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ArribaAbajo- XXVI -

De como dos amantes pueden causar tanto miedo como dos malhechores


De regreso del teatro, se reunieron todos en el salón de recibo de la casa. Ya hemos dicho que la familia del señor Guzmán ocupaba el segundo piso, y Álvaro las habitaciones bajas, cuya salida única era por el patio principal Montiel, que, por su mal, tuvo que habitar las piezas fronterizas a las del joven, sentíase horriblemente contrariado con esta vecindad, que él consideraba como peligro perpetuo, que le llevaba a usar toda suerte de precauciones. Esta vez Montiel esperó que Álvaro se hubiera retirado, y con objeto de precautelarse de alevoso asalto, encendió un fósforo para bajar las escaleras. No por esto dejó de dirigir miradas escudriñadoras a las habitaciones del joven que en ese momento estaba muy lejos de pensar en el viejo español.

El señor Montiel atravesó el patio, dirigiéndose a sus habitaciones.

De súbito hizo estremecer su cuerpo un ruido cercano, débil y sordo, como el de unos pasos ligeros sobre el pavimento, hacía el lado de la escalera.

La pálida luz del fósforo alumbraba débilmente sólo una pequeña parte del espacioso patio.

Un escalofrío corrió hoz todo su cuerpo y su mano principió a temblar hasta hacer oscilar la llama del fósforo. Quiso volver la cara para ver de donde venía aquel roído, que aunque leve, pareciole ser de un grupo de hombres que se aproximaban, mas faltole valor, y aterrorizado miró el fósforo que ya le quemaba los dedos, amenazando dejarlo en tinieblas. El temblor de las manos entorpecía a tal extremo sus movimientos, que sólo a duras penas pudo sacar un segundo fósforo que encendió en la casi extinguida llama del primero.

Con el auxilio de esta luz tuvo valor para detenerse un momento. Pensó que tal vez el miedo, ese hijo del remordimiento y la vergüenza, era la causa de que él oyese ruidos y pasos que nadie en la casa sentía; pensó que su alma cargada de terrores, evocaba, a su pesar, recuerdos que aumentaban su suplicio, y que tal vez todo era efecto de esas alucinaciones que con frecuencia experimentan las personas poseídas de una preocupación.

Pero en este momento volvió a sentir nuevamente alga como el ruido que produce una persona que huye. Apretó el paso, abrió precipitadamente la puerta de su dormitorio, entró apresuradamente y de un golpe volvió a cerrarla.

-¡Maldición! -exclamó luego que se vio solo,- ya no me es posible soportar un día más este suplicio.

En seguida encendió una luz de gas y principió a pasearse a largos pasos temblando, no sabremos decir si de miedo o de furor.

-¡Maldición! -volvió a exclamar. Ya hemos dicho que esta exclamación era su estribillo en todas las situaciones difíciles. Con los labios secos y la mirada centellarte agregó: -Yo remediaré esta situación. Mañana mismo hablaré con Catalina, y ese infame cubano que se entretiene en matarme a pausas, tendiéndome celadas, y mirándome con ojos de hiena; en lugar de ser mi verdugo será mi víctima, será mi esclavo. Sí, -dijo con la mirada siniestra, yo puedo hacer que Catalina admita su amor y así se tornará en manso cordero, en vez de ser cruel enemigo. Y cuando yo comprenda que él sostiene amores con mi hija, me daré por ofendido y le pediré cuenta del honor por él mancillado. Sí, ya veré yo a ese cobarde venir a arrastrarse como un perro a mis pies, y entonces seré inflexible hasta obligarle a firmarme una declaración, en la que confiese que me debe la vida y que se obliga a ser un obediente servidor del más generoso benefactor que él tiene.

¡Ah!, exclamó frotándose las manos con salvaje alegría, ya me figuro ver la cara que va a poner cuando yo me presente diciéndole: -Es Vd. un miserable que está cubriendo de oprobio y deshonra las respetables cabezas canas de dos ancianos a quienes debe favores y gratitud.

¡Ah!, volvió a exclamar con una explosión de alegría que iluminó su enjuto rostro, -con razón decían los antiguos que la venganza era manjar de los dioses. Sí, no hay placer comparable al que se siente con la sola idea de humillar al que tanto nos ha humillado, de hacer sufrir al que tanto nos ha martirizado.

Después de meditar un momento dijo -Necios y vulgares escrúpulos me han retenido en este plan que un tiempo habíame formado. El temor de ocasionarle un mal a mi pobre Catalina, a ese ángel de pureza y bondad, es lo que me ha dado paciencia, para sufrir por tanto tiempo; pero veo que ningún mal puede sobrevenirle a ella, a no ser el que resulte del amor que ambos se tienen.

Y luego con irónica sonrisa dijo:

-Una pobre muchacha casada con un viejo será más feliz teniendo por amante al único hombre que ella ama. En todo caso yo necesito vengarme y si preciso fuere sabré sacrificarlo todo...

En este momento se detuvo en sus largo paseos y mirando hacia el lado donde quedaba el aposento de Álvaro alzó ambas manos y como si lanzara un anatema hacia el que tanto odiaba, dijo:

-¡Pobre de ti! ¡Álvaro González!, te complaces en humillarme, en martirizarme, te recreas en el terror que has alcanzado a inspirarme, pero ya te veré venir a mí y entonces ¡ay de ti! si no te humillas como un perro, si no te arrastras a mis pies como un miserable, como un...

De súbito un ligero ruido como de dos personas que caminan de puntillas y apresuradamente sintiose en el patio cerca de la puerta del señor Montiel; éste se quedó con la palabra cortada, tendió el oído y distinguió perfectamente que alguien se acercaba hacia la puerta, dio un salto que bien pudiéramos llamar un respingo, y la radiante alegría que iluminaba su semblante, tornose en pavoroso miedo, en espantoso suplicio.

Corrió a la cerradura de la puerta esperando ver acercarse a Álvaro acompañado de muchos otros cómplices que vendrían a romperle la puerta para asesinarlo, y percibió distintamente pasos que se acercaban hacia ese sitio.

-¡Dios mío! -exclamó levantando los ojos al cielo, ¡van a matarme sin remedio, en vano será que intente defenderme! ¡que puede hacer un hombre solo contra una partida de malhechores!

En el colmo de la desesperación llevó ambas manos a su cabeza y mesándose los cabellos, miró con angustia la puerta; imaginábase sentirla crujir, próxima a derrumbarse; dio dos pasos atrás, y paseando su extraviada mirada por la estancia, como si buscara una salida, corrió a tomar su revólver, que al entrar colocara sobre la mesa, luego quedó por un momento esperando con la mirada fija y la pupila dilatada.

Pero, cual sería su sorpresa al oír que los pasos se dirigían a la puerta de calle sin detenerse delante de la de sus habitaciones.

Entonces su semblante pareció serenarse un tanto y caminando de puntillas vino a pegar el oído al ojo de la cerradura; pero su corazón golpeaba tan fuertemente en su pecho, que lo ensordecía, agolpándole, al mismo tiempo, la sangre a la cabeza.

Al fin, después de largo tiempo de escuchar, pudo oír este diálogo, muy distinto ciertamente de lo que él esperaba:

-¿Por qué me despides, alma mía, tan temprano?

-¡Pues qué! ¿no ves que este viejo estúpido no apaga la luz y puede salir y sorprendernos de un momento a otro?

-No temas nada, ya ves que en tantas noches que he venido aquí nunca ha sucedido nada.

-Sí, pero lo que no sucede en un mes sucede en un día.

-¡Ángel de mis amaros! ¡Cuán feliz soy a tu lado!

-¿Hasta cuándo la misma cantinela? ¡Buenas noches!

-¡Aguarda, Elisa mía! Un beso a la despedida.

Y el señor Montiel oyó un sonido apenas perceptible, pero que le dejaba conocer que eran dos besos que sonaron al mismo tiempo.

¡Maldición! -exclamó el señor Montiel dando una patada en el suelo,- es la pícara de Elisa que está con algún mozo que le hace la rueda.

Y sonrió con aquella sonrisa de satisfacción con que sonríen los cobardes; satisfacción tanto más grande cuanto ha sido mayor el susto que han sufrido.

Poco después todo quedó en silencio y el asustadizo español se fue a su lecho pensando en la cruel e insoportable situación en que se hallaba.




ArribaAbajo- XXVII -

Los proyectos del señor Montiel


Los fantasmas, y los asesinos, que los espíritus medrosos, o las conciencias manchadas por el crimen, ven aparecerse en las sombras de la noche, se tornan con la luz del día, en motivo de risa, y muchas veces de indignación.

El señor Montiel se acordó al día siguiente de su espantoso susto y con una sonrisa que significaba: será el último, dijo. Ya veremos si tal cosa vuelve a suceder.

No era su carácter para soportar por mucho tiempo tan penosa situación.

Como de ordinario, se levantó muy temprano; pero no se vistió según su costumbre, de ligero y descuidadamente; por el contrario, parecía tener empeño en parecer muy bien, procuró cubrirse la calva lo mejor que pudo, trayendo una banda de cabellos de un lado para otro, luego se retorció el bigote untándolo con un poco de cosmético negro, mirose las uñas como si temiera tenerlas, como de ordinario, de dudosa limpieza: cuando hubo concluido su esmerado vestido, subió a los altos y se dirigió al lado opuesto de las habitaciones de su hija, lo que manifestaba que iba a buscar a D. Lorenzo o a Elisa.

Encontró a Elisa sola y canturriando una cancioncilla alegre y picaresca. El viejo mirola con ojos amorosos y acercándose a ella con aire festivo la dijo:.

-Ah, picaruela, ¿con que tenemos novio? ¡Eh!

-¿Yo, señor Montiel? -respondió Elisa ruborizándose, dando dos pasos atrás y fingiendo el mayor asombro.

-Bah, sólo que tú no seas la bella Elisa Mafey.

-Es verdad, yo soy pero...

-Pues bien, Elisa Mafey tiene novio, que yo conozco.

-¡Vaya! ¡qué ocurrencia!

-Sí a fe mía, y por cierto que no es mal parecido; por más señas, ese feliz mortal ha alcanzado venir a esta casa a una hora en que no visitan sino los amantes...

-¡Ah señor! le juro...

-Y la señorita Elisa lo recibía en el retrete de la escalera, -dijo el señor Montiel mirando fijamente a la joven.

A pesar de su astucia Elisa palideció, pero pronto se repuso y dijo:

-¡Cuántas veces se cree ver una cosa en la oscuridad y resulta otra muy distinta!

El señor Montiel, sin hacer caso de la observación de Elisa, continuó diciendo:

-Y esto es muy grave, tratándose de una casa honrada donde moran dos jóvenes que pueden cargar, sin saberlo, con las culpas de la señorita Elisa, algunas muchachas conozco yo, que, por menos, han ido a parar a un convento, o quién sabe si a lugar peor...

-¡Ay Dios mío! le juro a Vd. que todo es una calumnia...

-De mis ojos, -agregó riendo el señor Montiel.

-Pero, señor, una cita nada prueba: cuántas veces se da una cita para desengañar a un impertinente que nos fastidia y a quien no podemos decir con toda libertad lo que se desea...

-¡Ah! bien, bien luego yo debo esperar que también me des una cita, pero esa no será en el hueco de la escalera sino...

-A Vd. no puedo darle citas, señor Montiel, -contestó con desenfado Elisa.

-¿Tanto me aborreces, picarona? -repuso él acariciando la barba de la joven.

-¡Ah! no, pero va que Vd. tiene tan mala idea de mí ¿cómo quiere Vd. que le dé citas?

-Mira, no te critico eso hija mía, me gustan las chicas guapas, que hacen circular su hermosura, y no son como el avaro que guarda su tesoro para recrearse solo, sin hacer participar de él a los demás: yo siempre he contribuido lo mejor que me ha sido posible, a que circule la belleza, y lo que es la tuya, que vale más que el oro fino, merece que se la proteja en el camino que quieres seguir.

-Por Dios, no vaya Vd. a decirle nada a mi papá Lorenzo, -dijo Elisa juntando las manos.

-¿Y qué pagas por guardarte ese secreto? Vamos chica, sé generosa, -dijo el señor Montiel dándole unas palmaditas en el hombro, y luego tomando un aire serio agregó: Porque tú comprendes que no sería a tu papá Lorenzo a quien daría parte de tus nocturnas excursiones, sino al padre de familia, es decir al señor Guzmán.

-¡Ah! Señor, -exclamó Elisa asustada- ¿Me quiere Vd. perder? aunque estuviera inocente me arrojarían de la casa, no solamente a mí, sino también a mi pobre papá.

Y Elisa llevó su pañuelo a los ajos para enjugar una lágrima que, a pesar de sus esfuerzos no apareció, y luego agregó:

-¡Ay, qué desgraciada soy! -y dio unos cuantos sollozos bastante bien fingidos.

El señor Montiel sonrió con malicia y dijo:

-Bien conozco que esto sería para ti irreparable desgracia, pero ¿qué quieres? yo no puedo mirar impasible que se deshonre la casa en que vive mi hija.

Elisa, con la expresión dolorida y la voz llorosa contestó.

-Y Vd. que tantas veces me ha dicho que sería mi protector y que debía entregarme a Vd. con toda confianza, quiere perderme para siempre -y con la maligna astucia de una mujer de treinta años agregó: así son los hombres, y luego quieren que uno les crea.

-Es que hay cosas que no pueden dejar de hacerse, -dijo con tono severo el señor Montiel.

-Pues qué, ¿no puede Vd. guardar un secreto?

-Pardiez, es decir: puedo y no puedo.

-Es decir, -repuso Elisa con desdeñosa sonrisa, no puede Vd. porque no quiere.

-Dí más bien: no puedo porque tú no quieres.

-¿Y que puedo hacer yo para que Vd. quiera? -dijo la joven haciéndose la inocente.

-¡Pardiez! ser complaciente conmigo, -repuso el viejo español mirando con ojos codiciosos a Elisa.

-¿Y qué llama Vd. ser complaciente?, -replicó ésta con tono picaresco.

-Ser para mí lo que eres para el jovencito aquél de marras, ¿me entiendes?

Elisa hizo una morisqueta que bien quería decir: -¡qué diferencia entre un joven y un viejo!- y luego añadió:

-Es que yo soy una joven honrada que quiero casarme.

-La honradez es una mala dote, si tratas de hallar marido; en cambio yo te daré una con que puedes hallar en el día con quien casarte.

-Gracias; no quiero su dote, -contestó con aire despreciativo, y dando media vuelta intentó retirarse.

El señor Montiel tomó a la joven por el vestido y la detuvo diciéndole:

-Ven, voy a hacerte una propuesta y si la aceptas, te pagaré bien, si no, no olvides que de aquí puedo ir donde el señor...

-¡Ah! calle Vd. -contestó Elisa asustada.

-¿No quieres oírme?

-Hable Vd. ¿qué es lo que quiere?

-Quiero que me digas el nombre de... tu novio.

Elisa hizo una mueca llena de coquetería y luego dijo:

-¿Y por qué se empeña Vd. en conocerlo?

-Porque con el nombre de novios se introducen en una casa mal intencionados, o tal vez asesinos.

-¡Guá que ocurrencia! -exclamó Elisa, siguiendo la costumbre limeña de hacer esta exclamación llena de gracia, aunque algunas veces inoportuna.

-El ¡guá! me gusta mucho, -dijo el viejo español, porque lo dices con suma gracia; en cuanto a la ocurrencia, confieso que algunas veces la empleas traída de los cabellos.

-Puede ser, pero ahora creo que he contestado con propiedad.

-No tal, hijita mía; una ocurrencia es un dicho original y agudo, o cuando menos un pensamiento raro, sobre cualquier materia; ya tú vez que nada de raro tiene que te diga, que con el nombre de novios se introducen en una casa, ladrones o malhechores.

-No piense Vd. en tales cosas, señor Montiel, -le dijo la joven endulzando candorosamente la expresión.

-Pero no te dejaré si antes no me dices, quien es ese atrevido que viene donde ti todas las noches.

-¡Ave María! ¡qué calumnia! Señor Montiel, cómo dice Vd. que viene todas las noches, cuando sólo ha venido...

-Una noche sí y otra también, -repuso riendo el viejo español.

-¡Ay, Dios mío! ¡qué temerario es Vd. al inculparme así, de cosas que no he hecho!

-Que haya venido una vez o haya venido ciento, lo mismo da, hijita mía, -contestó con acritud el señor Montiel.

-Sí, ya lo sé, pero es preciso que sepa Vd. que él es un joven honrado que quiere casarse conmigo.

-Pero aún no me has dicho quién es él.

-Es... Elisa trepidó como si se avergonzara del nombre y de la clase a que pertenecía su novio.

-No -debe ser muy católico cuando ya no lo has echado a lucir,-dijo el señor Montiel.

-Vivimos en un país republicano y todo hombre honrado tiene derecho a vivir orgulloso de su condición y de su fortuna, -contestó Elisa.

-¡Ah! luego es hombre de fortuna.

-Sí por cierto: de otra manera yo no lo habría admitido.

-Pues entonces Elisa, te felicito.

-Y me felicitará Vd. con entusiasmo cuando vea Vd. a Elisa Mafey ocupando una alta posición en sociedad.

-¡Hola! con que a tanta altura te elevarás con este matrimonio.

-¿Por qué no? -contestó la joven con tono resuelto.

-¿Es acaso tu novio el hijo de algún contratista del Gobierno o del ministro de Hacienda?

-Nada de eso: es el hijo de un rico ebanista en compañía del cual arreglamos la casa antes que llegara el señor Guzmán.

-¡Bah-bah! -dijo el viejo español riendo y haciendo una mueca despreciativa.

-¿Se ríe Vd.? -dijo Elisa encolerizada,- pues no sería yo la primera señora que en Lima hubiera subido a la más alta escala social, desde una esfera inferior.

-No lo dudo, pero lo dificulto.

-¿Por qué lo cree Vd. difícil, cuando yo tengo cualidades que ninguna de ellas tiene?

-Es verdad, pero.

-No me ponga Vd. tantos peros, -dijo con altivez. Elisa, aprovechando de la dulzura con que se veía tratada y luego agregó: -Hay señoras en Lima que apenas saben leer y escribir malamente y cuando yo monte mi casa con lujo y tenga coche y dé ruidosos convites ¿quién se atreverá a decir que Elisa Mafey no es una gran señora, a la que vendrá a rendir homenaje toda esa turba de hombres y mujeres, que viven en pos de los que gastan dinero, sin importarles cosa el saber cómo ni de qué manera lo adquirieron?

-Hasta aquí has hablado como un oráculo, pero...

-Otra vez peros; pues me voy, -dijo Elisa y echó a caminar.

-Ven acá, chiquitina, aún tengo que decirte algo que nos interesa, -dijo el señor Montiel reteniendo a la joven por el vestido y acercando su cara hasta tocar con sus canos mostachos las mejillas de Elisa.

-¡Jesús que fastidio! -exclamó ella retirando violentamente su cara.

-¿Te molesto? -repuso encolerizado el señor Montiel,- pues bien, anda que luego me vengaré de tus desdenes.

-Pero si no acaba Vd. de decirme lo que quiere, contestó la joven con tono angustiado.

-Quiero que me digas si tú le has oído decir algo de mí, a alguna persona de esta casa.

-Decir de Vd. ¿qué cosa? -repuso Elisa sin comprender lo que quería díjele:

-Sí, tú no has oído nunca hablar mal de mí.

-¿De Vd.? ¿a quién?

-A cualquiera de los que habitan aquí: a Álvaro González por ejemplo.

-El señor Álvaro no se ocupa nunca en hablar de nadie, es un caballero.

-Pero eso no impide que exprese sus opiniones respecto a las personas que conoce.

-¡Ah! él está tan preocupado con su amor a la señorita Estela, que creo que ni aun se ha fijado en Vd. contestó con tono despreciativo.

-Oye, Elisa, yo te quiero muy de veras y si tú eres buena conmigo, podemos hacer un convenio que nos interesa a los dos.

La joven arrugando sus lindas cejas, preguntó: ¿Cuál?

-Tú me prometes decirme todo lo que suceda en esta casa, es decir todo lo que creas que pueda interesarme, yo, te prometo guardar el secreto de tus citas nocturnas: ¿Te parece bien?

Elisa calló un momento como si le tomara todo el peso a su situación y luego dijo: -Me lo promete Vd. de veras?

-Sí, a fe de caballero.

-Está bien: convenido.

-Vengan aquí esos cinco -dijo el señor Montiel, sonriendo con satisfacción y extendiendo su rugosa mano, que Elisa estrechó con gracia y lisura.

Cuando se retiró la joven el viejecillo mirola con ojos codiciosos y con sonrisa de satisfacción.

