debo a mis canas, le hablaría de mi felicidad como un joven que por primera vez siente las alegrías del amor.

Adiós: muy pronto lo estrechará entre sus brazos su padre y amigo

EDUARDO GUZMÁN.




ArribaAbajo- XIII -

La Carta de Catalina


Álvaro leyó esta carta devorando ansioso los caracteres de la escritura, sin darse cuenta de lo que por él pasaba.

Su corazón latía con desusada violencia y sentíase invadido, alternativamente, por el fuego de la calentura y por el hielo de la muerte.

Como si en ese momento se despertara su corazón, por largo tiempo reprimido, sintió que la que él había llamado una olvidada estaba más que nunca presente en su corazón.

Largo tiempo permaneció sumido en profunda meditación.

-¿Qué misteriosa fatalidad -decíase a sí mismo- es la que me persigue? Catalina se alza entre Estela y yo, como un fantasma, para interponerse ante mi felicitad; es una sombra que viene a eclipsar mis esperanzas. Viene hacia mí, cuando yo más deseaba huir de ella, cuando acariciaba la esperanza de que el amor de Estela, podría borrar su imagen, grabada por el primer amor.

Viene, dice su esposo, a bendecir nuestra unión, a presenciar nuestro matrimonio... ¡Oh sarcasmo del destino!... y yo la amo aún, la amo hoy más que nunca...

Después, como si rememorara alguna cosa que tuviera relación con su situación presente, dirigiose a su escritorio y de un lugar oculto y separado de todos los demás papeles, sacó una carta. Los dobleces del papel estaban raídos, como cuando se usan por la frecuencia con que se ha desdoblado para leerlos. Álvaro había leído muchísimo esa carta.

Era de Catalina. Desde que pensó que podía amar a Estela no había vuelto a leerla más. Ahora que sabía que Catalina venía, y venía donde él (así lo creía en ese momento ya veremos más tarde si juzgó acertadamente) fue a sacar la carta, la llevó a sus labios, la besó con ardoroso anhelo, y principió a leerla con delicioso éxtasis.

Antes de transcribir lo que contiene, diremos algo de Álvaro, calló aquel día que refirió su historia en el «Salto del Fraile».

Después que Álvaro, en presencia del cadáver de su padre y de las lágrimas de su madre hubo repetido su juramento de romper su matrimonio, y vengar la alevosa muerte de su padre, escribió a Catalina estas cortas líneas.

Señorita Catalina:

Desde este momento es Vd. completamente libre: un juramento y una tumba nos separan para siempre. Yo no puedo casarme jamás con la hija del asesino de mi padre.

Cuando Catalina leyó esta carta dio un grito y cayó como herida del rayo.

Hay gritos que son la síntesis de un gran dolor. Muchas palabras no pueden expresar lo que dice un grito.

Si el corazón no tuviera el grito hay dolores que lo harían estallar.

El lenguaje humano no tiene palabras para las grandes emociones, ya sean de dolor o de alegría: por eso el grito llega siempre que faltan aquellas.

Catalina no pudo articular una sola palabra después de leer la carta de Álvaro; aquella carta que compendiaba su horrible situación.

Cuando volvió en sí tuvo fiebre, delirio, se temió que la muerte quebrara su bella existencia, demasiado delicada para soportar tan inmenso pesar.

Loca, delirante y anegada en lágrimas pedíale a su padre que le devolviera a su Álvaro, a su amado, al dueño de su corazón, o que moriría de dolor y desesperación.

El señor Montiel, aunque hombre cruel e iracundo, sintiose conmovido, por aquel llanto que caía sobre su corazón, y enardecía sus pesares. En el primer momento creyó que todo pasaría, como pasan las penas en los corazones jóvenes, más inclinados siempre a la alegría que a la pena; pero después de ocho días, vio agravarse el estado de su hija, y comprendió que aquel golpe podría llevarla al sepulcro: -¿Y sería yo la causa -decía,- de la muerte de mi hija, del único ser que amo en el mundo?

Las puertas de la prisión de Álvaro se abrieron, y un amigo del señor Montiel fue a proponerle que se casara con Catalina y saliera inmediatamente del país.