-La tengo entre mis manos, -dijo:- ésta es una conquista doblemente interesante: será mi querida, y al mismo tiempo me servirá de espía: así podré estar al corriente de todo lo que Álvaro diga, y si me conviene romper ese matrimonio, este diablillo puede servirme a maravilla. ¡Qué diablos! ya estoy resuelto a no soportar más tiempo esta violenta situación. Ahora hablaré a Catalina y ya arreglaré mi plan de campaña.

Elisa por su parte se retiró diciéndose a sí misma:

-¡Pícaro viejo! ¿con qué me habías visto? Ya verás como cumplo mi compromiso. Si se presenta la ocasión especularé con tus atrevidas pretensiones. ¡Vaya el viejo pícaro! ¡pensar que yo puedo darle citas! ¿Y qué haría yo con esta momia? Si me da miedo viendolo a toda la luz del sol, ¿cuánto no me daría de noche a oscuras y solo conmigo? ¡Jesús! ¡qué horror! -y Elisa se cubrió con ambas manos la cara y echó a correr, como si huyera del diablo.




ArribaAbajo- XXVIII -

Los terrores del señor Montiel


Después de almorzar con toda la familia, el señor Montiel se acercó a su hija y asiéndola cariñosamente por la mano le dijo:

-¿Quieres que hablemos un momento?

Catalina miró sorprendida a su padre y respondió:

-Solos o quiere Vd. que llame a mi esposo.

-Solos, sí, y tan solos, que esperaremos que él se haya ido, -y señaló con un movimiento de cabeza al señor Guzmán, que en ese momento tomaba su sombrero y se preparaba a salir.

Catalina condujo a su padre a un pequeño salón lujosamente amueblado.

Montiel sentose con toda libertad y siguió fumando un rico habano que acababa de encender.

Catalina colocose frente a él y procurando aparecer completamente tranquila dijo:

-Y bien papá ¿qué quiere Vd. decirme?

-Querida hija mía -dijo aparentando no fijar la atención en el semblante de Catalina,- tú eres desgraciada; comprendo tus sufrimientos, y esto me tiene preocupado y aumenta mis angustias.

Catalina que no esperaba esta imprevista salida, estremeciose a su pesar, y dijo:

-¿Por qué cree Vd. eso? yo estoy contenta y no me quejo de mi suerte.

-No te quejas porque, no tienes una persona de confianza; pero tú sufres, no me lo ocultes.

-Se equivoca Vd., yo vivo feliz.

-Anoche en el teatro te vi llorar varias veces.

-¡Ah! sí con la tristísima relación del señor Venegas que a Vd. como a mí nos interesó.

-Sí, nos interesó de muy distintas maneras.

-¿Cómo así? no comprendo...

-No comprendes, -repitió el señor Montiel fijando en su hija, sus ojos pequeños y redondos,- no comprendes que a ti te interesó por el amor que sientes y a mí por el odio que me consume: porque tú amas tanto a Álvaro como lo odio yo.

Catalina palideció mortalmente y, por un momento, no supo que contestar a este imprevisto ataque. El señor Montiel, procurando endulzar cuanto pudo su voz, agregó.

-No te alarmes, querida Catalina, no vengo a pedirte que lo alejes de tu lado ni mucho menos que te tornes huraña y cruel para hacerle algún daño: nada de eso, al contrario; vengo a aconsejarte algo muy favorable para que todos vivamos en paz, algo como una transacción para ser felices, sí, querida hija, todos podemos ser felices.

-No sé qué quiere Vd. decirme, -replicó Catalina, mirando con extrañeza a su padre.

-Antes de decirte lo que deseo, quiero que me contestes a esta pregunta: ¿Piensas impedir el matrimonio de Álvaro? Háblame con toda franqueza, como que soy el único amigo con quien puedes dar expansión a tu corazón.

-¡Impedir el matrimonio de Álvaro! -replicó asombrada Catalina.

-Sí, ¿por qué no?

-Porque no debo hacerlo.

-¡Pardiez! que estaba lejos de esperar esta contestación.

-Sin embargo, mi conducta creo que...

-Sí, tu conducta, desde que llegamos a Lima, se me ha hecho un misterio.

-Un misterio muy fácil de explicar, padre mío.

-Ciertamente, si no tuviera en cuenta tus pasadas desgracias, -replicó él acentuando con intención sus palabras.

-¡Ah! señor, no hablemos de eso, porque me obligaría Vd. a hacerle reproches que he jurado no saldrán jamás de mis labios.

-Querida Catalina, no creas que dejo de reconocer la justicia con que merezco esos reproches, y yo que jamás he doblado ante nadie mi cabeza, la doblaría ante ti, si me inculparas por tus pasados sufrimientos; pero, por lo mismo que me reconozco culpable, vengo a decirte; véngate, castiga al que con su conducta agravó una falta que bien podía no haberte herido tan duramente y que por mi desgracia ha pesado sobre ti sola.

-¡Vengarme! -repuso Catalina con tristeza- ¿y de qué modo podría yo vengarme?

-Impidiendo el matrimonio de Álvaro e influyendo en tu esposo para que lo haga salir en el día de la casa, expulsándolo como a un infame.

-¡Jamás haré yo eso! -contestó Catalina con firme resolución.

El señor Montiel quedó por un momento perplejo; sin saber qué camino seguir: tiró con rabia el cabo del cigarro que acababa de fumar, arrugando sus negras y pobladas cejas y desesperado de poder llegar a un resultado definitivo, en su deseo de sondear el corazón de su hija. Al fin, levantando bruscamente la cabeza, dijo:

-Supongo que no te hayas casado con Guzmán y hayas venido desde Cuba por sólo el placer de presenciar el matrimonio de Álvaro: dime al menos qué piensas respecto a él.

-Yo, -dijo Catalina,- ¿qué puedo hacer, padre mío? Bien sabe Vd. que lo que hubo en otro tiempo entre Álvaro y yo ha pasado.

-No, -repuso con amarga sonrisa el señor Montiel, y acercándose a su hija y poniéndole una mano en el pecho volvió a decir- no, aquí no ha pasado lo que hubo en otro tiempo, no me lo ocultes Catalina.

-Señor, -contestó con severa expresión ella,- si tuviera la desgracia de que ese amor viviera aún, lo ahogaría, pues que hoy sería un amor criminal.

El padre y la hija se miraron por un momento. El señor Montiel largó una risotada y dando a sus palabras tono sarcástico y burlón, dijo:

-¡Amor criminal! esa es una soberana tontería, que sólo nuestros abuelos decían y de la que hoy nos reímos, con el desprecio que merece. En un matrimonio tan desigual como el tuyo, en el que tu esposo no puede esperar de ti, sino el afecto filial, con que debe contentarse, no cabe criminalidad en dar expansión a afectos que, por otra parte, son muy naturales.

-Por naturales que fueran, no dejo de conocer, que estoy en el deber de ahogar todo otro amor que no sea el de mi esposo, -contestó Catalina con tristeza.

El señor Montiel, hizo un movimiento lleno de impaciencia y volviéndose hacia ella dijo:

-¿Pero de dónde me sacas tú esta moral tan severa y tan rancia?

-Es la que me enseñó mi madre, y la que en ella tanta admiración y respeto le inspiró a Vd.

-Pero, en fin -repuso el señor Montiel queriendo alejarse de ese terreno para él tan escabroso,- la virtud debe ser accesible y acomodarse a todas las situaciones de la vida.

-No sé lo que quiere Vd. decirme.

-Mira, Catalina, voy hablarte con toda la franqueza que me inspira tu recto juicio, y con toda la sinceridad que requiere la difícil situación en que nos hallamos. Tú sabes bien que yo vivo con Álvaro como si la espada que el tirano de Siracusa colgó sobre la cabeza de Damocles, estuviera a todas horas próxima a desprenderse de su delgado hilo, para caer sobre la mía; mi vida es un tormento continuado, incesante, mi sueño es intranquilo, poblado de sueños y visiones. A toda hora, a todo instante, me parece ver llegar a este maldito hombre, con la vista extraviada y el semblante amenazador, como lo vi aquel día en que, felizmente, pude librarme de él, porque estaba ahoyado por los míos y protegido por la fuerza de que podía disponer; hoy no es lo mismo, y si a este perillán se le ocurre ponerme de blanco de su revólver, no podré evitarlo; porque tú sabes, que con el nombre de desafío, él que es un espadachín consumado, me asesinará impunemente, y lejos de que él sea castigado, vendrán, sus compatriotas, esa peste de cubanos, que aquí tenemos, vendrán a felicitarlo y a decirle que ha cumplido con un sagrado deber.

Ya comprendes, querida hija mía, por que vivo intranquilo, desesperado, de mal humor, sin tener el sosiego necesario para arreglar mis negocios. Si fuérame dable me iría en el día de Lima, pero después de haber perdido gran parte de mi fortuna en Cuba, no es posible que abandone los cuantiosos intereses que aquí tengo que litigar.

El señor Montiel hizo una pausa y cambiando de tono agregó: -Si tu esposo fuera un hombre más razonable, él con sus influencias, se encargaría de llevar a buen término mi pleito, pero ¿quién cuenta con hombres a quienes les da el diablo, por ser modelo de honradez y un crisol de pureza? todo les parece que puede mancharles o manchar su excelsa grandeza. ¡Maldición! ¡sólo a mí me suceden estas cosas!.

Y el señor Montiel, después de su acostumbrada exclamación, se llevó la mano a los largos y canos bigotes, retorciéndolos con furia tal, que parecía querer arrancárselos.

Catalina miró con ternura a su padre y luego dijo:

-No tiene Vd. razón, papá, para esos temores, Álvaro no piensa más en esa venganza.

-No lo creas, hija mía, yo conozco a estos pérfidos cubanos y tengo muy estudiado y observado su carácter; cuando más confiado se muestra uno con ellos, más certero es el golpe que le asestan.

-Creo que es Vd. injusto en pensar así de Álvaro.

-Yo no puedo vivir tranquilo, -repuso con acerba entonación el señor Montiel,- no puedo soportar un día más esta cruel situación. Catalina, hija mía, tú puedes allanar todas las dificultades, que hace tiempo son para mí un piélago de constantes terrores. Álvaro te ama, sí, lo conozco, lo comprendo; hoy más que nunca: no te exijo que le seas infiel a ese buen viejo, que ha tenido la buena suerte de encontrar un ángel como tú; pero, en fin, las mujeres tienen mil recursos de que saben muy bien valerse cuando conviene, y con ellos logran alcanzar todo lo que pretenden, sin dar más recompensa que una sonrisa, y muchas veces, una palabra de doble sentido, en que el amante se queda sin saber sí debe esperar el cielo o el infierno. Sí, sí tú quieres puedes alcanzar de él que te haga el juramento de deponer todos sus odios y ser para mí, si no un amigo, al menos un hombre a quien no debo temer.

-Pero esto yo no podría hacerlo sin comprometerme seriamente.

-¡Qué niña eres, Catalina! -exclamó con maliciosa sonrisa su padre- Álvaro está locamente enamorado de ti y bastará el que tú le hables dos palabras, para que te jure, por toda la corte celestial, el no recordar jamás sus pasados resentimientos. En cambio, si tú te manejas con crueldad, mi vida corre peligro; no lo dudes, Catalina, yo conozco a Álvaro y sé que por vengarse de cualquier desaire que tú le hicieras es capaz de darme una puñalada.

-¡Oh no! -exclamó la joven asombrada,- Vd. calumnia a Álvaro, cuando hasta ahora no le ha dado ningún motivo para juzgar tan desfavorablemente de él.

-Sí, pero, tú sabes que él ha jurado vengar la muerte de su padre.

-Ese juramento lo hizo en un momento de exaltación que luego pasó.

-Sin embargo, tú ves como hasta ahora me mira con ceño adusto y ojos amenazadores.

-Padre mío, puedo asegurarle que Álvaro no piensa ya en tal venganza.

-¡Oh! si tú no fueras una chica tan llena de escrúpulos yo viviría más tranquilo, porque, en fin, si Álvaro te debiera algunos halagos, yo no tendría nada que temer, y luego mis asuntos irían con toda felicidad, porque yo sólo necesito ocuparme de ellos con empeño y tranquilidad, lo que no puedo hacer mientras esté preocupado con el peligro que corre mi vida.

-Pero ¡Dios mío! esos temores son completamente infundados.

-¿Cómo dices eso? -repuso con disgusto el señor Montiel,- cuando anoche sin ir más lejos, Álvaro luego que le dijeron que un español se había expresado mal de los cubanos, me dirigió una mirada fulminante, capaz de partir las piedras, y ¿te atreves a decir que son infundados mis temores? ¡ah! Catalina, no esperé, que cuando tu padre te manifestara sus angustias y temores, tú le contestaras disculpando al hombre que se los causa.

- ¡Ah! ¡padre mió! no me acuse Vd. que yo sólo deseo complacerlo, -repuso Catalina con la voz angustiada.

-¿Quieres no te acuse, cuando lejos de aliviar mis males los agravas con tu indiferencia? -respondió él con acerba expresión.

Las recriminaciones de Montiel no produjeron otro efecto en Catalina que traerle a la memoria, los desgraciados sucesos en que le cupo el papel de víctima de los crímenes de su padre.

Y no pudiendo dominar su angustia reclinó la cabeza en su mano para ocultar una lágrima que corría por su mejilla.

Montiel salió de la habitación diciendo:

Esta mujer es intratable; no es por este lado por donde yo debo esperar mi venganza.

Elisa, esa sí es la que yo debo tomar para la realización de mis planes. Ese diablillo será el instrumento que debe servirme para perder a Álvaro.




ArribaAbajo- XXIX -

Las dos rivales


Entre Estela y Catalina se había alzado algo como el fantasma de los celos.

De una parte la sospecha y el temor de ver en la esposa de su padre, a la antigua novia de Álvaro; de la otra, el tormento de ver a todas horas a la mujer que le había usurpado ese amor.

Un día que recibieron una invitación para un gran baile, el señor Guzmán, que algo había principiado a sospechar, instó a su esposa para que asistiera al baile como un medio de distraerse, a lo que ella se negó con insistencia, diciendo:

-Ya sabes que no estoy bien de salud.

-Como gustes, querida mía; sin embargo, no dejaré de observarte, que el aislamiento en que te empeñas en vivir, no puede menos que agravar tus dolencias, las que, según dice el doctor Patrón, son puramente: nerviosas.

-Ya procuraré pronto remediarlas; por ahora dejame en mi vida aislada, que es la que mejor cuadra al estado de mi salud.

-Y de tu ánimo -agregó el señor Guzmán con amarga expresión, y volviéndose hacia Estela que acababa de llegar dijo:

-¿También tú, querida Estela, tienes alterada la salud y enfermo el ánimo?

-Ya te he dicho papá, yo no deseo ir al baile, -contestó ella con triste expresión.

-Pero que sucede, hija mía, te noto triste, abatida luego volviéndose a su esposa dijo: -Tú también, Catalina, estás pálida, disgustada, ¿pues qué? han tenido ustedes algún motivo de disgusto, parece que la confianza y el cariño que antes reinara entre ustedes, hubiera desaparecido, sucediéndole la más inexplicable sequedad, que casi me atrevo a llamar aspereza.

-Catalina palideció; en cuanto a Estela, por el contrario, un ligero rubor coloreo sus mejillas. La primera, con voz ahogada, dijo:

-Amigo mío, no creo que sean fundados tus temores, la señorita Estela no me ha dado ningún motivo de pesar, tampoco creo habérselo dado yo.

Y Catalina miró con angustia a la hija de su esposo, ésta con tono acerado y mirándola con fría expresión repuso.

-Usted señora no me ha dado...

-Pero ¿qué significa esa expresión, ese tratamiento? -dijo el señor Guzmán interrumpiendo a su hija,- ¿no te acuerdas que tomamos una copa de champaña, que fue como una promesa que ustedes hicieron de tratarse con entera franqueza; como dos hermanas, como dos amigas, si así les place?

El recuerdo de la copa de champaña trajo a la mente de Estela el incidente, que ella tuvo por de mal agüero, cuando Álvaro, al ir a tomar la copa, derramó el licor que debían tomar por la felicidad de ambos; así que se contentó con decir:

-Sí, no lo he olvidado.

-Recuerda también, querida Estela, que tú me prometiste amar como a tu madre, a la esposa que yo eligiera, si veías (estas fueron tus palabras) que ella devolvía a mi corazón la felicidad que con el amor de tu madre perdí. ¡Ah! querida hija mía, ¿por qué quieres oscurecer la felicidad que la suerte ha deparado a este pobre viejo, que ha alcanzado en el último tercio de su vida un bien supremo que sólo es dado disfrutar en la juventud?

Y luego; estrechando entre las suyas las manos de su hija, agregó: ¿Es así como correspondes a las promesas que con tanta sinceridad me hiciste un día?

-¡Dios mío! -exclamó ella, llevándose una mano a la boca como si quisiera retener las palabras que a su pesar querían salir.

-Habla, ¿qué pasa, ¿qué ha sucedido de pocos días a esta parte -insistió el señor Guzmán y volviéndose hacia a su esposa dijo:

-Tú, que eres la llamada a ser para Estela como una madre, habla, díme lo que sucede.

-¡Mi madre! -murmuró la joven mirando con airado ceño a la esposa de su padre.

-Yo, -dijo Catalina, confusa con la mirada que acaba de dirigirle Estela- yo no sabría decirte, lo que ha pasado en el corazón de la señorita Estela: sin duda he tenido la desgracia de no saber, o diré más bien, de no alcanzar a corresponder sus simpatías.

-¿Qué dices de esto, Estela? -dijo él volviéndose hacia su hija.

-En mí no ha habido cambio ninguno, papá, te lo aseguro.

-Y sin embargo, hablas en un tono que está desmintiendo tus palabras.

-¿Qué quieres, papá? hay cosas que no dependen de la voluntad.

-Luego confiesas que has cambiado, sin duda a tu pesar, -repuso el señor Guzmán mirando con ansiedad a su hija.

-Quizá, más bien, son las circunstancias las que han cambiado -dijo Estela mirando con marcada intención a la esposa de su padre.

-¡Las circunstancias dices! -replicó con extrañeza él.

-No comprendo por qué puedan cambiar, -repuso Catalina con tono afable y esforzándose por sonreír.

Los tres interlocutores callaron por un momento, como sí un punto sombrío, al que ninguno osaba llegar, se presentara a su vista. El señor Guzmán, procuraba conciliar la difícil situación que, sin saber cómo, se había creado.

-Las circunstancias, -dijo,- sólo pueden haber cambiado porque una de ustedes haya querido cambiarla.

-Sí, es verdad, -contestó con aire misterioso Estela.

-Querida hija mía yo esperé, y esto lo consideraba como mi suprema felicidad, que la simpatía y el cariño que en el primer momento vi nacer entre ambas, acreciera cada día más, y que llegarían ustedes a amarse, no diré como madre e hija, pero sí como dos hermanas.

-No sé lo que ha impedido que así sea, -dijo Catalina, exhalando profundo suspiro.

-Rivalidades de mujeres o diré más bien de niñas -dijo el señor Guzmán procurando dar a su voz un tono festivo- Yo espero, querida Estela, que mañana a más tardar habrá pasado todo, y caso que así no sea, me darás el disgusto de tener que reprenderte por tu injusta terquedad, pues aunque siempre has procedido con tan buen tino como recto juicio, me perdonarás, querida hijita, que te diga que esta vez creo que no están de tu parte ni la justicia ni el tino que esperé tuvieras.

-Papá, perdóname: no es culpa mía... -y Estela se detuvo como si no pudiera articular una palabra más.

-Si amigo mío, se apresuró a contestar Catalina, veo que tú le estás dando demasiado importancia a este asunto de pequeña entidad: como tú acabas de decir, rivalidades de niñas o más bien debiste haber dicho, de hija amorosa: porque yo creo que en todo esto no hay más que una hija que teme o que cree ver menoscabarse el cariño de su padre...

Catalina miró con angustia a la hija de su esposo como diciéndole; -he salvado la situación pero necesito tu apoyo, ésta, sin duda, comprendió la significación de esa mirada, pues dijo:

-Sí, papá, perdóname no hay otra causa que el exceso de cariño y también el temor de perder el que tú me profesas, pero yo te prometo que ésta será la última vez que tengas que reprocharme estas faltas.

-¡Querida hija mía! -exclamó el señor Guzmán besando a su hija en la frente.

Catalina exhaló un prolongado suspiro, como si con este feliz desenlace hubiérasele caído un peso inmenso que le oprimía el corazón, miró con ternura a Estela y dijo:

-Aunque infundados en esta ocasión, reconozco que los temores que asaltan a Estela son por mil razones excusables en ella, acostumbrada como está a los exclusivos cariños de su padre.

Por más que tuviese el corazón lleno de amargura, Estela pensó que debía apoyar el pensamiento de Catalina, y dijo:

-Sí, papá, la idea de perder o cuando menos de ver menoscabarse tu cariño, es lo que me trae triste y contrariada.

-¿Por qué afligirse anticipándose desgracias que aún están muy lejos de suceder? Bien sabes que el cariño que se le profesa a una esposa es completamente diferente del que se le tiene a una hija, y se puede amar apasionadamente a la una, sin que la otra sufra el más pequeño menoscabo.

-Todo esto lo pienso y me lo repito continuamente, pero ya te he dicho, hay cosas que no dependen de la voluntad.

-No me digas eso, hija mía, demasiado conozco que tienes inteligencia suficiente para dominar estos pueriles temores.

-Sí, ya te he prometido, que no volverás a enfadarte conmigo, porque procuraré corregirme.

-Si yo pudiera contribuir en algo, a este cambio favorable, crea Vd. que haría cualquier sacrificio.

-Sí, contestó Estela acentuando sus palabras- Vd. puede contribuir mucho, muchísimo.

-¡Bah! -exclamó el padre de Estela,- eres una criatura muy mimada y temo mucho que seas incorregible.

-No creas tal cosa; Estela se corregirá, estoy segura de ello, -dijo Catalina.

-Tú eres tan buena, -dijo el señor Guzmán dirigiéndose a su esposa,-que no sólo a Estela que es juiciosa y dócil, puedes conducirla al bien, sino hasta a un malvado, ¿quién podría resistirte mi querida Catalina?

-¡Zalamero! -dijo ella, sonriendo con gracia y dulzura.

Después de un momento de silencio Estela aprovechó esta ocasión para retirarse.

Luego que el señor Guzmán quedó sólo con su esposa acercose a ella y enlazando su talle dijo:

-Perdona las niñerías de mi pobre Estela, ¡me quiere tanto!

-No tienes nada que decirme, amigo mío, ya oíste que yo fui la primera en disculparla.

-Sí, debemos disculparla, es muy niña y además, siempre la he mimado tanto, que se ha acostumbrado a que su voluntad prevalezca, porque ella ha sido el ídolo de todos los de la casa.

-Por esta razón, amigo mío, -dijo Catalina,- te diré que me parece, das demasiada importancia a las nimiedades de Estela.

-Lo reconozco, querida Catalina: lo que quiere decir que en lugar de perdonar solamente las puerilidades de una niña, debes perdonar también las canseras de un viejo.

-¿Por qué me dices eso, cuando sabes que nada de lo que a ti y a Estela se refiere, puede serme desagradable? Así pues, no me hables de perdonar, sino simplemente de contribuir con todas veras a endulzarte estos pequeños sinsabores...




ArribaAbajo- XXX -

Un encuentro deseado


Cuando dos mujeres que aman al mismo hombre, -es decir, cuando dos rivales se encuentran la una frente a la otra, sucede que, o se halagan con inusitado cariño, exageradamente fingido, o se repelen con marcado disgusto y descubierta antipatía. Lo primero hacen, casi siempre, las mujeres experimentadas que calculan con aplomo y sensatez; lo segundo, es propio de inocentes jóvenes, que dejan conocer sus sentimientos por sus acciones.

Desde que Estela sospechó, aunque muy vagamente, que Catalina era la mujer qué Álvaro había amado, su conducta cambió, y ni un momento cuidose de ocultar esta súbita antipatía por más que conociera cuánto podía comprometer la tranquilidad de su padre.

Sin embargo, después de la escena que acabamos de referir, Estela pensó que había sido demasiado severa y tal vez injusta, al juzgar a Catalina; pues que no tenía ningún dato cierto en que apoyarse. Arrepintiose de su severidad y pensó ser más afectuosa aunque esto le costara gran esfuerzo.

Catalina se manifestó entristecida y profundamente contrariada, por más que en el fondo de su alma perdonara muy sinceramente las miradas recelosas y escudriñadoras que más de una vez sorprendiera en el candoroso rostro de la hija de su esposo.

Estas dos almas, creadas para el bien, no podían morar por largo tiempo en las profundas y lóbregas regiones donde otras almas se alimentan del odio y la perfidia. Si alguna vez, arrastradas por la oculta mano de la fatalidad, descendían hasta allí, era para volver a surgir llevando en la frente la inmaculada aureola de su pureza.

Eran las cinco de la tarde del día señalado pera el baile, al que, a pesar de los ruegos de su esposo, Catalina habíase negado a asistir.

Muchos días hacía que Álvaro había visto más de una vez defraudado su empeño de hablar a solas con la señora Guzmán.

Ella esquivaba con marcada intención, todas las ocasiones que se le presentaban, huyendo de él como de un peligro, del que no estaba segura que podría salvar.

Dicen que las mujeres huyen del hombre que aman, no para alejarse de él, sino para incitarlo a seguirlas. Si esto es verdad, aseguramos que Catalina huía con verdadera intención, evitando siempre el encontrarlo a solas.

Catalina acababa de salir de sus habitaciones, en el momento que Álvaro llegaba al extremo opuesto del corredor.

Él alargó el paso, ella siguió adelante. Entró al salón de recibo para acortarse el camino, y dirigirse a las habitaciones de Estela.

Álvaro, sin que ella pudiera evitarlo, se colocó frente a Catalina.

-¿Por qué huye Vd. señora, de mí? -dijo Álvaro con tono suplicante y afectuoso a la vez.

-Se equivoca Vd. no tengo por qué huir.

-Mil veces he querido hablarle, y...

-Acaso no me ve Vd. todos los días.

-Sí, pero es necesario hablar sin testigos.

-Señor Álvaro, su matrimonio se realizará muy pronto y no debe Vd. pensar en otra cosa.

-Mi matrimonio no se realizará, se lo aseguro a Vd.

Catalina quiso seguir para esquivar la contestación que en este momento pudiera ser un compromiso o un reto que no haría más que agravar la difícil situación en que ambos se hallaban.

Álvaro la detuvo y con ademán suplicante le dijo:

-Catalina, por piedad, necesito hablarle; está de por medio mi porvenir.

-Su porvenir está ya resuelto. No le queda más que seguir el camino hacia donde lo impulsa su destino.

-¡Mi adverso destino! -exclamó él con desesperación y casi con rabia.

-Tarde es ya, para que disputemos si es adverso o feliz el destino que debe guiarlo.

-Cuando se trató del porvenir, nunca es tarde para evitar el golpe que ha de precipitarnos en el abismo de la desgracia.

-No hablemos de esto, -dijo Catalina, intentando de nuevo seguir su camino.

Álvaro la miró largo tiempo, y con voz conmovida y creciente exaltación.

-¡Que no hablemos de eso! -dijo- que no hablemos de ese amor, ¡ah! desgraciadamente yo no puedo, ni sé hablar con Vd. de otra cosa: Este lenguaje lo aprendí cuando principié a expresar mis primeras impresiones, cuando aprendí a hacer uso de la palabra, para manifestar lo que mi alma sentía; después, siempre lo hablé con Vd. y cuando la fatalidad me alejó de su lado, seguí hablándolo con su imagen.

El día que quise hablarle de amor a otra mujer, que no era Vd. mi corazón enmudeció, y necesité recordar lo que le decía a Vd. para poder decir que amaba.

Bien sabe Vd. Catalina -agregó Álvaro- que he buscado el amor de Estela como un remedio, como un consuelo a mis males y qué, cuando la vi a Vd. creí que mi suerte, condolida de mis desventuras y apiadada de mi tormento, había dado vida a la imagen que como un suplicio llevo en el pecho; porque su recuerdo me persigue como un remordimiento que me tortura sin tregua, sin descanso. ¡Catalina! ¡apiádese Vd. de mí! Es mi corazón el que le habla, este corazón que no sabe sentir sino por Vd....

-Tarde habla su corazón; el mío hace mucho tiempo que guarda silencio, -contestó Catalina.

-Dejelo Vd. hablar, y le dirá, que habiendo sido mío, desde su primer latido, no puede ser de otro, no.

-Señor Álvaro -contestó con severo acento Catalina- si mi corazón hablara no tendría que hacerle a Vd. más que acusaciones y reproches.

-Acusaciones temerarias, reproches injustos, que, bien sabe Vd. Catalina que no debe hacérmelos, -contestó Álvaro con triste y dulce acento.

-Pues bien, si no puedo hacerle acusaciones ni reproches, nada tengo que decirle.

Y Catalina dirigiose a la puerta con ánimo de retirarse.

Álvaro corrió hacia ella y tomándole una mano exclamó:

-Por piedad, ¡Catalina! escúcheme Vd. necesitamos hablar.

-Nada tengo que decirle a Vd. -contestó Catalina retirando con violencia su mano de las de Álvaro, que no pudo retenerla y continuando su camino abrió la puerta para seguir adelante; más presto Álvaro avanzó y se interpuso a su paso.

-¡Catalina! Vd. no se irá sin haberme antes contestado a lo que tengo que decirle.

-Y bien, ¿qué es lo que quiere Vd.? -contestó ella deteniéndose y mirando al joven, como para mostrarle su impasible semblante.

Por un momento Álvaro quedó confuso y turbado con la fría y severa mirada de la señora de Guzmán, luego con acento agitado a la par que resuelto dijo:

-Catalina, he determinado romper mi matrimonio con Estela y me alejo de Lima.

-¿Ha meditado Vd. esa violenta determinación? -contestó ella queriendo ocultar su angustia y asombro.

-En mi situación no encuentro otro camino que seguir, y por terribles que sean sus consecuencias, forzoso me será llevarlo a término.

-¡Ah! va Vd. a asesinar a Estela, con más seguridad que si le hundiera un puñal en el pecho.

-¿Y qué puedo hacer, amándola a Vd. como la amo? Exclamó Álvaro desesperado.

-Me inspira Vd. pena y desprecio al mismo tiempo, -dijo Catalina con amarga sonrisa.

-No me hable Vd. así Catalina, yo no soy culpable; la fatalidad se ha ensañado contra mí.

-La fatalidad, no es más que un pretexto, tras del que se ocultan los caracteres débiles y los corazones volubles, -contestó ella, mirando con frialdad a Álvaro.

Este bajó los ojos, como si su conciencia apoyara esta acusación. Luego volviendo a mirar a la joven dijo.

-Vd. y yo, hemos sido víctimas de esa fatalidad, no acusemos sino a ella, de nuestra desgracia.

Catalina que liaste ese momento había permanecido de pie en actitud de alejarse, dirigiose a un canapé y sentándose, dijo:

-Siéntese Vd. señor Álvaro, y hablemos tranquilamente.

-Sí, -apresurose a contestar él,- hablemos de nosotros, olvidemos el pasado y pensemos sólo, en el porvenir; aún podemos ser felices.

-¡No! -replicó Catalina con tono severo,- no es para ocuparnos de nosotros, para lo que debemos hablar. Es sólo para tratar de la suerte de la pobre Estela, a quien tan temerariamente pretende Vd., condenar a la misma desgracia a que, a mí, me condenó Vd.

-¡Perdón, Catalina, perdón!

-Señor Álvaro, ni Vd. ni yo, tenemos derecho a hablar de nosotros, cuando está de por medio la felicidad de la hija de mi esposo, de la novia de Vd. de la inocente y desgraciada Estela.

-Hable Vd. Catalina, dígame Vd. lo que debo hacer, estoy pronto a obedecerle; pero advierta Vd. que yo no amo ya a Estela, y que no me uniré a ella, porque esto sería criminal en mí, pues sólo lo haría por acercarme a Vd.

Catalina palideció. Pensó que no tenía derecho a acriminar a Álvaro, siendo así, que ella había hecho, cosa idéntica al casarse con el señor Guzmán, con sólo el objeto de acercarse a Álvaro. Éste conoció la situación de Catalina y endulzando la voz y mirándola fijamente agregó:

-Hable Vd. Catalina, ordene lo que quiera, estoy dispuesto a toda clase de sacrificios, exceptuando sólo el de alejarme de su lado.

-Pues bien, Álvaro, yo se lo pido, se lo mando, se lo ruego; cásese Vd. mañana mismo con Estela.

Álvaro hizo un movimiento de suprema angustia, y poniéndose de pie asió con violencia una mano de Catalina y con voz vibrante dijo:

-Señora, ¿asume Vd. la responsabilidad de este matrimonio?

-¿Yo?... -dijo ella, mirando a Álvaro.

-No olvide Vd. que al realizar este matrimonio, sólo lo acepto como un medio de vivir cerca de Vd.

-¡Ah! no, Vd. partirá al siguiente día y partirá para no volvernos a ver jamás.

-¡Catalina! por piedad, -exclamó Álvaro, arrojándose a los pies de la joven.

Catalina contempló por un momento a su antiguo amante y sintiose atraída por aquellos ojos que la miraban con pasión, por aquellos brazos que la atraían con irresistible imán, Álvaro continuó diciendo:

-Mi idolatrada Catalina, ven, seamos felices yo te amo, te amo hoy más que nunca...

Catalina hizo un supremo esfuerzo, y como el pájaro que huye de la atracción de la serpiente, huyó de los brazos del joven.




ArribaAbajo- XXXI -

Necesidad de ir a un baile


Cuando Álvaro quedó solo, siguió con la vista a Catalina, y al verla alejarse con aire resuelto sin volver siquiera la cabeza, contrajo con amarga expresión el ceño y con acerba entonación dijo:

-Cuán caro quieres hacerme pagar la inexperiencia y la fatalidad que en otro tiempo me arrastraron; pero antes de entregarme como manso cordero al sacrificio, emplearé, para evitarlo, cuantos recursos estén a mi alcance.

Y después de esta exclamación, que fue como un desafío, o más bien, un reto lanzado a la mujer que así lo desdeñaba; dejose caer sobre un sillón.

Largo rato permaneció así, desesperado y tan absorto en sus pensamientos que no sintió a Estela, que en ese momento entró al salón y se dirigió hacia donde él estaba.

-¡Siempre triste! -murmuró la joven mirándolo con la más profunda amargura.

Álvaro que había quedado con la cabeza reclinada en la mano, se volvió bruscamente. Después, como si siguiera el hilo de su pensamiento, o tal vez algún plan que concertaba, dijo:

-Preciso es, que tú vayas al baile, querida mía, te lo ruego.

Estela mirolo sorprendida, sin atinar a explicarse esta inesperada súplica. Luego, con voz melancólica dijo:

-Bien sabes que no tengo el ánimo pare fiestas. Además creo que ya hemos convenido en que ninguno de los dos asistiría al baile.

-Sí, pero... no debemos perder esta ocasión que se nos presenta, de pasar alegremente la noche.

-¿Crees que la pasaremos alegremente?

-¡Oh! sí, no lo dudo; un baile es un lugar donde se reúnen los felices y donde deben ir a consolarse los tristes.

-¡Los tristes para quienes pueda haber consuelo! -repuso Estela, moviendo la cabeza con expresión de profunda amargura.

Álvaro, queriendo disimular su angustia púsose de pie y tomando un tono natural y algo festivo dijo:

-Sí, mi bella Estela, ¿seremos del número de los concurrentes, no es verdad? Bailaremos la primera cuadrilla y estaremos juntos toda la noche. ¿No te seduce mi programa?

Estela no supo resistir a esta tan seductora súplica.

Un momento después Catalina, el señor Guzmán, Álvaro y Estela departían calurosamente concertando la asistencia al baile.

Catalina persistió, como ya lo había manifestado, en quedarse en casa, por sentirse algo mal de salud.

Tal vez si pensó que así estaba más segura de alejarse algo más de Álvaro.

Creemos necesario entrar en estos pormenores porque de aquí van a desenvolverse acontecimientos que decidirán de la suerte de casi todos los personajes que figuran en esta historia.

El señor Montiel estaba a la sazón en vísperas de volverse a Cuba. Decepcionado por los malos resultados que habían tenido sus reclamaciones, y del escaso apoyo que habíale prestado en estos asuntos el señor Guzmán, resolvió abandonarlo todo, quizá movido más del temor que la presencia de Álvaro le inspiraba, que de su deseo de regresar a Cuba.

En momentos en que, reunidos todos en el salón se discutía la asistencia al baile, acertó a llegar el señor Montiel.

-Aquí tenemos uno más, que nos acompañe,-dijo el señor Guzmán señalando a Montiel.

Álvaro como sucedía de ordinario, frunció el entrecejo al ver al viejecillo, que con expresión risueña y aire satisfecho acababa de entrar.

-¿De qué se trata? -dijo mirando de soslayo a Álvaro; pero fingiendo no sentir disgusto al verlo.

-Se trata, querido amigo, de ir al baile que tendrá lugar cada noche en casa del rico propietario N. dijo el señor Guzmán.

-¡Bravísimo! -exclamó fingiendo una alegría que no era del todo verdadera: -si ustedes van iré yo también.

-Iremos los cuatro -dijo el señor Guzmán.

-Sí -repitió el señor Montiel- iremos los cuatro.

Álvaro hizo un movimiento de disgusto, que no pudo ocultar. En ese momento pensó que tendría que presentarse en público acompañado del asesino de su padre, del hombre para él más odioso en el mundo.

De buen grado hubiera renunciado a su proyecto de ir al baile; pero, como hemos dicho ya, había concertado un plan, con el que esperaba vencer la resistencia y el desamor de Catalina; de ella, a la que había consagrado todo su amor todo su anhelo, no siéndole posible pensar en nada que no lo condujera al logro de ésta, que era para él, suprema aspiración.

El propósito de Álvaro de romper su matrimonio con Estela y alejarse para siempre de la casa, no había sido un misterio para la señora de Guzmán. Ella lo conjeturaba, lo temía, lo adivinaba y temblaba a la idea de ser la causa de la desventura de Estela.

¿Cómo evitar esta catástrofe? ¿De qué medios valerse?

Catalina había meditado mucho en esto, y aquel día quiso aprovechar la ocasión, para lo que, dirigiéndose su esposo con gracia dijo:

-Amigo mío: no sé como es que he olvidado decirte que a mi llegada a Lima, Estela me pidió que tú y yo, fijáramos el día de su matrimonio; y juzgo oportuno aprovechar esta ocasión en que estamos, todos reunidos para resolver este asunto que a todos nos interesa ¿no es verdad señor Álvaro?

-Sí, dijo Álvaro, con alguna frialdad.

El señor Guzmán, que también había principiado a columbrar, los negros nubarrones que amenazaban la felicidad de su hija, dijo:

-Perdona, querida mía, que te reconvenga y que te forme acusación por tu inexcusable olvido, e infiero que Álvaro y Estela difícilmente te perdonarán esta falta.

-¿Por qué acusarla, cuando ella no tiene obligación ninguna con nosotros? -dijo con tono acerado Estela.

-Felizmente podemos repararla a tiempo -se apresuró a decir el señor Guzmán.

-Sí, ahora mismo -dijo con marcada intención Catalina, y dirigiéndose a Álvaro agregó: -perdone Vd. que divulgue su secreto: participándoles a todos que me ha comunicado Vd. que piensa realizar mañana su matrimonio, y que si ha guardado Vd. reserva es para darle una agradable sorpresa a Estela. ¿No es verdad señor Álvaro?

A pesar del dominio que sobre sí mismo tenía, Álvaro no pudo contestar una sola palabra. La pregunta de Catalina fue para él como una descarga a quemarropa.

Catalina, para salvar la difícil situación en que había colocado a Álvaro agregó:

-Espero que no se disgustará Vd. por mi indiscreción, y que me la perdonará Vd. en gracia del placer que he tenido, participándole esta nueva a la familia.

Álvaro pudo dominarse y procurando sonreír y dando a su voz las inflexiones del hombre que esto satisfecho dijo: -Ya que Vd. ha divulgado mi secreto, no queda más que aprovechar en favor de mi proyecto el poco tiempo que nos queda.

-Yo soy de la misma opinión -agregó el señor Guzmán- y aprovecharemos el baile de esta noche, para invitar a los amigos de confianza.

-¡Y el vestido de novia, que no lo he mandado hacer todavía!... exclamó Estela, en el colmo de la angustia.

En este momento salió Catalina de la habitación y pocos instantes después volvió a entrar seguida de dos criados que conducían una rica caja con incrustaciones y adornos de gusto y de gran precio.

Catalina sacó una llave y abrió el lujoso cofre.

-¿Nos preparas una sorpresa? -dijo el señor Guzmán mirando con ternura a su esposa.

-¡Un canastillo de boda! -exclamó Estela, mirando con júbilo y asombro el contenido del cofre.

En estas circunstancias llegó Elisa seguida de D. Lorenzo; la primera atraída por la curiosidad, el segundo por llevar adelante sus interesantes observaciones, con que se proponía desenmascarar a la señora de Guzmán.

Catalina sacó un rico vestido de novia, obra primorosa de gusto y elegancia.