Álvaro sintió flaquear su voluntad, y estaba a punto de faltar al juramento que hiciera a su moribundo padre. Quería correr a echarse a los pies de su amada y pedirle perdón por haber pensado, en un momento de extravío, romper los indisolubles lazos del amor: -Los juramentos, -decía,- arrancados a la obediencia filial, en un momento de supremo dolor, no pueden ni deben ser válidos, ni decidir del porvenir de dos individuos.

Pero, desgraciadamente, el asesinato alevoso de su padre había herido y sublevado toda la sociedad cubana.

La cuestión política que en esos momentos exacerbaba extraordinariamente los ánimos, y el sentimiento patrio, exaltado por los primeros sucesos de la guerra, que acababa de estallar, apoderáronse del hecho, y vieron en él un ultraje inferido a la justicia, al derecho y a la patria.

Un español había muerto a un cubano traidora y alevosamente, sin concederle el derecho de defenderse, y este crimen había quedado impune, y el hijo del cubano era encarcelado, por haber buscado al asesino de su padre, para desafiarlo en lucha leal y caballerosa.

Los amigos de Álvaro, rodeáronle con acalorada exaltación: cada cual se sentía herido por tamaño ultraje.

El uno fue de parecer, que, puesto que era imposible batirse con él, como con un caballero, debía castigársele como a un villano, y hacerle aplicar una tremenda paliza, que lo llevara a la otra vida.

Otro creía que este proceder era indigno de un cubano, que sabe castigar por sí mismo las ofensas y aconsejaba a Álvaro que fuera a casa del señor Montiel, que lo escupiera y lo abofeteara, para obligarlo a tomar un arma y defenderse.

En cuanto al matrimonio de Álvaro con Catalina, nadie se atrevió ni a recordarlo, manifestando así que aquello era cosa concluida, un hecho impasible del que nadie debía hablar, ni hacer mención.

Álvaro sintiose, pues, envuelto y arrastrado por una tempestad de exaltadísimas pasiones, que se arremolinaron en torno suyo.

En medio de todo aquel cuadro él sólo veía a Catalina, a aquella bella joven a quien amaba con delirio y cuya imagen llevaba en el corazón.

Ella destacábase ocultando a su vista todos los acontecimientos, todas las personas, todos los afectos.

Sobre el cadáver de su padre, sobre la injusticia y la impunidad de esa muerte, que sus amigos veían como un ultraje a su patria, sobre su madre misma, viuda y desesperada, él no atinaba ni alcanzaba a ver sino a Catalina.

A Catalina bella, amante, loca, tal vez moribunda.

Para mayor desventura, para más cruel tormento, ella habíale escrito una carta que fue como un grito de amor, como un ¡ay! desgarrador, salido del alma de la enamorada joven.

Esta carta es la misma que acabamos de ver sacar a Álvaro de la secreta de su escritorio, para llevarla a sus labios con reverente amor.

Después de haberla leído, Álvaro continúa mirándola, apoyados los codos en la mesa, y oprimiéndose la cabeza entre ambas manos, como si temiera que su cerebro fuera a estallar por la fuerza del pensamiento.

Más que una carta era un pliego escrito con letra desigual y algunas veces ininteligible.

Por la incoherencia y el desorden de las ideas, se conocía que había sido dictada por una razón enferma y extraviada por el dolor.

Se veía también que, al principiar, su intención no fue escribir una carta sino más bien un diario en que dar expansión a su destrozado corazón.

Decía así:

«Hoy es 21 de Noviembre: Era el 4 el día en que él me dijo que ¡ya no me amaba!...

¿Qué es lo que ha pasado por mí?...

¡Ay! ya comprendo. He dejado de vivir porque él dejó de amarme.

¿Por qué no he muerto? ¡Cuánto sufro! Si siempre llorara se aliviaría mi dolor, pero algunas veces en lugar de llorar, río, y río tanto que el corazón quiere reventárseme y algo como un manto de plomo cae sobre mi razón.

El médico dice que cuando deje de reír estaré curada. ¡Cuánto se equivoca!