-¡Mi vestido de novia! -exclamó Estela, con la fisonomía radiante de alborozo y de loca alegría.

El señor Guzmán, D. Lorenzo, Álvaro, este, pálido y confuso, iban pasando de mano en mano todos los objetos que Catalina, con la fisonomía iluminada por las sublimes irradiaciones de los más bellos sentimientos, iba sacando y mostrando a Estela.

A cada nuevo objeto, ésta lanzaba una nueva exclamación, y miraba a la esposa de su padre, con mirada de indefinible sorpresa.

Después que hubo concluido de revisar, con anhelosa curiosidad, todo el rico ajuar que Catalina acababa de presentarle; volviose a ella y con dulce a la par que triste sonrisa dijo:

-¿Con qué podré yo pagarle?

-Amándome como a tu hermana, como a tu madre, como a tu mejor amiga, -contestó Catalina con los ojos arrasados en lágrimas.

-¡Querida Catalina, eres un ángel! -exclamó Estela, lanzándose anegada en lágrimas al cuello de la esposa de su padre.

Después de largo silencio, en el que sólo se oía la respiración, agitada por las emociones de todos los circunstantes, el señor Guzmán, volviéndose hacia Catalina le dijo:

-Perdona; querida Catalina, que te haga una pregunta; tal vez sea algo indiscreta, pero yo necesito reparar alguna falta o pagar alguna deuda.

-No has cometido ninguna falta, ni has contraído ninguna deuda, -contestó ella sonriendo con gracia y dulzura.

-Sí tal, - repuso el señor Guzmán,- he cometido la falta de no haberte dado con tiempo el dinero para las compras que era necesario hacer; pero perdona, yo siempre que cometo faltas respecto a ti, es por exceso de solicitud, por exceso de afecto.

Álvaro se mordió los labios, como si quisiera disimular un suspiro ahogado, algo como un rugido de fiera, que salía de su destrozado pecho. Catalina con aire triste aunque tranquilo contestó a las palabras de su esposo.

-Si me hubieses dado el dinero, me hubieras privado del placer inmenso de regalarle a Estela su canastillo de novia.

-Pero, hija mía, este regalo representa un caudal que yo no comprendo.

-No tengas cuidado, -repuso Catalina, y acentuando sus palabras repitió: -no tengas cuidado; esta cantidad me la obsequió mi padre hace dos años, el primero de Noviembre.

Al oír Álvaro esta fecha, que Catalina acentuando sus palabras con marcada intención, palideció visiblemente.

El señor Montiel que había permanecido frío espectador, dio un golpe en el suelo con el pie, tiró el periódico en que hacía rato fingía leer, y saliendo de la alcoba, principió a pasearse crujiendo de rabia los dientes y diciendo:

-¡Maldición! Sólo a mí me suceden estas cosas. Con el dinero que yo le regalé en Cuba, para su matrimonio con Álvaro, ha comprado el canastillo de novia, para que Estela se case con él. Esto es el colmo de mis desgracias, ¡Dios mío!

Las excentricidades de Catalina me sacan de quicio. Cuando yo creí que estaría pensando en frustrar e impedir ese matrimonio vengo a presenciar la escena más ridícula del mundo. ¡Ah! ¡esta mujer no es mi hija, no, no es mi hija!

Y el señor Montiel, presa de invencible furor, se retorcía las manos, riendo convulsivamente, para dar desahogo a la agitación de su espíritu.

Mientras tanto, Catalina daba explicación de la procedencia de aquel dinero, que, como acabamos de oírle decir al señor Montiel, era el mismo que él le obsequió, dos años antes, cuando debió casarse con Álvaro.

Éste confuso y turbado, escuchaba a Catalina que con triste expresión y acento de profunda amargura decía:

-Por circunstancias que no viene al caso referir, no pude emplear ese dinero en aquello para que fue destinado; desde entonces, dediqué esa suma a la realización de alguna buena acción, que diera a mi alma, si no las alegrías que yo esperé en esa época, cuando menos la satisfacción que trae la práctica del bien. Gracias a ustedes, he realizado mi deseo; nada pues, tienen que agradecerme, no he hecho más, que cumplir la promesa que me hice a mí misma.

El señor Guzmán con esa elevación de las almas buenas, comprendió el lado noble y generoso de la acción de su esposa, y con indecible ternura dijo:

-¡Mi querida Catalina! Eres un ángel de bondad; uno de esos ángeles que Dios manda a la tierra para embellecer la vida del hombre...

Don Lorenzo, aunque estaba con el semblante contraído y los ojos húmedos con las lágrimas de la emoción, no cesaba de refunfuñar diciendo por lo bajo:

-¡Malditas mujeres! Ellas nos hacen reír o llorar a su antojo. Y luego ¿quién sabe si todo sea ficción, mentira, perfidia... ¿Acaso ellas son capaces de nada bueno...?




ArribaAbajo- XXXII -

Lo que sucedió en el baile


Las diez de la noche acababan de sonar, cuando Catalina, deseando ser para Estela una verdadera amiga, prendía, con solícito afán, la última flor en los rubios cabellos de ésta.

Cuando ambas salieron al salón, hacía largo tiempo que Álvaro y el señor Guzmán las esperaban.

Álvaro miró a Estela, y la encontró bellísima.

Con su vestido blanco sembrado de flores; vaporoso como una nube de verano, asemejábase a una hada fantástica e ideal.

En este momento pudo valorizar lo que eran para él estas dos jóvenes que el hado cruel había colocado, para su tormento, la una al lado de la otra.

Estela, embellecida con su lindísimo vestido de baile, y su elegante tocado de flores, con su mirada blanda, apacible, con su sonrisa dulce, inocente, con su frente serena, pura, y con su aire modesto, sencillo, no le decía nada a su corazón, nada a su alma; aquella alma, nacida para vivir en las cálidas regiones de la pasión y no en las templadas zonas de la inocencia.

Catalina con sus ojos negros, profundos, como los abismos del corazón, tristes como los anhelos del amor; con su boca llena de expresión, de gracia, casi de voluptuosidad; pero de voluptuosidad sentimental, si así puede decirse; porque revelaba tristeza, sentimiento en toda la expresión de su fisonomía; Catalina, decíamos era para Álvaro, el símbolo de la pasión, la mujer nacida para el amor.

Con su bata de cachemira celeste, con su pelo prendido con gracia y naturalidad, con su tez morena y sin polvos ni ningún otro afeite, encendía su sangre, estremecía sus nervios y lo hacía sentirse cada vez más enamorado, cuanto mayor era el alejamiento que, como un abismo, entre él y Catalina se abría.

La hora de partir llegó por fin.

Elisa no descuidó el hablar con Estela recomendándole que no descuidara ninguno de los pormenores que pudieran interesarle: -Ya sabes le dijo que tienes que contarme todo, todo lo que veas.

-Hasta luego -dijo Estela besando en ambas mejillas a Catalina y después a Elisa.

Mientras Estela se despedía, Álvaro salió cautelosamente de la habitación, dirigiose al departamento de Catalina, cerró una puerta que estaba abierta, y no sin un ligero estremecimiento que no sabremos decir si fue de terror o de alegría, guardose la llave al bolsillo.

Era la puerta que dada al cuarto de estudio del señor Guzmán y que comunicaba con las habitaciones de Catalina.

-No hay cuidado -murmuró con aire misterioso- tiempo ha que he observado que esta puerta la cierra el señor Guzmán. Catalina creerá que hoy, como siempre, la ha cerrado él.

Todos bajaron las escaleras riendo, y hablando alegremente. Sólo Álvaro iba asaz preocupado y meditabundo, cual si en esos momentos concertara algún plan de suma importancia para él.

Estela, radiante de amos y de felicidad, creía haber visto en los ojos de su novio, una impresión que ella traducía a medida de su deseo. Este deseo decíale: eres bella, te amo.

¡Cuántas veces las mujeres se equivocan de la misma suerte!...

Cuando estuvieron en el coche el señor Guzmán había dicho a Álvaro.

-Ya sabes que al matrimonio conviene que sólo concurran amibos de mucha confianza. Sería impropio hacer otra clase de invitaciones, casi de ocasión.

-Sí -contestó Álvaro- yo sólo pienso invitar a mis amigos íntimos, que, como Vd. sabe, son muy pocos.

En este momento se detuvo el coche a la puerta de la casa en que tenía lugar el baile.

Por primera vez, Álvaro se presentaba en público al lado del señor Montiel, del asesino de su padre.

Hasta esta noche, sea casual, o intencionalmente, nunca habían tenido necesidad de verse en público.

Esto era para Álvaro tanto más duro, cuando que, lo que él creía un secreto llegó a comprender, que era ya del dominio público.

No faltaba quien censurara con dureza la conducta del joven cubano, que vivía bajo el mismo techo con un español; con el hombre que tan cobarde como alevosamente asesinara a su padre.

Unos atribuían esta falta a la ciega pasión que suponían profesaba a Estela, otros a su mal apagado amor por Catalina; pero todos estaban de acuerdo en convenir, que, la conducta de Álvaro era del todo inexcusable.

Cuando éste entró en el salón de baile llevando del brazo a Estela y seguido del señor Guzmán y del señor Montiel; algunos amigos suyos, dirigiéronle miradas investigadoras y significativas, cual si quisieran expresarle que comprendían la solución que aquello debía tener.

Uno de ellos dirigiéndose a otro dijo:

-¿Qué le parece a Vd. el hijo del señor González, de aquel honrado patriota, codeándose con el asesino de su padre?

-¿Qué ha de parecerte? -contestó el interpelado moviendo tristemente la cabeza- que a los muertos los entierran y los juramentos se los lleva el viento.

-A la vista está -contestó sonriendo el primero.

-Yo creo -repuso el otro- que Álvaro González, sólo esperará asegurar a la novia para batirse con el señor Montiel; hay que tener en cuenta que el señor Guzmán no le daría su hija al matador del padre de su esposa.

-De todos modos es un miserable, que come y bebe en compañía de ese hombre.

-Dicen que el señor Montiel no las tiene todas consigo, y que tiembla delante de Álvaro.

-Sí; porque Álvaro mata una golondrina volando, y en cuanto a las demás armas, bien puede llamársele un espadachín.

-Yo no tengo duda de que al siguiente día que él asegure la buena presa de esa linda y acaudalada joven, le obsequiará al señor Montiel un par de estocadas.

Estos, y otros diálogos semejantes, sosteníanse en el salón, después que Álvaro hubo entrado.

Aunque él no los escuchaba, adivinábalos y comprendía, por ciertas miradas al soslayo, que su conducta era reprobada.

Pero Álvaro, como todo hombre dominado por una pasión, no se preocupaba mucho de lo que a su alrededor pasaba; sino sólo de lo que hacía relación a su amor, a su funesto amor a Catalina.

Eran las doce de la noche.

Álvaro había bailado con Estela la primera y segunda cuadrillas, sin duda con el fin de hacerse bastante notable, al bailar dos cuadrillas seguidas con su novia.

Después de la segunda cuadrilla, en que Estela creyó notarlo distraído y caviloso, dijo a ésta:

-¿Querida Estela, me permites alejarme de ti por una media hora?

Estela lo miró sorprendida, pero él permaneció risueño y tranquilo mirándola cariñosamente.

-¡Cómo! -exclamó Estela- ¿quieres retirarte ya?

-No, querida mía, -repuso Álvaro con afectuoso tono- es asunto de un momento. Necesito hablar con un amigo.

-¿Vuelves pronto? -preguntole la joven con melancólica expresión.

-Sí, amada mía, vuelvo al instante.

Y sin darle tiempo para decirle una palabra más se retiró de su lado, dirigiose a la habitación donde estaban los sombreros de los caballeros, y dando una contraseña, pidió su sombrero y su abrigo.

Al salir sacó del bolsillo un cachenez y se lo anudó al cuello dándole dos vueltas, cuidando que pudiera cubrirle la cara, caso de necesidad.

Un amigo que lo vio salir díjole:

-¿Qué es esto Álvaro, te retiras tan temprano, dejando a tu novia?

-No, amigo mío -contestó él disimulando apenas su disgusto,- vuelvo al instante.

Al llegar a la puerta de calle miró a todos lados, abrió el postigo y salió precipitadamente, más como quien huye que como quien sale libremente.

Álvaro salió sin cuidarse: de volver a cerrar la puerta, cuya cerradura era de resorte.

Un hombre que hacía largo tiempo que tras la puerta esperaba, entró casi al mismo tiempo que él hubo salido.

-Al fin, -dijo,- hubo uno que me abriera esta maldita puerta.

Y entró volviendo a ajustar la pequeña puerta del postigo.

Este hombre, por el aire cauteloso con que se aventuraba a entrar, podía ser tomado por un malhechor.

Sin embargo, por su traje y su apostura parecía un convidado.

Atravesó los corredores de la casa y se dirigió al comedor.

-¿Está aquí el señor Montiel? -preguntó a uno de los criados, que preparaba el servicio.

-No le conozco a ese señor -contestó el criado con ese tono indigesto y desabrido, de la mayor parte de los criados peruanos.

-Es un señor, -replicó el desconocido- que ha venido con el señor Guzmán y su hija.

-¿Qué sé yo tampoco quién es el señor Guzmán ni su hija?

-Es un señor español, -insistió el desconocido, sin darse por vencido por el tono áspero del criado.

-¡Bah! -replicó éste encolerizado- ¿tengo yo acaso obligación de conocer a todos los convidados de esta casa?...

-¡Hélo allí! -exclamó el que buscaba al señor Montiel, dirigiéndose hacia él, al mismo tiempo que sacaba una carta del bolsillo de su levita, la que presentó haciendo una venia.

El señor Montiel tomó la carta con gran recelo y quedose mirando al que acababa de entregársela y, como si esta mirada fuera una pregunta, el desconocido, contestó:

-La persona que me envía me recomendó que entregara a Vd. en persona esa carta.

-¿Y dónde está?

-Lo espera a Vd. en la puerta. Yo puedo conducirlo allá.

-Dígale que aguarde un momento.

El desconocido se retiró sin que nadie interceptara su paso.

El señor Montiel principió a pasearse en la estancia, sin mirar que había otras personas que pudieran verlo.

Después de largo tiempo de meditación, sacó la carta que acababa de recibir, y leyó nuevamente estas pocas líneas.

«Señor: Una persona amiga vuestra, y que se interesa por vos, desea hablaros en este momento. En ello os va la vida. Se trata de frustrar un plan que se trama en torno vuestro. No perdáis un momento. Mañana, tal vez, sería demasiado tarde.»

-¡Qué diablos! -exclamó, dando fuertemente en el suelo con el pie- ¿Por qué les ha ocurrido hacerme revelaciones a esta hora y en este lugar?

Y después de un momento continuó diciendo: -¿Y si esto mismo es un complot? ¡Tengo tantos enemigos, tantos a quienes he hecho inmensos males, tantos que han jurado vengarse! No sería extraño, que quisieran aprovecharse de mi salida, para darme una sorpresa. ¡Canallas! no han de dejarme vivir tranquilo, -exclamó apretando los puños con rabia, y continuó sus paseos.

Largo tiempo permaneció así, ceñudo y meditabundo.

Al fin pensó que, si aquello era verdaderamente un complot, fácil le era burlar sus planes, puesto que podía ir usando toda suerte de precauciones.

Llamó a un criado y retirándose al ángulo del salón, y poniéndole entre las manos unas monedas de plata dijo:

-Atiende lo fue voy a decirte: Necesito salir en este momento a la calle; pero temo que alguien me haga algún daño. Toma este revólver y acompañame.

El criado miró asombrado a este individuo, que, sin saber por qué, manifestaba un miedo tan intempestivo, y con aire indiferente y algo risueño díjole:

-No tenga cuidado, señor. Estos barrios son muy tranquilos, ¿no ve que aquí sólo vive gente de tono?

-No, hijo mío, -replicó el señor Montiel, endulzando cuanto pudo su áspera voz,- tengo mis motivos para temer; vamos y ya verás lo que hay.

-Está bien, señor. Vamos y no tema conmigo a nadie.

El señor Montiel vaciló un momento; pero pensó, que tal vez iba a perder la ocasión de descubrir alguna pérfida celada; pensó también, que el acompañante que llevaba podría defenderlo y resolviose al fin a salir.

-¡Vamos! -dijo, como un hombre que toma una resolución.

Pasó por delante y se dirigió a la puerta de calle, después de atravesar todos los corredores de la casa. A tiempo de abrir la puerta se detuvo un momento, reflexionó, y como si el resultado de esa reflexión, fuera una resolución definitiva, abrió la puerta, y haciéndose algo atrás, dirigiose al criado diciéndole: -pase Vd. por delante.

El criado se adelantó, salió a la calle y mirando a ambos lados dijo:

-No hay nadie, señor, salga Vd.

El señor Montiel se sintió algo avergonzado, por aquel miedo, que tan a las claras había dejado conocer a su acompañante.

-¿No hay nadie? -dijo, procurando darle a la voz, un tono alegre y tranquilo.

-Ciertamente, no hay nadie, -repitió el criado.

El señor Montiel se rió, con esa risa forzada de una persona que quiere disimular el miedo y la vergüenza, cuando, el primero le hace aún temblar la voz y la segunda, le enrojece el rostro.

-Yo le aseguro a Vd. señor, -dijo el acompañante, estos barrios son tan seguros que puede Vd. andar solo y con los bolsillos llenos de brillantes, sin miedo a nada. Se conoce que Vd. es extranjero, aquí no se roba señor, ni aun en los barrios de los pobres.

-No eran ladrones, los que yo temía, -repuso algo cortado, el señor Montiel.

De súbito y como si surgiera de la tierra, apareció un personaje con el sombrero calado hasta las cejas, y el embozo de la capa subido hasta las narices.

-¡Señor Montiel! -dijo, con tono natural y sereno.

Esto no impidió que el asustadizo español, diera dos pasos atrás, como si intentara ocultar su cuerpo, con el de su acompañante.

-¡Ah! ¿no ve Vd.? ¡aquí estaba! -exclamó

-No se asuste Vd. señor Montiel, -dijo el encalado con tono amigable,- es un amigo que viene a hacerle una importante revelación.

-¡Un amigo! -repuso como si dudara tener amigos, que tan importantes servicios le prestasen.

Después de corto silencio, en que sólo se oyó la respiración tranquila del encapado y un ligero martilleo, que hacía el señor Montiel con sus mandíbulas agitadas por el terror; el desconocido levantó un poco el ala de su sombrero, y bajó hasta la boca su capa, descubriendo en parte su rostro.

A la luz del farol pudo verse que era un hombre blanco, y de distinguidas facciones.

Aunque se hallaba sobrecogido por el miedo, el señor Montiel, hizo un esfuerzo supremo, y dando un paso adelante y con ademán resuelto dijo:

-Hablad, pues ¿qué tenéis que decirme?

El desconocido calló, y levantando una mano señaló al criado, diciendo:

-¿Y ese hombre?

El señor Montiel retuvo la contestación y dudó un momento; iba hablar y calló de muevo. Al fin dijo:

-No hay inconveniente... podéis hablar.

-Se trata de secretos que sólo vos debéis conocer -contestó con voz seca el desconocido.

No había remedio, preciso era quedarse solo.

Huir era imposible; era el ridículo ante dos hombres que lo miraban.

-Además, -pensó, si éste hombre era un asesino, tiempo había tenido ya para hacer uso del puñal o del revólver. Y luego al huir, tenía que volverse de espaldas, y los asesinos hieren siempre, aprovechando estos movimientos; resolvió, pues quedarse solo, movido más por el miedo que por el deseo de descubrir aquel complot que contra su vida se tramaba.

-Váyase Vd. -dijo señalándole al criado la puerta de calle que había permanecido entreabierta.

Este, que ya estaba deseoso de retirarse, pensando que sus servicios eran necesarios en el comedor de la casa, apresurose a obedecer, no sin haber hecho una observación, que queremos dejar apuntada.

-¡Que raro el miedo de este señor! Y el encapado es un joven decente. Yo diría que es cubano: conozco mucho el habla de los cubanos. Ya se ve, como mi antiguo patrón era cubano...

Tan luego como el encapado viose solo, acercose al señor Montiel y asiéndolo por la mano, con vigoroso movimiento, díjole:

-Venid conmigo, aquí no podemos hablar.

-¿Adónde me lleváis? -preguntó aterrorizado, siguiendo a su pesar la vigorosa mano que le arrastraba.

-Estamos a diez pasos de la esquina. A la vuelta podemos hablar sin ser interrumpidos.

El señor Montiel continuó andando; pero sin dejar de mirar a todos lados, como si buscara alguien que lo salvara, ya que en mala hora despidiera al que podía haberlo socorrido.

Cuando dieron vuelta a la esquina, acercose a ellos el hombre que fue portador de aquella misiva, en que se le ofrecía revelarle secretos importantes.

Tenía en la mano dos espadas desenvainadas, que presentó al desconocido.

El señor Montiel miró con ojos atónitos aquellas dos armas, que su miedo le hizo ver más afiladas y brillantes, de lo que en realidad lo estaban.

El que iba a ser su adversario, tomó las dos espadas y presentándoselas, díjole:

-Elegid una y defendeos.

Montiel permaneció inmóvil y mudo, sin poder articular palabra ni hacer movimiento alguno.

El desconocido acercose aún más a él, y con voz de mando e imperioso ademán, agregó:

-Defendeos señor Montiel, que estoy resuelto a mataros.

-Matadme, infame, asesino -vociferó éste desesperado.

-No he venido a cometer un asesinato, sino a reparar un agravio, -repuso el desconocido con tono resuelto.

-¿Quién eres, miserable? -replicó con desesperado acento el antiguo Gobernador de Cuba.

-Represento a la justicia divina, -dijo con voz grave y ademán solemne.

-Montiel se estremeció ligeramente, pero bien pronto se repuso y dijo:

-La justicia divina, no viene tras la faz de alevoso malhechor, de cobarde asesino.

El desconocido levantó con rabia una de las espadas a la altura del pecho de su adversario, y cual si fulminara sobre él toda su indignación díjole:

-Cobarde, defiéndete, si no quieres que te mate como a un perro.

Montiel tomó maquinalmente una de las espadas y con voz temblorosa, dijo:

-¿Quién sois, pues, que así os ensañáis contra mí?

-Yo soy... y pronunció un nombre que Montiel sólo pudo oír y que lo hizo palidecer mortalmente.

-Defiéndete pues, -repuso aquél, obligándolo con sus ataques a defenderse.

Y como el corcel, que al oír el clarín se prepara a la pelea, el encapado, al ruido que produjeron al chocarse las dos espadas, tiró su capa y principió con brío a batirse.

El señor Montiel, aunque conocía el manejo de las armas, faltole el valor y pronto cayó, con el corazón traspasado por el arma de su enemigo.

-Todo ha concluido, -dijo éste, mirando a su adversario caer en tierra, y corriendo a recibirlo, como si quisiera auxiliarlo, movido por un sentimiento de humanidad. Montiel, con las últimas convulsiones de la muerte, sólo alcanzó a decir:

-Muero... perdón...

Su feliz adversario, con una rodilla en tierra, y la fisonomía, contraída por la emoción, lo contempló por un momento. Después, poniéndose de pie con ademán distinguido, y dando a sus palabras solemne expresión, dijo:

-Yo te perdono en nombre de mi patria, de mi hermosa Cuba, todo el mal que tu perversidad nos ha causado.

Recogió su capa, volvió a colocarse el sombrero, y volviéndose al que había permanecido mudo, aunque interesado espectador de esta escena, dijo:

-Hay venganzas que parece que el cielo las protege.

-Hemos librado a Cuba de un monstruo que la amenazaba, -contestó el otro.

-Al fin he cumplido un juramento sagrado, -dijo con tono severo, el que acababa de dar muerte al señor Montiel.

-Sí, todo nos ha salido a pedir de boca, -dijo el otro, limpiando con su pañuelo la espada ensangrentada y envolviéndolas ambas en un lienzo, que las ocultaba completamente.

-Vamos, -dijo el uno,- felizmente hemos tocado con un celador borracho, que está a carga del comisionado de emborracharlo.

El que había dado muerte a Montiel dijo:

-¡Pobre diablo! era tan cobarde como sanguinario y cruel. Mi nombre lo hizo estremecer.

-Ya era de suponer, pues que Vd. era para él un enemigo temible.

-Temible, sí, porque en Cuba le ofrecí vengar todos los males que a mí y a todos los de mi familia nos había causado.

-Y los ha vengarlo Vd. cumplidamente.

-Bien sabe Vd. sin embargo, que mi principal objeto ha sido impedir el que vuelva Montiel a Cuba, donde tantos males puede inferir a nuestra patria.

-Iremos a dar cuenta a nuestros compañeros, -dijo el que acababa de ocultar las espadas.

Y colocándolas bajo el brazo, se puso en ademán de marcharse.

-Sí, vamos, contestó el otro y ambos dirigiéronse por la calle de Núñez a la de Bodegones.

No bien, habían desaparecido estos dos misteriosos personajes, cuando salieron de la esquina que formaba la acera opuesta, tres individuos, al parecer gente del pueblo, pero de buen talante. Eran tres artesanos que iban a sus casas a hora avanzada de la noche.

Uno de ellos echando una interjección mayúscula dijo:

-¡Qué demonios! ¿si será este un asesinato?

-¿No ha oído Vd. lo que hablaron cuando llegamos?

-Sí, hablaron de venganza y de juramento.

-¿Qué podemos hacer? La cosa es seria.

Los tres individuos habíanse acercado y miraban con aire receloso el cadáver del señor Montiel.

Por largo rato permanecieron en ese estado de asombro, y estupor, que produce la vista inesperada de un cadáver, víctima al parecer, de horrendo crimen.

Al fin entablose una acalorada discusión para resolver lo más conveniente en tan difícil trance.

No se ocultó a su previsión de cuanta gravedad podía ser para ellos su situación.

Los acordes de un piano les dejaron comprender que cerca de allí había un baile. Por el vestido de la víctima, comprendieron que era del número de los asistentes al baile.

Para no comprometerse en manera alguna, resolvieron ir a la casa y avisar lisa y llanamente, que acababan de encontrar un cadáver; pero sin decir una palabra de aquellos dos personajes, que sin duda eran los autores del crimen.

Procediendo de esta suerte, creyeron ellos verse libres de «compromisos y declaraciones.»




ArribaAbajo- XXXIII -

Un complot


¿Quién era el matador del señor Montiel?

Todas las apariencias condenaban a Álvaro. Sin embargo, éste se hallaba ajeno a todo lo que acabamos de referir y muy distante de aquel lugar.

Preciso será, para que conozcamos a su valiente agresor, que asistamos a una escena que tuvo lugar entre las once y las doce de la noche; es decir, en el lapso de tiempo que trascurrió, desde que vimos entrar a nuestros cuatro personajes al baile, hasta poco antes que le fuera entregada al señor Montiel aquella carta, que tan fatalmente lo condujera a la muerte.

En la calle de Bodegones, una de las más centrales de Lima, y en habitación decentemente amueblada, de un hotel, hallábanse reunidos cuatro personajes, desconocidos para nosotros.

Dos de ellos jóvenes, y los otros dos de avanzada edad.

El que manifestaba ser de más respetabilidad, tomó la palabra, de conversación al parecer principiada.

-Sí, amigos míos, -dijo,- es necesario, es imperioso que ese hombre no vuelva más a Cuba,

-No volverá; yo respondo de ello, -dijo con entereza uno de los jóvenes.

-Es preciso no olvidar, que es el enemigo infatigable de la causa de Cuba, el despiadado confiscador de nuestros bienes, el inicuo incendiario de nuestros ingenios...

-Debe morir a nuestras manos dijeron a una los dos jóvenes.

-Sí; pero los cubanos, que estamos desterrados en el Perú, no debemos mancharnos con un crimen, aun cuando él sea en bien de nuestra amada patria.

-Pues bien, -repuso uno de ellos,- lo obligaremos a batirse en lucha leal y caballerosa. Ya sabéis que yo, al salir de Cuba, juré matar a Montiel.

-Parece, -respondió el que hasta ese momento había permanecido en silencio,- parece, que no conociera Vd. amigo mío, lo que es ese cobarde de Montiel.

-¡Ah! -replicó el joven con entusiasmo,- es que yo iré esta noche al baile, y en presencia del mundo entero, le abofetearé y escupiré, para obligarlo a batirse.

-¡Bah! -exclamó el primero, con sardónica risa- Montiel se limpiara la mejilla, frotarase el sitio dolorido; después se esconderá donde no sepamos de él, y al fin, se nos escabullirá de entre las manos, para ir a aparecer en Cuba, donde principiará con mayor saña, todo linaje de venganzas y latrocinios.

-Antes, -dijo con furor uno de los jóvenes asiendo con brío su revólver,- antes una bala de mi revólver le destapará el cráneo.

-Pues bien, amigos míos, es preciso, no olvidar que hoy es sábado, y que la semana entrante partirá Montiel para Cuba, -dijo el que más silencioso había permanecido.

-¿Lo sabe Vd. con seguridad? -replicó el joven.

-Tan seguro como si él me lo hubiera dicho.

-Señores, -dijo uno de los jóvenes, poniéndose de pie con ademán resuelto, juro a fe de cubano y de patriota, que esta noche esgrimiré un arma contra ese infame español.

El que dijo que conocía la cobardía del Sr. Montiel, movió la cabeza manifestando incredulidad, y repuso:

-No hará Vd. sino concitar la cólera de ese enemigo, que bien pronto irá a vengar esos insultos en nuestras desamparadas familias.

-Es que tengo seguridad de matarlo.

-Es que él no se batirá, -replicó el interlocutor que había permanecido más silencioso.

-Tengo un proyecto, -repuso el otro.

-¿Cuál? -preguntaron a una los tres.

-El señor Montiel vive aterrorizado con los complots, las maquinaciones y los golpes de mano, que a cada paso cree que le amenazan; pues bien, ese mismo terror, que hasta ahora nos ha impedido encontrarlo, en sitio en donde nos fuera dado desafiarlo; servirá ahora para acercarme a él.

-¡Ah! no, -dijo el otro joven,- esa sería una celada indigna de nosotros.

-Es que yo, -replicó el primero,- sólo me serviré de este medio, para encontrarme con él, como decimos nosotros, de hombre a hombre, sin abusar jamás de ninguna ventaja.

El más caracterizado de los cuatro, quedó por un momento pensativo, y luego dijo:

-Puesto que es necesario, que no tengamos en nuestro favor ni aun las ventajas de la fuerza y la juventud; yo, que soy en muchos años mayor que él, realizaré el proyecto.

-No, -dijo el otro, que era también de avanzada edad- en ese caso, es a mí a quien me corresponde, que soy de sus años y su fuerza.

-Que lo decida la suerte, -contestó el otro.

-Sí, que lo decida la suerte -contestaron los otros dos.

-¡Ah! -dijo con tristeza el iniciador del proyecto- ¡queréis quitarme la gloria de matar a ese perro español, a quien he jurado dar muerte!

El joven tomó una pluma, escribió cuatro nombres, en papelitos que cortó al efecto. Después de enrollarlos, en forma de cigarros, echoles en un sombrero y presentándoselos al más caracterizado, díjole:

-Saque Vd. uno.

Este miró hacia arriba, introdujo la mano en el sombrero, y tomando uno de los papeles, lo presentó a su amigo, diciéndole:

-Lea Vd.

-¡Ah! ¡Gracias al cielo! -exclamó el joven, con indecible expresión de gozo- a mí me toca librar a Cuba de ese infernal enemigo. Al fin cumpliré mi juramento.

Luego, empuñando dos espadas, y lleno de gozoso entusiasmo, dijo:

-Una de estas atravesará el corazón de ese infame.

-¡Mucho tino y cuidado, mucha prudencia! -dijo el más caracterizado, poniendo una mano en el hombro del entusiasmado joven.

-Exijo de ustedes algo, -dijo éste con severo tono.

-Pida todo lo que quiera, -dijo el más anciano.

-Exijo un juramento.

-¿Cuál? -dijeron a una los tres.

-Jurad que ninguno de nosotros divulgará mi nombre, si es que la justicia pretendiere castigar el hecho como criminal.

-Lo juramos por nuestro honor, -dijeron los tres, con voz conmovida y solemne.

-¡Gracias! -dijo el joven estrechando la mano de cada uno de sus compañeros.

-Necesito de ti -dijo dirigiéndose al más joven- tú estás recién llegado y nadie puede conocerte; tú serás el portador de la misiva que nos traerá a ese cobarde.

El joven se sentó cerca de la mesa, escribió una carta, y después de despedirse de sus dos ancianos amigos salió con su joven compañero.

Ya hemos visto de qué manera tan digna y caballerosa cumplieron ambos jóvenes su cometido.

Réstanos sólo decir, que la muerte del antiguo Gobernador de Cuba, no fue sino el justo castigo de sus pasados crímenes e incalificables maldades.

Cada uno de los que allí reunidos estaban, tenía algún agravio que vengar, algún mal que evitar con la muerte del que llamaban enemigo declarado de su patria.

Al salir dos jóvenes sucedió un hecho, en apariencia insignificante; pero que haremos notar.

El que llevaba las dos espadas, se embozó con una capa, para poder ocultarlas: el otro, salió con sólo su paletó, anudándose al cuello un cachenez de seda que le cubría parte de la cara. Este era el designado por la suerte, para desafiar y matar a Montiel.

Quién al ver este joven, con un paletó gris completamente semejante al que Álvaro llevaba al salir del baile, y con su cachenez anudado al cuello; y después de haber oído las palabras de los tres individuos que encontraron el cadáver del señor Montiel; ¿quién no exclamará?

¡Coincidencias! ¡Sois acaso vosotras las misteriosas hadas que os ocupáis en tejer los destinos humanos!...




ArribaAbajo- XXXIV -

Lo que hacía Álvaro durante su ausencia del baile


¿Qué había sido mientras tanto de Álvaro?...

¡Él, que en este momento era el llamado a cumplir el juramento que en momentos solemnes hiciera a su padre!

¡Ah! es que Álvaro amaba, y amaba con ese amor dominante, absorbente, que no da lugar a otros afectos, ni a otros odios, que aquellos que nacen o provienen de él mismo.

En el corazón, no pueden existir dos pasiones igualmente poderosas; la más fuerte domina y llega al fin a extinguir a la otra.

El odio al señor Montiel, por más que fuera un odio justificable, habíase extinguido casi por completo en el corazón del joven cubano.

Como si su alma estuviera santificada por el amor, apagáronse en ella todos sus odios.

En los corazones enamorados como en los terrenos feraces, sólo florecen plantas de exquisito perfume.

Las malezas y los espinos, crecen sólo en los terrenos áridos y en los corazones vacíos de amor.

Álvaro, al salir, como lo hemos visto, furtivo y cautelosamente del baile, estaba muy lejos de pensar en odios ni en venganzas.

Iba a aprovechar de la feliz ocasión de encontrarse sólo con Catalina, iba ebrio loco de amor y de esperanzas.

Esperaba poder rendirla, mover su compasión, o cuando menos arrancarla una promesa para lo porvenir. Y en caso que así no fuera, despedirse para siempre de Catalina.

No obstante, preciso es que digamos, que aunque él hallábase en esa temperatura en que se ha convenido, que no puede haber amante perfecto sino está resuelto a sacrificar honor, patria, amistad, todo, a la posesión de la mujer amada; algo como la tortura del remordimiento destrozaba su alma.

Después que hubo salido del baile, para dirigirse donde Catalina, más de una vez detúvose a meditar y un ligero estremecimiento, agitaba todo su cuerpo, y su frente se nublaba, como la de un hombre que va a cometer un crimen.

Menos conturbado estaría su espíritu si hubiera salido, no con el fin que ahora llevaba, sino con el de matar al señor Montiel, al asesino de su padre.

Algunos días hacia que su situación habíasele tornado de todo en todo insoportable.

Comprendía que era amado, y esta idea, lejos de calmar sus penas, aumentaba su desesperación.

Sentíase sin valor, sin fuerzas para consumar un sacrificio, que envolvía su felicidad y la de la joven que debía ser su esposa.

Unirse a Estela, amando loca, frenéticamente a Catalina, esto era superior a sus fuerzas. Era casi imposible.

Partir a Cuba, ir a buscar la muerte en los campamentos adonde por largo tiempo había vivido, sino feliz, al menos con la dulce satisfacción del deber cumplido; era hoy su anhelo, y su más dulce aspiración: traicionar al amigo, seducir a la esposa fiel, tal vez labrar la eterna desventura de la inocente Estela, que tanto lo amaba; eran ideas espantosas que aparecíansele a la mente, rodeadas de algo tan tenebroso, que no encontraba otro recurso que huir, como de un mal irremediable.

Su ardiente amor a Catalina, su leal amistad con el señor Guzmán, la felicidad misma de Estela, creía él que exigían ese sacrificio.

Pero preciso es confesar, que en cuestiones de amor, poco entienden los hombres de sacrificios.

Sacrificar en aras del deber, una pasión tan poderosa, y dominante, como es el amor, sólo puede hacerlo la mujer, que, educada en la escuela de las restricciones y las exigencias, hase habituado, desde temprana edad, a toda suerte de imposiciones, formándose así, una naturaleza casi ficticia; pues que, obedece más a las exigencias sociales que a los mandatos de la pasión.

Así pues, si en algunos momentos, la idea de un sacrificio pasó por la mente de Álvaro, pasó rápida sin dejarle más que un doloroso recuerdo.

Había pensado dejar una carta escrita en la que le refiriera a Estela y a su padre, lo que había sucedido y las causas que lo impulsaban a tomar tan violenta medida.

Más de una vez pensando en la situación de Estela habíase dicho:- ¡Pobre Estela! ella no es más que una niña incapaz de sentir una gran pasión: pronto le pasará todo.

Así discurría Álvaro, cometiendo la injusticia de desconocer el ardiente y apasionado amor de Estela.

Cuando no se ama no se estima el amor que se inspira, sólo cuando echamos en la balanza el peso de nuestro amor, podemos valorizar el que inspiramos.

Álvaro caminaba con acelerado paso y pronto llegó a la casa.

Abrió la puerta de calle y entró sin hacer el menor ruido.

Como conocía perfectamente la disposición de la casa, dirigiose sin trepidar a la escalera que quedaba al fondo del espacioso patio.

A pesar de la oscuridad de la noche, subió sin tropezar en los peldaños de la escalera. Caminaba con los brazos extendidos, como si lo guiara algún espíritu invisible.

Dirigiose a las habitaciones de Catalina, que, como ya sabemos ocupaban el costado derecho. Sus pasos no producían ruido alguno sobre el embaldosado de mármol, como si fueran los pasos de algún fantasma que caminara por el aire: como si su mirada penetrara en las tinieblas.

Sacó una llave, y abrió con precaución una puerta.

Era la del escritorio del señor Guzmán.

Desde allí pudo ver que el dormitorio de Catalina estaba con luz, lo que manifestaba que ella aún estaba levantada.

Entró resueltamente en la habitación, y dio algunos pasos. De súbito se estremeció, como si lo tocaran por la espalda.

Era el ruido que acababa de producir la campanilla del reloj colgado en la pared, al principiar a dar la hora.

-Las doce -dijo contando los golpes del reloj, como si temiera haberse equivocado.

Luego siguió avanzando de puntillas.

El corazón golpeábale el pecho con tal fuerza, que su ruido lo ensordecía, como si fuera el martilleo de un yunque.

Detúvose un momento, y tendió el oído en ademán de escuchar.

El más profundo silencio reinaba en torno.

-Catalina -dijo- o la ha cogido el sueño recostada en su diván, o está leyendo tranquilamente.

No puedo perder un momento, necesito hablarla ahora mismo.

Si está dormida la contemplaré un momento y luego la despertaré.

Pensando así, atravesó el cuarto de estudio del señor Guzmán, luego otro aposento en el que sintió un perfume delicioso: era el tocador de Catalina.

Allí se detuvo un momento. Aquel perfume indefinible, que se exhala del conjunto de perfumes que componen el tocador de una mujer elegante, tenía para él algo de deleitoso, de indecible.

Respiró con delicia, casi con embriaguez aquella atmósfera, y con una sonrisa que tenía más de voluptuosa que de espiritual, dijo: -Paréceme que respirara el ambiente de Catalina.

Después de un momento, continuó avanzando; pero ya sin conciencia de lo que hacía, como impulsado por una fuerza sobrenatural: como arrastrado por irresistible imán.

En ese momento llegó hasta él un doloroso suspiro; tembló, pero siguió resueltamente, hasta colocarse en la zona luminosa que partía del dormitorio de la joven.

Dejemos por un momento a Álvaro mudo y estático contemplando a Catalina. Dejémoslo con las manos plegadas, la mirada lúcida, la respiración agitada, los labios vibrantes, y la expresión iluminada por la esperanza y el amor.

Preciso es que digamos lo que ha pasado en el alma de la joven, desde que la vimos, no ha muchas horas, desempeñando su papel de camarera arreglando con solícito esmero el tocado de la que ella no podía dejar de considerar sino como a su rival.

Cuando Catalina vio salir a Estela, con su elegante vestido de baile, resplandeciente de belleza y de alegría, ebria de amor y de ilusiones dejose caer en un sillón, como si en aquel día de lucha horrible, y de supremo esfuerzo, hubiérase agotado toda su fuerza.