Si hubiera dicho que cuando lo vea a él me habré salvado, hubiera acertado.

Desde ayer, que supe que él venía, he podido comer. Ya no río.

¡Qué dulce es llorar de esperanza!

Son las 4 de la tarde. Álvaro vendrá a las 8 de la noche. Dentro de tres horas y treinta minutos estará aquí. Así me lo dicen todos.

¿Por qué no vendrá ahora mismo?

Dice mi padre que viene a arreglar mi matrimonio. ¡Gracias Álvaro mío! ¡gracias mi bien amado!

Comprendo tu sacrificio. La vida de tu Catalina vale para ti más que todo lo del mundo.

¿Cómo podré yo retornarte este bien?

¡Y yo que creía que él me odiaba! No, su corazón no ha sido formado para el odio.

Él es bueno, justo, noble. ¿Cómo había de querer que yo no viera en el autor de mis días sino al autor de mi desgracia?.

Eacute;l no podía vengar en la hija, el crimen del padre.

¿Acaso soy yo culpable? ¡Ah! Sí; tengo una sola culpa, la de amarlo a él más que a nadie en el mundo...


Aquí parecía que había suspendido la escritura.

Todo lo que a continuación copiamos estaba escrito con un pulso nervioso y agitado...

El papel estaba manchado como si gruesas lágrimas hubieran borrado la escritura. Después decía:


«Todos menos él. Anoche le esperé en vano.

Álvaro, amor mío: ¿Es verdad que te alejas de mí? No puedo creerlo y sin embargo me lo dicen el silencio de mi padre y las lágrimas de mis amigas.

¡Me siento morir!...

Si al menos te viera venir a decirme adiós... moriría tranquila sin maldecir el cruel destino que de ti me separa.

¡Separarnos! ¡imposible!

Mi alma está más unida a tu alma que a mi cuerpo.

Tu lo sabes bien: cuando ella se abrió a la luz de la razón, abriose también a la luz de tu amor.

No, no puede separarse de ti. Ella te seguirá por todas partes, como una acusación, como un remordimiento.

Yo iré siempre tras de ti. Te seguiré donde quiera que vayas, y cuando tú ¡ingrato! intentes unirte a otra mujer, yo iré a interponerme a tu destino. Iré a pedirte cuenta de tus juramentos.

No me importan ya la vida, el honor; todo lo sacrificaré, todo, a trueque de vivir a tu lado.

¡Álvaro, ten piedad de mí, no te alejes, no huyas de mí!... tú serás responsable ante Dios y los hombres, del destino de esta infeliz que te ama como una insensata.

No quieras abrir un nuevo abismo que el amor salvará porque no conoce imposibles.

¡Ingrato! sacrificas mi felicidad a tu amor propio.

Demasiado tarde conocerás cómo sabe amar tu

CATALINA.»




ArribaAbajo- XIV -

Los proyectos de Álvaro


Al siguiente día volvió Álvaro a casa de Estela pero esta vez no iba, como antes, ansioso de ver aquellos ojos color de cielo cuya dulce mirada parecíale que iluminaban su alma, y de escuchar el apasionado acento que calmaba las amarguras de su vida; iba abstraído de todo lo que le rodeaba, taciturno y meditabundo, cual si el encanto que en otro tiempo saboreaba al lado de la candorosa joven, hubiera para siempre desaparecido.

Algo muy grande, y profundo se operaba en su corazón.

El pálido semblante y los enrojecidos ojos dejaban adivinar fácilmente que el insomnio, y la angustia habían agitado todo su organismo. Propio es de la luz del día calmar las amustias que en la noche nos atormentan y el dulce calor del sol, diríase que amaina el recio vendaval que aviva los pesares.

Álvaro iba, pues, a casa de Estela, algo menos conturbado que lo estuvo en la noche. Aunque sin esperanza de aliviar sus penas al lado de la hermosa joven, esperaba, cuando menos, hallar alguna luz en medio de la tenebrosa noche que rodeaba su espíritu.