-¡Dios mío! -dijo cubriéndose el rostro con las manos,- me faltan la resistencia.

Después dirigiose a sus habitaciones. Sonó la campanilla.

-Prepara todo, que quiero recogerme -dijo a la criada que se presentó.

Luego que se vio sola, cerró por dentro la puerta, y corrió a postrarse ante la imagen de una Virgen, cual si tuviera grande anhelo de orar, inmensa necesidad de un apoyo, de un consuelo, para su desfallecido corazón.

Catalina era religiosa y creyente.

Un mar de lágrimas inundó su semblante. Lágrimas largo tiempo contenida, que sólo podían desbordarse en la soledad.

Después de un momento de angustioso llanto en que sus sollozos parecían acrecer junto con las ideas que torturaban su alma, levantó sus grandes ojos al cielo y con el acento de la mayor desesperación dijo:

-¡Madre, madre mía! Tú que eres modelo de abnegación y sacrificio, dame la fuerza necesaria para cumplir mis propósitos. Acalla este corazón que ama, que ama con delirio y que lo siento sublevarse ante el sacrificio que le he impuesto.

Si ha de faltarme el valor, mándame antes la muerte, mil veces preferible, a vivir llena de remordimientos, cargada de ignominia.

Después, con suprema angustia exclamó:¡Madre! ¡madre mía! ¡ampara a esta infeliz que se siente morir!... y quedó sumida en extática contemplación, en muda y elocuente oración.

Largo tiempo permaneció en este estado.

¿Quién puede expresar, lo que su alma sentía?

¡Ah! tal vez presentía, que en esos momentos el amor tejía una red en torno suyo, para aprisionarla, precisamente cuando se sentía más débil para la resistencia; cuando la sucesión fatal de los acontecimientos, acababa de agotar, sus ya decaídas fuerzas.

Como Satanás, el amor venía a ofrecerle todos los reinos de la tierra, si consentía en adorarlo. Venía a ofrecerle lo que era para ella más que todos los reinos de la tierra, el gran reino de la felicidad, ¡el ansiado reino del amor!...

Catalina oró con verdadera unción, como debe orar el náufrago en medio de la tempestad, viendo a sus pies el abismo.

El amor en esos momentos fue para ella un huracán que se arremolinaba, amenazando su débil resistencia.

¡Un sacrificio!... una lucha consigo mismo: ¡qué pocos saben sostenerla!...

Después de haber terminado su ferviente plegaria, como si se sintiera algo más confortada, se incorporó, pasose repetidas veces la mano por la frente y dando un hondo suspiro dijo:

-Felizmente esta situación no durará mucho tiempo. Esta fiebre que me devora concluirá pronto con mi vida. Sí, no es posible vivir en esta horrible agonía.

Después fue a un estante de libros, tomó sin trepidar uno. Era «La Imitación de Cristo.»

Abrió el libro y se puso a leer, aunque sin cesar de llorar. Pero ya no eran las lágrimas de la desesperación, eran sí, las sublimes lágrimas del dolor resignado.

De cuando en cuando lanzaba un hondo y largo suspiro, que más bien era un amargo sollozo. Uno de estos suspiros es el que acababa de escuchar Álvaro.




ArribaAbajo- XXXV -

El amor salva a la virtud


Después de larga contemplación, Álvaro resolvió traspasar el dintel de aquella puerta, seguro de no ser rechazado por Catalina.

Adelantose, no con el paso precipitado, el aire misterioso y dramático del enamorado feliz, que viene donde su amada, sino más bien, con la expresión melancólica, el paso grave y el ademán solemne, del desgraciado que viene a pedir su felicidad, a remediar sus males, a implorar su vida, o tal vez a dar un adiós eterno a la mujer amada.

Aunque le alentaba dulce y vaga esperanza, sentía el terror de la situación, la duda torcedora y cruel, que nos asalta, cuando vamos a dar un paso decisivo, y de grandes trascendencias.

Desde el momento en que poco ha se decidió, que su matrimonio se efectuara sin más dilaciones, había quedado aturdido, como quien recibe un inesperado golpe.

Su cerebro estaba confuso, sus ideas oscuras, indecisas, un sólo deseo habíase determinado como destacándose, sí así puede decirse, del caos de su pensamiento.

Quería hablar a todo trance, a toda costa, con Catalina; parecíale que ella iba a resolver todas sus dudas, a calmar todas sus angustias; pero luego pensaba que Catalina, aunque lo amaba podía rechazarlo, reconvenirlo, tal vez alejarse indignada para siempre.

-¿No la había visto en el curso de estos días, severa, muda, imponente como si quisiera decirle: -¿cumple tu deber?

¡Ah! Álvaro divagaba en medio de la esperanza y el temor, en medio de la duda y la incertidumbre.

Pero su resolución estaba tomada, y con el semblante pálido, la voz temblorosa, y la mirada suplicante entró en la habitación -¡Catalina! -dijo procurando aparecer tranquilo.

La joven que había permanecido leyendo, o más bien diremos, procurando leer, aunque su pensamiento se alejaba a cada paso del libro, levantó la cabeza quiso ponerse de pie, cual si intentara huir; pero le faltaron las fuerzas, y tornándose mortalmente pálida.

-¡Álvaro! -exclamó, llevando ambas manos al pecho para acallar los latidos del corazón.

Álvaro guardó silencio. Tuvo impulso de correr hacía ella, de estrecharla en sus brazos, y decirla todo lo que su corazón sentía; pero fuele preciso dominarse y callar. Al fin rompió este penoso silencio diciendo: -Señora, he venido porque érame imposible vivir un día, una hora más, en esta horrible situación. He venido, porque tengo el corazón y el alma enfermos, no sé lo que por mí pasa. Tenga Vd. compasión de mí. ¿Qué quiere Vd. Catalina? no es posible verla y no amarla, verla y olvidar que Vd. me ha amado. Tengo la desgracia de amarla hoy más que nunca. Vd. lo conoce y lo comprende bien, por eso es que su ceño se arruga en mi presencia, y su expresión fría e indiferente, ha helado la palabra mil veces en mis labios. Vd. ha presenciado mis sufrimientos, ha visto mis angustias; pero lo que aún no ha visto Vd. lo que tal vez no alcanza Vd. a comprender, son mis horas de desesperación, mis noches de insomnio, mis días de infierno. Catalina, ¡tenga Vd. compasión de mí! No le pido sacrificio; pero ya que me es forzoso hacer el inmenso sacrificio de unirme a una mujer que no amo, prométame al menos, que viviremos siempre juntos, me bastara respirar el aire que Vd. respira, y vivir al calor de la atmósfera que a Vd. alienta.

Álvaro dio dos pasos para acercarse a ella, pero Catalina cuya palidez habíase aumentado visiblemente, dio dos pasos para atrás, extendió los brazos con ademán desesperado y cayó a plomo sobre sí misma, como si estuviese muerta.

Álvaro corrió y pudo recibirla antes que cayera al suelo.

La levantó en sus brazos, la estrechó contra su corazón, estaba ebrio, loco, desatinado de amor.

Parecíale que un huracán pasaba por su cabeza, y al través de sus pestañas, creía distinguir algo como relámpagos, que se sucedieran, sin interrupción.

Después, como si consumara un acto religioso, muy delicado, colocó a Catalina en el diván, cuidando de que la cabeza quedara recostada en un almohadón. Luego, mudo, extático, quedó contemplando aquella mujer amada que tenía a su vista.

Una cascada de negros y ondeados cabellos cubrió el cojín y la peineta que poco ha los sujetara quedó caída en el suelo.

Si en el corazón de Álvaro no existiesen nobles y caballerosos sentimientos, y más aún, si no amara a Catalina con aquel reverente amor, que anonada el cuerpo y parece sumergirlo en el piélago inmenso de un ideal infinito; si todas estas circunstancias no concurriesen, tendríamos que recurrir en este momento a aquella nube misteriosa que Homero hacía descender del cielo para ocultar en ciertos momentos a sus dioses.

Pero Álvaro, lejos de desear aquella mujer, para él deliciosa, cuyas formas acababa de sentir contra su pecho, sintió que sus rodillas se doblaban, y cayó postrado, como si acabara de columbrar algo tan grande como el infinito y tan sublime como el amor.

Asió con frenesí una mano de Catalina y después de llevarla al corazón, la cubrió de besos y lágrimas.

¿Cuánto tiempo duró esta muda y extática contemplación?

¿Quién puede medir el tiempo cuando vive en las elevadas regiones de la felicidad o en los negros abismos del dolor?...

Se cree haber vivido un siglo, en un segundo de dolores. ¡Y creeríamos haber vivido un segundo, en un siglo de felicidad!

Al fin Catalina, después de un prolongado suspiro, abrió los ojos, miró al joven, sonrió dulcemente, y volvió a cerrarlos como si temiera despertar de un delicioso sueño.

-¡Catalina! ¡mi bella Catalina! -dijo Álvaro con angustiado acento, temiendo, que aquel largo desmayo se prolongara aún por más tiempo.

Catalina abrió de nuevo los ojos y pareció recobrar la razón, sus mejillas se colorearon y su semblante tomó aquella expresión triste y angustiada que ya le era habitual.

Álvaro sintió que el corazón de Catalina palpitaba con violencia, y que su cuerpo se conmovía, con nervioso estremecimiento.

-¡Catalina, dijo,- dime que estos latidos que siento no son de odio, sino de amor.

-Pluguiera el cielo, -dijo ella levantando sus hermosos ojos,- que el odio hubiera podido extinguir el amor.

Álvaro guardó silencio y como si tomara suprema resolución, dijo:

-Catalina, atiéndeme, huyamos de aquí. Ven, el mundo es grande y en sus ámbitos hallaremos un rincón que oculte nuestra dicha; ven, huyamos. Tú me perteneces, me pertenecías, antes de unirte al señor Guzmán. Nuestra desgracia es inmensa, nuestra situación desesperada; pues bien, en estas situaciones no se debe mirar a un lado ni a otro, sino salvar los abismos y vencer los obstáculos, cualesquiera que ellos sean. Ven, ven sígueme...

Álvaro se puso de pie y tomó de una mano a la joven en actitud de partir.

Catalina lo miró con tristeza y con indecible expresión de amargura dijo:

-¡Huir! y ¿a dónde? ¿dónde hallaremos un lugar que nos oculte, a mí de la deshonra, y a ti del remordimiento? ¿Dónde huiremos que no nos siga el recuerdo del amor de Estela, y la maldición de su padre?

-Pues bien, no deben importarnos nada las lágrimas ni las maldiciones de los dos; pues que la fatalidad los ha colocado en nuestro camino, avasallémoslos. Ven, huyamos ahora mismo.

-¡Imposible, imposible! -exclamó Catalina, con desesperado tono a la par que con enérgico acento.

Al escuchar esta contestación, Álvaro mirando a la joven con indecible amargura díjole.

-¡Imposible huir! dices, ¡imposible! -repitió con amarga sonrisa,- ¿y para decirme esto ha atravesado Vd. señora, el Océano y ha venido desde lejana distancia a interponerse entre yo y Estela? ¿acaso ha venido Vd. sólo a entretenerse con mi suplicio, y a divertirse con mi sufrimiento? Preciso es que sepa Vd. que yo vivía, si no dichoso, al menos tranquilo con el cariño de Estela. Gozaba con su amor, y me prometía un porvenir de paz y de felicidad doméstica. Vd. lo ha destruido todo, abriendo un abismo en donde pronto desaparecerá la felicidad de todas las personas de esta honrada y generosa familia.

Después de un momento de silencio Álvaro continuó diciendo:

-La conducta de Vd. se ha hecho para mí inexplicable. Si quince años de conocerla y tratarla, no hubieran arraigado en mi alma la convicción de que Vd. no es una mujer perversa, yo creería que la más refinada maldad, guía todos los pasos de Vd.

-Yo esperaba que Vd. conociera lo que pasa en mi alma, -dijo con tristeza la señora de Guzmán.

-Su conducta, Catalina, es inexplicable, y casi me atrevo a llamarla contradictoria de lo que Vd. pretende manifestarme.

-Y sin embargo, si Vd. mirara más desapasionadamente vería...

-¿Qué? dijo con ansiedad Álvaro.

-Algo que le diera la explicación de ese enigma.

-¡Querida Catalina! exclamó él, como si hubiese adivinado lo que ya esperaba, y dio dos pasos para aproximarse; pero Catalina lo contuvo con el ademán y la expresión.

-Escúcheme Vd. Álvaro. Yo soy muy criminal; tiene Vd. razón al acusarme. Yo misma me horrorizo de lo que he hecho, y créalo Vd. si con mi vida pudiera reparar los males que mi impremeditación ha causado, los repararía. ¡Oh, Dios mío! Es verdad. Yo me casé con el señor Guzmán, con ese noble anciano, sin otro afecto que el que como una maldición llevo en el corazón; me casé sin otro fin, sin más esperanza que la de acercarme al hombre que amaba.

Catalina se ruborizó, cual si le costara trabajo y vergüenza lo que acababa de decir; después con la voz conmovida, más como quien habla de sus faltas, que como quien dice algo que debía halagar a su interlocutor, continuó diciendo:

-Tomé al Sr. Guzmán como un medio, como un instrumento, para realizar mis aspiraciones. No vi en él sino al hombre que debía conducirme al lado del que amaba, y no al desgraciado que yo elegía para que fuera la víctima de mi malhadada pasión. Su amor no era más que una pequeña valla, que mi amor avasallaría.

Pero, ¡ay de mí! yo no creía, no esperaba encontrar un hombre bueno, noble, confiado que me ama, que me estima y ha hecho de mi felicidad un culto, al que se ha entregado completamente. Verme feliz y contenta es la sola aspiración de su vida. Creer que él contribuye con su amor a esa felicidad, es la suprema dicha de su alma. Satisfacer mis más pequeños deseos, reclinar tranquilo y confiado su frente sobre mi seno, he aquí todo lo que él me pide, todo lo que el desea. Créame Vd. Álvaro, no existe en el mundo una mujer que pueda engañar a un hombre como el señor Guzmán.

Álvaro miró con ternura a Catalina, y con voz conmovida dijo:

-¡Cuán buena y noble es Vd. Catalina!

Esta calló un momento y luego lanzando un profundo suspiro dijo:

-Yo desearía que mi esposo me oprimiera, me celara; quisiera que pusiera mil muros que me separaran, de Vd. Entonces me vería Vd. llegar a sus brazos, y decirle:

-Aquí estoy; he salvado todos los obstáculos, he arrostrado todos los peligros, he desafiado todas las iras, aquí estoy. He adquirido con mi valor, con mis sufrimientos, con mis lágrimas, el derecho de ser feliz. He empeñado una lucha, cuya victoria me pertenece, y debe tener por premio tu amor.

Pero ¡ay, Dios mío! traicionar a un anciano, que me deja en libertad, engañar a un esposo, que me ama... no... no ¡imposible!...

Un largo silencio siguió a estas palabras.

Álvaro parecía subyugado, anonadado por la pureza de sentimientos que revelaban las palabras de Catalina. Luego, tomándole una mano, dijo:

-Yo a tu lado, lo olvidaré todo, todo, y si tú me amas, tú también lo olvidarás. Ven, huyamos.

-¡No, jamás, imposible! -dijo ella con resolución.

-¡Jamás! repitió Álvaro moviendo con amargura la cabeza, y mirándola con angustia- ¡imposible! sí, porque ya no me amas, porque tu amor fue, un amor de conveniencias.

Catalina dio dos pasos hacia Álvaro, y con desesperado acento y creciente exaltación dijo:

-Que no te amo, dices, ¡ah! mira, ¿no ves estos ojos enrojecidos por el llanto, y enlutados con la negra aureola del pesar? ¿No ves mi semblante desfigurado, y mi tez marchita, como si las sombras de la muerte se extendieran sobre mí? ¿No sientes esta fiebre que me devora? ¡Ah! es que, me falta la vida que en otro tiempo me daba tu amor. Es que hace tiempo que mi semblante se ha acostumbrado a contraerse sólo con el dolor, porque no sabía alegrarse, sino al rayo de tu mirada. Aplica el oído a este corazón, cuyos latidos acabas de sentir; cada uno de ellos es un golpe que me asesina. Mira, esta vida tan joven se ha tornado sombría como la ancianidad, este corazón ardiente se quiebra de dolor y la fiebre consume mi existencia.

Mira, mírame, ésta es tu obra: Yo era feliz, te amaba tanto que esperé llenar con mi amor, el abismo que la fatalidad había abierto entre nosotros. Te llamé, y hubiérame postrado a tus plantas, implorando tu clemencia, para un crimen que no había cometido. Te abrí mi corazón y esperé que entraras como a tu cielo, considerándote un ángel, mas ¡ah! tú quisiste convertirte en un demonio, y ese cielo se ha convertido en un infierno...

Catalina calló, su semblante, tenía la palidez que se asemejaba a la transparencia que dan las sombras de la muerte, su delicado cuerpo oscilaba mezclado, confundido con los pliegues de su larga bata de cachemira.

En este momento sintiose el ruido de un carruaje, que paraba en la casa, y las voces de muchas personas que hablaban.

-Alguien viene, -dijo Catalina, asustada.

-No sé quién pueda ser, el señor Guzmán y los que fuimos al baile deben estar aún allá.

-Aléjese Vd. pronto, -repuso con precipitación ella.

-Una palabra, ella decidirá de mi porvenir.

-Nada puedo decirle, Vd. no es ya para mí, sino el novio de Estela.

-Sí, Vd. no me ama, mañana me alejo de Lima para siempre.

-Salga Vd. pronto.

-Me quedo si tú me lo mandas, -dijo Álvaro.

-¡Ah! exclamó Catalina, llevando una mano al corazón, como si quisiera ordenarle que guardara silencio.

-Catalina, habla por piedad, -repuso Álvaro juntando las manos en ademán de súplica.

-Te casarás con Estela, sí, yo te lo ordeno; -preguntó Catalina, como si en ese momento tomara una resolución.

-Mañana mismo, te lo juro -respondió Álvaro con entusiasmo.

-Pues bien, hasta mañana, -dijo ella, empujando con violencia al joven, que partió enviándola con la mano un beso y exclamando: ¡gracias, gracias!...

Catalina cerró precipitadamente la puerta y luego dijo:

-Mañana... él será el esposo de Estela, y yo la esposa fiel del señor Guzmán.- Y si este débil corazón flaquea, me alejaré para siempre del lado de Álvaro.

Y como, si este juramento hubiéralo hecho en presencia de un severo juez, extendió su mano, con austera y firme expresión diciendo: Sí, sí, lo juro.

Álvaro salió loco de alegría, ebrio de amor y esperanza.

En ese momento Estela, no era más que un peldaño que necesitaba pisar para acercarse más a la mujer que amaba con delirio.

Pensó regresar al baile, para hacer las invitaciones, única cosa que faltaba para la realización de su matrimonio.

No bien estuvo en el corredor un momento y sus ojos acostumbrados a la luz, pudieron distinguir en la oscuridad, cuando vio alejarse furtivamente a una persona que parecía haber estado cerca de la puerta del dormitorio, la misma Catalina cerró después que hubo partido el señor Guzmán con su hija.

Álvaro detúvose un momento, sin saber que resolución tomar. Aquel desconocido había sin duda escuchado todo su acalorado diálogo con Catalina.

¿Quién podía ser?

En la casa sólo quedaron los sirvientes, D. Lorenzo y Elisa. De éstos, ¿quién tendría interés en venir a escuchar lo que pasaba en las habitaciones de la señora?...

Álvaro no pudo explicarse la misteriosa presencia de este desconocido, que tan cautelosamente huía de aquel sitio, y aún cuando vio que en lugar de huir hacia la parte de afuera, se dirigió hacia el ala izquierda de la casa, a cuyo lado quedaban las habitaciones de D. Lorenzo y Elisa.

¿Quién era este hombre que sin duda se había impuesto de todo lo que pasó entre Catalina y Álvaro? Este no tuvo tiempo de seguirlo, pues del coche que había parado en la puerta, parecía que bajaban varias personas, que habían entrado a la casa.




ArribaAbajo- XXXVI -

El cadáver del señor Montiel


La fatalidad concierta y ordena los acontecimientos, cuando quiere perder a una de sus víctimas.

-¿Cuál era la causa de aquel ruido inesperado que acaban de escuchar Catalina y Álvaro, en el momento que ellos creían que sólo su voluntad podía decidir de su destino?

Preciso será, para conocer bien los sucesos, que volvamos al salón de baile, de donde vimos salir a Álvaro no ha mucho, para ir a hablar con Catalina, y al señor Montiel, para ir a donde lo arrastraba, a su pesar, aquel desconocido, que como sabemos, lo condujo a una muerte que debía ser, castigo de sus pasados delitos.

Cuando Álvaro, después de haber bailado con Estela, pidiole permiso para alejarse por un momento, pretextando un asunto de importancia; ésta quedó triste y meditabunda. ¿Qué asunto era éste, que lo alejaba de su lado, cuando él la había prometido que estarían toda la noche juntos?

El señor Guzmán habíase puesto a jugar una partida de rocambor y el señor Montiel conversaba con algunos amigos.

Las dos de la mañana, poco más o menos eran, cuando Álvaro y el señor Montiel, salieron del baile como los vimos, casi al mismo tiempo.

De pronto, todos los concurrentes se agitan, hablan misteriosamente; los unos toman su sombrero, y se disponen a salir para informarse de lo que pasa. Otros miran al señor Guzmán y a Estela con expresión angustiosa. Todos repiten que uno de los concurrentes ha sido asesinado a diez pasos de la casa. Nadie puede explicarse la causa, ni la manera cómo pudo llevarse a cabo este asesinato.

Al fin la noticia y la alarma llegan basta donde el señor Guzmán, que jugaba tranquilamente su partida de rocambor. Este corre, toma su sombrero, y a pocos pasos de la casa se encuentra con el ensangrentado cadáver del señor Montiel.

La primera idea que le ocurre es, buscar a Álvaro para que lo acompañe y se encargue de hacer conducir el cadáver a la casa; pero Estela dice toda angustiada y casi llorosa, que Álvaro, ha más de dos horas, que se ha retirado prometiéndola volver luego.

El terror difundiose entre las señoras, con esa eléctrica rapidez, con que el extremado miedo acobarda los espíritus débiles.

Algunos caballeros, que en esto de ser espíritus débiles, pueden llegar a engrosar las filas del sexo débil, fueron de opinión, lo mismo que las señoras, que debían retirarse todos en el acto.

Unos decían que había sido un conato de asalto, para apoderarse de las joyas de la señora; otros aseguraban que al llegar al baile habían visto grupos de hombres sospechosos que los miraron con ojos amenazadores.

Los más serenos afirmaban que no había temor ninguno, pues, el cadáver estaba con todas sus prendas de valor, lo cual probaba, que el asesino no era ladrón.

No faltaba quien notara, que Álvaro no estaba en el baile; asegurando que hacía dos horas que se le vio salir; algunos aventuraban a decir:

-El arma que ha atravesado el corazón de ese español, es una espada cubana. Nadie pensó ya más en bailar, ni se preocuparon de otra cosa, que del inaudito acontecimiento, que había llenado de consternación a todos los concurrentes.

Los médicos que reconocieron la herida del señor Montiel, aseguraron que era causada por arma blanca y que el golpe había sido asestado con mano firme y segura, causándole la muerte casi instantáneamente.

El señor Guzmán cada vez más angustiado, no cejaba de inquirir por el paradero de Álvaro, como si un vago y lejano temor lo llevara inquieto y desasosegado.

Al fin fuele forzoso hace conducir el cadáver del señor Montiel a su coche.

El ruido de este coche es el que Catalina y Álvaro escucharon poco antes de separarse, el mismo que conducía el cadáver del padre de Catalina acompañado del señor Guzmán y unos cuantos amigos de éste.

Como el coche había parado a la puerta, Álvaro pensó que no tenía mucho tiempo que perder, y apresurose a descender las escaleras; pero, no bien había pisado el último peldaño, cuando abriose la puerta de calle, y el señor Guzmán, después de entrar en el zaguán, encendió un fósforo a cuya luz pudo ver Álvaro que venían otras muchas personas, las mismas que acababa de dejar en el baile.

No siéndole ya posible llegar hasta sus habitaciones, cuya entrada estaba cerca de la puerta de la calle, Álvaro no pudo hacer otra cosa que ocultarse en el retrete de debajo de las escaleras.

Desde allí pudo ver todo lo que pasaba, y escuchar todo lo que decían.

Cuando vio entrar el cadáver del señor Montiel frío sudor inundó su frente. Pareciole ver una fúnebre procesión que venía a buscarlo, como a un criminal que se oculta entre las sombras de la noche.

Por una de esas inexplicables intuiciones, Álvaro, lejos de sentir la satisfacción del que ve el cadáver de un enemigo, de un infame que había labrado su desgracia, cuya existencia, pesaba sobre su conciencia como reproche, como acusación del olvido en que yacía la memoria de su padre; sintió un vago terror, algo como si la helada mano de la muerte se posara sobre su frente.

Al pronto no pudo darse cuenta de lo que veía. ¿Qué significaba aquel cadáver? ¿Por qué lo traían a la casa acompañado de las mismas personas que estuvieron en el baile?

Bien pronto salió de estas dudas.

El señor Guzmán abrió la puerta de las habitaciones de su suegro, y volvió a salir con una bujía encendida: a la luz de esta bujía, es que vio Álvaro todo lo que pasaba.

Vio al señor Guzmán, con el mismo cadáver, que con solícito cuidado hizo sacar del coche y colocarlo en las habitaciones que acababa de abrir.

Álvaro respiraba con angustia y horrible zozobra agitaba su espíritu.

Hubiera querido poder salir y hablar con todos, para informarse de lo que acababa de suceder.

No alcanzaba a explicarse lo que veía por más que en ese momento torturaba su inteligencia, dándose así mismo toda suerte de conjeturas.

Recordó haber dejado al señor Montiel departiendo tranquilamente con algunos amigos. ¿Qué había pues sucedido durante su ausencia?

En este momento, el señor Guzmán se dirigió a las habitaciones de Álvaro, que, como hemos dicho, estaban situadas en el patio y al frente de las del señor Montiel. Tocó con fuerza la puerta gritando -¡Álvaro! -¡Álvaro!- y con la voz algo alterada dijo: -este joven ha tenido algún asunto de grande importancia, cuando ha dejado el baile a estas horas.

-¿Qué será esto? murmuró con el semblante nublado y la respiración angustiada.

Largo rato, quedó con la vista fija, meditabundo y silencioso. Oscureciose su semblante, como si luctuosos pensamientos surgieran en su mente.

Rememoró todos los acontecimientos que pudieran darle luz sobre este misterioso y desgraciado suceso.

La desaparición de Álvaro, presentábasele a cada instante, como un escollo que no podía salvar.

Luego pensó en la pena que tendría Catalina al saber la trágica e inesperada muerte de su padre. Pensó que este pesar, agravaría sus dolencias y alteraría aún más su delicada salud. En consecuencia resolvió, ocultarle esta funesta nueva, todo el tiempo que fuera posible. Economizarle un pesar a Catalina, a esta bella y seductora joven a quien tanto amaba fue el anhelo del amante esposo.

Un segundo coche que paró a la puerta, sacó al señor Guzmán de su profunda meditación.

Apenas la distinguió el señor Guzmán, dirigiose a ella, y casi al mismo tiempo, hiciéronse ambos esta pregunta:

-¿Dónde está Álvaro?

-Algo muy grave debe retenerlo lejos de nosotros. De otra manera no me explico su ausencia, -dijo el señor Guzmán.

Estela no contestó una sola palabra. Levantó los ojos al cielo, y exhaló un doloroso suspiro que Álvaro alcanzó a oír, por encontrarse cerca de allí.

-¡Pobre Estela!, murmuró mirando con tristeza el semblante angustiado de la joven.

En ese momento reflexionó que, tal vez era injusto con Estela, que tanto lo amaba. Meditó cuánto debía agradecerle aquel amor infinito y resignado que ella le profesaba, cuando su condición de novia y de joven mimada, la llevaban a exigir toda suerte de consideraciones.

Álvaro, arrepintiose de los pesares involuntarios, que a Estela había causado y con noble propósito prometíase corregirse.




ArribaAbajo- XXXVII -

El día siguiente


¡Cuán diversas emociones y cuán amargos pensamientos traían inquietos y apesarados a los moradores de la casa del señor Guzmán!

El viento de la vida que a veces sopla cual blanda risa, y perfumado céfiro, suele tornarse en destructor vendaval, en furioso huracán.

¿Qué invisible y despiadada mano agita las tempestades de la vida y las tempestades de la naturaleza? ¿Por qué no nos es dado huir del rayo que nos mata ni el dolor que nos hiere?

¿Por qué la virtud, la inocencia y el candor no tienen pararrayos ni abrigo?...

¿Por qué el alma inocente y pura, como la erguida palmera del desierto; sucumbo destrozada por el huracán o abrazada por el rayo?

Y, ¡ni el corazón quo se desbarra ni la flor que se troncha, alcanzan a alterar un punto, el curso de los acontecimientos!

¿Pesa por ventura lo mismo, en la balanza de los destinos del hombre, la flor tronchada por el rayo, que el alma herida por el dolor?

¡Ah! ¡víctimas de ciega fatalidad, implacable y ciego el golpe que hiere a entrambas; y el alma herida por el dolor, suele ser tan inocente como la flor herida por el rayo!...

¡Estela! ¡Catalina!.... ¡Pobres flores que el viento, el infortunio azota cruelmente!...

El señor Guzmán, Catalina y Estela, todos estaban tristes, angustiados. Todos divisaban en el horizonte la nube negra, siniestra, que anuncia la tempestad.

Hasta la misma Andrea, la impasible Andrea, estaba abatida y preocupada; ella que sólo vivía pensando en la salvación de las almas y la conversión de los herejes, sintió en torno suyo la atmósfera cargada de acontecimientos y de electricidad; de aquella electricidad inexplicable que hizo creer a los antiguos en las influencias de un espíritu maligno, a la que más tarde se llamó fatalidad, y luego castigo providencial. ¿No llegará el día en que se la llame llana y simplemente lógica natural de los acontecimientos?...

Catalina había meditado toda la noche en su horrible situación.

¡Haber encontrado la felicidad, el amor, la vida, esa vida del corazón, única que ella anhelaba y perderlo todo, sacrificarlo todo a la felicidad de otros seres!...

Había encontrado el paraíso de la felicidad, pero guardado por el ángel bíblico de espada de fuego que la rechazaba mostrándole el amor de su esposo y la desventura de Estela.

Y cual si lo guardaran los siete círculos del infierno del Dante, no osó penetrar en ese encantado Edén.

Al siguiente día estuvo agitadísima, y por varias veces habló a su esposo del matrimonio de Álvaro, manifestándole la necesidad de apresurarlo tanto como fuera posible.

Y respecto a la inesperada desaparición del Sr. Montiel, Catalina no se manifestó muy alarmada.

El señor Guzmán cuidó de advertirla desde la noche que el señor Montiel iría al Callao a arreglos indispensables para su próximo viaje, pensando decirle después que su padre quedaba gravemente enfermo en el Callao.

De este modo creyó que podía llegar gradualmente hasta noticiarle, la muerte de su padre, evitándole así la terrible impresión de tan inesperada nueva.




ArribaAbajo- XXXVIII -

El diálogo de dos desconocidos


Acababan de sonar las diez de la noche, cuando principiaron a llegar numerosas personas a casa del señor Guzmán. Todos venían vestidos de luto.

Por los preparativos y el movimiento que se notaba, fácil era comprender que se trataba de llevar a la iglesia el cadáver del señor Montiel.

En aquella época aún estaba vigente la malísima costumbre de depositar en la noche los cadáveres cuyas exequias debían oficiarse al siguiente día, en una de las iglesias de la ciudad.

Era una de esas frías y lluviosas noches del mes de julio.

Por orden del señor Guzmán las boquillas de gas que alumbraban la parte baja de la casa daban tenue luz, lo que imprimía a todo el edificio lúgubre y sombrío aspecto.

Catalina, que había pasado el día agitadísima, salió de su habitación para respirar el aire puro de la noche.

En ese momento distinguió, dos personas que subían las escaleras, dirigiose a ellas esperando encontrar a algún amigo de la casa, que trajera noticias de su padre.

Pronto conoció, por las voces, que eran extraños y retrocedió ocultándose en la parte que quedaba más oscura.

Los dos recién llegados se reclinaron en la balaustrada del corredor y principiaron a departir tranquilamente.

Uno de ellos parecía joven, el otro era de más edad. El más joven miró a todos lados y dijo:

-Aquí estamos bien, ya nos hemos presentado al dueño de casa, y en la confusión de la partida, nadie notará que no somos del número de los acompañantes.

-¡Qué pesados y engorrosos son estos compromisos para acompañar muertos! -exclamó el otro.

Al escuchar esta exclamación, Catalina se asió a la columna que tenía cerca de sí, como si temiera perder el equilibrio. Sin saber por qué parecíale que se trataba de su padre.

Los dos desconocidos hablaban sin volver la cara hacia donde estaba ella y no podían ver que una persona se ocultaba en ese lugar.

Uno de ellos contestando a la exclamación del otro dijo:

-Sí, son compromisos fastidiosos, mucho más cuando se trata de un muerto del que, no se le da uno, maldita de Dios la cosa, que marche al otro mundo bien o mal acompañado.

-Lo que es éste, va cargado con las maldiciones de todos aquéllos a quienes tantos males ha hecho.

-Dicen que era un hombre perverso y cobarde.

-Sí, tan cobarde como perverso.

-¡Cosa rara! se cree que el tigre no engendra palomas, sin embargo la hija tiene dulce expresión de mansa paloma.

-No te fíes de las expresiones dulces de ciertas personas; la que más dulce parece, suele tener a Lucifer en el cuerpo.

-Si ésta lo tuviera, sería uno de los casos excusables.

-¿Por qué tanta lenidad para ella?

-¡Pobrecita! casada con un viejo y obligada por su situación a presenciar el matrimonio de su amante.

Un ¡ay! largo, profundo y doloroso, hizo volver la cara a los dos interlocutores, que fijaron la vista hacia el lado en que se encontraba Catalina; ésta se ocultó poniéndose de costado tras de la columna. El sitio donde ella estaba quedaba casi oscuro y no alcanzaron a descubrir nada.

-¿Has oído? -dijo uno de ellos, mirando fijamente hacia ese lado.

-Sí, algo como un suspiro.

-En la mansión d un marido viejo, casado con muchacha hermosa, deben oírse muchos de estos suspiros.

-Ciertamente, mas no en el caso presente.

-¿Aludes al amante, que vive en la misma casa?

-Es claro, un amante joven y apasionado, es la miel que endulza el tósigo que da un marido anciano.

-El amor de los viejos, es como ciertos alimentos pesados, necesita un licor espirituoso para digerirlo.

-Hombre, acabas de decir una sentencia -contestó riendo uno de los interlocutores.

-Hay para mí un punto oscuro en todo este drama, -dijo el otro cambiando el tono.

-¿Cuál?

-El asesinato del señor Montiel.

Al escuchar estas palabras Catalina se estremeció y un temblor nervioso se apoderó de todo su cuerpo. Algo como un vértigo pasó por su cerebro; pero procuró dominarse y puso mayor atención, para no perder una sola palabra de la conversación.

-¿Qué hay de oscuro en ello?

-¿Cómo es que Álvaro, siendo el amante de Catalina, ha asesinado al padre de ésta?

-Fácilmente me explico ese hecho.

-¿De qué manera? -preguntó el otro.

-Comprendo que el amor no alcanzó a extinguir el odio.

-Hay en ese asesinato algo de ruin y cobarde, ¿no lo crees tú así?

-Verdaderamente, Álvaro ha debido darse por satisfecho con el terror que alcanzó a inspirar a ese pobre hombre; o desafiarlo como caballero: matar a un viejo, débil e indefenso, tendiéndole una celada, para llevarlo a un lugar apartado, es algo que encierra mucha perfidia y traición, -dijo con tono despreciativo el que parecía más joven.

-Me llama la atención -repuso el otro- que la policía permanezca impasible ante un hecho tan escandaloso.

-Así es la policía de este país. Mientras tanto, todos señalan a Álvaro González como al asesino del pobre viejo Montiel.

-Por taimada que ande la policía, me parece imposible que este crimen quede impune.

-Ya veremos -dijo el joven- ya veremos poner en juego las influencias del señor Guzmán.

-¡Hombre! y esto será curioso; porque veremos al marido defendiendo la vida y el honor del amante de su esposa.

-¡Ah pícaro mozo! ¡qué bien ha sabido jugársela al pobre viejo! -dijo el de más edad con sarcástica risa.

-Y el pobre viejo, dicen que adora a su mujercita.

-Es natural: ¡verse dueño de una linda muchacha a una edad en que no se halla una alma caritativa que quiera consolar un corazón de sesenta años!

-En cuanto a que él sea dueño, eso tiene sus bemoles.

-¿Qué importa, si él lo cree al menos así?

En este momento se sintió el ruido que hacían muchas personas que salían de las habitaciones del señor Montiel.

Era la caja mortuoria que salía seguida de todo el séquito de amigos que iban acompañándola.

-Ya lo sacan, esperemos un momento y luego bajaremos. Así nos veremos libres de permanecer media hora más en la iglesia.

El que acababa de hablar se inclinó apoyándose en la balaustrada y mirando hacia abajo, también Catalina, desde el sitio donde se encontraba, vio la fúnebre procesión que conducía el cadáver de su padre.

Cuando hubo salido el último acompañante sintió algo como si le desgarraran el corazón.

Mientras escuchó este diálogo necesitó hacer supremos esfuerzos para reprimir el llanto, que como mano de hierro anudaba su garganta. Al ver llevarse la caja mortuoria que contenía los restos de su padre, fuele imposible dominarse por más tiempo. La sangre se le agolpó al corazón y cayó sin sentido.

Los dos amigos, que a la sazón se retiraban, con la intención de eludir la enfadosa tarea de acompañar el cadáver de uno, que, como habían dicho, no les interesaba cosa alguna, sintieron el ruido que hizo el cuerpo al caer y deteniéndose súbitamente dijeron:

-Alguien se ha caído.

Pero casi al mismo tiempo dijo uno de ellos; -No importa sigamos.

Y descendieron las escaleras sin detenerse a indagar quien era la persona que acababa de producir aquel ruido como el de un cuerpo que cae desplomado.

Un momento después Elisa, que iba y venía para «no perder nada de lo que sucedía en la casa» dio un grito y exclamó:

-¡Jesús! ¡Ave María! ¡si será éste otro muerto! -y salió corriendo aterrorizada, y volviendo la cara como si luchara entre el terror y la curiosidad que la dominaban en ese momento. Luego que estuvo cerca de las habitaciones de D. Lorenzo, con angustiado acento gritó:

-Papá Lorenzo, venga Vd. ¡Un muerto! ¡un muerto hay allá en el corredor!...

Don Lorenzo, que en ese momento se encontraba departiendo tranquilamente con la virtuosa Doña Andrea sobre los extraordinarios sucesos que se habían realizado en la casa; púsose de pie y sin perder su acostumbrada flema dijo:

-¡Si será esta una nueva desgracia!

-¡Ay Dios mío! Que traigan al señor cura para que eche agua bendita en la casa, -exclamó la supersticiosa Andrea.

Ambos se dirigieron, llevados por Elisa, al lugar donde estaba Catalina.

Andrea, sin dejar de caminar, principió a santiguarse y dijo:

-Si parece que Lucifer en persona se hubiera metido en esta casa ¡Ave María! creo en el misterio de la Santísima Trinidad.

Don Lorenzo moviendo la cabeza y sin dirigirse a nadie, como si hablara consigo mismo, murmuró:

-Sí, hay un Lucifer, uno solo, que concluirá por llevarnos a todos a los abismos del infierno.

Después, al ver la oscuridad del lugar que señaló Elisa en que estaba el muerto, detúvose y volviéndose a ella díjole:

-Ve a traer luego una luz.

-Sí, una luz repitió angustiada Doña Andrea, y como si en ese momento le ocurriera una buena idea agregó: -Mira Elisa anda a mi cuarto y tráeme la cera de bien morir que está a la cabecera de mi cama.

Elisa echó a correr y volvió luego con una bujía encendida en una mano y en la otra una cera sucia y amarilla como si hubiera permanecido muchos años recibiendo las injurias del tiempo y del polvo.

Elisa pasó por delante, Don Lorenzo y Doña Andrea la siguieron, esta última dijo:

-¡Cómo olvidé mi devocionario para las oraciones de difuntos!

Cuando plisa estuvo cerca y la luz dio de lleno en el rostro de Catalina, exclamó asombrada:

-¡Es la señora Guzmán!

-¡Qué nuevo misterio será éste! -dijo D. Lorenzo.

Después que se convencieron que estaba desmayada y no muerta como había creído Elisa, Andrea corrió a llamar a los mayordomos y sirvientes para que vinieran a llevar a la señora a su lecho.

Cuando llegó el señor Guzmán, Catalina estaba ya algo repuesta y habló de la muerte de su padre como una desgracia irreparable, pero sin dejar comprender que sabía los pormenores de ese crimen.