-Ya sabe Vd. -díjole Estela,- que dentro de pocos días nos iremos a Lima. Papá llegará pronto y es preciso recibirlo allá.

-También yo iré hoy a Lima a preparar nuestro domicilio -dijo Álvaro con voz triste y algo distraído - Insiste Vd. -dijo Estela- en que vivamos separados de papá.

-Sí, Estela, se lo ruego, se lo pido como un gran servicio, mi dignidad y mi decoro están de por medio y no querrá obligarme a hacer un triste papel.

-¡Ah! no sabe Vd. Álvaro, qué sacrificio hago a alejarme aunque: no sea más que por un momento, de lado de papá y más, ahora que tendría en la Srta. Catalina una amiga y una compañera, -repuso Estela con triste acento.

-Gracias, mi bella Estela, gracias, yo sabré recompensar ese sacrificio y espero que no notará la falta que le haga la compañía de la Srta. Catalina, su nueva mamá, -agregó Álvaro con amarga sonrisa.

¿Por qué insistía Álvaro en vivir lejos de la Sra. Guzmán o más bien, diremos, de su antigua novia?

Es que al sondear su corazón encontró que la imagen de Catalina estaba más que nunca en él grabada y creyó que alejarse de ella era alejarse del peligro.

Proceder de otra suerte, discurrió sería lo mismo que pensar en una perfidia, sería pensar en traicionar a un amigo, a un hombre generoso que con ciega confianza habíalo llevado al seno de su familia, abriéndole su corazón y entregándole su hija.

Después de hacer estas reflexiones, Álvaro que era un joven de elevados sentimientos, resolvió huir de Catalina y unirse a Estela, como el único medio de salvarse de aquel peligro, que, como un abismo, tenía para él la fascinación y también la atracción.




ArribaAbajo- XV -

La vuelta a Lima


Tres días después, la familia del Sr. Guzmán, inclusive los gatos y loros, que como buena solterona, criaba Andrea, dejaron el poético Chorrillos, para trasladarse a Lima y ocuparse, como hemos dicho, en los arreglos de la casa.

Poco tiempo fue suficiente para que la suntuosa y magnífica morada del padre de Estela quedara lujosamente amueblada y artísticamente decorada.

Como la mayor parte de las casas de Lima, ésta era compuesta de grandes habitaciones, espaciosos patios y anchurosos peristilos, que rodeaban la parte alta del edificio.

El salón principal era extenso, magnífico. El costado que daba a la calle, estaba dividido por tres puertas de balcón, entre las cuales había cinco consolas de mosaico, con grandes jarrones del Japón, donde se ostentaban gigantescos ramos de flores artificiales: en la testera de la sala había dos grandes espejos, de cristal de Venecia, que bajaban hasta cerca del pino, rematando por una especie de canastillo de primorosas flores. Las puertas estaban cubiertas de cortinas y tapices de raso del mismo color de los muebles. El color que dominaba entonces era el azul celeste. Sobre la rica y muelle alfombra que tapizaba el suelo, brillaban bellos sillones dorados y al centro se levantaba un ancho diván de dos asientos, coronado con ramos de flores.

La parte baja de la casa que nunca se ocupaba, permanecía reservada sólo para el caso de hospedar algún amigo.

Los departamentos altos, eran espaciosos y de suficiente extensión para alojar más de una familia. Dividíanse en dos alas, quedando la escalera al fondo del patio y en medio de las habitaciones altas.

D. Lorenzo ocupó para el arreglo de la casa al más afamado ebanista de Lima. Esto no impidió que Elisa encontrara demasiado vulgar el gusto de su padre, eligiendo modificaciones, que manifestaban sus grandes cualidades y sus tendencias a ser gran Señora.

Dirigido por ella, todo quedó, al fin, lujosamente arreglado, y artísticamente decorado.

El día señalado para el arribo a Lima del Sr. Guzmán y de su esposa, la casa, habitada por su hija y por las demás personas que ya conocemos, presentaba animado y brillante aspecto; expresión del regocijo y el contento de sus moradores.

Amigos y relacionados, se habían congregado para esperar a los esposos. Todos charlaban y reían, mirando el reloj con impaciente alegría.