El señor Guzmán abstúvose de hablarle de este asunto que tanto podía contristarla y aunque en el primer momento pasó por su mente vaga sospecha de la culpabilidad de Álvaro, como autor de la muerte del? antiguo Gobernador de Cuba, disípola considerándola del todo inverosímil.

En cuanto a Estela; cuya inocencia jamás hubiera alcanzado? a llevar sus sospechas, hasta culpar a Catalina o Álvaro; tenía, por su mal, a Elisa que, con su atisbadora? mirada y su penetrante malicia, veía claro, «muy claro» como ella decía, lo que pasaba en el corazón del señor Álvaro.




ArribaAbajo- XXXIX -

Matrimonio y prisión


Ocho días después de los acontecimientos que acabamos de referir, notábase en casa del señor Guzmán, el movimiento y agitación de extraordinarios acontecimientos.

La linda Estela debía casarse aquella noche con el amado de su corazón con Álvaro González.

Nadie, al ver a Álvaro, hubiera podido creer que su pensamiento, su espíritu, todo su ser se dirigía hacia otra mujer, hacia otro corazón, que no era el que debía amar; que no era el de su novia.

¿Llamaremos a esto una perfidia una traición?

Por desgracia sucede que los enamorados suelen profesar el principio de Maquiavelo: no pararse en los medios, con tal de alcanzar los fines, y lo que en realidad es una perfidia, una infamia, una traición, suele o ser más que una locura, una debilidad.

¡Y las debilidades del amor son tan excusables, cuando las comete el sexo fuerte! Para ellos el amor es niño? caprichoso y loco que no admite otros fallos que los que a él plácele dictar. Sin duda por esto los latinos decían, que amar y tener juicio a la vez, era apenas posible a un Dios.

Álvaro aunque impelido por la cruel necesidad que lo obligaba a unirse a Estela, por acercarse a Catalina, no dejaba de valorizar su difícil situación, horrorizándose de tener, a su pesar, que seguir adelante.

Las seis de la tarde acababan de sonar, cuando se encontraban reunidos en el salón de la casa el señor Guzmán, Catalina y Estela.

De pronto sintiose ruido de pasos como de varias personas que venían de la calle.

El señor Guzmán se adelantó esperando que sería a él a quien buscaban.

Dos personajes desconocidos presentáronse a la puerta. Uno traía unos papeles, el otro era un militar.

-¿El señor Álvaro González está aquí? -preguntó el que llevaba los papeles.

-Vive en las habitaciones de los bajos, -contestó con sequedad el señor Guzmán.

-No está allá -contestó el primero, y después de dar una investigadora mirada, retirose, no sin volver repetidas veces la cabeza.

-¡Qué aire tan misterioso traen esos hombres!, observó Catalina.

-Uno de ellos es escribano, -repuso pensativo el señor Guzmán.

-¿Qué querrán con Álvaro? -dijo con inquietud Estela.

-Será algo relativo a arreglos de matrimonio, dijo con tono sencillo Catalina.

-¡No!, -contestó Estela- todo lo tiene ya arreglado.

¿Quiénes eran esos hombres de sospechoso talante que habían ido a buscar a Álvaro?

¡Ah! ¡era la fatalidad que perseguía a una de sus víctimas!

Como hemos dicho, salieron después de dar una investigadora mirada, como quien espera sorprender, algo.

Por el patio de la casa encontraron a uno de los sirvientes y lo interrogaron de esta suerte.

-El señor Álvaro González vive aquí, ¿no es verdad?

-Sí aquí vive, -contestó sencillamente el criado.

-¿A qué hora se le puede encontrar con seguridad?

-¿Con seguridad? -repitió el criado pensativo.- Ahora no hay seguridad de encontrarlo sino a las ocho de la noche. Está en los arreglos de su matrimonio y no viene sino un momento y vuelve a salir luego.

-¿Se casa siempre esta noche? -preguntaron a una los dos interlocutores.

-Sí creo que se casa, al menos, las órdenes que se dan me lo hacen creer así.

-¿Mañana a qué hora estará aquí?

-¡Caramba! -mañana estará aquí en su dormitorio todo el día. -contestó riendo el criado.

-Quise preguntarle a Vd. si a pesar de su matrimonio seguiría viviendo aquí.

-Es natural, a no ser que también él se marche con el señor y la señora que se van a Lima, mañana según he oído decir.

-Fácilmente se comprende que estos dos hombres venían a tomar preso a Álvaro y para hacer más trágico el lance conviniéronse en llegar en el momento en que se efectuara la ceremonia.

Aquella noche el señor Guzmán estaba sombrío y caviloso, como si en medio de todos aquellos preparativos sólo viera la sombra de su desgracia, que, a su pesar, imaginábase que lo perseguía por todas partes.

Álvaro, aunque en los días anteriores se había mostrado contento y satisfecho estaba pálido y conmovido.

Catalina estaba agitada, nerviosa. En algunos momentos llevaba ambas manos al pecho y respiraba con fuerza, temiendo asfixiarse, tan escasamente le permitía respirar la opresión que sentía. Otras veces una lágrima brillaba en su pupila y luego desaparecía como si su voluntad la hubiera suprimido.

Las ocho y cuarto eran cuando principió la ceremonia.

El señor Guzmán y Catalina se colocaron al lado de los novios por ser ellos los padrinos.

El sacerdote encargado de bendecir la unión pronunció una elocuente alocución, que todos escucharon con recogimiento.

Concluida la ceremonia, todos se acercaron a felicitar a los novios.

Álvaro dio el brazo a Estela y ambos recibían complacidos las afectuosas manifestaciones de sus amigos.

De súbito aparecieron en el salón dos personajes desconocidos. Eran los mismos que poco antes presentáranse preguntando por el señor Álvaro González.

Uno de ellos se dirigió sin trepidar hacia Álvaro, y le entregó un papel, obedeciendo sin duda a un plan convenido. El otro, después de hacer una venia a los concurrentes dirigiose a Álvaro diciéndole con imperioso tono:-Seguidnos.

Álvaro, después de leer el papel, palideció mortalmente y con voz temblorosa y desesperado acento dijo:

-Esta es una celada infame. No puedo seguirlos.

-Caballero, -dijo el que vestía uniforme militar- seguidnos si no queréis exponeros a un mal tratamiento.

-Pero, ¿qué significa esta orden de prisión? -preguntó él con acento de angustia y desesperación.

-No tenemos más orden, -repuso el interpelado,- que la de conduciros esta noche mismo a la cárcel.

-¡A la cárcel! -repitió Álvaro llevándose ambas manos a la cabeza y temblando de rabia.

El señor Guzmán, Catalina, Estela y casi todos los circunstantes rodearon a Álvaro, y le miraban estupefactos sin comprender lo que significaba esta inesperada escena.

Después de mil objeciones y altercados, después de otros tantos impedimentos fue necesario que Álvaro saliera para ir a la cárcel conducido por dis alguaciles.

Cuando Estela vio partir al que era ya su esposo cayó herida por un rayo.




ArribaAbajo- XL -

Un punto oscuro en el horizonte


Aunque el señor Guzmán no conocía en todos sus pormenores la pasada historia de Álvaro, algo como una sospecha pasó por su mente.

Recordaba el dominio casi tiránico que Álvaro ejerciera sobre el señor Montiel.

Luego la desaparición inexplicable de Álvaro en el momento que se cometía el asesinato era para él seguro indicio de la culpabilidad del joven.

Un incidente, aunque de poca monta en apariencia, agravó horriblemente su angustiosa situación.

Obedeciendo a sus generosos sentimientos y movido por el afecto que profesaba a su hija, pensó poner en juego sus influencias, e inclinar la benevolencia de los jueces en favor del que era ya su hijo político; pero el primer amigo a quien manifestó sus intenciones díjole asombrado: -Va Vd. a perderse, no sabe Vd. que sus enemigos, aquéllos a quienes Vd. ha herido con su recto proceder, quieren herirlo a su turno haciéndolo aparecer como cómplice en este asesinato.

-¡A mí! -exclamó el noble anciano llevando con altivez y dignidad una mano al pecho.

-Sí, amigo mío, sus enemigos... dijo encogiéndose de hombros y dejando suspensa la frase.

-¿De qué manera puedo yo ser cómplice en este horrible crimen? -preguntó el señor Guzmán.

-Como al señor Montiel todos lo creen rico...

-Bien y qué.

-Y la esposa de Vd. la única heredera.

-¡Ah infames! -exclamó desesperado llevándose ambas manos a sus respetables y encanecidas sienes.

Desde este momento manifestose severo imparcial, y abandonó al que él creía el verdadero asesino del señor Montiel.

También con su esposa, con la que siempre habíase manifestado expansivo y franco, parecía receloso y reservado, evadiendo estudiosamente todo punto de conversación que tuviera referencias con este desgraciado suceso.

Respecto a la conducta de Catalina, diremos que fue dignamente sostenida en el límite que le correspondía.

Lloraba la muerte de su padre, pero no se atrevía a aventurar ninguna conjetura, respecto a los que ella temía que fueran los autores de ese crimen.

Cualquiera palabra favorable a Álvaro podía tornarse en una acusación contra ella. Y por más que se reconocía inocente comprendía que las apariencias la condenaban.

¿Quién podía atestiguar que Álvaro no había sido llamado aquella noche por ella? ¿cómo probar que, lejos de aceptar las pretensiones del joven, habíalo impulsado, habíalo comprometido a que se uniera a Estela, sin más aspiración de su parte que realizar la felicidad de ésta?

¿Cómo probaría ella que después que adquirió la certidumbre de que Álvaro se casaría con Estela, pensó alejarse de él para siempre?

Cuestiones eran estas que se le presentaban como otros tantos puntos oscuros que no le sería dado aclarar a los ojos de los que quisieran acusarla.

Estela permanecía encerrada en sus habitaciones negándose a recibir a todos.

Sólo Elisa, su compañera y amiga, la cuidaba con solícito afán, informándola diariamente del estado en que se encontraba el juicio criminal que se había entablado contra Álvaro.

Pocos días después el señor Guzmán llegó como de ordinario a saludar a su hija. Por un exceso de delicadeza Estela se abstenía muchas veces de hablarle de este asunto, que tantas escabrosidades tenía para él; por su parte, el señor Guzmán evitaba también hablar a su hija por temor de renovar sus pesares y ver correr sus lágrimas.

Pero este día el señor Guzmán llegó algo más sereno que anteriormente. Era que el corazón del amante esposo se serenaba a medida que las pruebas de la culpabilidad de Álvaro le dejaban conocer la causa de su salida del baile.

Estas pruebas manifestaban claramente que el joven cubano había salido para matar al asesino de su padre y no para asistir a una cita amorosa de su esposa.

Aunque la primera suposición traíale el convencimiento, de que Álvaro era el antiguo novio de Catalina, aceptábala gozoso antes que convenir que ella pudiera darle citas aprovechándose de su ausencia.

Este día quiso consolar a su hija, dándole alguna esperanza, de que Álvaro se salvaría ya que él tenía tantas de que salvaría el amor de su adorada Catalina.

Después de saludarla besándola en la frente, y de informarse del estado de su salud, díjole.

-El juicio de Álvaro está en buen estado, espero que terminará favorablemente.

-¿Es posible? ¿lo crees tú así? -contestó con presteza acercándose a él y estrechándole las manos.

-Sí, hija mía, todo me lleva a hacer esta suposición -dijo el señor Guzmán.

-¿Qué hay? dímelo, líbrame por piedad de esta angustia que me está matando.

-Cálmate, querida Estela, hasta ahora lo más serio, que hay y que es como un punto oscuro que desgraciadamente puede ser causa suficiente para que se le condene: es...

-¡Ah! sí- exclamó Estela con amargura- su ausencia del baile a la hora en que se cometía el crimen.

-Sí, esto es muy grave, pues aunque, del careo del criado que acompañó a Montiel, resulta que el encapado era algo más grueso y más alto que Álvaro, esto no es suficiente, pues un hombre que va a cometer un crimen bien puede disfrazarse poniéndose más abultado y agrandando su talla por medio de grandes tacones.

-¿Y su ausencia del baile es la única prueba desfavorable? -preguntó con ansiedad Estela.

-Hasta ahora no hay otra, el criado, que es el único testigo, no ha reconocido en Álvaro ni la voz, ni la fisonomía ni ningún signo exterior de los del verdadero asesino. De las declaraciones, de los careos, de todas las tramitaciones judiciales, en fin, no resulta ninguna prueba fehaciente en contra de tu esposo. Un sólo punto preséntase oscuro y éste es, de gran fuerza en asuntos judiciales; saber donde estuvo el acusado en el momento que se cometía el crimen, y Álvaro guarda sobre este punto obstinado y acusador silencio.

Estela levantó su cabeza y con el semblante bañado en lágrimas y la expresión animada por una profunda convicción dijo:

-¡Ah! padre mío, yo tengo evidencia que Álvaro no es el asesino del señor Montiel.

El señor Guzmán arrugó el ceño, como si una idea horrible pasara por su mente y con aire sombrío y angustiado repuso:

-Pues entonces, ¿dónde ha estado Álvaro en aquellos momentos?

Estela palideció como si la misma idea que había pasado por la mente de su padre le desgarrara el corazón,

-No sé, como explicar este misterio, -dijo confusa.

-El señor Guzmán miró a su hija como si quisiera leer en su pensamiento y con voz ahogada y breve dijo:

-Si él no es él asesino ¿por qué no habla? ¿por qué no dice donde se encontraba en aquel momento?

-¡Oh! Yo espero que todo se aclarará, -exclamó Estela, casi asustada de la expresión de su padre.

-Sí, todo se aclarará y entonces ¡ay del culpable! -exclamó el anciano con la voz temblorosa y los puños crispados.

Estela miró a su padre y comprendiendo la amargura que encerraban sus palabras lanzose a su cuello y sollozando dijo:

-¡Ah, padre mío! ¡cuán desgraciados somos!...

El señor Guzmán procuró desasirse de los brazos de su hija, como si temiera que sus lágrimas próximas a desbordarse revelaran lo que guardaba como un secreto.

Y cual si férrea mano le comprimiera la garganta se retiró silencioso con la respiración sibilante y el semblante contraído por el dolor.

Cuando estuvo fuera de la alcoba llevose ambas manos a la frente murmurando.

-¡Si Álvaro no es el asesino de Montiel, es sin duda mi asesino! ¡Yo no sobreviviré un momento el día que esta duda sea una convicción!




ArribaAbajo- XLI -

Angustias y sospechas


El señor Guzmán, cada día más atormentado por los celos y el temor de perder el cariño que creía haber alcanzado en el corazón de su esposa, aprovechaba todas las ocasiones en que podía sorprender en su semblante algún indicio que le guiara en el cúmulo de conjeturas en que se perdía su conturbado espíritu.

Don Lorenzo, que también esperaba sorprender alguna palabra o manifestación que aclarara sus dudas, se encargaba de informar a Catalina de todo lo que tenía referencia con el juicio criminal de Álvaro, y observaba con atención los efectos que producían en ella las noticias que la traía.

Catalina habíase encerrado en un silencio inexplicable para Don Lorenzo, empeñado en investigar aquella alma, que, según él columbraba, era grande, apelar de estar encerrada en cuerpo de mujer.

En sus ratos de soledad, Catalina, abandonábase por completo a la desesperación, cuya fuerza era mayor, cuanto era más largo el tiempo que tenía que estar reprimiendo sus lágrimas y dominando su dolor.

Ni aun le quedaba el dulce lenitivo que a los desgraciados queda, departir de sus penas, llorar, sobre: el pecho de un ser amado, hacer que sus lágrimas ve enjuguen, con el beso consolador de la amiga que siente la generosa y noble compasión, que los grandes pesares inspiran.

La reserva y el silencio tenían que ser el perpetuo estado de su alma, envuelta en los senos del misterio; veíase por propia delicadeza y natural reserva, condenada al mayor de los suplicios, a manifestarse serena y tranquila cuando dentro el corazón llevaba un infierno.

Sus párpados orlados de largas pestañas se entornaban, al peso incontrastable de las lágrimas, su cabeza se caía sobre el pecho, como la flor tronchada, sobre su tallo, sus pálidas mejillas, parecían surcadas, por las lágrimas que ocultamente derramaba.

Su respiración agitada, y escasa la obligaba a dar frecuentes y largos suspiros, y algunas veces se llevaba la mano a la garganta como si quisiera arrancar la pena horrible que anudaba su cuello.

Sin libertad ni posibilidad para dar rienda suelta a su dolor, y expansión a su aflicción, veíase necesariamente conducida a reconcentrarse dentro de sí misma, aumentando así su amargura.

Y sin embargo, esta pena no alteraba sensiblemente su hermosura. ¡Ah! es que Catalina tenía aquella belleza soberana, que en las obras de arte como en las de la naturaleza, ostenta sus perfecciones lo mismo a la siniestra luz de un incendio que a la riente claridad del alba.

Como mujer generosa y buena, aunque apasionada y vehemente, veía su situación y se acusaba de los males que por su causa abatían a todos los que la rodeaban.

Veía a Estela, aquella criatura inocente nacida para los goces tranquilos del amor para las fruiciones serenas del alma, presa de cruel angustia acosada por todos los terrores del infortunio y amenazada por todos los dolores de la viudedad.

Veía a Álvaro a quien el amor, como él habíale dicho, hubiérale ofrecido al lado de Estela si no un paraíso de ventura, un hogar risueño al lado de una candorosa y amante esposa, preso difamado y tal vez próximo al cadalso.

Veía en fin al señor Guzmán, a ese noble anciano, con las sienes coronadas de blancos cabellos y el corazón de agudas espinas; y luego convertía la mirada sobre sí misma y se consideraba como la autora de todos estos desastres, como la caja fabulosa de donde un día salieron todos los males de la humanidad.

¿Qué le quedaba que hacer, a ella que en un momento de loco extravío había venido a colocarse en medio del camino de tantos seres, que lejos de ella serían felices, y que su presencia había tornado en desdichados y mal aventurados?...

¿qué le quedaba que hacer para reparar tantos males, para rehabilitar su conducta ante su propia conciencia?...

¡Ah! Su corazón, su noble corazón se lo dirá, se lo pedirá. Y así como le obedeció cuando le mandó amar, le obedecerá cuando le mande sacrificarse.

En las almas como la de Catalina no hay términos medios: o aman hasta el sacrificio, como lo hizo ella casándose con un hombre que no amaba, con sólo el objeto de volver al lado de su amante, o se sacrifican hasta la deshonra, como piensa hacerlo Catalina.

¿Cuáles son designios? ¿Cómo puede sacrificarse por la felicidad de Estela y la vida de Álvaro sin arrastrar tras de sí la felicidad y la vida de su esposo, del hombre que ha hecho de su amor un culto y de la felicidad de su esposa un ideal que es la única luz que alumbra aquella vida próxima a extinguirse?... ¿Sacrificará la felicidad y la vida del anciano en holocausto a la felicidad y la vida de los jóvenes? ¿Se cree, por ventura con derecho a tanto?

No, Catalina medita el medio de salvarlos a todos, sin medir ni retroceder, al considerar la magnitud del sacrificio.

Además, no se le ocultó desde el primer momento que, el silencio de Álvaro guardaba por temor de deshonrarla, prefiriendo su condena antes que declarar lo que sería su salvación; esto es, dónde estuvo, en el momento en que se cometía el asesinato; este silencio era, para ella, elocuente prueba de amor y al mismo tiempo noble ejemplo que se creía en el deber de imitar.

Si él sacrificaba su vida por salvarle el honor, ¿no debía ella sacrificar su honor, por salvarle a él la vida?

Estas reflexiones aparecían de continuo en su mente acentuándose a cada momento con mayores argumentos.

Este era el estado en que se encontraba el ánimo de la señora Guzmán, cuando llegó a su conocimiento que Álvaro González había sido condenado a muerte por el juez de primera instancia.

Esta sentencia llenó de asombro aí la sociedad toda, que no vio en ella sino, la mano de alguien que se empeñaba en perder al joven cubano.

Esta mano no podía ser otra que la del señor Guzmán.

Hombre de elevada posición social, y de gran fortuna había desempeñado por largo tiempo el alto cargo de Vocal de la Corte suprema. Su viaje y su matrimonio alejáronlo, de la coral del magistrado; pero conserváronle las influencias a que era acreedor.

Estas influencias iban, por desgracia, a ser las que decidirían de la vida o muerte del antiguo novio de la señora Guzmán.

Nadie que no haya vivido en Lima podrá comprender lo que aquí valen las influencias de la amistad, de la posición social y del dinero.

Triste es decirlo. La sentencia de muerte del joven cubano, era una de las muchas injusticias que se realizan con escándalo de los que ven minadas las más sacrosantas leyes de la moral social, por influjos del prestigio, no siempre del verdadero mérito, sino más bien de algo que debiera llevar la reprobación y castigo.