Uno, entre todos, sin embargo, parecía caviloso y meditabundo, y aunque en su jovial palabra y expresiva sonrisa aparentaba participar del contento de los demás, el observador que atento hubiérale visto permanecer largo rato con la mirada fija, la respiración angustiosa y de vez en cuando, con cierto nervioso temblor, como de quien está agitado e intranquilo, hubiera adivinado lo que por su espíritu pasaba. Este era Álvaro González.

Estela estaba radiante de alegría y de belleza. Llevaba un vestido propio de la estación, de seda blanca adornado con terciopelo guinda, que realzaba la belleza de su nacarado cutis y el brillo de sus rubios cabellos.

Doña Andrea, también aconsejada: por el buen gusto de Elisa, había estrenado un rico vestido de raso negro que, en la opinión de Estela, la rejuvenecía y le venía muy bien.

Las doce del día acababan de sonar, cuando dos coches de lujo y con cocheros de librea se detuvieron en la puerta de calle. El primero que bajó del coche fue D. Lorenzo que, con otros muchos amigos del señor Guzmán, se había instalado desde la víspera en el Callao para poder llegar de los primeros a bordo.

Tan pronto como Estela oyó el ruido de los carruajes que se detuvieron a la puerta, descendió precipitadamente las escaleras y corrió a colgarse del cuello de su padre.

Mientras éste colmaba de besos y caricias a su hija, D. Lorenzo daba respetuosamente la mano a una hermosa joven que bajaba con agilidad del coche.

Así que entraron al gran vestíbulo de la casa, el Sr. Guzmán, atrayendo cariñosamente a su hija hacia la recién llegada, díjola:

-Estela, ¿cómo es que no te acercas a tu nueva mama? -y dirigiéndose a su esposa agregó: -Te presento a mi hija Estela, que espero lo sea también tuya. Ambas se abrazaron y el Sr. Guzmán miró complacido el grupo que presentaban las dos jóvenes, hermosas y alegres como la imagen de la felicidad.

Estela y su padre subieron las escaleras enlazados estrechamente, dirigiéndose afectuosas palabras.

Luego que entraron al anchuroso peristilo que formaba la parte interior del edificio, salieron a recibirlos los numerosos amigos allí congregados,

El señor Guzmán abrazaba alternativamente a todos con emoción y júbilo.

Álvaro no fue de los primeros en acercarse a su antiguo amigo y futuro padre. Cuando éste lo vio díjole:

-Álvaro, hijo mío, parece que se estuviera Vd. ocultando de mí, cuando yo le busco ansioso.

Después de abrazarlo con paternal ternura mirole a la cara con ese ansioso interés con que se mira a una persona amada, Álvaro bajó los ojos y sus mejillas se enrojecieron. El señor Guzmán con dulce sonrisa agregó:

-Yo esperé verle en el Callao, ¡ah perezoso! ¿se dormiría Vd. esta mañana? y el vapor fondeó tan temprano que, aunque hubiera Vd. partido por el primer tren, ya me hubiera encontrado en tierra. Venga Vd. lo presentaré a mi esposa.

Y acercándose a Catalina, que no lejos de allí estaba, le dijo:

-Catalina, te presento a Álvaro González mi antiguo amigo, y futuro hijo.

Álvaro, estrechó la mano que, con ademán natural y tranquila mirada le extendió la joven, y sin atreverse a mirarla se retiró de su lado cual si huyera de ella.

Catalina parecía tranquila, completamente tranquila. Nadie en esa seductora sonrisa, en esa cariñosa mirada, hubiera podido adivinar que en su pecho ardía pasión más ardiente y devoradora que la de Álvaro, que tan turbado y meditabundo se mostraba.

Después de las presentaciones, y de los saludos de estilo, se entabló la conversación, formándose grupos de tres o cuatro personas en los que se hablaba de diversos asuntos, pero, de preferencia, sirvió de tema la belleza y juventud de la esposa del señor Guzmán.

Un viejo solterón, de aquéllos que para ocultar las causas verdaderas de su inmoral soltería, recurren al vulgar y ridículo pretexto de no haber hallado una mujer que los ame, o quiera aceptarlos por esposos, decía:

-Amigos míos, será preciso que los desgraciados, que no tenemos una hermosa que nos ame, nos dirijamos a Cuba, en pos de una mujercita como aquélla.

-Se conoce que la maldita guerra con España, ha puesto en Cuba a los hombres como el oro, subido de precio; de otro modo no se explica, que nuestro amigo con sus setenta subidos de punto, haya atrapado una moza real como ésta.

-No sea Vd. temerario. Le echa Vd. años al señor Guzmán como echar agua, que nada cuesta.

-No exagero; mire Vd. por los años de 1823... él y yo entramos a formar las primeras Cortes que se instalaron en Lima después de la jura de la independencia; con que, ya puede Vd. hacer sus cuentas... y él era mucho mayor que yo...

-Pues, amigo, él parece mucho menor que Vd. Se conoce que la castalia fuente de Juvencio ea que ha bebido el amor, ha fortalecido su espíritu y rejuvenecido su cuerpo.

-La suerte, de un viejo, casado con muchacha bonita, no es muy envidiable; yo, al menos, no las tendría todas conmigo.

-En Lima no más tenemos algunos ejemplos que horripilan el cuerpo.

-Calle Vd.... per allí este el señor...

Un nuevo interlocutor vino a dar nuevo sesgo a la conversación.

-Como un deber de justicia diremos, que los setenta años, subidos de punto, que le echaban al señor Guzmán, eran una exageración, que se realiza con frecuencia siempre que, un matrimonio, se encuentra en presencia de la espantosa cifra que uno de los cónyuges lleva al otro, la que, cuando pasa de más de quince años, es como un abismo que todos ahondan quitándole guarismos al más joven para echárselos desapiadadamente al más viejo.

El señor Guzmán no tenía más que sesenta años. Si se hubiera presentado al lado de una mujer de cuarenta, sus crueles amigos no le habrían acusado del crimen de ancianidad.

¡Ah! el término de comparación tiene su lado fatal, horrible para el que ofrece el contraste de unir, la vejez con la juventud, la fealdad con la belleza, la muerte con la vida.

El señor Guzmán, con esa sublime inocencia de los buenos, con esa sencillez de las almas nobles, no comprendió, no adivinó, a pesar de su clara inteligencia, que aquel contraste, aquella interposición, de la vejez con la juventud, de la muerte con la vida, cuando no vierte deshonra, dolor, amargura, derrama sobre el que la afronta, ridículo, risa, burla.

Sus amigos, a pesar de lo mucho que lo estimaban, y del afecto que le guardaban, no le escasearon las sátiras, ni respetaron sus canas que fueron objeto de murmurantes cuchicheos.

-Pasto para el diablo, -decía alguno mirando la deslumbradora belleza de Catalina.

-Mujer de viejo, manjar de pícaros, -decía otro con sarcástica risa.

Y mirando la erguida y altiva cabeza del feliz sexagenario, agregó un tercero:

-¡Qué despejada tiene hoy la frente! muy pronto la inclinará como cierto viejo que yo me sé.

-El peso de la desgracia, -contestó otro riendo y recalcando la palabra que hemos subrayado.

Después de este odioso e insultante diálogo, los que lo sostuvieron no faltaron a las felicitaciones que todos prodigaban al recién llegado.

Tan habituados estamos a las perfidias sociales, que las cometemos tranquilamente, sin remordimiento y muchas veces inconscientemente.

El señor Guzmán estaba radiante de felicidad, ebrio de gozo. Aquel rostro rugoso, aquellos ojos ligeramente hundidos, aquellos cabellos completamente canos, que dejaban ver los ultrajes del tiempo y el peso de los años, parecían iluminados por los celestes resplandores de la juventud.

El señor Guzmán, por lo demás, era un viejo hermoso. Tenía porte arrogante, apostura altiva y semblante expresivo y afable como el de un joven de treinta años. Su aspecto era noble a la par que dulce y simpático. Sus ojos no habían perdido el brillo de la juventud, que los hombres de sanas costumbres y tranquilas pasiones conservan hasta una avanzada edad y que tan temprano se extingue, en medio de los desórdenes y las orgías del vicio. Su robusta complexión se manifestaba en el color ligeramente sonrosado de su cutis, y a besar de los surcos que el tiempo había impreso en él, tenía aspecto de salud y lozanía.

Todos los que, con el nombre de amigos del recién llenado, hicieron tan injuriosos comentarios, y aventuraron, tan temerarios juicios, convinieron en afirmar, (y esta era concederle mucho), que el ambiente juvenil que había respirado al lado de su hermosa Catalina, habíalo rejuvenecido visiblemente.

En un ángulo de la sala, un alto magistrado y un no menos alto funcionario público entablaron el siguiente diálogo:

-¿Qué dice Vd. pues, de nuestro compañero y amigo y de esta linda muchacha que nos ha echado?

-Bellísima en verdad, y yo creo que es menor que su hija, al menos, lo parece así.

Ya hemos dicho que Estela tenia dieciséis años y Catalina veinte y dos, pero aunque ésta hubiera tenido diez más, estos buenos amigos, hubieran hecho la misma observación.

-Sí, yo aseguraría que es menor, -agregó otro de los interlocutores.

-¡Qué ojos tiene tan seductores! Parece que lanzaran rayos de fuego; se conoce que posee un enérgico carácter y una alma bien templada.

-Allá se las avenga el infeliz, que lo que es yo, pronostícole, que navegará eternamente en un mar bravío y tempestuoso.

-O tal vez no. Muchas veces, en estos grandes caracteres se encuentra la fidelidad que falta en las mujeres vulgares. No me dé Vd. mujeres de almas de cántaro; allí no se encuentra nada, ni para el bien ni para el mal.

-No, amigo, no me hable de grandes espíritus, porque con su grandeza, lo engañan a Vd. muy bonitamente.

-En cambio, una tonta lo engaña a Vd. de la manera más tonta y estúpida.

-Ya veremos qué dice nuestro amigo cuando le llegue la vez de hablar por experiencia propia.

-Dicen que el matrimonio de la señorita Estela con el joven cubano se realizará en breve; parece que sólo aguardaban la llegada del padre.

-¿U. conoce al novio? Me han referido algo muy deshonroso para él.

-He oído decir que está proscrito de su patria y enjuiciado criminalmente, por el delito de homicidio frustrado contra un alto funcionario de su patria.

-Algo debe haber porque el padre del joven murió a manos de un español, hembra influyente pero perverso y temible.

-Bien se conoce que el señor Guzmán le mandó novio a la hija, con la intención de casarse él luego. Dicen que la causa por la cual no volvió a contraer antes nuevas nupcias, era el temor de dar a su hija una madrastra.

-Quien sabe lo que haya en esto -contestó el otro con malicia.

Dejemos a estos dos interlocutores hacer aventurados comentarios y temerarios juicios. Vamos a buscar algo que nos interese más.

La sociedad es un grande océano. Tras su tranquila superficie se agitan monstruos que se devoran unos a otros encarnizadamente. En la sociedad, como en el océano, los grandes devoran a los chicos.

Dejemos a los que se agitan para hacer el mal y que no pudiendo devorarse las entrañas, se devoran la honra. Dejémoslos.

En la sociedad, como en el océano, se ven aves de bello plumaje y melodioso canto, que cruzan el espacio mirando las lontananzas celestes como el fin de su vuelo.

Estela y Catalina se habían sentado juntas en lujoso canapé y departían amigablemente.

Nadie, al verlas, diría que estas dos jóvenes, que el destino ha colocado frente a frente, tienen de por medio un abismo; el abismo más insalvable, cual es el que abre el amor, entre dos seres que deben mirarse como rivales. ¡Quizá si hoy mismo va a resolverse el destino de ambas!

¡Cuántas veces el porvenir de una persona depende del rumbo, del sesgo o de la caprichosa corriente que toma una conversación!

Antes de acercarnos a escuchar su animado diálogo, preciso es que demos a conocer a Catalina.



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